Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 39 • mayo 2005 • página 5
Saramago, Chomsky, De Man, Ratzinger,
y el común denominador de un pasado que compromete
Pocos valientes admiten su error ante quienes siempre dijimos que Arafat era el principal obstáculo para la paz en Medio Oriente; pocos nos dan ahora la razón a quienes sostuvimos que el objetivo del rais no fue construir nada para los palestinos, sino exclusivamente la destrucción del otro, meta en aras de la cual no trepidó en sacrificar la independencia, libertad y vida de dos generaciones de su propio pueblo.
Pero la mayor parte de la izquierda europea lo cuidaba, respondía amén a su diatriba, aun en los momentos más bochornosos, como cuando Israel comenzó a construir la alambrada para impedir el ingreso de terroristas (no «de palestinos» como maliciosamente se tergiversó). Los criptodrinos reaccionaron airados; acaso les era intolerable que por primera vez se hallara el método para cercenar drásticamente la violencia antiisraelí.
En efecto, era grave que creyeran la versión de Arafat de que la valla defensiva era una muralla racista. Pero peor aun fue que crédulamente aceptaran su lenguaje esópico, tal como cuando Arafat proclamó que la cerca israelí «caerá como el muro de Berlín». El demagogo que se quejaba era nada menos que quien durante toda su vida había apoyado al muro de Berlín verdadero y ahora lo usaba en su propaganda para arremeter contra Israel.
Los medios lo citaban cándidamente; la prensa española agregaba leña al fuego por medio de denominar a la alambrada «el muro de la vergüenza».
La opinión pública europea demandaba ser engañada sobre la mal llamada «causa palestina», y Arafat proveía inescrupulosamente la mercancía que le solicitaban. No importaba qué había dicho o hecho antes Arafat, ahora robaba el vocabulario de Occidente y pasaba a ser el adalid de la paz.
En rigor, para aceptar recomendaciones u opiniones como legítimas, debe esperarse de un observador crítico que examine a quiénes las emiten, es decir qué grado de coherencia tienen estas opiniones con las que los mismos portavoces hicieron oír hasta ese momento. Es necesario revisar qué vinieron proclamando hasta ahora los personajes que proponen recetas iracundas para los problemas de la humanidad. Valgan algunos ejemplos.
La «trayectoria lingüística» de José Saramago fue hasta ayer la de un totalitario convencido; hoy ha pasado alegremente a recomendarle a Occidente cómo preservar la democracia y los derechos humanos. Sin que medie ningún pedido de disculpas por su confeso estalinismo, Saramago es ahora un demócrata, y los medios así lo aceptan.
Otro gurú de veleidades similares es Noam Chomsky. Su estrecha colaboración con el grupo neonazi francés La Vieille Taupe (El viejo Topo) debería ser suficiente para llamarlo al silencio. Pero no. Es uno de los personajes más leídos y citados, a pesar de que todas y cada una de sus predicciones maltusianas sobre el derrumbe de Occidente han probado ser falsas.
Frecuentemente se soslaya el principio que fue paradigmático en el caso de Heidegger. Un pensador máximo como él, por haber colaborado con el nazismo, no debería inspirar más que en el acotado marco de sus contribuciones a la ontología. El fenómeno de eludir la responsabilidad de las posiciones ideológicas del pasado, tuvo gran resonancia con el caso de Paul de Man, el filósofo de Yale mentor de la escuela deconstruccionista, fallecido en 1983.
Cuatro años después de su muerte, el New York Times reveló que durante la Segunda Guerra Mundial Paul de Man había colaborado con la publicación nazi Le Soir. Los colegas de de Man en la cátedra deconstruccionista procedieron ciegamente a defenderlo. En lugar de reconocer que un filósofo con simpatías nazis, además de avergonzar a la filosofía, no debería ser escuchado en ningún área que no sea la específicamente académica, optaron por deconstruir las evidencias que inculpaban a de Man.
Otro ídolo de la izquierda cercano a Chomsky, el palestino Edward Said, fue en 1999 cabalmente desenmascarado por Justus Weiner: la biografía de Said había sido inventada por éste en aras de ser usada en propaganda antijudía. Su lugar de nacimiento, su escuela, su sufrimiento, todo era falso. A pesar de la revelación, siguió siendo un respetado referente para sus seguidores por doquier, quienes expeditamente esquivaron el develamiento de la infamia.
Reflexiones paralelas caben para el nuevo Papa Benedicto XVI, cuya juventud hitleriana no da margen para excusas. Ningún alemán que durante la Segunda Guerra Mundial no estuvo preso o perseguido por el régimen más atroz habido, debería considerarse con autoridad moral para ponerse a la cabeza de la iglesia más grande del mundo. Mucho menos uno que nunca hizo al respecto un pedido de arrepentimiento y perdón. No es suficiente el marginal comentario en las memorias del cardenal Joseph Ratzinger en el sentido de que su participación en Hitler Jugend «fue contra su voluntad». La hecatombe que perpetró del nazismo fue demasiado enorme como para esgrimir apenas que uno activó involuntariamente.
A modo de precisión, agreguemos que esta fatídica circunstancia no condena a Ratzinger de por vida. Simplemente me permito sugerir que la mácula le arrebata la posibilidad de ser un genuino líder espiritual para mil millones de personas. Mucho más aun, ella lo priva naturalmente de ser el candidato apropiado para fortalecer el sendero de Juan Pablo II de acercamiento hacia el pueblo judío.
Las acciones y opiniones del pasado comprometen en la medida en que no sean claramente admitidas y corregidas. Porque los individuos no debemos ser juzgados por nuestro potencial, sino por cómo enfrentamos las realidades que nos toca protagonizar.