Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 44, octubre 2005
  El Catoblepasnúmero 44 • octubre 2005 • página 24
Libros

La guerra civil española, mes a mes

Antonio Sánchez Martínez

El diario El Mundo está publicando una colección de libros sobre la guerra civil española que, aunque no parece tan sectaria y antiespañola como la contada por los progres, apenas contribuirá a la persistencia de España. La ideología de fondo de la obra es de corte humanitarista y armonista

El Mundo: La guerra civil española, mes a mes Con motivo de la publicación por parte del diario El Mundo de una extensa obra (36 volúmenes de unas 200 páginas cada uno –que comenzaron a difundirse el domingo 4 de septiembre de 2005 y se irán vendiendo semanalmente hasta el domingo 23 de abril de 2006–) titulada «La guerra civil española, mes a mes», nos ha parecido oportuno tratar de entender los motivos y razones que han guiado a sus editores, así como el contenido de sus claves ideológicas, en un momento en el que hay una extraordinaria proliferación de obras sobre dicha temática.

Prólogo para españoles

Desde que el PP ganó las elecciones en el año 1996 se han producido iniciativas (promovidas por partidos de izquierdas o secesionistas y asumidas con cierta reticencia por el mismo PP) para que el Parlamento Español condenase el golpe de Estado de 1936 y los casi cuarenta años del posterior régimen franquista. Durante los ocho años en que gobernó Aznar también se propagó con mucho interés (por parte de algunos medios fácilmente reconocibles) la idea de que el PP representaba, básicamente, una simple continuación del régimen franquista (y en esta creencia-trampa han caído la mayoría de los mismos dirigentes del PP que no quieren ni oír hablar de Franco). Los proyectos de «recuperación de la Memoria Histórica» no son más que parte de una estrategia política (no historiográfica sin más) dirigida a impedir que el PP vuelva a gobernar, como nos recuerda don Gustavo Bueno en un artículo (ver El Catoblepas, nº 35, pág. 2) imprescindible para entender cuestiones centrales de Teoría de la Historia (sobre la imparcialidad de los historiadores, los límites del campo estudiado, la necesidad e inevitabilidad de los acontecimientos o la responsabilidad de los protagonistas):

Mi «hipótesis de trabajo» –que obviamente deberá ser confirmada por la investigación empírica– es la siguiente: el anhelo de recuperación de la «memoria histórica» no fue tanto fruto de un deseo de saber cuanto una estrategia del PSOE y de IU principalmente –apoyada con generosas subvenciones– para ir minando el aura victoriosa que el PP iba tomando en la democracia, presentándolo como reliquia del franquismo. Se reavivó intensamente esta memoria histórica a raíz de la victoria absoluta del PP en las elecciones del año 2000: la ARMH (Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica) impulsó a IU y al PSOE a presentar en el Congreso de los Diputados (9 de septiembre a 4 de octubre de 2002) proposiciones en este sentido.

Dicha política de derribo a todo costa del PP se vio especialmente favorecida por los atentados del 11-M, cuyos «Agujeros Negros» y «Enigmas» aún siguen en la palestra (como demuestran claramente las pesquisas realizadas por el diario El Mundo o Libertad Digital), a pesar de los intentos de ocultación llevada a cabo por los principales beneficiarios del cambio de gobierno que los terroristas facilitaron{1}.

Con esta estrategia ideológica los enemigos del PP, pero también de España (ver nuestro artículo de El Catoblepas, nº 35, pág. 1), persiguen hacernos creer que la Guerra Civil fue evitable, pero culpando de su desencadenamiento exclusivamente al bando nacional, cuyos herederos pertenecerían hoy día (sólo) al PP, por lo que éste partido no debería volver a gobernar nunca más. Por el contrario ellos se merecerían gobernar indefinidamente, pues serían los auténticos baluartes de la felicidad del pueblo (si es preciso a través de la secesión de España) o, más aún, de la humanidad.

Como en el PP la mayoría de sus filas asume tal argumentación, lo único que pretenden es salvarse de la quema tratando de borrar toda posible identificación con el pasado franquista e, incluso, con el pasado español, en lugar de atacar las claves ideológicas de dicha estrategia política. Quizá sin darse cuenta están cayendo en las mismas trampas en que caen otras «izquierdas indefinidas» que acaban tolerando, activa o pasivamente, el fraccionamiento de España que buscan los secesionistas.

Sea cual fuere la intención de los promotores de la colección comentada (por ejemplo poner coto a algunas versiones «recuperadoras de la memoria histórica» muy sesgadas) no creemos que contribuya a la persistencia de España. Es decir, no creemos que el transfondo ideológico que canaliza la narración sirva para frenar el menosprecio por España y su historia, que tanto favorece a quienes buscan su fraccionamiento. «La democracia», a la que parecen apelar los promotores de la colección, es una plataforma demasiado abstracta e indeterminada para entender la constitución de España, pues no tiene en cuenta multitud de líneas de fuerza necesarias para mantener su persistencia{2}. Si «los demócratas» no se entienden a sí mismos como españoles (con un territorio, lengua, proyectos, costumbres, leyes, &c., resultado de un proceso histórico muy concreto) muy poco podrán oponer a quienes buscan independizarse de España desde un nacionalismo fraccionario que también sabe apelar a dicha democracia abstracta y que, de hecho, está sacando mucho jugo al «fundamentalismo democrático» para copar competencias «autónomas» en la dirección y gestión de los poderes de las distintas capas del estado (empresas energéticas, comerciales, medios de comunicación, política lingüística, educación, sistema judicial, policía, relaciones internacionales, selecciones deportivas, dominios de internet, &c.).

Quien no quiera ver lo que está sucediendo no puede excusarse apelando a la ignorancia. Tal como ocurrió en la Guerra Civil, la delimitación de las culpas políticas deberá comenzar por tener en cuenta la mayor o menor contribución a la distaxia de España. A los políticos, como tales, no debe exigírseles ser hermanitas de la caridad (como pretende Bono con los militares), sino gestores adecuados de la herencia común que representa España, impidiendo que ninguna parte se apropie de lo que es de todos, empezando por el territorio (Gerona es de los madrileños, por ejemplo, tanto como Madrid de los gerundenses). Pero parece que en la España de hoy, al contrario de lo que ocurrió en los años 30 del siglo pasado, todos nos resignamos a morir como españoles, como si gracias a renunciar a ese «nimio detalle» (ser españoles) pudiéramos por fin dejar las puertas abiertas al disfrute en armonía del «pueblo», incluso de toda la humanidad.

Y es que la mayoría de los españoles, incluidos muchos dirigentes del PP (con todo su liberalismo aestatalista idealizador de la globalización), presuponen que se puede ser «ciudadano» sin asumir nada del pasado, que se puede ser español sin reasumir nada de la historia de España, especialmente de nuestro pasado imperial. Tampoco caen en la cuenta de que no cabe ser persona si no es a través de determinadas plataformas políticas, como la que representa España y su historia{3}. Y esta historia se ha fraguado gracias a unos determinados proyectos políticos (la España «oficial») que canalizaron de una manera peculiar (contra el Islam, por ejemplo) una determinada moral –católica, aunque sea atea–, un idioma que acabó siendo común para todos los súbditos --y luego ciudadanos–, unas costumbres, &c.). Nos están robando España delante de las narices, y apenas nadie se inmuta. Casi nadie parece darse cuenta de lo que significa haber heredado un territorio común en el que desenvolvernos, un idioma con el que comunicarnos y capaz de recoger todo tipo de enseñanzas, una moral que pretende elevar a todos los seres humanos a la condición de personas (a la española), &c. Lo problemático, desde nuestro punto de vista, es explicar por qué los españoles de hoy parecen resignarse a morir como tales.

El transfondo ideológico de la obra

Como parte de la promoción de la obra el diario El Mundo publicó varios artículos periodísticos sobre la guerra civil. El hecho de que los promotores del proyecto hayan pedido la colaboración de autores adscritos a visiones opuestas demuestra su interés por superar el sectarismo más descarado (aquel que llega a censurar al enemigo sin tratar de asimilar sus críticas). Ahora bien, por los materiales publicados y analizados hasta ahora (tomo 1 incluido), nos atrevemos a decir que el transfondo ideológico de la colección peca de un exceso de idealismo político del que hemos hablado (y que ya tratamos, por ejemplo, en El Catoblepas, nº 35, pág. 1). Los artículos de Pedro J. Ramírez del día 4 de septiembre («Cuando sólo te quedaba ser murciélago») y de Gabriel Cardona del 3 de septiembre («La guerra civil nunca será un tema agotado») son sintomáticos en este sentido.

Aunque el director de El Mundo intenta mantenerse neutral, y demuestra menos antipatía que Cardona por el llamado bando reaccionario, sin embargo está preso de un idealismo humanitarista y democraticista que no tiene suficientemente en cuenta componentes idiográficos que han contribuido a la constitución y persistencia de España (como nación política heredera de un Imperio Generador).

Nos dice Cardona en dicho artículo (El Mundo, 3 septiembre 2005, págs. 8 y 9): «¿Cómo se puede olvidar lo que se ignora?» Y contesta, sin más (debe presuponer, megáricamente, que cabe un «saber» y un «no saber» absolutos): «Lo razonable no es ignorar la Guerra Civil, sino conocerla bien para superar los despropósitos.»

Pero el primer despropósito es no darse cuenta de que las cuestiones que está tratando no son de pura Historia, como, aunque le pese, pone él mismo en evidencia, y que el empeño en analizar tal periodo de tiempo no es casual (puramente historiográfico).

Lo razonable para Cardona es «rescatar a la gente», «desvelar hasta qué extremo aquella guerra destrozó las ilusiones y truncó millones de proyectos vitales»... pura palabrería humanistoide que, en su caso, acaba por cargar todas las culpas a los militares rebeldes (como ya vimos en El Catoblepas, nº 23, pág. 1)

El caso de Pedro J. Ramírez es distinto. Ya en la guerra de Irak dejó ver claramente su tendencia humanitarista, publicando las fotos de los niños mutilados en la ofensiva de Bagdad y reduciendo toda la problemática a cuestiones éticas y de legalidad internacional (hoy día, sin embargo, apenas edita algo de la infinidad de mutilados y muertos que provocan los atentados terroristas que buscan forzar posturas como las de Zapatero para salir pitando de Irak...).

En esta ocasión don Pedro J. pretende ser un murciélago, como dijera Pío Baroja, rechazado por ratones y pájaros por no identificarse con ninguna de las dos especies. Citando a Stanley Payne nos reitera que la guerra civil fue «una historia de malos contra malos» que arrastró, mató e hizo sufrir a «cientos de miles de hombres buenos y millones de familias que simplemente pasaban por allí» (El Mundo, 4 de septiembre de 2005, págs. 3 y 4). De nuevo se empeña el director del mundo en separar metafísicamente la «sociedad civil» de la «sociedad política», y en considerar a aquella como una simple víctima de ésta.

Acaba el Sr. Ramírez citando a Solzhenitsyn: «Hurga en el pasado y perderás un ojo, olvídate de ese pasado y perderás los dos.»

Pero «hurgar» es prácticamente necesario para sobrevivir, otra cosa es que se haga con profundidad y acierto. Sólo quien hurga en algo acertadamente (en el pasado, por ejemplo) puede llegar a conocerlo mejor (de lo contrario será un puro fenómeno confuso y oscuro). Por eso también es cierto que quien «olvida el pasado» es como si perdiera los dos ojos, como si se quedara ciego (como un amnésico), o al menos como si no supiera dónde va, pues «no se hace camino al andar» (en contra de Antonio Machado), sino que siempre se parte de estructuras previas mejor o peor conocidas. Por tanto, todo el mundo tiene que «hurgar en el pasado», aunque pierda un ojo porque se enfrente a otras interpretaciones... pero quien no quiera conocer mejor su pasado, aunque sea para corregirlo, corre el riesgo de perderse y acabar (bajo su responsabilidad) totalmente desorientado (como fomenta hoy la Pedagogía «no dirigista» en el terreno educativo) o dejándose llevar por proyectos cuya dignidad personal brille por su ausencia.

Breves notas sobre el tomo 1 de la colección

Las coordenadas ideológicas de Pedro J. Ramírez son, básicamente, las mismas que mantiene el artículo que abre, no por casualidad, la presente obra (tomo 1, págs. 7-11), y que firma Fernando García de Cortázar (de quien ya hemos hablado en El Catoblepas, nº 25, pág. 17, a propósito de su libro Los mitos de la Historia de España). Dicho historiador piensa, al modo orteguiano, que España podía haberse regido por una minoría «ilustrada» y «europeísta» (pág. 8). Pero ocurrió que:

«Estos moderados se vieron rebasados por la bullanga revolucionaria de la izquierda más exaltada y la nostalgia clerical, militarista y anacrónica de la derecha más conservadora, en un clima de violencia extrema del que también participaba Europa» (pág. 9, las cursivas son mías.)

Don Fernando apenas aclara algo de lo que ocurrió, entre otras razones por empeñarse en mantener la oscura terminología de las «tres erres» (¿respecto a qué era «anacrónica» la política de la CEDA, o la del posterior franquismo?). Además se vuelca tanto en ver en Europa (una República europeísta) la solución a los problemas de España que no cae en la cuenta de la inconsistencia de tal propuesta, limitándose a justificar el «desengaño» de sus promotores, que se exculpan (responsabilizando a los demás) diciendo «¡no era eso, no era eso!». En un sentido muy parecido al filokrausista José Luis Abellán (ver El Catoblepas, nº 35, pág. 1) nos dice el Sr. García de Cortázar:

«En 1931, la proclamación de la República significó para la generación de Ortega mucho más que un cambio de régimen. Significó, sobre todo, la culminación de un cuarto de siglo de incorporación intelectual española a la cultura europea contemporánea y la posibilidad de ofrecer una alternativa genuinamente liberal y nacional al revenido sistema de la Restauración. Era el júbilo de sentir España dentro de la Historia moderna de Europa [a la altura de los tiempos], en sincronía política con los países más avanzados del mundo... El problema fue que el camino ancho y limpio de la Segunda República, al tomar la forma política y jurídica, no resultó ni tan ancho ni tan limpio» (pág. 8, las cursivas y el corchete son míos.)

Como ya hemos dicho, nuestro narrador se conforma con sugerir, como Ortega, que «¡no era eso, no era eso!», sin reconocer que la República no pasó de ser una multiplicidad de proyectos idealistas (bienintencionados, a lo sumo) con multitud de incompatibilidades, como se puso de manifiesto en la práctica. La República (tal como nos dice Gustavo Bueno) no llegó a tener ninguna consistencia política, por lo que no pasa de ser una mera «hipóstasis historiográfica, ideológica». Dicha realidad la reconoce implícitamente el propio Azaña el 16 de abril de 1934:

«Cuando gobernábamos nos decían: esto no es la República del 14 de abril. Hay que volver a la República del 14 de abril. ¿Qué era la República del 14 de abril? Sepámoslo de una vez: la República del 14 de abril no era sino un impulso nacional, un fervor, una promesa, una voluntad, si queréis; es decir, todo y al mismo tiempo nada, porque nada estaba creado y todo pendía de las obras y de las creaciones.»

Este texto (citado por don Gustavo Bueno, en el artículo mencionado) refuerza lo que intentamos argumentar en El Catoblepas, nº 35, pág. 1. Vemos cómo el reformismo de Azaña quiere «crear» (sin explicar de dónde partir) un nuevo régimen que rompa definitivamente con el pasado reaccionario de España. Hasta tal punto llegaba el desprecio de los reformistas y moderados del Frente Popular respecto a la España «oficial» que prefirieron solidarizarse con los «locos revolucionarios» antes que reasumir algo del pasado español.

Hoy en día la mayoría de los políticos de «izquierdas» no apela al «proletariado»como plataforma política (después de presenciar el desarrollo «estatal» de la URSS y su derrumbe), pero muchos que siguen identificándose con el reformismo democrático (ver los dualismos que menciona Bueno en el citado artículo) piensan que es posible solucionar todos los problemas desde «la democracia». En este sentido es interesante resaltar como coinciden personas como Pío Moa{4} o Pedro J. Ramírez con otras más progresistas (como Cardona o Moradiellos). Vemos cómo el mismo presidente del PP, Mariano Rajoy, sólo busca «mirar al futuro», cayendo también en esta ideología humanitarista con tonalidades krausistas que, una vez hundida la URSS, sirve de guía a la mayoría de los políticos españoles, tanto de «izquierdas» como de «derechas».

Pero volviendo al texto de don Fernando podemos observar cómo reconoce, paradójicamente, que la Europa (¿moderada?) pensada como modelo para la solución de los problemas de España (de esa revenida y anacrónica España del pasado) también se vio envuelta en «un clima de violencia extrema». Además, el señor García de Cortázar parece decirnos que el mero hecho formal de la «violencia» de algunas corrientes políticas (desconectadas metafísicamente de la «sociedad civil» arrastrada por ellas) fue la causa de todos los males, sin atender a sus contenidos (el género mata a la especie). Por otra parte, no puede reconocer que el anacronismo «revenido» habría que cargarlo sobre todo en la cuenta de algunas corrientes anarquistas que se integraron en el Frente Popular (ver el artículo de Bueno en El Catoblepas, nº 35, pág. 2).

Antes de empezar un breve análisis del tronco principal de la narración tenemos que señalar que la redacción de la misma está a cargo de un equipo formado por varios autores (Javier Redondo Rodelas, Fátima Ruiz, M. Ángel Rodríguez, Aurora M. Alcojor, Ana Arias, Juan Manuel Domínguez, Julio Martín y Bárbara M. Díez, encargada de la infografía). Cada libro comienza, como ya hemos comentado, con el artículo de un conocido profesional, y al final de dicho tomo se plantean cuestiones polémicas en las que se yuxtaponen dos versiones de lo ocurrido, y desarrolladas por sus respectivos especialistas, sin que en ningún momento se articule un mínimo debate argumentado. Por otra parte las notas con indicaciones bibliográficas brillan por su ausencia absoluta, por lo que se dificulta el sano contraste de lo expuesto. El hecho de que se prometa un último tomo que recoja las fuentes bibliográficas de poco podrá servir en este sentido, mucho menos para los que no somos profesionales de la materia.

El tronco argumental del tomo 1 (fundamental para entender las líneas maestras de la obra) está firmado por Javier Redondo Rodelas y se titula «Así llegó España a la guerra Civil. La República: 1931-1936». La narración adolece, desde nuestro punto de vista, de ser demasiado generalista, de no profundizar en algunos hechos que consideramos fundamentales para entender «el fogonazo» de 1936. El golpe de julio del 36 no tiene ningún sentido desconectado de acontecimientos anteriores que, entre otras cosas, provocaron que muchos civiles y militares que se alegraron con la llegada de la República pronto se opusieran a la misma. Esta generalidad (en comparación con la anunciada meticulosidad para describir «mes a mes» lo ocurrido a partir del 17 de julio) pone de manifiesto lo abstracto (e interesado) de los límites temporales y geográficos que marca el historiador (como nos explica Gustavo Bueno en el artículo citado).

A pesar de todo, el redactor es bastante más prolífico que otros muchos historiadores a la hora de ordenar los acontecimientos del período republicano. En el trámite de la instrucción sumarial don Javier Redondo recoge las tesis de historiadores, como Pío Moa (al que citan expresamente ya en la pág. 14, e incluso reconocen su labor como «historiador» –pág. 206 del tomo 3–), que no se limitan a decir que «Todo» comenzó el 17 de julio por un golpe contra la «legalidad republicana» («legalidad» de la que se olvidan cuando se refieren a octubre del 34, o a la misma forma ilegal en la que se instauró la República a través de unas elecciones municipales, que ni siquiera habían ganado los supuestos «republicanos»). La guerra civil no comenzó de repente (ni en 1936, ni en 1934), pero está claro que la fractura abierta en la convivencia pacífica producida en julio del 36 no puede entenderse sin lo ocurrido en octubre del 34, entre otras muchas cosas.

Pero en el trámite justificativo (de enjuiciamiento) de lo sucedido creemos que el Sr. Redondo también se ha podido dejar llevar por la creencia en la República como un régimen consistente políticamente. La II República es entendida por la mayoría de los historiadores progresistas como un concepto aureolar que debiera realizarse en un futuro infecto (ver La Vuelta a la caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización, de Gustavo Bueno, Ediciones B, Barcelona 2004 pág. 123). En varias partes de la obra se habla de «La República» como una entidad que, presuntamente, ya estuviera bien conformada pero que se vería «amenazada» permanentemente, lo que le impediría terminar de formarse, de «perfeccionarse», cual aborto malogrado por poderosas causas ajenas (los partidos «reaccionarios» y «revolucionarios», pero fundamentalmente los primeros):

«La República teme desde el principio por su integridad y se permanentemente amenazada. En su momento, la Ley para la Defensa de la República constituye la primera manifestación expresa de reconocimiento de debilidad.» (pág. 81.)

Este tipo de frases creemos que presupone, como hemos dicho, que habría dirigentes políticos («reformistas», «demócratas») que fueron, sobre todo, víctimas del fracaso de tal proceso, y no coautores responsables del mismo. El autor reconoce que algunos políticos se consideraban exclusivos padres de la criatura, pero no cuestiona la consistencia interna de la misma para persistir (poco antes de las elecciones de 1933):

«Hay bandos: los que quieren defender la República y los que la quieren destruir. Lo que ocurre es que todos, excepto las fuerzas de los extremos –carlistas, tradicionalistas y monárquicos, por un lado, y comunistas y un sector nada desdeñable del socialismo, por otro [¿y los anarquistas?]–, se autoproclaman defensores del orden republicano y critican el afán destructor de sus adversarios. Cualquier ejecutivo, sea del color que sea, va a tener muy difícil gobernar, pero mucho más uno de talante conservador, dado que gran parte de la izquierda republicana considera el régimen de su exclusiva propiedad.» (pág. 98, el corchete es mío.)

De nuevo comprobamos cómo la presentación de «los hechos» de manera neutral es prácticamente imposible, porque la narración (incluso cuando se trata de una mera retahíla de acontecimientos sin apenas hilazón) conlleva cierto tipo de enjuiciamiento sobre su orden y consecuencias que necesariamente implican alguna adscripción ideológica (más allá de los calificativos psicológicos, que también suelen ser sugeridos por preferencias políticas).

Esto se aprecia por ejemplo en la página 114 cuando, al hablar de la labor del gobierno radical-cedista en 1934, se dice (sin una teoría clara sobre lo ocurrido que justifique la apreciación):

«En mayo, el Ejecutivo continúa con su labor de desguace de las medidas más progresistas del bienio anterior» (las cursivas son mías)

¿A qué tipo de «progreso» se alude en dicha frase? No parece muy acertado entender como progresista, sin más, la Ley de Términos Municipales de Largo Caballero, de la que se habla a continuación, más aún cuando seguidamente se enlaza con la crisis de los rabassaires para cuestionar el «centralismo» del Gobierno radical-cedista (que además prefirió acudir al Tribunal de Garantías Constitucionales). Decir que la sentencia que emitió dicho Tribunal el 8 de junio suponía «una nueva derrota cosechada por los trabajadores»{5} y «constituye también la derrota del autonomismo frente al centralismo», implica mantener unas concepciones políticas muy determinadas, y nada evidentes, sobre la gestión de los medios de producción (su eficacia a medio o largo plazo), y sobre la organización administrativa más adecuada para la eutaxia de España (¿Acaso el autonomismo de Companys no era puro secesionismo?).

En la página 117 resulta chocante que se intente remarcar la tensión entre falangistas y socialistas en Madrid (10 de junio del 34) precisamente después de un texto en el que más bien se habla de la preocupación ante la pobreza en el campo sevillano por parte de José Antonio Primo de Rivera, y sin mencionar las distintas soluciones que ambas formaciones ofrecían para afrontar tal problema (como si los falangistas no tuvieran derecho a preocuparse por los trabajadores ni capacidad para solucionar sus problemas –no serían «progresistas»–).

A continuación (pág. 118), sin embargo, se pone mucho cuidado en hablar de que es «la derecha» la que «interpreta que Cataluña va por libre y aplica su propia legislación» (respecto al tema de los rabassaires, que llegan a apropiarse de las cosechas estimulados por Companys). Diríamos que el autor resalta el plano «emic» (de «la derecha») para intentar distanciarse de él, al contrario de lo que ocurre en el párrafo citado anteriormente, en el que el redactor se identifica con el supuesto «progreso» del primer bienio y la interpretación («emic») de sus actores de «izquierdas» y nacionalistas. Muy posiblemente dicho redactor (o redactores) piensen también hoy que Carod Rovira es un simple enemigo de la derecha «centralista».

En la página 122 y siguientes se trata la cuestión de si en octubre del 34 el PSOE preparaba una revolución de manera programática. Aquí los redactores se limitan a contraponer algunas de las tesis fundamentales (la de Tusell y la de Pío Moa), pero ni siquiera citan parte de la documentación que aporta Moa para demostrar sus tesis (como si se tratase de una mera interpretación del autor vigués, de la que, de nuevo, intentasen distanciarse: «Según Pío Moa...» –pág. 125–):

«A diferencia de Tusell, Pío Moa, cuya tesis principal es que el PSOE, aliado con Esquerra, preparó concienzudamente la revolución y, en consecuencia, ambos sembraron la semilla de la discordia que fructificaría en 1936, sostiene que Azaña está en todo momento al tanto de los planes de los insurrectos. Por eso trata de convencer al presidente de la República de que no es conveniente disolver las Cortes, pero sí formar un gabinete 'limpiamente republicano'. Para Moa, esta conversación demuestra que la izquierda siempre se atribuyó la exclusividad de la legitimidad democrática.» (pág. 123.)

Vemos de nuevo (en contra de los que aún puedan creer en la «imparcialidad» de los historiadores) el contraste entre esta manera de narrar, que marca claramente las distancias respecto a una determinada interpretación (como la de Moa), con la que se utiliza cuando se cita a otros autores, como Paul Preston. Así, al mencionar las posibles veleidades golpistas de Gil Robles según se desarrollaban los acontecimientos, se nos dice:

«En todo caso y siendo verdad que Gil Robles estaba legitimado por las urnas para tomar las riendas del Ejecutivo, no es menos cierto que, según narra Preston, el líder de la CEDA consulta con los generales Fanjul, Goded, Franco y Varela sobre la posibilidad de tomar por la fuerza el poder.» (pág. 153, las cursivas son mías)

Está claro que el narrador se identifica con la interpretación de Preston al calificar lo dicho por éste con las palabras «no es menos cierto» (no se limita a decir «Según Preston...»).

Con todo, también se nos presentan documentos que fortalecen las tesis de Moa, aunque no se esté de acuerdo con ellas:

«El órgano de difusión soviético, Rundschau, concluye esto sobre la revolución de Asturias en su número 24: 'La primera lucha general del proletariado español fue derrotada, pero las grandes masas del proletariado español han sido imbuidas durante el curso de esta lucha por una idea de la que carecían desde hacía tiempo: la idea de que el objetivo de esta batalla sólo pude ser el de la lucha por el poder, y de que este poder sólo puede llegar a través de los soviets. Esta idea se convirtió en un gran material y también en una fuerza moral (...). Asturias significó un gran triunfo histórico para el comité como concepto'.» (págs. 135-136.)

Más adelante se cuenta que en marzo del 36 «los milicianos comunistas y socialistas, perfectamente uniformados, exigen que se depuren las responsabilidades sobre la represión del 34», pero no se da el importante dato (necesario en este relato, aunque en tomos subsiguientes se pudiera tratar el asunto) de que la misma Pasionaria se negó a formar una Comisión de Investigación para analizar lo verdaderamente sucedido, lo que demuestra que las protestas contra la supuesta represión salvaje eran pura propaganda frentepopulista. Si no se profundiza en algunos hechos el entendimiento sobre lo sucedido puede ser muy distinto.

Al final plantea el autor la cuestión relativa a las «causas de la guerra» y ofrece la versión de distintos historiadores: Tusell, Stanley Payne y Moradiellos. Por tratarse de una cuestión analizada detalladamente por don Gustavo Bueno en El Catoblepas, nº 35, pág. 2 (donde analiza la visión de Moradiellos, que es la misma que expresa en su último libro) nos remitimos a dicho artículo. Por cierto, la cuestión de las responsabilidades también se plantea en el apartado «El debate» al final del tomo 3 («¿Estaba justificado el alzamiento?», con artículos yuxtapuestos de Pío Moa y Rosa Regás –un texto que no hay por dónde cogerlo–), y el problema del origen, relacionado estrechamente con el anterior, se retoma en la misma sección del tomo 2, en el que se exponen sendos artículos de Agapito Maestre (que, en lo fundamental, está en la línea humanitarista que hemos comentado) y Enrique Moradiellos (que, salvo matices, repite lo ya expuesto en su último libro).

Termina la obra con el apartado «El debate» que en esta ocasión se articula en torno al tema «¿Cuándo comienza la guerra civil?» con sendos artículos de Rafael Torres («Cuando el mundo cerró los ojos») y César Vidal («Revolución y contrarrevolución»). Al respecto tenemos que decir que nos parece mucho mejor fundamentado éste último, contado en la línea de Pío Moa y Ricardo de la Cierva, a pesar de que sus plataformas políticas («liberales», «democráticas») nos parezcan poco apropiadas para entender con precisión lo que entonces ocurrió en España y que, en gran parte, sigue ocurriendo hoy día.

El artículo de Rafael Torres, por el contrario es un canto a la cerrazón más obtusa y resentida. Aunque sus simpatías políticas son similares a las de tantos historiadores «progresistas», sin embargo su grado de oscuridad y confusión alcanza cotas antológicas. Como gran parte de lo dicho por el Sr. Torres ya lo hemos reiterado en varias ocasiones en esta misma revista (a partir de El Catoblepas, nº 14, pág. 14), nos limitaremos, en principio, a poner en cursivas aquellos términos y expresiones que encubren una interpretación demasiado simplona y engañosa sobre lo ocurrido. El texto íntegro de Rafael Torres, que firma como «escritor y periodista», es el siguiente:

«La Guerra de España comenzó cuando fracasado el golpe militar del 17 de julio en las principales ciudades y en dos tercios del territorio nacional, Hitler y Mussolini acudieron en socorro de los sublevados con armas y pertrechos, dotándoles, en primera instancia, de lo esencial para invertir el resultado de la asonada y convertir el golpe fracasado en la guerra larga y cruel que devastaría la nación: los aviones para el transporte a la Península de las tropas mercenarias (Regulares, Legión Extranjera...) del Ejército de África, cuya presencia en términos de extrema violencia, propia de la sucia guerra colonial con que los militares africanistas habían conseguido sus ascensos y sus medallas en el Protectorado, permitió a los rebeldes consolidar sus iniciales posiciones y, por efecto de la recepción de más material de guerra y de la escalofriante represión ejercida en sus dominios, emprender la marcha hacia Madrid, objetivo último de su violenta acción de conquista.
El pueblo español en armas (obtenidas del presidente del gobierno, doctor Giral), que había logrado vencer la sublevación en las principales ciudades junto a las fuerzas de Orden Público y del Ejército que permanecieron leales a la República, comenzó entonces a improvisar en medio del caos provocado por la sublevación en los resortes del poder legítimo y de las estructuras del Estado, la defensa militar de la democracia. Bien que, por regir la democracia en España precisamente, desde los distintos postulados de los partidos y sindicatos que, desde el centroderecha de Unión Republicana al radicalismo del minoritario PCE, pasando por el apoliticismo revolucionario (?) de los anarcosindicalistas, el legalismo a ultranza de Izquierda Republicana o el diferente grado de izquierdismo de las diferentes tendencias del Partido Socialista, asumieron el deber patriótico y ciudadano de defender la República frente a la embestida brutal de sus enemigos.
¿Qué día fue ese, pues del inicio de la Guerra de España? La fecha es imprecisa, pero en todo caso situada, sin duda, en esos últimos días de julio de 1936, o de primeros de agosto, en que los militares rebeldes recibieron de los fascismos europeos lo suficiente, de inicio, para convertir su golpe fracasado en una guerra contra la democracia, esto es, contra el pueblo al que habían jurado lealtad. La defección a la República, al poco, de las potencias democráticas, negándole la ayuda que por los acuerdos internacionales suscritos y por imperativo moral necesitaba para sofocar la subversión, no sólo encajonó irreversiblemente el conflicto en los moldes de una guerra de consecuencias terribles, sino que contribuyó de manera ominosa y decisiva a la derrota de las armas republicanas, viejas y escasas, por cierto,frente al moderno y poderoso arsenal rebelde recibido impunemente de la Alemania nazi y de la Italia fascista.
Los asesinos, generalmente, siempre buscan y, encuentran justificación para sus crímenes abominables, y de ahí el esfuerzo mixtificador, falsificador, del franquismo victorioso para justificar su delito imperdonable durante los cuarenta años de su égida: La guerra era inevitable repitieron los apólogos del fascismo hasta la extenuación, confiando en la máxima de su admirado Goebbels según la cual una mentira repetida mil veces se convierte en deslumbrante verdad. No hubo durante la satrapía de Franco, como se sabe, modo alguno de contradecir la verdad oficial, ni tuvo ese militar rebelde otra alternativa histórica, dada su depravación y su nula resonancia emocional, que la de huir hacia adelante con todo el mal inferido a España y a los españoles rebosándole las alforjas. Pero hoy, a casi setenta años de aquellas matanzas y a treinta de la muerte física del ex general, cuando la necesidad de recuperar la verdad histórica y restaurarla de los desconchones y el orín de la mentira es un imperativo moral de primer orden, cuesta asimilar la avilantez de los nuevos apólogos del terrorismo (iniciar una guerra es el acto de terrorismo más brutal) que reasumen la misión imposible, desesperada y antiespañola de hacemos comulgar con las mismas ensangrentadas ruedas de molino con que el franquismo nos quiso atragantar durante tantos años. Según esos nuevos apólogos de la historiografía franquista, la Guerra de España, que ellos insisten en denominar Civil para extender la culpa a todos los ciudadanos, comenzó con la Revolución de Asturias.
Se trata de un pensamiento, por llamarlo de algún modo, que alcanzó su cénit con la versión histórica de Aznar sobre el origen de la matanza del 11-M madrileño: comenzó a gestarse cuando los Reyes Católicos tomaron la Granada nazarí, último bastión musulmán de la Península, y los moros nos la juraron. ¿También se sublevó en el 32 Sanjurjo, que en el 36 sería el director del golpe que desembocó en la Guerra, porque en el 34 iba a producirse un movimiento revolucionario en Asturias?
En febrero de 1936, una amplia coalición electoral de centro izquierda, ganó los comicios generales, y en julio de ese año, gobernada la nación por un ejecutivo moderado exclusivamente republicano, un grupo de militares que llevaba meses, y aún años, rumiando el golpe, se sublevó contra el Estado legítimo, auxiliado por la reacción que conspiraba contra la República desde la misma noche de su advenimiento, la del 14 de abril de 1931.
Falange, que no había obtenido ni un sólo escaño en el Parlamento, encontró su atajo al poder, y los militares rebeldes, una prometedora vía para satisfacer sus ambiciones, incluida la principal de apropiarse, en su integridad, de España. La Guerra no comenzó aquél caluroso sábado de julio con su golpe de estado chapucero y fracasado, pero sí al poco, cuando Hitler y Mussolini decidieron amparar la monstruosa exacción y el mundo cerró los ojos.»

Resulta interesante constatar cómo el escritor y periodista Rafael Torres se atiene de manera milimétrica a los tópicos más confusionarios empleados por distintos historiadores «progres», hasta el punto de que repite la machacona cantinela de que durante todo el régimen franquista «los asesinos» vencedores fueron los únicos que pudieron dar su versión de los hechos (hay que señalar que nuestro periodista parece que no recuerda absolutamente nada de los crímenes cometidos por los «rojos» tanto antes como durante la guerra civil, ya que después apenas pudieron). Pero en uno de los artículos que se publicaron en El Mundo la semana anterior a la publicación de este primer tomo, con intención de promocionar la obra, Victoria Prego tiene la valentía (pues hoy en día decir ciertas cosas «políticamente incorrectas» puede tener graves consecuencias) de decir una verdad de perogrullo (sobre que la versión franquista fuese la única divulgada) que muchos se empeñan en no recuperar de su memoria:

«No es cierto que la versión de la Guerra Civil impuesta por el franquismo en las escuelas durante 35 años haya sido la única versión que los españoles han conocido hasta ahora. Quienes estamos cerca ya de cumplir 60 años, nacidos pues, a partir de 1945, aprendimos de niños la Historia oficial que el franquismo nos impuso sobre la contienda. Pero eso fue cuando íbamos al colegio. No sucedió nada semejante cuando fuimos a la Universidad. Los estudiantes de finales de los 60, de toda la década de los 70 y no digamos de ahí en adelante, no se han nutrido, de ninguna manera, de la versión franquista del pensamiento único. Al contrario, bebíamos embelesados la versión proporcionada por la izquierda, también en modalidad de pensamiento único, pero ésta voluntariamente aceptada (...) Es más, es probable que los historiadores considerados de derechas hayan sido, precisamente por esa razón política y por el descrédito de raíz que ha padecido el régimen de Franco, los menos atendidos y los menos escuchados desde hace muchos años.» (El Mundo, 1 de septiembre de 2005, pág. 8.)

Dicho de otra forma (y dejando de lado otras consideraciones del texto): la mayoría de la juventud española se sentía con ganas de llevar adelante grandes revoluciones con la inestimable ayuda de tantos y tantos profesores progres que, de mil maneras distintas, se fueron colocando en las aulas universitarias. La educación española actual, con la LOGSE a la cabeza, es obra, fundamentalmente, de aquella gloriosa generación de jóvenes «revolucionarios», buena parte de los cuales aún siguen empeñados en no rectificar quizá porque, entre otras razones, son muchas las vergüenzas que deben taparse.

Por cierto, decir, como hace el Sr. Torres, que propagar la versión «franquista» era propio de «antiespañoles» resulta, al menos, paradójico. Más aún si tenemos en cuenta las actividades de Tuñón de Lara, epígono de todos a quienes gustaba gritar «¡Viva Rusia!» y prohibían el grito de «¡Viva España!».

También resulta curioso cómo nuestro periodista intenta concentrar todas las culpas en el bando «franquista». Está claro que no todos los españoles tuvieron el mismo grado de responsabilidad en lo ocurrido (y los lactantes ninguna), pero intentar entender un país como un simple contexto distributivo de individuos aislados, sin tener en cuenta multitud de relaciones constitutivas de esa misma individualidad «política» española, es buena prueba de su inteligencia. Es en este sentido (grupal atributivo) en el que puede mantenerse que «quien no está conmigo, está contra mí».

¿Y qué decir, al hablar de Aznar, de su intento de confundirlo todo mezclando sucesos mal analizados? Parece claro que la guerra civil tiene unos límites temporales y geográficos más o menos precisos (ver el mencionado artículo de Bueno en El Catoblepas, nº 35, pág. 2), pero dentro de los cuales es imprescindible incluir lo sucedido con la proclamación de la República, en cuya instauración, por cierto, jugó un importante papel Sanjurjo (por su omisión al menos). Y no parece tan peregrino suponer que Sanjurjo se vio desengañado al ver los derroteros del nuevo régimen (dada, además, su gran responsabilidad). Dichos derroteros eran cada vez más evidentes, por lo que su prolepsis (que no parecía muy errónea en los contenidos, aunque sí en los tiempos, como le recriminó Franco «retrospectivamente») le indicó que era conveniente atajar cuanto antes sus consecuencias para la distaxia de España.

Respecto al 11-M y las palabras de Aznar, hay que tener en cuenta que estamos hablando de la propia constitución de España a través de la Reconquista, y que, para más inri, son los mismos musulmanes los que interpretan que «Al Ándalus» debe ser recuperado, como demuestra el vídeo de Ben Laden que se emitió después del 11-S o el que, al parecer, grabaron los suicidas de Leganés (en el que, por cierto, también se habla de Afganistán, aunque algunos intentaran ocultarlo). Pero seguramente don Rafael Torres no tenga mucho interés en desentrañar todo lo que encierran los «enigmas» del 11-M. En contra de lo que pretenden algunos dirigentes del PP hay que admitir que el ataque terrorista estaba también motivado por la intervención española en Irak, pero no sólo por ella. Y si son acertadas las pesquisas que indican la intervención de dirigentes políticos en la canalización de la masacre, para echar al PP del gobierno, entonces muchos no podrán creer que algún partido sea capaz de mucho más que reinventar a su manera lo ocurrido en la guerra civil y el franquismo.

Como no podía ser menos don Rafael deja de lado la problemática de los partidos independentistas, aunque seguramente los considere mejores compañeros de viaje que a los «reaccionarios» de entonces y, al parecer, de ahora (¿para qué mirar al pasado, como hace Aznar, para intentar entender lo que es España? ¿Acaso merece la pena saberlo?).

Como contrapunto de otros muchos aspectos obviados por Rafael Torres, y que en la presente «Historia de la Guerra Civil Española, mes a mes» tampoco se han tratado en profundidad, nos parece oportuno acabar recordando algunas de las tesis mantenidas por Pío Moa. Remitimos al artículo publicado por Pío Moa en este mismo número de El Catoblepas, anticipo de un nuevo libro suyo sobre estas cuestiones, «El proceso revolucionario 1934-1936 y la actitud de los gobiernos de Azaña y Casares». En este texto Moa también mantiene la tesis que plantea Gustavo Bueno, en El Catoblepas, nº 35, pág. 2, sobre el interés por recuperar la temática de la guerra civil. Por otra parte, el autor vigués intenta, al menos, matizar la oscura tesis de que «todo comenzó» el 17 de julio de 1936, y argumenta en contra de quienes se empeñan en reducir al mero plano técnico del golpe del 36 el entramado completo y complejo de las líneas de fuerza que lo acompañaron y codeterminaron, como si dicho golpe fuera una especie de Big Bang a partir del cual todo hubiera comenzado y pudiera explicarse como causa y razón principal o única de la guerra, cuyos responsables, por supuesto, serían los militares rebeldes (ver al respecto nuestro punto de vista en El Catoblepas, nº 32, pág. 11). Pero, reiteramos, dichas interpretaciones son pura metafísica historiográfica con evidentes intenciones políticas en el presente.

Notas

{1} Resulta curioso (tal como recogían las noticias del 13 de septiembre de 2005) ver cómo el heredero de Aznar, D. Mariano Rajoy, se empeña en romper con todo lo que signifique «pasado» y «hablar sólo del futuro», como si fuera posible algún tipo de proyecto sin asumir algo del pretérito, como si se avergonzara (cual «derecha de Edipo») de todo lo que pudiera contaminar al «liberal» PP de aspectos «políticamente incorrectos», y que además pudieran implicar cierto tipo de dirección «violenta» (a pesar de ser necesaria para la definición estatal de una determinada política que no apele al «diálogo» angelical y armonista entre «los hombres de buena voluntad» para resolver multitud de divergencias subjetivas y, sobre todo, objetivas –por ejemplo una política económica que vaya más allá de la «armonización» de las tensiones y contradicciones que, supuestamente, alcanzaría El Mercado gracias a sus propias «leyes»–, &c.).

{2} Creemos que del mismo modo que frente al idealismo propio de quienes (en el eje angular del espacio antropológico) presuponen que «el hombre» es una realidad acabada porque en un determinado momento y circunstancias se consigue dominar a los animales numinosos (ver el «argumento zoológico contra el idealismo» al que alude Gustavo Bueno en El Catoblepas, nº 43, pág. 10), así mismo podríamos decir que se produce un idealismo político (en la capa cortical fundamentalmente) en aquellas corrientes (indefinidas políticamente) que presuponen que «la persona humana» está definitivamente constituida, acabada. Dicho idealismo sería propio de corrientes pacifistas y humanitaristas que menosprecian la importancia de los estados para la conformación personal de los individuos de distintos grupos humanos que están bajos sus dominios (muchas veces violentos). Quienes critican, por ejemplo, a los Reyes Católicos y su Inquisición por intentar «civilizar» a los hombres del Nuevo Mundo están sumidos en un idealismo similar al de Descartes que criticaría la supuesta ignorancia de un domador o un cazador de los simples mecanismos que explicarían la conducta de un león. Los actuales Estados de Bienestar cumplen una función confusionaria y oscurecedora similar a la que desempeñaba la tranquila y segura estancia desde la que Descartes consideraba a los animales como simples máquinas que para nada influirían en la constitución de los hombres. Quienes apelan a los Derechos Humanos y al diálogo para alcanzar una sociedad universal de personas en el fondo hablan en tercera persona (desde los despachos de la ONU, por ejemplo) sin enfrentarse a las tareas políticas necesarias (propias de un imperio generador) para conseguir la dominación efectiva de los grupos humanos que permita elevarlos a la condición de personas. Se trataría de un «argumento político contra el idealismo», con importantes repercusiones en la capa conjuntiva que debiera manifestarse en una pedagogía dirigista contraria a la LOGSE.

{3} El día 28 de septiembre de 2005 el ministro de exteriores, Sr. Moratinos, insistía en solucionar el problema de la inmigración «colaborando» con Marruecos a través de la «Alianza contra el hambre», de la que parecen reírse los diputados del PP. Para el ministro es el Hambre la causa que provoca la inmigración, en vez de ser la resultante de unas determinadas políticas nacionales e internacionales. Y no parece darse cuenta, como su jefe Rodríguez Zapatero cuando apela a la «Alianza de Civilizaciones», de que la armonía entre los estados no existe y que para modificar la situación de muchos países africanos, por ejemplo, no basta con «dialogar» con sus dirigentes...

{4} Creemos interesante destacar que últimamente el mismo Pío Moa parece estar dando una mayor importancia al menosprecio hacia España por parte de políticos progresistas como factor que favorecería a los secesionistas, a pesar de que, paradójicamente, siga identificando la unidad de España con «la democracia», con su identidad democrática exclusivamente (aunque creemos que pensada en términos «liberales» muy genéricos –contra los «totalitarismos» a través de la separación de poderes, por ejemplo–) que, según él, «demostrarían los hechos» (seguramente piense en la I y la II República). Pero nosotros creemos que las claves son algo más complejas. Entre otros factores hay que atender a la indefinición de las izquierdas y a la Leyenda Negra sobre España (ver El Catoblepas, nº 35, pág. 1). Dice Pío Moa:

«¿por qué tanta gente muestra indiferencia ante un proceso que amenaza la libertad y la unidad de su propio país? Creo que la razón principal, al margen de las intoxicaciones del grupo PRISA, la televisión oficial y otros medios, consiste en la muy larga (comenzó ya antes de la Transición) campaña de desprestigio emprendida por las izquierdas y los separatistas contra cuanto signifique España. Esa campaña ha calado en la mente de muchos ciudadanos, porque hasta hace muy poco no recibía una réplica algo adecuada en el campo intelectual ni en el político. Su base argumental consistía y consiste en oponer los ideales de democracia y libertad a España y su historia. Es decir, España no es lo bastante democrática para satisfacer a los asesinos terroristas, a los separatistas que continuamente atacan y merman las libertades en Vascongadas y Cataluña y empiezan a hacerlo en Galicia, a los demagogos enterradores de Montesquieu. Entre todos esos «demócratas» nos están llevando a una crisis que amenaza arruinar la convivencia conseguida desde la Transición.
Algunos partidarios de la unidad de España coinciden con los separatistas, los terroristas y los demagogos en su oposición a las libertades, pero, al revés que los otros, son una exigua minoría. Como demuestran los hechos, la democracia y la unidad de España van juntos, y evitar las desastrosas polarizaciones del pasado, provocadas ahora de nuevo por los liberticidas, exige defender con la máxima energía tanto la una como la otra. La traición no debe prosperar». (Pío Moa, artículo titulado «Alta traición», publicado en Libertad Digital el 19 de septiembre de 2005).

{5} En otras ocasiones también se vuelve a sustancializar al proletariado: «En las cuencas mineras el proletariado se levanta en armas contra el Ejecutivo, que, según ellos, representa al capitalismo.» (pág. 126, las cursivas son mías.)

 

El Catoblepas
© 2005 nodulo.org