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El Catoblepas, número 39, mayo 2005
  El Catoblepasnúmero 39 • mayo 2005 • página 17
Artículos

La imaginación

José Ramón San Miguel Hevia

Una perspectiva fenomenológica

El problema fundamental de la psicología clásica consiste desde luego en explicar mediante una hipótesis racional el mecanismo de la imaginación. Cómo era posible que lleguemos a conocer objetos que no están presentes, o por su lejanía con relación a nosotros, o lo que es más grave todavía, por su lejanía absoluta, es decir, por ser irreales. La imposibilidad de todo conocimiento de cuanto está colocado fuera del radio de acción de los sentidos, es aparentemente radical.

La cuestión se agrava si se piensa cuáles son los supuestos sobre los que está montada la teoría clásica de la sensación. Antes de que la ley de la energía específica revolucione la forma de entender el conocimiento sensible, se da por supuesto que el sujeto permanece totalmente pasivo. Los órganos de los sentidos son como espejos, que reflejan con todo rigor, nitidez y claridad, pero por eso mismo también con toda pasividad, el mundo exterior tal como él es. Está claro entonces que sólo los estímulos especifican y definen cada tipo de sensación, al actuar sobre el órgano correspondiente, que funciona como un filtro neutral e indiferente.

En estas condiciones, la desaparición o la ausencia del objeto estimulante de donde toma comienzo la sensación, priva al sujeto de un conocimiento cualquiera. Incluso después del establecimiento de la ley de Müller en virtud de la cual la sensación depende de los órganos, que reaccionan activamente ante la estimulación del medio, la situación de la psicología de la imaginación permanece prácticamente idéntica en su planteamiento, porque no se saben extraer las consecuencias que permiten rectificar y explicar –al menos parcialmente– cómo un sujeto puede reproducir la primitiva reacción, incluso en ausencia del objeto.

De esta forma es muy difícil explicar el proceso de la imaginación reproductiva, pues al faltar el objeto estimulante previo, queda privado el sujeto, de suyo pasivo, de cualquier imagen que sea su copia. Pero esta dificultad aumenta, hasta convertirse casi en imposibilidad, cuando partiendo de la misma hipótesis se trata de desmontar el mecanismo de la imaginación creadora. Y eso lo mismo si dicha imaginación se proyecta sobre un futuro que todavía no es real, que si construye de la nada un mundo totalmente irreal, como es el caso del arte y de la fantasía.

Tanto en un caso como en otro, la cosa, la escena y la totalidad del mundo imaginado, no sólo están ausentes y lejanos, sino que nunca han existido y no han podido ser por tanto objeto de percepción previa. Llegar a explicar cómo a pesar de todo y –siempre bajo la hipótesis de un sujeto que tiene en su relación con el mundo en torno una actitud pasiva– se puede llegar a conocer un objeto, no sólo lejano sino irreal, es más que nunca un misterio. Ahora ni siquiera se dispone de un principio externo que actúa o haya actuado alguna vez los órganos de los sentidos.

Ante este cúmulo de dificultades la psicología clásica intenta primero dar razón del proceso de la imaginación reproductiva, es decir, de la que tiene por objeto realidades ya percibidas, pero ausentes en el momento de imaginar. Sólo más tarde en un segundo momento, tratará de comprender cómo se desarrolla la imaginación creadora. Este método tiene ya desde ahora una consecuencia inevitable, y es que la fantasía está subordinada a la reproducción de imágenes, es decir, a la vuelta a la consciencia de realidades que han sido percibidas, pero ahora están ausentes.

Para mejor entender el desarrollo lógico de la teoría de las imágenes, hay que detenerse en los supuestos que están en su base. Se pueden reducir a tres.

1. El sujeto consciente está en actitud pasiva ante las impresiones que le envía el medio ambiente. Para que la sensación se actualice, los órganos de los sentidos deben recibir y filtrar los estímulos que reciben de su entorno inmediato. Ya quedó dicho que el cuerpo es un espejo donde las cosas se reflejan con toda exactitud y nitidez. La ley de Müller rectifica en parte esta comprensión de la vida sensible, sin que se saquen de ella todas las consecuencias.

2. Por la misma razón el objeto conocido debe estar presente. Sin esa presencia y partiendo de que el sujeto es puramente receptivo, el conocimiento de la realidad nunca se puede actualizar. Estar presente quiere decir estar aquí y ahora ante quien conoce, en el tiempo en que vive y en el espacio inmediato que le rodea. Que esto plantea un grave problema para entender qué es la imaginación es algo tan evidente que sólo esta vez se repetirá.

3. Las impresiones que las cosas sensibles presentes envían a un sujeto pasivo no se organizan en un campo perceptivo, sino que se yuxtaponen como elementos aislados e independientes. Según esto la percepción no es más que un mosaico de sensaciones y de ninguna manera una estructura o un campo de consciencia. También aquí la teoría de la síntesis mental pretende rectificar las consecuencias extremosas de ese asociacionismo, pero dándolo siempre por supuesto.

Las imágenes

Estos tres supuestos hacen muy difícil la comprensión del acto de imaginar. Para explicar su mecanismo los psicólogos del siglo XIX elaboran una teoría que tiene por centro lo que desde entonces y todavía ahora recibe el nombre de «imagen».

Según esta teoría, una percepción no se extingue cuando los estímulos o los objetos que la desencadenan, desaparecen del entorno. La acción estimulante del objeto llega al órgano de los sentidos y desde allí al cerebro, que queda pasivamente marcado, como la cera en contacto con el sello. Y así las impresiones de las cosas materiales y concretas del entorno inmediato son recibidas pasiva pero conscientemente en el sujeto y se llaman sensaciones, pero sus copias que se prolongan y se mantienen en el cerebro son también recibidas en ese mismo sujeto también de forma consciente y se llaman imágenes.

La imagen es, según esto, el residuo de la percepción, cuando la realidad estimulante desaparece del entorno. Pero mientras que las impresiones sensibles son pasajeras, las imágenes son hasta cierto punto permanentes. Es cierto que no somos en todo momento conscientes de las imágenes impresas en el cerebro, pero la huella de las sensaciones y de las percepciones captadas en otro lugar y en otro tiempo, se conserva allí de un modo misterioso pero verdadero, y sólo espera ser reactualizada cuando de nuevo se dirija la atención hacia ella.

Las imágenes vienen a ser en esta teoría copia de las percepciones primitivas, y el cerebro se convierte en una especie de álbum de fotografías, al que se puede acudir para conocer alguna cosa o persona o escena ausente. La teoría de las huellas cerebrales es el tópico que con mayor claridad y frecuencia explica en la psicología del siglo XIX el mecanismo de la imaginación.

Así pues, las imágenes, es decir, esas copias de las realidades percibidas alguna vez y archivadas en el cerebro son el objeto de la imaginación. Este el núcleo de la teoría clásica. Lo que se conoce directa e inmediatamente en el acto de imaginar no es la realidad percibida alguna vez y ahora ausente y lejana, sino el duplicado de esa percepción, que se guarda en un gigantesco ordenador central.

Las imágenes –esas copias de la percepción– son sin duda más pobres que su original, menos detalladas y mucho más débiles. Pero a cambio de todos esos inconvenientes tienen una condición absolutamente necesaria para los psicólogos clásicos. Y es que están presentes aquí y ahora ante el sujeto consciente. Más todavía, en la medida en que las imágenes son huellas impresas, el cerebro las recibe y las conserva de forma puramente pasiva. Precisamente esa pasividad del sujeto, así como la presencia del objeto son los dos supuestos de la teoría de la sensación, que al parecer siguen funcionando en este otro nivel de la imaginación.

Queda entonces claro que las realidades que han sido objeto de percepción no son conocidas directa e inmediatamente a través del acto de imaginar. Muy al contrario, la imagen presente como duplicado que el cerebro conserva, es el intermediario objetivo gracias al cual podemos alcanzar el mundo que no está aquí. En la medida en que esa imagen es una semejanza más o menos justa y detallada de la percepción, gracias a ella se puede conocer de modo indirecto y mediato el objeto original.

El mecanismo de la imaginación está montado sobre un doble supuesto. La presencia permanente de las imágenes en la consciencia al modo arquetípico de una huella grabada en el cerebro por una parte. Y por otra, la relación de semejanza entre esas imágenes y las realidades que corresponden a cada una de ellas. El acto de imaginar tiene por objeto directo estas fotocopias que son las imágenes, y por objeto indirecto la realidad ausente de las que esas imágenes son copia y semejanza.

En esta hipótesis cada percepción, considerada como un mosaico de sensaciones tiene una imagen propia y exclusiva, aislada e independiente de todas las demás. En estas condiciones la relación entre imágenes sigue las leyes de asociación por contigüidad de un elemento a otro elemento. Cualquier relación estructural de todo a parte o de parte a todo queda de raíz eliminada, primero por el carácter pasivo del sujeto que se limita a registrar estímulos aislados. Y además por la relación de correspondencia en virtud de la cual a cada sensación aislada corresponde una imagen, también aislada de todas las demás.

La teoría clásica de las imágenes presenta una serie de aporías considerables. En primer lugar, es una hipótesis imposible de controlar empíricamente. La explicación favorita de las huellas cerebrales, a pesar de su aparente sencillez y evidencia, no se corresponde con ningún contenido de consciencia y por tanto se escapa a la psicología tomada en sentido estricto, pero tampoco la biología parece aportar comprobaciones experimentales en un nivel inmediatamente inferior.

La segunda dificultad, atisbada por los seguidores de la psicología antigua, atiende a la relación por la que la imagen es un duplicado o copia de la percepción original, y el único medio por el que indirectamente se conoce. Efectivamente, cuando una realidad no está aquí, no existe ni puede existir un criterio de comparación para establecer la semejanza entre la imagen copia y su modelo ausente. El círculo vicioso es ahora evidente, porque esa comparación sólo puede producirse cuando la realidad aparece efectivamente ante el sujeto, es decir, justamente cuando se deja de imaginar y se empieza otra vez a percibir.

De todas formas, la psicología de la imaginación, derivada del asociacionismo está vigente durante todo el siglo XIX y principios del XX, incluso cuando la teoría de la forma corrige los esquemas clásicos desde su concepción estructural de los contenidos de consciencia. Y no porque la «gestalt» carezca de las categorías necesarias para revisar a fondo esa doctrina, sino porque su crítica no alcanza un nivel suficiente de profundidad. El ataque decisivo contra la teoría clásica vendrá después por obra de la fenomenología.

La combinación de imágenes

Todas las aporías que se han planteado ante la explicación del mecanismo de la imaginación en la teoría clásica, con todo y ser considerables, y si se miran de cerca casi insalvables, tienen una lejana posibilidad de solución. Efectivamente, la imaginación reproductiva se refiere siempre a una percepción previa, y esta percepción a una realidad material, localizada en un tiempo y en un espacio, que viene a ser el punto de partida de todo el proceso. De esta forma, la hipótesis de la psicología asociacionista es un camino de ida y vuelta, que arrancando del objeto real percibido, vuelve a él a través del acto de imaginar.

Por muy problemáticas que sean estas hipótesis y por muchas contradicciones y dificultades que tengan, siempre pueden apoyarse en último término en esa realidad efectivamente percibida. Pero no sucede lo mismo con la imaginación creadora o productiva. Cuando el niño, el soñador o el artista dejan correr su fantasía por un mundo ficticio, el objeto de su imaginación, precisamente por ser irreal, no pertenece, ni ha pertenecido nunca a una sensación o percepción previa.

La fantasía carece de punto de partida y de llegada, pero además su mismo proceso parece inexplicable, pues al no tener un modelo original, queda anulada cualquier relación de semejanza. La propiedad fundamental de la imagen de ser intermediario objetivo y copia de una percepción, y su retrato, ya no tiene sentido. Al parecer la fantasía tiene su origen, su medio y su término en un vacío total.

Por otra parte, la imaginación creadora no puede explicarse con la teoría de las huellas. Efectivamente, si sólo la sensación y la percepción puede dejar grabada en el cerebro y potencialmente en la consciencia, esas impresiones, las imágenes de la fantasía carecen, al parecer, de una realidad causal que las explique.

Tampoco la asociación de imágenes, tal como se entiende en la teoría clásica, sirve para dar razón de la fantasía. Si asociamos las imágenes, es porque previamente hemos visto sus originales en una relación de contigüidad. Esta relación de parte a parte es el núcleo de la asociación en su forma primitiva. Pero cuando faltan las percepciones o sensaciones previas, falta también irremediablemente la relación de contigüidad. La fantasía, tomada como referencia a un objeto o a una conexión de objetos, está totalmente falta de base.

En una palabra, como las imágenes son copias de los modelos originales, y como la asociación de imágenes reproduce también la conexión de contigüidad de las primitivas realidades percibidas, el mundo de la imaginación no puede ser, por lo menos en apariencia, otra cosa que una reiteración del mundo real, siquiera esté ausente. La posibilidad de un mundo puramente imaginario queda así virtualmente eliminada. Forzosamente este problema tiene que llamar la atención de los psicólogos clásicos, que llevarán el asociacionismo a sus consecuencias más radicales.

Ribot publica, el año 1901, un libro con el engañoso título de L'imagination creatrice. Lo decisivo de su trabajo, lo que consigue prolongar a un nivel más alto el asociacionismo es su intento de subordinar la fantasía a la mera reproducción de una realidad previamente captada por los sentidos.

Efectivamente, en la teoría clásica las percepciones sólo son un agregado de sensaciones yuxtapuestas, unidas entre sí por una relación de contigüidad y totalmente independientes del conjunto del que forman parte. En la medida en que las imágenes son copia de estas percepciones en mosaico, esa yuxtaposición y agregación de elementos sigue manteniéndose en la reproducción imaginativa.

Nada impide entonces disociar esos elementos, que tanto en la percepción como en la imaginación son contiguos. Como esa relación es puramente externa a dichos elementos y no afecta a su contenido, la consideración aislada de las partes de un agregado las mantiene inalteradas. La ruptura de la relación de contigüidad, lograda a través de una actividad que separa las partes de un todo es el primer momento de la imaginación «creadora», y toma apoyo no en una representación vacía, sino en la misma realidad percibida.

La disociación de elementos, previamente ligados por una relación de contigüidad es sólo el comienzo del proceso de la fantasía. Todavía queda un segundo y decisivo momento de esa actividad, el que especifica y da nombre a esa imaginación. Efectivamente, una vez que los elementos de la percepción están aislados del agregado al que pertenecen, es perfectamente posible asociarlos de nuevo unos con otros, formando mediante una complicada química mental nuevos agregados, distintos en su composición y forma a los originarios.

En esta nueva tarea la fantasía es una ampliación de la imaginación reproductiva y cuenta con sus mismos principios. Una base en la percepción entendida como un mero agregado de sensaciones, una relación de semejanza de cada sensación aislada con el estímulo captado conscientemente en ella y una ley en virtud de la cual las distintas sensaciones se conexionan en una precisa relación. Pero mientras que en la reproducción de imágenes la contigüidad es una copia exacta del mundo percibido, en la fantasía es producto de una asociación artificial y arbitraria de las partes de cada percepción, previamente disgregadas de su conjunto.

Por eso los asociacionistas han dado a la fantasía el nombre de «imaginación combinatoria». No se trata de crear, de producir, ni siquiera de estructurar, sino de combinar a través de una asociación libre los elementos previamente disociados en la percepción primitiva. Este juego de rompecabezas que es la fantasía, trabaja con piezas rígidas potencialmente presentes en la consciencia y susceptibles de ajustarse en una multitud en principio indefinida de combinaciones. Según esto, el carácter fantástico de la fantasía, lo que hace que su mundo no se corresponda con el mundo real, no son sus contenidos, sino la conexión totalmente artificial de los elementos que la componen.

En la teoría de Ribot, y en ella más que en ninguna, están presentes todos los supuestos del asociacionismo. Es cierto que esos principios se aplican en un nivel distinto al de la percepción, pero a pesar de ello son plenamente operantes. Partiendo de que la imaginación es una reproducción de sensaciones elementales, bien en su primitiva relación de contigüidad, bien en una conexión libremente establecida por el sujeto, la explicación de la fantasía se apoya en los fundamentos siguientes:

1. La percepción de un objeto cualquiera real por un sujeto en actitud pasiva, no es más que un agregado de sensaciones elementales. Estas sensaciones en mosaico son absolutamente independientes las unas con respecto a las otras y todas ellas con relación a la percepción de conjunto de la que forman parte. Las imágenes correspondientes a estas sensaciones mantienen entre sí la misma independencia y guardan una relación de contigüidad de elemento a elemento, puramente externa.

2. Precisamente por esta mutua independencia de las imágenes, es perfectamente posible disociarlas del primitivo agregado sin que pierdan su carácter específico. Al ser, tanto las sensaciones como las imágenes correspondientes, rígidas, independientes e inalterables, su separación sólo tiene por efecto romper la original y externa relación de contigüidad.

3. Una vez separadas las sensaciones, y las imágenes correspondientes, es posible, precisamente por su carácter independiente e inalterable, combinarlas en nuevos agregados sin que su contenido sufra ningún cambio. Las nuevas combinaciones tienen una relación de semejanza o contraste, que en ciertas condiciones pueden representar auténticos hallazgos, como al parecer sucede en las obras de arte. Pasividad inicial del sujeto, presencia del objeto y asociación de elementos invariables según relaciones externas de contigüidad, semejanza y contraste, siguen siendo los supuestos de la teoría clásica, lo mismo cuando se trata de la percepción, de la imaginación reproductiva o de la fantasía.

La fenomenología de la imaginación

La fenomenología es una descripción ingenua de los objetos a que apunta la consciencia a través de su actividad intencional, y también de los modos como hace frente al mundo de esos objetos. Tanto en un caso como en otro prescinde de todo conocimiento adquirido y trasmitido por tradición, por muy venerable que ella sea, y prescinde también de toda hipótesis explicativa. Las explicaciones no tienen sitio en un método en el que cuanto no sea descripción queda puesto en paréntesis. Más todavía, la fenomenología en esta doble dimensión suprime la existencia independiente de los objetos, y sólo los considera –eso sí con todas sus cualidades, primarias, secundarias o existenciales– como presentes al sujeto. En la medida en que es un positivismo radical, describe únicamente a la actividad consciente, en cuanto se proyecta fuera de sí misma hacia sus objetos trascendentales, como también los caracteres de ese mundo abierto a la intencionalidad. El punto de partida del método no es un cierto tipo de realidades al que en último término se reduciría el sujeto consciente, sino la consciencia misma proyectada sobre un mundo de intenciones.

Bajo los supuestos de este método la teoría clásica de la imagen parece ya condenada por principio. Ni su carácter de saber tradicional, admitido por casi todos los psicólogos desde el primer empirismo hasta las primeras décadas del siglo XX, ni el conjunto de hipótesis acumuladas para explicar el mecanismo, tanto de la imaginación reproductiva como de la combinatoria, ni finalmente la inserción del mismo sujeto consciente como simple momento de un proceso que empieza en las realidades del mundo físico y sigue sus leyes, pueden estar de acuerdo con la orientación radicalmente opuesta de Husserl y los fenomenólogos de su escuela.

Al iniciar la descripción ingenua y desprovista de supuestos de la actividad de imaginar, llama la atención algo tan trivial que pasó inadvertido a todos los psicólogos clásicos. Cuando estamos en actitud de imaginar, el objeto directo del acto intencional no es la imagen presente en la consciencia, sino el objeto mismo, que no está presente, y que tal vez ni siquiera sea real. Cuando imagino e. gr. a mi familia, lo que está ante la consciencia no es la foto de mi mujer o mis hijas, sino mis hijas y mi mujer mismos, aunque ahora no estén presentes en el mundo inmediato. Y cuando asisto a una función teatral –a condición de estar bien representada– lo que el espectador tiene ante sí no es el actor que figura a Don Juan, sino ese mismo Don Juan y con él una escena y un mundo tan ausentes que son irreales.

Entre el sujeto que imagina y el objeto irreal y lejano imaginado no hay en una descripción rigurosa ningún intermediario objetivo. Las imágenes son en la teoría clásica objeto directo de la consciencia y trampolín para saltar, en virtud de una relación de semejanza, a las realidades que no están aquí. Pero si nos atenemos a un método puramente descriptivo, esas imágenes no están en ninguna parte, simplemente desaparecen y no se dan al sujeto.

Y por muchas hipótesis y explicaciones que se acumulen, por muy racionales que sean y acordes con el sentido común, todas ellas juntas no podrán borrar este fenómeno inicial de la consciencia, según el cual la imaginación se proyecta sobre la cosa misma imaginada sin ningún intermediario intencional. Lo grave de la teoría clásica de las imágenes no es que sea una pura explicación, porque además explica datos de consciencia ficticios.

Pero además la psicología del siglo XIX, bajo su aspecto sistemático, representa –vista desde la fenomenología– una auténtica inversión metodológica. En efecto, en la medida en que el sujeto está pasivo, el principio de cualquier vivencia consciente está en el objeto presente, lo mismo si es una realidad percibida que una huella que pervive en el cerebro y que es el residuo actual de la percepción. Por esto mismo el proceso de imaginar y el sujeto en cuanto momento de ese proceso, forzosamente se atienen a las categorías objetivas del mundo físico y siguen sus leyes de causalidad.

Justamente lo que sucede es lo contrario. El centro de todos los fenómenos intencionalmente presentes en la consciencia, es sencillamente la misma consciencia. Es ella la que se proyecta sobre una serie de objetos cuyo sistema constituye nuestro mundo, y dentro de él también sobre aquéllos que no están aquí, por su lejanía relativa o absoluta. La inversión metodológica de la teoría clásica borra la versión inicial del sujeto hacia estos objetos y por consiguiente la propiedad fundamental de la intencionalidad.

La actitud de imaginar

Para describir con detalle el carácter del mundo que está ante el sujeto consciente en actitud de imaginar, podemos partir de la percepción. Desde luego no es un agregado de sensaciones ni tropieza con un sujeto pasivo. Bien al contrario, tomando como modelo la percepción óptica es fácil ver cómo está acompañada por una actitud, la mirada, que configura el campo visual en conjuntos perceptivos con tendencia al equilibrio y la regularidad, según leyes descubiertas y aplicadas con rigor por los psicólogos de la «Gestalt». El campo óptico aparece organizado y estructurado, de tal forma que cada una de las sensaciones elementales no tiene existencia, si está aislada de la configuración en que está integrada. En todo caso la mirada, la escucha, el rastreo, el tanteo y las demás actitudes perceptivas y estructurantes, toman como objeto directo e inmediato del acto intencional el mundo en torno del sujeto consciente.

Algo fundamentalmente distinto sucede cuando estamos en actitud de imaginar, y para que la descripción sea lo más rigurosa posible hay que tener en cuenta, no sólo lo que aparece ante la consciencia, sino, primero y principalmente, lo que desaparece. Porque el mundo inmediato, que cuando estamos en actitud perceptiva es objeto directo de la actividad intencional, cuando pasamos a imaginar, ya no está en la consciencia. Entonces nos «dis-traemos» del mundo que nos rodea y lo perdemos de vista. y a medida que vamos entrando con más pasión e intensidad en la escena imaginada, esa distracción y esa desaparición de los objetos que hay alrededor de nosotros es cada vez mayor.

Precisamente por eso la percepción y la imaginación no pueden coexistir simultáneamente. Cuando «volvemos a la realidad» la escena y el mundo imaginado se disuelven automáticamente. Y a la inversa, cuando empezamos a «soñar», el mundo real de la percepción desaparece también de forma inmediata. La actitud perceptiva y la imaginativa son en este sentido incompatibles.

Ahora bien, esta desaparición del mundo que está al alcance de la percepción puede tener un doble principio. Algo puede desaparecer por su lejanía a nosotros, pero está claro que ese no es el caso de las cosas que nos rodean en inmediata y total cercanía. Y algo puede desaparecer también porque de tal modo está incorporado a nuestra actividad intencional, que deja de ser objeto para convertirse en el medio por el que conocemos. De esta forma desaparecen las gafas, precisamente cuando las tenemos más cerca de los ojos, y a causa de esa cercanía que las convierte de objetos en medios de visión. Y también de esta forma cuando hablamos desaparecen de nuestra consciencia las palabras, porque no son un objeto, sino el medio diáfano y trasparente a través del que podemos entender y nombrar las demás cosas.

De acuerdo con este principio se puede traducir y descifrar el comportamiento y los gestos por los que se expresa la actividad de imaginar, y que constituyen un lenguaje tan extraño como desconcertante. Un objeto banal, una pelota de papel o una lata vacía en la calle, solicitan la atención de una persona, todavía despreocupada del mundo real y de las convenciones sociales, por ejemplo, un niño. Tomando una actitud aparentemente absurda, da repetidos y arbitrarios golpes a la lata, dirigiéndola hacia una u otra parte de la calle, pasa entre los peatones sorteándolos en un zigzagueo también en apariencia azaroso, efectúa una extraña danza con los pies, y termina, la mayor parte de las veces, tropezando con algo o con alguien y recobrando sus gestos y su comportamiento normal. Todos estos gestos sólo adquieren sentido cuando se cae en la cuenta de que la persona que se expresó a través de ellos, estuvo viviendo durante unos segundos sus propias hazañas en un estadio.

Al hilo de este ejemplo tópico se puede interpretar el papel que el entorno inmediato representa en la actividad de imaginar. Ese entorno desaparece de la consciencia del niño, porque de tal forma queda incorporado a su acto intencional, que la lata vacía, los peatones, los movimientos del propio cuerpo dejan de ser objetos y pasan a pertenecer al área noética del sujeto consciente. De esta forma el mundo que está aquí sufre una violenta reorganización y se convierte en el medio diáfano en el que se nos presenta «otra» escena ausente.

Hasta ahora sólo se ha descrito lo que en el acto de imaginar desaparece y también el sentido, aparentemente paradójico, de esa desaparición del mundo inmediato, pero esta descripción es insuficiente si no se completa describiendo lo que en esta singular toma de consciencia aparece ante nosotros. La respuesta a este problema parece muy sencilla. Lo que aparece ante quien imagina es un objeto material, una escena y hasta un mundo que «no está aquí», en el entorno del sujeto consciente. Ya quedó dicho, pero todavía hay que subrayarlo más, que ese «no estar aquí» puede significar que el objeto o la escena son lejanos y no pertenecen al tiempo y al espacio en que está quien imagina. Puede también significar, y esto es gravísimo, que son irreales, y por consiguiente no pertenecen ni han pertenecido nunca al universo que está más allá de nuestras percepciones.

Según esto, lo que aparece ante el sujeto consciente en actitud imaginativa, no es desde luego una realidad inmediatamente presente aquí y ahora. Pero lo que aparece tampoco es la imagen presente de una cosa que no está aquí, y que se conoce sólo indirectamente a través de una relación de semejanza. Una atenta descripción del objeto de la imaginación, muestra claramente que no esta presente de ningún modo, ni como percepción original, ni siquiera como una copia de esta percepción. El carácter de lejanía relativa o absoluta, el «no estar aquí», acompaña inevitablemente al mundo imaginado, si es que queremos atenernos a las cosas tal como se nos dan, sin añadir ni quitar nada al fenómeno que está ante la consciencia.

Pero al mismo tiempo, esos objetos ausentes, directamente imaginados y conocidos «en sí mismos» sin necesidad de ningún intermediario objetivo, no pueden desde luego ser conocidos «por sí mismos». Que no existan objetos interpuestos entre el sujeto y el mundo lejano en forma de imágenes, no quiere decir que los objetos directos de la imaginación distantes o irreales se nos den sin más. Tiene que haber un medio trasparente, a través del cual los objetos directos de la imaginación aparezcan ante nosotros, aunque sea un medio de tal modo incorporado a la actitud intencional, que no es un fenómeno a la vista, sino aquello a través de lo cual se da la realidad o irrealidad que no esta aquí.

Dicho de otra forma, el objeto directamente conocido, no es, sin embargo conocido inmediatamente. La teoría clásica del conocimiento identifica estas dos modalidades de la aparición de un fenómeno, aunque en este nivel de la imaginación son perfectamente separables. De esta forma la teoría clásica, que hace de las imágenes el primer fenómeno de la correspondiente actividad consciente, queda sustituida en la fenomenología por una nueva doctrina, donde el mundo inmediato juega el papel de símbolo concreto y material, plenamente incorporado al acto intencional. Así adquiere sentido al mismo tiempo la desaparición de nuestro entorno y la aparición ante la consciencia del mundo no-presente. Ya tenemos las categorías mentales necesarias para describir con suficiente rigor la actividad de imaginar.

La actividad de imaginar

La imaginación, tal como se acaba de describir, no es una actividad puramente intelectual, sino que se proyecta sobre sus objetos, por medio de la propia corporalidad del sujeto, a través de unos gestos, un comportamiento y una mímica, que vienen a ser como un lenguaje oculto para sí mismo. Pero esa actividad de imaginar no sólo se expresa a través del cuerpo, sino que se prolonga en una serie de realidades próximas a él, y que vistas desde una actitud perceptiva pueden ser triviales y hasta molestas: la pelota de papel, la lata vacía, el lapicero, las moscas. Todas ellas, gracias a su corporeidad y a su múltiple significado, quedan integradas en el acto intencional; pero como resulta que la consciencia y su intencionalidad son esencialmente centrífugas, y apuntan siempre, no hacia sí mismas sino hacia otra cosa, necesariamente el cuerpo y el entorno de que se sirve para imaginar desaparecen y se abren a fenómenos distintos y distantes.

El cuerpo y las realidades del mundo entorno de que se sirve la imaginación, tienen una propiedad que pronto salta a la vista. Esta propiedad es la plasticidad. Por lo que se refiere al cuerpo, está claro que, lejos de ser una máquina rígida, tiene una máxima libertad de movimientos, de gestos y de mímica que hacen de él algo sumamente elástico. Y muchas de las cosas que nos rodean y que nos sorprenden por su carácter trivial y caprichoso, son fácilmente manejables y se pueden integrar en una serie de actividades de múltiple sentido. La plasticidad es, según esto, también la propiedad del mundo en torno, que facilitan y prolongan la tarea de la imaginación.

Esta plasticidad del cuerpo y de ciertas cosas cercanas al sujeto hace que la consciencia pueda modularlas y matizarlas con libertad y sin encontrar en ellas resistencia, y permite también que queden plenamente integradas en el acto intencional de imaginar, sin que su rigidez o fijeza corra el peligro de convertirlos en objetos. Unicamente cuando chocamos con algo que tiene carácter inflexible y sentido único, volvemos a la realidad y adoptamos una actitud perceptiva.

En la medida en que vamos construyendo con el material que el cuerpo y las cosas plásticas nos proporcionan un esquema o esbozo de la escena que estamos imaginando, ese material se convierte en símbolo concreto del objeto y del mundo ausente. Pero bien entendido que ese esquema dibujado por la consciencia, integrada al imaginar en un cuerpo y prolongada por las cosas en inmediata cercanía, no es un objeto para nosotros. Es un símbolo, cuya misión fundamental consiste en llevarnos hacia un mundo lejano o tal vez irreal. Es –tomando el vocabulario de Sartre– un análogon, que tiene su lugar dentro de la misma actividad de imaginar y no en su objeto, o si se prefiere es la expresión por la que el sujeto se proyecta sobre un mundo que no está ante él.

La actividad mediante la que simbolizamos la escena ausente, y al simbolizarla, la conocemos directamente, no es ciertamente un lenguaje convencional, como el ordinario. Sería más correcto hablar de lenguaje gestual, que hace presa en el cuerpo y en las realidades inmediatas y elásticas cercanas a nosotros, y que es en su desarrollo, símbolo material y concreto del objeto imaginado.

La plasticidad del cuerpo y del mundo inmediato permite que la actividad intencional reorganice su mundo. Objetos que en la percepción son centrales pasan a segundo plano, y a la inversa, cosas triviales y secundarias adquieren, gracias a su carácter plástico y a su polivalencia de sentido un lugar fundamental. Al mismo tiempo que esa conversión se efectúa, los elementos dejan de ser parte de la percepción y pasan a ser el símbolo gestual a través del que nos proyectamos hacia objetos ausentes o irreales.

No se trata entonces de que las sensaciones pasadas, y las imágenes que las fotocopian sean piezas rígidas e inalterables, que persisten en el cerebro y la consciencia yuxtapuestas en contigüidad o se combinan entre sí más o menos libremente en un juego de rompecabezas. Se trata al contrario de una actividad estructurante que organiza el cuerpo y su mundo inmediato, integrándolos en un símbolo gestual unitario, que incluye a cada uno de sus momentos en un proceso total. Los movimiento del niño con la lata vacía en medio de la calle no son algo inconexo y aislado, porque cada uno de ellos guarda con respecto a los demás y todos con relación al movimiento total, una determinada unidad de sentido, aunque esa unidad esté en principio oculta a quien observe esos movimientos en actitud perceptiva.

La interpretación del lenguaje de la imaginación, como la de cualquier otro lenguaje, sólo se alcanza cuando conocemos lo que quiere decir. Y este sentido unitario del símbolo gestual, igual que el de una frase, configura y da unidad a todos y cada uno de los elementos, que de otra forma no serían más que una pura yuxtaposición de sonidos, de trazos de tinta en el papel, o una sucesión de movimientos aparentemente absurdos. El símbolo imaginario forma un campo estructural en una doble dimensión, primero porque se configura en una organización que integra a todas sus partes, y luego porque, justamente por el carácter unitario de su sentido, cada una de esas partes se cierra sobre el objeto o la escena única y nuclear.

A lo largo de la descripción de la actividad de imaginar y de sus correlatos noemáticos se descubren dos cosas. En primer lugar la plasticidad del cuerpo y de las cosas que están a su alcance, que es el fundamento de su posible reorganización por el sujeto consciente y de la formación de un símbolo gestual. Pero esto no es lo más importante, porque además el objeto de la imaginación aparece afectado de irrealidad, lo mismo si es una negación de la realidad del mundo en torno, del sujeto o incluso de la realidad en su conjunto.

Pero estos dos caracteres, plasticidad del acto intencional e irrealidad del objeto, invierten el orden trazado en la teoría clásica. La imaginación que primero ha de solicitar la atención es precisamente la imaginación en el sentido fuerte de la palabra, la fantasía. En cuanto a la otra, llamada reproductiva, es una actividad disminuida con respecto a la creación o quizás sólo una hipótesis explicativa de su mecanismo, aparentemente inexplicable. Pero esto obliga a hacer un largo rodeo para analizar, siempre desde el punto de vista del método fenomenológico el desconcertante y al parecer desatinado fenómeno de la imaginación creadora.

La Imaginación Creadora

Al describir la imaginación creadora o fantasía se puede tomar como modelo su más noble logro, es decir, la obra de arte. Y en la descripción de la creación artística empezar por lo más modesto y aparentemente más trivial, la materia de que está hecha, sobre la que se monta la actividad imaginante del artista. Esa materia ha sido y es extraordinariamente variada. La piedra, el barro, la madera en escultura, los colores disueltos en agua o aceite en pintura, los sonidos de instrumentos en música, el lenguaje articulado en la creación literaria. A pesar de todas sus diferencias, estas materias tienen una propiedad común, la plasticidad, que por cierto da su nombre a un grupo de estas artes.

El número de estos materiales aumenta constantemente a medida que la técnica consigue domesticar y hacer flexibles elementos de suyo rígidos, como el hierro y la mayoría de los metales, que se incorporan a la escultura. O también cuando útiles primero usados y después desechados por el hombre se integran por su carácter polisémico en la obra de pintura, finalmente cuando sonidos que primitivamente no estaban destinados a expresar ninguna vivencia artística forman algo, por lo menos lejanamente parecido a una estructura musical. En todos estos casos la plasticidad y la correspondiente diversidad de sentido es algo común a cualquiera de estas sustancias.

Esta plasticidad es mucho mayor en la obra de arte que en la actitud imaginativa cotidiana. Los colores o los sonidos ofrecen una gama infinita de posibilidades de composición o de expresión, y algo análogo sucede, en mayor o menor grado, con todos los demás materiales. Ninguno de ellos tiene una figura determinada y rígida, pero como compensación pueden adoptar en principio cualquier configuración. De esta forma sus elementos, e. gr. cromáticos o sonoros, no son fijos e inalterables, sino que varían en función de cada una de las composiciones en que pueden quedar incluidos. La materia plástica no ofrece resistencia, pero sí la posibilidad de plasmar la intención central de la obra de arte.

Esta propiedad, aparentemente negativa, es decisiva para la imaginación creadora. Efectivamente un objeto rígido y de sentido unívoco nos retiene inexorablemente en el mundo de la percepción. Sólo un material plástico y de sentido polivalente puede ser el vehículo del símbolo gestual, a través del cual el artista proyecta su fantasía. Y si se trata, no de un objeto encontrado al azar en la percepción cotidiana, sino de un material elegido por su plasticidad como medio de expresión perfecto de ese lenguaje gestual, entonces la actividad imaginativa queda potenciada hasta tal punto que el mundo de la percepción parece desvanecerse por completo.

La plasticidad tiene en la fantasía una importancia decisiva. En la medida en que sus materiales son flexibles y no tienen una figura determinada, no ofrecen ninguna resistencia a la actividad estructurante. Y como su sentido es polivalente tampoco presentan rechazo a esa actividad intencional significante. Al plasmar su obra valiéndose de una materia plástica el artista es soberanamente libre.

En este sentido la obra de arte es una quasi-creación y la actividad intencional correspondiente puede llamarse con justicia, imaginación creadora. La pintura y la escultura, no digamos la música, no es una copia de la realidad, ni una combinación de elementos previamente disociados del primitivo conjunto perceptivo del que forman parte, sino una prolongación y una plasmación del símbolo gestual en que la actividad de imaginar consiste. Sólo queda por saber en qué tipo de mundo y en qué nueva forma de sentido nos introduce ese material elegido por su total plasticidad.

Lo que primero vemos en la obra de arte –tomemos como modelo la pintura– es una superficie coloreada con un cierto equilibrio de composición. Quizás esos colores forman figuras que a su vez forman una determinada escena. O quizás no tienen ninguna correspondencia con un posible mundo perceptivo, y se disponen en la tela en forma tal que su valor reside en la estructura y composición sin tomar ninguna figura precisa. Son variantes accidentales que dependen del estilo vigente en cada época. Pero en cualquiera de los dos casos sería un error pensar que esa superficie coloreada es el noema, el objeto de la intención del pintor. Mientras lo que veamos no sean más que eso, colores o líneas o superficies, el cuadro pertenecerá al mundo de la percepción con el mismo derecho que cualquier color o figura o volumen que tengamos ante nosotros. Y el pintor será en el mejor de los casos un decorador, que nos proporciona para residencia un mundo de percepciones particularmente agradables.

Es preciso más bien pensar la obra de arte como una prolongación del símbolo por medio del que imaginamos. Lo que importa entonces es interpretar en cada caso concreto el sentido de ese lenguaje gestual de la imaginación, que se proyecta sobre la superficie del cuadro. Ahora bien, el sentido de la obra de arte, en este caso de la pintura, es inmanente a esa obra y de ningún modo se refiere a una escena representada a través de ella. El arte, como prolongación del lenguaje gestual de la imaginación, no pertenece al mundo percibido ni siquiera aparece como un duplicado fotográfico. Por consiguiente es del todo autónomo.

Ahora bien, si la pintura en este ejemplo no toma su sentido de la figura, del color o de la escena representada por medio de ellos, ni en general de la percepción, sólo queda una solución. Su sentido le viene del carácter del mundo que a través del material plástico trasparece. Forzosamente esa materia, configurada por la actividad estructurante del pintor, hace aparecer un mundo totalmente nuevo, que es el centro y el sentido de esa y de cualquier otra obra de arte. Pero antes de seguir, conviene detenerse para procurar entender plenamente el tipo de problema que ahora se plantea.

Cuando en una descripción fenomenológica hablamos del mundo emotivo como de un mundo mágico, o del mundo de la evocado como de un mundo inactual, la palabra mundo no se refiere primero y principalmente a un conjunto articulado de objetos, sino al carácter con que esos objetos de nuestra actividad intencional se ven afrontados, en la emoción o en el recuerdo. Este carácter es el que da sentido a todos los actos emocionales o mnésicos y el que permite comprender cada una de las emociones o de los actos de evocación.

Análogamente, cuando hablamos del mundo imaginario, y más concretamente de la fantasía o la creación artística, tampoco nos referimos a sus objetos y a los correspondientes actos, sino al carácter con que estos objetos son vividos en la imaginación o en el arte. Sólo así se consigue comprender en este caso cada pintura como una concreción y una determinación de ese tipo de mundo. Así pues, tenemos que interpretarla, no como una colección de colores o de líneas al modo de una decoración, ni como un duplicado o copia del mundo perceptivo, sino más bien como un universo de objetos, que en su misma objetividad están afectados de una propiedad que los define frente a los otros noemas de la evocación, la percepción o la emoción. El cuadro y en general la obra de arte es el símbolo concreto que apunta al tipo de mundanidad propio de la imaginación.

El mundo de la obra de arte

El primer carácter de que resulta afectado ese mundo es el de irrealidad. No se trata sólo de anular la realidad del objeto inmediato, asumiéndolo e integrándolo en la actividad de imaginar, porque eso tiene una importancia muy relativa. Es todo el universo real el que desaparece y se ve sustituido por un mundo afectado de irrealidad en su forma de aparecer ante nosotros.

Hay que pensar que el mundo real es algo que encontramos ante nosotros, algo con lo que chocamos y que en mayor o menor grado ofrece resistencia. La objetividad de las percepciones no es puesta por el sujeto consciente a través de su actividad intencional libre. Es objeto reduplicativamente, en cuanto que hace frente al sujeto de modo originario y en cuanto que esta objetividad no está elaborada por la actividad consciente, sino primaria y originalmente dada. La percepción hace frente a un mundo positivo en la medida en que se afirma a sí mismo como nuestro universo original.

La imaginación del pintor y en general del artista aparece afectada por el carácter de irrealidad. No se trata por supuesto, del hecho, sumamente trivial de que la escena representada puede no pertenecer a una percepción previa. Porque hay obras de pintura cuyo objeto no es real, e. gr. escenas mitológicas, legendarias o incluso abstractas. Pero en ellas los colores, las figuras, volúmenes y tensiones empiezan a pesar hasta caer lastimosamente en el mundo de la percepción.

Y a la inversa, hay en los cuadros temas totalmente reales, pero en ellos las figuras coloreadas y las tensiones vectoriales están dispuestas dentro del conjunto del cuadro de tal modo que no ofrecen resistencia ninguna a nuestra mirada. Ese mundo que en su mutua configuración forman los colores y las líneas es un mundo penetrado de libertad y su objetividad se vive como algo que sólo depende de la actividad intencional. Según esto, la irrealidad es el carácter del mundo de la fantasía, pero no el del objetos integrados en él en cuanto tales determinados objetos.

Si en vez de situarnos ante la obra de arte en posición de espectadores, retrocedemos al momento en que el artista crea su obra, el resultado es el mismo. Efectivamente, la materia plástica, justamente por su plasticidad no ofrece ninguna resistencia a la actividad estructurante y configurante de su autor. El mundo así creado no se compone de ninguna pieza rígida y es una pura expresión de una intención cargada de sentido, que transita a través de él en caída libre. Por eso el objeto de la fantasía y su mundo se vive como estando afectado de irrealidad.

No se trata de una simple negación del mundo entorno. Las figuras de una pintura o una escultura, la representación de una obra de teatro, no tienen por función la de trasladarnos a una escena real que no está presente, a través de un intermediario semejante. Sería otra vez la vuelta a la teoría de las imágenes y además de eso una falsa descripción del fenómeno. La obra de arte, por el contrario, niega el mundo de la percepción en su conjunto y lo sustituye por uno nuevo, afectado por el carácter de irrealidad. Cuando a través de la materia plástica el artista proyecta con entera libertad y sin encontrar resistencia una configuración en la que los elementos están absorbidos por completo dentro de la intención central, el mundo por él creado escapa por completo de la percepción.

Pero esta anulación del mundo real, sólo es posible cuando queda sustituido por otro mundo cuya objetividad está puesta toda entera por el sujeto consciente. Lo que encontramos en la obra de arte es un mundo de intenciones, que nosotros mismos, o en representación nuestra el artista, hemos puesto allí. El universo imaginario no preexiste, como en el caso de percepción, al acto intencional, sino que es el resultado siempre nuevo e inédito de la propia actividad de imaginar.

Para que el sujeto cree este mundo de objetos, cuya objetividad es una pura posición de la consciencia, es necesario que tome como base el universo de la percepción, el único con que cuenta. Y particularmente aquellas materias que por su carácter plástico dejan libre la actividad estructurante de imaginar. Pero entonces resulta que la creación artística es simultáneamente la negación toda realidad, que desaparece de nuestra vista al quedar integrada en el de imaginar.

Esta comprensión del noema imaginativo como pura posición del sujeto consciente ayuda a entender el carácter de irrealidad que tiene el mundo de la fantasía. Si ese mundo se nos aparece como algo ajeno a la realidad percibida, es porque cuanto hay en él, recibe toda su entidad, no de sí mismo, sino del sujeto. La elasticidad con que todos los elementos se integran en una configuración única creada por la consciencia, manifiesta claramente su pura objetividad.

Sobre este halo de irrealidad aparece en la obra de arte un determinado tipo de mundo, el que el creador quiere expresar. Efectivamente, la configuración de la materia plástica por obra de la actividad imaginativa del creador, puede dar lugar a formas de objetividad extremadamente variadas. Aunque todas ellas están afectadas por ese carácter de irrealidad, cada una de ellas da una solución plástica diferente, y es también vehículo de una intención específica.

De esta forma, el ritmo y la melodía de los sonidos, los vectores de fuerza y dimensión cromática de las figuras, la proporción de volúmenes en la materia sólida configuran y al mismo tiempo presentan un mundo irreal, en reposo o trepidación, centrado o distorsionado, en tensión o en calma, roto o equilibrado, según sea la intención que en cada caso construye y elabora la materia plástica. Así, el carácter de irrealidad, común a toda obra de arte, se concreta en una determinada concreta forma de irrealidad, cuya estructura puede analizarse con relativa precisión.

Hay que decir que cuando se trata de un arte figurativo, el tipo de mundo trazado por las líneas, tensiones y volúmenes de las figuras, y lo mismo su composición cromática, sirve de forma a la escena imaginada. Entre forma y contenido hay una relación recíproca, en virtud de la cual la composición plástica de los elementos nos lleva al tipo de objetividad exigido por la escena representada.

La imaginación cotidiana, pero sobre todo la imaginación creadora del artista denuncian una de las dimensiones ontológicas más radicales del hombre, la libertad. Sólo un acto libre puede anular las determinaciones del mundo que nos rodea, integrándolas en la intención por la que captamos una escena lejana. Y desde luego, sólo una actividad soberanamente libre puede anular y negar el mundo perceptivo en su totalidad, convirtiéndolo en una objetividad, que es una simple posición del sujeto consciente.

Si alguien se creyese en la obligación de añadir que el arte es o debe ser una evasión o una protesta, o que está cautivo y condicionado por factores sociales, económicos o culturales, este añadido deja intacto cuanto se acaba de decir. Sólo un ser que constitutivamente es libre puede caer cautivo, evadirse o protestar, y estas tres actitudes, y muchas más que aparezcan, encuentran en la libertad su fundamento y su sentido.

 

El Catoblepas
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