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El Catoblepas, número 40, junio 2005
  El Catoblepasnúmero 40 • junio 2005 • página 2
Rasguños

El referéndum español, francés y holandés,
y la «resolución 80» del Congreso de los
diputados españoles: cuatro trucos
de la democracia realmente existente

Gustavo Bueno

Se analizan en este artículo cuatro acontecimientos de la mayor importancia para la vida política europea y española, tratando de mostrar hasta qué punto estos acontecimientos son utilizados por las democracias realmente existentes como maniobras muy «democráticas» de la política real

1. Las «democracias parlamentarias homologadas» del presente funcionan mediante trucos (a veces «ficciones legales», o incluso «fraudes de ley» tolerados) cuyo análisis permite constatar muchos «misterios» escondidos tras su fachada ideológica. No consideramos a estos trucos como «déficits» del sistema democrático, sino como «maniobras», de hecho ordinarias, dentro de sus reglas de juego, maniobras no sólo permitidas, sino a veces exigidas, para que los Estados constitucionales de derecho, democráticamente constituidos, puedan mantener su metabolismo.

Ofrecemos cuatro ejemplos, tomados de acontecimientos recientes: el referéndum español de 24 de febrero, el referéndum francés de 29 de mayo, el referéndum holandés de 1º de junio, y la «resolución 80» española de 17 de mayo de 2005, sobre la «negociación con ETA», en ciertas condiciones. Y nos apresuramos a advertir que lo que aquí consideraremos como trucos no suelen ser reconocidos como tales, sino que muchas veces son considerados incluso como aplicaciones de la «regla de oro» del juego de la misma democracia. Cabría distinguir dos géneros de trucos, los «trucos velados» (trucos provistos de velo), que suelen ser entrevistos por mucha gente, generalmente por la oposición, y los «trucos obscenos», que paradójicamente no suelen ser reconocidos con la claridad y distinción que cabría esperar.

2. Los trucos de segundo género, los que llamamos obscenos, se parecen mucho a las ficciones jurídicas, cuya habitualidad permite que ni siquiera sean vistos como ficciones, sino más bien como procesos ordinarios de la vida democrática. Cuando los presuntos herederos exhiben un testamento ológrafo en forma, que les favorece, y los peritos calígrafos certifican su veracidad, el juez concluirá normalmente que ese testamento expresa la «voluntad del testador». Cuando en un referéndum de ratificación del Tratado que establece una Constitución europea, como el que se celebró en Francia el 29 de mayo pasado, el 56% de los votos dieron NO, la conclusión fue inmediata: «Francia (= el pueblo francés, su cuerpo electoral) dice no al Tratado para establecer una Constitución europea.» Mutatis mutandis, estamos en el mismo caso de las conclusiones que se sacaron del referéndum español del 20 de febrero de 2005, o del referéndum holandés del primero de junio.

Pero, ¿realmente fue el pueblo francés, o el español, o el holandés, el que dijo NO o SI? ¿Se puede afirmar que «el pueblo francés dijo NO», así como el holandés, o que «el pueblo español dijo SI»? Sólo por una suerte de ficción jurídica. Porque propiamente, quienes dijeron NO en Francia, de un total de unos 40 millones de votantes, fueron unos 16 millones de franceses: se abstuvieron 12 millones y dijeron SI otros 12 millones. Y análogamente, ajustando las cifras, habría que decir otro tanto de Holanda. Más escandaloso fue el caso español: de un censo electoral de 34.692.491, se abstuvo el 58,23% (20.200.739) y votaron sólo 14.491.752 (41,77%). De estos votaron en blanco 856.664 (5,96%), votaron negativamente 2.453.002 (17,07%) y votaron afirmativamente 11.057.563 (76,96% de los votantes). Sin embargo, estos 11 millones de votos afirmativos (sobre una población de derecho de 41.838.679 españoles) fueron presentados por el gobierno y por los medios como si representasen la mayoría a secas: «Rotundo SI de España, por mayoría absoluta del 77%, a la Unión Europea.»

Refiriéndonos al referéndum español (y cambiando los términos a los demás referendos): conocemos la teoría más «solvente» de la transformación legítima del voto SI de once millones de españoles en el voto SI de España, de sus 42 millones de habitantes de derecho. Es la teoría de la «voluntad general». Pero la voluntad general es una grosera idea metafísica cuyas dificultades ya percibió su propio creador, Juan Jacobo Rousseau. En realidad, la teoría de la voluntad general no es sino un modo de «justificar» la decisión, por parte de quienes quedan en minoría, de acatar a la «voluntad de la mayoría». Pero semejantes «voluntades» (en general, todas las llamadas voluntades políticas), son todavía más metafísicas que la voluntad del «testador» deducida del testamento ológrafo. Sabido es, sin embargo, que el acatamiento a la «voluntad de la mayoría» es la regla de oro de las democracias procedimentales y parlamentarias. Pero esta voluntad, en cualquier caso, es una voluntad de segundo orden, por relación a la voluntad de primer orden atribuida a quienes salen victoriosos en las urnas: una voluntad que suele revestirse con la sublime fórmula del «respeto a la voluntad ajena». Oscuridad tenebrosa, porque el respeto que se invoca no es tanto ni únicamente un respeto a los contenidos del voto adversario, sino un respeto al adversario que ha logrado sacar adelante sus contenidos, que acaso se consideran absurdos o ridículos, incluso incompatibles con la «propia conciencia» (tal sería el caso del alcalde de Madrid, señor Ruiz Gallardón, cuando recientemente manifestó su decisión de estar dispuesto a actuar como magistrado en los matrimonios entre homosexuales por respeto a la ley que aprobase el Parlamento, aún cuando esa ley contrariase los criterios de su «conciencia cristiana»).

No cabe hablar, por tanto, de una voluntad del pueblo español, o francés, o holandés, para admitir o rechazar el Tratado pro Constitución europea, puesto que en modo alguno puede hablarse de un «acuerdo» del pueblo. Pero no por la razón que los europeístas alegan de vez en cuando, y que los corresponsales de prensa repiten una y otra vez, como si conocieran el secreto: «El NO francés y holandés no fue un NO contra la Unión Europea sino contra los gobiernos respectivos.» Por ejemplo, el NO francés habría sido una bofetada a Europa en el rostro de Chirac (versión «educada» de la frase que se atribuía al Conde de Foxá, cuando las Potencias retiraron sus embajadores en España después de la Segunda Guerra Mundial: «es una patada a España en el culo de Franco»). Esta interpretación deja en todo caso muy mal parados a esos pueblos (español, francés, holandés) que no saben, en sus golpes contra la cara o contra el culo de los gobiernos, cuando matan o espantan. De todas formas, todas estas interpretaciones se basan en una misma sustantivación, la sustantivación del pueblo, en cuanto «pueblo consultado», como si fuese una unidad, un «cuerpo electoral unitario», un «colectivo» que expresa «su voluntad» en las urnas.

Pero lo que manifiestan los resultados de los referendos citados es que la unidad de los pueblos que hablan a su través está rota, en lo que se refiere a la voluntad de una constitución europea. Estos referendos manifiestan la falta de acuerdos entre las partes de los pueblos respectivos, o si se prefiere, el des-acuerdo o discordia que late en el seno del pueblo español, del francés o del holandés. Sólo que tal discordia es un desacuerdo de primer orden, respecto de la materia discutida, la Constitución Europea en este caso, un desacuerdo que queda neutralizado o enmascarado por el consenso que inmediatamente se dispone, pero que ya no se mantiene en el orden primero de los acuerdos en función de una materia, sino en un segundo orden de aceptación de los desacuerdos mediante la aplicación de la regla de la mayoría. Regla a la que, de modo escandaloso, se atribuye un fundamento evidente, aunque la regla de la mayoría no es otra cosa sino una convención histórica, puesto que la mayoría no tiene por qué tener la razón, en el propio terreno político; ni tampoco tiene una fuerza intrínseca para imponerse, salvo la que le confiere la regla de oro cuya vigencia sólo se mantiene en tanto es acatada en la medida en la cual los desacuerdos no afectan a la eutaxia. En rigor, la regla de la mayoría es una convención práctica que no tiene más fundamento que el que tendría la «regla de la mayor talla y belleza» de los ciudadanos (de la que hablaba Aristóteles, refiriéndose a algunas repúblicas etíopes).

En cualquier caso hay una razón que, por sí sola, pone de manifiesto la imposibilidad de tratar a ese «pueblo» como si fuera una unidad sustantivada cuya «voluntad» se expresase en las urnas, y es una razón tomada de un hecho por todos reconocido: que los resultados de un referéndum no coinciden, en general, con los resultados de una consulta al Parlamento. Ahora bien, el Parlamento democrático –se concede– es la representación del Pueblo; el referéndum –se supone– manifiesta también la voluntad del Pueblo. De donde, según un silogismo incontestable, los resultados del Parlamento deberían ser los mismos que los resultados del Referéndum. Que esto no ocurre debe considerarse como una contradicción escandalosa que arruina toda la teoría de la democracia basada en la idea del pueblo. ¿Cómo es posible que en una democracia dos cosas iguales a una tercera no sean iguales entre sí?

En conclusión, no es el pueblo francés quien dijo NO a Europa en el pasado mes de mayo. Fue la «solidaridad» de las corrientes y fuerzas políticas que votaron NO, establecida únicamente contra la «solidaridad» de las corrientes y fuerzas políticas que votaron SI. En Francia, sin embargo, los derrotados siguen considerándose como la vanguardia intelectual de su país: el NO –decía en España la cadena SER, como si conociera desde dentro los misterios de la nación francesa– es la respuesta de los reaccionarios de la derecha, o de los más iletrados de la izquierda; el SI es la respuesta de los intelectuales. Javier Solana, en su calidad de «ministro de exteriores» de la Unión Europea, decía también, comentando el fracaso: «Tendremos que seguir explicando nuestra propuesta.» De este modo Solana asumía la posición del pedagogo que reconocía que acaso su «explicación» (así llaman a su propaganda) no fue suficiente, pero dando por descontado que el Pueblo, que voto el NO, no sabía lo que decía, porque no había entendido la propuesta, y de ahí la esperanza de que, tras de ser ilustrado, cambiará su voto en la primera ocasión.

Sin embargo la unidad de quienes votaron SI era ficticia, porque el SI tenía significados muy distintos: uno para los creyentes en la Europa sublime, otro para los creyentes en que Francia podría ser la potencia hegemónica de la Unión Europea. Y la unidad de los que votaron NO todavía es más ficticia, si cabe, porque en ese NO confluyeron los troskistas, las corrientes de extrema derecha, pero también gran parte de los agricultores y de las clases medias de Francia. En ningún caso cabe hablar de una «voluntad general» o una «voluntad del Pueblo», de primer orden, de una voluntad de acuerdo o desacuerdo respecto de Europa. La única voluntad común que cabe reconocer es la voluntad de segundo orden, a saber, la voluntad de consenso para acatar lo que salga de las urnas, si los tramites se han cumplido correctamente. Una voluntad de consenso que encubre el desacuerdo más radical en torno a la materia debatida (el Tratado para la Constitución europea). Es un consenso similar al que se produce entre la tripulación y los pasajeros de un barco cuando deciden, para seguir flotando, mantener un rumbo cualquiera, después de un motín, en el que se ha manifestado el desacuerdo total acerca del rumbo de la nave; un consenso que busca evitar que el barco se hunda tras el motín, pero que nada tiene que ver con el «objetivo común» del viaje.

La fuerza de esta transformación de un acuerdo en un consenso es muy grande, y esta fuerza deriva de la «metafísica del Pueblo».

Pero la fuerza de esta «metafísica del Pueblo» y de su «voluntad general» no se acaba ahí. Cuando después de haber cumplido la labor de traducción de desacuerdos y consensos en cada pueblo, se pasa a la fase de componer los diferentes pueblos de Europa, se dejará ya de contar a estos pueblos o Estados como unidades, con un total de 25 en el momento de estas consultas. Y se volverá a calcular por las unidades-ciudadano. Porque ahora, y a través de la alquimia de la voluntad general, los 11 millones de españoles que votaron SI se transformarán en 42 millones, cuya voluntad general ha llevado a cabo el metabolismo de quienes se abstuvieron, o votaron NO o en blanco, en votos SI de consenso. Y de este modo, un demócrata tan distinguido como el señor Alberto Navarro, Secretario de Estado de Asuntos Europeos, después de «lamentar profundamente» (¿y por qué tenía que lamentar, en lugar simplemente de respetar, o incluso de reconocer la voluntad democrática del pueblo?) la victoria del NO francés en el referéndum de ratificación de la Constitución europea, se consoló afirmando rotundamente que «los que hemos dicho SI hasta ahora somos ya nueve países, con 220 millones de ciudadanos, es decir, la mitad de la población de la Unión Europea».

3. El 17 de mayo de 2005 el pleno del Congreso de los Diputados de España «acuerda», por mayoría, la moción socialista (aprobada como resolución 80) con la que se «cerraban» los debates de la «Cámara baja» sobre el estado de la Nación. La moción proponía que «si se producen las condiciones adecuadas para un final dialogado de la violencia [se supone que la moción va dirigida a la violencia de ETA, más que a la de Al Qaeda] fundamentadas en una clara voluntad para poner fin a la misma y en actitudes inequívocas», entonces los grupos políticos presentes en el Congreso de los diputados, «apoyarán procesos de diálogo entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la violencia» [no entramos aquí en la génesis de esta fórmula, que nos llevaría al punto 10 del Pacto de Ajuria Enea].

La moción presentada por el Jefe del Gobierno, que salió elegido el 14 de marzo de 2004, tras la masacre del día 11 del mismo mes, fue aprobada por los representantes de todos los grupos parlamentarios, salvo por los «representantes populares» (los diputados del PP), que, según las frases habituales de los medios, «se quedaron solos» en la votación; frases ampliamente utilizadas por los grupos victoriosos y por la mayoría de la prensa, radio y televisión, algunas veces por la simple inercia impuesta por el recuento de unidades de representantes y no de representados. Incluso muchas veces por la prensa, radio y televisión simpatizante con el PP, cuando hacían sus cálculos después de haber llevado a cabo la transformación alquimista de los millones de electores representados en la voluntad general. En la llamada «Cámara baja» el PP es un grupo, frente a todos los demás. Quedaba por tanto sólo y aislado. También es cierto que los responsables del PP, recorriendo a la inversa el camino que va del cuerpo electoral a la voluntad general, se apresuraron a decir que ellos no estaban solos, sino acompañados de casi 10 millones de ciudadanos, y alguno añadió que en la Cámara más valía estar solos que mal acompañados.

¿Cual es el problema? El texto aprobado por el pleno del Congreso de los diputados parece ofrecernos, al menos en una primera lectura, la más pura manifestación de una voluntad conciliadora que busca a toda costa la paz, y el cese de la violencia, en nombre de la democracia y del estado de derecho. Un punto en el que se propone, como procedimiento adecuado para alcanzar esa paz, el diálogo («los procesos de diálogo») con quienes (eso sí) «decidan abandonar la violencia». Por tanto, el único problema que al parecer la resolución 80 plantea sería la propia actitud del PP. ¿Cómo es posible que un partido que se dice demócrata pueda no haber aprobado tan seráfica moción?

La solución a este problema era muy clara para los partidarios que la aprobaron: «Si los diputados del PP no aprobaron la moción del Partido Socialista es porque ellos no tienen una mentalidad verdaderamente democrática.» La señora de la Vega, vicepresidenta del Gobierno, fue más allá: «No la aprobaron los que tienen la cabeza obtusa y el corazón emponzoñado» (expresiones muy propias, dicho sea de paso, de una señorita de mentalidad pequeño burguesa, que ya ha sido retratada posando para la revista Vogue, en divanes Recamier, junto con las demás compañeras ministras socialistas obreras que componen la sección femenina, a título de cuota de género, del gobierno del Partido Socialista Obrero Español). Otras fórmulas, con contenido más político, han sido utilizadas para explicar la actitud del PP en la votación de la moción socialista: «Ha sido la Izquierda la que ha apoyado la moción de tan inequívoca intención democrática y dialogante» (y como prueba definitiva y retrospectiva se aduce que la manifestación del 4 de junio de 2005, que reunió en Madrid a un millón de personas para oponerse a todo diálogo con ETA, habría estado constituida por la derecha española, manipulada por el PP). Porque «la Izquierda» es la democracia, y la democracia es la Izquierda. Si el PP no apoyó una moción de tan transparente intención democrática es porque este partido representa la derecha. Y esta afirmación, traducida por quienes cultivan la «memoria histórica», comenzará a sonar de este modo: «El PP no es sino la continuación del franquismo» (¿no fue Manuel Fraga, presidente honorario del PP, ministro de Franco?). Más aún, añadirán aquellos que tienen una memoria histórica más vigorosa: «El PP no es sino la continuación del fascismo, del golpismo y de la dictadura.»

(La «memoria histórica» de los socialistas que recuerdan el pasado de Fraga como ministro de Franco no alcanza a recordar que también Adolfo Suárez fue ministro del General, o que el mismo Rey Don Juan Carlos fue pupilo, durante muchos años, de Francisco Franco, quien lo propuso como sucesor, a título de Rey, a las mismas Cortes que en su momento lo proclamaron como tal.)

Y si alguien no entiende bien qué tenga que ver «votar NO» (a la moción aprobada en la resolución 80) con la derecha, el fascismo o el golpismo, se les aclarará de este modo: «Porque no aprobar una moción que propone el diálogo sólo puede ser efecto de inspiración derechista, y porque el simple hecho de oponerse a la moción de la izquierda es ya seña de identidad de la derecha.»

En consecuencia sólo cabría, al parecer, defender la actitud del PP aduciendo argumentos externos al propio texto de la moción que se sometió a la votación del pleno. Argumentos extraparlamentarios, por tanto, impertinentes y aún gratuitos (supuestas ofertas de ETA a cambio de inconfesables concesiones), argumentos buscados ad hoc para enturbiar la claridad transparente del texto de una moción parlamentaria de buena voluntad que habría que juzgar por sí misma.

Sin embargo, lo cierto es que si releemos el texto de la moción por segunda vez, tratando de ver la estructura lógica que pueda subyacer debajo de las hermosas palabras generales e indeterminadas que lo tapizan («paz», «diálogo», «fortaleza del Estado de derecho») las conclusiones pueden ser muy distintas.

El texto consta de un preámbulo y de siete puntos. El segundo punto es sin duda el núcleo de la moción, porque en él se contiene la propuesta práctica del diálogo con ETA, propuesta en torno a la cual giró el debate de la moción y las consecuencias de su aprobación (la principal, la manifestación del 4 de junio). «Por eso, y convencidos como estamos de que la política debe y puede contribuir al fin de la violencia, reafirmamos que, si se producen las condiciones adecuadas para un final dialogado de la violencia, fundamentadas en una clara voluntad de poner fin a la misma, y en actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción, apoyamos procesos de diálogo entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la violencia, respetando en todo momento el principio democrático irrenunciable de que las cuestiones políticas deben resolverse únicamente a través de los representantes legítimos de la voluntad popular».

Difícilmente podría haberse escrito un texto más repleto de peticiones insidiosas de principio, precisamente de los principios que se discuten. Desde un punto de vista lógico puede afirmarse que el análisis del texto lleva a la conclusión de que semejante texto, o bien es vacío desde el punto de vista práctico (es decir, que no propone nada) o bien que es un texto autocontradictorio, un embrollo, y por lo tanto, que quienes lo redactaron no estaban diciendo nada inteligible. Y por tanto, estamos legitimados para pensar (si no damos por supuesta la estupidez blanca –sin la menor mancha de inteligencia– de sus redactores) que el texto contiene una trampa, sino sencillamente porque el subjetivismo de los redactores de ese texto era de tal calibre que les impedía advertir su propio embrollo, pensando, como estaban pensando en aquel especial momento, no tanto en acabar con ETA (lo que se da por supuesto siempre) sino en librarse de la incómoda alianza que en solitario mantenían con el PP a través del Pacto Antiterrorista, a fin de o bien incorporar al PP, como un grupo más que se disolvería en el conjunto de los grupos parlamentarios, o bien logrando dejarle aislado, en solitario, frente a todos los demás grupos. Otra cosa es que el PP, precisamente por obedecer a las reglas usuales de la democracia, haya caído (o tenido que caer) en la trampa, puesto que la única manera de no quedarse aislado hubiera sido retirarse en el acto del hemiciclo, para evitar el planteamiento capcioso: o votáis juntamente con todos los demás por el diálogo de consenso para el fin de la violencia, o es que no queréis uniros con nosotros para combatirla democráticamente.

Analicemos brevemente el punto citado del texto: «La política puede y debe contribuir al fin de la violencia.» Esta proposición es, en sí misma, una simple vaguedad redundante y tautológica. ¿Qué quiere decirse con la frase «la política puede y debe contribuir al fin de la violencia»? ¿De qué violencia? Si puede, deba o no, es porque dispone a su vez de fuerza policial o militar. Pero la política de un Estado incluye necesariamente la política militar y policial, por tanto, contempla siempre la posibilidad de utilizar la violencia, y la utiliza de hecho (este es el fundamento del derecho penal). Sólo es posible librar a los redactores del texto de la acusación de redundancia y tautología si suponemos que en la frase que analizamos el término «política» se toma en el sentido vulgar (indigno de ser utilizado en un texto sometido al Congreso en pleno) del «diálogo pacífico mantenido con las armas fuera». Y en este caso, lo que el texto estaría diciendo es que «el diálogo puede contribuir al fin de la violencia de la banda asesina ETA» (por cierto, el texto tiene buen cuidado de omitir las palabras «banda asesina» o incluso «ETA»; por lo que es legítimo suponer que el texto también incluye entre los terroristas a los asesinos islámicos del 11M).

Ahora bien, una de dos: o bien el texto supone que la banda ha depuesto ya las armas (y al menos lo supone en forma hipotética, cuyo antecedente es este: «si se producen las condiciones...»), o bien no supone esto, sino que ETA (acaso Al Qaeda) sigue con las armas.

En el primer caso, es decir, en el supuesto de que ETA hubiera ya depuesto las armas, la moción sería tautológica, una simple petición de principio, porque su contenido sería este: «La política de diálogo llevará al fin de la violencia cuando la violencia ya haya cesado.» Ni siquiera podrá decirse que el diálogo mantenido una vez cesada la violencia lleva al fin de la violencia; habrá que decir que este diálogo ya supone que la violencia habrá terminado, que ETA ha depuesto las armas.

En el segundo caso, cuando suponemos que ETA no ha depuesto las armas, la hipótesis previa sobre la posibilidad de deponerlas en un plazo breve (contado por semanas o meses; porque si se cuenta por años, o por décadas o por siglos la hipótesis volvería a cobrar un giro tautológico y estratosférico, en todo caso ajeno por completo a la escala de una política real) aparece como una hipótesis por completo gratuita.

Pero, ¿qué pruebas tiene el gobierno, o su presidente ZP, para sostener esta hipótesis? ¿Acaso ciertos ofrecimientos o cartas, leídas en tertulias privadas, que algún tertuliano debidamente autorizado hubiera sido encargado de hacerlas públicas? ¿Y qué fundamento hay para interpretar este ofrecimiento o carta como un ofrecimiento para deponer las armas? Quienes conocen a ETA saben que jamás estará dispuesta a renunciar a sus proyectos independentistas orientados a la constitución de una Euskalherría socialista. A lo más que estaría dispuesta es a «negociar» una tregua, más o menos larga, a cambio de obtener una especie de amnistía de presos (tras una fase de aproximación de estos presos a las cárceles del País Vasco) y de huidos dentro o fuera de España. Dicho de otro modo, el «diálogo político» no podría aquí ser otra cosa sino una negociación, en la que ETA no comparece (etic) como una banda terrorista ni (emic) como un ejército (ETA político-militar) que se ha rendido sin condiciones (como se rindió Alemania en la Segunda Guerra Mundial a los aliados, sin posibilidad de negociación, incluso con la perspectiva de un juicio como el de Nuremberg, que contemplaba la ejecución capital de los dirigentes nazis), sino como una organización que busca hablar con sus enemigos para explorar los ofrecimientos que él estaría dispuesto a conceder, si no ya en el terreno político (República de Euskalherría), que requeriría también el consenso de Francia, sí en el terreno administrativo (aproximación de presos al País Vasco, incluso excarcelación o amnistía de militantes, del interior o del exterior). Pero es totalmente gratuito e irresponsable dar por supuesto que ETA va a dejar definitivamente las armas antes del diálogo. A lo sumo, durante el diálogo, las quitaría de encima de la mesa, pero para poder ponerlas debajo de ella, y ni siquiera fuera de la sala de la negociación.

Pero el texto no asume siquiera una hipótesis («si ha cesado la violencia») que simplemente se ha limitado a poner «en flotación». El antecedente dice textualmente: «Si se producen las condiciones adecuadas para un final dialogado de la violencia.» Lo que es tanto como reconocer que ese final no se ha producido, pero que se confía en que ese final pueda producirse como «final dialogado», por tanto, mediante unas negociaciones en las cuales ETA estaría dispuesta a dialogar, acaso para dejar las armas (sin especificar en qué condiciones), pero a través de una negociación en la cual las armas no deben estar «encima de la mesa». Y qué otra cosa puede querer decir aquí el texto, sino que conviene ir preparando una negociación tras un armisticio, mediante el cual ETA ha interrumpido el fuego en una tregua (y por cierto, lamentándose, por ejemplo a través del «sutil» Joseba Permach, de que el «Estado español» ni siquiera promete dejar las armas, porque mantiene su policía y su ejército). Y es en función de estas eventuales negociaciones para lo que la moción pide el apoyo del Congreso. Sin duda esta petición está orientada a preparar unas negociaciones formales entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la violencia.

¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo? ¿Cómo? En ningún caso a título de rendición incondicional: los atentados que se producen en los días consecutivos a la aprobación de la moción eran claras señales dirigidas al gobierno para recordarle que ETA pide negociación, tras un periodo de armisticio, pero no rendición incondicional, como lo exige cualquiera que trate con una banda de terroristas asesinos.

Unas negociaciones formales, oficiales, en las cuales el gobierno de ZP quiere involucrar al Parlamento, y no informaciones o exploraciones, como las que tuvieron lugar en épocas anteriores, y muy especialmente en mayo de 1998, cuando tres enviados del presidente Aznar (que ya no se apoyó en el Parlamento, y ni siquiera en su Gobierno), a saber, Javier Zarzalejos, Pedro Arriola y Ricardo Martí Fluxá, se reunieron en Vevey, la ciudad del chocolate, gracias a los buenos oficios de un obispo llamado Juan María Uriarte, con los etarras Albizu y Belén González. Por ello están fuera de lugar las alusiones que se hicieron y siguen haciéndose a los contactos que «gobiernos anteriores y especialmente el gobierno de Aznar» mantuvieron ya con los etarras; el presidente ZP llega a decir que su gobierno es el primero que jamás ha mantenido contactos con ETA, precisamente para justificar que su negociación se leve a cabo con aprobación parlamentaria.

Pero esto es lo que demuestra la debilidad de su planteamiento, porque precisamente lo que es inadmisible es que sea el Parlamento quien esté dispuesto a negociar la paz con una banda armada, aún en el supuesto, imposible, de que ésta haya dejado las armas antes de la negociación. El propio antecedente del texto es autocontradictorio. Aquí es por tanto en donde el texto de la moción pasa del embrollo tautológico al embrollo de la contradicción. Porque si lo que busca son las condiciones de una «negociación democrática con ETA» es porque está refiriéndose (si es que se refiere a algo, y no a simple humo) a una negociación de armisticio entre el Estado español y ETA, a una negociación de poder a poder. Pero este proyecto es contradictorio con la consideración de ETA como una banda terrorista. Con una banda terrorista un Estado no puede negociar. El Estado tiene que aniquilar la banda terrorista como tal organización, tiene que meter en la cárcel a sus miembros, independientemente de que, en su momento, esté dispuesto a conceder amnistías o indultos, o a rebajar las penas (y aquí es donde caben los contactos, no del Estado, sino de emisarios suyos, que anticipen «a título privado» la disposición de «clemencia» del gobierno de turno); «títulos privados» de contenido prácticamente nulo, si se toma en serio la idea de que el Estado de derecho ha de ser la mejor garantía para los asesinos, es decir, que las penas van ya a ser clementes, por la propia naturaleza del «código de la democracia». Los asesinos tienen que saber que los límites de la clemencia en el Estado de derecho español están fijados en las normas del Código Penal (entre las que no se encuentra la pena de ejecución capital) que son innegociables. ¿O es que el gobierno de ZP y especialmente su ministro de Justicia, considera que se puede negociar con las normas del Estado de derecho, al menos si se cuenta con el apoyo del Parlamento? Pero no hay ningún indicio de que los parlamentarios que aprobaron el texto de la moción pensasen en todas estas cosas, y si lo pensaron es porque estaban dispuestos a reducir el Estado de derecho a mera arbitrariedad; y si no lo pensaron es porque eran imprudentes.

De otro modo, en el momento en que se habla de pedir el respaldo del Parlamento para iniciar un diálogo entre los poderes competentes del Estado y «quienes deciden abandonar la violencia» (lo decidirán en el momento de dialogar o negociar, porque ni el Gobierno ni el Parlamento suponen que esa decisión es una rendición) ya se está proponiendo una negociación entre el Estado y ETA, y, por tanto, ya se está concediendo a ETA una beligerancia que a ningún asesino se le puede conceder (¿es que el Gobierno socialista se la concedería a los autores supervivientes de la masacre del 11M?). La cláusula «quienes decidan abandonar la violencia», que figura en el texto, es una cláusula confusa e indeterminada, acaso propia de un confesor, aunque sea obispo, dispuesto a perdonar en el ámbito de la «Ciudad de Dios», pero indigna de un político que dice continuamente sentirse inmerso en el «Estado de Derecho» propio de la «Ciudad terrena», y que con toda probabilidad, si es de izquierdas, considerará a la «Ciudad de Dios» como una simple fábula. De hecho el texto de la moción evita hablar de «cese de actuaciones criminales de la banda terrorista» y emplea el eufemismo más suave de «abandono de la violencia». ¿Acaso hay algún tratado de derecho penal que hable de abandonar la violencia en el momento de ingresar en prisión a un delincuente, aunque sea con el fin de reinsertarlo socialmente? ¿O es que los redactores del texto están tan dispuestos a «abandonar la violencia» a la que les obliga el propio Código Penal aprobado por el Parlamento? El texto de la moción aprobada en la resolución 80 es un modelo casi puro de embrollo contradictorio unas veces, redundante otras, pero siempre que exprese una ideología política no menos embrollada; y esto desde el preámbulo del texto hasta el último de los siete puntos de que consta.

El preámbulo parece redactado desde una perspectiva histórica: «Desde hace varias décadas hemos sufrido el terrorismo de ETA.» Este recuerdo histórico no entra en detalles, porque lo que busca es subrayar cómo la lucha contra el terrorismo ha logrado los avances más seguros gracias a la democracia y «a la unidad de las fuerzas democráticas». Sin embargo, los detalles son aquí decisivos, porque ellos son la única manera de corregir el sesgo ideológico de la moción y del Parlamento en pleno que la aprobó: el sesgo del «fundamentalismo democrático». Fundamentalismo desde el cual el terrorismo se nos presenta, ante todo, como un ataque a la democracia, que sólo podría combatirse con «más democracia» y con más «Estado de derecho». Pero la democracia, en abstracto, como la ciudadanía trascendental, de la que parece hablar Gregorio Peces Barba, es una idea que está aquí, en todo caso, utilizada sin referencias históricas, aquellas referencias que constituyen la condición de existencia de cualquier democracia realmente existente (referencias tales como Francia, Alemania, Italia... o España). ETA es definida aquí como «terrorismo antidemocrático» y, por ello, es la democracia quien la combate. Pero el terrorismo de ETA había comenzado ya antes de la metamorfosis democrática, en 1978, del régimen franquista. La ETA, y esto parece olvidarlo el gobierno socialista que presentó la moción y sus aliados que la apoyaron, no comenzó a atacar en la época de la democracia, sino en la del franquismo, por ejemplo asesinando a Carrero Blanco. Pero ETA no atacaba al franquismo en su condición de régimen antidemocrático: lo atacaba porque ETA veía en Franco a su enemigo formal, a la representación de su enemigo formal, que era España (y sigue siéndolo). Además ETA no atacaba a Franco desde la democracia, sino desde un proyecto de «república marxista leninista». Otra cosa es que muchas corrientes de izquierdas, a veces represaliadas por el franquismo, mirasen con simpatía el asesinato de Carrero Blanco, y no lo vieran siquiera como terrorismo, sino como un paso adelante hacia la democracia en abstracto (muchos de los que hoy se sientan en los bancos del PSOE o de sus aliados en el Parlamento podrán hacer «memoria histórica» de sus estimaciones de ETA y del asesinato de Carrero Blanco durante aquellos años).

ETA jamás buscó atentar contra la democracia, sino contra España; y por ello la democracia de 1978 no significó el fin de ETA, sino más bien el principio de sucesivas escaladas de sus acciones terroristas. Y por ello mismo ETA puede reivindicar hoy la democracia –la suya– y la paz –la suya, porque la paz es la paz de la victoria–. No dudo en calificar de «basura filosófica» a la filosofía política de tantos pacifistas españoles que desde posiciones consideradas «de izquierdas» (aunque tampoco hay que olvidar que fue el Papa quien inspiró las más grandes manifestaciones pacifistas del año 2003) ponen en sus banderas a la democracia y a la paz sin referirse a los contenidos de esa democracia y de esa paz. Y por ello con ETA se aliaron muy pronto los demócratas del PNV (el «árbol y las nueces» de Arzallus), porque estos demócratas nacionalistas también tenían como horizonte, desde Sabino Arana, el odio a España y la secesión de España. Y lo mismo se diga de los nacionalistas radicales de Galicia y de los nacionalistas radicales de Cataluña (el Rovira, que a mediados de mayo último, acompañaba al Maragall el «francófono» en una visita a Israel con motivo de la conmemoración del asesinato de Isaac Rabin, y que suscitó un incidente diplomático al exigir que figurase entre las coronas la bandera catalana, y se retirase la española, como se hizo, sin que el gobierno de la democracia española, presidido por ZP, hiciera nada, ni el presidente del PSOE hayan dicho esta boca es mía).

El preámbulo termina con la autoidentificación de quienes suscriben el acuerdo, los «grupos políticos presentes en el Congreso de los diputados» –grupos políticos que el preámbulo viene definiendo, por su parte, por su condición democrática–, lo que viene a querer decir que los grupos que no firmen la moción no serán demócratas aunque estén presentes en el hemiciclo. Ahora bien, entre los grupos demócratas firmantes del texto, figuraron los separatistas vascos y los catalanes. Y efectivamente, su separatismo no les impide ser demócratas y presentarse como tales, precisamente porque la idea de democracia utilizada en abstracto, se mantiene en la estratosfera, y al margen de las sociedades realmente existentes que la encarnan. La «democracia», como la «humanidad», carecen de realidad, y sólo comenzamos a aproximarnos a lo realmente existente cuando la democracia está encarnada en una sociedad política efectiva, y lo mismo se diga de «la humanidad». Por ello no puede decirse de ningún grupo, ni de ETA, que «va contra la democracia»; habrá que decir que va contra «la democracia ateniense» o contra «la democracia española de 1978», por ejemplo. Por eso una democracia puede también enfrentarse con otras democracias (aunque el neokantiano Michael Doyle quiera convencernos de lo contrario). Y en este caso, la «democracia catalana constituyente», que quiere ser reconocida como «Nación», va contra España, contra la única Nación española reconocida en la Constitución de 1978 (y, por tanto, contra la democracia española actual), y otro tanto se diga de la democracia constituyente del PNV.

El análisis del preámbulo de la moción aprobada nos permite ya constatar hasta qué punto el término «democracia» puede asumir funciones notablemente confusionarias. Porque gracias al rótulo «fuerzas democráticas», que el preámbulo utiliza, se está contribuyendo a cubrir con un manto de unidad a los grupos presentes en el Congreso firmantes de la moción, y se está encubriendo también la verdadera cuestión que España tiene planteada, a saber, que no es el terrorismo, sino el separatismo, el descuartizamiento de la Nación política española en diversas naciones de nuevo cuño (el «pasado nacional» reivindicado por los separatistas es, a lo sumo, el pasado propio de una nación étnica, pero no el de una Nación política: ¿cómo podría hablarse de naciones políticas antes de 1789?), la desunión de los españoles y de quienes quieren separarse de España, y que sólo se unen entre sí por la solidaridad que ellos tienen contra un tercero, España. Un tercero al que ven representado por el Partido Popular, como si fueran los «populares» los únicos patriotas españoles de nuestros días.

En resolución, el preámbulo de la moción aprobada para apoyar los «procesos del diálogo» entre los demócratas y los terroristas, nos manifiesta, acaso sin quererlo, pero sin poder dejar de hacerlo, que de lo que se trata en realidad es de reunir a «todas las fuerzas democráticas» (que son las que están aliadas con el gobierno de ZP) contra el Partido Popular. Sólo cuando introducimos esta referencia es cuando comenzamos a entender la razón de ser de esta moción que, en sí misma, parece ser una mera recapitulación de lugares comunes propios de un consenso dado ya por consabido. Una recapitulación que nada añadiría, una declaración de principios que incluso podría parecer fuera de lugar, y extemporánea, porque no contiene, en sí misma considerada, ningún pensamiento nuevo. La novedad sólo se aprecia cuando descubrimos quien es aquel «contra el que se dirigen los pensamientos del preámbulo». Y este es el Partido Popular.

En cualquier caso, la incompatibilidad entre los principios políticos que inspiran la moción (a quien la propuso y a quienes la aprobaron) es incompatible con los principios políticos que inspiran a quien la rechaza, sean o no sean del Partido Popular.

La condición en la que se apoya la moción («si los violentos dejan las armas entonces se pide la autorización al Parlamento para negociar con ellos») o bien se mantiene en el terreno intemporal, puramente especulativo o académico, o bien se apoya en el terreno de lo inminente tras una exploración de las bandas terroristas (ETA o Al Qaeda).

Supongamos que la condición se ofrece en la moción desde una perspectiva puramente especulativa o académica. La moción tendría entonces el alcance de una «cuestión teórica de política o de moral», una cuestión que, aunque extemporánea acaso, podría tener gran importancia puesto que permitiría calibrar las posiciones generales en las que se situaban los redactores de la moción y quienes se disponían a votarla o a rechazarla. La condición sonaría entonces de este modo: «Supuesto que una banda terrorista, que actúa in illo tempore, manifiesta su voluntad de abandonar la violencia, el Estado, ¿puede negociar con ella?» El planteamiento de esta cuestión académica en un debate sobre el estado de la Nación estaría desde luego fuera de lugar y tiempo. Por la misma razón el presidente ZP podría haber propuesto al Parlamento, por vía de urgencia, una moción de esta índole: «Supuesto que los servicios de exploración espacial han establecido (a través de confidencias que algún extraterrestre tuvo a bien comunicar al Presidente) la posibilidad de un ataque de extraterrestres procedentes de Aldebarán, ¿deberá darse la alarma a toda la población española o bien mantener en secreto la posibilidad, para no alarmar, y esperar acontecimientos?» Es cierto que el carácter extemporáneo de semejante consulta no le haría perder su importancia política, como criterio valiosísimo para juzgar la ideología del gobierno que la propone, y de los parlamentarios que la aceptan, sin salirse de la cámara.

Volviendo a nuestro asunto: aun en el caso de que la condición en la que se apoya la moción fuera puramente académica, habría que haber votado en contra de tal moción. En efecto, ella confunde a los terroristas con un ejército enemigo que pide un armisticio; pero con una banda terrorista no se pueden mantener negociaciones o pactos oficiales, ni antes de dejar las armas, ni aún después de haberlas rendido. Los terroristas, en cuanto tales, deben ser aniquilados, en cuanto tales terroristas. Sólo cabe admitir una rendición sin condiciones, y quedar en manos de la clemencia de un vencedor que ya ha comenzado por suprimir de su Código Penal la ejecución capital de los asesinos. ¿Cabe mayor clemencia?

La moción de ZP, aún en el supuesto de que su intención fuera meramente académica o especulativa, era inaceptable. Y por ello es difícil determinar los motivos que pudieron impulsar al presidente ZP a proponerla. ¿Acaso pretendió ZP, inspirado por un irenismo de aroma rosacruciano avanzar en su proyecto de «alianza de las civilizaciones» fijando una doctrina que abriera camino al diálogo no sólo con ETA sino con Al Qaeda? La esperanza en las virtudes del diálogo con los terroristas etarras o musulmanes puede ser tolerada en un Papa, o en cualquier otra organización cuyas miras «no sean de este mundo». Pero es indigna de un político que, salvo que esté en Babia, tiene encomendado el gobierno de una sociedad terrena. Un político que concibe la posibilidad de un diálogo y de un pacto con los terroristas no es propiamente un político, sino un iluminado o un lunático. La simple propuesta de una moción académica, y sobre todo su aprobación por el Parlamento, justificaría ya una manifestación masiva, como la que se dio de hecho, por parte de las «víctimas del terrorismo», para las cuales la misma posibilidad de este pacto no puede menos de ser repugnante.

Ahora bien: aunque no descartamos un ramalazo de irenismo masónico krausista en la inspiración de la moción de ZP, y de sus asesores filosófico jurídicos más próximos, es necesario tomar, en el primer plano de la consideración, la interpretación política y práctica (no académica o especulativa) de la moción. Al menos, desde este punto de vista, descargaríamos a la moción de la acusación de extemporánea.

Supongamos que la moción que se propuso el día 17 de mayo tuvo lugar porque ZP y su gobierno tuvieron informes precisos sobre la disposición de ETA (o de Al Qaeda) a abandonar las armas. En este supuesto, lo primero que habría que decidir era el grado de veracidad de tales informes y, sobre todo, su interpretación. Los hechos demostraron que la veracidad era dudosa y la interpretación precipitada. ¿Acaso sabían en qué situación se encontraban los planes de ETA y los de la Batasuna de Otegui? Al margen de la cuestión de principio (la cuestión académica) sobre la imposibilidad de establecer diálogo con los terroristas, ¿no era totalmente imprudente y extemporáneo plantear la moción dando por cierto que el cese de la violencia (incluso la tregua, concepto militar, por cierto) era ya un hecho? En este supuesto la única conclusión «caritativa» sería que el ZP irenista estaba dando palos de ciego; pero sin embargo esta conclusión, lejos de descargarle de la terrible culpa de su irenismo estúpido, obligaría a hacerle cargar con una tal culpa. En conclusión: a la consideración en el terreno académico especulativo de una moción indecente en el terreno teórico, habrá que añadir ahora la condenación por imprudencia, en el terreno de la política real, de una moción repugnante, que insulta a todos los que han sido víctimas políticas nominales del terrorismo. No puede olvidarse que las víctimas del 11M no fueron víctimas «nominales», sino «anónimas», que murieron en la masacre de los islamistas como mueren los viajeros de un tren que descarrila después de chocar con otro tren. A las víctimas del 11M hay que atenderlas, sin duda, pero sin que pueda decirse que los españoles «les debemos mucho», porque ellas murieron en España, pero no murieron por España. Pero a la mayoría de las víctimas de ETA sí les debemos mucho los españoles, porque ellas no sólo murieron en España, sino por España.

La moción socialista que aprobó el Parlamento, y que no secundó el Partido Popular, no sólo manifiesta la incompatibilidad entre dos concepciones de la política, sino que también revela el oportunismo del gobierno socialista para aislar al PP tendiéndole una trampa en la que, por cierto, el PP habría caído en parte, o, al menos, habría quedado enredado por obra y gracia de las reglas y trucos de la democracia. La moción expresa un «pensamiento» de ZP y su grupo, a saber, el intento de segregarse del PP en su pacto antiterrorista (que tantas críticas recibió de IU, PNV, ERC, &c.) sustituyendo a su socio único en este pacto por todos los demás socios suyos en el Parlamento (socios que había conseguido en gran parte por el proyecto de la reforma de la Constitución en sentido confederalista). De este modo podría hacerse consistir al «pensamiento práctico» de ZP y de su grupo en la consideración de que, en el peor caso, el PP tendría que incorporarse en el cardumen de la totalidad de las fuerzas democráticas, perdiendo su condición de socio privilegiado del PSOE; y, en el mejor caso, el PP no suscribiría la moción, y, por ello, quedaría segregado del cardumen, y desprestigiado como antidemócrata. Para completar este «pensamiento» era necesario que el CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) demostrase perentoriamente, mediante una encuesta ad hoc, que la inmensa mayoría de los españoles considerasen el comportamiento de ZP en la sesión del Parlamento muy por encima del comportamiento de Rajoy.

Y de todo esto excluimos la conclusión de que el texto de la moción aprobada sea sólo un texto redundante, es decir, una anodina reexposición del ideario krausista, vacía de novedad, superflua e intempestiva declaración de principios («reiteramos que la violencia terrorista es inaceptable...») cuando no se tiene en cuenta la referencia dialéctica de esa moción, es decir, cuando no se dice «contra quien» la moción va dirigida. Pero basta introducir la referencia al PP para que la moción deje de ser redundante o superflua; porque sus redundancias, en directo, se convierten en una maniobra orientada a deshacer el peligroso núcleo de diez millones de votantes del PP, que el gobierno de ZP y sus aliados separatistas o nacionalistas, perciben como una amenaza para sus proyectos confederalistas y para su continuidad en el poder.

El método que sin duda ZP y su grupo utilizan para amodorrar su conciencia política (mala conciencia ligada a la letra E de las siglas de su partido, el PSOE), es decir, para responder a las objeciones que también desde su propio partido se les hace por haberse aliado con individuos de la calaña de Rovira o Ibarreche, es siempre la misma: apelar a la reforma de la Constitución en sentido federalista (entendiendo bajo este nombre al confederalismo). La transformación del Estado de las Autonomías en un «Estado confederal» permitiría «integrar» los anhelos de autodeterminación manteniendo la unidad de los Estados confederados. Pero una cosa es que la apelación al Estado federal pueda servir de droga tranquilizante para los dirigentes y muchos militantes y votantes del Partido Socialista Obrero Español, y otra cosa es que esa apelación tenga efectos reales, sobre todo cuando la proyectada federación de «Estados libres autodeterminados asociados» se suponga que puede ser reabsorbida en la «futura» Unión Europea, y, por tanto, cuando cualquiera de los Estados federados decida un día decir que prefiere hablar francés y catalán a hablar español y catalán; o bien que decida un día hablar inglés y eúskera, a hablar español y vasco; o gallego inglés, o andalusí árabe.

Desde el preámbulo, debidamente interpretado, podemos releer los puntos de la moción.

El punto primero es una declaración de principios contra la violencia terrorista, que en sí misma, como hemos dicho, es redundante y extemporánea. Pero es interesante que la razón ofrecida para la condena del terrorismo no es una razón que tenga que ver formalmente con la política española (objetivo del Congreso), sino que tiene que ver con la moral y con la democracia en abstracto (es decir, no en concreto con la democracia española actual), pero también con la «inminente democracia» de la República catalana, o de la República de Euskalherría, o de la República Galega o de la República de Al Andalus, en el conocido mapa de Arzallus. Como todas estas repúblicas «inminentes» quieren ser democráticas, resulta ridículo presentar a los terroristas de ETA como opuestos a la democracia, en abstracto.

El Partido Popular no ha subrayado en sus debates, adecuadamente, este punto, y ha caído en la trampa de situarse en el mismo terreno en el que se defiende la democracia, en abstracto (pensando a lo sumo en la democracia de 1978, que es justamente la que quiere ser reformada en la nueva Constitución).

En el punto primero de la moción el Congreso repudia, con incomprensible redundancia, el terrorismo, porque es «moralmente inaceptable». Otras veces dicen: «éticamente inaceptable» e incompatible con la democracia (¿española?, ¿catalana?, ¿gallega?, ¿vasca?, ¿andalusí?), como si este repudio del terrorismo no fuese también propio de la aristocracia y de la dictadura; pero ni siquiera se atreve a sugerir (acaso porque los caletres de los redactores no daban para más) que el terrorismo, tanto el etarra como el islámico, cuando atacan a España no lo hace por motivos inmorales o antidemocráticos, sino simplemente porque ven en España a su enemigo principal: España como «prisión de sus naciones». Los terroristas etarras quieren liberarse de España; los terroristas islámicos, cuando atacan a España en el 11M no lo hacen para vengarse de la guerra del Irak, porque sus programas terroristas venían de antes, sino para reincorporar Al Andalus, arrebatado por los infieles o cafres ibéricos.

El punto segundo es acaso el más obsceno (en el sentido etimológico de esta palabra). Comienza en efecto apoyándose en una hipótesis gratuita («si se producen las condiciones adecuadas para un final dialogado de la violencia»); porque si la hipótesis no fuera gratuita, o simplemente habermasiana, habría que retirarle su condición de hipótesis y pensar en unos acuerdos ya muy pergeñados en los cuales ETA, por ejemplo, estaría dispuesta a dejar las armas mediante promesas del gobierno de transferencias de presos al territorio vasco, o de concesiones en vistas a un Estado libre asociado. Si estos pactos secretos existieran, entonces la interpretación de la moción sería muy distinta, porque habría que hablar de trampa, de felonía y de traición. Pero no hace falta llegar a tanto. Escojamos la interpretación más suave de la hipótesis («si se producen las condiciones...»), porque esta interpretación es, según lo que venimos diciendo, suficiente para explicar las motivaciones prácticas de semejante moción de aspecto académico: la segregación del PP del Pacto Antiterrorista, simultáneamente a la sustitución de este pacto por un «Acuerdo contra el terrorismo de todas las fuerzas democráticas». Y esto explica por qué ese acuerdo no se tomó anteriormente al Pacto Antiterrorista entre el PSOE y el PP: porque los dos grandes partidos nacionales suscribieron el Pacto Antiterrorista desde la plataforma de la Nación española. Pero ahora la moción de ZP invita a suscribir una condenación del terrorismo, desde la plataforma de la moral y de la democracia (en la que ya podrán estar representadas la nación catalana, la nación vasca y la nación gallega).

El punto segundo de la moción dirá: «Apoyar los procesos de diálogo entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la violencia.» Planteamiento que supone ya, como hemos dicho, la petición de un reconocimiento de la posibilidad de un diálogo entre dos poderes soberanos, que deciden dialogar, al modelo habermasiano, de un modo pacífico: el Estado español (democrático) y ETA, que representa a la futura democracia vasca. Esta es la razón por la cual Arnaldo Otegui, portavoz de Batasuna ETA, se jacta de que la moción aprobada por el Congreso no hace otra cosa sino «asumir la metodología que Batasuna propusiera en Anoeta». Con palabras de Acebes, Otegui pudo dar a ZP la bienvenida al club de Anoeta, como antes le había dado a Rovira la bienvenida al club de Perpiñán. Tenemos que pensar que este «diálogo» está calculado, al menos por los etarras, como un primer acto de la secesión del País Vasco, una vez abandonadas las armas.

El tercer punto pide el principio: la finalización de la violencia terrorista, dice este punto, requiere la «unidad democrática de los partidos políticos». ¿Qué significa esa unidad democrática entre partidos o grupos que buscan frontalmente el descuartizamiento de la Nación española, la eliminación de la unidad política de España? La expresión «unidad democrática entre partidos políticos» es una vergonzosa y perezosa denominación destinada a encubrir que lo que se busca, a lo sumo, es una unión ética –una unión de buena voluntad, pacifista, la voluntad que se propugnaba ya desde los tiempos de Cuadernos para el diálogo, entre cuyos fundadores se distinguió el actual Elevado Comisionado para las víctimas del terrorismo, señor Peces Barba– que es tanto más estúpida cuando más manifiesto es el desconocimiento de la «naturaleza de las cosas».

El cuarto punto va destinado a «aplacar» a las víctimas del terrorismo de ETA, enfrentadas con un «alto comisionado» que confunde una y otra vez, precisamente por su perspectiva eticista-krausista-dialogante, a las víctimas de ETA con las víctimas del islamismo. La intención antiespañola de los asesinos islámicos no recae sobre sus víctimas de la misma manera que la intención antiespañola de los asesinos etarras recae sobre la suya.

El punto cinco es superfluo, y, por supuesto, en sí mismo, extemporáneo. ¿Cómo podría no apoyar el Estado a sus cuerpos y fuerzas de seguridad? Es un punto de relleno, cuya inanidad no deja sin embargo de contener la contradicción de la ideología ético pacifista de las corrientes políticas que, cuando se ven llamadas a asumir la dirección del Estado, lejos de poner «la otra mejilla» tienen que recurrir, como todo el mundo, a las armas, a las pistolas y a las metralletas (como las que utilizó el GAL, por ejemplo), que ellos mismos dicen aborrecer. La explicación que los políticos éticos pueden dar es muy pobre: «Utilizamos la violencia para acabar con la violencia.» ¿Acaso explican su violencia del mismo modo los etarras y los islamitas? «Utilizar la violencia de las armas para extinguir la violencia que el Estado español ejerce sobre nuestra nación, ocupándola militarmente, o sobre nuestra religión, usurpando nuestras mezquitas, o nuestros alcázares (Córdoba, Almería, Sevilla)...» Dicho de otro modo: lo que se enfrenta en el fondo no es la violencia de las armas y el diálogo, sino la elección del tipo de arma, por ejemplo, las armas propias de la guerra entre Estados, y las armas propias de la violencia entre ciudadanos de un mismo Estado.

El punto sexto expresa el reconocimiento a los aliados de otros Estados, a la colaboración internacional en la lucha antiterrorista. Reconocimiento obligado en esta «enumeración integral» en la que la moción se ha entrometido para expresar sus designios totalizadores y unificadores de quienes están con los firmantes (los que no firmen no son sino «partes residuales del franquismo antidemocrático»); y quizá para no ser considerados de este modo, el PP no se salió del Congreso en el que se votaba la moción, como tampoco se atrevió a proponer el NO a Europa en el referéndum de febrero de 2005. Y con ello cayó en las trampas características que el procedimentalismo democrático tiende a sus ciudadanos y a los partidos políticos que lo entretienen.

En el último punto, el séptimo, la moción parece expresar su admiración por la «sensatez y moderación» de la sociedad española ante los atentados terroristas, y no desperdicia la ocasión para interpretar esta supuesta sensatez y moderación como frutos de una democracia avanzada. Como si esta sensatez y moderación no fueran también apreciadas por una aristocracia, o por una oligarquía, o incluso por una dictadura, que también combatiría al terrorismo.

4. Concluimos: la moción socialista aprobada por el pleno del Congreso para apoyar el diálogo con los terroristas, en la hipótesis de que ellos estén dispuestos a abandonar la violencia, sería tan extemporánea como lo serían las contorsiones de Laoconte y de sus hijos si les retirásemos las serpientes. Pero cuando introducimos las serpientes los gestos de Laoconte y de sus hijos dejan de ser gratuitos. ¿Cuales son las serpientes de la resolución 80?

Para el partido en el gobierno son los millones de votos que todavía apoyan al PP. Pero para quien está en el poder, y todavía subraya la E en las siglas del PSOE, la serpiente son los partidos separatistas con los cuales los gobiernos socialistas en el poder (Zapatero, Maragall...) han pactado: están envolviendo y apretando al socialismo español, obligándole a contorsionarse por esta moción democrática.

En los días sucesivos a la aprobación de la moción se produce la detención de Otegui y la explosión de un coche bomba en Madrid, y una nueva sesión borrascosa en el Parlamento. En esta sesión todos los grupos políticos, naturalmente, se unen contra el coche bomba: «la tensión se rebaja ante este nuevo atentado», dicen los medios. ZP no habla de lo que tenía que haber hablado: de que la hipótesis de la moción («si cesa la violencia») no puede tomarse como hipótesis solvente, porque la violencia sigue. En lugar de hablar de esto vuelve a reiterar enérgicamente su condenación de la violencia. Es un juego de ajedrez. Rajoy tiene también que condenarla, y lo hace desde luego, agradeciendo a las fuerzas de seguridad e incluso al ministro del Interior las disposiciones que han adoptado.

Pero inmediatamente, ZP pretende dar su jaque: se atribuye estos agradecimientos e invita a Rajoy, por tanto, a integrarse en el conjunto de todas las fuerzas democráticas (incluso las separatistas) que están condenando unánimemente al terrorismo de ETA. Rajoy declina la invitación, pero al no explicar, en el contexto, sus razones de modo rotundo («no quiero integrarme en el grupo de quienes como usted, señor Puigcerdós, o usted, señor presidente, han pactado con el separatismo de Rovira...»), más aún, al no haberse decidido a retirarse de la cámara en el día en que Ibarreche fue llamado a sede parlamentaria, Rajoy estaba cayendo en la trampa de la democracia procedimental.

Se dirá que no era acaso «oportuno», en el momento de condenar el atentado del coche bomba, decir nada más. Pero entonces, quedaba sin justificación el hecho de no incorporarse a la unión de todas las demás fuerzas democráticas –unión que hace superflua la asociación de los dos partidos en un pacto antiterrorista– y equivalía a aislarse del conjunto de las fuerzas democráticas que estaban uniéndose fervorosamente en su lucha contra el terrorismo; pues tan democráticas y pacifistas se manifestaban en la Cámara el PNV como ERC.

El truco del juego de los partidos democráticos en la Cámara permitía a ZP estrechar los lazos de la trampa de la que quien aceptaba el juego (el PP) no podía librarse. Porque no es lo mismo decir NO, pero permaneciendo en la Cámara (y aceptando con esta permanencia la presencia de Ibarreche, o de Rovira), que decir NO retirándose de la cámara, es decir, demostrando, por la vía del ejercicio, que la presencia en esa Cámara, en la que los representantes de los secesionistas, o incluso de los terroristas, figuran con los mismos «derechos democráticos» que tienen los representantes de la democracia española, es incompatible con la propia democracia española. Y tener que dar por supuesto, mediante un adecuado dispositivo, que es necesario quedarse en la Cámara, aunque sea para decir NO, es uno de los más peligrosos trucos de los que dispone la democracia.

 

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