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El Catoblepas, número 41, julio 2005
  El Catoblepasnúmero 41 • julio 2005 • página 3
Guía de Perplejos

Sobre la simpatía

Alfonso Fernández Tresguerres

De la simpatía y sus formas

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No me interesa en estos momentos hablar de la simpatía en ese sentido cósmico en el que se la entiende a veces, como aquello que determina la ligazón o unión entre los distintos elementos del Universo; sentido, por lo demás, que cuenta con una larguísima tradición, y que desde los estoicos y los neoplatónicos pasa por algunas corrientes renacentistas llegando hasta el mismo Schopenhauer. Tampoco los usos que el término del que hablo tiene en las ciencias biológicas o físicas, sino otros, igualmente lícitos y, al tiempo, más frecuentes en el manejo que de ordinario hacemos del mismo, y para empezar aquél en el que la simpatía se dice del modo de ser o del carácter de un individuo: ser simpático, en efecto, es considerado sinónimo de resultar agradable y hallarse en posesión de un cierto encanto que a menudo despierta el afecto de los otros y facilita la relación con ellos. Qué sea lo que el simpático tiene de agradable o en qué consista ese peculiar encanto del que es depositario, tiene mucho que ver, seguramente, con el mostrarse capaz de desplegar un humor amable y ligero, que divierte sin molestar, que contenta a todos y que a nadie hiere, porque ni hace uso de la palabra afilada ni del doble sentido que denuncia, sin hacerlo, un defecto o una impostura. Ser simpático es ser franco, no ocultar con lo que se dice otra cosa distinta o punzante que el oyente deba descubrir, poniendo de ese modo a prueba su agilidad mental o su paciencia; es hallarse, también, dotado de un ingenio rápido y espontáneo, pero ducho sólo en percibir el aspecto dulce de las cosas, las situaciones y las personas; un ingenio que todos comprenden y de cuyos descubrimientos pueden participar y hacerse cómplices, con lo que, al cabo, el simpático a todos agrada y a nadie ofende, porque a la luz que de él se irradia no hay quien deje de verse como un tipo inteligente y ameno, excelente contertulio y digno de estima: ser simpático, en suma, es caer bien a todo el mundo.

Si tal circunstancia resulta buena o deseable en sí misma es, sin embargo, otra cuestión. Que todos nos tuvieran por no gratos sería, ciertamente, preocupante. Que a todos resultemos agradables y a todos parezcamos encantadores, no lo es menos. Lo primero indicaría, con toda seguridad, que somos un mal bicho; mas lo segundo, sospecho que es señal de que somos un bicho tonto. Nadie puede agradar a todos sino es haciendo dejación de sí, plegándose camaleónicamente al otro o sirviéndole de espejo en el que verse como desea. Si eso es ser simpático, abracemos la antipatía, porque más vale ser tenido por malo que por bobo, y más por antipático que por borreguito esponjoso y juguetón.

De hecho, no llamamos simpático al irónico o al sarcástico, y es que ni la ironía ni el sarcasmo resultan simpáticos, sino molestos, en tanto que la simpatía es siempre amable y jamás persigue la denuncia, sino sólo el compadreo. La ironía y el sarcasmo irritan, porque colocan al otro ante lo peor de sí y le fuerzan a enfrentarse a ello, y a enfrentarse, asimismo, a sus debilidades o inconsecuencias; pero la simpatía es esencialmente acomodaticia y cortés, y tapa con un barniz de comprensión e indulgencia las rugosidades del carácter o los poros de los defectos. Si Sócrates hubiese sido un tipo simpático, es muy probable que, lejos de ser condenado a muerte, se le hubiese otorgado una pensión vitalicia a cargo de los presupuestos de Atenas. Porque el simpático hace que nos sintamos a gusto, y eso tiene un precio; de ahí que sea bien recibido en cualquier parte y a cualquier hora. Mas la ironía y el sarcasmo obligan a que nos cuestionemos aquello que no podemos o no queremos cuestionar, y, como consecuencia, suscitan enojo y repulsa. Así pues, en tanto que el irónico es visto como un individuo molesto e hiriente (un tábano, decía Sócrates), el simpático, en toda ocasión y circunstancia, es una bendición.

Y esto se manifiesta, también, en las distintas formas de humor características de cada uno de ellos. El de la simpatía es un humor fácil, que se sustenta en lo obvio y en el que ningún significado oculto se encierra, y por eso sienta bien y se confraterniza de inmediato con él, porque consigue que aquéllos a quienes va dirigido se figuren inteligentes, importantes y justos, y por eso el simpático (como se dice) se hace querer (la otra modalidad de humor fácil, antítesis en gran medida de ésta, es la que se establece a partir del vituperio o la grosería). El humor propio de la ironía, por el contrario, es enormemente complejo y sutil, y se cimienta siempre sobre el doble sentido (latente y manifiesto) de aquello que se dice (y por eso, si bien casi todo el mundo puede ser simpático, a poco que se lo proponga de veras –y con un poco más de esfuerzo, y contando con que la naturaleza nos haya dotado de una cierta rapidez perceptiva y alguna agilidad mental, tampoco es muy difícil mostrarse sarcástico–; son muy pocos, en cambio, aquéllos a quienes es dado ser auténticamente irónicos). Si se halla ausente esa duplicidad de significados, la ironía no es tal, sino simpatía o insulto, porque, justamente, el sentido manifiesto de la expresión irónica (como el de la simpática) es con frecuencia inofensivo y hasta adulador, en tanto que su sentido latente, con no menos frecuencia, es hiriente y hasta insultante. Cuando se rompe ese dificilísimo equilibro entre ambos sentidos que la ironía alcanza, de tal modo que el segundo de ellos –el latente– resulte más evidente e inmediato, siendo, por tanto, advertido con una facilidad mayor de la que la propia ironía autoriza, tenemos el sarcasmo. Más en ambos casos, la reacción de aquél a quien va dirigida la expresión irónica o sarcástica no es el afecto, sino el rechazo y la repulsa, de ahí que tanto al irónico como al sarcástico, menos como amables (esto, es dignos de ser amados) se les vea como cualquier cosa, y muy habitualmente como odiosos, ofensivos y antipáticos.

Mas no se piense, por lo que digo, que es mi intención proponer la antipatía como ideal a alcanzar: sin duda que es importante saber ser simpático a veces, pero aún es más importante saber cuándo, dónde y con quién serlo (y otro tanto cabe decir, desde luego, de la ironía y el sarcasmo). Lo que ciertamente resultaría inquietante es que no se dijera de nosotros otra cosa sino que somos simpáticos, porque téngase por seguro que, en los más de los casos, tal expresión nada significa excepto que se nos tiene por acomodaticios, complacientes y fáciles de mangonear.

2

Los orígenes del término «simpatía» poco tienen que ver, sin embargo, con lo que hoy entendemos por «simpático»: «simpatía» deriva del griego syn (con) y pathos (sufrimiento), y vendría, por tanto, a significar algo así como «sufrir con», esto es, ser capaz de ponerse en lugar del otro para comprender sus pesares y solidarizarse con ellos. Y este es el sentido en el que la simpatía es utilizada por Hume (también por A. Smith, Hutcheson o Schaftsbury) como fundamento de la moral: sólo por simpatía cabe explicar que nos sintamos interesados en el bienestar o la desdicha de otras personas, y que nos veamos afectadas por ellas, todo lo cual pondrá en marcha, por nuestra parte, algún tipo de acción. El escepticismo de Hume, que le lleva a descreer de la posibilidad de hallar un criterio moral infalible desde el que juzgar las acciones en tanto que buenas o malas, empujándole a la sospecha de que, en el fondo, un juicio ético es análogo a un juicio estético, no le conduce definitivamente al puro emotivismo (según el cual la moral sería una mera cuestión de emociones, gustos o sentimientos), merced a que Hume entiende que, en cualquier caso, todos tenemos un sentimiento o un gusto común: alcanzar el placer o la felicidad y evitar el dolor, y, en consecuencia, será bueno aquello que contribuya a ese proyecto, y malo lo que lo dificulte o entorpezca. Tal es, en esencia, el sentido del utilitarismo moral de Hume: una acción es buena si resulta útil en orden a propiciar el bienestar del propio individuo y el de los demás, y, en último término, el bienestar del conjunto de la sociedad. La moral, pues, no hunde sus raíces en el juicio derivado de la especulación, sino en la sensación producto del sentimiento, y en la inquisición de si nuestras acciones merecerían la aprobación de quien nos observa desinteresadamente: «La hipótesis que nosotros adoptamos –afirma Hume en la Investigación sobre los principios de la moral– es sencilla. Define la virtud como cualquier acción o cualidad mental que ofrece al espectador el sentimiento placentero de aprobación; y el vicio como lo contrario [...] La aprobación o censura que sobreviene entonces –prosigue– no puede ser la obra del juicio, sino del corazón; y no es una afirmación o proposición especulativa, sino una sensación o sentimiento activo». Pues bien, tal sentimiento se establece sobre dos principios complementarios: el amor propio (por el que anhelamos nuestra dicha) y la simpatía (que nos induce a desear la del prójimo). En ésta –señala Hume en el Tratado– «se produce una evidente transformación de una idea en una impresión», puesto que los sentimientos y afecciones del prójimo, que inicialmente son para nosotros ideas, concebidas como algo ajeno, se convierten en impresiones actualmente sentidas merced las leyes de asociación de ideas (causalidad, semejanza y contigüidad): «Cuando todas éstas relaciones se aúnan –escribe Hume– llevan la impresión de nuestra propia persona –o autoconciencia– a la idea de los sentimientos o las pasiones de los demás hombres, y nos las hacen concebir del modo más vivo e intenso».

Similar es el planteamiento de Adam Smith: los juicios morales se basan en el sentimiento, y merced a la simpatía podemos hacernos cargo de lo que siente otro, poniéndonos mentalmente en su lugar y sintiéndolo con él, aunque, evidentemente, con una intensidad mucho menor. Y, paralelamente, evaluamos nuestras propias acciones y motivos preguntándonos si un espectador imparcial podría simpatizar con ellos.

Y este modo de entender la simpatía me parece que tiene en Espinosa un importante precedente. Partiendo del principio según el cual: «Cualquier cosa puede ser, por accidente, causa de alegría, tristeza o deseo», concluye Espinosa que: «A partir de aquí entendemos por qué puede suceder que amemos u odiemos algunas cosas sin causa alguna por nosotros conocida, sino tan sólo por simpatía (como dicen) y antipatía. Y con esto hay que relacionar también aquellos objetos que nos afectan de alegría o de tristeza por el sólo hecho de que poseen algo semejante a objetos que suelen afectarnos de los mismos afectos [...] Sé sin duda –prosigue Espinosa– que los primeros autores que introdujeron estos nombres de simpatía y antipatía quisieron significar con ellos ciertas cualidades ocultas de las cosas; creo, sin embargo, que me es lícito entender también con ellos ciertas cualidades conocidas o manifiestas».

Con todo, creo que para designar aquello a lo que se refiere la filosofía moral de corte utilitarista (al estilo de Hume o A. Smith) acaso fuera preferible el término empatía, entendiendo por tal la «identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro» –tal como la definen nuestros académicos–, porque las diversas acepciones que la voz simpatía tiene en nuestra lengua se prestarían a generar una cierta confusión cuando dicho concepto lo trasladamos al ámbito de la moralidad, dado que algunas de esas acepciones –como sucede con la simpatía predicada del carácter de una persona, a lo que nos hemos referido anteriormente– tienen un peso sensiblemente mayor que el que pueda tener la simpatía entendida al modo de Hume o A. Smith. De hecho, tampoco éste último parece acabar hallándose enteramente cómodo con el término simpatía aplicado al mundo moral: «Lástima y compasión –escribe A. Simth– son palabras apropiadas para significar nuestra condolencia ante el sufrimiento ajeno. La simpatía, aunque su significado fue quizás originalmente el mismo, puede hoy utilizarse sin mucha equivocación para denotar nuestra compañía en el sentimiento ante cualquier pasión». Ahora bien, la ventaja del término empatía, frente a los sugeridos por A. Simth, estriba en que resulta neutro desde el punto de vista efectivo, y se refiere tan sólo a la capacidad para ponerse en el lugar del otro y comprender sus motivos, sin que tal comprensión implique necesariamente la aprobación o desaprobación de sus actos, ni tampoco el acompañar en el sentimiento o la lástima y compasión por lo que le sucede. Cualquiera de tales disposiciones serán (o no serán) posteriores a la comprensión y, por tanto, a la empatía misma. En consecuencia, sólo en la medida en que quepa conjeturar que los filósofos morales a los que nos estamos refiriendo no le piden al término simpatía, que ellos utilizan, más de lo que acabamos de señalar, podría éste, con acierto, ser sustituido por empatía. Mas ello, por fuerza, debe ser así, al menos si el espectador imparcial ha de ser realmente imparcial, siendo, al tiempo, la imparcialidad misma condición previa del juicio moral, que, en caso contrario, sería siempre un juicio interesado; lo que no implica (entiéndase bien) abrazar el relativismo; relativismo que el propio juicio moral excluye: una posición relativista únicamente desde la afasia y la epojé puede ser sostenida. Por tanto, la imparcialidad atañe tan sólo a la deliberación, mas el juicio moral supone una toma de partido y por ello implica un compromiso, y con él la aprobación o desaprobación moral de un determinado acto. Otra cosa distinta es que tal imparcialidad sea posible o no, lo que obligaría a tener que cuestionarse la propia idea de espectador imparcial al que apelan estas corrientes de filosofía moral. Pero sí lo es, ninguna otra nota, además de la empatía misma, hay que suponerle adjunta.

La empatía, como decimos, nos permite ponernos en el lugar de otro y hace posible que comprendamos sus sentimientos, imaginando cuáles serían los nuestros de estar en su caso, y es, de este modo, condición inexcusable de la propia sensibilidad moral e impulso que nos conduce a realizar o no realizar determinadas acciones (quien carece de tal disposición es, en sentido estricto, un imbécil moral). Es también la única fuente de la que puede surgir la capacidad de sentir lástima o compasión, pero no equivale sin más a éstas, porque ser capaz de ponerse en el lugar de otro no implica inmediatamente la aprobación o la lástima, sino también (cuando hubiere motivos para ello) la condena y la repulsa. La empatía, en suma, es una forma de entendimiento intelectual y afectivo del otro, mas lo que haya de surgir de tal entender es otro asunto distinto. Y tales son, creo yo, las condiciones que ha de reunir un espectador imparcial, si verdaderamente es imparcial y si verdaderamente es espectador del mundo moral.

Seguramente una de las confusiones tanto del planteamiento de Hume como del de A. Smith estriba en no separar adecuadamente la empatía (el entender y comprender a otro) de la compasión; y la verdad es que cuando se utiliza el término simpatía se desdibujan, al menos en nuestra lengua, tales diferencias, porque para nosotros la simpatía indica que se ha dado un paso más allá de la comprensión misma, apuntando, quizás, a que la comprensión se ha convertido en justificación y solidaridad, y, por tanto, también en aprobación, en unos casos, o lástima y compasión, en otros. Me parece que en el mismo error incurre Adler: «La compasión –escribe– es la expresión más pura del sentimiento de comunidad. Cuando hallamos este afecto en alguna persona, podemos estar, en general, tranquilos acerca de su sentimiento de comunidad, pues en este aspecto se patentiza hasta qué punto una persona es capaz de proyectarse sentimentalmente en la situación de otra». Pero sucede, como decía, que el proyectarse sentimentalmente en la situación de otra persona no significa que, de modo automático, hayamos de compadecerla (o alegrarnos con ella), sino tan sólo que somos capaces de entender sus motivos y vernos a nosotros en su lugar; y, ciertamente, de ello resultará, en ocasiones, la compasión o la alegría, la comprensión o la justificación de sus actos, mas en otras, nuestro ejercicio proyectivo irá seguido del rechazo o la repulsa, porque la proyección sentimental (la empatía) ha de ir acompañada del juicio, pero de ningún modo, ella, por sí misma, supone una inmediata toma de partido a favor del actor de cuyos actos somos observadores. Sin duda, no es posible experimentar compasión sin empatía, más la empatía no se identifica sin más con la compasión. Cuando se da tal paso es cuando propiamente la empatía se ha convertido en simpatía. Y creo que esto lo ha visto perfectamente Kant cuando define la syimpahtía moralis como el «alegrarse con otros y sufrir con ellos». Y ello con independencia de que tal vez, como señala Espinosa: «La compasión, en el hombre que vive bajo la guía de la razón, es por sí misma mala e inútil». Mala porque es una forma de tristeza, e inútil porque el auxilio que nos dispongamos a prestar a otro ha de nacer del sólo dictado de la razón. Algo en lo que también está de acuerdo Kant: «En realidad –leemos en La metafísica de las costumbres–, cuando otro sufre y me dejo contagiar por su dolor (mediante la imaginación) no pudiendo, sin embargo, librarle de él, sufren dos, aunque el mal propiamente (en la naturaleza) sólo afecte a uno. Pero es imposible que sea un deber aumentar el mal en el mundo, por tanto, también hacer el bien por compasión». Añadiendo a ello, además, que otras veces (también según Kant) sería una forma infame de beneficencia, en tanto que pudiera ir dirigida (benevolentemente) a quien sea indigno de ella.

Ahora bien, volviendo a la filosofía moral de cuño utilitarista, si la simpatía consiste, como decíamos antes siguiendo a Kant, en alegrarse con otros y sufrir con ellos, no me parece que haya de ser algo que quepa exigir, por principio, al espectador imparcial: se alegrará con quien sea digno de ello y sufrirá con quien sea merecedor de ser acompañado en el sentimiento, pero en tanto que juez imparcial del acto moral sólo cabe pedirle capacidad de discernimiento y de juicio, que, en cuestiones morales, son inseparables de la empatía: que a esta le siga o no la simpatía es otro asunto diferente. Y precisamente por esto, a saber: porque distintos espectadores que se consideren igualmente imparciales pueden simpatizar más o menos con una determinada acción, es por lo que, a mi juicio, tanto la ética de Hume como la de A. Smith se hallan preñadas de un cierto relativismo. También esto ha sido percibido con toda claridad por Kant. Según él, como es sabido, el único principio válido de la moral es la coincidencia de nuestra acción con el dictado de la razón, tratándose, pues, de un fundamento intelectual y con validez a priori, que no puede hallarse en parte alguna más que en el imperativo categórico. Pues bien, desde esa perspectiva, Kant considera que la otra posibilidad es que la moralidad descanse sobre fundamentos empíricos, ya exteriores, como pueden ser la educación (posición que ejemplifica en Montaigne) o el gobierno (Hobbes), ya interiores, establecidos sobre un sentimiento físico, que no es otro que el egoísmo, y que asume dos modalidad: la vanidad o la codicia (y cuyos exponentes serían Epicuro, Helvetius o Mandeville), o sobre un sentimiento moral, que permite distinguir el bien del mal, y este sería el caso de los posicionamientos morales de Hume y A. Smith (aunque Kant se refiere a Schaftesbury y a Hutchenson). Tras rechazar el que el principio de la moralidad se establezca sobre el egoísmo, puesto que «la índole de las acciones que me reportan o no placer se basan en circunstancias muy aleatorias», Kant añadirá, refiriéndose a la segunda alternativa del fundamento empíricos interior, y que es aquélla de la que venimos hablando en estas notas: «Basando el principio en un sentimiento moral, en virtud del cual la acción se juzga por el placer o displacer, por la sensación que produce o, en otras palabras, según el sentimiento del gusto, entonces descansa también en fundamentos harto contingentes. Pues lo que a algunos les sienta bien puede resultar aborrecibles para otros». Y otro tanto sucede, concluirá el filósofo alemán, con los fundamentos externos, establecidos sobre la educación o el gobierno. Cualquiera de tales fundamentos, por otra parte, incluido aquél que hace depender la moral del sentimiento, es visto por Kant como heterónomo, con lo que, al cabo, tampoco satisface la segunda exigencia de la moralidad, a saber: que además de hallarse establecida sobre principios morales con valor a priori y no relativos, por tanto, sea, al mismo tiempo, autónoma.

Más cercano a nosotros, también Max Scheler, aunque por razones distintas a las de Kant, ha rechazado el concepto de «simpatía» de los filósofos ingleses. Y ante todo, porque, según Schler, la simpatía no puede quedar relegada al mero contagio afectivo, en el que no existe intencionalidad, siendo así que se halla constituida por un conjunto de actos intencionales, cuyo escalón más alto lo ocupa el amor. Por lo demás, no es necesario que se dé el contagio para que tenga lugar la comprensión. Eso sería así –argumenta Scheler– si no hubiera más intuiciones que las sensibles, pero es lo cierto que también hay intuiciones puras, mediante las cuales podemos captar una realidad sin necesidad de hallarnos en comunión afectiva con ella.

De todos modos, permítaseme confesar que a mí las intencionalidades e intuiciones eidéticas fenomenológicas, y no digamos las monsergas de Scheler sobre el amor, jamás han logrado interesarme gran cosa, y si lo menciono es sólo para que no se me acuse de supina ignorancia, puesto que es uno de los que más detenidamente ha tratado el asunto que me ocupa (precisamente su obra Esencia y formas de la simpatía acaba de ser reeditada, en una bella edición, por la editorial Sígueme, de Salamanca).

Y ya que he abierto este paréntesis a propósito de Scheler, acaso se me permita y no se me considere en exceso impertinente proseguir con otro: de sobra sé que el problema de la simpatía (entendida de uno u otro modo) posee una venerable antigüedad y ha generado una vastísima producción escrita en la ya larga historia de la filosofía. Mas no pretendo un análisis detallado de autores y doctrinas al respecto. Ignoro si mi erudición daría para tanto, pero, desde luego, es seguro que no lo da mi interés: deseo sólo hilvanar (o tal vez deshilvanar) algunas reflexiones sobre el asunto, y, poner en claro, en la medida de lo posible, mi propia forma de entenderlo. Pero no porque me guíe en tal empresa una tan vanidosa como ridícula e imposible pretensión cartesiana de empezar desde cero, ni tampoco porque desde una ignorancia tan insondable como atrevida me disponga a teorizar a tontas y locas: créaseme si digo que conozco y tengo presentes, si no todas, las más de las cosas que sobre el particular se han dicho, y si menciono a unos y no a otros es por la única razón de que aquéllos me han salido al paso y éstos, no. Desearía, pues, que no se me juzgara por las ausencias o las presencias, por los nombres que están o por los que faltan, sino sólo por lo atinado o no del discurso. Éste no es, ni quiere ser un estudio sobre la simpatía, sino un bosquejo de la forma en que yo la veo y la entiendo. Que estas notas tropiecen con algún lector interesado es suficiente (y acaso más de aquello a lo que razonablemente puedo aspirar); que la mayoría, en cambio, las encuentre perfectamente prescindibles, es algo que cuenta con mi beneplácito y comprensión. (Y se me ocurre ahora si este mismo prólogo y aviso no podría hacerse extensivo al conjunto de los engendros que van conformando esta Guía de perplejos.)

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En todo caso, y volviendo a lo que estábamos, lo que quisiera subrayar es que la empatía se convierte realmente en simpatía cuando, del mero entender a otro y del simple ser capaces de ponernos en su lugar (de donde resultará la compasión o el vituperio), se pasa a la compresión y a la solidaridad, y, con alguna frecuencia, a la aprobación y al acuerdo (aunque, sin duda, esto último no resulta condición indispensable para simpatizar con otro: se puede experimentar simpatía por alguien estando en desacuerdo con él, aunque no siempre, desde luego, porque una falta de acuerdo permanente hace imposible el establecimiento de tal lazo afectivo). Y con esto llegamos al otro gran sentido que el término «simpatía» tiene en nuestra lengua. Me refiero a la simpatía, no referida al modo de ser o carácter de un individuo, sino entendida como «inclinación afectiva entre personas». Que el referente de tal inclinación puedan ser también animales, como quiere nuestra Academia de la Lengua, lo acepto; que sean cosas, como también afirman nuestros académicos, se me hace más difícil de admitir: como no sea por vía simplemente metafórica, no sé yo muy bien qué sentido tiene designar como «simpatía» la preferencia o inclinación que siento por un objeto. Diré que me gusta (una camisa más que otra) o que me resulta más cómoda (esta silla que aquélla) o que me es más útil (esta agenda que la otra)..., pero que simpatizo con ellas... Por mi mismo, lo confieso, jamás habría llegado a descubrir que mi relación con una silla que me parece cómoda o que me gusta podría definirla como «simpatía», como no sea, repito, a título metafórico. Ni tampoco se me habría ocurrido jamás decir que una silla que reúna tal condición (serme cómoda) me es, por ello, simpática, a no ser que «simpática» sea ahora sinónimo de «graciosa», por ejemplo, atendiendo a su diseño, pero no a su comodidad, porque sucede, además, que una silla de gracioso diseño puede no ser cómoda (más bien, la verdad, es que suele resultar incomodísima). Y todo esto seguramente es así porque la simpatía, como tal, reclama reciprocidad, es, en esencia, mutua (como también admiten nuestros académicos al referirse a la relación entre personas). Y esa reciprocidad, que, ciertamente, es factible que se establezca con un animal (o al menos con animales de algunas especies) no lo es, en absoluto, con un objeto. Que además de mutua sea también espontánea (como sostienen, asimismo, nuestros maestros de la lengua), lo tengo, en cambio, por más discutible. Incluso me atrevería a decir que tal espontaneidad es más probable que se produzca en el trato con un animal (si a un perro no le gustas nada más verte, no le gustarás nunca), pero me parece que entre humanos la simpatía, por lo general, nace (o no nace) del trato. Y aunque sin duda a todos nos ha ocurrido experimentar (o no experimentar) tal inclinación afectiva por una persona en el preciso momento de conocerla, todos sabemos también con cuanta frecuencia nos hemos visto obligados a corregir esa primera impresión no bien hemos tratado a esa misma persona tres o cuatro veces.

Ahora bien, ¿qué es lo que provoca que sintamos simpatía por alguien? Seguramente el que nos sintamos comprendidos y apoyados por él, el que percibamos que le importan nuestras cosas, incluidas nuestras alegrías y nuestras desdichas. Tal es, como señalaba antes, el genuino paso de la mera empatía a la simpatía, en sentido estricto. También, probablemente, el que podamos aprobar las líneas generales de su conducta o de su forma de ser: por tanto, el que también nosotros podamos comprender sus motivos y, llegado el caso, considerarnos plenamente autorizados para aprobarlos, sin fingimiento o traición a nosotros mismos. En esto estriba, en definitiva, el carácter mutuo de la simpatía; aunque somos, acaso, tan egoístas en el fondo que tal vez nos baste con que se nos aprecie, aunque nosotros no apreciemos, o al menos no en igual medida. Mas lo contrario, esto es, que nos parezca simpático alguien a quien nosotros resultemos profundamente antipáticos, sería, a todas luces, un notable ejercicio de masoquismo o de santidad.

Fuera de eso, no alcanzo a ver en qué otros motivos podría asentarse la simpatía. Resultaría, por ejemplo, enteramente engañoso suponer que sólo cabe simpatizar con aquéllos que tienen intereses similares a los nuestros, o a quienes nos ligan pensamientos o sentimientos comunes; mas no porque no pueda ser así, en ocasiones, sino porque eso mismo suele engendrar, otras veces, rivalidad, envidia y hasta odio (y aun cabría discutir si no es esto precisamente lo que con más frecuencia sucede). Sólo del sentir que nuestra vida y nuestros asuntos tienen alguna importancia para otro, hasta el punto de alegrarse con nuestro bienestar o nuestros logros y dolerse con nuestras desdichas, nace nuestra simpatía hacia esa persona; simpatía que, habitualmente, toma la forma de una correspondencia, por nuestra parte, en tal apoyo y solidaridad. Me parece que en este aspecto tiene razón Adam Smith cuando afirma que: «Si los juicios de usted en cuestiones intelectuales, o sus sentimientos en cuestiones de gusto, son totalmente contrarios a los míos, yo puedo tranquilamente ignorar esta oposición; y si soy una persona mínimamente moderada podré entretenerme conversando con usted sobre esos mismos temas. Pero si usted no tiene conmiseración ante las adversidades que me acosan, o no la siente en proporción a la angustia que me perturba; o si no bulle usted de indignación por el mal que sufro, o no lo hace en proporción al rencor que me agita, entonces ya no podremos conversar sobre esas cuestiones. Nos volveremos recíprocamente intolerables. Se verá usted conturbado por mi vehemencia y pasión, y yo enardecido ante su insensibilidad y carencia de afecto».

Según esto, podría pensarse, acaso, que la simpatía es equivalente, si no sinónimo de amistad o cariño, pero creo que no sería del todo exacto, pues siendo aquélla condición de éstos, no se identifica sin más con ellos. No hay amistad sin simpatía previa (sí, en cambio, amor o, por mejor decir, enamoramiento), pero sí hay simpatías que no se desarrollan hasta llegar a la amistad (aunque, sin duda, lo hagan en muchos casos). La amistad, si lo es, reclama el trato y la presencia, pero la simpatía puede mantenerse de un trato mínimo y una presencia escasa (y hasta se podría conjeturar que en eso se convierten las viejas amistades que se van apagando con el tiempo, sin más razón que el alejamiento físico). La amistad es necesariamente una relación; la simpatía lo es a veces, pero no siempre. En el límite, se podría decir incluso que se puede sentir simpatía por alguien a quien ni siquiera conocemos realmente (en persona, como suele decirse). ¿No sería ridículo que yo dijera que soy amigo de Montaigne o de La Rochefoucauld? No lo es, en cambio, que afirme que experimento una profunda simpatía por ambos.

Pero antes he sostenido que la simpatía nace del trato y que es, en esencia, mutua, con lo que podría argüirse que, al cabo, he venido a dar en una cierta contradicción, mas creo que no hay tal. Mi trato con los dos individuos aludidos (y otros que podría mencionar) existe y es real: es, sencillamente, el que tengo con ellos a través de sus obras. Mi simpatía, en consecuencia, tiene como destinatario, es cierto, al autor y no al individuo, al que no conozco, pero sospecho que, de haber tenido lugar tal conocimiento, seguramente se haría extensiva a éste, y dada mi inclinación hacia él, sospecho, igualmente (y digo que sospecho porque la verdad es que nunca me había planteado estas cuestiones), que, de haberse dado la ocasión, también él habría de simpatizar conmigo. Cualquier de esas dos sospechas, desde luego, no es más que una simple conjetura, pero basta, no obstante, para mantener mi afecto; afecto al que, en rigor, cabe calificar de «simpatía», puesto que es algo que va más allá del simple gusto e interés por su obra, de la que, por el contrario, sería bien ridículo y estúpido decir que me parece simpática. No hay duda, pues, de que, como afirma A. Smith: «Simpatizamos hasta con los muertos».

Y por lo mismo, y habida cuenta que lo mismo que acabamos de decir podría predicarse, aunque en sentido inverso, de la antipatía, tampoco tiene nada de extraño ni exagerado afirmar que también hay muertos que nos resultan profundamente antipáticos.

 

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