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El Catoblepas, número 44, octubre 2005
  El Catoblepasnúmero 44 • octubre 2005 • página 3
Guía de Perplejos

Apología de la urbanidad

Alfonso Fernández Tresguerres

Contribución a un prontuario de buenas maneras

1

Sea que prefiramos el término «urbanidad», sea que nos decantemos por el de «civismo», parece que en ambos casos nos estamos refiriendo a un idéntico objeto, esto es, al conjunto de cualidades y disposiciones necesarias e indispensables al ciudadano, que en verdad lo sea, en orden a la convivencia con los otros, o lo que es igual, en orden a la vida en la ciudad. Hablamos, pues, de una serie de normas que, tanto en lo que atañe al cuidado de nuestra persona y aspecto externo, como en lo tocante a los modales y otras cuestiones relativas a la forma de nuestro obrar, hacen posible que el trato con los demás no constituya una auténtica pesadilla; y si bien no llegaría yo al extremo de afirmar que sin ellas la vida en sociedad resultaría imposible (de hecho, parece que se estén perdiendo paulatinamente, y aquí seguimos), sí es seguro que la harían profundamente desagradable. Y utilizar este término no es casual ni deja de tener su importancia, porque sucede (o al menos eso es lo que yo entiendo) que más que con la esfera del bien o de lo bueno, tienen que ver tales normas con la de lo agradable, e incluso lo bello. Normas, pues, no propiamente éticas, sino estéticas o de gusto. De hecho, cuando un determinado acto atenta contra ellas, no solemos decir que es malo, sino que está feo o que es de mal gusto. Así, por ejemplo, informar al prójimo mediante un eructo de cuál ha sido nuestro menú, no es, en rigor, una acción perversa o mala, sino una guarrada, que no se halla perseguida ni por las leyes morales ni por las jurídicas. Y añadiré que por desgracia, porque deberían dictarse leyes contra los guarros, similares, siquiera, a las dictadas contra los fumadores. Pero cada momento histórico tiene sus aquéllos, y el que vivimos parece hallarse en la creencia de que desaparecido o reconvertido el último fumador (yo aún permanezco fiel), el mundo será un vergel. Como si no fuese obvio que la gente se continuará muriendo de cualquier otra cosa, porque la gente tiene la mala costumbre de morirse siempre de algo:

«¡Ojalá por sobrevivir a esta guerra fuéramos
a hacernos para siempre incólumes a la vejez y a la muerte!» [Ilíada, XII 322-23];

y, entre otras alternativas, cabe la posibilidad de acabar convertido en número de una estadística de accidentes de tráfico, efecto colateral de un bombardeo o víctima de una contaminación que avanza por tierra, mar y aire. Y es admirable que países que se resisten contumazmente a firmar cualquier protocolo en orden a su reducción, no tienen ningún reparo en perseguir denodadamente al fumador, como si tuviesen por cierto y probado que el responsable de todos los males propios y ajenos, y el agente contaminante por excelencia, es él. ¿Qué lo que digo es mera demagogia? No del todo, y estaría dispuesto a discutirlo con mayor detención, y hasta a probar que el momento presente le ha convertido en una suerte de chivo expiatorio (por utilizar la expresión de Girard), al punto que los niños acabarán por rehuirle y temerle, y acaso, con el tiempo, lleguen a denunciar al padre que fuma a escondidas en el baño. Pero ahora volvamos a nuestro asunto.

Decía que la urbanidad se encuentra más cerca de la Estética que de la Ética, en sentido estricto, y aunque convengo en que la casuística y los ejemplos obligarían a relativizar tal juicio, y obligarían a admitir el trasvase de normas de uno a otro ámbito (lo sorprendente sería lo contrario), no advierto, sin embargo, la necesidad de renunciar a tal ubicación. Y como casi todo lo que tiene que ver con el gusto, los preceptos que conforman la urbanidad, y que regulan acciones y comportamientos que calificamos de buen gusto (o de mal gusto, cuando se incumplen), presentan, con frecuencia, un carácter relativo y varían, por lo general, según épocas y sociedades. Lo que en determinado momento o lugar se considera soez o sencillamente inadecuado, puede gozar de alta estimación, y aún alcanzar el rango de práctica obligada, en otros. Sería, por ello, de enorme interés un manual de Etnología comparada en el que se estudiase lo que la humanidad, en sus diferentes fases históricas y agrupaciones, ha ido entendiendo por buena educación (otra de las formas como se designa aquello de lo que estamos hablando). Es seguro, no obstante, que por divergentes que puedan ser tales preceptos, se hallan animados por un objetivo común: establecer, en alguno de sus aspectos, el concepto mismo de lo «humano» y, con él, la diferencia entre lo humano y lo animal, y también entre nosotros y ellos, es decir, entre un pueblo y aquéllos a los que él considerada situados en un nivel inferior, prácticamente inhumano, prácticamente animal: téngase por cierto que todo salvaje encuentra a otro al que llamar salvaje. Y adviértase que nosotros al maleducado acostumbramos también a llamarlo bárbaro.

Así que podríamos decir que lo que denominamos «urbanidad», entendiendo por tal el conjunto de principios estéticos por lo que ha de guiarse el «ciudadano», constituye una de nuestras líneas de demarcación entre lo bárbaro o primitivo y lo civilizado, del mismo modo que lo es la propia «ciudad». Ésta, ciertamente (junto a otros rasgos, como la escritura), constituye uno de los criterios más firmes para determinar el paso de las sociedades «bárbaras» a las sociedades «civilizadas» (desprovistos ambos conceptos de cualquier matiz despectivo o laudatorio, y utilizados sólo para designar dos tipos de agrupaciones sociales muy distintas, y que difieren, entre otras cosas, por la sencillez, en el primer caso, y complejidad, en el segundo, de sus estructuras sociales, políticas, económicas y culturales. De manera que, aunque nos servimos de tales conceptos, siguiendo la tradición antropológica de Morgan, tampoco pasaría nada si hablásemos, respectivamente, de sociedades «simples» y «complejas». Otros, como Evans-Pritchard y Fortes, prefieren hacer uso de la contraposición entre sociedades «no estatales» y sociedades «estatales»). Y como quiera que la superioridad de las segundas es, en muchos aspectos (científicos o tecnológicos, por mencionar algunos), un hecho objetivo y no un mero juicio de valor, hemos terminado por atribuirnos esa misma superioridad en todo, incluyendo la moral y las costumbres; lo que puede que sea cierto o que no lo sea, o, por mejor decir, puede que sea cierto en unas cosas y no lo sea en otras. Y así, para volver a la urbanidad, llamamos «civilizado» a quien se comporta de acuerdo con nuestros usos, y «bárbaro» al que los infringe. Y aunque no seré yo quien relativice el asunto hasta el punto de sostener que nuestros principios morales (hablo, por supuesto, del mundo occidental, heredero de la tradición greco-latina y cristiana) y nuestras normas de urbanidad (en lo que atañe, por ejemplo, a su dimensión higiénica y sanitaria) hayan de colocarse siempre en el mismo plano que las prácticas de otros pueblos (primitivos y no tan primitivos), si considero oportuno llamar la atención sobre la circunstancia de que así como no hay sociedad sin algún tipo de normativa ética y moral, no la hay tampoco sin cualesquiera principios de urbanidad. Y no la hay porque no puede haberla: cualquiera de esos dos tipos de preceptos constituyen diferencias esenciales entre el ser humano y el resto del mundo animal. Defendamos, pues, cuanto queramos nuestra superioridad científica, tecnológica y hasta moral; defendamos también, en muchos aspectos, lo superior de nuestra urbanidad, pero advirtamos, al tiempo, lo relativo de otros, y no nos extrañe que

Avec un langage si pur, une si grande recherche dans nos habits, des mœurs si cultivées, des si belles lois et un visage blanc, nous sommes barbares pour quelques peuples.
[«Con un un lenguaje tan puro, un refinamiento tan grande en nuestros vestidos, costumbres tan cultivadas, leyes tan bellas y un rostro blanco, somos bárbaros para algunos pueblos», La Bruyére];

porque, sin duda, nuestra superioridad sobre tales pueblos no radica en el vestido en cuanto tal, sino en la sociedad que lo ha hecho posible, pero en sí mismos considerados, ¿qué ventaja hay en una hermosa casaca y una peluca empolvada frente a un sencillo taparrabos? Por lo demás (y este argumento contribuye a reafirmar el otro), es obvio que dentro de nuestra propia tradición cultural resulta, asimismo, enormemente variable lo que se considera fino, educado o de buen gusto.

Pero la urbanidad (decía antes) no es sólo una línea de demarcación entre sociedades humanas, sino también entre humanos y animales. ¿Será menester recordar aquí que del poco fino, del grosero o maleducado se dice que se comporta como un animal? Ahora bien, un animal actúa conforme a lo que es, y ningún sentido tendría hacer juicios de valor sobre su conducta, exigiendo de ella el respeto a las normas de urbanidad que organizan el actuar humano; sin embargo, el hecho de que sea calificado de «animal» el individuo que abdica de su condición de ciudadano por el incumplimiento de las normas aparejadas a tal condición, indica (creo yo) que en éstas se sospecha actuando algún elemento que supone no sólo una clara diferencia entre el modo de hacer propio del ser humano frente al resto de especies animales, sino también una nítida segregación de su hacer y actuar respecto al hacer y actuar etológicos, en sentido genérico. Cuál sea ese elemento, entiendo yo que tiene más que ver con la forma que con el contenido de la acción: casi todos lo actividades que se hallan reguladas por las normas de urbanidad tienen (respecto al contenido) su paralela y correspondiente en el mundo animal, por lo que aquello que las hace específicamente humanas no será, pues, lo que se hace, sino el cómo se hace. Las necesidades elementales, biológicas o primarias que irremediablemente necesitan ser satisfechas, por cuanto que de ellas depende la supervivencia del individuo o de la especie (hambre, sed, seguridad, sueño y sexo), son comunes al hombre y a otras especies; su contenido, diríamos, es idéntico en uno y otro caso, y, en consecuencia, lo distintivamente humano no se encuentra ni en la necesidad misma ni en su satisfacción, y ni siquiera, muchas veces, en la cadena de actos que conducen a ello, sino en el modo como se realizan éstos y se satisface aquélla, no, en suma, en el hacer algo, sino en la forma de hacerlo. Y lo que define a esa forma es, ante todo, su carácter ceremonial. Mas toda ceremonia únicamente a partir del contexto cultural del que brota puede ser cabalmente explicada y comprendida, y por eso, incluso todos aquellos comportamientos animales que pudieran asemejársele, no ya por su contenido, sino hasta por su forma, al hallarse constituidos, por ejemplo, por un conjunto de actos pautados (característicos de las ceremonias humanas), se localizarían, sin embargo, en un plano esencialmente distinto, y no pasarían de ser meros rituales, esto es, pautas de conducta explicables, casi siempre, por disposiciones biológicas y ambientales, y hasta (es cierto) culturales, en ocasiones, mas siempre que se entienda «cultura» como sinónimo de «aprendizaje». Por el contrario, de las ceremonias humanas no bastaría con decir que son culturales en el sentido de aprendidas, sino que se hace preciso advertir, además, que depende directísimamente de creaciones culturales objetivas, es decir, de objetos propios y exclusivos del ser humano; y entre tales objetos es necesario incluir no sólo aquéllos que presentan una función de utensilio, o aquéllos, en general, que tienen un carácter material y tangible, sino también las creencias religiosas, las normas morales y, por supuesto, las propias reglas de urbanidad (si bien es cierto que cualquiera de ellas es susceptible de alcanzar, al mismo tiempo, una materialidad física cuando, mediante la escritura, se conviertan en códices o libros: por ejemplo, en un manual de urbanidad).

Pero si las ceremonias suponen una diferencia esencial entre el hombre y los animales, y si no hay ceremonia concebible en ausencia de cualquier norma de urbanidad, se comprenderá que sea ésta (la urbanidad) uno de los aspectos en los que nos diferenciamos (y nos sabemos diferentes) del resto de los animales. Y ahora se entiende, creo yo que con toda claridad, por qué la gente llama «animal» a quien en su actuar viola las normas no sólo éticas, sino también estéticas, es decir aquello que el grupo considera de buen gusto.

Evidentemente esas formas ceremoniales varían, asimismo, de una sociedad humana a otra, y no únicamente cuando van encaminadas a la satisfacción de necesidades primarias, sino igualmente cuando tienen por objeto otra serie de necesidades (secundarias o no biológicas), algunas de las cuales podrían ser rastreadas en el mundo animal, en tanto que otras son única y exclusivamente humanas. Y de ahí lo que antes apuntaba, a saber: el carácter relativo de la urbanidad. Mas lo que acabamos de decir nos obliga a dar un nuevo paso: las reglas de urbanidad no son únicamente normas estéticas (o de gusto) y relativas, sino, además, formales: son, diríamos, principios formales que rigen y ordenan la acción. Su mira no se halla puesta tanto en lo que se hace (en esto difieren radicalmente de las normas éticas y morales) como en el modo de hacerlo, en la manera de actuar. Y por eso, a comportarse con urbanidad lo llamamos también guardar las formas o poseer buenos modos o buenas maneras. Son normas (podemos igualmente decirlo así) orientadas al aparentar, con lo que no otra cosa quiero decir sino que su ámbito propio es la apariencia, esto es, aquello que de nuestro ser mostramos y hacemos público (incluso a nosotros mismos). ¿Qué otro significado podría tener el que al actuar con corrección nos refiramos también como guardar las apariencias?

Por último, a los tres rasgos señalados (estéticas, relativas y formales) debemos añadir cuarto: son normas que, por lo general, se dan por supuestas; son, las más de las veces, sobreentendidos, y de ahí, seguramente, la ausencia de legislación de la que hablábamos antes, porque es cierto que hay manuales de urbanidad (más antes que ahora) o de protocolo (que no es sino la urbanidad de los grandes eventos), pero no existe una legislación de la urbanidad (o existe en una proporción despreciable: por ejemplo, la prohibición de arrojar basura en determinados lugares), y tampoco hay una ética de la urbanidad. Se da por supuesto y se sobreentiende que cualquier individuo que ha recibido una mínima educación hará o no hará determinadas cosas, en determinados lugares y con determinadas personas: y así, por ejemplo, en ninguno de nuestros restaurantes se considera necesario prohibir orinar en la papelera o eructar al oído del vecino de mesa.

Con todo, y acaso para probar aquello de que «no hay razón que no tenga su contraria», como decía Montaigne, o, como más prosaicamente diremos nosotros, que en el ámbito del humano hacer casi no hay principio que no tenga su excepción, esto del legislar la urbanidad también la tiene. Así, por ejemplo, algunos preceptos establecidos por Hesíodo, y entre ellos el siguiente:

«Nunca te orines en la desembocadura de los ríos que afluyen al mar ni en las fuentes; guárdate bien de ello. Y no te ensucies, pues no hacerlo es ciertamente mejor».

Aunque tal vez el caso más significativo sea el Antiguo Testamento, en especial en el Levítico y en el Deuteronomio, libros en los que se da una curiosa mezcla de preceptos legales y religiosos, de reglas de purificación ritual y normas de urbanidad. Veamos una:

«Tendrás un lugar fuera del campamento para tus necesidades y llevarás en tu equipo una estaca. Cuando salgas a hacer tus necesidades, harás con ella un hoyo y al final taparás los excrementos» [Deuteronomio, 23:13-14].

O esta otra:

«Si un hombre está riñendo con su hermano, se acerca la mujer de un de ellos y, para defender a su marido del que lo golpea, mete la mano y agarra al otro por sus vergüenzas, le cortarás la mano sin compasión» [Deuteronomio, 25: 11-12],

norma en la que, a diferencia de la primera, que es propiamente de urbanidad (sin excluir el componente higiénico que muchas normas de urbanidad conllevan, como sucede también entre nosotros), confluyen por igual las buenas maneras y el deseo de preservar la integridad del prójimo frente a una prójima en exceso vehemente.

2

La civilité est un désir d'en recevoir et d'être estimé poli. [«La urbanidad es un deseo de ser tenido por cortés y de que nos correspondan»], dice La Rochefoucaulfd. A mí tal definición se me hace un poco estrecha, porque la cortesía constituye, es cierto, uno de los aspectos esenciales de la urbanidad, mas no el único; existen otros igualmente importantes e imprescindibles. Anteriormente decía que pese a lo relativo de las normas de urbanidad, muy variadas, sin duda, en distintos pueblos, la urbanidad misma persigue siempre un objetivo común: contribuir a delimitar el concepto mismo de lo «humano», y, con ello (o para ello), a establecer la diferencia con otros grupos humano y con los propios animales. Podríamos añadir ahora que, además de éste, las normas de urbanidad observadas por los distintos pueblos tienen, también, otro objetivo común; objetivo que da pie para, sirviéndose de él, proponer una definición de «urbanidad» alternativa a la de La Rochefoucauld, y, si no me equivoco, más genérica, y por eso mismo, este caso, más precisa: la urbanidad es siempre una defensa contra la guarrería (sin importar ahora qué sea lo que se entienda por tal).

Nosotros, me parece, no haremos mal ni erraremos en exceso concediendo en este punto algún privilegio a la antigüedad y siguiendo a Teofrasto; y, haciéndolo, distinguiremos tres formas o tres modos de ser guarro: el del rústico («La rusticidad parece ser una ignorancia carente de modales»), el del grosero («La grosería es una tosquedad en el trato que se manifiesta verbalmente») y el del guarro, propiamente dicho («La guarrería es un abandono del cuerpo que resulta desagradable a los demás»). Tenemos, pues, tres frentes distintos y complementarios en los cuales se bate la urbanidad contra el mal gusto, intentando imponer o dibujar un orden: los modales, la palabra y la limpieza o la higiene. Tales son los ámbitos que, como mínimo, ha de cubrir todo manual de urbanidad que se precie.

Tengo ante mí el Nuevo Manual de Urbanidad, Cortesanía, Decoro y Etiqueta ó El Hombre Fino (Librería de Hijos de D. J. Cuesta, Madrid 1889), y me permitiré recoger el resumen del contenido del mismo, con el objeto de llamar la atención sobre el hecho de que los variados asuntos que trata pueden, sin violencia excesiva, ser colocados en alguno de los tres frentes que acabo de señalar:

«Hemos dividido en cuatro partes la materia objeto de la obra.
La primera trata de la delicadeza y decoro con que se han de llenar los deberes morales, tanto religiosos, de familia y estado, como los relacionados con uno mismo.
El decoro, con referencia a todas las relaciones sociales, es objeto de la segunda parte, donde se demuestra cómo la urbanidad regulariza todas nuestras comunicaciones, visitas, conversaciones, cartas, &c.
En la tercera se explican los deberes de decoro relativos a los placeres, describiendo cuidadosamente todos los usos admitidos en el juego, los paseos, las comidas, las tertulias, los bailes y espectáculos.
En fin, en la cuarta parte están recogidas todas las noticias y reglas de urbanidad relativas a los diversos acontecimientos de la vida, matrimonios, bautismos, entierros, &c.»

Se trata, ciertamente, de un contenido muy prolijo, mas (como digo) no considero exagerado afirmar que todas sus disposiciones van encaminadas a combatir la guarrería, la rusticidad o la grosería. Y, sin duda, las normas concretas de las que para ello se vale la urbanidad son cambiantes, y varían no sólo en las distintas sociedades, sino también en los distintos momentos históricos de cada una de ellas, pero el objetivo, como tal permanece siempre invariable y único. Resulta, en consecuencia, del todo comprensible que algunas de las consejas del manual del que hablo hayan quedado plenamente obsoletas y susciten hoy nuestra sonrisa o nuestra sorpresa, como aquélla que sostiene que: «Una señorita no debe nunca salir de casa sin ir acompañada, por lo menos antes de cumplir la edad de treinta años». Después de todo, el propio Manual se hace cargo de ese carácter cambiante de las normas que definen el buen gusto: «aunque de principios fijos –leemos–, está sujeto [el asunto de la urbanidad] á la continua modificación que introducen en el trato social los progresos de la civilización y hasta los caprichos de la moda».

Sin duda, una de los aspectos esenciales en todo esto es, en efecto, la moda; y se me ocurre que también (y acaso muy principalmente) el distinto papel que se atribuye y considera adecuado a los dos sexos, y tal vez de manera muy especial la forma en que es vista la mujer y en que es concebido el rol específicamente femenino. Pero reconozco que esto de que la mujer constituya la clave explicativa básica para comprender los usos cambiantes de la urbanidad, es sólo una conjetura que, aunque me parece bien encaminada, habría que probar con una argumentación más detenida y detallada, lo que excede las pretensiones y alcance de estas notas.

En cualquier caso, si bien es verdad que varían las costumbres, no lo es menos que, como señala el Manual, los principios son fijos, porque no hay, en realidad, más que un solo principio rector: combatir al guarro, cualquiera que sea el rostro con el que se presente. Y no es éste el único acierto del tratado al que me estoy refiriendo. También lo es la afirmación de que el decoro es efecto y causa de la civilización; y hasta alguna de sus normas concretas que presentan (creo yo) una validez universal, con independencia de modas y épocas. Por ejemplo, aquélla que aconseja que

«si discutís con uno de esos sujetos poseídos de la manía de las disputas, que principian por contradecir sin haberse enterado, y que están siempre dispuestos á sostener el parecer contrario, cededle el terreno, pues nada puede conseguirse con él. Tened por cierto que el espíritu de contradicción sólo puede ser vencido con el silencio»;

precepto éste que desborda el ámbito del estricto civismo para ingresar en el de la sabiduría y el sentido común.

3

Habida cuenta de ese carácter cambiante y relativo de las normas de urbanidad (sobre el que tantas veces se ha llamado la atención en estos apuntes), no seré yo tan ingenuo como para emprender la tarea de elaborar una especie de tratado en el que se recojan aquéllas que considero pertinentes y adecuadas a las distintas situaciones (normas que, después de todo, no serían propiamente mías, sino, en gran medida, las de la época que me toca vivir); ni tan ingenuo ni tampoco tan atrevido, mas no por humildad, sino por librarme a mí mismo del ridículo y la conmiseración una vez que se haya producido el cambio de los usos sociales. Pero (como se ha dicho sobradamente) si cambian tales usos, no varían, por el contrario, los principios y los objetivos. Y así, me permitiré apuntar algunos preceptos que (a lo que yo entiendo) pueden reclamar una validez intemporal y resultar armas siempre útiles en la batalla que la urbanidad sostiene en aquellos tres frentes a los que nos hemos referido (proyecto, desde luego, no más modesto, sino más pretencioso, aunque no al punto, me parece, de no poder disculpárseme, por cuanto que de ningún descubrimiento notable irá seguido, capaz de reputarme gloria, dado que lo que diré es algo que conoce a la perfección cualquier persona de buen juicio).

* * *

Lo contrario de la rusticidad, entendida como la sordidez en los modales, bien puede llamarse elegancia; y aunque es cierto que el término puede ir referido también al atuendo, supongo que nadie negará que es perfectamente aplicable, asimismo, a los modos y maneras de una persona. Y de ella es preciso comenzar por decir que le son inseparables la huida de todo amaneramiento y la sencillez. Como observaba con acierto Proust: «La verdadera elegancia está más cerca de la sencillez que la falsa.»

Por lo demás, ridículo sería que hiciera yo un catálogo de los gestos y acciones que el buen gusto en los modales obliga a desechar. Cualquiera con un poco de juicio podría hacer otro similar, y sería posible alargar ambos cuanto se quisiese, mas no ya a base de normas efímeras o pasajeras, dictadas por la moda y el sentir de cada época, sino por principios que estimo dotados de validez permanente. Se me hace difícil creer que algún día se lleve rascarse ostentosamente las partes pudendas en el discurrir de una boda o en un funeral; o, en público, lanzar al viento el contenido de las fosas nasales, tapando alternativamente una y otra para mejor bufar. Y eso que, según cuenta Montaigne, él conoció un gentilhombre que tal hacía, por considerar que era ridículo guardar en fino paño tal inmundicia. En fin, son formas de entender las cosas, y yo también he visto hacerlo, mas, por fortuna, ni se ha extendido tal práctica ni es de desear que lo haga.

Insistir en cuestiones como ésas a nada conduciría sino a irritar y fatigar al lector. Diré sólo (volviendo a aquellos dos aspectos que antes señalaba) que no ser amanerado en los modales ni en los gestos es sinónimo de actuar con naturalidad, y ésta sólo se alcanza cuando mostramos la apariencia de que es nuestra mente la que gobierna a nuestro cuerpo, y no, como les sucede a algunos, que dan la impresión de que la lengua los arrastra, o las manos, o las piernas. Se debe gesticular sólo lo necesario. Hasta un cierto punto, el movimiento de las manos es apoyo importante del discurso, y agradable complemento suyo; mas, cuando se traspasa, es señal de inseguridad o atolondramiento (también de falsedad y mentira), además de resultar ridículo y risible, y de que acaba por marear a quien tenemos delante. Quienes poseemos la palabra, ¿por qué habríamos de decirlo todo con las manos? En cuanto al andar y al hablar, nos basta y sobra con el consejo de D. Quijote a Sancho:

«Anda despacio; habla con reposo; pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo; que toda afectación es mala.»

En cuanto a la sencillez en los modales, obliga a que mostremos de la manera más simple y clara aquello que deseamos poner de manifiesto, huyendo de la ambigüedad, que sólo halla acomodo en el juego de la seducción o en el de la mentira, y procurando que no traicione nuestro cuerpo las palabras que pronuncia nuestra lengua, de tal modo que tanto nuestros gestos como nuestras posturas, e incluso las distancias que mantenemos en la interacción con los demás no se presten a confusión y revelen nuestro sentir. ¿Diremos, pues, que la sencillez de nuestras maneras consiste en rehuir los falsos modales, en evitar, en suma, la falsedad? Pues, en cierto modo, sí, a menos que una fuerza mayor nos obligue al disimulo, lo que asimismo es no sólo un arte, sino a veces también una exigencia del trato social y de la educación. Y como quiera que también a ello nos veremos forzados en no pocas ocasiones, yo me atrevería a decir, de un modo más genérico, que la elegancia consiste en un adecuado dominio y manejo de la comunicación no verbal. Y si alcanzar tal objetivo plenamente es imposible, hagamos al menos de él una especie de idea reguladora de nuestros modales.

* * *

En cuanto a la grosería, entendida como la suciedad en el hablar, me parece que a su opuesto podemos llamarlo cortesía. Es verdad que el término es tan amplio que bien podría servir como sinónimo de la urbanidad, en general, o de alguno de sus atributos. Pero también lo es que somos básicamente palabra, y que, en consecuencia, con nada nos podemos mostrar más corteses o groseros que con ella.

La urbanidad, en este aspecto, obliga a saber escuchar y a saber cuándo hablar o cuándo conviene guardar silencio. Asimismo obliga a ser discreto en las preguntas, porque nadie está obligado a decirnos más de lo que desea decirnos, y menos aún a decir lo que no quiere, y por eso tampoco se debe abusar de ellas ni insistir en alguna que ya ha sido formulada una vez: téngase por cierto que obligar con nuestra insistencia a que se nos responda, es el camino más seguro para que se nos mienta. Y si forzamos a que se nos dé otra respuesta, porque sospechamos o tenemos la seguridad de que la primera es falsa, entonces estamos propiciando que nos mientan dos veces, en lugar de una.

Se debe, igualmente, responder con corrección y en tono adecuado a aquello que se nos demanda:

«El mejor tesoro en los hombres, una lengua parca; el mayor encanto una comedida» [Hesíodo],

y a decir la verdad una vez decididos a abrir la boca, lo que no significa que estemos obligados a abrirla siempre. Nuestra cordialidad, en este aspecto, no ha de tener otro límite que la propia grosería del otro; y cuando estimemos que ha llegado el momento de dar una respuesta adecuada a su agresión verbal o a su entrometimiento, recuérdese que, en general, no son los gritos ni el término soez los más ofensivos. El insulto denota siempre la debilidad de quien lo lanza, así como la poquedad de su dialéctica y las limitaciones de su retórica. Preferibles a él son el sarcasmo o la ironía, pero no porque hagan menos daño, sino, justamente, porque dañan más.

Y, en fin, téngase presente que el lenguaje, como quiere la filosofía de Wittgenstein, es una caja de herramientas, y es menester conocer cuál es la palabra apropiada al objetivo propuesto; mas también a la persona a la que va dirigida y a los diferentes contextos en los que tiene lugar la comunicación: no se puede mantener el mismo registro lingüístico en una clase de filosofía que tomando una copa, a menos que queramos ser tenidos por chabacanos o por pedantes; ni tampoco, como es obvio, se debe hablar igual con una amante que con un catedrático de filología bíblica trilingüe.

Finalmente, repárese en que huir del lenguaje grosero o soez no implica incurrir en la mojigatería. Hay determinadas actividades (casi todas ellas se realizan de cintura para abajo) que, vaya usted a saber por qué, suelen considerarse particularmente escabrosas y a las que está mal visto referirse, o, si se hace, debe ser mediante el uso de unos eufemismos, con frecuencia, tan ridículos como insufribles, como aquéllos que dicen hacer pipí, en lugar de mear u orinar (por mencionar sólo uno de los ejemplos menos comprometidos). La cursilería es siempre risible, pero en pocos lugares tanto como en el propio lenguaje:

«Llamemos a las cosas por su nombre. Simplifica la cuestión»,

decía Oscar Wilde. Seguramente no es verdad siempre, pero sí muchas veces, y ello tanto en lo ético como en lo estético.

* * *

Y ocupémonos, ya por último, del guarro, en sentido estricto; aquél que debe su nombre al cerdo (la voz guarr- o gorr-, del cual deriva es, en efecto, sonido onomatopéyico que imita el gruñido de dicho animal. Lo que no deja de ser injusto para éste, ya que, después de todo, un cerdo no es un guarro: es un cerdo).

La guarrería es, a partes iguales, una falta de higiene y de limpieza. El guarro, ciertamente, es sucio; alguien, como sugiere Marcial, que aloja tanta mugre en su cabeza como en su culo:

Zoile, quid solium subluto podice perdis?
Spurcius ut fiat, Zoile, merge caput.

[Zoilo, ¿por qué contaminas tu bañera lavándote en ella el culo?
Para acabar de ensuciarla, Zoilo, mete la cabeza];

mas su sordidez acaba por resultar también insalubre; no sólo para él, sino, en ocasiones, también para el prójimo, quien lo rehuye siempre, aunque bien es cierto que más por motivos olfativos que propiamente sanitarios. Y en lo que a los placeres de Venus se refiere, no es la guarrería una buena compañía con la que acudir al envite. Cómo acabe éste, es otro asunto que a nadie importa (no es preciso llegar al extremo de no despeinarse siquiera en el evento), pero debes comenzarlo limpio y aseado. De lo contrario, tal vez haya quien se sienta obligado a decirte que

Laedit te quaedam mala fabula, qua tibi fertur
ualle sub alarum trux habitare caper.
hunc metuunt omnes ; neque mirum : nan mala ualde est
bestia nec quicum bella puella cubet.
quare aut crudelem nasorum interdife pestem,
aut admirari desine cur fugiunt.

[Tienes una mala leyenda que se cuenta de ti y te perjudica,
según la cual un horrible macho cabrío habita en tus sobacos.
Todas le temen; lo que es normal, pues no es con esa mala
bestia con quien quiere acostarse una hermosa muchacha.
Por tanto, o suprimes esa cruel peste del olfato
o dejas de asombrarte de que huyan. Catulo, Carmina LXIX];

y para evitarlo, yo creo que el remedio es sencillo: con agua y jabón es suficiente («¡Báñense ustedes! –aconsejaba nuestro Jardiel Poncela–. El agua sólo hace daño cuando se presenta en grandes masas llamadas océanos».). Un cuerpo limpio y aseado, cubierto por un vestido igual, basta para escapar de la guarrería (lo demás son sólo modas) y alcanzar su opuesto, al que me parece que no es del todo erróneo denominar decoro, pues estamos hablando del aspecto, y nada malo hay en que refiramos ese término al cuerpo en un sentido similar al que tiene en arquitectura.

El resto de aditamentos está bien, pero sin abusar de ellos. Nada tengo que oponer, por ejemplo, a un discreto perfume, mas tampoco hace falta que su uso se torne obsesivo y permanente:

nom bene olet qui bene semper olet,

como decía Marcial. Y, en efecto, si es verdad que no huele bien quien siempre huele bien (tampoco tenemos por qué avergonzamos de nuestro propio olor, que es único e inconfundible), asimismo lo es que un maquillaje excesivo a nada conduce: si con el se intentan ocultar las huellas del tiempo o las ingratitudes de la naturaleza, no es sino fraude que se queda en el mero intento, y si nada hay que ocultar, es superfluo. Hablo ahora, claro está, de las mujeres: en este aspecto, tanto me da que los hombres se maquillen o se operen. Y, de nuevo con Marcial, a mí

splendida sit nolo, sordida nolo cutis,

es decir, no me gusta un cutis sucio, pero tampoco necesito que brille.

 

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