Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 43 • septiembre 2005 • página 23
Comentario al libro de Michael Walzer, Razón, política y pasión,
Antonio Machado Libros, Madrid 2004
Recientemente publicado en la editorial Antonio Machado, el breve libro que nos disponemos a reseñar supone una esclarecedora introducción a un tipo de liberalismo político heterodoxo, cuya virtud estriba en incorporar ciertas contribuciones efectuadas desde corrientes comunitaristas. Así, aun usualmente presentadas como teorías políticas en pugna, en tanto acentúan de distinto modo el papel del individuo en la sociedad en que se integra o regulan diversamente los procesos que articulan el diseño institucional, el liberalismo y el comunitarismo aparecen en este texto como discursos susceptibles de complementarse. De hecho, la exposición se plantea en principio como un mero correctivo a ciertos tópicos liberales, de ahí que Walzer sitúe su marco teórico de referencia en el contexto del horizonte liberal Sin embargo, habida cuenta de las implicaciones que arrastran sus razonamientos, estimamos que no cabe considerar como una cuestión de matiz el replanteamiento que realiza sobre determinados puntos de dicha tradición. Veámoslo.
El libro se estructura en función de tres temas seleccionados para mostrar las insuficiencias implícitas en la teoría liberal clásica, y así, uno tras otro, Walzer se afana en cuestionar las líneas argumentales que dicha corriente sostiene en torno a la autonomía individual, el rol de la deliberación y, por último, la funcionalidad de la pasión y el compromiso en política. Evidentemente, desde la óptica liberal, el aspecto más controvertido reside en la puesta entre paréntesis que el autor realiza sobre el presupuesto de la autonomía del individuo, cuya capacidad propia como sujeto racional en términos de cálculo medios-fines queda en suspenso. La aproximación al asunto parte de una constatación obvia que no obstante suele pasarse por alto en los estudios enfocados desde una metodología individualista: el hecho de que todo individuo se incorpora desde el mismo momento en que nace a un grupo social determinado. Esta evidencia, que refuta de entrada los principios rousseanianos en torno a la igualdad y libertad connatural a todo hombre, es a la que Walzer se refiere cuando habla de pertenencia a una asociación involuntaria. Ahora bien, con dicha apelación no pretende desestimar el derecho individual a desvincularse de lazos forzosos; su pretensión se encamina más bien a subrayar que tal hecho es precisamente el que, a través de la socialización, dota genéticamente al individuo de la capacidad para comportarse racionalmente. Ilustrativamente, en su análisis el autor no se contenta con recordarnos las constricciones de carácter familiar o social a que ineludiblemente estamos sujetos, en tanto miembros de un grupo de parentesco, una nación, o una clase social, sino que hace hincapié en que los propios modos de asociación voluntaria están marcados por un patrón culturalmente establecido, esto es, informado por las pautas que rigen la dinámica de las asociaciones involuntarias. En consecuencia, la hipótesis individualista que, haciendo tabla rasa de la historia, anhela partir de un punto cero hacia la construcción de una sociedad plenamente autodeterminada es ficticia, puesto que la libre elección no puede ponerse en marcha sino en el mismo trasfondo de limitaciones dado de antemano, históricamente. Las implicaciones desde el punto de vista político-moral se hacen patentes mediante el concepto de ciudadanía, del que somos participes como miembros de la comunidad política en la que nacemos. En este sentido, el concepto de ciudadanía que Walzer maneja integra como condición necesaria el hecho mismo de la pertenencia, más allá del ejercicio de participación política al que usualmente está enlazado. En cualquier caso, el uso del concepto no debe parecernos gratuito ya que a nuestro juicio supone observar a cualquier comunidad política inscrita en una escala estatal, es decir, que ha logrado redefinir las diversas dimensiones étnicas de los miembros de la sociedad en una sola condición en la que todos confluyen: la condición de ciudadano. Llegado a este punto, Walzer debe solventar la fricción que su postura mantiene con respecto al discurso ilustrado que reclama al hombre salir, según la apelación kantiana, de su minoría de edad, desembarazándose de sus coerciones y eligiendo su propio camino. Sin menoscabo hacia las actitudes de resistencia, su argumento –que tampoco olvidará mencionar la legitimidad de un grupo a preservar la riqueza de sus tradiciones– se limita a acentuar la presencia de un contexto social preexistente a toda reivindicación, sin el que sería imposible discernir entre las reclamaciones razonables de las que no lo son. Justamente a su juicio, la buena gestión del reconocimiento de las asociaciones involuntarias puede abundar en el fortalecimiento de una ciudadanía democrática. Desde nuestro punto de vista tal conclusión es susceptible de tornarse espinosa sin la aplicación de un criterio mínimo que precise en términos convivenciales lo que, dentro de un Estado, es moralmente aceptable de lo que no, por longeva que sea la costumbre cultural de un determinado colectivo{1}. Suponemos que la adscripción inicial de Walzer al liberalismo político erradica todo tipo de confusión.
Lo interesante entonces es constatar cómo el hilo expositivo se desplaza desde la puesta en cuestión a la plena autonomía racional del individuo a la crítica sobre los postulados de la llamada teoría de la democracia deliberativa. Recordemos cómo esta forma de entender el proceder democrático entiende «la toma de decisiones por medio de argumentos ofrecidos por y para los participantes [afectados por la decisión] que están comprometidos con los valores de racionalidad e imparcialidad»{2}. En esta línea, nuestro autor viene a caracterizarla como la versión norteamericana de la teoría de la acción comunicativa y de la situación ideal del habla, impulsada por Habermas, pero que en este caso se orientaría pragmáticamente más hacia la confección de regulaciones institucionales que sobre los problemas referidos a la justificación racional de las normas. Pues bien, la crítica de Walzer no consistirá tanto en menospreciar en sí las virtudes de la argumentación racional, cuanto en limitar su valor, insistiendo en el hecho de que, considerado desde una perspectiva realista, el desarrollo de las actividades políticas en democracia se plasman en un conjunto de exigencias que obstaculizan forzosamente la practicidad deliberativa. Tal y como nos lo expone nuestro autor, el campo de la política, en tanto presupone participación y toma de posición o partido, obliga a quienes están inmersos en la vida política a someterse a una cierta disciplina en el seno de la organización y a plantearse los debates, las negociaciones o las mismas campañas electorales, en términos de maximización de sus intereses, de tal manera que los acuerdos finales, más que resultar de una deliberación regulada éticamente, responden de las capacidades y destrezas de los contrincantes. Su realismo político le lleva a subrayar la influencia de los grupos de presión en la agenda política, así como a señalar irónicamente que el talante deliberativo es difícilmente compatible con la ejecución de monótonas tareas auxiliares tales como preparar y enviar los sobres que contienen propaganda. No obstante, los argumentos más rotundos los proporcionarían a su juicio las limitaciones inherentes al propio ejercicio de gobierno.
Pero por si fuera poco, Walzer nos ofrece un último motivo en contra de la democracia deliberativa, en lo que consideramos que es, desde un punto de vista teórico, el aspecto más sólido de su razonamiento. Su indicación denuncia la tendencia jurídica en la que recae la teoría deliberativa, por cuanto sus requisotorias persiguen siempre la consecución de un resultado justo, ignorando que las decisiones políticas no son veredictos judiciales. Efectivamente, lo que la teoría deliberativa parece rechazar es el contenido conflictual intrínseco a lo político, en beneficio de la estabilidad que proporciona un tratamiento normativo ajustado a los márgenes de la lógica del derecho. Sin abandonar su óptica realista, Walzer nos recordará cómo la historia advierte de la recurrente construcción de jerarquías basadas en el poder militar y económico en que consiste la política, a la que paralelamente se añade una permanente lucha por eliminar las desigualdades en que desemboca, pero de tal forma que estas no harían sino reproducirse de otro modo, modulándose en diferentes formas y perpetuando al cabo la naturaleza dilemática de lo político. A propósito de esta manera agonal de entender la política, que considera fantasiosos los intentos programáticos de abolir su componente polémico, nuestro autor alude al libro de Joseph Schwartz, The permanence of the Political, según el cual las teorías de la izquierda no han acabado de asumir la evidencia. Por nuestra parte estimamos que tal crítica habría de recaer antes sobre el anarquismo que sobre las izquierdas (¿sobre cual de ellas?), por más que en la máxima marxista que pretende sustituir el gobierno de las personas por la administración de las cosas resida un proyecto ácrata de gestión de la res pública. Por lo demás, es curioso observar cómo la crítica a la moda deliberativa supone un correctivo a ciertas tendencias más propias de una concepción republicano-participativa de la política que al liberalismo político tradicional, en tanto este aboga por el mantenimiento del principio representativo e implica, con mayor o menor énfasis, una defensa del pluralismo.
En todo caso la conclusión de este tema conduce a Walzer hacia la última de las cuestiones de su exposición, aquella que, centrada en el papel de la pasión, vuelca en la movilización y el compromiso el protagonismo que le quita a la deliberación.
Ahora sí que nuestro autor se enfrenta a la flema moderada que se supone propia de los liberales, demostrando que en la acción política necesariamente se produce un entretejimiento entre los motivos racionales de los agentes políticos y el apasionamiento derivado de sus intereses. Su argumentación se levanta a partir de la gratuidad de la tesis que presupone que los liberales han alcanzado un grado de madurez política tal que, frente a las conductas impulsivas de quienes están entregados a una causa determinada, ellos siempre mantienen una actitud de serenidad, ironía y escepticismo –producto de un modo crítico de pensar–, mucho más fértil a la hora de solventar prácticamente los retos que van saliendo al paso. Al coraje de la certidumbre, el liberal le sumaría el coraje de la incertidumbre. Sin restarle su valía a esta imagen prudencial de enfrentarse a los problemas públicos, Walzer insistirá en la capacidad política del entusiasmo en virtud de dos razones. En primer lugar, debido a que la política de status quo implica, en última instancia, restringirse a una ideología conservadora de evitación del riesgo. Pero, ante todo, por la razón histórica que recuerda cómo la misma consolidación del liberalismo se fraguó desde el reconocimiento del peso político de las convicciones apasionadas. Es más, según su perspectiva el éxito del liberalismo se debió a la traducción comercial que realizó sobre el lenguaje de los intereses grupales en pugna, de forma que desde entonces la lógica utilitarista ha podido canalizar económicamente los conflictos generados en torno a la consecución de beneficios. Dicho de otra forma: el liberalismo habría conseguido institucionalizar la conflictividad social de manera que, sin negar su existencia, esta se desenvolvería de una forma incruenta, comercial antes que bélica. Descartando en este lugar la discusión sobre el alcance de la hipótesis de Walzer, hemos de reconocerle una visión cristalina de la política por cuanto estima que en su forma elemental no se trata sino de una competencia de grupos por el poder. Sentada tal base, la idea fundamental que se nos trasmite en este libro es la de que, en un lenguaje estrictamente político, el juicio decisivo «no se refiere a la decisión que deseamos, sino al grupo al que nos queremos adherir», esto es, a la elección de compañeros o, dicho en términos schmittianos, de amigos. Es en esta toma de partido, en la que entraría en juego todo un universo moral de compromisos y obligaciones, cuando realmente nos definimos políticamente.
Notas
{1} Hágase notar que el mismo Walzer ha dedicado parte de su obra a analizar en qué consiste el mínimo moral. En contra de la tendencia de quienes buscan hallar algo así como un mínimo común denominador desde el que edificar una código moral objetivo, neutral y universalizable, este autor ha insistido en mostrarnos cómo toda regla pertenece a un sólido sistema normativo previo, por lo que resulta gratuito desligar a aquella de este. Si toda norma moral procede de una moralidad densa, resulta bastante difícil hablar de una moral mínima. En consecuencia, el minimalismo implícito en el procedimentalismo moral de la teoría de la acción comunicativa quedaría en entredicho, puesto que las mismas reglas de juego discursivas desde las que se parte, y de las que participarían hipotéticamente todos los hablantes, presuponen en el fondo una forma de vida dada, una moralidad densa. Más que de una moralidad mínima habría que hablar entonces de un minimalismo en cuanto resultante histórica referida a un conjunto de principio más o menos reiterados en varios tiempos y lugares, sin concretar mucho más. Para más detalle, léase del autor: «Minimalismo moral», en Moralidad en el ámbito local e internacional, Alianza, Madrid, 1996. Sin perjuicio de lo antedicho, es decir, concediendo en la dificultad e incluso imposibilidad de fundamentar «racionalmente» una moral, que se tornaría entonces inmediatamente universal, cabría trazar subsiguientemente –por lo que toca a nuestro texto– una demarcación entre la moralidad propia de una comunidad étnica y la de una comunidad estatal, si es que esta última se pretende sólida. Si, como hemos dicho, la condición étnica queda subsumida en la ciudadanía, dentro del marco estatal no podrían reconocerse normas insolidarias con este. De que esto sea así se encargaría precisamente el derecho.
{2} Jon Elster, La democracia representativa, Gedisa, Barcelona 2000, pág. 21.