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El Catoblepas, número 42, agosto 2005
  El Catoblepasnúmero 42 • agosto 2005 • página 8
La soledad sonora

Abentofail, el visir anarquista

José Ramón San Miguel Hevia

Donde se describe la contradictoria vida y pensamiento de Ibn Tufayl,
consejero de Califas y anarcoindividualista

Según la breve fórmula que resume su larguísima genealogía, el gran filósofo árabe recibe el nombre de Muhammed, es padre de Bakr y de Dja'far, hijo de 'Abd al-Malik, nieto de Muhammed, biznieto de Muhammed y rebiznieto de Tufayl, y pertenece a la ilustre tribu de Qays. Nace en la primera década del siglo XII de Cristo, asiste al nacimiento y al apogeo de la dinastía almohade y muere en 1185. Su obra y pensamiento es pronto autoridad entre los bárbaros latinos, que le bautizan Abubacer y más tarde Abentofail.

Uno de los rasgos más sorprendentes de su sugestiva figura es la radical contradicción y al propio tiempo la complementariedad entre su vida y su obra. Por eso, para alcanzar una comprensión plena del perfil histórico de Ibn Tufayl no es suficiente una interpretación aislada de su novela filosófica ni tampoco una consideración paralela de su atrevido proyecto político. Es preciso poner en conexión estas dos dimensiones subrayando por un lado su lógica y por otra su desconcertante paradoja.

Unas pocas noticias puntuales de los historiadores árabes definen una trayectoria biográfica tan segura como sencilla y fácil de completar. Ibn Tufayl estudia en los grandes centros intelectuales del Andalus, concretamente en Sevilla y en Córdoba y alcanza –es suficiente hojear su obra– un saber enciclopédico, tan amplio como profundo. Después ejerce públicamente la medicina en Granada con gran brillantez y esta profesión le sirve de trampolín para introducirse en la corte de los nuevos estadistas.

Es primero secretario del gobernador de la provincia de Granada pero poco después –cuando tiene aproximadamente algo más de cuarenta años– el califa 'Abd al-Mu'min, fundador de la dinastía almohade, le nombra médico de cámara y hombre de confianza de su hijo, 'Abû Sa'îd, que en aquel momento gobierna las plazas de Ceuta y Tánger. Finalmente en 1163, corona este envidiable cursus honorum y pasa a ser el médico del segundo califa, Yûsuf y además su visir, con funciones muy concretas y precisas.

En 1182 y en vista de su avanzada edad, renuncia a su cargo de médico en favor de Averroes, pero conservando sus funciones de visir, por lo menos hasta la muerte de Yûsuf, dos años después. De todas formas parece que el tercer gran califa Ya'qûb, mantiene los mismos ministros, secretarios y médicos de su padre, entre ellos naturalmente al viejo filósofo.

Es preciso hacer caso a los historiadores árabes y subrayar el inmenso prestigio que Ibn Tufayl tiene en la corte almohade. Según dice literalmente al Marrâkusî, el Emir de los Creyentes, Yûsuf, mantiene con él estrechos lazos de afecto, y los dos amigos conversan privadamente en el palacio durante muchos días y noches. Y cuando muere en el año de 1185, el propio califa Ya'qûb asiste en persona a sus funerales.

Para comprender la importancia y el relieve de la trayectoria pública del filósofo será preciso conocer qué representan en el mundo islámico y en el decisivo siglo XII los soberanos almohades a los que asistió como médico y visir. Los primeros califas después de Mahoma, y sus sucesores Omeyas tienen la doble misión de predicar imperativamente la legislación coránica y de aplicarla en cada caso concreto. En una palabra son los protagonistas de un régimen teocrático, donde el poder religioso y el político están indivisiblemente unidos.

Pero ya en el siglo XII –el quinto de la Hégira– esta soberanía suprema y absoluta se ha fragmentado, por lo menos en la parte oriental del Islam. Los califas abbásidas de Bagdad han sido despojados del poder temporal por la acción de los sultanes seléjcidas, y reducidos a la condición de presidentes honorarios, sólo salen una vez al año de su Harén para ser los protagonistas de una especie de ceremonia litúrgica. Por otra parte los conflictos entre las dos grandes variantes espirituales y políticas del islamismo –los sî'îes y los sunnitas– y la continua agitación provocada por las escuelas teológicas y jurídicas, hacen todavía más inestable el oriente musulmán.

En cambio los soberanos árabes sucesores del gran reformador Ibn Tûmart, el Mahdi, consiguen fundar un imperio que es el exacto contrapunto de sus hermanos de Bagdad. Los almohades unitarios someten por las armas a todo el occidente musulmán, y se titulan con orgullo señores de los dos continentes. Su poder se prolonga desde Marruecos a todo el Andalus, donde en aquel momento florece la civilización más rica, más culta y brillante.

Por lo demás su credo unitario exige una lectura directa del Corán y de esa forma anula a todos los teólogos y legistas intermediarios, que no hacen más que fragmentar el único mensaje revelado, creando artificialmente el odio religioso y la división política en el Islam. De esta forma, la unidad externa del inmenso imperio árabe de occidente está garantizada y potenciada por la creencia en un solo Dios, una sola profecía y una sola fe.

Y lo que todavía es más importante, los califas almohades, y concretamente los que Ibn Tufayl tuvo la suerte de conocer y de servir sucesivamente –'Abd al-Mu'min, Yûsuf y Ya'qûb– son al mismo tiempo los jefes espirituales y temporales de su imperio. Su poder inapelable, indivisible y absoluto, se traslada a quienes actúan en su nombre, y en primer lugar a sus visires o ministros. De esta forma se evita que la separación entre los dirigentes religiosos y políticos, desemboque –como parece a la larga inevitable– en una ruptura de la sociedad musulmana.

Los soberanos almohades –en esto se distinguen de las otras formas de califato– difícilmente pueden pretender la legitimidad que da el ser descendiente directo de Mahoma o miembro por vía paterna de su familia. Pero la ficción jurídica e histórica que justifica su doble poder tiene sin embargo un objetivo, el de mantener íntegra y unida la profecía coránica y su comunidad, siguiendo el modelo del primer siglo de predicación y expansión del Islam. La autoridad de los unitarios no depende de una legitimidad histórica, forzosamente contingente, sino que pretende asegurar el carácter incondicional y absoluto de la única ley.

Queda por saber qué función cumple Ibn Tufayl en la corte de los almohades y hasta qué punto está comprometido con la autoridad única y suprema de los califas. En principio el médico de cámara de los soberanos árabes –lo mismo en Oriente que en Occidente– suele ser un hombre de la máxima confianza, como que en sus manos está su salud o su muerte por envenenamiento más o menos fortuito. Por eso nada tiene de particular que sea nombrado además visir de primero o segundo rango, o que por lo menos tenga de hecho una autoridad equivalente.

Por lo que se refiere a Ibn Tufayl, sus funciones en el gobierno de Yûsuf, su renuncia al puesto de médico de cámara manteniendo el visirato, la confirmación en ese mismo cargo por parte del sucesor, Ya'qûb, todo eso parece documentado en un historiador tardío, Ibn Abî Zer'. Como sus contemporáneos no le citan en la lista de los primeros ministros –grandes visires– es probable que haya pertenecido al «diván» como un miembro ordinario del gobierno, y todavía más que en un régimen fuertemente autoritario y personalista como es el almohade, venga a ser el omnipotente secretario privado del califa.

Afortunadamente el gran historiador árabe Al-Marrâkusî confirma esta doble hipótesis, cuando en tres largos textos concordantes presenta al filósofo granadino ejerciendo con la máxima autoridad y competencia, primero como amigo del cultísimo Yûsuf, y además como el equivalente a lo que ahora es un ministro de instrucción pública. El título de visir, que muchos de sus biógrafos le atribuyen, traduce felizmente esta compleja personalidad política.

Efectivamente, Ibn Tufayl es quien introduce la filosofía griega en el plan de estudios de los almohades. Primero descubre al protagonista de esta revolución cultural –Averroes– y le da la alternativa, presentándole al califa. Después convence al filósofo cordobés para que emplee su inteligencia y su enorme capacidad de trabajo en la tarea de aclarar el pensamiento de Aristóteles, primero al mismo Yûsuf y después a todos los estudiosos del Andalus. Finalmente establece en el último tramo de su novela la relación entre dos saberes –el filosófico y el religioso– que son rigurosamente paralelos y que por eso mismo mantienen una libertad y una autonomía total.

Si Ibn Tufayl se hubiera limitado a su tarea de médico y consejero político de los soberanos almohades, ciertamente su autoridad sería inmensa, como que es uno de los principales protagonistas del desarrollo cultural del Islam occidental y quien define su trayectoria. Siguiendo sus ideas los unitarios, no sólo proclaman la djijâd contra las religiones anteriores a la revelación coránica –judíos o cristianos– sino que persiguen todas las herejías teológicas y jurídicas que fragmentan la fe en el Libro Santo. Y todavía más, prohiben que las dos clases de fieles –los comunes y los ilustrados– reciban una enseñanza que no se corresponda con su nivel intelectual, y que sea para ellos ininteligible, generando infidelidad y división.

Lo que distingue a Ibn Tufayl de los infinitos ministros de cultura que a lo largo de la historia han acompañado a gobernantes autócratas, es su desprecio a la comunidad política y su disparatada admiración por quien es capaz de vivir solo e incontaminado. En este sentido hay que decir que nadie, ni el más furioso anarcoindividualista en pleno delirio, puede comparar su vida con la aventura intelectual del solitario pensador Hayy ibn Yaqzân.

La estructura de la obra central y muy probablemente única de Ibn Tufayl –una novela en forma de carta dirigida a un amigo tan ilustre como imaginario– sólo se explica desde su cargo de ministro de instrucción pública de los califas de occidente. Efectivamente, todos ellos admiten, al lado de la obediencia literal al lenguaje del Corán y de la interpretación esotérica de los místicos sufíes, un desarrollo paralelo de la filosofía griega, empezando en el razonamiento por premisas y conclusiones de los peripatéticos y llegando a los supremos estadios de la iluminación neoplatónica, figurados en los diez tratados de la teología del Pseudo-Aristóteles.

En todos estos casos el contenido del mensaje es el mismo, pues la palabra del Profeta tiene dos sentidos complementarios, uno exterior y el otro oculto, y ambos coinciden con la verdadera doctrina de los filósofos. Lo que cambia por completo es la forma en que ese mensaje se trasmite, según que utilice el imperativo inapelable, la alegoría secreta o el razonamiento apodíctico. Cada uno de estos tres lenguajes sólo es inteligible para un cierto tipo de hombres, de acuerdo con su nivel cultural y la excelencia de su naturaleza.

Esto tiene una doble consecuencia para la política educativo religiosa de los soberanos unitarios y de la sociedad que gobiernan. En primer lugar hay que respetar la fe ingenua del ciudadano común, evitando que ciertas proposiciones, ininteligibles para él, les hagan caer en la infidelidad. Por eso quienes tienen el poder absoluto han de impedir la divulgación, no sólo de las alegorías místicas, sino primero y principalmente de las especulaciones racionales, que no corresponden al nivel cultural de la inmensa mayoría.

Pero también merece respeto la forma con que los filósofos alcanzan la verdad gracias a sus razonamientos y a sus intuiciones sin contar con la ayuda de la profecía coránica, cualquiera que sea su sentido. Pues estos eminentes intelectuales no se pueden contentar con la letra del Libro, tal como está escrita para los simples fieles, y si los soberanos les obligasen a pensar de acuerdo con ese lenguaje, forzosamente les llevarían al mismo delito de infidelidad.

Así pues, hay dos formas de conocer –la de los filósofos razonadores o intuitivos y la de los místicos sufíes– que son entre sí paralelas y ambas incomunicables con la fe del creyente común. Los califas almohades permiten que cada creyente escuche directamente el Corán y lo interprete de acuerdo con su nivel de inteligencia. Pero además prohiben, no sólo que las escuelas teológicas se interpongan entre el Libro Precioso y sus oyentes, fragmentando la unidad de la profecía, sino que una lectura o una predicación ininteligible por más o por menos haga caer en la infidelidad.

La gran hazaña de Ibn Tufayl consiste en traducir esta complicada teoría del conocimiento y esta todavía más complicada sociología, a un cuento muy sencillo, en el que sus tres actores desarrollan una aventura intelectual, que los convierte en símbolos perfectos de las diversas clases de fieles del Islam andalusí, sin perder por ello un punto de su humanidad. Que para conseguir este difícil objetivo el visir de los almohades necesite convertir al principal protagonista en un solitario incompatible con cualquier género de sociedad es una paradoja que aumenta todavía más la intensidad y el interés de la trama.

La Risâla de Hayy ibn Yaqzân

Cuando Ibn Tufayl hace entrar en escena al personaje que protagoniza su risâla, tiene buen cuidado de situarle en una isla austral cercana a la India, allí mismo donde según Colón los «sacros y sabios teólogos» habían colocado el paraíso terrenal por la continua templanza de su clima. Sólo en ese lugar privilegiado puede aparecer un hombre por generación espontanea, sin padre ni madre, y por consiguiente absolutamente aislado de toda sociedad, incluso la más elemental.

Esta introducción, aparentemente extravagante, no es ningún capricho de Ibn Tufayl, sino la situación –bien sencilla por cierto– que pondrá en movimiento toda la trama de la novela. El solitario que habita en esa isla, sólo podrá elevarse hasta la más alta contemplación por el uso de las fuerzas de su razón y su inteligencia, sin contar con ninguna ayuda exterior. Más concretamente, si quiere salir de su condición animal está irremisiblemente destinado a ser filósofo.

Ibn Tufayl describe de una forma minuciosa esa generación del cuerpo humano a partir de una materia primera, que reunía en proporción justa las cualidades de los cuatro elementos, por una parte lo húmedo y lo seco y por otra lo cálido y lo frío. Cuando la parte central de esa arcilla viscosa produce una burbuja muy pequeña dividida en dos partes y llena de aire, recibe de Dios el espíritu en una conjunción casi inseparable. Después tanto ella como la carne densa que la rodea y la membrana que la envuelve adopta la figura cónica del fuego y forma el órgano llamado corazón.

El corazón necesita dos miembros, que son otras tantas burbujas salidas del barro original. Uno de ellos, el hígado, tiene un único departamento lleno de aire denso y está encargado de alimentar y reparar cuanto el calor desgasta. El otro es el cerebro, que está dividido por una película finísima en tres compartimentos, y cumple la función de percibir cuanto es conveniente o dañino para el espíritu, a fin de buscarlo o rechazarlo. La comunicación entre los tres órganos se logra por medio de un sistema de venas y arterias, y a partir de esta primitiva organización el embrión humano se desarrolla hasta su nacimiento.

Si el lector de la risâla no es partidario de la ciencia ficción y por consiguiente rechaza la generación espontanea, Ibn Tufayl todavía le ofrece otra versión, que por primera vez se preocupa del gobierno de las sociedades humanas tratándolo con un total desprecio, y que además destina a los filósofos solitarios a la misma ascensión por grados, que empieza en su nacimiento y se eleva progresivamente hasta las más altas cimas del pensamiento.

Según esta alternativa, fuertemente antisocial, en una isla rica y populosa, reinaba un hombre de carácter tan soberbio y caprichoso, que no permitía a su hermana contraer matrimonio, considerando indignos a todos sus pretendientes. La joven se casó en secreto con uno de sus vecinos y también secretamente tuvo de él un hijo. Como temía a su hermano y no quería que descubriese su misterio, colocó al niño en una caja bien cerrada y después de encomendarlo a Dios lo arrojó al mar, que lo arrastró hasta la isla donde iniciaría su solitaria aventura intelectual.

Durante sus primeros siete años de vida, Hayy tiene la suerte de encontrar una gacela que ha perdido a su cría y que lo adopta como hijo, dándole su leche, buscándole alimentos y ayudándole a subsistir. El futuro filósofo se compara con los demás animales, y como ve que está desnudo e indefenso frente a ellos, busca en las hojas de los árboles y en las plumas de las águilas un vestido que cubra su desnudez. Igualmente se agencia armas cortando las ramas de los árboles para dominar a los animales más débiles que él y resistir a los más fuertes. De esta forma comprueba que su mano es un instrumento más eficaz que los órganos de cualquier ser viviente.

A los siete años asiste al acontecimiento más importante de su existencia, el que va a disparar toda su actividad intelectual. Su madre muere por consunción natural y Hayy quiere volverla a la vida, investigando qué parte de su cuerpo está herida. Como los miembros externos del animal están intactos, llega a la conclusión de que su lesión ha de afectar a una de las tres cavidades internas y más concretamente a la central. Somete entonces a la gacela a una disección, y descubre el corazón, dividido en dos compartimentos, uno lleno de sangre y el otro vacío. Y comprende finalmente que su madre no es la máquina corporal de la que se ha servido como un instrumento, sino ese «algo», que primero tenía su residencia en el corazón y después lo abandonó.

Ibn Tufayl sigue demostrando en la continuación de su risâla un creciente interés por la biología. En efecto, Hayy ibn Yaqzân descubre de una forma más o menos fortuita el fuego y aprende a servirse de él. Después diseca animales vivos, les abre el corazón y encuentra allí una materia ardiente también de naturaleza ígnea, que se mantiene dentro del cuerpo hasta que desaparece en el momento de la muerte. Ese alma animal es simple, aunque parezca plural por usar como instrumentos a todos los órganos.

Al cumplir veintiún años, Hayy –aparte de todos estos descubrimientos biológicos– se convierte en un auténtico Robinson. Se viste y se calza con las pieles de animales, hace hilos con plantas filamentosas, construye una choza a imitación de los pájaros, domestica aves de rapiña y coge gallinas, fabrica lanzas y escudos, monta caballos y asnos salvajes y en una palabra adquiere tanto poder que ningún animal se atreve a hacerle frente.

Durante los siete años siguientes Hayy comienza a elaborar una filosofía del mundo físico, cuyos seres contingentes están sometidos a un doble proceso, por el que empiezan y dejan de ser. Todos los cuerpos tienen, además de su materia siempre igual, una extensión en longitud, anchura y profundidad. Una parte de ellos, constituida fundamentalmente por los elementos y los seres inanimados, tienen una forma o naturaleza de la que surge un movimiento vertical hacia arriba o hacia abajo.

Las plantas son mucho más complicadas y su forma vegetativa es el origen de una nueva actividad de nutrición y crecimiento. Y los animales a su vez tienen un alma o forma de la que Hayy ya ha tenido experiencia, y que a pesar de ser una, se distribuye por todos los órganos de los sentidos, anunciando mensajes favorables o dañosos y dirigiendo el correspondiente movimiento de busca o de rechazo. El problema que ahora se plantea, y que va a ocupar el quinto septenario de la vida del filósofo, consiste en averiguar cuál es la causa constante que produce este universo de fenómenos contingentes.

Desde luego no puede ser ninguna de las realidades existentes entre la tierra y la órbita de la Luna, porque todas empiezan a ser, necesitando por consiguiente una causa que las produzca. Por eso Hayy dirige su mirada a los cielos, que mantienen un movimiento constante y al parecer interminable. Desde su observatorio privilegiado situado en el ecuador, puede observar todas las estrellas que se encienden y apagan simultáneamente, como puntos de un solo individuo dotado de figura esférica.

Siguiendo con su investigación astronómica Hayy razona que ese cuerpo superior es limitado, porque una extensión infinita es matemáticamente imposible. Puede ser que haya empezado a existir en un momento del tiempo, o puede ser que sea eterno, pero en las dos alternativas necesita un agente, que sea causa de su existencia o de su movimiento infinito. Ese principio exterior no está integrado en la máquina del cosmos y por consiguiente no es un cuerpo.

Hayy llega al conocimiento de la existencia de este ser primero, en su quinto septenario, es decir a los treinta y cinco años, y se ve inclinado hacia él, descubriendo su huella en todos los seres producidos y juzgándole libre de toda imperfección. Como por otro lado no tiene naturaleza corporal, no se conoce a través de los sentidos y la imaginación, , y sólo puede alcanzarlo la operación de una esencia libre de toda materia, que en el lenguaje no aprendido de Hayy se corresponde con lo que los filósofos griegos y medievales llaman intelecto.

Esta esencia incorpórea es incorruptible, y su destino más allá de la muerte es triple. Si durante la vida no tiene ningún atisbo del Primer Principio, no sentirá deseo de él, ni dolor por su pérdida, y sus facultades desaparecerán con la eliminación del cuerpo. Si conoce a este ser y disfruta de su belleza, pero se desvía de él y en la muerte está privado de su visión intuitiva, entonces experimentará un sufrimiento infinito al estar alejado del objeto de su deseo. Si finalmente el intelecto, al separarse del cuerpo, sigue en estado de contemplación actual, su gozo no tendrá límites y será eterno.

Esta consideración acerca de su posible destino hace que Hayy se esfuerce en conseguir una intuición continua del agente y motor primero, y así deja atrás la filosofía de Aristóteles que razona desde la premisa a la conclusión, y busca un éxtasis y una contemplación parecida a la neoplatónica. Para llegar a este estadio ha de ascender desde el cuerpo material, que tiene en común con los animales y los vegetales hasta las inteligencias astrales, y en un supremo salto hasta el «Ser único, vivo y permanente», en quien la totalidad de las cosas adquiere unidad y movimiento eterno.

Para dar los primeros pasos en este largo camino Hayy somete a Su cuerpo a una rigurosa ascética, prescinde en lo posible de todos los deseos materiales y en particular adopta una alimentación suficiente para calmar el hambre, sin pasar un punto de este límite. Además respeta al máximo la obra del Creador y no interrumpe los procesos naturales. Esta dieta ha de limitarse a las frutas ya maduras, a condición de no dañar las semillas ni arrojarlas a terreno pedregoso. Sólo cuando falta este alimento se pueden comer vegetales, dejando a salvo también las semillas y raíces, y en caso de necesidad extrema hasta los animales y sus huevos que existan en mayor abundancia, para no extinguir su especie.

Mucho más complejo y más interesante es el segundo movimiento ascético, por el que Hayy se hace parecido a las inteligencias que imprimen a los cielos un movimiento regular y constante. En primer lugar debe favorecer –igual que hacen los astros– la vida de todos los seres animados, procurando que ningún vegetal se vea privado del sol, o por el contrario expuesto a una intolerable sequía. En cuanto a los animales, hay que aliviarles de cualquier persecución y sufrimiento, y darles de comer y beber cuando lo necesiten. Esos pasos iniciales del programa de Ibn Tufayl son el primer ejemplo de una ética ecológica, en la que el cuidado de sí mismo está firmemente ligado al amor a la naturaleza.

Además hay que fijarse en la forma de ser de los cielos e imitarlos en su pureza –y para eso nada mejor que una enérgica higiene de las manos, los dientes, las uñas y las partes ocultas de su cuerpo, aromadas con plantas olorosas– y en su movimiento circular, que se debe practicar de mil modos y maneras. Hayy da continuamente vueltas alrededor de la isla o de un peñasco más o menos grande, o lo que es más notable, gira sobre sí mismo hasta sentir vértigo, en un proceso totalmente semejante al de los derviches danzantes.

Este movimiento de rotación debilita los sentidos y la imaginación, y de una forma indirecta da fuerza al pensamiento libre de toda mezcla material. Ese intelecto puro, queda entonces libre para llegar en un último esfuerzo de ascensión hasta el Primer Principio, que centra el círculo de todas las estrellas. Los cielos son gracias a esta triple operación –de ayuda al mundo inferior, de giro eterno sobre sí mismo y de contemplación intelectual– el necesario medianero entre el hombre y Dios.

Falta todavía la última ascensión, la verdaderamente decisiva. Hayy se retira al último fondo de su cueva y allí, en total silencio y soledad, procura apartar de su mente todos los objetos materiales y su misma facultad sensible, concentrando toda su atención en aquel Ser de necesaria existencia. Gracias a este continuo ejercicio de meditación consigue que el aparato entero de los cielos y la tierra, las fuerzas separadas de la materia y hasta su propia esencia de ser pensante desaparezcan de su memoria y entendimiento y se desvanezcan, reduciéndose a la nada como átomos dispersos. Sólo queda ante él, el Unico, el ser de existencia permanente, que le proporciona una intuición continua y el gozo de un espectáculo indescriptible.

Desde esta visión del Primer Principio, Hayy reconstruye paso a paso la astronomía, siguiendo el modelo geocéntrico de Aristóteles, y aplicando a todos y cada uno de los orbes celestes la idea neoplatónica de la iluminación. De esta forma compara la esfera suprema con el reflejo de la luz, que no es el Sol ni el espejo, pero tampoco algo diferente de ellos. Las otras esferas inferiores hasta llegar a la de la de la Luna, se parecen , según esto, a un juego de espejos cada vez más complicados, y dispuestos de tal forma que cada uno recoge indirectamente la luz reflejada del espejo inmediatamente superior. Cuando Hayy llega a los cincuenta años ha realizado sin ninguna ayuda la solitaria hazaña de elevarse hasta el Primer Principio, lograr una visión continua de la divina esencia y dar una explicación definitiva de la construcción y el aparato del Universo. Precisamente entonces hace su entrada en sociedad con resultados verdaderamente decepcionantes.

El pesimismo social

En una isla vecina a la habitada por Hayy, un gran profeta predica una nueva religión, que se extiende a lo largo y a lo ancho de aquella tierra. La comunidad ha de seguir literalmente las palabras contenidas en su Libro Santo y queda así constituida en estado de religión. Su soberano Salâmân cuida sobre todo del aspecto social de la Ley y del cumplimiento de sus mandamientos externos, la limosna, la oración, la peregrinación, pero deja de lado la meditación y la considera indiferente o nociva para la existencia espiritual.

En cambio su amigo Absâl desprecia esta dimensión social de la religión y se centra en su vida interior, mediante la soledad y silencio. Por consiguiente no sigue a la letra las palabras del libro revelado, sino que las interpreta de forma alegórica. Por eso la resurrección, el juicio, el doble destino de los hombres, la existencia de espíritus e incluso la propia ley tienen para él un sentido oculto, que le permite entrar en lo más hondo de sí mismo.

Salâmân y Absâl se corresponden con los dos tipos de fieles que habitan en toda comunidad islámica desde los primeros siglos de la hégira, el creyente común y el místico sufí. Hay que tener en cuenta que los sufíes defienden la doble lectura del Corán, sin atenerse al mandato imperativo de la Ley, plenamente inteligible para cualquier musulmán. En cuanto a los filósofos representados por Hayy, están alejados de toda sociedad y encerrados en la insularidad de su pensamiento.

El segundo acto de la Risâla comienza cuando Absâl, en busca de una soledad absoluta, abandona la sociedad en que siempre ha vivido y se traslada a la isla habitada por Hayy desde su azaroso nacimiento. El encuentro entre los dos solitarios se aplaza muchas veces, pues cada uno de ellos respeta la vida privada del otro hasta límites extravagantes. Pero por fin se establece entre ambos una amistad muy provechosa, pues mientras uno enseña a su compañero el lenguaje, recibe a cambio el razonamiento y la iluminación intelectual.

Es uno de los momentos decisivos de la risâla, pues Absâl descubre que el contenido de sus alegorías coincide con los razonamientos y las intuiciones de Hayy, aunque los dos lenguajes sean distintos desde el punto de vista formal. Esta concordia entre la devoción y la razón, las dos autónomas y paralelas, es la clave de arco de toda la risâla de Ibn Tufayl. De esta forma los métodos hermenéuticos de la «religión del corazón» quedan del todo aclarados a la luz de la filosofía, y los dos lenguajes corrigen al habla común, dándole un sentido simbólico cada uno en su nivel.

Cuando los dos amigos pudieron hablar –dice casi literalmente la risâla– Absâl vio que todas las proposiciones contenidas en la Ley religiosa acerca de Dios y los ángeles, de sus libros y profetas, del Juicio final, la Gloria y el Infierno eran símbolos de lo que Hayy había contemplado. La religión se puso en él de acuerdo con la razón, y no encontró en la ley religiosa ninguna dificultad que no se le aclarase. Y lo que es más notable, desde entonces miró al filósofo con veneración y le sirve y obedece.

El acto tercero y final de la risâla –que conjuga el realismo de sus personajes con una pasmosa estructura lógica– empieza cuando Hayy y Absâl se deciden a volver a la gran isla para predicar el evangelio que han descubierto en común. Aparece entonces en escena Salâmân, representante del pueblo del que es soberano. Su función será puramente pasiva y se limita a recibir el mensaje de los dos amigos en la medida en que lo pueda entender.

Así pues, Hayy y Absâl, igual que los filósofos platónicos, vuelven a la caverna, dispuestos a ilustrar a sus conciudadanos y elevarlos hasta el último cielo. Pero su fracaso es total, porque tan pronto como empiezan a utilizar el lenguaje propio de la iluminación, sus oyentes, que están acostumbrados al habla común, no los entienden, les toman miedo y aversión por sus exigencias, y poco a poco los abandonan hasta dejarlos otra vez solos.

En vista de que la sociedad no está preparada para recibir su mensaje, el filósofo solitario y el místico sufí buscan una solución mucho más modesta. La mayor parte de los hombres son como bestias irracionales, y sus acciones sólo tienen por objeto, desde que despiertan hasta que duermen, el placer, la riqueza, el honor y sus deseos. El Corán les dirige las más graves amenazas, porque la única utilidad que pueden sacar de la religión es la paz y el sosiego de su vida mundana.

En cuanto a Salâmân y sus compañeros, incapaces de entender la Filosofía, la conducta de Hayy hacia ellos es la reproducción de la política educativa de los almohades. Les pide perdón por sus inoportunas conferencias, les recomienda seguir las prácticas exteriores, apartarse de las herejías teológicas y huir de las novedades. Si perseveran en ese estado no tendrán desde luego grandes intuiciones místicas, pero por lo menos serán en el Juicio «de los colocados a la derecha».

El epílogo de la risâla es la conclusión lógica de esta aventura intelectual y misionera. Hayy, seguido únicamente por Absâl, se retira de nuevo a la isla donde nació y donde durante cincuenta años alcanzó en solitario el supremo éxtasis y la contemplación continua del Primer Principio. Para ellos la sociedad es inútil e incompetente y sólo merece el desprecio, porque en el mejor de los casos únicamente sirve para atraerlos a este mundo, privándolos de un gozo individual y eterno. Así termina, de forma tan extravagante como lógica la andadura de ese héroe, que simboliza el ideal de vida del visir de los grandes califas de occidente.

 

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