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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005
  El Catoblepasnúmero 43 • septiembre 2005 • página 15
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Cambio climático
e ideología aureolada de la Antiglobalización

José Manuel Rodríguez Pardo

Los últimos desastres meteorológicos constituyen una confirmación
para quienes defienden que el planeta está sufriendo un cambio climático

maremoto o tsunami en la navidad de 2004

Las navidades del año 2004 pudimos presenciar el terrible maremoto o tsunami producido en el Océano Índico, cuyas consecuencias en daños materiales y víctimas han sido desastrosas. Este verano hemos podido ver cómo el huracán Katrina ha provocado en Estados Unidos un desastre de proporciones inesperadas en ese país; asimismo, otros fenómenos más cercanos, como los tornados sufridos en Barcelona recientemente, han provocado auténtica fiebre por cumplir el Protocolo de Kioto y otros medios para paliar el efecto invernadero, al parecer responsable, según ciertos meteorólogos y políticos, de un cambio climático cuyos síntomas se van agudizando, a tenor de lo que hemos relatado hasta ahora.

Son estos mismos personajes quienes sentencian, sin mayores preámbulos, que uno de los países más afectados por ese cambio climático será España –a pesar de haber reducido su industria a la mínima expresión hace ya varios años–, donde las temperaturas aumentarán drásticamente a medio plazo y su fauna cambiará hasta ser invadida por especies de latitudes más cálidas, según afirma la Ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona. A decir verdad que España está conociendo ya mismo a nuevas especies invasoras, pero no a causa de un presunto cambio climático, sino por la acción del mercado pletórico del que los españoles adquieren nuevas mascotas extravagantes, como boas constrictoras, caimanes y otros especímenes que liberan una vez que se han cansado de ellos o son incapaces de mantenerlos, dado su exagerado tamaño. Quizás de estos fenómenos, explicables desde otra perspectiva bien distinta, la señora Narbona y otros sabios climáticos hayan obtenido algunas de sus teorizaciones.

Bromas aparte, hay que recordar que el pasado año se firmó el Protocolo de Kioto, acuerdo que obliga a reducir las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera, con la consiguiente carga de gastos para numerosas empresas, amenazadas por el cierre si no cumplen con la normativa, amenaza que se cumplió en el caso de varias empresas valencianas en este final de verano. Asimismo, constantemente se nos bombardea desde las administraciones nacionales con la necesidad de consumir menos energía, en teoría para producir así menos desgaste de las energías no renovables (carbón, petróleo, uranio, &c.), las únicas que son capaces de sostener nuestro consumo energético a día de hoy, pues las renovables apenas sirven para que los edificios públicos puedan autoabastecerse, siempre que el día sea soleado. No obstante, todo este movimiento que lucha contra el presunto cambio climático, aun siendo ridículo en muchos casos, es capaz de movilizar a los países más desarrollados (menos Estados Unidos), y no puede tomarse a la ligera.

Que las emisiones de gases industriales a la atmósfera producen un efecto en ella no puede negarse. Es indudable que la presencia de esos gases influye sobre la atmósfera y su temperatura, al menos localmente; las grandes ciudades, sobre todo en sus zonas industriales, sufren mayores temperaturas que muchos lugares campestres aledaños a ellas. Sin embargo, la desaparición de esos gases vertidos a la atmósfera por efecto del cumplimiento del Protocolo de Kioto no provocará más que una incidencia mínima en la temperatura global del planeta (alrededor de unas décimas de grado de cara a los próximos cien años) a costa de unas pérdidas considerables en la productividad de las empresas, como señalan los detractores de estas prácticas. De hecho, muchos consideran que el Protocolo de Kioto es una estrategia política para desposeer de las pocas industrias que atesoran los países en vías de desarrollo, en base a su carácter contaminante; otros entenderían, en el mismo contexto pero con un sentido distinto, que la reducción de la emisión de dióxido de carbono en los países en desarrollo implicaría el traslado de esas industrias a otros países donde los costes de producción serían más bajos, dentro de la propia dinámica del capitalismo y la dialéctica de Estados. Además, la incidencia y degradación de la atmósfera debida a los gases de las industrias son en general muy inferiores a lo que los más catastrofistas señalan; incluso las erupciones volcánicas provocan mayor daño a la capa de ozono (hoy recuperada de su agujero antártico) que los gases vertidos a la atmósfera en todo este tiempo de revolución industrial. Por lo tanto, de ser cierto que los gases vertidos a la atmósfera producen el efecto invernadero, entonces éste se habría producido ya desde tiempos prehistóricos, incluso millones de años antes de la aparición del hombre en el planeta.

Quizás por la amenaza que supone para la productividad empresarial, los hoy día autodenominados «liberales» consideran a la ideología antiglobalizadora que defiende el Protocolo de Kioto como una suerte de marxismo reciclado, una nueva ideología que busca la destrucción del capitalismo. Sin embargo, este juicio hemos de considerarlo completamente extravagante y falso, pues nunca el marxismo en sus diferentes versiones tuvo la más mínima preocupación ecológica, en tanto que suponía al hombre como señor y dominador de la Naturaleza. Es más, el marxismo, incluso en su versión soviética, nunca dejó de tener en lo más alto de su cúpula ideológica la Idea de Progreso heredada del siglo XIX, época en la que los paradigmas (en el sentido de Kuhn) que imperaban eran los de la Mecánica de Newton: la acción de los gases sobre la atmósfera provocará una reacción de la capa de aire terrestre (siguiendo el Tercer Principio de la mecánica newtoniana), con el consiguiente equilibrio, todo un refuerzo para la Dialéctica de la Naturaleza de Engels que después sería asimilada como materialismo dialéctico por Lenin, Estalin y otros.

Por eso mismo, hay que rechazar de plano que los que predicen el cambio climático sean marxistas, salvo en su versión de tontos útiles, que les incluiría tanto a ellos como a las sociedades protectoras de animales o a los defensores de la legalización de las drogas; sería una vinculación puramente coyuntural y procedimental, pero nunca doctrinal. Y si se nos solicitan pruebas al respecto, no tenemos más que comprobar cómo quedó el Mar de Aral, completamente seco, o los Ríos Volga o Lena, completamente contaminados. En cualquier caso, el desarrollo de la Química ha permitido conocer que la concepción decimonónica de la contaminación no era acertada, pues existe una degradación de la atmósfera producto de la combustión de energías fósiles, al reaccionar los gases producidos con las moléculas de ozono. Pero tales procesos tienen una importancia relativa respecto a los cambios climáticos, como aquí hemos señalado.

De hecho, no sería descabellado considerar que el sintagma cambio climático es redundante, pues el clima no ha hecho más que cambiar desde las edades más antiguas. El clima ha cambiado desde la Prehistoria (glaciaciones) hasta la actualidad, pasando por la Edad Media, donde era tremendamente caluroso; tanto es así que los vikingos bautizaron a la gran isla cercana al Polo Norte como Groenlandia, «la tierra verde», a pesar de encontrarse hoy día totalmente cubierta de hielo y nieve.

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No obstante, las cuestiones puramente científicas o técnicas acaban siendo desbordadas por los diferentes acontecimientos vividos estos últimos meses. De hecho, no ha sido idéntica la reacción ante el tsunami índico que ante el huracán Katrina. Si el primero provocó el inmediato envío de ayuda, el último desastre ha provocado reticencias a la hora de socorrer, por escasos que sean los medios, a los afectados por el huracán de Nueva Orleans; incluso hay quien ha insinuado, cuando no exigido desde la tribuna periodística, que tal ayuda debería ofrecerse sólo si a cambio se obtienen beneficios políticas, (como la deseada entrevista con Jorge Bush que lleva meses deseando el presidente del gobierno español). En suma, muchos han llegado a celebrar, al igual que celebraron el 11-S, que el huracán Katrina no ha sucedido en un país pobre, sino en el auténtico motor del planeta, Estados Unidos, como si los estadounidenses «se lo hubieran merecido». Incluso los «intelectuales» (o impostores) de la prensa nacional han presentado como hipócrita la actitud de Estados Unidos solicitando ayuda, destacando el proverbial egoísmo yanqui (algo completamente falso, pues Estados Unidos fue el país que más dinero y recursos humanos aportó para paliar los daños de la catástrofe del Océano Índico).

Algunos incluso señalarán que ese merecimiento se debe a la acción contaminante del capitalismo egoísta y rapaz de Bush Sr. y Jr., cuya negativa a firmar el Protocolo de Kioto y frenar el efecto invernadero habría provocado el desastre que ahora sufren. Asimismo, que la ayuda provenga de Europa parece que humilla y postra a Estados Unidos; de ahí las contrapartidas solicitadas a cambio de la ayuda. Sin embargo, resulta sospechoso que quienes apelaron a la ética cuando se produjo un conflicto político como la guerra de Iraq (con el ¡No a la Guerra! ya conocido), ahora intenten analizar esta catástrofe humana desde la perspectiva de la política, en forma de un peculiar chantaje. Parecen olvidar que el principal deber ético, cuando se produce una de estas catástrofes, es auxiliar a los que aún permanecen atrapados entre las aguas, sin comida ni hogar, independientemente de sus preferencias políticas (sólo así se entiende que Cuba, uno de los principales rivales políticos de Estados Unidos, le haya ofrecido ayuda). Y quien considera que una ayuda en estos casos debe servir para obtener determinados réditos políticos, carece por completo de la más mínima ética (lo que de paso serviría para darse cuenta de que, bajo la mansedumbre ética del ¡No a la guerra! se esconde la mala fe de quien sólo busca réditos políticos, como así sucedió del 11 al 14 de Marzo de 2004, cuando el PSOE prefirió utilizar todo tipo de añagazas y calumnias para ganar las elecciones, antes de preocuparse por la atención de los heridos en la matanza de Atocha).

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De todos modos, los desastres atmosféricos y las manifestaciones y decisiones tomadas al respecto que aquí estamos señalando cobran su importancia desde la ideología aureolada de la antiglobalización que defiende la aplicación del Protocolo de Kioto y responsabiliza al capitalismo depredador de huracanes y tormentas. Entendemos esa ideología aureolar en el sentido señalado desde el materialismo filosófico por Gustavo Bueno en La vuelta a la caverna (Ediciones B, Barcelona 2004, págs. 257-260), siendo entendida la antiglobalización, en tanto que opuesta a una Globalización que tendría su sujeto en la Humanidad, un proceso real envuelto por una aureola que incorpora el proceso existente a una serie de ideas aún no existentes: las tormentas y huracanes actuales, a un futuro donde el cambio climático producto del efecto invernadero se habría culminado, en este caso. Sin embargo, como sucede con toda idea aureolada, cuando los fenómenos del presente no se prestan a sus predicciones, dada la endeblez de los datos y estudios sobre el efecto invernadero, a pesar de ser machaconamente pregonados en los medios de comunicación, es necesario crear una nueva situación que exima de la crítica a sus defensores y que explique, pongamos por caso, las tormentas de nieve y el frío extremo. Así, de un futuro planeta desértico y carente de precipitaciones, se pasaría al extremo: a una glaciación, pongamos por caso.

apocalíptico día de mañana neoyorquinoapocalíptico día de mañana neoyorquinoapocalíptico día de mañana neoyorquino

Un ejemplo de esta ideología antiglobalizadora rectificada lo tenemos en la película El día de mañana (2004), dirigida por Rolando Emmerich, curiosamente el mismo que dirigió un filme de tendencia opuesta, Independence Day (1996), donde Estados Unidos, como Imperio universal realmente existente, asume la representación de la humanidad frente a la amenaza extraterrestre a la que vence el 4 de Julio, día de su independencia (de forma idéntica a como el jesuita Luis Alfonso de Carvallo en Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias, publicada en 1695, convertía el Principado de Asturias, inicio de la Monarquía Hispánica y de España como Imperio universal, en el origen de toda la Humanidad, pues a él habrían llegado los supervivientes del diluvio universal que viajaban en el Arca de Noé).

En esta ocasión, un climatólogo especialista en las glaciaciones prehistóricas, interpretado por Dennis Quaid, encuentra el modelo para entender determinados sucesos atmosféricos llamativos que se están produciendo (tormentas originadas en tierra firme, granizo gigantesco, temperaturas bajísimas, &c.), señalando que el Norte del globo (léase: los países ricos, del Estado del bienestar) sufrirá, en contra de lo que suele afirmarse, un inmediato enfriamiento similar al de las glaciaciones, que provocará la muerte por congelación de todo aquel que permanezca allí; así, los habitantes de esas latitudes se verían obligados a emigrar al Sur (léase: los países pobres). Ese sería el caso de los estadounidenses, quienes viendo asolado su país por continuas tormentas, maremotos y nevadas desconocidas hasta el momento, salen huyendo hacia Méjico, convertidos en espaldas mojadas pero con contraria procedencia y destino. Finalmente, pasada la gran tormenta, los miembros de la estación espacial internacional (simbolizando la Humanidad unida por encima de los Estados) se deleitan al ver desde el espacio que la atmósfera terrestre está más despejada que nunca.

Como es natural, más allá de los efectos especiales con los que se destruye nuevamente en la gran pantalla el Imperio realmente existente, lo que está funcionando en esta película es la ideología aureolada de la Antiglobalización: la distinción Norte/Sur, que de ningún modo puede ser una distinción climática (más correcto sería hablar de los casquetes polares o los Trópicos), sino ideológica (Chile, país equiparable a los más desarrollados, se encuentra precisamente en el Sur); la vuelta al Paleolítico, a la Prehistoria y a su forma de vida, simbolizada en la biblioteca de Nueva York donde el hijo del climatólogo y sus amigos se refugian de la gran tormenta y el frío polar, quemando todos los libros de sus fondos para poder alimentar el fuego que los mantiene vivos; la total desaparición de la tecnología que constituye al hombre contemporáneo, &c.

Pero lo más extravagante y carente de realidad es la propuesta que realizan los países pobres de alojar a los inmigrantes ricos que huyen de la tormenta, insinuando así que los países capitalistas desarrollados son en el fondo egoístas por no querer acoger a todos los inmigrantes que intentan cruzar su frontera, y que una vez desaparecido ese orden capitalista, podrá al fin brotar la verdadera Solidaridad entre todos los componentes de la Humanidad. Sin embargo, sabiendo que una llegada descontrolada de inmigrantes a cualquier país del Estado del Bienestar destruiría por completo su estabilidad y su economía, su eutaxia en definitiva, ¿cómo van a auxiliar los pobres a los ricos, si estos últimos no son capaces de paliar su propia pobreza? Es más: desaparecido Estados Unidos bajo la nieve y el hielo, hundido el mercado financiero mundial, ¿cómo iban a mantenerse sus propias economías, tan dependientes del Imperio norteamericano? La desaparición de la economía globalizada y el regreso a la situación del Paleolítico provocaría una pandemia en esa Humanidad, quedando reducida a una especie más, a los parámetros del millón escaso de individuos que representaban al Homo Sapiens en aquella época, dando así por finalizada la plaga que constituye hoy día la Humanidad de los más de 6.000 millones. Además, si en la Globalización actual no cabe hablar de una Humanidad unida, desde una perspectiva que postula la vuelta a la Prehistoria (la barbarie que defiende Juan Zerzan) menos aún, pues sólo existirían pequeñas tribus aisladas, ignorantes unas de otras salvo para obtener proteínas mediante el canibalismo. ¿Cómo responder a estas objeciones desde la ideología antiglobalizadora difusa que se cuela entre los resquicios de la película?

Desde esta nebulosa ideológica se apelará al final de la película, donde el punto de vista de la Humanidad, una humanidad igualmente aureolada, queda simbolizado en la estación espacial internacional, presuntamente al margen de los conflictos políticos, en armonía, al contrario de lo que sucedió en la carrera espacial durante la guerra fría. Pero esa estación espacial internacional no es fruto de la Humanidad aureolada, ni tan siquiera es una de las maravillas que los antiglobalizadores se verían obligados a conservar (al igual que las líneas aéreas que les sirven para asistir a las cumbres de Seattle, Davos o Bombay), sino un resultado del triunfo de Estados Unidos (auténtico soporte de la Globalización capitalista) en la Guerra Fría, a quien ha tenido que plegarse la Rusia heredera de la Unión Soviética para poder seguir enviando astronautas al espacio.

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Por lo tanto, a la luz de esta película puede verse cómo funciona esta ideología aureolar en la que la antiglobalización se refiere a un proceso real envuelto por una aureola que pide la vuelta a la barbarie, mediante una brutal glaciación si fuera necesario, aunque ello se considere ya en proceso (el huracán Katrina, por ejemplo, anticiparía el futuro cambio climático) como si fuera un destino al que la humanidad debería llegar. Sin embargo, hablar de una antiglobalización inacabada es contradictorio, pues no sabemos realmente adónde nos llevarán estos antiglobalizadores, por mucho que ellos crean poseer la clave para saber adónde se dirige la humanidad. Ni sabemos si realmente está produciéndose un cambio climático a partir de los fenómenos producidos en estos últimos meses, ni tampoco tenemos conocimiento de si ello nos llevará de vuelta a la Prehistoria, como si fuera el fin prefijado al que la Humanidad tuviera que confluir. En cualquier caso, la ideología aureolada de la antiglobalización seguirá intentando, a pesar de los múltiples fenómenos que no es capaz de explicar, obtener plena realización en nuestro presente.

 

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