Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 42 • agosto 2005 • página 3
Diversos aspectos de la traición y algunos consejos para evitarla
Que sea visto el traidor como «el más detestable de los villanos», según dice Adam Smith, es debido, en su opinión, a que su delito atenta directa e inmediatamente contra la existencia misma del Estado, de ahí que éste se muestre más vigilante y precavido ante la traición que frente a cualquier otra de las ofensas que puedan serle infligidas.
Yo creo, desde luego, que éste es uno de los aspectos esenciales del asunto, pero no me parece que sea el único, y ni siquiera el primigenio. Atentar contra la seguridad de la patria es considerado (porque, en efecto, lo es) algo de extrema gravedad, y una modalidad de traición frente a la cual las traiciones que puedan tener lugar entre particulares (sea en la amistad, los negocios o el amor) diríanse perder relevancia y pasar, por así decirlo, a un segundo plano; y acaso por eso, porque afecta a todos y no sólo a una parte, es por lo que, para designarla, hemos acuñado el término de «alta traición»; como si con ello se quisiera decir que las otras, las que se producen (y aun prodigan) en el ámbito de las relaciones interpersonales son «bajas traiciones», traiciones de menor relevancia y repercusión, traiciones casi anecdóticas, comparadas con aquéllas que pudieran amenazar la pervivencia de la patria o del Estado. Y no digo yo que esto no sea así (que alguien sea traicionado por un amigo o por una mujer resulta, por lo general, completamente intrascendente para el conjunto de la comunidad a la que pertenece, y únicamente le afecta a él en tanto que individuo), mas opino, sin embargo, que la llamada «alta traición» es un hecho derivado de una situación más originaria o, si se quiere decir de otro modo, una continuación o adaptación de esta situación a nuevos parámetros sociales y políticos distintos de aquéllos en los cuales se produjo; y es a éstos a los que debemos remontarnos si queremos comprender por qué es visto el traidor como «el más detestable de los villanos».
Yo sospecho que si la traición es vicio tan larga y contumazmente denostado es debido a que la virtud a él opuesta y correspondiente, esto es, la lealtad, ha resultado ser un elemento fundamental en la lucha por la existencia de una especie tan particularmente indefensa, desde el punto de vista físico, como lo es la humana. No cabe pensar, desde luego, que en los albores de la humanidad nuestros antepasados hubieran logrado sobrevivir sin unas dosis importantes de cooperación y solidaridad, de confianza en el compañero al lado del cual cazamos o nos defendemos y de lealtad mutua; sin la seguridad de que no defraudará nuestras expectativas y la firme voluntad, por nuestra parte, de no defraudar las suyas..., es decir, sin todo aquello que justamente la traición viola y aniquila, porque ésta, en efecto, supone siempre engaño y deslealtad, abandono del otro e incumplimiento de lo que espera de nosotros; y si tales pautas de comportamiento hubieran sido dominantes en nuestro nacimiento como especie, escasamente hubiéramos pasado de ser algo más que una mera anécdota en la historia de la vida en la Tierra. Dice Eibl-Eibesfeldt que «es difícil imaginar una vida sin adhesiones ni fidelidad (lealtad)». Sin duda; pero más difícil resulta imaginar que sin ellas pudiésemos estar hoy aquí reflexionando sobre el asunto. Nada tiene de extraño, pues, que, como observa Wilson: «El tramposo, el traidor, el apóstata y el que cambia de bandera son objeto de odio universal», en tanto que: «El honor y la lealtad son respaldados por los códigos más rígidos.»
Pero si esto es como decimos, entonces debemos concluir que de las dos dimensiones a las que se extiende el acto de traicionar, de los dos referentes sobre los cuales puede ejercerse la traición, a saber: el individuo y el grupo, es prioritario y original el primero, y derivado, el segundo. O lo que es lo mismo: que traición y lealtad fueron, inicialmente, vicio y virtud, respectivamente, de carácter ético, en tanto que referidos al otro, al amigo o al compañero (también a la familia), y sólo posteriormente cobrarán un alcance moral (cuando comprendan en su radio de acción al grupo) o político (cuando se hallen orientados hacia la patria o el Estado). Hoy (evidentemente) son las dos cosas, y en cualquiera de ambos aspectos es la traición actitud tan detestable que a su sola sospecha le sigue la condena, sin que se estime necesario esperar a la comisión o consumación efectiva de la misma. Como de nuevo señala atinadamente Adam Smith: «El plan para cometer un delito, por más nítidamente que resulte probado, casi nunca es penado con la misma severidad que el cometerlo de hecho. La única excepción es quizá la traición.» Nos hallamos, tal vez, en exceso condicionados por nuestro pasado evolutivo como para que todo ello pudiera ser de otro modo, máxime si se tiene presente que la traición no es un único delito o una sola maldad, sino que arrastra consigo (como antes apuntaba) un cúmulo tal de vilezas capaces de poner en serio peligro la supervivencia del individuo, de la familia, del grupo o del Estado.
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Mas, ¿no habrá lugar también para la pregunta de si la traición puede hallarse justificada en algunas circunstancias? Sin duda que lo hay. Y también para la respuesta. La mía sería que la traición sólo puede justificarse cuando verdaderamente no es tal, aunque lo parezca. «Si ésta puede ser en algún caso excusable –escribía Montaigne– lo es exclusivamente cuando se emplea en castigar y vender la traición misma». He ahí otra forma de decirlo. Yo no estoy seguro de que sea lícito robar al ladrón (excepto que el objeto del robo sea restituir lo robado a su legitimo dueño, porque de lo contrario, acaso nos habremos convertido también en ladrones de éste), pero sí lo estoy de que es lícito traicionar al traidor: traicionar, digamos, a quien me traiciona (yo confieso que para eso de perdonar soy un poco torpe); o traicionar a aquél cuya traición (incluso si ésta no ha pasado del grado de mera tentativa) pudiera suponer un peligro para mí o para los míos, para el grupo o para el Estado al que pertenezco (y se comprenderá que, en este caso, apelar a la transitividad de la traición resultaría completamente falaz). Supongo que nadie dudará de la legitimidad de quien se introduce en un grupo terrorista o en una banda de secuestradores con el objetivo de desbaratar sus planes, aunque para ello deba comportarse como un traidor. A mi me parece que incluso se podría decir, en términos más generales, que la traición se halla justificada siempre que con ella se alcance un bien superior al mal que la propia traición representa o, por decirlo con resonancias kantianas, siempre que tras la traición misma la cantidad de bien resultante en el universo sea superior a la que existía antes del acto de traicionar.
Mas adviértase que en ninguno de esos casos puede hablarse propiamente de traición, pues si bien es necesario presuponer, por fuerza, la existencia de confianza, por parte del traicionado, en aquél que lo traiciona, ya que de no ser así en modo alguno podría haberlo hecho («Sólo resulta engañado quien se confía», como observó Maquiavelo), tal confianza, sin embargo, de ninguna manera se veía acompañada por la adhesión previa de quien lo traicionó, quien, por el contrario, tenía su lealtad comprometida con otros individuos y otros objetivos o valores, por lo que, en consecuencia será culpable de engaño (lícito, sin duda, en los ejemplos que hemos visto; culpable y vil, ciertamente, en otros), pero no de traición: se traiciona siempre una confianza, pero no hay traición sin adhesión y lealtad previas. De quien nunca estuvo verdaderamente con nosotros no podemos, en rigor, decir que nos ha abandonado o traicionado, sino tan sólo que nos ha engañado, haciéndonos creer lo contrario (con independencia de que el objetivo perseguido por el engaño mismo sea bueno o perverso).
Mas, en ese caso, ¿por qué alguien habría de volver la espalda a las que hasta ese momento habían sido sus adhesiones o lealtades? Por qué habría de ser, sino, generalmente, por alguno de los tres grandes motivos por los que se guía el ser humano: sexo, riqueza y poder. Mas si cualquiera de tales señuelos nos conduce a traicionar a aquello en lo que creíamos y a lo que éramos fieles, eso significa que toda traición conlleva siempre una traición a sí mismo: todo traidor a otro es traidor, también, para sí. Y eso aunque con frecuencia no repare en ello, porque, sin duda, hallará mil disculpas y justificantes a su acción. La Rochefoucauld, con su perspicacia habitual, ha reparado con toda precisión en todo esto que venimos diciendo: «Nos molesta ser engañados por enemigos y traicionados por amigos, en cambio nos satisface ser engañados y traicionados por nosotros mismos.»
Ciertamente, no hay traición al enemigo, sino sólo engaño; miserable, en cambio, es traicionar al amigo, y vergonzoso traicionarse a uno mismo; mas añadamos ahora que doblemente miserable y vergonzoso si, además, se es traidor por cuenta ajena, porque no hay traidor que no sea despreciado no sólo por aquéllos a los que traiciona, sino también por quienes han hecho de él su instrumento. Y, por lo general, finalizado el servicio, se procederá, casi invariable e inexorablemente, a su destrucción, siempre moral, y a veces también física. Como decía Montaigne: «Los que compran a los traidores los ahorcan luego con la bolsa colgada al cuello». Y es verdad. Seguramente:
Nemo malus felix
[«Ningún cabrón es feliz»],
como observaba Juvenal.
Mas resta aún otra modalidad de lo que no siendo traición puede, sin embargo, parecerlo. Me refiero a aquellos casos en los que uno cambia sus viejas adhesiones y lealtades por otras nuevas, pero no buscando algún tipo de beneficio más o menos deshonroso o vituperable, sino como la consecuencia lógica de su propia evolución mental o afectiva. Vano será, entonces, que trate de convencer a aquéllos a los que abandona que no es otra cosa que un traidor, siendo así que cuando realmente lo sería es si permaneciese unido a ellos mediante el fingimiento o la mentira. Yo creo que en ese caso ha de bastarle con saber que no se está traicionando a sí mismo por lo que, en manera alguna, está traicionando a los demás. Llámenle traidor y siga su camino, y comprenda que, querámoslo o no, así estamos hechos la gente.
Es curioso, en cambio, que cuando alguien haciendo uso de la traición más abyecta suma sus fuerzas a las nuestras no solemos consideramos traidor, sino convicto que al fin ha visto la única luz y verdad existentes: aquéllas de las que sólo nosotros somos depositario y guardián.
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Por lo demás, yo supongo que no está por entero en nuestras manos el evitar ser traicionados, o al menos, no más de lo que lo está el evitar otro cúmulo de desgracias que, contra nuestra voluntad, puedan acaecernos. No lleva escrito en el rostro el traidor su condición de tal, y aunque seguramente no es difícil percatarse de su acción una vez cometida (mil indicios traicionan, a su vez, al traidor, como traicionan al embustero), no siempre es fácil, en cambio, preverla y evitarla. Admitamos, no obstante, que alguna ayuda puede prestarnos la prudencia: no decir más de lo necesario ni generar otras expectativas que aquéllas que pueden ser satisfechas, son buenos remedios contra ella. Lo son también recordar que los amigos son amigos hasta que dejan de serlo (algo tan obvio como frecuentemente ignorado), y que por eso no es mal camino seguir aquel viejo consejo que recomienda relacionarse con un amigo pensando que un día puede ser enemigo (el consejo dicen que se remonta a Quilón), por lo que conviene no hacer ni decir en presencia de quien nos quiere, mucho más de lo que nos atreveríamos a decir en presencia de quien nos odia (hay muy pocas relaciones que puedan considerarse la excepción a esta regla, y, desde luego, entre ellas no se encuentran las que nos vinculan a amigos o amantes).
Si la traición es siempre un atentado contra la confianza, entonces eso significa que sólo nos puede traicionar alguien en quien previamente hemos confiado. Sólo quien espera puede verse frustrado; sólo quien desea demasiado se sentirá insatisfecho (en cambio, como ya nos enseñó Plutarco, «quienes necesitan poco no están faltos de mucho»); sólo quien apuesta puede perder, y sólo quien confía puede ser traicionado: contar, pues, con la traición es una forma de evitarla. «Jamás he esperado sinceridad de ninguna persona –aseguraba J. Swift– y no me enoja más su falta de ella que el color de sus cabellos.»
No esperemos, pues, lealtad de nadie, al menos una lealtad indefinida e ilimitada, y acaso no nos enoje más su falta de ella que el color de sus cabellos.