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El Catoblepas, número 37, marzo 2005
  El Catoblepasnúmero 37 • marzo 2005 • página 10
Artículos

Vampiros

Alfonso Fernández Tresguerres

Anotaciones sobre la leyenda del no-muerto

...enviado a la tierra como vampiro
tu cadáver escapará de la tumba
y rondará cual fantasma tu pueblo natal,
chupando la sangre de todos los tuyos,
hija, hermana, amiga, esposa,
secando la fuente de la vida...
[Lord Byron]

Si alguna vez ha existido en el mundo una historia probada
y digna de crédito, es la de los vampiros; nada se escatima:
informes oficiales, el testimonio de personas solventes, de
cirujanos, clérigos, jueces; la evidencia judicial lo abarca todo.
[Jean-Jacques Rousseau]

Edvard Munch (Löten, Noruega 1863-Oslo 1944), La vampira 1893-1894

1. La génesis del vampirismo

En el Webster's International Dictionary se define el término «vampiro» del modo siguiente: «Espectro chupador de sangre o cuerpo reanimado de una persona muerta; espíritu o cuerpo reanimado de una persona muerta, el cual se cree que sale del sepulcro, errando a lo largo de la noche, chupando la sangre de las personas durante el sueño y causándoles la muerte». Y tal es, en efecto, la imagen tradicional que finalmente ha acabado por consolidarse del vampiro. Y seguramente más que la del puro espíritu o espectro, la del cuerpo reanimado, esto es, la del cadáver que, a decir verdad, es más que un cadáver, el difunto que es en realidad un no-muerto (como también se le ha llamado) y que se mantiene en ese estado de no-muerte, que es, al mismo tiempo, un estado de no-vida, merced a la sangre de aquéllos a quienes hace sus víctimas.

Sin duda, en la formación del vampirismo ha tenido mucho que ver el papel esencial que la sangre ha jugado en las creencias de múltiples culturas y religiones, en tanto que símbolo de la propia vida; y, aun más que símbolo, fuente y origen de ésta: la sangre, en suma, se ha identificado, no pocas veces, con la vida misma e incluso con el alma («Pero de ningún modo comas sangre –leemos en Deuteronomio, 12:23-24–, porque la sangre es la vida, y no comerás la vida con la carne»). Beber la sangre de otro equivale, pues, a apropiarse de su vida, y ése es el medio mediante el que el vampiro puede prolongar la suya, o, al menos, su condición de no-muerto. Este mismo sistema de ideas y creencias de tipo mágico es el que subyace al canibalismo ritual que encontramos en muchos pueblos primitivos: comer del cuerpo de otro supone adquirir sus cualidades y virtudes, y hasta es una forma de lograr que no desaparezca del todo, pues su carne se hará una con la de aquél que la ha ingerido. El vampiro, sin embargo, no es un caníbal: sólo bebe la sangre, la cual basta para asegurarle la inmortalidad. Las prácticas caníbales serán asociadas, en cambio, al hombre-lobo, su hermano en la mitología demoníaca.

Y es que el vampiro, aunque no es, obviamente, una invención cristiana (como tampoco el hombre-lobo, por otra parte), constituye, no obstante, un elemento esencial de la Demonología. Junto a los posesos, las brujas y el propio hombre-lobo, el vampirismo será parte fundamental de los grandes capítulos de fenómenos satánicos. De ellos, sólo el de la brujería es posible que se sustentase en alguna base real y capaz, por ello, de soportar una explicación genuinamente religiosa, siendo, al mismo tiempo, el fenómeno más característicamente cristiano de todos ellos (en una medida algo menor, quizá también las posesiones).

El vampiro (decimos) no nace con el cristianismo, mas el cristianismo, asociándolo a Satán, lo convertirá en un elemento importante de la Demonología (exactamente lo mismo que sucede con el hombre-lobo), ya que, si bien es cierto que a veces se ha pensado que el cadáver del vampiro es reanimado por su propio espíritu, con más frecuencia se ha creído que tal reanimación es obra del Demonio. Pero sucede, además, que el papel del vampiro en la Demonología no se reduce a su relación con Satán, sino que se extiende a la que establece con las otras dos grandes figuras demoníacas, esto es, la bruja y el hombre-lobo. Respecto a éste último, en ocasiones se ha creído (por ejemplo, en Grecia) que, una vez muerto, el licántropo se convertía en vampiro. El era, en consecuencia, uno de los más firmes candidatos (hay otros, por supuesto) a adquirir tal condición; y ésa es una de las razones más poderosas por las que el sospechoso de ser hombre-lobo era quemado después de muerto: la reducción de su cuerpo a cenizas era el modo más seguro para evitar su resurrección como vampiro (como, por lo demás, era una de los procedimientos más seguros para destruir al vampiro mismo). Muy sugerente resulta también la relación de éste con la bruja, ya que en algunos lugares se pensaba que era hijo suyo y del Demonio: el vampiro sería, así, el resultado de la unión sexual de una bruja con Satán. Y en Bulgaria, acaso por ser aquí menor el poder de la Iglesia, y menor también su influencia, se creía que un vampiro únicamente podía ser destruido por las brujas, quienes, por lo general, procedían a encerrarlo dentro de una botella que era luego arrojada a la hoguera. Por último, existen también tradiciones (entre ellas en España, donde, por cierto, el vampirismo ha tenido un menor calado) en las que la propia bruja es, al tiempo, vampiro.

Sin embargo, como ya se ha sugerido, la leyenda del vampiro tiene una larguísima tradición, y precedentes suyos pueden ser detectados en los lugares más diversos del planeta: en pueblos de África o América ajenos a la influencia cristiana; también en China, Malasia o la India{1}. El vampiro chino (el chiang-shih) resulta particularmente interesante. Se trata de un diablo que toma forma humana valiéndose de un cadáver, al que sostiene haciéndolo alimentarse tanto de otros cadáveres como de seres vivos. Su aspecto es inconfundible: ojos rojos, garras donde debería haber pies y cuerpo cubierto de pelo de un color blanco verdoso. El relato de una historia acaecida el año 1750 nos muestra, además, que, como en Bulgaria, se pensaba que podía ser atrapado encerrándolo en una botella. Mas, con todo, la figura del vampiro, tal como ha llegado hasta nosotros es una creación europea, y más en concreto de la Europa del Este (aunque también de Grecia). Pese a ello, es cierto que lo mismo en Inglaterra que en Alemania encontramos desde tiempos muy lejanos la creencia en vampiros, o cuando menos, en difuntos que abandonan su sepultura. En la Inglaterra del siglo XIII se creía que eso es lo que les sucedía a aquellos individuos que se hubiesen caracterizado por una vida particularmente licenciosa y entregada al pecado; y se pensaba que era el Diablo quien animaba esos cadáveres, ordenándoles, al mismo tiempo, los males o las molestias que debían causar. Mas también existe alguna leyenda en la que el vampiro es simplemente un demonio que adquiere la apariencia de un individuo, no necesariamente muerto, sino a veces también vivo, como en la historia, referida por Walter Map (siglo XII), de una virtuosa mujer cuya forma tomó un demonio para chupar la sangre de un recién nacido, pretendiendo (como cabe suponer) la desgracia de aquélla, aunque de nada le sirvió, al ser descubierta su estratagema. Pero en los siglos posteriores, el vampiro desaparece prácticamente de la tradición británica (de hecho, el término «vampiro», para referirse al espectro que hoy se entiende por tal, no se utiliza por primera vez en inglés hasta el año 1734). Y en cuanto a Alemania, es cierto que en el Tirol, a raíz de la peste negra (1343-1348), parecen haber proliferado la creencias en seres espectrales, a los que se consideraba propagadores de la peste, así como algunas otras figuras que podrían ser asimiladas al vampiro, pero no puede afirmarse, desde luego, que el vampirismo como tal tenga aquí una tradición particularmente rica. Y lo mismo sucede en Francia, Italia o España, aunque en estos dos últimos países sí se creía en la existencia de brujas que practicaban el vampirismo. En cambio, en la antigua Irlanda sí se creyó en la existencia del dearg-due («chupador de sangre»), muy similar, desde luego, al vampiro tradicional. Mas todo esto es muy poco para poder considerar que el Occidente de Europa haya tenido parte importante en la creación de tal mito (como si la tuvo en del hombre-lobo y también en el caso de las brujas, fenómenos ambos que podrían ser considerados casi exclusivamente occidentales), y más bien hay que pensar que el vampiro llegará aquí desde el Este, especialmente a partir del siglo XVIII cuando se conocen las noticias sobre las epidemias de vampiros que proliferaban en esos países orientales.

Un caso aparte (como antes se insinuaba) es Grecia, cuya colaboración en la construcción de la leyenda del vampiro es tan importante como innegable, aunque, después de todo, quizá no sea exagerado conjeturar que el vampiro, como tal, llegó a las islas griegas desde los países eslavos{2}. Y digo «el vampiro, como tal», porque el vampiro griego (el vrykolakas) era inicialmente un aparecido, esto es, un individuo que abandonaba su sepultura, pero que ni realizaba prácticas vampíricas ni era particularmente malvado, más bien, en ocasiones, sucedía todo lo contrario: que salía de su tumba para prestar un servicio o un favor a alguien. Y cuando no era así, se trataba de un ser sencillamente molesto, amigo de gastar bromas o asustar a la gente, pero sin ir más allá, como no fuese alguna que otra tunda ocasional que propinase a algún vecino. Pero esta imagen cambio más tarde. Por una parte, seguramente, cuando su figura se asoció a la del hombre-lobo, llegando a pensarse que éste, después de muerto, se convertía en vampiro. Y por otra, probablemente, cuando desde el Este de Europa llegó a Grecia la idea del vampiro perverso y sediento de sangre tal como hoy lo conocemos. A partir de ese momento, el vrykolakas se convierte en un vampiro similar a sus parientes eslavos. Y entre otros procedimientos para protegerse de él, se instaurará en Grecia la curiosa costumbre de desenterrar los cadáveres al tercer año de haberles dado sepultura con el objeto de tener la seguridad de que no se habían convertido en vampiros. Importa asimismo señalar que en la tradición griega ninguna otra explicación se encuentra a la existencia del vrykolakas más que la intervención del Diablo, que es quien vuelve a dar vida al cadáver o se adueña y toma posesión del cuerpo. Muy similar al vrykolakas griego es el vampiro búlgaro (lo que permite, acaso, conjeturar que tal mito pasó a Grecia desde Bulgaria). En Bulgaria se creía que el vampiro (cuya condición se pensaba que muchas veces es hereditaria), antes de convertirse en un ser enteramente maligno, tiene que pasar por un periodo de aprendizaje de cuarenta días, y durante ese tiempo, en el que puede ser confundido con una persona enteramente normal, más que malvado es molesto y burlón (como el primitivo vampiro griego). Por otra parte, en Bulgaria, como en Grecia, se hallaba extendida la práctica del segundo entierro, es decir, exhumar a un individuo, al objeto de comprobar que no se ha convertido en vampiro, para luego proceder a enterrarlo de nuevo. Mas, a diferencia de Grecia, donde se pensaba que un vampiro es siempre un cadáver poseído o animado por el Diablo, en Bulgaria no se creía en tal posesión o reanimación diabólica, sino que se consideraba un alma que se negaba a admitir una muerte definitiva y completa.

Pero, como ya se ha dicho, la cuna del vampirismo son, principal y básicamente, los países del Este de Europa, como Austria o Hungría, uno de los lugares éste clave en el nacimiento del vampiro, llamado aquí pamgri, mas también vampir, un término eslavo que se encuentra, con diversas modificaciones, en Rusia, Polonia, Servia, Bulgaria y también en la antigua Checoslovaquia. Parece claro que tal es el origen de vampiro, aunque otras hipótesis hacen proceder tal término del también eslavo úpiros u oupire («chupador de sangre»), y otros derivados en las distintas lenguas eslavas, provenientes, a su vez, todos ellos, del turco uber («bruja»){3}. Rusia y Polonia cuentan también con una importante tradición vampírica, aunque, curiosamente, en estos dos países se creía que el vampiro actuaba sólo entre el mediodía y la media noche, contraviniendo así lo que acabó siendo uno de los elementos esenciales del mito: la nocturnidad y el terror a la luz del sol, que podía ocasionarle la destrucción completa. Y también la antigua Yugoslavia es importante en este asunto de los vampiros, con la particularidad de que el suyo resulta invisible a los ojos de los mortales, y sólo es visto por su hijo, el dhampir, quien, por cierto, no tiene otro empeño que acabar con su progenitor. Pero quizá de todos los países del Este el principal es Rumania, por cuanto que allí parecen juntarse y unificarse todas las creencias referentes al vampiro dispersas en los países de Europa oriental.

Mas la importancia de Rumania en estas cuestiones (y en contra de lo que pudiera pensarse) poco tiene que ver con el Conde Drácula, o, para ser más exactos, con Vlad Dracul III, conocido como Vlad Tepes (Vlad el Empalador), personaje histórico que se supone que vivió entre los años 1431 y 1476, y que fue voivod (gobernante o príncipe) de Valaquia (uno de los tres estados, junto a Moldavia y Transilvania, en los que entonces se hallaba dividida Rumania). Este tercer Dracul (nombre que significa «dragón», siendo Drácula su diminutivo: algo así como «pequeño dragón») era, sin duda alguna, un personaje singularmente perverso (por mucho que cinco siglos más tarde Ceaucescu se empeñara en convertirlo en una especie de héroe nacional), y el apodo de «Empalador», con el que la historia le recuerda, se debe a la curiosa afición que sentía por empalar a sus enemigos e incluso a cualquiera que tuviese la desgracia de no resultar grato a sus ojos (se habla de más de cien mil personas), mientras él se hacía servir un banquete del que daba cuenta al tiempo que contemplaba la agonía de sus víctimas. Ahora bien, Dracul III, que se sepa, no era un vampiro, y sólo se acabará convirtiendo en el Conde Drácula merced a la imaginación de Bram Stoker.

Inmediatamente expondremos los principales elementos que conforman el mito del vampiro, tal como se configura, de modo muy especial, a partir de las creencias y supersticiones de estos países del Este de Europa, así como de las múltiples narraciones de casos de vampirismo presentes en la tradición folklórica de todos ellos. Mas para evitar ser excesivamente prolijos, tal exposición se hará con carácter general, dado que la mayor parte de los elementos esenciales son comunes a todos esos pueblos y se encuentran presentes en todos ellos, y por eso, sólo en alguna ocasiones, cuando algún rasgo sea peculiar de alguna zona determinada, señalaremos el lugar, o los lugares, de los que proviene. Y por el mismo motivo, tampoco me ocuparé de exponer en detalle esas narraciones, historias y leyendas a las que se acaba de aludir{4}, aunque a algunas de ellas habrá por fuerza que referirse. Pero antes, digamos únicamente que la tradición vampírica que en Europa oriental es ya muy rica en los siglos XVI y XVII, alcanza en el XVIII niveles auténticamente epidémicos, y es entonces (como ya he señalado anteriormente) cuando se traslada a Europa occidental, llegando a causar tal inquietud que hasta la propia Iglesia (inicialmente escéptica con esa cuestiones) se hace eco de ella, al punto que Benedicto XIV (papa desde el año 1740 al 1758) acaba por ordenar que se abra una investigación al respecto.

2. El mito

Los que con frecuencia se consideraban candidatos a vampiros eran muchos, y, en ocasiones, aún en vida, podían ser detectados por determinados rasgos: aquéllos poseedores de labio leporino, ojos azules, los pelirrojos, así como los que presentan vello en la palma de las manos, se encontraban entre ellos. También las personas pobres o especialmente ancianas, o aquéllos portadores de una importante deformidad física (es decir, todos los que resultaban particularmente extraños y apartados de la norma), eran con frecuencia considerados vampiros (algo similar a lo que sucedía con las brujas). Es frecuente, asimismo, la creencia de que la imagen del vampiro no se refleja en el espejo, y en Bulgaria se pensaba que no siempre produce sombra (además de carecer de huesos y tener la carne esponjosa).

Pero ya entre los fallecidos, la lista de los que se creía habrían de convertirse en vampiros no era, ni mucho menos, escasa: en ella se incluían los suicidas, los niños ilegítimos cuyos padres también lo fueran, los nacidos muertos o los que murieran sin bautizar; en Rumania, los hijos nacidos en séptimo lugar, y en Grecia aquéllos que hubieran sido engendrados durante una de las grandes festividades de la Iglesia. Asimismo, en Rumania se creía que si una mujer que ya ha pasado su sexto mes de embarazo es mirada por un vampiro, su hijo nacerá con tal condición, a menos que sea bendecida por la Iglesia. Del mismo modo, y también en este país, se aseguraba que si una mujer embarazada no sufría mareos, eso significaba que el causante de su embarazo era un vampiro. También los excomulgados (porque se creía, especialmente en Grecia, que la tierra se negaba a recibir el cuerpo de un excomulgado, y, en consecuencia, lo expulsaba fuera de su seno); los apóstatas, los que hayan llevado una vida inmoral o practicado la magia negra; los perjuros y licenciosos en general, y, asimismo, aquéllos que han sido enterrados sin la debida observancia del ritual funerario (por ejemplo, sin haber recibido los sacramentos). Y, en fin, si un gato pasaba por encima de una cadáver, es seguro que éste se convertiría en vampiro (en Rumania se pensaba que el mismo resultado tendría el que la sombra de un vivo se proyectase sobre una cadáver o el que una monja pisase encima de una sepultura). Y, por supuesto, se tenía por cosa cierta que la víctima de un vampiro se convertiría en vampiro a su vez. El listado resulta, en efecto, tan extenso, que no resulta extraño que los vampiros proliferasen por doquier.

La actividad nocturna (con la excepción de Rusia y Polonia, como ya se ha señalado) desarrollada por esos vampiros o revinientes (como los denomina Calmet{5}) cuando abandonan su sepultura, resulta sobradamente conocida, y ella es la que permite definiciones de lo que es un vampiro, como aquélla con la que hemos iniciado estas notas. Las descripciones de dicha actividad son abundantísimas, mas como quiera que todas ellas coinciden en lo esencial, bástenos recordar ahora la que hace J. Heinrich Zopft [Zopfius], el año 1733, en una obra titulada Dissertatio de Vampiris Serviansibus:

«Los vampiros salen de sus tumbas por la noche, atacan a las personas que están tranquilamente dormidas en sus camas, les chupan toda la sangre del cuerpo y las matan. Acosan a hombres, mujeres y niños por igual, sin importarles edad ni sexo. Los que caen bajo su maligna influencia se quejan de asfixia y de absoluto desánimo, y expiran al poco tiempo.»{6}

En Hungría tendía a creerse que sólo la familia era víctima de sus ataques, mas, por lo general, la idea más extendida es que cualquiera podía serlo, y, en consecuencia, resultaba extremadamente urgente hallar algún medio de protección. Dos de los más conocidos son la sal y el ajo, pero en algunos lugares el mismo efecto tenían para ahuyentar a los vampiros el puerro, el enebro o el espino. En Rusia y Polonia se creía, asimismo, que comer pan que hubiese sido amasado utilizando sangre de vampiro era una forma muy eficaz de protección contra sus ataques. En Rumania, además de frotarse el cuerpo con ajo, se pensaba que si una casa hacía ondear una bandera blanca, a ella no se acercarían los vampiros, porque los difuntos, en general, detestan el color blanco, y también se consideraba de gran eficacia rodear la casa con rosales silvestres. Determinados símbolos prestaban, asimismo, una buena protección contra tales monstruos: entre ellos el sol y las estrellas, y, posteriormente, la cruz. Tales prácticas tenían el poder de alejarlos, más no de matarlos, para ello era preciso poner en práctica procedimientos mucho más expeditivos.

Pero para poder darle muerte, era preciso antes detectarlo, y conocer el lugar donde se hallaba sepultado. En Valaquia, según informa Calmet, existía una curiosa práctica que se llevaba a cabo con tal objeto:

«Se escoge a un muchacho de edad que no haya hecho todavía uso de su cuerpo, es decir, que sea virgen. Se le monta desnudo sobre un caballo que no haya nunca flaqueado, caballo que tiene que ser además completamente negro, y se le hace pasear por el cementerio, y pasar por encima de todas las fosas; aquélla sobre la que el animal rehúse pasar, por más golpes que se le aticen, se considera que está ocupada por un vampiro.»{7}

En algunos lugares, para detectar vampiros se seguía el procedimiento de examinar las sepulturas, para ver si se encontraban en ellas agujeros del tamaño aproximado de un dedo, en el convencimiento de que aquéllas que los tuviesen era muy probable que albergaran el cuerpo de uno de tales seres.

Una vez exhumado, el cuerpo del vampiro presenta unas características inconfundibles y que no dejan lugar a dudas acerca de su condición de tal: su aspecto es enteramente saludable, y más parece dormido que muerto; el rostro presenta un color enteramente natural, el cabello, las uñas y la barba, como cabría esperar encontrarlas en un individuo vivo, los ojos abiertos, las venas repletas de sangre, las extremidades flexibles, y, en suma, una apariencia de hallarse perfectamente alimentado y sin el menor indicio de corrupción{8}. Por lo general, se hallarán manchas de sangre en el ataúd y también en el sudario con el que fue envuelto el presunto cadáver; sudario algunas de cuyas partes parecerán haber sido comidas o masticadas{9}.

Una vez que es descubierto, el siguiente paso, obviamente, consistía en acabar definitivamente con él. Para ello se procedía a traspasar su corazón (a veces también el ombligo) con una estaca afilada de madera (preferentemente de álamo, material del que se suponía hecha la cruz de Cristo, o de espino blanco, por la corona de espinas que portó en su Pasión). En otros sitios se consideraba igualmente efectiva una de hierro o acero. En Rusia se pensaba que también resultaba eficaz como arma la pala del sepulturero. Pero era muy importante, por razones obvias, que el golpe resultase efectivo al primer intento. En ese momento, se decía que el vampiro emitía un terrorífico alarido, al tiempo que de la herida brotaba sangre fresca, como la que anima un cuerpo vivo. En ocasiones se le dejaba clavado al ataúd, pero, a veces, se procedía a darle la vuelta y dejarlo enterrado boca abajo. Con todo, como tales procedimientos no siempre resultaban efectivos, la mejor garantía era arrancarle el corazón, cortarle la cabeza, e incluso desmembrar su cuerpo, para quemarlo posteriormente hasta convertirlo en cenizas. Mas el fuego en sí mismo, aun sin llegar al expeditivo procedimiento de quemar al vampiro constituía una muy efectiva defensa contra él, porque los vampiros –se pensaba– no pueden atravesarlo. Sin duda, esto entronca con la tan extendida creencia de considerar al fuego no sólo como un elemento de purificación, sino también de protección. De ahí la importancia de las hogueras protectoras y de los fuegos ceremoniales, tal como informa Frazer, quien se refiere, por cierto, al caso que nos ocupa:

«Los campesinos eslavos y búlgaros –afirma– conciben la plaga del ganado como un hediondo demonio o vampiro al que se puede mantener a raya interponiendo una barrera de fuego entre él y los rebaños.»{10}

Cuando se sospechaba que un difunto era vampiro, se tomaban también determinadas precauciones al darle sepultura. Enterrarle con una estaca clavada en el corazón era una de ellas, mas también enterrarle boca abajo, llenar su boca de ajos, colocar piedras o alguna otra cosa en el ataúd, de manera que, al despertar, el vampiro tenga algo que roer, sin pensar en salir inmediatamente en busca de una víctima. También esparcir granos de mijo sobre el cuerpo retrasará su salida de la sepultura, porque, antes de pensar en abandonar su tumba, querrá contarlos uno a uno; rosas silvestres esparcidas alrededor del ataúd, constituyen, asimismo, una buena precaución, ya que sus espinas dificultarán que el vampiro salga de él.

3. Teorías explicativas del vampirismo

1. Al comienzo de su estudio sobre los vampiros (en la obra a la que ya hemos hecho referencia), presenta Calmet una clasificación de las posibles teorías explicativas que resulta perfectamente válida para ordenar las distintas posiciones que se han mantenido al respecto:

«Se han propuesto varios sistemas para explicar el retorno y las apariciones de los vampiros –escribe–. Algunos las han negado y rechazado como quiméricas, como un efecto de la prevención y la ignorancia del pueblo de esos países en los que dicen que se aparecen.
Otros han creído que esas gentes no estaban realmente muertas, sino que habían sido enterradas vivas, y que volvían por sí mismas, naturalmente, y salían de sus tumbas.
Otros creen que esas gentes están realmente muertas del todo, pero que Dios, por un permiso o un mandato particular, les permite o les ordena regresar y volver a tomar por un tiempo su propio cuerpo; pues, cuando las desentierran, sus cuerpos están enteros, su sangre bermeja y fluida, y sus miembros flexibles y manejables. Otros sostienen que es el demonio el que hace aparecer estos revinientes, y que hace por medio de ellos todo el mal que causan a los hombres y a los animales.»{11}

La primera de tales explicaciones es la de aquéllos que niegan de plano la existencia real de cualquiera de esos fenómenos, considerándolos meras leyendas nacidas de la superstición. La segunda, es la de quienes, admitiendo que se hayan dado casos de supuesto «vampirismo», o, si se quiere, admitiendo que tal mito nace de hechos reales, éstos pueden ser explicados en términos estrictamente naturales (médicos, pero no sólo médicos, y, desde luego, no sólo a partir de estados catalépticos). Por su parte, las explicaciones tercera y cuarta, nos conducirían ya a un terreno estrictamente religioso: se trataría bien de fenómenos divinos (según la teoría tres), bien de fenómenos demoníacos (según la teoría cuatro){12}. Estas dos últimas posiciones, aunque muy especialmente la última, claro está, es la que ha convertido al vampirismo en un capítulo importante de la Demonología (juntos con las posesiones, la brujería y el hombre-lobo).

A continuación procederemos a examinar cada una de esas teorías, y lo haremos en orden inverso al que las presenta Calmet, comenzando, pues, por las explicaciones religiosas.

2. Entre quienes, a lo largo de la historia, han considerado el vampirismo un fenómeno no sólo real, sino también de carácter sobrenatural y religioso, la principal discusión que se ha suscitado, enfrentándolos entre sí, es, en efecto, si tal fenómeno tiene su origen en Dios o en el Diablo, es decir, si se trata de un fenómeno divino o demoníaco. Y acaso quepa decir que antes se defendió (históricamente) lo segundo que lo primero, es decir, que comenzó por creerse al vampiro obra del Diablo. Así, en el siglo XI, mucho antes de que dieran comienzo las epidemias de vampiros, el inglés William Malmesburry afirma que los espectros de aquellos individuos que hubiesen llevado una vida pecaminosa volvían a la tierra, y que era el Diablo quien los animaba y, al mismo, tiempo, les daba órdenes precisas sobre lo que tenían que hacer. Y seguramente ésa es también la posición de Map, en el siglo XII. Más tarde, incluso el propio Santo Tomás de Aquino parece venir a prestar apoyo a esa misma idea, llegando a afirmar, incluso, que el Demonio tiene poder para formar un cuerpo y darle forma a su antojo.

Ya en el siglo XVII, concretamente el 1645, Leo Allatius (o Alacio), en una obra titulada De Graecorum hodie quorundam opinationibus, haciéndose eco de la que parecía ser la posición oficial de la Iglesia griega respecto al origen de los vampiros, expone la que es, probablemente, la más clara defensa del origen diabólico de los éstos:

«Es imposible –afirma– que un difunto se convierta en vrykolakas si no media el deseo expreso del demonio, el cual, con deseos de vengarse y de incurrir en la ira celestial, causa tenebrosos disturbios, apareciendo durante la noche ante aquéllos que le sabían muerto en su sepulcro [...] cuando se hallare uno de estos cuerpos incorruptos, obra del demonio, debéis avisar sin tardanza a los sacerdotes, que invocarán a la Santa Madre de Dios y celebrarán servicios religiosos en memoria del muerto.»{13}

Ahora bien, si hacer a Satán el responsable único del vampirismo fue la primera idea defendida, no es, sin embargo, la más común, porque muy pronto se comenzará a discutir el poder del Demonio para obrar tales prodigios (resucitar a los muertos), que serán considerados potestad exclusiva de Dios. Por eso, y toda vez que, quienes se mueven en estas coordenadas, no dudan de la realidad del fenómeno mismo, comenzará a entenderse el vampirismo como un fenómeno divino, o mejor dicho (dado que tal expresión puede llamar a confusión), proseguirá viéndose como fenómeno demoníaco, más obrado Satán por delegación de Dios, esto es, obrado por el Diablo, pero no porque en sí mismo tenga capacidad para hacerlo, sino porque Dios se lo permite, con lo que, curiosamente, retornamos a un Dios y a un Diablo muy próximos a los del Antiguo Testamento, a saber: un Dios y un Diablo que cooperan en el mal (independientemente de cuáles puedan ser las razones y los motivos que asistan al primero para ello). Mas la distinción entre ambas posiciones no siempre resulta tan nítida como acabamos de sugerir, sino que se presta a interpretaciones diversas y confusas, y, de hecho, hay algunos autores que parecen moverse en esa confusión y a los que no siempre resulta fácil adscribir a una u otra de esas dos posturas, a saber, si los vampiros tienen su origen en Dios o en el Diablo.

Así, en manuales de inquisidores, como el Malleus Maleficarum (1486), de Sprenger y Kramer, o el Compendium Maleficarum (1608 y 1626), de Guazzo, aun cuando no se trata el asunto del vampirismo en cuanto tal (falta mucho tiempo para tal cuestión se convierta en un aspecto relevante de la Demonología), sí se aborda, siquiera tangencialmente, el problema de los redivivos y el de quién podría tener capacidad para volver a un difunto a la vida. Ciertamente, tal poder se atribuye primariamente a Dios, y también a los santos que obran tales milagros por mediación suya; pero en lo que respecta a la vuelta al mundo de espectros malignos y a la parte que en ello pueda tener el Diablo, las posiciones que se defienden resultan un tanto ambiguas. Así por ejemplo, Guazzo afirmará que las apariciones de los muertos sólo pueden tener lugar con el permiso de Dios:

«[...] debemos entender –escribe– que tales apariciones no son la norma habitual, sino que ocurren de acuerdo con el especial y singular acuerdo de Dios.»{14}

Pero más adelante no vacilará en asegurar que el Demonio (o un demonio) puede tomar posesión de un cadáver:

«[...] así como la ley tiene el poder de expulsar a un usurpador –afirma– que

nadie dude que alguien igualmente, que conozca el poder de conjuros y exorcismos, que el demonio puede ser expulsado de la insidiosa posesión de un cuerpo muerto.»{15}

Obviamente, podría argumentarse que la diferencia entre estas dos primeras teorías explicativas que estamos examinando, esto es, las explicaciones religiosas que consideran el asunto obra de Dios, en un caso, o del Diablo, en el otro, es una diferencia en exceso débil y sutil, que apenas se sostiene como tal diferencia, ya que si sólo Dios es Todopoderoso, entonces ninguna acción tiene lugar (ni siquiera las actuaciones demoníacas) sin que Él lo permita. Mas con ser cierto esto, media una gran distancia entre afirmar que el Diablo tiene poder y capacidad para desarrollar determinadas actividades (crear vampiros, en el caso que nos ocupa), que Dios permite, que el decir que, careciendo por sí mismo de tal poder, sólo puede llevar a cabo tal acción por expreso deseo de Dios, que le confiere la capacidad de hacerlo (lo mismo que a los santos, por otra parte, quienes de ningún modo tienen en sí la posibilidad de realizar el milagro de volver a la vida un cuerpo difunto, haciéndolo únicamente porque Dios les otorga la capacidad para hacerlo). Sin duda, no es lo mismo una cosa que la otra; y, además, obsérvese que la segunda alternativa compromete mucho más la Bondad divina que la primera, con no ser pequeño el atolladero en que se encuentra metida aun en ese caso. La primera de tales explicaciones (que el Diablo puede por sí mismo resucitar difuntos y crear vampiros) es la que sería, en sentido estricto, una teoría demoníaca; la segunda (que Dios le transfiere tal poder), en cambio, constituiría una teoría divina y demoníaca, a un tiempo. Y si resulta bastante nítida la posición de quienes defienden lo primero (Malmesburry o Allatius, y hasta quizás el propio Santo Tomás), no lo es tanto la de muchos de los que parecen optar por lo segundo. Este es el caso de Guazzo y el de otros que dirán que los vampiros los crea el Diablo, pero sólo con permiso de Dios. Ahora bien, ¿eso qué significa? ¿Qué el Diablo puede hacerlo y Dios lo permite, o que no puede, pero que Dios le otorga ocasionalmente poder y permiso para hacerlo? Parece claro que Malmesburry o Allatius, por ejemplo, se inclinan por lo primero; pero la posición de muchos otros autores no resulta tan nítida. Y ése no es sólo el caso de Guazzo o el de Sprenger y Kramer, sino también el de algunos más, como F. Richard, que dirá que es el Diablo quien da vida a esos cadáveres, pero con consentimiento de Dios. Y es que, en efecto, volvemos a lo mismo: ¿qué quiere decir «con consentimiento de Dios»? ¿Qué el Diablo tiene en sí tal poder y qué Dios le consiente ejercerlo, o que realiza tales hechos por delegación de Dios, es decir, porque Dios le da tal poder?

Sin embargo, con independencia de que algunos de esos posicionamientos pudieran resultar confusos y admitir distintas interpretaciones, lo que sí resulta bastante obvio es que no parece que nadie haya defendido una teoría divina, en estado puro, del vampirismo, es decir, que éste se considere derivado directa e inmediatamente de Dios, sin intervención alguna por parte del Diablo, lo que, después de todo, no deja de resultar lógico, ya que supondría hacer a Dios responsable directo y único del daño perpetrado por el vampiro, o lo que es lo mismo, del mal. Las explicaciones de carácter religioso, en suma, serían ya demoníacas, ya divinas y demoníacas a un tiempo, y en éstas últimas es dónde cabe la discusión de si confieren un peso mayor o menor al Diablo (y, lógicamente, a Dios) en todo ello.

Lo más próximo que podríamos hallar a una teoría divina se encuentra, acaso, en Philip Rohr, quien, en el siglo XVII, negará rotundamente que el Diablo tenga el menor poder para resucitar a los muertos, y, por tanto, el que abandonen sus sepulcros ha de ser atribuido en último término a Dios, aunque tal acción divina se lleve a cabo por medio del Diablo. Pero, como puede verse, de nuevo se acaba por introducir al Diablo en el asunto.

Y es que el problema no tiene fácil solución. Por un lado, la mayoría de los autores cristianos parecen negarse a admitir que alguien más que Dios pueda resucitar a los muertos (sostener lo contrario, podría, al cabo, resultar herético). Pero, por otra parte, esto implica hacer a Dios responsable del vampiro, lo que tampoco resulta aceptable (al menos, como principio general). No queda más que una alternativa: mezclar al Diablo en todo ello, pero mezclarlo de una forma tal que su papel acaba por resultar ambiguo, porque no siempre acaba de verse claro si actúa siguiendo órdenes divinas (lo que volvería a convertir a Dios en único responsable) o si actúa por iniciativa propia, pero con permiso de Dios, quien, al mismo tiempo, ha de transferirle el poder de resucitar a los muertos. La situación resulta extremadamente incómoda; y sospecho que de tal incomodidad nace, no pocas veces. el escepticismo y el racionalismo cristiano sobre estas cuestiones, porque si se admitiera que el Demonio tiene poder para resucitar a los muertos (tal como parece creer la Iglesia griega), entonces no existiría el menor problema para defender la realidad del vampirismo, explicándolo en términos puramente demoníacos, mas si se parte del principio de que sólo Dios tiene tal poder, y del principio, asimismo, de que la Bondad divina es incompatible con la creación (excepto alguna que otra vez con carácter absolutamente ocasional) de un monstruo como el vampiro, no queda si no optar por negar también que sean obra del Diablo, puesto que, si por sí mismo no puede hacerlo, la explicación diabólica sólo puede sostenerse afirmando que recibe tal potestad de Dios, lo que nuevamente comprometería la Bondad divina. Mas si no pueden tener origen divino ni demoníaco, es decir, si se nos cierra la posibilidad de una explicación sobrenatural, sólo cabe ensayar explicaciones naturales y racionales del fenómeno en cuestión, en el supuesto de que no estemos dispuestos a negarlo sin más. Veremos que este es el camino que se deciden a recorrer autores como Calmet o Feijoo, mas también a Rohr (a quien acabamos de referirnos) parece habérsele ocurrido algo así, de ahí que sostenga que existen ocasiones en las que los casos de vampirismo pueden ser explicados como fenómenos enteramente normales: se trataría, principalmente, de estados catalépticos, en los que el supuesto no-muerto realmente se encontraba no muerto, en sentido estricto.

3. Entre las posibles respuestas al vampirismo que Calmet no contempla (y era muy difícil que pudiera haberlo hecho en el siglo XVIII), se encuentran aquéllas que, sin atribuirlo directamente ni a Dios ni al Diablo, lo consideran, sin embargo, un fenómeno de carácter paranormal, e inexplicable, por tanto, en términos racionales o científicos, y sí, únicamente, en clave parapsicológica: concretamente, la raíz del asunto se encontraría en el cuerpo astral. Así, por ejemplo, la ocultista Dion Fortune (nombre artístico de Violet Firth) asegura saber que el cuerpo astral puede abandonar el cuerpo físico de una persona y tomar otra forma, incluida la de vampiro, quien, al parecer, se mantendría en el doble etérico, un lugar o un estado a mitad de camino entre este mundo y el próximo (un mundo, éste último, que, sin duda, la Sr. Firsth no sólo sabe cuál es, sino que también lo conoce a la perfección). Ahora bien, hay que andarse con cuidado, porque el vampirismo es contagioso –nos recuerda la señora Fortune–, y ello es debido a que la persona que es vampirizada pierde su vitalidad, convirtiéndose (como es obvio) en un vació psíquico, que absorberá, a su vez, la fuerza vital de aquél que convierta en su víctima, que se convertirá en un nuevo vacío psíquico, y así sucesivamente.

En esta misma línea, Ross Nichols, experto en ocultismo y superior druida de la orden Bárdica, sostiene que el mito del vampirismo, en tanto que absorción de la sangre, que es símbolo de la vida, no es más que una metáfora del vampiro auténticamente real, que no es otro que el vampiro psicointelectual, que absorbe la vida psíquica y las ideas, símbolo de la vida de la mente.

4. Pero ocupémonos ya de aquéllos que se muestran escépticos respecto al fenómeno del que venimos tratando, o incluso que niegan de plano el fenómeno mismo, considerándolo formado, a partes iguales, de mentiras y supersticiones, o bien, que, admitiendo que el mito y la superstición han podido nacer de hechos reales, entienden que tales hechos pueden ser explicados en términos enteramente naturales, ya sea médicos, psicológicos o de otro tipo.

Así, el año 1733, Harenberg, en una obra titulada Philosophicae et christianae cogitationes de vampiriis, sostiene que todo aquello que se dice de éstos no es más que simple efecto de la imaginación (confiesa incluso que la suya propia le hizo ver un espectro) y de mentes enfermas, cuya imaginación se encuentra aún más exacerbada.

Más rotundo se muestra el botánico francés Joseph Pitton de Tournefort, quien, en un libro titulado Relations d'un voyage au Levant, narra un viaje que llevó a cabo por Grecia entre los años 1700 y 1702. En él da cuenta del ceremonial de destrucción de un supuesto vampiro al que tuvo ocasión de asistir. Sus palabras resultan suficientemente elocuentes y nos eximen de cualquier glosa:

«El cadáver –dice Tournefort– [...] olía tan mal que hubo que encender incienso; pero el humo confundido con las exhalaciones de la carroña no hizo más que aumentar el hedor, y comenzó a recalentar el cerebro de esas pobres gentes. El espectáculo les había impresionado grandemente, hasta el punto de que empezaron a ver visiones; se les ocurrió decir que salía humo espeso del cuerpo. No nos atrevíamos a decir que era del incienso [...] Varios de los asistentes aseguraban que la sangre de ese desgraciado era muy roja; el verdugo juraba que el cuerpo estaba todavía caliente; de donde concluyeron que el muerto había cometido el engaño de no estar muerto del todo, o, mejor dicho, de haberse dejado reanimar por el diablo. [...] No dudo que no hubiesen sostenido que no apestaba, si no hubiésemos estado presentes, tanto esas pobres gentes estaban aturdidas por el asunto y se creían lo del retorno de los muertos. Por lo que a nosotros respecta, que estábamos junto al cadáver para poder observarlo más exactamente, estuvimos a punto de desmayarnos del gran hedor que despedía. Cuando nos preguntaron lo que pensábamos del muerto, respondimos que lo creíamos pero que muy muerto; pero, como queríamos curar, o, por lo menos, no agriar más sus imaginaciones alteradas, tratamos de hacerles ver que no resultaba sorprendente que el verdugo hubiese notado cierto calor al buscar en unas entrañas que se estaban pudriendo; que no era extraño que hubiesen salido algunos vapores, ya que salían al remover un estercolero; que respecto a esa presunta sangre bermeja, se podía todavía ver en las manos del verdugo que no era más que cieno hediondo.»{16}

Naturalmente, pese a las reticencias del naturalista francés, la ceremonia prosiguió con su ridículo curso, que Tournefort continúa narrando de forma tan irónica como divertida.

En sus Cartas judías (1738), y concretamente en la 137, el Marqués d'Angers niega de modo tajante la existencia real de los vampiros (independientemente de que pueda ser verdad o no que, como asegura Voltaire, más tarde acabó creyendo). Según Angers:

«Existen dos formas diferentes de destruir la opinión de esos pretendidos revinientes y de demostrar la imposibilidad de los efectos que hacen producir cadáveres completamente privados de sentimientos. La primera es la de explicar mediante causas físicas todos los prodigios del vampirismo. La segunda, la de negar totalmente la verdad de esas historias: y esta última parte es sin duda la más segura y la más inteligente».

Con todo, Angers no tiene ningún inconveniente en llevar la discusión al terreno de la primera alternativa, para argumentar que, aun en el supuesto de que, en efecto, se hayan dado fenómenos poco frecuentes que han alimentado las leyendas de vampiros, tales fenómenos soportan una explicación enteramente natural. Así, la imaginación, el miedo y la sugestión, habrían sido la causa principal de que determinadas personas se hallasen firmemente persuadidas de haber sido atacadas por vampiros. La mayor parte de las historias que se cuentan presentan, según él, los rasgos característicos de un «fanatismo epidémico». Por otra parte, el aspecto incorrupto que presentan los cadáveres de algunos supuestos vampiros, se explicarían perfectamente por las condiciones especiales de ciertos terrenos, capaces de retardar durante un tiempo, a veces muy largo, la descomposición de los cuerpos. Y en cuanto al crecimiento de uñas, cabellos o barba, nada tienen de insólito, puesto que lo mismo sucede con cualquier cadáver. Finalmente, la sangre fluida que se observa en algunos de esos revinientes, aun admitiendo, reconoce Angers, que constituye la principal dificultad, podría explicarse por el calentamiento del terreno que provocaría, a su vez, el calentamiento de la sangre del cadáver.

«He aquí [...] lo que se puede decir –concluye Angers–, cuando se desea tener la complacencia de no desmentir en absoluto los certificados que se han dado sobre estos falsos prodigios. En efecto, sería más que absurdo pensar que pudieran ser verdaderos. Porque, o los cuerpos de esos vampiros salen de sus tumbas para venir a chupar, o no salen. Si salen, deben ser visibles. No obstante, no se les ve en absoluto ya que, cuando los que se quejan de ellos piden socorro, no se descubre nada. Así, pues, necesariamente no salen. Si los cuerpos no salen, entonces es el alma. Pero el alma, espiritual o, si se quiere, compuesta de materia sutil, ¿puede recoger y contener como un jarrón un licor como la sangre y llevarla al cuerpo? Eso es cargarla con un difícil deber.»{17}

Aunque más titubeante que el Marqués d'Angers (al menos, ésa es mi impresión), creo que Augustin Calmet ha de ser incluido también en el grupo de los que se muestran escépticos respecto al fenómeno del vampirismo. Y digo bien al decir «escéptico», porque Calmet, más que negar de una manera frontal la realidad de tal fenómeno, diríase oscilar, en ocasiones, entre la negación y la duda (lo que, como es obvio, no es ni mucho menos lo mismo), y su argumentación se encuentra plagada de ambigüedades.

Calmet parte del principio (en el que insiste repetidamente) de que la potestad para resucitar a los muertos pertenece sólo a Dios, y sólo por delegación y permiso suyo podría obrar un prodigio tal cualquier otro ser, sean los ángeles, los santos o el Demonio. Ahora bien, no resulta razonable pensar que los vampiros sean obra de Dios, porque ni hay pruebas de ello, ni se entiende cuál podría ser el objeto de tales resurrecciones ni tampoco qué gloria le vendría a Dios de todo ello. Cabría pensarse entonces (y ya hemos visto que algunos así lo han creído) que los vampiros son obra del Diablo, quien, en ese caso, según Calmet, sólo podría actuar con la autorización de Dios, puesto que no tiene en sí mismo tal poder. Llegados a este punto, el estudioso benedictino no niega que Dios, para castigar una determinada acción humana, pudiera permitirle al Diablo poseer o animar un cuerpo muerto, pero, sin duda, eso sería algo tan excepcional y habría sucedido tan pocas veces, si es que alguna, que, indudablemente, no es hipótesis que sirva para explicar el vampirismo en su conjunto, que se presenta en forma de auténticas epidemias. Por tanto, los vampiros no son tampoco el resultado de la actividad demoníaca.

Rechazadas las explicaciones sobrenaturales o milagrosas, no quedaría otra alternativa que buscar hipótesis explicativas naturales. Una de ellas podría ser el poder de la imaginación (que, de algún modo, sería compatible con una teoría demoníaca del vampirismo, porque lo que sí podría hacer el Diablo es alterar hasta tal punto la imaginación de los hombres que éstos llegasen a figurarse que son realmente atacados por vampiros). Mas lo que ahora resulta difícil de entender es que tantos individuos hayan creído ver lo que no existe. ¿Será de creer, se pregunta Calmet, que en todo un pueblo no haya ni un solo individuo que no se encuentre afectado por tales fantasías? Apelar a la mera imaginación, argumenta: «Es pretender explicar una cosa oscura y dudosa por otra más incierta e incomprobable todavía»{18}. Este es, a mi juicio, uno de los posicionamientos de Calmet que le dificultan el paso a una negación terminante del vampirismo, obligándole a moverse dentro de un cierta ambigüedad, porque al dudar que todo un pueblo (vale decir, una considerable cantidad de individuos) puedan estar engañados respecto a los vampiros, entonces (con independencia de que el argumento mismo es falso: una tontería no deja de ser una tontería porque haya mil tontos que la repitan), entonces (digo) no queda otro remedio que conceder alguna realidad al fenómeno mismo. ¿Y cuál puede ser esa realidad? Obviamente, que tales individuos no estuvieran realmente muertos. Pero el problema consiste ahora en explicar cómo pueden abandonar y retornar nuevamente a sus sepulcros. Y Calmet insiste repetidas veces que ésta es la principal dificultad que ve en el asunto. Y esto es también muy importante, porque significa que no tiene inconveniente en admitir otros aspectos que se cuentan de los vampiros, como el que sus cuerpos se encuentren en las tumbas sin signos de corrupción, llenos de sangre y con los miembros flexibles, y hasta que tengan los pies llenos de barro al día siguiente al que han sido vistos. Y seguramente porque cree tales historias, es por lo parece negarse a aceptar que el vampirismo pueda ser un mero efecto de la imaginación. El texto que recogemos a continuación es interesantísimo, porque en él, a la vez que se pone de manifiesto las dificultades que encierra el explicar la salida y vuelta del vampiro a su tumba, junto a la duda respecto al sentido de la propia actividad vampírica (lo que nos muestra al Calmet escéptico), nos revela, al mismo tiempo, al Calmet crédulo respecto a otros de los elementos presentes en la leyenda; credulidad a la que se ve abocado al negar que una importante cantidad de individuos puedan hallarse engañados respecto a lo mismo, o ser víctimas de una imaginación perturbada y fuera de control:

«No es ésta la principal dificultad que me embarga –dice, refiriéndose a que el no-muerto pueda encontrarse en su sepultura vivo, aunque sea sin moverse y sin respirar, con buen color, &c., incluyendo el resto de tópicos atribuidos al cuerpo del vampiro–; es saber cómo salen de sus tumbas, y cómo vuelven a entrar, sin que parezca que han removido la tierra y que la han vuelto a poner como al principio, cómo se aparecen vestidos con sus ropas habituales, y van, y vienen, y comen. Si esto es así, ¿por qué regresan a la tumba?, ¿por qué no permanecen entre los vivos?, ¿por qué les chupan la sangre a sus parientes?, ¿por qué perturban y atormentan a las personas que deberían serles más queridas y que no los han ofendido? Si todo esto no es fruto sino de la imaginación de los que son molestados –añade, y ahora viene la segunda parte del asunto– ¿de dónde viene que los vampiros se encuentren en la tumba sin signo de corrupción, llenos de sangre, flexibles y manejables, y que además tengan los pies salpicados de barro al día siguiente de aquél que han corrido y asustado a las gentes de la vecindad, y que no se advierta nada semejante en los otros cadáveres enterrados en el mismo cementerio? ¿De dónde viene que no vuelvan a molestar más a nadie cuando los han quemado o empalado?, ¿será todavía –insiste– la imaginación y los prejuicios de los vivos que los tranquilizan después de hechas estas ejecuciones? ¿De dónde viene que estas escenas se renueven tan a menudo en esos países, que no se sobrepongan nunca a sus prejuicios, sino que la experiencia diaria, en lugar de destruirlos, no haga más que aumentarlos y fortalecerlos?»{19}

Dudar de algo imposible e increíble, mas, al mismo tiempo, dar pábulo y otorgar alguna credibilidad a otros hechos no menos ridículos, tal es la contradicción de la que se encuentra preso Calmet y de la que le es muy difícil salir. Se entenderá, pues, por qué decía yo antes que su posición se halla inmersa (y no podría ser de otro modo) en la ambigüedad.

Pero aún intentará hallar explicación a la que para él constituye la principal dificultad: el abandono y el retorno al sepulcro. Si tales acciones son imposibles por parte de un cuerpo, podría pensarse que se trata del alma del difunto, o la obra de algún espíritu demoníaco. Mas tales hipótesis se hallan sujetas a nuevas dificultades, principalmente (y dejando ahora a un lado el hecho de que volver a dar parte aquí al Demonio, nos retrotrae a la imposibilidad de que el Diablo pueda obrar tales milagros, o que Dios pueda permitírselo de modo habitual) el hecho de cómo explicar que un fantasma chupe sangre:

«Suponiendo que los cuerpos no se muevan de la tumba –argumenta– y que sean solamente unos fantasmas los que se aparecen a los vivos, ¿cuál será la causa que producirá estos fantasmas y quien los animará? ¿Será el alma del difunto, que no lo ha abandonado todavía, o algún demonio que hará que se aparezcan con un cuerpo prestado y fantástico; y, si se trata de cuerpos puramente fantásticos, cómo es que vienen a chupar la sangre de los vivos? Siempre volvemos a caer en la misma cuestión embarazosa, a saber, si estas apariciones son naturales o milagrosas.»{20}

Temo no exagerar si detecto impotencia en las palabras que cierran ese párrafo. Y, ciertamente, no es para menos: en la forma en que ha sido planteado el asunto, la cuestión no puede resultar más embarazosa. La primera tentación de Calmet es concluir abrazando el escepticismo, es decir, ni afirmar ni negar: refugiarse en la afasia y en la epojé:

«Hay, pues, que permanecer silenciosos en este asunto –escribe–, ya que no ha placido a Dios revelarnos ni hasta dónde se extiende el poder del demonio, ni la manera en que estas cosas puedan hacerse [...] Esta fascinación, de cualquier manera que se la conciba, está ciertamente por encima de las fuerzas ordinarias y conocidas de los hombres; por consiguiente, ningún hombre puede naturalmente producirla; pero, ¿está también por encima de las fuerzas naturales de un ángel o de un demonio? Es lo que no sabemos y, por tanto, nos obliga a suspender el juicio en esta cuestión.»{21}

Con todo, es justo reconocer que ante las dificultades insuperables con las que se encuentra, Calmet parece optar, finalmente, por negar la realidad del vampirismo, pero incluso esta negación no se halla exenta de ambigüedad:

«Si los vampiros o revinientes no están realmente resucitados –escribe–, ni sus cuerpos espiritualizados ni sutilizados, como creemos haberlo probado, y si la fascinación nos engaña a nuestros sentidos [...], dudo que haya otro partido a tomar en esta cuestión que el de negar absolutamente el retorno de los vampiros, o creer que no están más que dormidos o entumecidos; pues si verdaderamente han resucitado y todo lo que se cuenta de su regreso es verdadero, si hablan, actúan, razonan, chupan a los vivos la sangre, entonces deben saber lo que pasa en la otra vida, y deberían instruir al respecto a sus parientes y amigos, lo que en ningún caso hacen. Antes al contrario, los tratan como enemigos, los atormentan, les quitan la vida, les chupan la sangres, les hacen perecer de languidez. Si se encuentran entre los bienaventurados, ¿de dónde viene que inquieten y atormenten a los vivos, a sus más próximos parientes, a sus hijos, y todo esto a propósito de nada, simplemente por hacer mal? Si les queda todavía algo por expiar en el purgatorio y tienen necesidad de las plegarias de los vivos, ¿por qué no se explican sobre su estado? Si están entre los réprobos y los condenados, ¿qué vienen a hacer a la tierra? ¿Se puede comprender que Dios les permita venir así sin razón, a molestar sin necesidad a sus familias y a causarles la muerte?»{22}

Repárese en que en este párrafo la negación que finalmente se hace de la vuelta de los vampiros se apoya, exclusivamente, en argumentos teológicos, pero Calmet continúa sin negar la imposibilidad de los elementos que conforman el mito mismo, e incluso vuelve insistir, como alternativa a la negación terminante, en el hecho de que puedan hallarse dormidos (lógicamente, en sus tumbas). Y será, precisamente, el que los vampiros guarden silencio en todo lo concerniente al más allá, lo que da pie a Calmet para sospechar que se trata de individuos que no están realmente muertos; hipótesis ésta que no le obliga a rechazar el resto de los rasgos que configuran la leyenda misma, toda vez que, partiendo del supuesto que no estén verdaderamente muertos, considera que el asunto podría ser explicado en términos enteramente naturales, lo que, sin duda, en según qué casos, es mucho suponer. Quiero decir que es mucho suponer que, por ejemplo, puedan permanecer sin beber, comer o respirar tanto tiempo como está dispuesto a conceder Calmet. Pero esa dificultad de carácter teológico (que no comuniquen nada del otro mundo), unida a la imposibilidad física de abandonar y volver a sus sepulcros sin remover la tierra, parecen acabar inclinándole a considerar el vampirismo como mera fábula y quimera..., y como producto de la imaginación, cuyo papel en todo esto había negado antes con toda rotundidad. De todos modos, ésa parece ser su postura definitiva y la que presenta como conclusión de su estudio:

«Que los upiros o vampiros o revinientes de Moravia, Hungría, Polonia y otros lugares, de que se cuentan cosas tan extraordinarias, tan detalladas, tan circunstanciadas, y revestidas de todas las formalidades capaces de que parezcan creíbles, y de que puedan probarse incluso ante los jueces, en los tribunales más exactos y severos, que todo lo que se dice de su regreso a la vida, de sus apariciones, de las perturbaciones que causan en las ciudades y en los campos, de la muerte que dan a las personas chupándoles la sangre o dándoles señales de que las siguen, que todo esto no es más que mera ilusión y la consecuencia de imaginaciones alteradas y de fuertes prejuicios. No se puede citar un solo testigo serio, sensato y sin prejuicios, que pueda testimoniar haber visto, tocado, interrogado, sentido y examinado con sangre fría a los revinientes, que pueda asegurar la realidad de su retorno y de los efectos que se les atribuyen. No negaré –prosigue– no haya habido personas que no hayan muerto de terror, imaginándose que veían a sus parientes que los llamaban a la tumba, que otros hayan creído que llamaban a sus puertas, que los hostigaban, que los inquietaban, en una palabra, que les causaban enfermedades mortales; y que estas personas, interrogadas jurídicamente, hayan respondido que habían visto y oído lo que sus perturbadas imaginaciones les habían presentado. Pero pido testigos sin prejuicios, sin miedo, sin interés, sin pasión, que aseguren después de serias reflexiones que han visto, oído, interrogado a los vampiros, y que han sido testigos de sus operaciones; y estoy persuadido de que no se encontrará a ninguno de esta clase.»{23}

Mucho más rotunda, y, desde luego, más clara, es la incredulidad que en esto de los vampiros muestra Feijoo. En la Carta XX, tomo IV (1753), de sus Cartas eruditas y curiosas, y a propósito de la obra de Calmet, nuestro sabio benedictino, negará toda realidad al fenómeno del vampirismo. Es cierto que, con todo, admite la posibilidad, absolutamente excepcional, de que en alguna ocasión Dios haya permito al Demonio tomar la forma de un difunto para perpetrar las acciones que se cuentan de los vampiros. Pero, en líneas generales, no duda en afirmar que los que se dice de tales espectros no son más que burdas patrañas. El vampiro, argumenta Feijoo, no puede ser obra de Dios, ya que, ¿cuál podría ser la finalidad de esa acción por entero milagrosa? ¿Por qué obrarla, además, sólo en determinado tiempo y en determinados lugares? Mas tampoco cabe pensar que sea producto de la actividad del Diablo, porque, además de las dificultades de por qué, precisamente, en ese tiempo y en esas regiones, ¿cómo pensar que Dios le permite llevar a cabo una tan cruenta persecución contra aquellas pobres gentes?

«No se ve –añade Feijoo– que por ese medio pretenda introducir algún nuevo error contra la Fe, ni hay noticia de que algún Vampiro se haya metido a predicante. El aviso, que los Vampiros dan a algunos de su próxima muerte, es muy opuesto a la máxima diabólica, que sugiere cuanto puede para adormecernos en la confianza de una larga vida, para que la muerte nos coja impreparados (39)».

Pero si los vampiros no tienen un origen divino ni demoníaco, entonces lo inverosímil de las historias sobre ellos narradas se hace de todo punto obvia:

«¿Porque quién no ve –escribe– que en esos cuentos de Vampiros se envuelven tres imposibles? El primero, mantenerse el Vampiro vivo en el sepulcro, no sólo muchos días, sino muchos meses. De uno u otro se dice que pareció después algunos años. Segundo imposible, salir del sepulcro, sin apartar la losa, ni remover la tierra, lo cual parece no puede hacerse sin verdadera penetración del cuerpo del Vampiro con el interpuesto de la tierra, y la piedra. Tercero de la misma especie, el regreso del Vampiro al sepulcro, que tampoco puede ser sin penetración, por intervenir el mismo estorbo (38)».

¿Cuál puede ser entonces la explicación del vampirismo? Obviamente (concluirá Feijoo), la imaginación y el embuste, obrando a partes iguales:

«[...] este error –afirmará, refiriéndose, claro es, al vampirismo–, no es sólo efecto de la ilusión, mas también del embuste. No sólo interviene en él el engaño pasivo, mas también el activo. Hay, no sólo engañados, mas también engañadores. Convengo en que hay en aquellas Regiones, adonde se bate la especie del Vampirismo, muchos mentecatos, a quienes ya un terror pánico, ya cierta conturbación de la imaginativa representan la existencia de los Vampiros. Pero creo que hay también igual, y mayor cantidad embusteros, que, sin creer que hay Vampiros, cuentan mil casos de Vampiros, diciendo que los oyeron, o vieron, y arman sucesos fabulosos, revestidos de todas las circunstancias que a ellos se les antoja (56) [...] Algún embustero inventó esta patraña: otros le siguieron, la esparcieron. Esparcida, inspiró un gran terror a las gentes. Aterrados los ánimos, no pensaban en otra cosa, sino en si venía algún vampiro a chuparles la sangre, o torcerles el pescuezo; y puestos en ese estado, cualquier estrépito nocturno, cualquier indisposición, que les sobreviniese, atribuían a la malignidad de algún Vampiro (64).»{24}

El año 1851, Herbert Mayo, en una obra titulada On the Truths Contained in Popular Surperstitións, defiende la hipótesis (que en esa fecha no es, desde luego, enteramente novedosa) de que los supuestos casos de vampirismo (concretamente, los acaecidos en Belgrado en 1732, que es de los que él se ocupa) no son otra cosa que desdichados accidentes que tuvieron como consecuencia el que algunos individuos fuesen enterrados vivos:

«[...] Contentémonos –escribe– con una versión no tan monstruosa, pero lo bastante sobrecogedora: que los cuerpos que fueron hallados en el llamémosle «estado vampírico», en lugar de estar en una nueva o mística condición estaban simple y llanamente vivos, del modo más normal, o habían estado así por algún tiempo después de ser sepultados; que, en definitiva, no eran más que los cuerpos de personas que habían sido enterradas con vida, vida que se extinguió por culpa de la ignorancia y barbarie de aquéllos que los exhumaron.»{25}

Claro que ese «algún tiempo» del que habla, Mayo parece entender que puede tener una duración tal que resulta bastante inverosímil pensar que el infeliz en cuestión pudiese permanecer con vida dentro del sepulcro.

En 1896, en Premature burial, Franz Hartmann abunda en la misma idea, aunque, sin duda, con una exageración mayor, si cabe, que la de Mayo, y bastante poco creíble ella misma: según él, a finales del siglo XIX, y sólo en lugares muy próximos a su lugar de residencia, se dieron nada menos que setecientos enterramientos prematuros; además, algunos de tales sujetos habrían permanecido vivos después de llevar semanas enterrados.

En cualquier caso, la idea del entierro prematuro, debido a la catalepsia (accidente nervioso que suspende repentinamente la sensibilidad y los movimientos voluntarios) ha sido una de las hipótesis naturales más utilizadas para explicar el fenómeno del vampirismo. Con ella se puede dar cuenta de todos aquellos aspectos terroríficos y aparentemente sobrenaturales a él asociados: el intento desesperado del difunto por salir del ataúd explicaría las extrañas posturas y posiciones en las que es encontrado el cuerpo, los rostros distorsionados, sin duda por la desesperación y el terror, la sangre que se encuentra en la caja fúnebre, debida a las heridas que se provoca en esa lucha frenética, o incluso cuando presa del hambre muerde sus propios miembros, lo mismo que muerde el sudario, la sangre fresca que brota al traspasarle el corazón, el atroz alarido que sale de su garganta, &c.

Sin salirnos de las interpretaciones médicas, se ha hablado también de hematomanía, que consistiría en un trastorno de carácter psiquiátrico que empujaría al enfermo a una auténtica obsesión con la sangre, así como a encontrar satisfacción sexual bebiéndola.

Se ha acudido, asimismo, a la hematodipsia, enfermedad que estribaría en una necesidad irrefrenable de beber sangre, y que, como tal, le fue diagnosticada a Peter Kuerten, famoso asesino en serie alemán del siglo XX, conocido, precisamente, como el vampiro de Dusseldorf, quien, a lo largo del juicio seguido contra él en 1931, y del que saldría condenado a muerte en la guillotina (lo que, en efecto, se llevó a cabo el 2 de julio de ese mismo año), se defendió declarándose enfermo, y argumentando que su pasión desenfrenada por la sangre era similar a la del alcohólico por la bebida.

Conforme a eso, algunos han sospechado que algunas leyendas sobre vampiros pueden ser del todo reales, pero que se trataría de perturbados por alguna de las dos afecciones que se acaban de señalar.

Se ha relacionado igualmente el vampirismo con la rabia{26}, y, en fin, se ha apelado también al porfirismo, como posible explicación de esos mismos fenómenos. Se trata de una enfermedad que afecta al metabolismo de las porfirias: Quien la padece muestra una gran presencia de profirinas en la orina. Las porfirinas son compuestos pigmentados de rojo que constituyen el núcleo de clorofilas y hemoglobina. Por eso, y concretamente en la porfiria eritropoyética congénita, la orina del paciente tiene una color rojo. Pero lo verdaderamente importante para el asunto que nos ocupa es que la porfiria en general, y éste último tipo que hemos señalado, en particular, se caracteriza, entre otras cosas, por una gran sensibilidad a la luz solar, al punto que la exposición a ella provoca en el enfermo erupciones bullosas o vesiculares en aquellas partes de su cuerpo que se hallan expuestas al sol (incluso pueden llegar a producirse deformaciones), y también por eritrodoncia, coloración rojiza de los dientes (Digamos de pasada que puede causar, asimismo, hipertricosis, es decir, un aumento excesivo de vello en el cuerpo, lo que explica que también haya jugado, seguramente, un importante papel en el mito del hombre-lobo). Si es cierto, además, que a los enfermos de porfiria suele repugnarles el ajo y que el inyectarse hemoglobina supone un alivio de sus síntomas, poco más se necesita para que en tiempos en los que la medicina desconocía estas cuestiones, se dibujará a partir de ellas la figura del vampiro, toda vez que, de ser cierto (insisto) que la hemoglobina alivia el mal del enfermo, alguno hubiera que decidiera suministrársela por el procedimiento expeditivo del mordisco al prójimo. Al menos, tal conjetura resulta bastante más razonable que mezclar a Dios o al Diablo en estas cuestiones.

Naturalmente, en el grupo de teorías médicas no podían faltar las psicoanalíticas. Así, Ernest Jones ha sugerido que el vampiro es el resultado de una pesadilla, nacida del conflicto que se produce por una sexualidad reprimida que genera imágenes de odio, culpa y sadismo oral que se traducen en formas tales como el vampiro o el hombre-lobo.

Pero las explicaciones médicas no son las únicas que se han propuesto para explicar el vampirismo. Se ha apuntado también a las violaciones de sepulturas y expoliación de cadáveres por parte de los llamados, precisamente, hombres de la resurrección, quienes los vendían a los estudiantes de las Facultades de medicina. Dennis Wheatley, por su parte, ha sugerido la hipótesis de que la frecuencia con la que los mendigos utilizaban los cementerios y los mausoleos durante el día, para salir al anochecer en busca de comida, pudo hacer que fueran confundidos con vampiros, dando pábulo, así, a tal mito. Y, por supuesto, se ha aludido igualmente a las especiales condiciones de determinados terrenos para retardar, a veces por largo tiempo, la descomposición de los cadáveres, lo que serviría para explicar la incorruptibilidad del vampiro.

Muy importante es, asimismo, la relación entre el vampiro y la peste. Desde luego, en Europa oriental el vampirismo y las epidemias caminaron muchas veces de la mano desde finales del siglo XVII hasta ya bien entrado el siglo XVIII., y no era infrecuente el asociar la aparición de los vampiros con brotes de peste, y de hecho se creía que el olor nauseabundo de éstos era anuncio de la epidemia. Ahora bien, en los lugares infectados por la peste nada debía tener de insólito que, dada la urgencia de deshacerse de los cadáveres, se produjeran habitualmente enterramientos prematuros de individuos que, en realidad, aún se encontraban con vida, o el hecho de que los supuestamente difuntos se movieran dentro de los ataúdes o andarán de un lado para otro, porque todavía no eran de modo efectivo tales difuntos. Y tampoco debía resultar inusual que determinados animales hambrientos atacaran a seres humanos, lo que invariablemente era atribuido a los vampiros. Incluso ha llegado a buscarse en la peste el origen de la asociación entre el vampiro y el ajo: determinadas granjas que colgaban ajos en puertas y ventanas conseguían hallarse relativamente a salvo de la peste, dado que, al parecer, las moscas que la trasmitían detestan la humedad resultante de la exudación del ajo.

4. Vampiros redivivos y vampiros vivos

Nosotros rechazamos, por simple obediencia al sentido común, las explicaciones de carácter parasicológico; y, por principio, las explicaciones divinas o demoníacas del fenómeno del vampirismo, puesto que los presupuestos ontológicos de los que partimos son incompatibles con la afirmación de la existencia de cualquiera de esas dos entidades; mas rechazamos, igualmente, la posibilidad de una teoría explicativa de carácter religioso (entendida ahora la religiosidad en términos materialistas), dado que no existe ninguna razón que avale la hipótesis de que el vampirismo pudo haber nacido de algún culto religioso, del tipo que sea. El que la sangre sea símbolo preferente en múltiples religiones y se halle asociada (en términos de pensamiento mágico) a diversas funciones y actividades (tal como ya hemos tenido ocasión de señalar a lo largo de estas páginas); el que otro tanto suceda con el canibalismo ritual y con el sacrificio, en general, o el que el culto a los antepasados se halle con harta frecuencia ligado el temor a los difuntos y a su vuelta al mundo de los vivos; el que todas ésas (digo) sean creencias comunes a las más diversas formas de religiosidad, no es base suficiente para apoyar la más insignificante sospecha de que el vampirismo hunda sus raíces en un antiguo culto pagano que hubiera sobrevivido, todo lo transformado que se quiera, hasta la época moderna.

Y si todo esto es así (y sin duda lo es), entonces tenemos que la posible explicación de tal fenómeno se encuentra, por fuerza, en la confluencia de algunas o todas las explicaciones naturales que hemos apuntado (dejo a un lado las explicaciones de cuño psicoanalítico, al modo de Jones, hacia las que mi prevención es igualmente notable). Mas podemos finalizar subrayando la que, sin duda, ha debido ser otra importante fuente del vampirismo: en el nacimiento del vampiro mítico, en efecto, seguramente ha tenido mucho que ver el vampiro real, o, si se quiere decir de otro modo, es más que probable que, en muchos casos, las leyendas de los vampiros redivivos hayan surgido de la existencia de vampiros vivos.

Indudablemente, en el catálogo de las perversiones humanas (y muy especialmente en aquéllas de carácter sexual, aunque no sólo en ésas){27}, la sangre ha jugado un papel absolutamente relevante; y no sólo la sangre, sino también la manipulación de cadáveres: desde la necrofilia (relaciones sexuales del tipo que sea con difuntos) a la necrofagia, pasando por la mutilación o el desmembramiento de cuerpos sin vida. Que individuos perturbados y poseídos por alguna pasión de esa clase hayan alimentado el mito del vampirismo (como también el del hombre-lobo), no resultaría descabellado, ni muchos menos. La propia imagen del vampiro, tal como nos lo han retratado la literatura y el cine, se halla rodeada por un más que notorio halo de sexualidad y plagada de connotaciones sexuales. Repárese, por ejemplo, en que vampiro y víctima suelen ser de distinto sexo, y aun con más frecuencia, el primero acostumbra a ser varón y la segunda mujer, siendo así, por lo demás, que el carácter sadomasoquista de la relación que los une resulta, a menudo, bastante obvio: el vampiro penetra y desflora el cuello de su víctima, y ésta, al tiempo que fluye la sangre, experimenta una mezcla encontrada de sentimientos, en los que se funden el dolor y el placer, el miedo y la atracción. Tal es, en mayor o menor medida, un elemento presente y esencial en la literatura y el cine de vampiros. Y respecto a esto, no será inoportuno recordar al actor Vicent Price, habitual interprete de vampiros, quien, al parecer, afirmaba que no le resultaba del todo insólito encontrarse con mujeres que le pedían que las mordiera (algo, después de todo, que más que contribuir a afianzar la hipótesis de la asociación entre vampirismo y sexo, lo que afianza es nuestro convencimiento en la infinitud de la estupidez humana).

Que algunos de los casos que se presentan como históricos, y a partir de los cuales, sin lugar a dudas, se fue consolidando y conformando la leyenda del vampiro, fuesen protagonizados por individuos poseídos por alguna perversión de la sangre o de la muerte, no sería extraño, pero tampoco es fácil de probar, porque la leyenda, por fuerza, previamente a su vuelta al mundo como vampiros, los presenta como muertos y enterrados. Tal es el caso de la que tal vez sea la historia más completa y documentada que tenemos sobre un de esos vampiros que alimentaron el mito y la leyenda: se trata de Arnold Paole (1731), quien decía que durante su servicio en el ejército había sido mordido por un vrykolakas griego, aunque otras fuentes dicen que se trataba de un vampiro turco. El hecho es que Paole afirmó haber dado muerte al vampiro, y que logró curarse comiendo tierra de su sepulcro y frotándose con su sangre. Poco después de su vuelta a Medvegia, su pueblo natal, cerca de Belgrado, Paole falleció al ser aplastado por un carro de heno, y poco después de su entierro, comenzó a ser visto, y personas que afirmaban haber recibido su visita fallecían poco después, aquejadas de una extraña y profunda debilidad. De inmediato se puso en marcha el ceremonial habitual para deshacerse definitivamente de Paole. Pero seis años después, se desencadenó una verdadera oleada de vampirismo (cuyo origen, es de suponer, se encontraría en el propio Paole), a consecuencia de la cual, numerosos sepulturas, sospechosas de albergar vampiros, fueron abiertas y quemados los cadáveres que en ellas yacían{28}.

En otras historias, el vampiro, más que tal, es un individuo que sale de la tumba para anunciar la muerte próxima de alguna persona (con frecuencia un pariente cercano); y existen, en fin, leyendas de vampiros que adquieren esa condición por haber sido suicidas, como el caso del zapatero de Silesia (Polonia), referido por Henry More, a quien su mujer (ocultando su condición de suicida) logró enterrar en tierra sagrada, que se negó (como se creía) a admitir a un suicida, por lo que lo devolvió al mundo como vampiro. Como es lógico, se procedió con él de la forma habitual.

Todas las narraciones de supuestos vampiros redivivos presentan ese mismo problema de hallarse completamente envueltas por los elementos míticos del vampirismo, y (como ya señalábamos) es imposible pronunciarse acerca de si se trata de hechos nacidos meramente de la ignorancia y la superstición, o si tras ellas se encuentra un individuo real, aquejado de alguna de las perturbaciones y perversiones de las que hablábamos antes: un psicópata, en suma, o acaso un psicótico. Pero que, en algunas ocasiones, ello ha podido muy bien ser así, puede ser sospechado a partir de la existencia perfectamente documentada de individuos vivos que han llevado a cabo tales atrocidades de corte vampírico, es decir, que, el vampiro vivo pueden ser una pista importante para entender una de las formas mediante las que ha podido formarse su pariente mítico: el vampiro redivivo.

Hemos hablado ya de Vlad Dracul III, quien, si bien tal vez no era un vampiro, en sentido estricto, no constituye una mala fuente de inspiración para la configuración de tal mito. Pero podemos mencionar también a la húngara Elizabeth Bhatory, conocida como la Condensa Sangrienta (1550-1614), cuyo máximo placer consistía en la tortura de muchachas jóvenes, y que acabó convenciéndose de que el mejor remedio para evitar o al menos retrasar el envejecimiento era bañarse en sangre de chicas vírgenes. De tal manera que las mazmorras de su castillo de Csejthe, al pie de los Cárpatos (a donde se había trasladado tras su boda con el conde Ferenc Nadasdy), comenzaron a poblarse (ya muerto su marido) de niñas y jóvenes secuestradas y a la espera de ser sacrificadas. Se dice que incluso se hizo con un artilugio (la Dama de hierro) dentro del cual se introducía a las víctimas, que eran estrujadas y exprimidas por las púas que el aparato tenía en su interior, de manera que su sangre manaba hacia unos recipientes en los que era recogida para el baño posterior de la condesa. Cuando sus poderosos parientes ya no pudieron hacer nada para impedir el escándalo, fue condenada (el poder de su familia resulta obvio) a permanecer encerrada el resto de sus días. Poco después de su muerte, comenzó a propagarse la historia (que aún se cuenta hoy día) de un espectro femenino que abandona por la noche las ruinas del castillo, dedicándose a atacar a las doncellas.

El año 1597, en Alemania, Clara Geisslerin admitió mantener relaciones sexuales con tres demonios, así como dar muerte a múltiples personas, incluidos niños, cuya sangre bebía, y una serie de cargos más, sin faltar la asistencia a aquelarres, pero la feroz tortura a la que fue sometida antes de aceptar tales acusaciones, impide que a su testimonio se le puede conceder la menor credibilidad.

En Francia, Antoine Leger, guillotinado en 1824, se dedicaba a violar muchachas en el bosque, a las que luego asesinaba, para comer su corazón y beber su sangre. A la pregunta del juez de por qué bebía la sangre de sus víctimas, respondió, sencillamente, que tenía sed.

También en Francia, a mediados del siglo XIX (concretamente, el juicio contra él se inició el 10 de julio de 1849), fue muy famoso el caso del sargento Bertrand, a quien la prensa apodó «el vampiro», un necrófilo que actuaba en los cementerios de Paris y sus alrededores, pero con preferencia en el de Montparnasse, y cuyo impulso por desmembrar cadáveres y sacar sus intestinos era tan fuerte e irrefrenable que no le importaba el riesgo que tuviera que correr o el obstáculo que hubiera de superar para hacerse con los cuerpos. Fue sentenciado a un año de cárcel.

Nuevamente en Francia, pero en esta ocasión a finales de ese mismo siglo (exactamente el año 1886), tuvo una gran repercusión el proceso seguido contra Henri Blot. El 25 de marzo, en el cementerio de St.-Ouen, desenterró y copuló con el cadáver de una chica de dieciocho años, tras lo cual se quedó dormido, aunque despertó a tiempo de huir del lugar. Unos tres meses más tarde, el 12 de junio, hizo lo mismo con otro cuerpo, pero en esta ocasión tuvo la desgracia de no despertarse con la misma prontitud. El 27 de agosto, ante la sorpresa y el escándalo del juez que presidía el tribunal que le juzgaba, declaró lo siguiente: «¿Qué quiere que le haga? Hay gustos para todo, y a mí lo que me gusta son los cadáveres.»{29}

Ya en el siglo XX, podemos recordar al inglés John George Haigh, ahorcado el año 1949, y que, al parecer, era un vampiro en la plena acepción del término (algunos de los individuos a los que acabamos de aludir, no lo son, en sentido estricto), que mataba con la única y exclusiva finalidad de beber sangre.

Y también en el siglo XX, podemos volver a recordar a Kuerten, el Vampiro de Dusseldorf, a quien ya nos hemos referido.

Que realmente existan individuos como éstos, vampiros absolutamente vivos, y que a partir de ellos se haya configurado la leyenda del vampiro mítico y redivivo (o, cuando menos, que, junto con algunos otros elementos de los que hemos hablado, hayan contribuido de modo notable a la cristalización de tal mito), no parece una hipótesis desproporcionada ni impertinente.

Notas

{1} No voy a ocuparme ahora de tales precedentes. Remito al lector interesado en ello a la obra de Anthony Masters, The natural history of the vampire (1972), traducida al español con el título de Historia natural de los vampiros, Bruguera, Barcelona 1974.

{2} Voltaire, aunque sin explicar por qué, supone justamente lo contrario: que el mito del vampiro tiene su origen en Grecia y desde allí se trasladaría a Europa oriental (véase «Vampiros», en Diccionario filosófico [1764] Sempere, Valencia 1901, tomo 6, págs. 180-183.

{3} Existen otras hipótesis, sin salir de las lenguas eslavas, sobre el origen de la voz «vampiro», y tal origen se ha querido encontrar también en el griego, por ejemplo, en el término pinein («beber»), tesis ésta última defendida especialmente por Montague Summers.

{4} El lector interesado en conocer algunas de esas historias (que, por lo demás, suelen ser enormemente bellas) puede acudir a la ya mencionada obra de Masters, y también a la del Padre Calmet, Tratado sobre los vampiros, Mondadori, Madrid 1991 [escrito que es el segundo tomo del Traité sur les apparitions des esprits et sur les vampires (1751)]. También puede ser de interés el libro de Anna Szigerthy y Anne Graves, Vampiros: De Vlad el Empalador a Lestat el vampiro (2001), Jaguar, Madrid 2004.

{5} Aunque nosotros mejor los denominaríamos revivientes o, como sugiere Feijoo, redivivos.

{6} Citado por R.H. Robbins, Enciclopedia de la brujería y demonología (1959), Debate / Círculo, Madrid 1988, pág. 585.

{7} Calmet, op. cit., pág. 51.

{8} Que también el cuerpo de algunos santos permaneciese, tal como se creía, incorrupto en sus sepulturas, presentó, sin duda, un serio problema, mas no tanto para la Iglesia ortodoxa griega como para la latina, que era la que propiamente creía en tal incorruptibilidad santa, pero se solucionó argumentando que entre ambos cuerpos existían importantes diferencias: principalmente, que en tanto que el cuerpo del vampiro despedía un olor nauseabundo, el de los santos exhalaba un dulce y agradabilísimo olor (el «olor de santidad», como se dio precisamente en denominarlo).

{9} Sin duda, esta idea engarza con la extendida creencia de que los muertos comían en su sepultura, siendo así que, a falta de otro alimento mejor, roían la mortaja e incluso sus propias extremidades. El asunto tiene tal importancia que acaparó incluso la atención de estudiosos y eruditos, como Philip Rohr, quien el año 1679 publica la obra De Masticatione Mortuorum, en la que se ocupa detenidamente de la cuestión, o M. Rauff, De masticatione mortuorum in tumulis (1728). Tal es asimismo, con toda seguridad, el origen de la costumbre, presente en múltiples lugares, de depositar alimentos sobre las sepulturas, lo que, al tiempo, era una forma de aplacar a los difuntos, a los que, en ocasiones, se suponía coléricos y vengativos. Según Tertuliano, ésa era una práctica habitual entre los paganos, mas sabemos, por San Agustín, que también entre los cristianos (especialmente los de África. Incluso su propia madre la practicaba). Más tarde se intentó erradicar esa costumbre (en lo que colaboró el propio San Agustín), y se continuaron llevando ofrendas a las sepulturas de los mártires, que, santificadas por éstos, servían de alimento a los vivos, haciendo partícipes de él a los pobres. Pero transcurrió mucho tiempo antes de que la costumbre de colocar alimentos sobre cualquier sepultura desapareciese del todo. Al fin y al cabo, la propia Biblia prestaba apoyo a ello: «Ofrece tu pan sobre la tumba de los justos, y no lo des a los pecadores», leemos en Tobías 4:17. (todavía en la Asturias de principios del siglo XX tenemos noticias de que tal ofrenda funeraria era una práctica frecuente y habitual en muchas zonas).

{10} J. G. Frazer, La rama dorada (1922), F.C.E., Madrid 1981, pág. 720.

{11} Calmet. Op. cit., pág. 12.

{12} Si quisiéramos disponer tales explicaciones según los ejes del «espacio antropológico», de Gustavo Bueno, acaso cabría decir que la primera es una teoría circular del vampirismo, la tercera y la cuarta serían teorías angulares, y en la segunda encontraríamos tanto teorías radiales (cuando la explicación se proporciona en términos estrictamente médicos o psicológicos) como teorías circulares (cuando, admitiendo la realidad de hechos a partir de los cuales nace el mito del vampiro, tales hechos son explicados en términos, no médicos, sino sociales).

{13} Citado por Masters, op. cit., págs. 232-233.

{14} F. M. Guazzo, Compendium Maleficarum, Editorial Club Universitario, Alicante 2002, pág. 114.

{15} Op. cit., pág. 141.

{16} Citado por Calmet, op. cit., pág. 92.

{17} La carta del Marqués d'Angers puede ser consultada en la página web de la Sociedad Española de Estudios sobre vampiros (CEEV).

{18} Op. cit., pág. 142.

{19} Op. cit., págs. 134-135.

{20} Op. cit., pág. 157.

{21} Op. cit., págs. 158-160.

{22} Op. cit., pág. 160.

{23} Op. cit., pág. 178-179.

{24} Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo IV (1753), carta XX: Reflexiones críticas sobre las dos Disertaciones, que en orden a Apariciones de Espíritus, y los llamados Vampiros, dio a luz poco há el célebre Benedictino, y famoso Expositor de la Biblia D. Agustín Calmet.

{25} Citado por Masters. Op. cit., pág.32.

{26} Esta relación es defendida por el médico español Juan Gómez Alonso, es su Tesis Doctoral, Los vampiros a la luz de la medicina (1995).

{27} Perversiones sexuales a las que hoy, educadamente, se las engloba bajo la denominación general de parafilias, lo que, sin duda, resulta enormemente confuso, y hasta injusto, desde el punto de vista moral, puesto que, en efecto, existen parafilias, esto es, aficiones sexuales que son, simplemente, peculiares e insólitas, por lo raro e infrecuente, pero que, moralmente hablando, resultan completamente neutras; en tanto que hay otras que son prácticas auténticamente perversas e inmorales (también delictivas), y a las que, englobarlas bajo el término moralmente neutro de «parafilias», supone tratarlas con una excesiva benevolencia. Pero, en fin, esta es otra cuestión.

{28} El documento (Visum y et Repertum) en el que se expone el caso Paole y la ola de vampirismo a que dio lugar; documento firmado por tres oficiales médicos, más un teniente coronel y otro oficial que atestiguan la veracidad de los hechos narrados, puede ser consultado en la página web de la Sociedad Española de Estudios sobre vampiros (CEEV).

{29} Citado por Robbins, op. cit., pág. 586.

 

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