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El Catoblepas, número 39, mayo 2005
  El Catoblepasnúmero 39 • mayo 2005 • página 8
Historias de la filosofía

La noticia

José Ramón San Miguel Hevia

Del descomunal anuncio que corrió por Atenas y de la reunión
a puertas abiertas de la Academia de Platón para describir
cómo su discípulo Dión conquistó Siracusa

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El muchacho ateniense se consiguió sostener de puntillas sobre los hombros de su amigo y asomó la cabeza por encima de los muros de la Academia. Los dos se habían puesto de acuerdo para escaparse de sus casas cuando todos durmiesen y averiguar el misterio que al parecer se escondía dentro de aquella escuela, que desde hacía unas horas todos los ciudadanos de la ciudad miraban con infinito respeto. A la luz de la luna llena sólo aparecía un bosque de olivos, un arroyo que lo atravesaba y más allá del paisaje, un amplio y geométrico edificio. Los exploradores no quedaron de todas formas decepcionados, porque ya habían oído decir a su maestro –y al principio no le creyeron– que el pensamiento era algo invisible.

Cuando volvían en silencio y con el mayor secreto a sus casas –los dos eran vecinos– comprobaron con espanto que su ausencia había sido descubierta. Ante la indignación de sus padres, el llanto descompuesto de sus madres y la mirada medrosa de los esclavos temerosos de que les acusasen de no haber vigilado con el cuidado suficiente a sus pequeños dueños, tuvieron que confesar dónde habían ido y cuál había sido el objeto de su aventura. Sin embargo, para su sorpresa nadie les reprendió: unos celebraban con grandes risas su inocencia, otros aplaudían su atrevimiento infantil y la mayoría guardaba ante todo lo que se refería a la Academia una reserva, casi religiosa.

No era para menos, porque el día anterior una nave que entró en el Pireo procedente de Tarento había confirmado una noticia sencillamente increíble. Una expedición, compuesta por dos transportes y tres pequeñas naves de apoyo, pero organizada y dirigida por Dión y los filósofos académicos había desembarcado con unos pocos cientos de soldados en Sicilia y había conseguido liberar la parte griega de la isla. Los atenienses todavía desconocían los pormenores de aquella aventura a la que no acababan de dar crédito, y únicamente Platón y sus amigos estaban al corriente de ella por el correo marítimo que acababa de enviarles su discípulo.

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Un viento de alegría recorrió las calles de la maltrecha y desilusionada Atenas. Sus habitantes repetían continuamente en sus discusiones en el ágora que, después de medio siglo de plenitud, la ciudad había entrado en una imparable decadencia precisamente cuando su imponente armada dirigida por Nicias había sido deshecha delante de Siracusa por una fuerza naval mucho más pequeña. Hacía de ello más de cincuenta años, pero el recuerdo de aquel desastre estaba tan vivo que todos los atenienses nombraban a la capital de Sicilia con una mezcla de resentimiento y de temor supersticioso.

Por eso todos agradecían a aquellos extraños guerrilleros filósofos de la Academia que gracias a su inteligencia desmontasen en pocos días y sin ninguna nave de combate el aparato militar de la mayor potencia de occidente. Nadie sabía cuál sería la marcha de los acontecimientos, pero desde luego el desenlace era a la larga irreversible : Siracusa recobraría su condición de pólis griega y las demás ciudades de Sicilia volverían a ser habitadas y edificadas, adquiriendo su perdida independencia.

Además no sólo los atenienses sino todos los helenos odiaban al imperio siciliano, por ser el más distinto a su forma de ser y de pensar. Ya su fundador, Dionisio I, aprovechándose del prestigio militar que le dio su campaña contra los cartagineses, se había convertido en tirano, ejerciendo un poder absoluto y central sobre toda la isla. Pero también se acercó en su vida privada a las costumbres de los déspotas orientales por su doble matrimonio. Dionisio II había seguido, después de una breve vacilación, esa misma funesta trayectoria política, que había terminado de forma fulminante en medio del júbilo universal.

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Platón convocó por primera vez una solemne jornada de puertas abiertas, que debía celebrarse en la Academia en el plazo de diez días. En ella resumiría la carta donde Dión contaba los detalles de su aventura y daría a conocer además otra epístola que él estaba redactando y que sometía al conocimiento y aprobación de las ciudades. Además prometía informar minuciosamente del larguísimo proceso que había empezado hacía ya mucho tiempo en la ciudad italiana de Tarento y que culminó felizmente con el golpe de estado de Siracusa. Ordenó a los esclavos que acondicionasen el salón más amplio de la escuela donde celebraba periódicamente las comidas en común, convirtiéndolo en un aposento lleno de nobleza pero sin caer en el desenfreno y la desmesura: debía tener exactamente treinta y tres asientos, aparte de los estrados de honor.

Al llegar la fecha señalada los académicos y sus invitados se fueron instalando en dos largas mesas paralelas dispuestas desde la entrada hasta el fondo del salón y separadas por un ancho espacio central. En los dos lados de cada mesa estaban preparados ocho lechos, lo suficientemente incómodos para que la comida y la conversación posterior no fuesen causa de regalo ni holganza. Los representantes de las ciudades griegas ocupaban las dieciséis plazas de la izquierda, y por su parte los académicos, convenientemente distribuidos por especialidades, se apoyaban en otros dieciséis triclinios de la derecha, de forma que la simetría del cuadro era perfecta.

Cerraba el fondo del salón una tercera mesa más elevada, donde estaba Platón, rodeado a cada lado por cuatro veteranos del desastre de Siracusa, todos cercanos a los ochenta años. Esos ocho supervivientes no podían ocultar su emoción, que manifestaban llevando continuamente las manos temblorosas a sus ojos lloriqueantes. Los nueve ancianos se comunicaban de tres en tres las batallas del abuelo con enorme animación. Por su parte Platón, en un gesto que denunciaba su categoría de auténtico aristócrata, había colocado el lugar desde donde después hablaría, el asiento número treinta y tres, por debajo de ese estrado presidencial de honor.

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Los discípulos de la Academia formaban cuatro grupos, dispuestos con tal arte que en cada uno de ellos las aficiones eran comunes y la conversación animada y constante. En un primer plano, mirando desde la puerta, Eudoxo discutía vivamente con Heráclides del Ponto sobre la composición geométrica del mundo y la distribución de las estrellas y planetas, bajo la atenta mirada Aristóteles y de un visitante llegado de Italia, probablemente un pitagórico de las últimas generaciones. Inmediatamente después, Aristónimo, Formión y Menedemo, consejeros políticos distribuidos por ciudades de Grecia, hablaban con el joven Sócrates sobre las distintas formas de gobierno. En un tercer plano, Eufreo, llegado de la corte de Macedonia, discutía vivamente con los atenienses Hipérides, Licurgo y Foción sobre el futuro de la política de Filipo. Pero quienes con más entusiasmo aplaudían las hazañas de la aventura de Siracusa eran los cuatro más cercanos al fondo, Espeusipo, Eudemo de Chipre, Jenócrates y el correo llegado de Tarento

Los diplomáticos por su parte, también en número de dieciséis, estaban presididos por el enviado de Corinto, la ciudad que fundó Siracusa haciendo apoikía en ella, y por el representante de Atenas, acompañados por otros dos ciudadanos de las vecinas Megara y Egina. Un poco más allá, los enviados de Esparta y Creta, discutían acaloradamente sobre la mejor constitución con un tebano y con el embajador de Filipo, que había conseguido entrar en aquella ilustre asamblea a pesar de las tirantes relaciones de Macedonia y Atenas. Después de ellos, los delegados de cuatro ciudades del golfo de Tarento –Crotona, Turios, Tarento y Metaponto– cambiaban impresiones sobre la nueva situación política producida en Italia y Sicilia por la caída de Dionisio. Finalmente, en el fondo de la mesa, ciudadanos de las principales pólis insulares del mar Egeo –Calcis en Eubea, Samos, Mitilene en Lesbos y Quíos– comentaban la estrategia de las grandes batallas marítimas, donde más que en ninguna otra ocasión es preciso hacer alarde de inteligencia.

La comida fue tan frugal como exquisita : un entremés a base de aceitunas, una entrada del marisco más fino y delicioso, y un postre de higos, uvas y nueces, todo ello regado con hidromiel. Los platos y los cuencos de la bebida eran de barro, adornado con figuras cuyo diseño se debía a los mejores ceramistas de Atenas. Alguno de los asistentes, sobre todo extranjeros no acostumbrados a aquella austeridad, habría protestado si no fuese por la solemnidad del lugar y sobre todo porque deseaban oír los detalles de tan extraordinaria aventura.

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—Antes de nada debo comunicarles –dijo Platón después de bajar a su estrado– que personalmente me he mantenido neutral por las obligaciones derivadas de mi condición de huésped de las dos partes en conflicto. Pero en cuanto director de la Academia soy responsable de esta campaña y de todas sus consecuencias, cuyo fin probablemente no alcanzaré a ver debido a mis años. Los principales autores materiales de esta aventura, Dión de Siracusa Milas de Tesalia y Timónides de Leucade, quienes les convencieron para dar ese difícil paso y prepararon cuidadosamente la expedición, Espeusipo, Jenócrates y Eudemo de Rodas, son discípulos de la escuela.

—La campaña de Dión ha sido un modelo de inteligencia, porque cuando supo que Filisto, el almirante en jefe de Dionisio, había situado el grueso de la armada en el talón de Italia para cortarle el paso, decidió evitarle, cambiando la primitiva expedición naval por un combate terrestre. En una maniobra casi suicida, se desvió hacia las costas de Africa y desembarcó en Sicilia por el sur, dejando a su retaguardia la región ocupada por los cartagineses, con quienes había hecho en el pasado pacto de paz y que se fiaban de su palabra de caballero.

—Cuando se enteró de que el propio Dionisio, impaciente por entrar en batalla, había salido con el resto de la flota en su busca sin darse cuenta de que tenía el enemigo a sus espaldas, cambió de nuevo su estrategia, dando lugar a un movimiento revolucionario. Todas las ciudades del este de la isla y la propia Siracusa se alzaron, una tras otra, recibiendo jubilosamente al académico como un libertador. Sólo la guarnición de Ortigia permanece todavía fiel al tirano.

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—Es justo que los hombres eminentes que actuáis de acuerdo con la razón –ahora Platón resumía su epístola– consigáis una merecida gloria. Ten en cuenta que hasta ahora has tenido un éxito total, pero te aguarda en el futuro un combate mucho más difícil. En esta circunstancia no pierdas de vista que por tu amor a la verdad y la justicia te debes comportar de una forma que se corresponda a lo que todos esperan de tí.

—Es cierto que los académicos necesitamos cumplir una difícil tarea para darnos a conocer, pero en cambio la situación en que estás es tan decisiva que ahora mismo laos habitantes del mundo entero tienen puestos los ojos en un solo punto de la tierra, y dentro de él precisamente en tí. Y por ser el centro de atención de todos, estás obligado a oscurecer las glorias de Licurgo, de Ciro y de cuantos se han distinguido en todo tiempo y lugar por su ilustre carácter y su ciencia política.

—Una doble advertencia, que debes tolerar como un gran actor de teatro tolera a sus espectadores. En primer lugar ten empeño en resolver cada conflicto que se te plantee de modo razonable, para que la brusca ausencia de Dionisio no desemboque en una situación caótica. Pero además y sobre todo, sé diplomático y no hagas alarde de tu superioridad, porque la altanería lleva al aislamiento, y al contrario, mantenerse al nivel de la gente común te asegura un éxito total. Que tengas mucha suerte.

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—El resumen de estas dos cartas sería del todo incompleto si no les explicase con detalle el larguísimo proceso que culminó con la expedición de Dión. La aventura de Siracusa no viene de ayer ni es efecto de la labor de unos meses ni de un corto período de tiempo. Para darles cumplida cuenta de ella debo retroceder en el tiempo, nada menos que treinta años.

—Hasta entonces había escrito y leído en público, dentro de un círculo bastante restringido de oyentes, una serie de diálogos, cuyo común denominador era el ataque al régimen político ateniense surgido de la última restauración de la democracia, que concede a las masas plenos poderes. En efecto, como los decretos de los tribunales donde el pueblo es soberano lo deciden todo, la gente común tiene un dominio cada vez mayor lo mismo para interpretar las confusas leyes de Solón que para acusar a los ciudadanos más eminentes.

—Mi primera aparición en público había servido para criticar disimuladamente el gobierno de los seis mil jueces Heliastas sorteados anualmente, que se atrevieron a imponer la pena capital a mi maestro. Sócrates con una lógica implacable había aceptado cumplir la condena, a pesar de las oportunidades que el derecho ático le daba de cambiar esta pena por la del exilio perpetuo. Su muerte demostró, como yo me encargué de subrayar, el absurdo de una institución pretendidamente justa, que había sido y seguía siendo responsable de las mayores catástrofes de la ciudad de Atenas. En vista de tan gran despropósito convertí desde el primer momento al maestro en protagonista de todos mis diálogos y juzgador irónico y severo de sus propios jueces.

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—En otros diálogos de esa primera época me dediqué a poner en ridículo a los picapleitos, los maestros en retórica y los falsos políticos, que sólo buscaban persuadir a masas ignorantes a través de razonamientos engañosos. Para eso enfrenté a Sócrates con los más eminentes sofistas de su época, desde luego mucho más venerables que cuantos tuve que soportar, pero muy parecidos a ellos por su figura. Fíjense en que tanto unos como otros comparten la profesión lucrativa de profesores particulares, tienen unos alumnos extraídos de la clase de los nuevos ricos, y enseñan una técnica destinada a mover a la multitud de jueces y de ciudadanos por mil caminos erráticos en vez de comunicarles la única doctrina estable, verdadera y justa.

—Por estos mismos años me esforcé en investigar cuál sería la constitución ideal para construir una ciudad que no estuviese sometida al capricho continuamente cambiante de la plebe, y siguiendo el espíritu de la época, tomé por modelo a Esparta que por otra parte había alcanzado la hegemonía sobre toda Grecia. En un tratado, que indirectamente atacaba a la demagogia, elevé las formas de vida propuestas por Licurgo al rango de leyes universalísimas e inmutables, defendiendo la existencia de la casta superior de los guardianes y condenando la música el teatro y en resumen toda la cultura ateniense. Hasta tuve el atrevimiento de generalizar la costumbre que condena los celos, convirtiendo la familia clásica en un régimen donde las mujeres y los hijos son comunes.

—Todo esto produjo una violenta reacción en la sociedad de Atenas. Ya unos años después de la condena de Sócrates, el sofista Polícrates publicó un ataque, dirigido aparentemente contra el maestro pero en realidad destinado a sus discípulos que empezábamos a levantar la cabeza. Cuando redacté y leí la primera parte de un diálogo donde me burlaba de Gorgias y su retórica y de forma indirecta pero implacable a la democracia judicial, hubo un movimiento de protesta que me tenía en su punto de mira. Hasta el conservador Aristófanes puso en escena su comedia, «La Asamblea de las mujeres», que hacía una cruel caricatura del régimen familiar que yo proponía en mi constitución. Los dioses sin duda permitieron esta universal persecución, porque gracias a ella me vi obligado a salir de la ciudad, embarcándome hacia Italia donde comenzaba por fin mi aventura.

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—Durante mi viaje pensaba con tristeza que los males de las ciudades, regidas por una turba ignorante y no por expertos conocedores de las leyes, no tenían ningún remedio, y que lo más prudente era refugiarse en la seguridad de la vida privada. Por eso mi sorpresa y alegría fueron grandes cuando al desembarcar en Tarento comprobé que gobernaba en ella como primer estrategos un filósofo pitagórico, aproximadamente de mi misma edad. Arquitas, gracias a sus aplicaciones de la música y la geometría, había establecido en la ciudad, no sólo unas leyes proporcionadas sino además una perfecta urbanización. Fui durante nueve meses su huésped y amigo, y gracias a él adquirí un dominio suficiente de la doctrina de la secta de los matemáticos y un conocimiento del cálculo, de la geometría plana y espacial, de la música y la astronomía, y de una política verdadera y justa.

—Camino de Sicilia me di cuenta de que había cambiado el negro diagnóstico que me hizo abandonar Atenas, pues por lo menos en una ciudad privilegiada –y Arquitas me dijo que no era la única– los filósofos eran al mismo tiempo políticos y habían traído la justicia y la prosperidad a los dichosos hombres gobernados por ellos. Y como era novicio en el nuevo saber, me llené de tal entusiasmo que estaba dispuesto a poner por obra en la primera ocasión que se me presentara los nuevos ideales.

—Cuando desembarqué en Sicilia comprobé el detestable estado en que se encontraba el gobierno de la isla, porque Dionisio el Viejo, además de establecer un régimen tiránico donde la única ley era el capricho mudable de su voluntad, había despoblado todas las ciudades de la costa oriental, concentrando en Siracusa sus gentes y sus servicios, dominándolas desde la fortaleza de Ortigia y cayendo en la más desenfrenada desmesura. Allí conocí por primera vez a Dión en circunstancias que necesariamente debo describirles si ustedes quieren saber el desarrollo posterior de los acontecimientos.

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—El tirano, acercándose a costumbres de los bárbaros, casó con dos mujeres, bien distintas por su nacimiento y condición. Una de ellas, Doris, extranjera del sur de Italia, dio a luz a un varón destinado a suceder al padre. Pero los siracusanos habían puesto su afecto en Aristómaca, por ser siciliana e hija de Hiparinos, compañero de Dionisio en la campaña contra los cartagineses. Su hermano Dión participaba de esta universal simpatía, tanto más cuanto que era uno de los personajes centrales de la corte, embajador en las misiones más difíciles cerca de los cartagineses que le respetaban y daban crédito por la nobleza y la severidad de su palabra. Les adelanto una circunstancia de su vida, aparentemente sin importancia, pero que a la larga será decisiva : el matrimonio con su sobrina Arete, hija de Aristómaca.

—Muy pronto entablé conversación con él, y nuestros encuentros se hicieron cada vez más frecuentes hasta convertirse en una profunda amistad. Yo admiraba la dignidad y excelencia de su forma de ser, y por su parte Dión se entusiasmó con mi enseñanza, que recibía como bebe una esponja el agua, convirtiéndose en el primer discípulo de mi filosofía matemática. Hasta tal punto se apasionó por sus aplicaciones políticas que cometió la ingenuidad de dirigirse a Dionisio para que aprovechando su poder único y supremo estableciese leyes en Siracusa. Pero el tirano, con el miedo propio de quienes tienen su misma condición, se figuró que yo pretendía atentar contra él, y aceleró mi salida de Sicilia.

—Todos ustedes conocen las desgraciadas circunstancias de mi viaje de vuelta. Una nave de Egina, que en aquel momento estaba en guerra con Atenas, me hizo prisionero y me vendió en el mercado de esclavos de su ciudad. Afortunadamente un filósofo de la escuela de Cirene, que seguía a su manera la doctrina de mi maestro Sócrates y que tenía entre sus primeras virtudes la generosidad, me rescató pagando una altísima cantidad de dinero. Como la situación que me obligó a huir a Italia había desaparecido, y como por otra parte mi forma de ver las cosas del mundo y los asuntos de la política había experimentado un cambio brusco gracias a las enseñanzas de los pitagóricos, decidí volver a Atenas, y empezar, por así decirlo, una nueva navegación.

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—Los veinte años siguientes fueron los más plácidos y felices de mi vida. En primer lugar construí esta Academia, dotándola de bibliotecas, salas de lectura y de conferencias, habitaciones para los alumnos internos y refectorio para las comidas en común. Después, siguiendo el modelo de los pitagóricos, constituí una cofradía religiosa, que de paso me servía para dar forma legal a una sociedad cultural. Muy pronto vinieron estudiantes de todas partes de Grecia, dispuestos a participar en esta comunidad libre de enseñanza que seguía sus modelos de Italia y estaba abierta a las ciencias y la política.

—Después de terminar el Gorgias, doblando mi crítica a la retórica con un ataque a la tiranía defendida por Caliclés y rematando todo el diálogo con una primera alegoría del mundo invisible, me decidí a trazar una introducción al programa de estudios de la Academia. Es una conversación entre Sócrates, convertido al pitagorismo, y un esclavo, que con la simple contemplación de las figuras geométricas inmutables resuelve por sí mismo el difícil problema de la duplicación del cuadrado. Después me atreví a poner en escena la muerte del maestro, cuando afirma con una altísima serenidad que la mente humana, capaz de conocer el universo inalterable de la geometría, debe estar siempre viva y por consiguiente ser inmortal. De esta forma conseguía poner de acuerdo a las dos sectas pitagóricas, aparentemente irreconciliables, la religiosa de los acusmáticos y la científica de los matemáticos.

—Pero mi principal preocupación seguía siendo la política, y por eso hice una segunda redacción corregida y ampliada de mis estudios sobre la constitución ideal de una ciudad. Para eso sustituí la casta superior de los guardianes por los filósofos, unos nuevos gobernantes que podían alcanzar por medio del ejercicio de su inteligencia y del amor a la proporción y la belleza esos números invisibles, siempre iguales a sí mismos. Incluso preparé para ellos un exigente plan de estudios, que comprendía las disciplinas profesadas en las escuelas de Italia, ni una más ni una menos : el cálculo, la geometría, la astronomía y la música, ordenadas todas ellas de acuerdo con el principio de lo mejor. No se engañan ustedes si piensan que en aquellos momentos tenía en mi mente los encuentros con Arquitas, y la esperanza depositada en Dión.

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—Por fin hace diez años recibí noticias de Siracusa. El joven Dionisio había heredado el gobierno de la isla a la muerte de su padre y, aconsejado por su tío, parecía muy dispuesto a convertir el régimen tiránico en una monarquía sujeta a leyes y a seguir los principios de la sana filosofía. Dión me escribió urgiéndome a que fuese personalmente a Sicilia para ayudarle en la ingente tarea de establecer allí una constitución de acuerdo con la enseñanza de los pitagóricos y los académicos. Yo no quería ser ni parecer un charlatán, que cuando la acción es posible se esconde temerosamente en su celda sin someter sus ideas a la prueba de la realidad, y emprendí un viaje tranquilo, deteniéndome otra vez en Tarento en el palacio y escuela de Arquitas.

—En Sicilia me esperaba un recibimiento regio, que se prolongó durante los primeros días de mi estancia, porque el joven Dionisio rivalizaba en atenciones con Dión, demostrando en sus palabras y sus actos una moderación verdaderamente digna de un filósofo. Pero muy pronto descubrí que yo era el protagonista involuntario de un conflicto entre estos dos varones principales de la isla, pues el tirano tenía unos celos verdaderamente femeninos de mi discípulo y, por así decirlo, quería tenerme en exclusiva como su amigo. Los partidarios de la tiranía, capitaneados por el historiador y general Filisto, aprovecharon este primer desengaño para hacer frente al partido aristocrático, representado por Dión, Arquedemo y los demás pitagóricos de Sicilia y apoyado resueltamente por mí.

—Las relaciones entre Dionisio y su tío se fueron dañando cada vez más y llegaron a un punto muerto cuando los sicarios de Filisto, rompiendo todas las normas de una convivencia apacible, interceptaron una carta enviada por Dión a los principales de los cartagineses para prolongar la paz entre las dos comunidades. El tirano, en vez de pedirle explicaciones, le acusó de un crimen de traición y le desterró de forma tan fulminante y secreta que sólo cuando su acción estaba del todo consumada nos pudimos enterar. Desde entonces se interrumpió toda posible reforma y yo mismo fui acusado de haber conspirado contra Dionisio con el único objetivo de apearlo del poder.

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—Mis relaciones con el tirano pasaron por momentos muy difíciles, y tuve que emplear toda mi diplomacia para volver a ganar poco a poco su confianza. Al final llegamos a un acuerdo, cuyos términos eran poco más o menos los siguientes : Dionisio se comprometía a enviar a Dión las rentas de sus grandes riquezas, a respetar el honor de su matrimonio con Arete y a suspender su destierro tan pronto como pusiese fin a la campaña que estaba a punto de comenzar contra los cartagineses. Por mi parte garantizaba mi alianza entre Tarento y Siracusa, aseguraba el sosiego y quietud de Dión y me hacía cargo de los negocios de Dionisio en Atenas, convertido en una especie de embajador plenipotenciario. Con estas mutuas condiciones retorné a la Academia, y aquí tuve la alegría de encontrar al amigo, convertido por segunda vez en mi discípulo.

—Después de la experiencia de Sicilia decidí cambiar por tercera vez mi teoría política, manteniendo sus líneas centrales, pero buscando una mayor flexibilidad, eficacia y madurez para aplicarla al mayor número posible de ciudades, que solicitaban la ayuda de discípulos de la Academia. De todas formas en un primer momento volví a hacer una dura crítica de los tribunales y los demagogos, presentando a un personaje capaz de decir lo que no es y persuadiendo mediante esta pseudociencia a las masas ignorantes. La posibilidad del no ser y de las proposiciones mentirosas era la condición difícil pero necesaria de la existencia del sofista.

—Después, dejando en un segundo plano la construcción de constituciones más o menos perfectas, me esforcé por trazar la figura del político, pensando que era la contrafigura del sofista y que serviría de modelo a la acción de los académicos, pues el simple dominio de una ciencia bastaba para asegurar una buena ordenación de las ciudades. Decidí entonces reservar para estos personajes el papel de legisladores profesionales, alejado de las intrigas y envidias del poder. Manteniendo como patrón de medida ideal una comunidad perpetuamente dirigida por sabios, encargué a mis discípulos que sin hacer ascos a ningún tipo de ciudad –tanto si estaba gobernada por uno solo, por unos pocos o por la mayoría– aplicasen leyes estables para liberarlas del capricho de quienes en cada caso tuviesen el poder y garantizar su permanencia.

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—Esta nueva experiencia ha tenido éxito la mayoría de las veces en que desde cualquier rincón de Grecia se pidió ayuda a la Academia. Entre nosotros está Eufreo, a quien envié a la corte de Pérdicas de Macedonia hermano mayor del actual regente, para establecer unas leyes que se correspondan con el gobierno de uno solo. Por esos mismos años llegó a esta escuela Aristóteles – que hace unas horas mantenía una amable conversación con el enviado de Filipo– también preocupado por la estabilidad de las ciudades reales.

—Un antiguo alumno de la Academia, Hermias, había heredado la gobernación de Atarneo en la Misia, y quiso cambiar su régimen tiránico por una monarquía constitucional. Le envié a dos ciudadanos de Scepsis, Erasto y Corisco, que elaboraron un sistema de leyes más blando, flexible y sujeto a medida. El éxito de esta experiencia ha sido total, porque no sólo convirtió una tiranía en reino, sino que gracias a este ejercicio de la inteligencia un buen número de las poblaciones de la costa Eolia entraron voluntariamente en una confederación.

—Todos estos resultados positivos de mi doctrina y de la actividad de los académicos no hacían más que excitar el ánimo de Dión, nostálgico de su patria y deseoso de establecer en Siracusa unas leyes que limitasen el poder absoluto de Dionisio y devolviesen a las ciudades de la costa este la libertad arrebatada. Tanto él como yo éramos conscientes de la enorme dificultad de la tarea, pues se trataba de remover una potencia marítima y militar y un régimen tiránico, asentado en la isla desde hacía casi medio siglo.

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—Hace cinco años recibí una nueva carta de Dionisio, entre amistosa y amenazadora, diciendo que si me trasladaba a su corte a Sicilia en la trirreme que me enviaba todos los asuntos de Dión quedarían favorablemente resueltos, pero si rechazaba su petición quedaba libre para adoptar cualquier decisión sobre los bienes de mi amigo. Al mismo tiempo Arquitas, Arquedemo y los demás pitagóricos de Siracusa me escribieron también ponderando los adelantos de Dionisio en la filosofía y poco menos que exigiendo mi presencia en su corte para que la alianza entre la isla y la ciudad de Tarento no se viese privada de su numen protector. Y finalmente en Atenas los académicos y a la cabeza de ellos Dión me pidieron con insistencia no desaprovechar esta ocasión, tal vez la última, de cambiar pacíficamente el régimen tiránico en un reino, mediante el establecimiento de leyes.

—Cuando llegué a Sicilia, acompañado por los discípulos más ilustres de la Academia, me di cuenta de que la situación política había cambiado radicalmente. Dionisio veía su posición cada vez más insegura, y en realidad me había llamado en un gesto desesperado para incorporarme a su corte y arrancarme del trato con Dión. Y como no consiguió ni una cosa ni otra, pronto su aparente benevolencia se convirtió en una rabiosa desmesura, y en vez de levantar el destierro a mi amigo vendió todos sus bienes, anuló su matrimonio y cometió el disparate de entregar a su mujer Arete a Timócrates, gobernador de Siracusa. Sospechaba además de todos cuantos le rodeaban, y tanto Heráclides como Teodotes y yo mismo fuimos víctimas de sus miedos, y sólo la enérgica intervención de Arquitas, enviando una galera para recogerme, nos libró de su furia.

—Supe también por Espeusipo y Jenócrates –ellos no tuvieron trato directo con el tirano pero por eso mismo pudieron calibrar más libremente la forma de pensar de los ciudadanos comunes– que el pueblo entero de Siracusa se había cansado de la dominación tiránica de Dionisio y, aunque no se atrevía a desafiar la pavorosa máquina de guerra de su armada y su fortaleza de Ortigia, sólo esperaba la llegada de Dión para iniciar en torno a él un movimiento de liberación. Mi viaje fue desde el punto de vista político un fracaso, pero todos volvíamos a Atenas con una preciosa información de primera mano sobre la crítica situación de la isla.

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—Antes de entrar de nuevo aquí en la Academia, paramos en Olimpia, donde Dión asistía a los juegos que allí se celebran cada cuatro años. Con la sinceridad de un amigo le fui contando nuestra desgraciada intervención y la serie de infortunios que la mala voluntad de Dionisio había hecho caer sobre él. Así se enteró de la congelación de sus rentas, de la venta en almoneda de todos sus bienes y hasta de la anulación del matrimonio con su sobrina Arete. Decidido a emprender la guerra contra el tirano, solicitó mi ayuda, pero yo le contesté en términos parecidos a los que antes les expuse : la condición de huésped me impedía cualquier acción violenta y sólo estaba dispuesto a mediar entre los dos de forma pacífica para suprimir sus diferencias.

—Sin embargo Espeusipo, cuya conducta hacia Dionisio no estaba atada por ningún lazo de hospitalidad, le tomó aparte y le comunicó los sentimientos de los siracusanos hacia él y la oportunidad, que posiblemente no se repetiría nunca, de una expedición naval. Desde entonces mi sobrino, lo mismo que Jenócrates y Eudemo, le ayudaron a preparar cinco naves y a reclutar en el mayor de los secretos hasta ochocientos mercenarios. Fueron ellos también los que, teniendo en cuenta la particular condición de la isla y su potencia militar limitada a las naves o a la cerrada fortaleza de Ortigia, dispusieron con toda calma la estrategia más eficaz y los pasos que debería seguir.

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—Examinando el desarrollo de los últimos acontecimientos, sólo me queda trazar a Dión, y preparo para ello una nueva carta, un proyecto de ordenación política para consolidar por la razón lo que empezó con su golpe de estado. Igual que hicieron otros académicos, debe introducir leyes que limiten el capricho mudable del gobernante supremo, convirtiendo así a Siracusa de una tiranía en un reino. Pero esas leyes serán iguales para los vencedores y para los vencidos, porque sólo así merecerán un universal respeto, y además estarán garantizadas por un tribunal de treinta y cinco varones prudentes, para evitar cualquier mutación caprichosa. Son las ideas centrales del último tratado político, que ahora elaboro en colaboración con toda la escuela.

—Para que la felicidad de los habitantes de la isla de Sicilia sea total, Dión deberá también repoblar las antiguas ciudades, que la tiranía había dejado desiertas, estableciendo entre todas ellas y la misma Siracusa una confederación. Así conseguirá que tengan una dimensión humana, sin quedar reducidas a miserables aldeas ni a un monstruo de muchos miles de cabezas, que devore a cuantos se acercan a él, y les. haga perder su condición de hombres capaces de comunicarse diariamente entre sí. Mi lejano abuelo Solón dejó escrito que la medida justa de una pólis son diez mil hombres libres y a este canon se han de acercar en lo posible las comunidades refundadas por mi discípulo.

—Por lo que se refiere a los avatares del pasado y las hazañas del presente, que sea cual sea su desenlace dejan definitivamente debilitada a la tiranía, estas palabras mías os servirán de suficiente in formación. Pues el conocimiento del futuro no es propio de los hombres y sólo los dioses inmortales pueden llegar a él. Y esto es todo, señores. Únicamente debo pedirles perdón si me he excedido en la extensión de mi discurso, porque no hay cosa que más terror sagrado me inspire y que más deteste que la desmesura.

 

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