Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 37 • marzo 2005 • página 5
En un artículo heterodoxo, Gustavo Perednik opina que los gestos sometidos a una transformación umheilich, pueden ser herramientas para suplantar el intercambio de ideas y el respeto mutuo
A lo largo del proceso evolutivo, a un perdido primate, en su tercera semana de vida le sobrevino una mutación: un espasmo psicomotor que le permitió proveer a su nutritiva madre de estímulo neurobiológico. A la madre la gratificaba recibir un contacto que parecía comunicativo, ergo dedicaba más atención al bebé.
Éste, a su vez, descubrió que la novedad de la sonrisa le deparaba atenciones. Perseveró sonriendo e incrementó así un 20% sus probabilidades de transmitir copias genéticas a sus descendientes. Sus hijos gozarían de mayores probabilidades de supervivencia que los de los bebes sin la mutación. Quienes tuvieron predisposición innata a sonreír lograron que sus genes fueran preservados en mayor cantidad que los de los tipos serios.
Al final del proceso, la característica se ha maximizado: en todas las culturas los bebes emiten el espasmo, siempre casi al mes de vida, sin importar el lugar donde hayan nacido. Sonríen los bebes chinos y los taiwaneses; los griegos y los turcos; los judíos, europeos, árabes, esquimales y caribeños hermanados.
El lactante comienza por curvar las esquinas de la boca hacia arriba para convocar la mente del prójimo; sus primeras sonrisas son meros indicios de su capacidad biológica para conectarse. Las posteriores son universalmente entendidas como expresión de alegría o buena disposición.
Ocurre frecuentemente que la evolución darviniana individual se replique en la social. Las sociedades que no desarrollaron sonrisas probablemente desaparecieron, acaso porque se granjearon la desconfianza de las otras. Como sus miembros nunca parecían satisfechos, intentaron producir algún gesto alternativo para exhibir apertura y buena fe, pero a los sonreidores nos habrá parecido una mueca grotesca.
Hemos arribado de este modo a un útil y placentero denominador común humano: la forma de mostrar buena voluntad. La sonrisa, con su función expresiva, genera intercambios comunicativos. Evoluciona en el niño desde ser una actividad refleja sin finalidad, hasta ser intencional en busca de la respuesta de los otros. Y se deteriora en el adulto para terminar desbarrancándose hacia la socarronería.
Las caras articulan sentimientos genuinos; el problema es que una expresión facial que ocurre de modo natural también puede concebirse artificialmente con variados propósitos sociales, a veces negativos. Es una metamorfosis que en términos freudianos denominaríamos unheimlich: la sonrisa ha pasado de ser expresión espontánea de júbilo a ser señal que transmite pensadamente un mensaje de descalificación. Al placer y la diversión, la sonrisa le agregó el uso alternativo del desprecio.
La nueva mutación
Un tema y un título tan heterodoxos como los de esta nota, me invitan a una pueril aclaración: tengo mucho sentido del humor. Disfruto de la jocosidad y de la picaresca ironía; y no sólo de la fértil ironía que en la mayéutica griega servía para acelerar las buenas preguntas y el consecuente aprendizaje.
Pero hay un tipo de sonrisas que me despiertan rechazo, desde que las descubro en el marco de debates ideológicos: la burlona distancia de los que consideran que la política es una rama de las ciencias y ergo no les queda sino perdonar en silencio a los eternos equivocados que disienten.
Esos perdones de los que el año pasado vociferaban «no a la guerra» pero se sonreirían por toda réplica a la pregunta de por qué no se manifiestan ahora contra la violencia anti-iraquí, que sólo el 28 de febrero dejó más de cien muertos frente a un hospital en Hilla. Se sonríen, para no admitir que la única paz que les auguraban a los pobres iraquíes era la de los calabozos y tumbas de Saddam.
A fin de explicar el porqué de la aquiescencia europea mientras Arafat durante medio siglo mandó a asesinar niños judíos y destruyó dos generaciones de palestinos, proceden a sonreír. En vez de exponer cómo los tiene sin cuidado la opresión de la mujer en el mundo árabe, su violencia, corrupción y muerte a los «desvíos», pues sonríen. Para justificar su humanismo selectivo, su judeofobia, su soberbia ideológica, su disonancia cognitiva con respecto al fin del comunismo, el criptodrino suministra sólo sonrisas. Y no las del agrado; casi diría: al contrario.
Me he ocupado de hurgar modos científicos de reconocer la diferencia entre la sonrisa sabihonda y desdeñosa de quien ha agotado sus argumentos, y la fresca sonrisa del que celebra la vida. He descubierto tres diferencias físicas reconocibles. Primero, las sonrisas sociales tienden a ser asimétricas; las del genuino placer se extienden similarmente a ambos lado de la cara. Segundo, la sonrisa natural crea las típicas arruguillas en derredor de los ojos, que no aparecen cuando la sonrisa se fuerza arteramente. El tercer criterio es la fugacidad: la sonrisa que no es espontánea pervive medio segundo más al estímulo que la ha generado, y se disipa más ásperamente. Entreveo asimismo que, en cuanto a lo fugaz, en estos meses durante los que los postulados criptodrinos llegan a un nuevo nadir de irrelevancia, sus sonrisas dan las primeras señas de desvanecerse.