Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 43 • septiembre 2005 • página 5
En torno de la obra de Max Nordau, sobre todo su embate contra el arte moderno, su militancia sionista, y su denuncia del mal del siglo, relevante para el siglo XXI
En 1795 el plan de «paz perpetua» de Kant auguraba que el siglo XIX clausuraría la prehistoria bélica de la humanidad. El fin de las guerras napoleónicas alimentó esa esperanza, a la que siguió una gran desilusión. Irrumpía una conciencia colectiva de desánimo, una neurosis grupal que el crítico Charles Sainte-Beuve denominó «el mal del siglo» al aplicarla a la obra de los románticos tempranos. Los grandes sueños chocaban contra limitadas realizaciones.
La depresión general motivó La confesión de un hijo del siglo de Alfred de Musset (1836), novela testimonial y autobiográfica que desgrana, en particular, la malograda relación de su autor con George Sand y, en general, la desazón europea a partir del Congreso de Viena. Emergía una filosofía del desencanto, tanto en lo político como en lo artístico.
Esta bifurcación operó también en el pensador Max Nordau (1849-1923) quien medio siglo después de Musset noveló la fastuosa vanidad de las clases acomodadas y la tituló El Mal del Siglo (1888).
Las obras de Nordau venían a cuestionar ésa y otras «mentiras»: la comedia El Derecho de Amar fue una réplica a Casa de Muñecas de Ibsen, y Matrimonios Morganáticos una denuncia de la «mentira» monárquica, a través de las desdichas de una princesa. Cuando Rafael Cansinos-Assens la tradujo al castellano, la llamó en el prólogo «libro de combate».
La religión fue una de las «mentiras» reiteradamente cuestionadas por la pluma de Max Nordau, cuyo padre había sido el rabino Gabriel Suedfeld. Cuando éste falleció, el escritor tenía 23 años y debió asumir la jefatura de su familia. Se graduó de médico y se trasladó de Hungría a París con su anciana madre y única hermana. Al poco tiempo fue corresponsal de un diario húngaro en gira por varias ciudades, y terminó absorbido enteramente por las letras y el periodismo.
La definición de «mentira» resulta de su obra más famosa Las mentiras convencionales de la civilización (1883), un notable éxito editorial traducido a quince idiomas, proscrito en Rusia, y prohibido y quemado públicamente en Austria.
«Las mentiras» enumeradas por Nordau son la religiosa, la aristocrática, la política, la económica, la nupcial, la de la prensa, de la justicia y de la opinión pública, y derivan de la discordancia entre nuestra concepción del mundo y las normas e instituciones que nos rigen. O, en sus palabras, «el desacuerdo entre las mentiras convencionales reinantes y la concepción científica del mundo que se rebela contra ellas».
Nordau arremete contra el nihilismo, el egoísmo, la irracionalidad y la cobardía, y concluye su libro con un mensaje optimista acerca del futuro, contrapuesto al «pesimismo, egoísmo e hipocresía característicos de la civilización de hoy».
Hasta el momento en que se sumó al movimiento sionista, poco había incursionado Nordau en cuestiones judías. La excepción fue su comedia dramática El Doctor Kohn (1896) cuyo protagonista intenta infructuosamente superar la judeofobia asimilándose al medio.
La judeofobia no podría superarse por medio de «leyes emancipadoras» que nunca alcanzaban para contrarrestar los prejuicios milenarios. Observa al respecto de la Revolución Francesa: «Los hombres de 1791 nos emanciparon por dogmatismo.»
El protagonista Kohn es precisamente un judío culto, renuente a ser «tolerado» y desengañado de la falsa igualdad ante la ley. No llega a consumar su amor por una joven debido al duelo al que lo somete el hermano de ésta, un oficial del ejército alemán que termina matándolo (el duelo es otra de las prácticas de marras estigmatizada por Nordau como «mentira convencional»).
Con todo, de entre sus obras hay otra que sobresale por la estupefacción que generó: Entartung o Degeneración (1895), un devastador análisis psicológico de la creatividad artística, que redunda en crítica acérrima contra el arte moderno.
En efecto, Cecil Roth en su clásico La contribución judía a la civilización (1944) sostiene que fue modesto el rol de los judíos en el nacimiento del arte moderno a fines del siglo XIX, lo que se pone aun más de relieve por el hecho de que fuera un judío su máximo detractor.
El arte moderno se desentendió de su previa función descriptiva de objetos e ideales. Para los movimientos que emergieron a fines del siglo XIX el artista no ve objetos. Así para el impresionismo francés el pintor ve la luz que los objetos reflejan (por ello, para captarla el pintor debe crear a la intemperie y no en estudios), y para el expresionismo alemán el arte no imita la naturaleza: la transforma, ya que la visión interna del artista distorsiona la realidad.
El citado comentario de Cecil Roth subestimó la participación de hebreos en el arte moderno. Por lo menos dos exponentes fundamentales del impresionismo fueron en efecto judíos: en Alemania Max Liebermann y en Francia Camille Pisarro, quien guió a sus amigos Cézanne y Gauguin. En el propio Van Gogh influyó ostensiblemente el judeo-holandés Josef Israels, precursor del impresionismo en cuestiones de color y luminosidad, y en el juego libre de tonalidades.
Lo que sí es cierto es que el nuevo arte fue asediado por Nordau, quien arremete en Degeneración contra el Fin-de-Siècle y su declinación. Por medio de contrastar el arte con la ciencia, produjo un libro que abordaba desde una posición cientificista a diversos innovadores: Huysmans, Lautremont, Maeterlinck, Mallarmé, Nietzsche, Ruskin, Swinburne, Verlaine, Wagner, Walt Whitman y Oscar Wilde.
Su inspirador había sido otro judío, el criminólogo Cesare Lombroso, quien en El hombre criminal (1876) había intentado demostrar la supuesta condición genética del instinto malhechor. A Lombroso dedica Nordau su embate racionalista contra los artistas modernos, a quienes consideraba víctimas de una fatiga y excitación nerviosa que llevaba a cierto desorden mental.
El libro puso de relieve los estragos del escepticismo moral, del «mal del siglo», y desenmascaró el esnobismo y la supuesta ruindad de quienes como Emile Zola y los naturalistas, veían en el mundo sólo brutalidad, infamia, fealdad y corrupción, o quienes, como Schopenhauer, irradiaban pesimismo filosófico.
Para Nordau «las novelas de Zola no prueban que las cosas de este mundo son malas, sino simplemente que el sistema nervioso de Zola está descompuesto».
Mucho se polemizó contra esta tesis. Cuando el filósofo anarquista Benjamin Tucker solicitó de George Bernard Shaw su impresión por el éxito que venía teniendo Degeneración, Shaw redactó La cordura del arte (1907) en el que discute con «el judío cosmopolita Nordau», y lo refuta hábilmente citando párrafos del propio Nordau, para concluir con ironía: «cuando Ibsen critica al mundo, es porque el mundo es demasiado bueno para él; pero cuando Nordau lo hace, es porque él es demasiado bueno para el mundo».
En retrospectiva resulta tristemente paradójico que el nazismo enarbolara la tesis del supuesto «arte degenerado» pero previsiblemente atribuyéndolo a los judíos, de quienes se incineraron sus obras.
El sionismo de Nordau
Ya en el segundo párrafo de las Mentiras opinó Nordau que la judeofobia «es sólo una máscara, un pretexto cómodo para la manifestación de despreciables pasiones». Su preocupación lo llevó a abrazar el sionismo cuando conoció al primer político judío, Teodoro Herzl. Se convirtió en su fiel mano derecha y sucesor natural como presidente de la Organización Sionista Mundial (ulteriormente declinó el honor).
En rigor, fue su entusiasmo lo que mantuvo la perseverancia sionista de Herzl cuando se mofaban de este «rey de Sión» y el burlado procuró auxilio psiquiátrico de su amigo Nordau.
Quedaron grabados en la historia sionista sus memorables discursos y su postura cabalmente política. Nordau se opuso tanto a los sionistas culturales que aspiraban a recuperar la patria por vía de un renacimiento cultural (los llamaba despectivamente «espiritistas») como así también a los sionistas prácticos, que priorizaban la colonización por sobre la negociación política. En este contexto, terminó distanciándose del segundo gran presidente del sionismo, Jaim Weizmann (el científico que llegó a ser eventualmente en el primer Presidente de Israel).
Nordau presagió el Holocausto de los judíos europeos, y blandió un programa de evacuación de 600.000 de ellos, al que Weizmann se opuso considerando que «ni los israelitas estaban preparados para la dislocación, ni Palestina para absorberlos». Cuando la dirigencia sionista rechazó su plan bajo el mote de «sionismo catastrófico», Nordau sintió que la obra liberadora de los judíos «se retrasaba en cien años», y se retiró para siempre de la lid sionista.
El Programa de Basilea (la primera plataforma del sionismo moderno) había sido redactada por Nordau para el Primer Congreso Sionista (1897) en el que acuñó el término Heimstate (hogar nacional en lugar de Estado, ya que éste podía despertar la animadversión otomana).
En el Sexto Congreso (1903) defendió en lealtad a Herzl el «proyecto Uganda» bajo el concepto de Nachtasyl («asilo nocturno») que definía el rol del territorio africano para los hebreos. Un joven anti-ugandista, Chaim Selig Luban, intentó asesinar a Nordau y, en el juicio contra el agresor, la víctima defendió al agresor ante el juez.
En el Séptimo Congreso, el primero después de la muerte de Herzl, Nordau lo reemplazó con energía.
También en 1915 redactó el Programa Judío para la Conferencia de Paz, en la que el representante árabe Faisal de Hejaz aceptó la reconstrucción sionista de Palestina.
Durante la Gran Guerra, Nordau se trasladó a España. Expulsado de Francia con su esposa Anna y su única hija Maxa, residió en una buhardilla madrileña desde la que prosiguió su obra literaria: La Biología de la Ética, La Esencia de la Civilización, Impresiones de España, y Los Grandes del Arte Español. En 1920 regresó a París donde falleció.
El Mal del Siglo referido por Nordau embarga en buena medida al mundo actual. Después de que el siglo XX albergara al auge y derrumbe de los dos grandes totalitarismos, no faltó quien augurara para el siglo XXI la demorada era de la paz, acaso inspirado por Francis Fukuyama y su «fin de la historia».
Pero en ese aspecto el siglo XXI comenzó mal, generando en los devotos del progreso humano la misma vieja frustración, la sensación de que las fuerzas retrógradas que acechan pueden retrotraernos a un primitivismo que terminará por diluir los logros sociales a los que alcanzó Occidente. La escasez o vacilación de las fuerzas vitales de Europa en defender esos logros, redunda en un pesimismo colectivo parecido al de hace dos siglos.