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El Catoblepas, número 39, mayo 2005
  El Catoblepasnúmero 39 • mayo 2005 • página 3
Guía de Perplejos

De la coquetería

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre frívolos, coquetas y galanteadores

1

«El mal supremo es la superficialidad. Todo lo que se asume está bien», decía Oscar Wilde. Yo no estoy seguro de que todo lo que se asume esté bien, aunque, sin duda, está bien que se asuma (lo de arrepentirse no es más que una licencia poética, o, como nos enseñó Espinosa, una forma de hacerse doblemente miserable), pero sí lo estoy de que la superficialidad no es el mal supremo, y ni siquiera un mal, sino una manera de ser, o, por mejor decir, de ver el mundo y tomarse las cosas, que, en según qué cosas y en según qué aspectos, es muchas veces la única razonable. Se trata, podríamos decir, de una de las modalidades en que puede presentarse la frivolidad. Y no deja de sorprender que haya sido precisamente Wilde quien haya escrito esas palabras, porque si alguien ha sabido ser frívolo –deliciosa e inteligentemente frívolo–, ha sido él –lo que no quita para que, en ocasiones, su pretensión de resultar genial las veinticuatro horas del día provoque cierto hartazgo, y por eso a Wilde hay que suministrárselo en pequeñas dosis, como todo aquello que causa agrado, pero cuyo exceso empalaga–. Claro que probablemente la propia expresión que he trascrito sea ella misma superficial y frívola, que es tal vez la única forma en que pueden ser dichas algunas de las cosas que verdaderamente importan. Por ejemplo, que la vida es en extremo importante quizá sólo pueda decirse afirmando (y es también Wilde quien lo hace) que: «La vida es demasiado importante como para hablar seriamente de ella». Y, desde luego, seguramente también es verdad que no puede hablarse de la frivolidad más que frívolamente.

Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que la frivolidad (la superficialidad es una de sus caras y acompañamientos) encierra, con no poca frecuencia, una hondura y una actitud inteligente ante la realidad considerablemente más elevadas que la seriedad sesuda y circunspecta, acaso porque suele hacerse acompañar también de la ironía, que es un modo de decir sin importancia las cosas importantes. Decía Karl Kraus que: «No hay nada más insondable que la superficialidad de una mujer»; lo que no es sino una manera frívola de decir que la mujer es un ser más complejo que el hombre, algo que puede que sea cierto o que no lo sea, o, mejor dicho, puede que sea cierto en determinados aspectos y que no lo sea en otros. Pero, en cualquier caso, para lo que ahora me ocupa no se necesita en absoluto la matización sexual (y conste que no lo hago por seguir la moda): baste decir que no hay nada más insondable que la supuesta superficialidad de quien desea parecer superficial. Se puede ser empecinadamente superficial, superficial hasta la náusea y la memez, siendo emisor de un grave y severo discurso, acompañado de unos no menos graves y severos ademanes, y se puede ser realmente profundo adoptando un tono frívolo y un porte juguetón: los tontos siempre son serios; los individuos auténticamente inteligentes, sólo a veces; otras, parecen frívolos. Yo cuando me encuentro con alguien extremadamente serio, siempre comienzo por pensar que me hallo en presencia de un completo imbécil; y a veces me equivoco, por supuesto; en cambio, a quien parece frívolo empiezo por concederle el beneficio de la duda: y a veces me equivoco también. Porque ése es sólo uno de los aspectos del asunto y una de las modulaciones de la frivolidad: la otra es cuando lo que parece frivolidad no es más que frivolidad, esto es, sesera sin seso y mente huera, o sea, mentecatez.

2

Presiento que una de las razones por las que la frivolidad ha sido habitualmente considerada disposición típicamente femenina (lo que a todas luces no es más que una exageración, tanto si se la toma en sentido positivo como en el meramente estúpido) se encuentra quizás en el hecho de que con frecuencia se entiende asociada a la coquetería, siquiera como una de las formas en que puede manifestarse ésta, que muy a menudo es vista, también, como rasgo primariamente asociado al ser de la mujer, y sólo con carácter secundario al del varón. Y yo no sé si esto será o no una nueva exageración; pero es lo cierto que ser hombre de modales afectados o manifestar una preocupación desproporcionada por el aspecto externo, era, en otros tiempos, sinónimo de poco viril. Y digo bien: en otros tiempos, porque en los que corren tal parece que algunos tienen por ideal asemejarse lo más posible a nuestras compañeras de especie; gesto nacido, acaso, de un sentido de solidaridad que hubiera dado en creer que la igualdad femenina, además de por eso de las cuotas y la discriminación positiva (a mi juicio, dos de las mayores ofensas que se han perpetrado jamás contra las mujeres, desde el momento en que con ello parece presuponerse que éstas jamás podrían alcanzar por sí mismas aquello a lo que aspiran, a menos que les sea regalado por los gentiles varones), ha de pasar también por hacernos, en lo tocante a la apariencia externa, lo más semejantes a ellas; y así, los hay que, por ejemplo, se depilan todo lo que haya que depilarse, lo que, creo yo, como gesto solidario no es nada despreciable, y diríase nacido, a partes iguales, de un impulso masoquista y del deseo de expiar, mediante el autocastigo, la culpa que a cada cual le corresponda en la dominación patriarcal ejercida desde tiempos inmemorables sobre las damas. Que en todo tiempo y lugar haya habido varones frívolos es más que probable, que también los haya habido coquetos quizá sea más discutible: que los haya habido necios resulta, en cambio, una evidencia.

De todos modos, soy plenamente consciente de estar moviéndome en un terreno extremadamente resbaladizo: no es el momento más apropiado el que vivimos para aventurarse a divagar sobre esto de las diferencias sexuales. Tengo la seguridad de que, andando el tiempo, dos de los rasgos que habrán de subrayarse como característicos de nuestro presente serán la afirmación de la uniformidad y la negación de la diferencia. Ambos son considerados buenos y deseables en sí mismos, y constituyen el cimiento inexcusable de cualquier ideario moral o político que se precie. Y ello aunque la realidad, que es más tozuda y menos voluble que las ideologías, pudiera desmentirlos y mostrarlos, con toda desnudez, en lo que puedan tener de simple mito. Mas si la realidad no es así, peor para ella: negamos la realidad y afirmamos la idea. Porque, en el fondo, ni siquiera nos encontramos ante una variante del viejo conflicto entre el ser y el deber ser, como lo sería si se dijera que no hay uniformidad y sí diferencia, aunque no debería haberla. Pero no es esto lo que sucede; lo que sucede es que se niega el ser mismo, de tal manera que la no diferencia no es considerada un ideal, sino un hecho. Y discutirlo supone afrontar el riesgo de la descalificación moral, el que se te vea como genuino representante de algunos de los múltiples rostros que puede adoptar la opresión.

Y si esto es cierto, en general, yo creo que lo es muy particularmente en el caso de nuestro país. Hemos salido de una dictadura con complejo de dictadores, y así, entre otras cosas, hemos acabado confundiendo la autoridad con el autoritarismo, y la igualdad ética y jurídica (sin duda, dos aspiraciones irrenunciables) con la igualdad real en no importa qué ámbito. Todos somos iguales. Y eso significa que tanto vale una opinión como otra; mas significa, también, que todos estamos cuerdos y que todos somos listos (ya no hay enfermos mentales ni alumnos torpes: aseverar lo contrario no es más que un mito franquista). Y significa, en fin, que cualquier lengua regional tiene derecho a ser colocada, por decreto, en el mismo rango que el español, y que cualquier región puede arrogarse las mismas competencias que el Estado. Y si hay que negar la realidad, se niega, y si hay que rescribir la historia, se rescribe, y si hay que inventarla, se inventa, (y eso aunque todo ello se haga con el objeto, precisamente, de establecer, a su vez, nuevas diferencias: como somos iguales tenemos derecho a ser distintos); y el que no comulgue con mis ruedas de molino, me está oprimiendo. La consecuencia obvia es que quien no desea ser tenido por opresor, traga. Y así vamos: tan pletóricos de libertad, como decía Platón, que hasta «los asnos se acostumbran a andar con toda libertad y solemnidad, atropellando a quien les salga el paso, si no se hace a un lado».

Pero si ahora nos trasladamos a la vieja cuestión de los dos sexos, no parece que en los tiempos que corren resulte muy apropiado ni oportuno suscitar la cuestión de las posibles diferencias en lo tocante a las disposiciones y temperamento que cabría suponer asociados a cada uno de ellos. También en este asunto da la impresión de haberse optado por la negación de toda diferencia (excepto aquéllas que, evidentemente, en modo alguno pueden ser ocultadas), y, en general, está mal visto lo de plantear siquiera toda esta problemática, y la corrección mínima que se diría se supone exigible es, al menos, guardar silencio. En mi opinión, sin embargo, tales diferencias existen, y diré, además, que afortunadamente (yo, desde luego, tengo por cosa segura que si las mujeres no se diferenciasen de los varones más que en lo obvio no me interesarían más que en un sólo aspecto). Pero todo esto no conlleva, por mi parte, el menor matiz valorativo o axiológico, y menos aún a favor del varón. Es más, si me viese obligado a entrar en ese juego, aunque no fuera más que como mero ejercicio dialéctico, acaso me sintiese inclinado a defender lo contrario (lo que no sería más que otro modo de ser frívolo). Pero no es de esto de lo que ahora deseo ocuparme: un ensayo de psicología diferencial le queda, sin duda, muy grande a estas deslavazadas reflexiones. Hablemos, pues, sólo de la coquetería.

Mas es cierto (y soy plenamente consciente de ello) que, con la excepción de unos pocos saberes sólidamente establecidos, casi toda generalización es con frecuencia arriesgada y engañosa, y lo es aún más en aquellas cuestiones por esencia mudables, como suelen serlo la mayor parte de los asuntos humanos, y aún más, si cabe, la forma en que nos vemos, o deseamos vernos a nosotros mismos. Y, evidentemente, en lo que haya que entender por masculino y femenino influyen poderosamente los tiempos, las costumbres y hasta la moda. Así que me cuidaré mucho, por eso, de afirmar que la mujer es coqueta, y me conformaré con mantener la proposición subalterna, a saber: que algunas mujeres lo son (si también lo son algunos hombres, peor para ellos); porque a nadie escandalizará el que se diga que, independientemente de épocas, lugares y modas, mujeres coquetas las ha habido siempre, otra cosa es que no siempre la coquetería misma haya sido bien vista. Momentos hubo en los que era considerada una gracia femenina, y otros (como el que vivimos) en las que constituye más bien una desdicha, un síntoma de actitud sumisa y degradante frente al varón. O incluso otros (también el presente) en los que tal condición es negada: no existen mujeres coquetas, sólo hombres que lo afirman.

Digo, pues, que hay mujeres coquetas; y aun añadiré que tropezar con alguna ellas es una desgracia como otra cualquiera.

3

Afectación en los modales y preocupación excesiva por el aspecto exterior. He ahí dos de las notas que definen la coquetería. Y no se pierda de vista lo de «preocupación excesiva», porque el cuidado de la apariencia externa no es, de por sí, una manifestación de coquetería, sino un principio básico de urbanidad, e incluso, llevado un poco más lejos de lo que la propia urbanidad exige, resulta pretensión enteramente lícita de agradar; y esto igual en un varón que en una mujer, porque es lo cierto que, para bien o para mal, la primera impresión que de uno se forman los demás tiene lugar a partir de su apariencia; y aunque seguramente es verdad eso de que el hábito no hace al monje, o que la mona vestida de seda continúa siendo mona, bien pudiera suceder que el que no es monje lo parezca y el que no es más que un mono lo disimule. Lo malo es que no siempre los regalos están a la altura del envoltorio. Y conste que al decir esto no estoy pensando más en las mujeres que en los varones, lo que no es óbice para que no tenga el menor inconveniente en confesar que yo en los varones (en este orden de cosas) no me fijo ni en el aspecto, y tanto me da si se adornan como si no. En cambio (culminemos la confesión), sí reparo en el de las mujeres, mas adviértase que la apariencia externa no se identifica sin más con el acicalamiento: todos sabemos que existen formas muy cuidadas de aparentar descuido, y maneras muy estudiadas de simular despreocupación; y, por supuesto, debemos recordar, siguiendo nuevamente a Kraus, que: «Desde luego, no se trata tan sólo del aspecto exterior de la mujer. La ropa interior también cuenta.»

Pero, además de las dos notas señaladas, ¿existen otras igualmente definitorias de eso que llamamos «coquetería»? Sin duda. A ellas hay que añadir la que es, en el fondo, la verdaderamente esencial y a cuyo servicio se encuentran las anteriores. Me refiero al deseo desmesurado de agradar. La mayor parte de la gente realiza un esfuerzo razonable para causar buena impresión y resultar agradable al prójimo; pero una vez que se ha llegado a ese límite, establecido tanto por la propia dignidad como por la mera cortesía, si no lo consigue, se encoge de hombros y prosigue su camino. La coqueta, no. Hará lo indecible por agradar, y, en casos límites, no sólo por agradar: necesita, además, gustar, seducir, incluso, aunque para ello tenga que simular ser ella la seducida. Todo antes que suscitar indiferencia o pasar desapercibida. Se trata de un impulso irrefrenable, casi de un rasgo de personalidad (en Psiquiatría se la denomina «personalidad histriónica»). Tiene razón La Rochefoucauld cuando dice que a ese tipo de mujer (no digamos, como dice él, a la mujer, sin más) «le es más difícil dominar su coquetería que su pasión». Acaso –habría que añadir– porque la coquetería es su pasión.

El coqueteo es, obviamente, una de las modalidades en que puede presentarse el juego de la seducción; mas es, también, una de sus manifestaciones más innobles y tramposas, porque su despliegue no se encuentra al servicio de la sensualidad, sino que tiene como único objetivo la afirmación del yo mediante la subyugación del otro. Se simula jugar al viejo juego de la sensualidad, pero a lo que en realidad se está jugando es al no menos viejo juego del dominio y el sometimiento. La coqueta no es sensual: «La sensual –como dice Jardiel Poncela– es mujer, la coqueta es espectáculo». O, si se quiere decir de otro modo, su sensualidad halla plena satisfacción en el espectáculo. Y por eso, la coqueta (al menos en alguna de sus especies) es una promesa eterna: Quae nondum data sunt, estulte, negata putas? [«¿Piensas, idiota, que lo que todavía no se te dio se te ha denegado?» Marcial, VI-10:12]. Tal es lema que rige en su forma de hacer con los varones (nuestra lengua acostumbra a expresar esto mismo con una imagen más gráfica que el buen gusto me impide usar).

Mas, ¿y el coqueto? ¿Hay varones coquetos? Seguramente sí, pero el nombre que le corresponde, mejor que «coqueto», es «galanteador». No «seductor»: se puede seducir, con un uso mínimo del galanteo (e incluso sin él en absoluto, sino todo lo contrario), de igual modo que se puede galantear a diestro y siniestro sin comerse una rosca, como se suele decir. Y, de la misma manera, tampoco «coqueta» es sinónimo, sin más, de «seductora»; pero no porque la coqueta no seduzca, sino porque, seducir, seduce casi toda mujer que se lo proponga. La distinta predisposición masculina y femenina a prestar oídos a la llamada del otro sexo y a atender su solicitud, es obvia, y ya se traten de diferentes estrategias reproductivas y evolutivas, como quieren los sociobiólogos, ya sea producto del troquelado impuesto por el aprendizaje y el contexto cultural, lo cierto es que las cosas son como son. Y acaso en esto estribe fundamentalmente la diferencia entre una mujer coqueta y un hombre galanteador, tan similares, por lo demás, en los rasgos mismos con los que hemos definido la coquetería: el galanteador quiere, sencillamente, lo que parece querer, y para alcanzarlo se finge enamorado; la coqueta, en cambio, lo que desea es ser amada, y para ello finge querer lo que no quiere. Como decía Kant: «El deseo que la mujer siente de jugar sus incentivos sobre todo varón fino es coquetería: la afectación de parecer enamorado de todas las mujeres, es ser galanteador».

La coquetería, en efecto, consiste en una sutil forma de manipulación haciendo uso de la expectativa y la demora –«en no decir nunca ni sí ni no», como señalaba Simmel–. De ahí que una coqueta no finja estar enamorada, sino sólo estar dispuesta a dejarse enamorar; y de ahí también que seguirle el juego suponga, las más de las veces, aceptar una promesa que casi con toda seguridad no ha de cumplirse. El galanteador, por el contrario, simula amor para acortar la expectativa y la demora, por lo que entrar en su juego podría tener consecuencias más inmediatas y patentes en orden a la conservación de la especie. Y tal vez por eso, la coquetería no puede ser predicada, en sentido estricto del varón, del mismo modo que la galantería no es una nota que convenga, en sentido propio, a la mujer. Porque si esto es así, habría una cierta contradicción en un varón coqueto, como la habría en una mujer galante, ya que la mujer galante sería algo más que coqueta, y el varón coqueto sería algo menos que galanteador.

Por lo demás, es obvio que el juego de uno y otra (galanteador y coqueta) es igualmente fraudulento y embustero, aunque, por supuesto, también es obvio que hay hombres y mujeres que se dejan atrapar en estas redes que no son sino las de un estruendoso engaño, seguramente porque, como observaba Proust: «Cada uno tiene su propia manera de ser traicionado, como tiene su manera de acatarrarse.»

 

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