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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005
  El Catoblepasnúmero 43 • septiembre 2005 • página 11
Estética

El problema de la categorización de la estética desde una perspectiva materialista

Jose Andrés Fernández Leost

Ensayo en torno a la cuestión de la autonomía del campo estético, enfocado desde el análisis de la filosofía del arte en la cultura moderna

En el siglo XVIII, a través de la obra de Alexander G. Baumgarten, la estética pasa a ser considerada disciplina autónoma, iniciando su andadura entre los saberes filosóficos y científicos orientados hacia la adquisición de conocimientos. Desde este mismo origen sin embargo, el carácter dual de la esfera estética, desdoblada según la propia definición de Baumgarten en una ciencia del conocimiento sensitivo y una teoría de las artes liberales{1}, se ha seguido suscitando la cuestión de su estatuto gnoseológico, sin que hasta nuestros días se haya llegado a una respuesta definitiva. El presente trabajo, presuponiendo como improcedente toda construcción de un campo de estudio que recurra a razonamientos metafísicos, tiene por objeto criticar el componente idealista que informa la constitución inicial de esta disciplina para, a continuación, sopesar la consistencia de una estética y, consiguientemente, de una filosofía del arte, que se atenga a una fundamentación materialista. En nuestra exposición por lo tanto, en aras de alcanzar una comprensión completa de lo que pueda ser un programa autónomo de estética materialista, nos veremos obligados a transitar por las sucesivas teorías sistemáticas y asistemáticas que, desde el siglo XVIII se han ocupado del asunto{2}. En este sentido, los resultados de nuestra investigación pretenden desembocar en una reconfiguración de la dimensión estética –no inédita ni desprendida de determinadas tradiciones académicas– cuyas líneas de trabajo sean susceptibles de enfrentarse a los tópicos de la disciplina sin recaer en los excesos de idealización, conceptualización o formalización, que como veremos, la historia nos muestra.

Sin pretensión de resultar excesivamente prolijos, se estima necesario esbozar un panorama de la situación de la estética previo a su incorporación a los sistemas filosóficos dieciochescos. Así, la referencia a la teoría de la estética en la antigua Grecia posee la virtud de ubicarnos ante los conceptos nodales en torno a los que se articula genéticamente el campo –los de belleza, placer, bondad o mímesis–, si bien entonces su estudio no respondía todavía de un tratamiento sistematizado. En cualquier caso, la obra de Aristóteles contiene ya un aparato normativo desde el que se levanta una suerte de paradigma artístico que llegará hasta los albores de la modernidad. Distinguiendo según la tradición helénica entre el ámbito de lo bello y el del arte, Aristóteles se referirá a la bellas artes como un conjunto de actividades humanas que, por contraposición a la artesanía, consiste en imitar a la naturaleza, no de manera absolutamente fiel, sino en tanto representación ejemplar de un motivo de interés general. Al igual que el concepto de belleza, informado por la bondad y el placer, lo artístico conservará un aspecto moral que, a través de la función catárquica que se le supone, enlaza con su filosofía teleológica, encaminada a la consecución de la felicidad. Esta breve incursión en la estética aristotélica{3} es pertinente en la medida en que desde ella se establecen las coordenadas por las que se va a desenvolver el discurso clásico, que asocia la belleza con cualidades tales como la armonía, la proporción y la conveniencia o adaptación entre la expresión de la experiencia interna y la realidad representada, resguardando el canon de belleza de todo patrón artificial, esto es, haciéndolo privativo del orden de la naturaleza en tanto intemporal. A este respecto es oportuno constatar el plano idealista del que no escapa tal concepción.

Dejando atrás la antigua Grecia, es ahora cuando de mano del orden clásico podemos situarnos en la antesala de la conformación de la estética como disciplina autónoma, subrayando la influencia del contexto ilustrado en dicho proceso, por cuanto corre en paralelo al inicio de la consideración del ser humano como sujeto autónomo. La mención al precedente de la Querelle de la Academia francesa en 1687, que enfrenta al partido de los antiguos, o defensores de la primacía de la belleza natural, contra el partido de los modernos, quienes acentúan el carácter transitorio de la misma, marca un hito crucial en la historia de la estética, puesto que al ponerse en cuestión el discurso clásico se anuncia la predominancia plenamente moderna de la belleza artificial. En efecto, la proclamación ya en el siglo posterior de la autonomía de la estética se logrará a merced del paulatino deslizamiento del objeto de estudio de la misma, que pasando a interesarse exclusivamente en las bellas artes, se centrará cada vez más en la obra en sí, dejando de lado el estudio de la belleza. Esta tendencia moderna a analizar ante todo el mundo que rodea al objeto artístico, en cierto detrimento de la teoría de la sensibilidad, puede interpretarse como una objetivación de la disciplina aparentemente acorde, en sus desarrollos formalistas, a premisas distanciadas del idealismo. Pero por nuestra parte consideraremos indispensable no descartar aquella dimensión –aun en su sentido artificial– del campo estético, toda vez que localicemos en su interior el núcleo desde el que puedan erigirse los valores estéticos o, lo que es lo mismo, una teoría del gusto. Justamente, si retornamos de nuevo al periodo anterior al de la sistematización de la estética que va a producirse en Alemania, nos encontramos que en Inglaterra un conjunto de pensadores entre los que se encuentran Hume o Burke se dedican desde una perspectiva puramente empírica a reflexionar sobre el alcance universal o no del gusto. Fieles a la tradición que les caracteriza, estos autores no renunciarán a delinear una reglas del gusto, cuya universalidad «fáctica» no dependerá tanto de las deducciones racionales del entendimiento cuanto del método experimental, basado en la observación y en la comparación.

Entretanto, el modo imitativo como procedimiento técnico central irá dejando paso a la irrupción de nuevos recursos estéticos, cuales son la invención o la imaginación, trasunto del paso de lo bello del gusto a lo bello del genio, de forma que quizá no sea de extrañar que un sesgo subjetivo e idealista informe la génesis de la categorización de la estética en el continente. No es cuestión en este punto de desestimar, tras la definición de Baumgarten, la impresionante incursión kantiana en la problemática que nos ocupa, máxime habida cuenta de que su estudio aúna las dos facetas de la estética –sensitiva y artística– según un planteamiento que todavía inspira a nuestros contemporáneos. Pero no por ello habremos de silenciar la deriva psicológica que implica su análisis, por más que incluya una pretensión de universalidad en línea con su pensamiento formal. En su favor hay que decir que su objetivo –desplegado en la Critica del juicio– nunca fue articular una ciencia de la estética, sino, antes bien, calibrar las condiciones de posibilidad que permitan emitir un juicio estético. De modo que de lo que se tratará es de desentrañar la naturaleza de esa tercera facultad postulada ya por Tetens, que se encuentra a caballo entre la facultad de conocer y la facultad de desear: la facultad del sentimiento. La filosofía estética kantiana, diferenciando entre el juicio de los sentidos, informado por los objetos, y el juicio reflexionante, propio del sentimiento subjetivo, acabará considerando a este último tipo como el juicio estético por excelencia, según la premisa que pone en primer plano la universalidad del juicio previo a todo sentimiento. Lo característico de tal juicio no consistirá en atenerse al mandato de un imperativo formal dictado por la razón, sino en respetar el juego libre de las facultades psíquicas que se produce en su interior. Ello no obliga a Kant a desestimar la función o finalidad subjetiva que cumple el objeto estético, bien entendido que a su través, en tanto forma o apariencia, es capaz de suscitar el sentimiento de agrado. La belleza quedará así definida como la «forma de la finalidad de un objeto en cuanto es percibido sin la representación de un fin». Conviene en todo caso no olvidar el carácter «desinteresado» del juicio estético, no vinculado ni al conocimiento ni a ninguna actividad práctica y ni siquiera a la existencia del objeto contemplado.

A tenor de lo dicho, es lógico que las tesis kantianas abrieran paso a una estética idealista cuyo primer representante, antecedente del Romanticismo, fue F. Schiller. Inicialmente, la meta que este autor persigue es objetivar la estética de Kant, reubicando en los objetos el principio de lo bello. En consecución de su propósito, este autor va a acentuar el rol de la sensibilidad como instancia formadora del juicio estético, devolviendo al sujeto empírico su protagonismo en la activación de la capacidad del gusto. No obstante, la obra de Schiller no hace sino trasladar la carga idealista del sujeto estético al objeto, al amparo además de una concepción utópica de la tarea de nuestra esfera, que en tanto ámbito que media entre la razón y los sentidos, tendría como horizonte práctico reinstaurar la unidad del hombre moderno, escindido entre el orden de la naturaleza y el de la libertad. Efectivamente, al sostener que el fundamento de lo bello reside en los objetos, Schiller ofrece una argumentación idealista que recurre al concepto moral de la libertad kantiana –como libre voluntad–, desplazándolo hacia nuestra imaginación hasta alcanzar, subsiguientemente, a la apariencia, de tal forma que la belleza se redefina en esos términos: como libertad en la apariencia. Su proyecto, de marcado talante ilustrado, se completa con la pretensión redentora de desembocar en la liberación plena del hombre, alcanzando un estadio en el que –mediante la educación estética– cristalicen los ideales de belleza y humanidad. Mencionado este eslabón hacia el Romanticismo podemos penetrar ya en el grueso de tal corriente idealista, pero antes de hacerlo retengamos el postulado que vuelca en la dimensión estética el motor de la emancipación del ser humano; habremos de volver a él en el momento de escudriñar las orientaciones de la estética marxista.

En el fragmento 116 de la revista Athenäum, redactado por F. Schlegel y publicado en 1798, se recoge el programa de la «poesía progresiva universal» en el que queda plasmado el paradigma del Romanticismo estético. Tal manifiesto, que supone desde su propio enunciado una sustitución del ideal clásico de perfección en favor de las figuras inconclusas de la perfectibilidad, traza una línea de demarcación desde la que empiezan a perfilarse las categorías de la estética moderna. Desde entonces, las aportaciones procedentes del reino de la fantasía van a pasar a integrarse en la constelación de los conceptos estéticos, quedando consolidada la atención sobre lo artificial así como la introducción de los criterios de admiración e interés como indiciarios ya no sólo de lo bello, también de lo sublime. De hablar de estilo, en tanto recurso que modela el lenguaje ordenado del arte, se pasa a hablar de maneras, por cuanto implican una ruptura de la homogeneidad del proceder precedente. En realidad, a partir del Romanticismo ni siquiera cabría hablar de un canon de belleza, al aparecer esta ahora sustituida por el concepto anticanónico de libertad. Aunque todavía en el primer Romanticismo asistimos a una reformulación normativa en el que rige un ideal estético de unificación futura de las artes que, en una especie de añoranza del orden clásico, evoca un anhelo de universalidad intemporal, superpuesto al impulso de infinitud. De este modo, aún se resguardará la vinculación entre la visión subjetiva del artista y la unidad de la obra como un todo coherente –reflejos del principio autodeterminante y autodeterminado del arte–, y la misma actividad artística se querrá relacionada con la reflexión sobre sus métodos técnicos y filiaciones culturales. Esta conexión entre la práctica y la teoría dará lugar a las Poéticas o nematologías sobre el arte y a la fundación de la crítica como disciplina autónoma. Mas en su desarrollo el Romanticismo se deslizará gradualmente hacia el Absolutismo estético, punto álgido del idealismo aquí criticado. En efecto, será entre los años 1815-1830 cuando en el contexto del llamado Romanticismo tardío se delinee un programa estético que dote a nuestra disciplina de una función angular en el sistema del pensamiento humano. Tal y como propuso Schiller, la estética pasa de nuevo por ser el eje desde el que se articulan y reunifican los planos subjetivo y objetivo de la realidad, pero de un modo ahora incluso más pronunciado, habida cuenta del lugar cenital que Schelling otorga al arte en su Sistema del idealismo trascendental, como órgano y documento de la filosofía. Según dicha obra, la filosofía del arte posee la capacidad de anudar nuestro yo subjetivo con el mundo exterior, a través del proceso mental que enlaza la intuición intelectual subjetiva –intrínseca a la reflexión filosófica–, con la intuición estética de signo objetivo, posible gracias a la presencia del arte. Pero hágase notar que dicho Romanticismo, encaminado totalmente a la absorción de la filosofía por la estética, no sería del todo comprensible sin hacer mención a un movimiento opuesto, y en cierta medida reactivo, al que inspiraba al primer Romanticismo: si en este último el ideal de la plenitud de lo estético quedaba aplazado a un futuro en gran parte inalcanzable –tal y como se infería de la intención progresiva de la poesía universal–, ahora la esencialidad de lo estético va a verterse en el pasado, en una suerte de regresión estética a unos orígenes míticos que resaltarán las fuerzas intemporales de la naturaleza. Del vector estético progresivo orientado al infinito hemos pasado a un vector regresivo, igualmente anclado en virtualidades localizadas más allá del tiempo. El resultado más palpable consistirá en enaltecer la dimensión ahistórica del hombre, esto es, en consagrar la estética del genio, el que –supuestamente– en el despliegue de sus obras responderá de su faceta instintiva más que de la racional. Pero asimismo ello conllevará el desbordamiento de los límites de los valores estéticos, dando entrada a las nociones de lo grotesco y lo feo. Si, penetrando ya en el siglo XIX, recorremos el hilo que conecta a Schelling con Schopenhauer y Nietzsche, desembocamos en el Esteticismo, en cuyo seno estallarán las contradicciones del absolutismo idealista. Ya desprendida de toda vocación sistemática, la corriente esteticista llegará a concederle al arte el rol de legitimación de la existencia humana; dicho en palabras de Nietzsche: «Sólo como fenómeno estético se interpreta y justifica la existencia humana y el mundo». Bajo el prisma de El nacimiento de la tragedia el género de la tragedia griega se erigiría como paradigma artístico tanto como vital, de acuerdo con la tendencia hacia la estetización de la vida a la que también se apunta el Wagner que defiende la posibilidad de la obra de arte total. Esta entrega a una pura existencia estética, en la que únicamente desde lo artístico puede uno vivenciar la experiencia originaria sobre el ser, acaba por eliminar en benéfico de la forma todo contenido temático a la obra de arte, todo contenido moral podría decirse, al precio –eso sí– de convertir al arte en una religión. Ciertamente, la preocupación exclusiva por la forma de la obra entroncará con la cuestión abierta en el siglo XX de dar con la clave especificidad del arte –centrada en el lenguaje artístico–, en lo que será una última vuelta de tuerca para definir la autonomía del campo. En cualquier caso, lo que de momento se quiere poner de relieve es la paradoja a la que conduce la tendencia absolutista, al menos en el sentido de que la apoteosis de lo estético lleva aparejada una estética de la destrucción, fascinada por los motivos decadentes o bélicos en correspondencia con una actitud nihilista que, a nuestro juicio, pondría en solfa le misma pervivencia de la estética. Pero por si no fuese poco, la estética alineada con el absolutismo correría asimismo el riesgo de diluirse en una mera terapéutica, si es que nos atenemos a los análisis freudianos en torno a la cultura. Conectando sus estudios sobre el inconsciente con la teoría de la represión, Freud estima que el arte equivaldría a una sublimación en la que el artista logra catalizar y satisfacer sus deseos insatisfechos a través de su obra. No obstante concluiría en la prevalencia del arte de la medicina sobre el arte del genio.

Frente a esta vía absolutista recién analizada e inaugurada por Schelling, se abre paso otra paralelamente a este en Alemania, pero que esta vez correrá el peligro opuesto de acabar anegando a la estética en el discurso filosófico; obviamente, nos referimos a la filosofía estética elaborada por Hegel. Sin abandonar una concepción filosófica idealista, es más, profundizando en ella, la perspectiva histórica que incorpora nos es fundamental para entender la eventual conformación de una estética materialista. Desde la inmensa empresa filosófica en que se embarca, procurando sistematizar el devenir de la Idea –entendida como aglutinadora de todas las realidades en la riqueza de sus determinaciones–, Hegel enfoca el estudio de la relación entre lo general y lo particular, entre el concepto y el objeto de la estética, desde la obra de arte, dejando de lado la investigación en torno a la unidad subjetiva o bien natural en la que supuestamente se concilian. Tal estrategia tiene el mérito de acotar definitivamente el campo de estudio estético sobre lo bello artístico, reduciendo la disciplina a una pura filosofía del arte y su objeto al análisis de las manifestaciones de las obras de artes en todos los tiempos y culturas, todo ello –recordemos– desde la perspectiva del mundo del Espíritu, identificado con la realización histórica de la conciencia de libertad. Consecuentemente, su contribución, en contraste con la obra de Kant, residirá en su consideración del arte como forma de conocimiento, aun cuando tal forma se subsuma en el círculo más amplio de su sistema filosófico. Recordemos que las fases de la evolución de la Idea en Hegel, tal y como se exponen en La enciclopedia de las ciencias filosóficas, pasan por una Ciencia de la Lógica, en la que se determinan las leyes que regulan su dinámica; una Filosofía de la Naturaleza, en la que las determinaciones de la Idea se reflejan todavía en el mundo exterior; y una Filosofía del Espíritu, en donde la Idea, retornando sobre sí misma, se hace autoconsciente de forma gradual en tanto: a) Espíritu Subjetivo, sede de las ciencias antropológicas; b) Espíritu Objetivo, ámbito de desarrollo de las instituciones sociales y jurídicas; y c) Espíritu Absoluto, en el que a este se le revela su universalidad mediante tres formas, a saber: a través de la estética, o de las obras de arte y la sensibilidad; a través de la religión, o del sentimiento subjetivo; y a través de la filosofía, o del pensamiento que actúa en plena libertad. La complicación con que inmediatamente nos topamos deriva de la posición subordinada de la estética respecto de la religión, y ya junto con esta, respecto de la filosofía, de modo que la época del arte en tanto determinación suprema pertenece según su filosofía al pasado. A ello ha de sumársele el juicio negativo que le merece a Hegel la mala subjetividad inserta en la forma romántica, última de las formas artísticas en que clasifica la historia del arte, tras la forma simbólica y la clásica. Desde luego, este diagnóstico de «muerte del arte» planeará sobre los proyectos estéticos del siglo XIX, ante todo sobre los del marxismo y el positivismo, enfilados hacia una reconstrucción del orden social que reincorpore la importancia de la estética en el decurso progresista de la humanidad. Pero, sin duda, el debate central que suscita la estética hegeliana radica en la estipulación del tipo de conexión que se produce entre el carácter histórico del arte y la sistematización teórica que se le ha de suponer a una disciplina autónoma. Es decir, se trata de pulir la ambivalencia derivada de una noción de belleza que, definida como «manifestación sensible de la idea» oscila entre la referencia al aspecto sensible de la forma o bien sobre la dimensión conceptual, en tanto plasmación del Espíritu. Dicho de otro modo, se trata de paliar la tensión existente entre el método histórico y el método lógico, algo que Hegel logra a duras penas apurando al máximo la equivalencia entre el Espíritu y la historia entendida como historia de los desarrollos de aquel. Ahora bien, sin perjuicio de la relevancia que a partir de entonces se le concederá al estudio de la historia, Hegel acabará por primar el nivel conceptual, lo que viene a entroncar con la cuestión de la muerte del arte: completada cuando a la forma artística, por más que procure una «representación sensible de las ideas elevadas», se le impone un contenido filosófico-discursivo. Bien es cierto que forzando el plano histórico de su filosofía puede interpretarse que las representaciones que ejecuta el arte se construyen a la par que se desarrolla el proceso dialéctico del Espíritu, orillando la concepción pasiva a que tales manifestaciones artísticas parecen abocadas en una primera lectura. Estaríamos así a las puertas de una suerte de vuelta del revés del idealismo –evocando al Engels que dice que el método lógico «no es en realidad más que el método histórico, despojado únicamente de su forma histórica y de sus contingencias perturbadoras»– susceptible de explotar las posibilidades de una estética materialista. Pero antes de repasar el alcance de la estética marxiana, señalemos cómo la herencia que la filosofía del arte contemporánea le debe a Hegel es enorme, desde el momento en que nos percatemos que de su obra se extraen los puntos fundamentales de la reflexión estética del siglo XX: 1) el de la especificidad del objeto artístico –tema sobre el que volveremos a continuación–; y 2) el de la articulación del objeto artístico con el medio histórico-social{4}.

Precisamente, a propósito de este último punto podemos entroncar ya con una de las aproximaciones de Marx a la estética, aquella que estudia los obstáculos y condicionantes de lo artístico a través del análisis de la economía política. Esta línea de investigación se centraría en realidad en la consideración del producto artístico en el capitalismo, de modo que la obra será vista a la luz del proceso económico por el que se regula la sociedad. Inserta en un sistema de necesidades orientado hacia el lucro, la obra pasaría a integrarse como mercancía en un sistema de mercado que prioriza el valor de cambio sobre el de uso, acabando por enajenar el trabajo del artista desde el momento en el que su producto debe circular, distribuirse y competir por su posición e instalación en el mundo cultural. Por lo demás, desde la perspectiva de la sensibilidad, la misma estética de la mercancía –tal y como ha sido estudiada ya en el siglo XX– respondería de unas estrategias persuasivas más preocupadas por despertar necesidades creadas, a través de la seducción provocada por la apariencia de unos productos diseñados para estimular nuestros instintos, que por la formación de una sensibilidad estética. Frente a ello, la obra de Marx se revela preocupada por reconocerle al sujeto una sensibilidad propia que, aun condicionada socio-históricamente por el sistema dominante de necesidades, sea capaz de resguardar la autonomía relativa que tal dimensión merece, como así se deduce de su apreciación en los Grundrisse sobre el arte griego: «el arte griego trasciende el modo de producción esclavista y su vigor llega hasta nosotros». Reconocida la objetividad de la dimensión estética en la que se desenvuelve la sensibilidad del sujeto, la filosofía del arte de Marx, crítica en su denuncia de los obstáculos que bloquean las potencialidades del individuo, cobra rasgos utópicos –de corte schilerriano– al vincular el horizonte de la emancipación social con la realización de lo estético, si bien jamás esboza un modelo social levantado sobre la estética ni llega al grado de optimismo de Engels, quien confiaba en alcanzar un estado de libertad desatado de la necesidad de la producción material, en el que las fuerzas humanas se consideren como fin en sí; Marx, por el contrario, pareció contentarse con reivindicar una ampliación del tiempo libre, base para el desarrollo de cada cual. De otro modo el materialismo utópico podría incluso confluir con el esteticismo en su búsqueda por borrar la fronteras entre la vida y el arte –relegando en la estética el componente redentor de la humanidad–, consigna de la que también participarían ciertas vanguardias históricas. Es interesante oponer a esta visión la posición del Nietzsche materialista que en Humano, demasiado humano se desdice de su anterior etapa. Rehabilitando el espíritu socrático que observa en el avance del positivismo científico, mas sin caer en su concepción instrumental del arte, reduce el protagonismo de la actividad artística a un papel secundario, anacrónico incluso, en tanto mero consuelo metafísico, aun estimulante, para el hombre. Al mismo tiempo –y he aquí lo novedoso–, en una reactualización de las potencialidades del ámbito estético más allá de la obra de arte, Nietzsche propugna una actitud que trastrueca la invasión esteticista del arte en la vida cotidiana en favor de un arte de la vida, en el que de todos formas sigue resonando el motivo romántico de la estética del genio.

Sin menoscabo de las aportaciones apuntadas, para dar con los parámetros de una estética materialista debemos dar un paso más e internarnos en el último eslabón perpetrado en la filosofía del arte, aquel que obsesionado por dilucidar en qué consiste la especificidad de lo artístico, restringe la reflexión estética a la misma obra. El tema, deudor de la investigación hegeliana sobre la relación existente entre esencia y fenómeno, aparecerá ya tratado por la estética marxista de mano de Engels, quién subrayó{5} la relevancia de la representación de tipicidades como muestra de la particularidad –y esencialidad– del arte, cuando menos por lo que toca al significado que adquieren eventualmente los fenómenos artísticos. La estética de Lukacs abundará en dicho carácter representativo, sumergiéndose en el proceso de reproducción de la realidad en el que está implicado el artista. El resultado al que llega, resaltando la capacidad del artista de captar intuitivamente la coherencia de tal tipicidad –previamente a todo conocimiento científico–, será objeto de crítica por Galvano della Volpe{6}, quien tachará la explicación de misticista. Será entonces cuando la cuestión de la especificidad del arte recaiga definitivamente sobre la reflexión en torno los elementos que configuran el producto artístico, esto es, en el lenguaje artístico. Tal repliegue de la filosofía del arte en la obra misma, en sintonía con el repliegue del lenguaje sobre sí mismo acaecido en el pensamiento filosófico del siglo XX, implicará una crisis de la función representativa del arte de la que saldrá beneficiada la función expresiva. Supuesto que los materiales con los que trabaja el artista no proceden de la realidad inmediata sino que constituyen de suyo un lenguaje propio, el lenguaje artístico inherente a cada obra se constituirá ya como un metalenguaje reconstruido por el artista, en un proceso en el que el nuevo lenguaje interactúa y juega con las connotaciones del lenguaje de primer orden. Y si bien los diferentes estilos informarían la organización de los elementos que entran en juego en la obra, lo propio del arte contemporáneo estribaría en descontextualizar los signos de un código establecido (de un estilo), para reordenarlos sin determinaciones previas en un producto nuevo, acentuando de paso la carga expresiva de la obra. La extrema atención que se vuelca sobre la forma se presenta así como una emancipación respecto de los valores semánticos, según la cual cristalizaría al fin la autonomía del arte. Sin embargo, si no se quiere caer en la ininteligibilidad es deseable que los procedimientos técnicos que manejan los artistas reconstruyan significados no absolutamente herméticos, sino que entren en diálogo con un código socialmente establecido, aunque sea para negarlo, y que tampoco se limiten a la crítica de códigos o movimientos artísticos anteriores, cayendo en una espiral pedantesca encerrada en un círculo especializado. Por lo demás, la fijación formalista, al dejar de lado el fleco sensitivo inherente a la estética, no ha tenido en cuenta las investigaciones de la neurociencia, según la cual nuestra conciencia sensorial nunca es pura –tal y como sostiene la tesis fenomenológica{7}– sino que se haya sujeta a una conciencia previa del mundo subjetivo, a un contexto cognitivo que pone en relación la forma que percibimos con un sistema de conceptos y un trasfondo cultural{8}. De aquí se sigue que la interpretación cumpla un papel axial en la percepción. Y que en puridad, el alcance de renovación formalista sea limitado.

Dicho esto, estamos en disposición de esbozar las claves en las que hoy día podría enmarcarse una estética materialista{9}. Obviamente, los análisis habrían de arrancar de las obras de arte mismas, distinguiendo entre las especialidades y las diversificaciones en que se distribuyen según la categoría a la que pertenecen –pictórica, escultoría, musical, &c.–, y las culturas y escuelas en que se desarrollan. En relación a esto, una línea de estudio histórico podría mostrarnos la evolución que ha recorrido el arte desde un estadio en el que sus obras no se distinguían de otros productos culturales hasta el momento presente, pasando por un estado de tránsito en el que el arte estaba todavía ligado a la artesanía y a las ceremonias. En este sentido, el criterio para demarcar la constitución de la autonomía estética habría que ponerlo en el hecho de la segregación de la obra respecto de la labor del artista, de manera que aquella, en tanto fenómeno artístico, posea de suyo consistencia para, ofrecida a la representación, desencadenar la reacción e interpretación de los receptores, a quienes corresponderá recomponer el sentido de la obra desde una mirada ajena –aunque no por ello opuesta– a la que eventualmente expresa el autor. Por lo tanto, antes que acentuar los componentes expresivos, se habría de hacer hincapié en los componentes representativos y objetivos capaces de producir sentimientos subjetivos, subordinando aquellos a estos. Por supuesto, el estudio de las normas técnicas y teorías poéticas emitidas desde el seno de las diversas corrientes, que dan lugar a la aparición de diferentes paradigmas e -ismos, no tendría por ello que dejarse de lado. A su vez, esta concepción, no presupondría que los valores estéticos se circunscriben únicamente al terreno de las obras de arte humanas, tal y como se derivaría de lo afirmado por Hegel –«Lo bello natural es sólo un reflejo del Espíritu y ha de entenderse como un modo embrionario del Espíritu»–, pero tampoco se partiría de la presunción de considerar a la naturaleza como la fuente de lo bello o de lo armonioso. Los valores estéticos dependerían más bien de la relación de nuestros órganos sensoriales –ante todo de la vista y el oído, y más atenuadamente del tacto– con los objetos que percibe fenoménicamente, sean morfologías naturales o morfologías culturales –igual de inmediatas a nuestra percepción. Pero la construcción de cánones estéticos no por ser normativa o incluso provisional habría de quedar descartada de la disciplina. Por fin, la función de la filosofía del arte cabría hacerla consistir en una investigación en torno al rol que determinadas ideas filosóficas, metafísicas o científicas cumplen en la elaboración técnica y constructiva de las obras. Indudablemente, según esta visión la autonomía del campo quedaría mitigada al igual que la consideración metafórica del arte como código lingüístico. Estimamos que sin tener que regresar a la legitimación del realismo lukacsiana, es posible incidir en la dimensión social y heterónoma del arte sin abandonar del todo ese afán de conquista de su autonomía, toda vez que no se haga de él, como nos advirtió Adorno, un motivo de distracción banal{10}. Precisamente, una de los propósitos propios del arte estribaría para este autor en canalizar la dialéctica autonomía/heteronomía, interpretando el modo mimético no como un proceso de creación predefinido, sino abierto a las modificaciones que en el mismo proceso puedan sobrevenir. La renuncia a encontrar un tipo de verdad de la obra de arte, ahora que aparece desgajada de determinaciones metafísicas, podría entonces acaso remontarse limitándola a la consciencia de su círculo temporal –sin pretender recuperar su pretensión de perdurabilidad mediante la abstracción.

Notas

{1} Concretamente, Baumgarten nos dice en su Aesthetica que «La estética –teoría de las artes liberales, gnoseología inferior, arte del bien pensar, arte análogo a la razón– es la ciencia del conocimiento sensitivo».

{2} Para la documentación histórica hemos recurrido al libro de Simón Marchán Fiz, La estética en la cultura moderna, Alianza, Madrid 2000.

{3} Tomada del libro de W. Tatarkiewicz, Historia de la estética, Akal, Madrid 1987.

{4} Al respecto, consúltense el artículo de Valeriano Bozal dedicado al arte en: Miguel Ángel Quintanilla (ed.), Diccionario de filosofía contemporánea, Sígueme, Salamanca 1979, págs. 36 y ss.

{5} En su carta a Miss Harkness; véanse los Textos sobre la producción artística de Marx y Hegel (ed: Alberto Corazón, Madrid 1976).

{6} Sobre este pensador marxista, véase su Crítica del gusto, Seix Barral, Barcelona 1966.

{7} El método de suspensión del juicio o epojé pretende dar cobertura a la posibilidad de segregar nuestras sensaciones de los pensamientos que tenemos sobre las cosas, como si se pudiese tener constancia de las sensaciones antes de que las experimentemos en el mundo externo

{8} Para más detalles, consúltese el primer capítulo del libro de Álvaro Delgado-Gal, La esencia del arte, Taurus, Madrid 1996.

{9} La exposición que sigue se basa en la sección dedicada a la estética en el Diccionario filosófico de Pelayo García Sierra, Pentalfa, Oviedo 2000.

{10} De Adorno, se ha reeditado recientemente su Teoría estética, Akal, Madrid 2004.

 

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