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El Catoblepas, número 40, junio 2005
  El Catoblepasnúmero 40 • junio 2005 • página 16
Polémica

Sobre númenes, leones y jaguares indice de la polémica

Iñigo Ongay

Respuesta a David Alvargonzález

En su artículo «El león de Iñigo Ongay y el jaguarete de Iguazú» (El Catoblepas, nº 40, pág. 11) responde David Alvargonzález los comentarios sobre el desarrollo de la polémica en torno a los númenes y la filosofía angular de la religión que yo había dejado planteados en el número 39 de El Catoblepas. En este breve texto el Profesor Alvargonzález hace pie sobre todo en la crítica a un argumento «nuevo» que yo habría ofrecido en mi artículo «Númenes reales y Filosofía angular de la religión», y que el propio profesor gijonés rotula como «argumento del encuentro con el león». Dado que efectivamente las consideraciones sobre un tal «experimento mental» ocupan la mayor parte del artículo de David Alvargonzález, yo también voy a optar por centrar mi respuesta en este flanco, dedicando en cambio poco espacio –o más bien casi ninguno– a otras objeciones que David arroja contra mi texto, particularmente a las que hacen blanco en los «procedimientos» argumentativos utilizados en este mismo («argumentos de autoridad», «constantes paráfrasis» de Gustavo Bueno, &c.){1}.

Bien, entrando por lo tanto, sin más preámbulos, en la réplica de David sobre mi «experimento mental», lo primero que considero necesario aclarar es que nuestro autor no ha entendido realmente nada bien –seguramente por nuestra culpa– el argumento del «encuentro con el león» que yo presentaba en mi anterior trabajo; es más, en primer lugar ha interpretado de un modo verdaderamente muy embrollado las «intenciones» con las que una tal situación se introducía en la polémica y además, en segundo lugar, tampoco –creo– ha acertado a calcular el alcance que conferíamos a dicho «argumento». Vamos a detenernos brevemente sobre estas cuestiones.

De un lado, decimos, David ha interpretado mal mis intenciones dado que tal y como el profesor asturiano se representa estas mismas, parecería que yo tratase, con mi ejemplo, de hacerle «reconsiderar» aunque fuese marrulleramente y mediante la subrepticia introducción del expediente de la fiera peligrosa, su «impiedad primaria» a la manera –y este es ejemplo sacado a colación por el mismo Alvargonzález en su discusión de mis argumentos– como también el clérigo católico pretende provocar la «conversión» en el ateo terciario una vez este sea colocado ante el trámite de la muerte, las penas del infierno, y no sé cuántas cosas más. De esta manera, responde David, mis pretensiones son enteramente erróneas, puesto que aunque la fiera de mi ejemplo mate y devore a mi interlocutor, este efectivamente moriría, sin por ello abdicar de su «impiedad» materialista, es decir, moriría consciente, en todo caso, de los límites de la inteligencia de los felinos.

En este mismo sentido, y para mejor así calificar mis propias posiciones, David Alvargonzález «se acuerda» de las controversias que se mantuvieron sobre si Ortega, besando la cruz, «reconsideró» o no su propia «impiedad» in articulo mortis. Pues bien, como broma puede valer, sin embargo lo que esta línea de argumentación no debiera hacerle a David perder de vista es que, aunque muy bien pueda él mismo mantener toda su «impiedad materialista», incluso a la hora de arrostrar el «trance del león», yo desde luego no soy algo así como el «Santiago Ramírez de la Religión Primaria». Lo que con esto quiero decir es ante todo que, sin perjuicio de las intenciones «apologéticas» que Alvargonzález pretende atribuirme, a mí particularmente me tiene enteramente sin cuidado la «actitud» con la que David «vivenciaría» el encuentro con nuestro numen, es decir, no sólo no pretendo «convertirle» (puesto que tampoco soy el San Francisco Javier de las religiones del paleolítico) sino que tampoco considero que interesen, a efectos argumentales, las «vivencias subjetivas» que David, o yo mismo, pudiésemos «experimentar» en una tal situación; los tiros no iban desde luego por ahí.

Además, tampoco debiéramos dejar de reparar en una diferencia, bien significativa de suyo, entre la «impiedad» primaria y la terciaria que, sin embargo, David no parece haber detectado con la suficiente claridad. Nos referimos a los siguiente: el ateo terciario puede efectivamente apearse de su impiedad in articulo mortis, sea, pero ¿puede decirse en algún sentido que su propia muerte venga determinada por las operaciones del propio Dios infinito al que tal prosélito decide volverse a última hora? ¿Puede acaso aducirse que es este Dios Pantocrátor quien lo mata? De otra manera: Ortega besaría o no la cruz ofrecida por los buenos clérigos que rodeaban su lecho, pero lo que desde luego no hizo Ortega es ver al Padre Eterno al final de su vida, como no fuera por efecto de unas alucinaciones de etiología bioquímica muy determinada (por ejemplo encefalínica o endorfínica); esto es, ese Dios con el que David quiere comparar a nuestro león, no figura ni siquiera en el plano fenoménico sencillamente porque presuponemos que no existe, y precisamente porque no existe en la realidad (a no ser que aceptemos las premisas teístas) tampoco puede ser objeto de una verdadera experiencia, y justamente en este punto reside la principal diferencia ontológica respecto al estatuto de los númenes primarios. Creemos que algo de esto puede quedar todavía más claro trayendo aquí a colación un párrafo extraído de la obra más reciente de Gustavo Bueno, permítasenos citarlo:

«Desde una plataforma materialista resulta imposible adscribir la "alegría" por la que "siente el ánima en sí mesma la presencia de Dios" al estrato básico de los fenómenos. Esa alegría no puede sencillamente ser admitida como fenómeno, sino, a lo sumo, como una descripción en la que andan mezcladas ciertas sensaciones cenestésicas con ideas sobre Dios y sobre la escalera que nos conduce a él. Ideas que realimentan aquellas sensaciones y las fijan. Lo que para el iluminado es fenómeno de presencia , que requiere admitir la realidad de lo que se presenta, para el racionalista es sólo un fenómeno ilusorio o alucinatorio, en el que el sentir (sensum) ha transformado su materia (lo sentido, sensatum) sustituyéndola por otra, por medio de Ideas, teorías, &c.» (Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, pág. 160.)

Ahora bien, lo más interesante de este asunto consiste, creemos, en lo siguiente: si nuestras intenciones a la hora de presentar la situación del «encuentro con el león» no consistían en absoluto en una intentona desesperada por obligar a David a desistir de su «impiedad irreductible» y si desde luego tampoco queríamos indagar en las «vivencias» que el propio Alvargonzález pudiera experimentar ante un tal encuentro – cosa que repito me importa bien poco– y mucho menos –como David apunta– echar un cerrojo «dramático» sobre la discusión por vía de la muerte de mis contrincantes, la pregunta que se abre entonces parece obvia: ¿a cuento de qué venía exactamente este peculiar «experimento mental»?

¿Se trataba acaso de reducir la religión primaria a una experiencia psicológica particularmente intensa relacionada con el trato con ciertos animales? Pues efectivamente no; en modo alguno se trataba de eso. Y no se trataba de eso dado, entre otras cosas, que al margen de las «vivencias subjetivas» que pueda llevar aparejadas, lo que este «argumento mental» deja ver con especial evidencia es precisamente las propiedades numinosas que exhiben ciertos animales incluso en el presente, al menos cuando median ciertas circunstancias que permiten, diríamos, a tales fieras «envolver» etológicamente al más «impío»; y son justamente tales propiedades las que califican a estos animales como términos adecuados de una particular relación por religación, en la que consiste el núcleo verdadero de las religiones primarias. Ahora bien, en el contexto de esta relación nuclear resultan más o menos irrelevantes las «vivencias subjetivas» que puedan tener lugar, con lo que, desde luego, nosotros no advertimos resto de psicologismo alguno en nuestras posiciones, aunque eso sí, subsistan desde luego poderosas cargas de psicologismo en la propia interpretación que David Alvargonzález se ha fabricado al respecto; es decir, si algún psicologismo se está ejercitando aquí, creemos que este reside más bien en el mismo color del cristal al trasluz del cual el profesor Alvargonzález ve el «experimento mental» de referencia.

Y nos importa, por lo demás, hacer notar en este contexto que nosotros no hemos sostenido, en ningún momento, que la religión, como tal figura antropológica, se reduzca en modo alguno a las «experiencias» de los hombres ante los leones. Esa tesis sería efectivamente psicologista, y sin duda que hace muy bien David en denunciarlo así, sólo que, dado principalmente que nosotros no nos reconocemos en su denuncia, hemos de señalar que Alvargonzález parece razonar como si estuviera él mismo preso del «juego de espejos deformantes» al que el propio profesor asturiano se refería en una de sus respuestas a Alfonso Tresguerres.

¿Y qué decir de las instrucciones que los responsables del Parque de Iguazú ofrecen a los turistas, por si estos mismos se encontraran repentinamente con un jaguarete? Ante todo, que como en efecto afirma Alvargonzález, tales disposiciones aparecen como fundamentadas en el conocimiento exhaustivo del etograma de este felino, y por tanto en los conocimientos positivos propios del etólogo de nuestros días, unos conocimientos, por lo demás, en los que de alguna manera participaban también, a su modo, los teólogos primarios, los cazadores del paleolítico{2} por más mitos que envolvieran el trato operatorio que estos sujetos mantenían con la fauna pleistocena.

Ahora bien, lo que no termino de ver, por mi parte, es el modo cómo estas pautas que recomiendan los responsables del Parque de Iguazú benefician lo más mínimo a las posturas del profesor Alvargonzález, ante todo, si tenemos en cuenta que semejantes instrucciones presuponen, como dice Alvargonzález, los «límites de la inteligencia de los felinos», porque presuponer tal cosa vale tanto como reconocer al mismo tiempo y eo ipso, su propia «inteligencia», es decir, su «entendimiento», así como también su «voluntad». Con ello, creemos que puede comprenderse fácilmente, que tales instrucciones lo que principalmente presuponen es que los jaguaretes no son autómatas, ni tampoco hombres, aunque sean sujetos operatorios a los que otros sujetos operatorios (ahora humanos) pueden procurar «engañar» (o ,en otros casos, ser engañados por ellos), o tratar de «comunicarse»; con los que en definitiva, cabe mantener, de un modo sui generis, relaciones muy determinadas que no pueden sostenerse frente a las plantas, pero tampoco frente a las restantes personas. Y si los jaguaretes de Iguazú no son «máquinas» (radiales) ni tampoco «personas» (circulares), ¿qué es lo que queda? Pues que sean ante todo términos del eje angular del espacio antropológico con los cuales resulta perfectamente hacedero, dadas ciertas condiciones, entablar el trato característico de la religación angular. Es decir, algo, en resolución muy parecido, a númenes primarios.

Y por eso consideramos que acierta de pleno Lino Camprubí cuando, en los Foros de Nódulo, concluye su intervención referente al «jaguarete de Iguazú» con las siguientes palabras: «No son los diez mandamientos, pero...»

Notas

{1} No quiero detenerme en este punto y, sin embargo, de lo que no se da cuenta David es de que estos supuestos «argumentos de autoridad» no iban dirigidos principalmente contra él, y en todo caso, contra Alvargonzález, muy poca fuerza podrían hacer evidentemente, dado que nuestro interlocutor, como es bien sabido, no está de acuerdo con «El animal divino» y él mismo reconoce este desacuerdo (al menos en lo que respecta a la «parte ontológica») y, por lo tanto, ya nos explicará David Alvargonzález cómo iba a ser yo tan idiota (y no digo ya sólo dogmático, que también) para pretender «clausurar» una discusión apelando a una autoridad que el contrincante comienza por no reconocer.

{2} Dice David Alvargonzález en su artículo, refiriéndose a estos cazadores: «en contra de lo que dice Íñigo Ongay, sí podrían tener ciertos conocimientos prácticos que un etólogo consideraría acertados.» Por entero de acuerdo, salvo que yo no he sostenido nunca lo contrario. Lo que sí he mantenido –y lo mantengo otra vez ahora– es que estos individuos no «sabían ninguna etología en absoluto», cosa en la que desde luego David coincidirá conmigo, a no ser que pretenda remontar anacrónicamente los orígenes de la historia de la etología, como tal disciplina categorial, al paleolítico superior.

 

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