Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 42 • agosto 2005 • página 5
León Trotsky y Zeev Jabotinsky combinaron el pensamiento político con la conducción militar, y asumieron prolíficamente su destino histórico de disidentes. Los separó el abismo de cómo responder ante la urgencia del pueblo judío en el umbral del exterminio. De ambos se cumple este mes el 65 aniversario (Trotsky murió el 21 de agosto de 1940 y Jabotinsky el 2 de agosto de 1940)
Judíos coetáneos, León Trotsky y Zeev Jabotinsky tuvieron varias circunstancias en común: fueron jóvenes en Odessa, apasionados corresponsales de prensa, prolíficos escritores, talentosos organizadores, y hombres de armas que supieron reflexionar acerca de la naturaleza de la política mientras la ejercían. Junto a esas características, compartieron ser conspicuos disidentes de la línea oficial.
A ambos se les reveló patentemente el sufrimiento de las masas judías cuando recorrieron Europa Oriental, donde tomaron debida nota de la judeofobia y llegaron a explícitamente vaticinar la Shoá. Pero los separó el singular abismo de cómo encarar el peligro que se cernía sobre los judíos europeos.
El Sexto Congreso Sionista Mundial (Basilea, entre el 23 y el 28 de agosto de 1903) fue uno de los eventos más tormentosos de la historia judía moderna. Mientras en Rusia los pogromos dejaban centenares de judíos asesinados, el fundador y presidente de la Organización Sionista Mundial, Teodoro Herzl, decidió elevar una propuesta que el Congreso entendió rayana en la traición –casi la mitad de ellos se retiró y anunció un cisma–. La cuestión que trajo Herzl fue la sugerencia del Secretario de Colonias británico, Joseph Chamberlain, quien le había mencionado (20 de mayo de 1903) la posibilidad de trasladar judíos a «Uganda» (se refería a la llanura de Guas Ngishu en Kenia).
Abatidos, los sionistas supusieron que el perseverante y carismático conductor que venía blandiendo la viabilidad de recuperar Palestina, renunciaba a la meta de hacer renacer la patria ancestral de los judíos.
No era así. Para Herzl, la oferta africana serviría para oficializar el reconocimiento del movimiento sionista por la primera potencia mundial, y para empujar a ésta gradualmente a la conclusión de que sólo en Eretz Israel podría resolverse la milenaria injusticia que padecían los judíos.
Fugaz y fútil como fue, Uganda fue en efecto la primera propuesta política de un gobierno importante para resolver el sufrimiento israelita. Inglaterra ofrecía algo a los hebreos, y lo hacía dirigiéndose a la incipiente Organización Sionista. Palestina estaba fuera de sus posibilidades, ya que la ocupaba el imperio otomano.
Herzl eventualmente anunció la muerte del «proyecto Uganda» (27 de diciembre de 1903) y el Sexto Congreso fue el último de su vida. Pero para otros dos judíos, ambos de veintitrés años de edad, aquella tormenta les permitió moldear su actitud ante la cuestión judía.
León Trotsky escribió a la sazón su primer artículo dedicado íntegramente a ella, en el que bajo el título de La desintegración del sionismo y sus posibles herederos diagnosticó que:
«El congreso de Basilea, es apenas una demostración de desintegración e impotencia. El señor Herzl podrá ligarse durante algún tiempo a una u otra 'patria'. Decenas de agitadores y centenas de hombres simples podrán apoyar su aventura, pero el sionismo como movimiento ya fue condenado a perder todo derecho a la existencia en el futuro. Esto está claro como el sol del medio día.»
Trotsky dedujo incorrectamente que el sionismo se disolvía, y procuraba que su ala izquierda se encaminara hacia el bolchevismo. Su competencia era el Bund, por entonces la mayor agrupación socialista judía.
Para Zeev Jabotinsky, el Sexto Congreso, lejos de presagiar un declive, lo motivó a dedicar su vida a la causa de reestablecer el Estado judío. Denominó monismo a su infatigable concentración en esa meta, una que por lo imprescindible impedía otras militancias cualesquiera.
A ambos jóvenes los impresionaron los sendos líderes de sus movimientos. Para Jabotinsky, Herzl fue el guía a quien valía «seguir hasta en sus errores». Trotsky huyó de la cárcel siberiana para ofrecer en Londres sus servicios al comandante de los revolucionarios rusos, Vladimir Lenin.
Los dos construyeron regimientos coetáneos. Una vez producida la Revolución Rusa, Trotsky –quien ahora secundaba a Lenin en la cúspide del poder– negoció la paz de Brest-Litovsk para retirar a Rusia de la Gran Guerra e inmediatamente, ya como Comisario de Guerra, organizó el Ejército Rojo con el que derrotó a los contrarrevolucionarios y aseguró así la supervivencia del primer Estado comunista.
Cuando estalló la Gran Guerra y el imperio otomano se unía a Alemania, Jabotinsky fue el primero en proclamar públicamente la gran ocasión de armar una legión judía –la primera en dos milenios– para combatir del lado de los aliados.
(Cuando estalló la Segunda Guerra volvió a demandar, esta vez en su libro La Nación Judía y la guerra, que en la subsiguiente conferencia de paz fuera proclamado el objetivo de crear un Estado hebreo.)
Tanto la visión como el método fueron considerados exagerados por los líderes sionistas, que rechazaron la idea de un ejército judío. Pero este nació, con 6.400 soldados en tres batallones que combatieron en Galípoli con la insignia del candelabro.
Concluida la contienda, Jabotinsky enfrentó los desmanes antijudíos en Palestina que contaban con la complicidad del imperio británico. Con un diez por ciento de los desmovilizados de la Legión, impulsó en 1920 la Haganá, semilla del actual ejército de Israel.
Como consecuencia de la autodefensa contra los pogromistas en Jerusalén durante la Pascua de 1920, Jabotinsky fue arrestado por los ingleses y condenado a quince años de trabajos forzados en Acre, donde tradujo al hebreo partes de la Divina Comedia.
Hombre de letras también fue. Supo inglés, alemán, francés, italiano y español, y estudió latín y griego. Bajo el seudónimo de Altalena, fue de los columnistas más conocidos en la Rusia zarista. Escribió novelas, poemas y dramas, y tradujo al ruso obras clásicas hebreas como la poesía de Yehuda Leib Gordon y de Jaim Bialik. Grandes autores como Máximo Gorki le auguraron un lugar prominente en la literatura rusa si su energía no hubiera sido insumida por el sionismo.
La pena en Acre fue finalmente reducida y Jabotinsky rehabilitado, pero la legión que creara fue desbandada en mayo de 1921 como castigo por su participación en la defensa del barrio judío de Jerusalén.
León Trotsky se oponía a la autodefensa judía porque los separaba del resto del pueblo. Hizo oír esa opinión por primera vez en el congreso que convocara el Bund (Karlsruhe, mayo de 1903) cuando arremetió contra su líder Vladimir Medem.
La judeofobia alcanzaba un nuevo pico de violencia con el pogromo de Kishinev (6-8 de abril de 1903) y Medem pedía que el POSDR (Partido Obrero Social-Demócrata de Rusia) la enfrentara.
Trotsky replicó que la agresión judeofóbica se arraigaba en la ignorancia medieval, por lo que había que remitirse a elevar la conciencia de las masas: sólo una revolución general terminaría con el fenómeno del odio antijudío.
Volvió a sostener su postura durante el Segundo Congreso del Partido (17 de julio-10 de agosto de 1903) cuando se quejó de que el Bund «generaba precedentes para otros grupos y así ponía en riesgo la unidad del partido», y sostuvo que «el objetivo del socialismo era barrer las barreras entre razas, religiones y nacionalidades, y no colaborar para levantarlas». La autodefensa «levantaba barreras».
El seguidor y biógrafo de Trotsky, Isaac Deutscher, registra en El profeta armado (1954) que en esa ocasión excepcional, Trotsky polemizó refiriéndose a sí mismo como judío.
A pesar de su rechazo a que los israelitas manifestaran su identidad ni siquiera para defenderse de los pogromos, dos eventos aumentaron la preocupación de Trotsky por la rampante judeofobia.
Uno fue el Caso Beilis, el proceso contra un joven judío acusado de utilizar ritualmente la sangre de un niño ucraniano. Después de años en la cárcel, Menajem Beilis fue declarado inocente en 1913, pero la consecuente murmuración sobre la «naturaleza maligna y asesina de los judíos» creó el clima para aumentar los pogromos.
Trotsky escribió que el proceso le había causado náuseas, lo comparó con el de Dreyfus, y concluyó que «el francés es un juego de chicos al lado de la política criminal del zar Nicolás II. El antisemitismo en Rusia se ha vuelto un medio de gobierno, una política de Estado». Ya no se trataba de meros resabios de prejuicios medievales.
El otro fue un viaje a los Balcanes (1912-1913) desde donde envió a su diario un artículo titulado La cuestión judía en Rumania y la política de Bismarck, firmado con su nombre judío original, Lev Davidovitch Bronstein: «la verdadera Rumania se manifiesta a través de la cuestión judía... El país está penetrado por el odio a los judíos... una religión de Estado.»
Jabotinsky también viajaba, a través de Galitzia y Hungría, y asimismo reparaba en la desesperación del gueto. A la sazón definió la diferencia entre la necesidad de los judíos de establecer su Estado en Israel y los reclamos árabes de que se les negara esa posibilidad: lo veía como «el apetito frente al clamor de la muerte por inanición».
Ambos llegaron a vaticinar el Holocausto. Trotsky escribió en diciembre de 1938 que «el número de países que expulsa a los judíos crece sin parar y el número de países que pueden aceptarlos decrece... Podemos, sin dificultad, imaginar lo que espera a los judíos... su exterminio físico». Sin embargo, su dogmatismo pudo más que su presagio y Trotsky resistió la propuesta de autoprotección judía por considerarla «separatista».
La revolución, sólo la revolución y nada más que la revolución, sería panacea para los problemas, la judeofobia incluida. Su exhortación a todos los elementos progresistas era para que fueran en auxilio, no de los judíos, sino de la revolución mundial. Ésta era para Trotsky la obligación especialmente de los judíos, ya que
«Palestina es una trágica ilusión... Lo único que puede salvarlos de la masacre es la revolución... La Cuarta Internacional llama a las masas populares a no dejarse engañar para encarar abiertamente la realidad amenazadora. La salvación reside sólo en la lucha revolucionaria... Los elementos progresistas y perspicaces del pueblo judío tienen la obligación de venir al auxilio de la vanguardia revolucionaria. El tiempo apremia. Un día ahora equivale a un mes o hasta un año. Lo que hagan, ¡háganlo rápido!»
La obvia contradicción entre diagnosticar una urgencia apremiante y sugerir como terapia un programa de revolución mundial que demoraría cuando menos varios lustros, no pareció perturbarlo.
Es que revolucionarios como Trotsky encarnaron una de las dos corrientes que derivaron de la Ilustración: la racionalista extrema, a la que el Romanticismo vino eventualmente a hacer frente. Iaakov Talmon lo explica en Los orígenes de la democracia totalitaria (1955): «la aproximación liberal supone que la política es una cuestión de ensayo y error, y aprendizaje de la experiencia. Ve en los regímenes políticos arreglos pragmáticos para el momento. La escuela de la democracia totalitaria, en contraste, parte de la base de que hay una verdad única en la política». Ésta «actitud científica» ante las decisiones políticas, que no deja lugar sino a una sola verdad, abonó el totalitarismo moderno.
Pagan los Bronsteins
Jabotinsky era hijo de la corriente liberal. Su propuesta para contrarrestar el monstruo que se hacía fuerte fue un pragmática evacuación de la judería europea: «O termináis con la Diáspora, o la Diáspora terminará con vosotros.»
La apatía de Trotsky en cuanto a la defensa de los judíos no varió incluso cuando lo visitaron para alertarlo de patentes masacres, como hiciera en 1921 el rabino de Moscú, Jacob Maze. Ante la respuesta de Trotsky («Yo soy un revolucionario bolchevique, no un judío») Maze retrucó: «Los Trotskys hacen la revolución y los Bronsteins pagan la cuenta.»
El sarcasmo fue justificado. Los más de mil pogromos de los bandos blancos y anti-bolcheviques –que dejaron en Ucrania un saldo de 125.000 judíos asesinados– eran presentados por los perpetradores como actos de venganza contra una revolución que veían como «empresa de los judíos», en buena medida debido a la judeidad de Trotsky.
Así se difundía también en Alemania. El panfleto nazi Bolchevismo judío (Munich 1921) destacaba a «los principales ejecutores, Trotsky-Bronstein a la cabeza, que arrastran a una revolución mundial».
El drama de Jabotinsky Chujbina (El país ajeno) versa implícitamente sobre la desazón que expuso Maze: los judíos pagaban con sangre la visibilidad de líderes judíos que negaban la singularidad de la persecución judeofóbica, y terminaba siendo fútil su servicio a causas que ulteriormente los castigaban.
La judeofobia no era exclusividad de los contrarrevolucionarios; también existía dentro del Ejército Rojo. En su artículo Termidor y antisemitismo (22 de febrero de 1937) Trotsky sugiere que Stalin se había apropiado de la revolución del mismo modo en que los radicales jacobinos de Robespierre habían sido vencidos en el mes de termidor por el ala menos revolucionaria. Trotsky llegaba a la conclusión de que la persistencia de la judeofobia en Rusia no se debía a la incapacidad de la revolución para combatirla, sino a la decisión estalinista de rescatarla. Muchos comunistas escucharon sus denuncias con incredulidad e indignación, pero Trotsky vivía en carne propia los abiertos insultos judeofóbicos de quienes habían sido sus subalternos durante la guerra civil.
En 1936 comenzaron las farsas de los Procesos de Moscú, con los que Stalin se proponía eliminar todo resto de oposición. Trotsky, quien siempre se había opuesto a toda expresión de judeidad o de autonomía cultural para los hebreos, notaba ahora la fabricación de «pruebas» judeofóbicas que «legitimaban» las condenas, y equiparó aquellos juicios con los de Beilis y Dreyfus.
En julio de 1940, un mes antes de ser asesinado, Trotsky reparó también en la represión antijudía que el gobierno británico cometía en Palestina y en sus restricciones a la inmigración judía en un momento en que ésta podía salvar a millones de judíos de la muerte segura. Escribió entonces:
«La tentativa de resolver la cuestión judía con la emigración de los judíos a Palestina puede ser vista ahora por lo que es, un trágico blef para el pueblo judío. Interesado en conquistar la simpatía de los árabes, que son más numerosos que los judíos, el gobierno inglés modificó nítidamente su política en relación a los judíos, y renunció a su promesa de ayudarlos a fundar un 'hogar propio' en tierra extranjera. El próximo desarrollo de los asuntos militares podría transformar a Palestina en una trampa mortal para centenas de miles de judíos. Nunca estuvo tan claro como está hoy, que la salvación del pueblo judío está inseparablemente ligada al derrumbe del sistema capitalista.»
Para Jabotinsky la meta debía ser más asequible. La política antisionista británica se expresó por medio de seis Libros Blancos (los documentos de la política mandataria en Palestina, entre 1922 y 1939). Ante el último de ellos –el de MacDonald, que sentenciaba que no habría Estado judío– Jabotinsky propulsó la «Aliá Bet» o «inmigración ilegal», una empresa de rescate que delegó en el movimiento juvenil que había creado unos años antes, Betar. Veía en la línea oficial sionista palidez y minimalismo, nunca a la altura de la gravedad de las circunstancias. En 1923 renunció al Ejecutivo de la Organización Sionista Mundial y dos años después fundó en París la Unión de Sionistas Revisionistas.
Lo que para Jabotinsky era insuficiente, para Trotsky fue demasiado. Su antipatía por el sionismo se mantuvo, pero más que nada porque lo consideraba utópico. Escribió en 1934: «El sionismo aleja a los trabajadores de la lucha de clases a través de la esperanza irrealizable de un Estado judío bajo el capitalismo.»
En una entrevista en México (1937) reiteró que la construcción nacional judía sólo podía resultar de una revolución proletaria que creara las condiciones materiales necesarias: mudanza voluntaria en masa de los judíos, economía planificada y un tribunal proletario internacional para resolver sus conflictos.
Sin embargo, agrega Trotsky que «la nación judía se mantendrá durante todo un período», por lo que «es obligación del socialismo proveer las condiciones materiales necesarias para su pleno desarrollo nacional y cultural».
Él mismo reconoce que había desechado esa obligación en su juventud, cuando «estaba más inclinado a creer que los judíos de los diferentes países serían asimilados y que la cuestión judía desaparecería de una manera casi automática. El desarrollo histórico del último cuarto de siglo no confirmó esa perspectiva». Llegó a sostener que
«es obligación de un gobierno obrero crear para los judíos, así como para cualquier otra nación, las mejores circunstancias para su desarrollo cultural. Eso significa inter alia proveer, para aquellos judíos que así lo desean, sus propias escuelas, su propia prensa, su propio teatro, &c.; un territorio separado para su desarrollo y administración propias... En la esfera de la cuestión nacional no debe haber restricción; por el contrario, debe haber una asistencia material plena para las necesidades culturales de todas las nacionalidades y grupos étnicos. Si este o aquel grupo nacional está predestinado a desaparecer (en el sentido nacional) entonces deberá ser por un proceso natural, nunca como consecuencia de dificultades.»
Trotsky ya no negaba la identidad nacional de los judíos, pero consideraba una imposibilidad la reconstrucción hebrea de Eretz Israel. Y ello porque desconocía el gran avance que allí se estaba produciendo.
Nunca permitió que sus conclusiones insinuaran error alguno por parte del socialismo «científico»: «El capitalismo decadente sacó a la superficie, en todas partes, un nacionalismo exacerbado. Una de sus expresiones es el antisemitismo. La cuestión judía se agravó sobre todo en el país capitalista más desarrollado de Europa, Alemania.»
Cuando Herzl y Lenin murieron, hubo sendas luchas internas para heredarlos, y éstas encontraron rezagados tanto a Trotsky como a Jabotinsky.
La idea de Trotsky de «revolución permanente» (extender la revolución a Alemania y otros países) fue desalojada por el concepto estalinista de consolidar el «socialismo en un solo país». El partido apartó a Trotsky de la dirección en 1925, lo expulsó en 1927, lo deportó a Kazajistán en 1928, lo desterró en 1929 y lo asesinó en 1940, el mismo año y el mismo agosto en que muriera repentinamente Jabotinsky.
Cuando murió Herzl, no prevaleció la línea de Jabotinsky, quien desestimaba el renacimiento cultural y la colonización práctica por considerarlos menos urgentes. Su revisionismo clamaba por concentrar todos los esfuerzos en la lid política, a fin de crear inmediatamente un Estado judío, refugio indispensable.
El sionismo oficial desoyó su sentido de la urgencia, y emprendió una carrera contra el tiempo. Una que se perdió, con un tercio del pueblo hebreo asesinado en el Holocausto. Como lo historia Arthur Hertzberg, el mensaje disidente de Jabotinsky probó en retrospectiva ser más certero que el de sus adversarios.