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El Catoblepas, número 45, noviembre 2005
  El Catoblepasnúmero 45 • noviembre 2005 • página 5
Voz judía también hay

Bucólica reivindicación kantiana

Gustavo D. Perednik

De las festividades judías, de la causalidad en Kant,
y de cómo los medios distorsionan

Además del Año Nuevo y el Día del Perdón, las tres festividades judaicas por excelencia son agrícolas y se denominan «de peregrinaje»: Pascua (la siembra primaveral), Pentecostés (las primicias de la cosecha) y Cabañas (la recolección que cierra el ciclo).

La segunda inspiró el título de un artículo en esta sección: en «primicias en el país» nos complacíamos en observar hace ocho meses los primeros signos de cambio en el diario El País a partir del 11-M, alejándose de la furia antiisraelí para pasar a una línea más equilibrada.

(Recuerdo que las últimas tres palabras de mi título original eran «en el país» y nuestra amiga María Santillana las mejoró para darles mayor claridad: «en El País» permitía entender desde el vamos la referencia al diario.)

Escribo éste en Jerusalén durante la tercera de las Fiestas de Peregrinaje, mientras la ciudad rebosa de cabañuelas festivas por doquier: la celebración de las primicias agrícolas se complementa así con el júbilo por concluir la recolección campestre. Y si volvemos a revisar el diario en cuestión, sospechamos que también él ha completado un ciclo evolutivo en lo que se refiere a Oriente Medio.

Ello no significa que exhiba signos de simpatía o comprensión por el Estado hebreo, pero por lo menos parece haber quedado atrás la etapa de la saña judeofóbica que desvirtuaba la información para no perjudicar «la causa» y para dejar siempre mal parado a Israel aun cuando era blanco de feroces atentados.

Verbigracia en uno de los últimos ataques terroristas (18/10/05), palestinos asesinaron a tres jóvenes israelíes: Kinéret Mándel de 23 años, su prima Matat Adler-Rosenfeld de 21, y Oz Ben-Meír de 15, e hirieron a cinco más. Israel volvía a sacudirse en el dolor, después de un frágil y breve período de calma.

Por primera vez, El País colocó en la portada la noticia, con una foto de las víctimas y no de los victimarios victimizados y, lo fundamental, no agregó miramientos ni atenuantes. Ni qué carrera de estudios se habían visto obligados a abandonar los asesinos para suicidarse, ni cuántos palestinos murieron desde tiempo inmemorial, ni cuánto oprimió Israel en estos días. En suma, se notificaba que civiles habían sido baleados, y sin justificaciones pese a que los civiles eran israelíes.

Tampoco se denominó al atentado «ciclo de violencia», ni «incidente» como lo llamó el Diario de Sevilla, ni se aludió a cuán temible será la respuesta israelí ante la agresión, como fue el estilo imperturbable de ABC. En éste, el tono fue calculador como de costumbre: se ponía al tanto al lector de que el asesinato de los jóvenes «No podía haber sido en peor momento» (ya que complicaba políticamente a Abu Mazen). Y luego, para que no quedaran dudas de quién era el ubicuo culpable, la «información» aludía a cómo Israel iba a reaccionar (desfachatados judíos, nos disgusta que nos pongan bombas).

Quienes estamos acostumbrados al estilo de los medios europeos en estos casos, no deberíamos privarnos de la satisfactoria «recolección» de este cambio periodístico en El País.

Como norma general, para que un medio de prensa recupere la cordura en cuanto al conflicto árabe-judío, bastará con que se limite a rescatar el kantiano principio de la causalidad.

Causa, efecto, causa, Efecto

Siguiendo a Pirrón de Elis que sostuvo que no puede conocerse nada acerca de la realidad, Sexto Empírico (siglo III a.e.c.) consideró que la causalidad es una mera ficción de la mente y nunca una relación real entre las cosas. Dos milenios más tarde David Hume se sumó a la disipación de la causalidad explicando que ésta es una mera asociación arbitraria de percepciones.

En refutación a Hume, Kant ascendió a la causalidad al pedestal de categoría fundamental del entendimiento, como principio de coherencia. La reparación fue complementada por John S. Mill con la necesidad: la causa es indispensable para que se dé el evento-efecto. Si no hay causa, no hay efecto.

Una lección cristalina que, en lo que atañe a Israel, los medios europeos se resisten a admitir.

Durante los días inmediatamente posteriores a la exhortación del presidente iraní a «borrar a Israel del mapa», el mensaje varió bastante. Así el escritor suizo Jean-Noël Cuénod ilustraba sin vueltas en La Tribune de Genève: «(sus) horroríficas aseveraciones equivalen a una declaración de guerra que exuda odio antijudío... cuidadosamente bordado en el lienzo de la retórica nazi. La palabra antisionismo –disfraz de antisemitismo– no engaña a nadie. Ahmadeniyad exhortó ante cuatro mil estudiantes fanatizados a la erradicación del Estado judío, porque es judío y democrático. El nazislamismo acaba de realizar su Congreso de Nürenberg. Defender a Israel con garras y dientes es aseguramos nuestra propia salvaguarda».

No todos registraron la gravedad de la incitación al genocidio. El incurable Clarín de Buenos Aires lo llamó «exabrupto» o «desmesura» (27-10-05), para luego criticar no al régimen de los ayatolás sino a Israel y a Bush, y a describir la «amenaza» como «una guerra consentida por Israel». La inevitable conclusión es que a los judíos (y sólo a nosotros) nos gusta que nos hagan la guerra.

Salvo la excepción señalada al comienzo, los medios españoles acusan muy leves mejoras a su proverbial antisionismo. El diario El Mundo publicó la foto de Sassón Nuriel maniatado por Hamás antes de ser asesinado (28-9-05). La «información» que proveía Javier Espinosa (especialmente enviado para proteger «la causa»), además de calificar a la víctima de «colono» (residía en un barrio moderno de Jerusalén), concluyó la noticia del bárbaro asesinato con siete párrafos referidos a cómo «los israelíes han inventado una nueva forma lingüística para explicar sus ataques»... y cómo «los sobrevuelos a baja altura de los F-16 provocan espectaculares explosiones de sonido... clara intencionalidad psicológica... simulacros de bombardeo que han creado un estado de miedo entre los civiles... cientos de chiquillos rompieron a correr llenos de pánico». Así informaba Espinosa acerca del asesinato de un hombre atado, y no alcanzó a consultar con alguien que le explicara que los «bombardeos» son simplemente el ruido de aviones cuando rompen la barrera del sonido, que por ende los oímos en todo el país, árabes y judíos por igual. Ah, y los chiquillos hebreos también lloran.

En los párrafos finales de Espinosa los «bombardeos ficticios» ya eran un hecho: «Tienen un impacto devastador en la salud mental de los niños... Están intentando aterrorizar a la población». El terrorismo mata a israelíes, pero la palabra «terror» se atribuía al blanco de la agresión. Y el malo de la película es siempre el mismo.

La norma permanente es transmutar causas y efectos. El ministro israelí de Defensa Shaúl Mofaz declaraba que «Queremos que continúe el diálogo con los palestinos, pero ello no es posible si la Autoridad Palestina no comienza a tomar medidas activas y significativas contra las organizaciones terroristas» y disponía el cierre de las ciudades de Hebrón y Belén. Los medios concluirían entonces que Israel merece ser atacado porque «cierra ciudades palestinas»... y el ciclo de desinformación cobra fuerza.

La objetividad que podemos exigir de los medios acerca de la guerra contra Israel, se circunscribe a una reivindicación kantiana. Como el filósofo judeoalemán Otto Liebmann, reafirmemos a Kant, pero con una insistencia particular: la ley de la causalidad.

La causa de la guerra en Oriente Medio es que los panarabistas y los islamistas quisieron y quieren borrar a Israel del mapa. Toda medida de los hebreos (ocupación, valla, expulsión, ejecución de cabecillas, todo) es respuesta a la agresión –no su causa. Ninguna disposición defensiva israelí sería necesaria de no mediar el impulso destructor que nos acecha.

Como los medios saltean este impulso, lo minimizan o se lo atribuyen al agredido, siempre destacan como si fuera la causa lo que es la consecuencia de la situación. Y no se trata del huevo y la gallina, que aquí están muy claros. Si en cualquier etapa de la guerra los enemigos de Israel hubieran depuesto su odio armado, la guerra se habría esfumado.

En cierta medida, la judeofobia en los medios es resultado de este razonamiento retorcido: si «la ocupación» no fuera el resultado de la necesidad de Israel de defenderse, sino una iniciativa extemporánea de los hebreos, habría que hallar para ésta causas convincentes.

Como los territorios que Israel tomó en la Guerra de los Seis Días de 1967 (y en toda otra guerra) carecen de riquezas naturales, y constituyen para el país que los administra mayormente un dolor de cabeza, la única deducción posible es que Israel quiere ocupar porque sí, sin objetivos económicos o ventajas cualesquiera. La conclusión de esta lógica deberá ser que Israel es pérfido. Lo impulsan instintos diabólicos como los que en la mitología europea por siglos supuestamente dominaban al judío.

El día que se recomponga la concatenación de causas y efectos, penetrará en los medios una dosis de comprensión de la autodefensa de Israel, al que en teoría no habría por qué concederle menos derecho a la autodefensa que a otros países. Kant feliz, porque la causalidad habrá sido una vez más reivindicada.

 

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