Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 45 • noviembre 2005 • página 16
La actualidad del murciano Don Diego de Saavedra Fajardo.
Apuntes y notas contra y para los conjurados de Cataluña
«Yo no tengo el menor sentimiento por los que pierden.
Me interesan los que ganan.»
Josep Plá{1}
De Maquiavelo mucho se podría decir antes de acallarlo, y lo último que se podría decir de él es que fue tonto habiendo enseñado a tantos listos.
De nuestro Gracián, con su Arte de la prudencia, tal vez podríamos oponerle como de la misma categoría o rango la imprudentísima arte política de las Empresas políticas del también nuestro siempre don Diego de Saavedra Fajardo, casi natural de Mazarrón, pues nació allá cerca de la ciudad de Murcia y fue bautizado en la iglesia de Santa María de Loreto de Algezares, a unos cinco kilómetros de esa Murcia, el día 6 de Mayo del 1584{2}.
Fajardo fue de noble e hidalga cuna ligada a los marqueses de los Vélez y con importantes gentes de la época murciana (o mazarrónica) de los siglos XIV y XV, y acaso aún del XX por su sesgo actual de burla macarrónica que ha dado en privatizarlo todo, hasta las bolillas de mis sucias narices.
Si Maquiavelo ya nos aconsejaba cuidarnos de la plebe (plebs) o de la multitud, pues sin el contento de esta no es posible gobierno alguno ni al tirano Hierón ni al bramador de Perilo, aquél que puso la tiranía en práctica en la piel de sí mismo dentro de su toro de bronce{3}. Por eso Saavedra Fajardo también nos previene contra ella, contra la plebe, pues esta es el reflejo muy exacto de los tiranos, en un sentido y en otro, cuando nos dice que «cualquier accidente la conmueve y cualquier sombra de servidumbre o mal gobierno le induce a tomar las armas y maquinar contra su príncipe». Dice Fajardo con toda razón, que «nacen las sediciones de causas pequeñas y después se contiende por las mayores»: Ex parvis orta seditione de rebus magnis dissidetur{4}. Parece que no en vano vivió Fajardo las sublevaciones de Cataluña y Portugal.
Saavedra Fajardo como símbolo de la corona de España en los tiempos del comienzo de su declive como Imperio, la paz de Westfalia como final de la hegemonía de España, &c. Todo esto puede ser razonado con la tristeza rabiosa de los tiempos actuales, que, hoy mejor que ayer, pueden ser representados por «los ultrajes de la muerte» a que es sometida esta España por los magos del Tinell que permanentemente juegan con ella. Este es el emblema: las columnas rotas y arrojadas por el suelo junto con la corona, la calavera de la cual en un tiempo estuvo «atento el orbe a su real semblante» yace vacía mirándonos sin luz y acaso sin porvenir...
«donde antes la soberbia, dando leyes,
A la paz y a la guerra, presidía,
Se prenden hoy los viles animales...»{5}
Los viles animales de siempre ávidos de mudanzas que los aúpe en sus ambiciones, pues nadie de estos muda nada sin esperarlo todo a cambio.
En la democracia cavan su tumba, como si la libertad –el libre albedrío–, la libertad de conciencia, no fuese precisamente la ruina de un Estado{6}.
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«Para mandar es menester sciencia; para obedecer basta una discreción natural y a veces la ignorancia sola... Por naturaleza manda el que tiene mayor inteligencia. El otro, por sucesión, por elección o por la fuerza en que tiene más parte el caso que la razón. Y así, se deben cantar las sciencias entre los instrumentos del reinar.»{7}
Que los catilinos podían imitar a don Alonso, rey de Nápoles y Aragón, por su gran prudencia, cosa que estos conjurados parece que no hacen jamás ni usan de su ciencia, si es que la tienen. Como vemos, el uso de las ciencias «para reinar» no es un mérito moderno ni un privilegio de la sociología del historicismo moderno, y en cierta forma este uso no tuvo ni que esperar a un Boris Essen, ni tampoco tiene ahora mucha importancia si estas «ciencias para reinar» son más bien un arte por no cumplir un cierre categorial, o simplemente son lo racional puesto en la picota de la práctica diaria. Con todo, para gobernar a los hombres es necesaria mucha «sciencia», o como dijo Jenofonte: Omni animali facilius imperabis quam homini; ideo sapientissimum esse oportet qui homines regere velis... «Más se teme en los príncipes el saber que el temer», y esto es lo que nos gustaría temer en estos venidos a Madrid a insultar a toda la Nación política, pero sobre todo a la nación geográfica suya propia. Pero, ¿por qué el mismo insulto –la imposición misma del Estatuto– no habría de ser la forma esencial de ese saber? ¿Qué pretenden? ¿Son el vacío kafkiano lleno de vino? La dialéctica de clases es sobre todo lucha en y por el Estado y entre Estados{8}, pero con estos bufones del Tinell que pretenden mudarme a mi de español a catalán, parece como si «los rudos ordinariamente son mejores para gobernar que los muy agudos»{9}, pues por todo lo que se ve, más parece todo parquedad y seso enjuto que no agudismo o «seny», y ni la «elocuencia –siendo– muy necesaria para el príncipe»{10} parece que aquí abunde como no sea la elocuencia en saber callar lo del 3x7%, o sea, lo del 21%, pues en lo demás, cada vez que se dice algo parece un pedrusco en el propio tejado y un arrastrar la lengua en un siseo muy propio de algunas familias catilinas conjuradas. Pero como hoy todo el mundo necesita de la ayuda de la «facundia ajena»{11} ya que la propia no da para más, ¿quién pondría remedio a todas estas tristezas? Pues la decadencia aparece cuando buscando la paz «con medios flojos y indeterminados, llama con ellos a la guerra, y por donde piensa conservarse, se pierde. Este es el peligro de las monarquías, que, buscando el reposo, dan en las inquietudes. Quieren parar y caen. En dejando de obrar enferman»{12}.
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«Si se permiten los principios, no se pueden remediar los fines. Crecen los tumultos como los ríos», dice Fajardo. Y esto en nada se aleja de esta adulación a aquellos magnates catilinos, esto es, conjurados, que dicen como Dionisio estar a favor del pueblo para así ser mejor creídos por ese engañado pueblo. Pero es Aristóteles el que ya nos enseña que «en las democracias, la causa principal de las revoluciones es la insolencia de los demagogos; ellos en efecto, son la causa de que los poseedores de la propiedad se unan entre sí, en parte con propósitos maliciosos de los individuos de entre ellos –porque el temor común une aun a los mayores enemigos– y en parte por incitar al pueblo común como clase contra ellos»{13}, porque de lo que no cabe duda es que «la gran mayoría de los tiranos de la antigüedad –¡y de la modernidad!–, se han levantado siendo jefes del pueblo»{14}, y poder luego acaparar del todo la parte mayor a la que pudieren llegar. «Las revoluciones en la oligarquía –dice Aristóteles– tienen también lugar cuando los ricos malgastan sus medios privados viviendo licenciosa y lujosamente, pues también esta clase de hombres busca crear un nuevo estado de cosas»{15}... con el cual lograr una nueva distribución de sus privilegios sin importarles lo más mínimo el destino de la entera Nación y haciendo y «quedando encogidos los buenos» por medio de su charlatanería aureolar y llena de flores, flores que son del agrado al olfato inculto de la plebe (que son tantos que en ella no puede haber prudencia, dice Fajardo), esta plebe que en nada ayuda a que los buenos se estiren o desencojan un poco.
«Crecen los tumultos como los ríos. Primero son pequeños manantiales, después caudalosas corrientes. Por no mostrar flaqueza los suele dejar correr la imprudencia, y a poco trecho no los puede resistir la fuerza.»{16}
Primero el «hecho diferencial» como falsedad, diferencia pacata y nimia, nación, nacionalidad, autonomía, incluso reino de Cataluña-Aragón, que no de Aragón a secas, para luego ensanchar las aguas y pedir caudalosas corrientes, pues al empezar todos «o cobran miedo o atrevimiento»{17}, que con pedir menos o nada «nos habrían evitado desastres que parten el corazón»{18}, si esto de pedir ser otra nación no es entero ya partirnos en dos.
El déspota catilinario, ese beodo conjurado, comienza en medio del fragor por nombrar a su propio hermano consejero del gobierno catilinario, de la futura nacioncita catilinaria para así desbancar a sus enemigos internos de la ERC y poder quedarse a solas con estas «macrocancilleries»..., entonces aparece todo ello enturbiado con una drástica bajada de cara al odiado corral de la España..., entonces... «verdad es que algunas veces es tal el raudal de la multitud, que conviene aguardar a que en sí mismo se quiebre y resuelva, principalmente en las guerras civiles, cuyos principios rige el caso, y después los vence el consejo y la prudencia»: Initia bellorum civilium fortunae permitenda; victoriam consiliis et ratione perfici{19}.
Esperamos que por aquí no venza al principio 'el caso' y sea el consejo y la prudencia los que alejen los initia bellorum de estas tierras provistas con tan escaso seny, pues a la postre, ni estos de por aquí saben nada y todos se dicen: «¿Quién podría asegurarme de lo que tiene en su pecho la multitud? Cualquier accidente la conmueve, y cualquier sombra de servidumbre o mal gobierno le induce a tomar las armas y maquinar contra su príncipe. Nacen las sediciones de causas pequeñas, ciertamente, y después todo se alborota de manera indescriptible en las grandes.»{20}
Si a estos se les permiten los principios de eso que sólo cobró una ridícula existencia al ser llamada «de las autonomías» (como si el ser y el quién de los españoles dependiese únicamente de esta cobarde generación ponedora de nombres como si de huevos se tratara), no se pueden remediar los fines no menos ridículos del «som y serem una nació», pues primero son pequeños manantiales y ahora son acaudaladas corrientes, lo que empezó con una mentira acabará con una mentira aún mayor: que España no es ni ha sido nunca una gran Nación. Es el ESTADO, lo que es una bonita manera de insultar a España.
Sea como sea, «la experiencia enseña muchos medios para sosegar las alteraciones de estos reinos. El caso también lo ofrece, y la misma inclinación del tumulto los enseña como sucedió con Druso cuando, viendo a las legiones arrepentidas de su motín, por haber tenido a mal agüero un eclipse del Sol que se ofreció entonces, se valió dél para quietallas, como hizo en otra ocasión Hernán Cortés.
No se desechan estos medios por leves, porque el pueblo con la misma ligereza que se alborota, se aquieta: Ni en lo uno ni en lo otro obra la razón». Déseles a los que pierden la España entera ganar un partido del Real Madrid y aquí se olvidan de los catilinos para engolfarse unilateralmente en el insulto a un ídola de polvus cual es el Barça y viceversa; «un impulso ciego le arrebata y una sombra vana le detiene», dice Saavedra Fajardo del pueblo, de la plebs enfrentada y dividida por fruslerías{21}.
«Todo consiste en saber coger el tiempo a su furia. En ella sigue el vulgo los extremos: o teme o se hace temer. Quién quisiere enfrenalle con una premeditada oración perderá el tiempo. Una voz amorosa o una demostración severa le persuade mejor. Con una palabra sosegó un motín Julio Cesar, diciendo:
Discedite castris,
Tradite nostra viris ignavis signa Quirites.
El remedio de la división es muy eficaz para que se reduzca el pueblo, viendo desunidas sus fuerzas y sus cabezas. Así lo usamos con las abejas cuando se alborota y tumultúa aquél alado pueblo (que también esta república tiene sus males internos), y deja su ciudad fabricada de cera, y vuela amotinada en confusos enjambres, los cuales se deshacen y quietan arrojándoles polvos que los dividan... Aunque siempre es oportuna la división, es más prudente preservar con ella el daño antes que suceda que curalle después»{22}.
A tales entretenimientos ha de recurrir el poder para mitigar el afán de novedades del pueblo. En esto nuestros padres constituyentes de 1978 fueron unos expertos apicultores y desde entonces no han parado de marear la perdiz y de marearnos a todos con humo y flores, sin olvidar una vez más, que el arte de marear es el arte de navegar, de llevar a buen puerto esta nave patria, cosa que falta por ver.
Fajardo sigue diciendo que «con la división se mantiene la fe en la milicia y la virtud militar, porque ni se mezclan las fuerzas ni los vicios. Por esto estaban en tiempos de Galba separados los exércitos. De aquí nace el ser muy conveniente prohibir las juntas del pueblo. Por esto la ciudad del Cairo se repartió en barrios distintos con fosos muy altos, para que no se pudiesen juntar fácilmente sus ciudadanos, que es lo que tiene quieta a Venecia, separadas sus calles con el mar» o la Barcelona del Plan Cerdá con sus calles tan rectas como las balas del fusil moderno de retrocarga{23}. Pero todo tiene sus extremos, que ahora somos tantos que cuanto más juntos más nos estorbamos y cuantos menos fosos y alambradas menos salarios y más hambre y precariedad para todos. Aquí no llora el español particular sino la Humanidad Única Total, pues antes a lo que era unificado, bueno era dividir con humo, pero ahora a lo separado es bueno unificarlo dando a todos la ciudadanía para al final todos no tener ciudadanía alguna... ¡Venid los niños a mi que yo os acogeré! ¡Venid los atribulados de la Tierra que yo os consolaré! Papeles para todos. Este es el reino, nada..., el fruto de la nada, la nueva separación.
Pues papeles para todos es lo que hacía Pisandro al sembrar discordias entre el pueblo de Atenas, «para que estuviese desunido», para paliar un tumulto con otro tumulto, pues un «tumulto suele ser el remedio contra otro tumulto»{24}. Estas son las tácticas de los «ideólogos del Calvario terrenal», las ilusiones imaginarias del poder de los «entes de imaginación»{25} como armas contra la misma imaginación de la libertad «para» ser más España. «Al senado de Roma se dio por consejo en un alboroto popular que quitase la plebe con la plebe, enflaquecidas sus fuerzas con la división de la discordia»{26}.
«Con el respeto se suspende la multitud y depone las armas», dice Fajardo... Pero eso es cuando aún hay patria y cuando los políticos tienen otro aspecto u otro espectro, pues el conjurado éste –Pascualín el encantador o la sirena mayor–, que aleccionado por un Cornelio Agrippa de turno o tiracartas de las Ramblas de las flores, sabe que para los momentos de crisis todo vale, pues entre el fragor y el humo de ella, de la crisis, no ver que no hay nada que ver, que todo es humo digno de y para un enjambre de dóciles abejorros es lo que cuenta, y que, como dicen los anales y analectas o florilegios{27}, su propio partido es para él un estorbo, y los demás una colla de jugadores de dados, de piratas, a los cuales es necesario debilitar y desconcertar para poder llevarse el panal a Cataluña, ¡Ese pobla! Un Estatuto ficticio para un pueblo ficticio, como ficticio es todo lo que sale del humo provocado por las huestes propias de Pisandro. Lo que no es ficticio es la magia misma, es el envite, el propio juego de los dados, el trastocamiento de que «las cosas inferiores estén constantemente sometidas a las superiores»{28}, aunque estas tiradas de cubilete puedan ser «una verdadera carnicería para Maragall», como decía un alto abejorro... Y no es que de este noble catalán pudiéramos sacar «una majestad que se enseñorease de los ánimos del pueblo a través de sus «coronas de espinas» o que cierta fuerza secreta puesta por la magna naturaleza surgiese de él obrando sus maravillosos efectos»{29}. Más bien ocurre lo contrario, que su presencia es ineludible para ser visto como tirano y aborrecido como tal al que demasiado fácilmente se le pierde el respeto y se le coloca allí donde el poder dice que debe estar: «las cosas inferiores estén constantemente sometidas a las superiores y celestes.» Ahí sí que este empeño debería ser así y ser visto por todos de esa subalterna manera, pero cuando en el soberano trono tenemos por desgracia al somriure y su lento talante mágico, no podremos esperar que este remedio, como todos los remedios de las sediciones, sea atacado con celeridad...» porque la multitud se anima y ensorberbece cuando no ve luego el castigo o la oposición. El empeño la hace más insolente, y con el tiempo se declaran los dudosos y peligran los confidentes», y en esto de las sediciones conjuros y traiciones, «los más ínfimos y más ruines suelen ser los más poderosos»{30}. Por lo tanto es muy necesaria la celeridad para que estos magos enanos de las Ramblas de las flores no alteren con su magia la dependencia de España del planeta Júpiter y el general principio de que las cosas sublunares han de estar por fuerza y necesidad sometidas a las celestes{31}. Hay que pisarlos de vez en cuando como a las lombrices: para que sepan que son de esta parca tierra y no de otra soñada.
Y en definitiva, «que si los reinos estuviesen divididos entre bandos de encontradas familias, lo mejor –nos recomienda Saavedra Fajardo– sería prohibir tales apellidos, y si el pueblo tumultuare por culpa de algún ministro, no hay polvos que más le sosieguen que satisfacelle con su castigo, con el castigo del ministro; pues si la culpa fuese del príncipe del talante hermoso y por mor de su perenne reino, creyendo el pueblo que la culpa es del ministro o de uno de sus magos o presidents, y lo linchase o tomando las armas contra él lo redujese a jirones, la necesidad obliga a dejalle correr con su engaño, cuando ni la razón ni la fuerza se le pueden oponer sin mayores daños de la república; pero no es este el caso, que aquí dejan hecha jirones la república por salvar a este coronado extraño, que bien pudiera acabar atado en la argolla del suplicio nada más con aplicarse un mínimo de rigor{32} por estos pagos.
Si fuese inocente, que no lo es, padecerá la inocencia, pero sin culpa de la república, sin culpa del príncipe.
En estos grandes casos apenas hay remedio sin alguna injusticia, la cual se compensa con el beneficio común, que es inmenso con nada más saber que nos libramos del mayor sueldo de este desdichado reino y con la perorata del canto de sirenas suyo.
¿Qué podemos esperar de estos oligarcas estilo los Requejo, los Pallarés, y los Albertis y los Lleras junto con los Fonts y los Arbós que vienen a preguntarse aquello de «si una nación acaba irremediablemente en un Estado»?{33} ¡Ah!, malditos rufianes revolucionarios desde la oligarquía, pues a eso se dedican cuando no les basta lo que esquilman viviendo licenciosamente y lujosamente, pues también esta clase de hombres busca la manera de crear un nuevo estado de cosas, y o bien pretenden ellos mismos la tiranía o sobornan a algún otro, a la manera como aquél listo de Catilino levantó a Dionisio en Siracusa{34}, pues cuando un hombre es pequeño y es capaz de ser aún menor, suscita una sedición a fin de poder llegar a ser el Único gobernante, como parece haber hecho Pausanías en Esparta{35}, pues de este fotógrafo de espinas, ni de sus rufianes, nunca podremos decir que quiso ser mayor porque ya era grande, sino que quiso ser el Único para ser incomparable aunque fuese en lo menor y lo más pequeñito.
Estos jovis labiadores no ignoran con todo, que la caída de una gran república y de sus aristocracias se debe principalmente a una desviación de la justicia en la estructura misma de su Constitución{36}.
Que gran verdad es esta, pues en aquél gobierno no había «una buena mezcla entre oligarcas y demócratas, sino que lo único que habían eran oligarcas disfrazados todos de demócratas –cosa que ya supo ver por aquí hace mucho Don Joaquín Costa–, y que entrambos tuvieron al pueblo llano con la oreja pegada al televisor, esa argolla incruenta del suplicio de la plebs. Aquí el Estado no parece aquél círculo de hombres kelsenianos, «entre los cuales la realidad o la posibilidad del entendimiento alcanza un grado mayor que entre otros hombres»{37}. Aquí el consenso se llama por ahora «siempre pierde España»... Y sin embargo y tal y como están las cosas, sería excusada la culpa de estos ministros si por aplacar a las furias de esa multitud escasa de catilinos se «le deja hacer cabeza de la sedición para reducilla en habiendo quebrado su furia. Con este intento Spurina consintió en un motín, viéndose obligado a él, y que así tendría más autoridad su parecer.
Pero cuando todo se va al traste, con el pretexto de libertad y conservación de privilegios suele el pueblo atreverse contra la autoridad de su príncipe, en que no conviene disimular tales desacatos, porque no críen bríos mayores para otros mayores. Y, si se pudiese, se ha de disponer de suerte el castigo, que amanezcan quitadas las cabezas de los autores de la sedición y puestas en público, antes que el pueblo lo entienda, porque ninguna cosa le amedranta y sosiega más, no atreviéndose a pasar adelante en los desacatos cuando faltan los que le mueven y guían –Nihil aussuram plebem principibus amotis...– Que amanezcan quitadas las cabezas como en aquella horrible campana de Huesca, en la cual Ramiro el monje y después de consultar con el abad de Tamer cortó como aquél con una hoz los pimpollos de las berzas del huerto de su reino sosegándolo así.
Ponedlos a todos ellos en el mojón que sostiene en el mercado de la Boquería la famosa argolla del suplicio. «Pues la nación está fatigada ya de esta crisis permanente; quiere salir de su angustiosa incertidumbre; quiere saber el paradero de estas cosas, y es necesario que lo sepa.»{38}
Despedida
¿Pero los cantores han de dejar de cantar?
La empresa 78, la formosa superne de las empresas políticas de Don Diego de Saavedra Fajardo, cuyo subtítulo es este: «con pretextos aparentes se disfrazan...» Es esta, tal vez, la empresa más vulgar, la más conocida, la menos epistemológica y la más doxográfica... Pero por ello mismo es la que siempre cuela, el eterno Retablo de las maravillas cervantino, el canto de las sirenas que a todos embabuca, la Chirinos que a todos y siempre nos la enbaina, nos la hace embaír, tragar, hacer ver y creer lo que no es... «Lo que se ve en las sirenas es hermoso, de lo que se oye, apacible. Lo que encubre la intención, nocivo. Y lo que está debajo de las aguas monstruoso. ¿Quién por aquella apariencia juzgará esta desigualdad? ¡Tanto mentir los ojos para engañar el ánimo, tanta armonía para atraer las naves a los escollos! Por extraordinario admiró la antigüedad este monstruo. Ninguno más ordinario. Llenos están dellos las plazas y palacios (et sirenes in delubris voluptatis). ¡Cuantas veces en los hombres es sonora y dulce la lengua con que engañan, llevando a la red los pasos del amigo»{39}.
Del poder, es legítimo todo canto, aún y el que es pura disonancia y chirriamiento, por eso... «también tienen mucho de fingidas sirenas los pretextos de algunos príncipes. ¡Qué acompañados de promesas y palabras dulces y halagüeñas! ¡Qué engaños unos contra otros no se ocultan en tales apariencias y demostraciones exteriores! Represéntanse ángeles y se rematan en sierpes, que se abrazan para morder y avenenar. Mejores son las heridas de un bienintencionado que los besos destos, meliora sunt vulnera diligentis, quam fraudulenta oscula odientis, leales son, pues, las heridas del amigo, falsos los besos del enemigo{40}. Sus palabras son blandas; y ellos agudos dardos ¡Cuantas veces empezó la traición por los honores!, cuantas veces por el buen talante y la amplia sonrisa: el poder cuanto más te adula más te odia y más te la endiña y te embabuca.
Toda sirena muestra «estimación y afecto» y encubre «aborrecimiento y malicia». «Cuanto más sincero se muestra el corazón, más dobleces encubre. No engañan tanto las fuentes turbias como las cristalinas que disimulan su veneno y convidan con su pureza. Por lo cual conviene mucho que esté muy prevenida la prudencia para penetrar estas artes de los príncipes, teniéndolos por más sospechosos cuando se muestran más oficiosos y agradables y mudan sus estilos y naturaleza, como lo hizo Agripina... trastocando todas las artes... Más es menester advertir en lo que ocultan los príncipes que en lo que manifiestan».
Permanentemente aureolan y bruñen sus discursos y con un sin fin de pretextos «disfrazan los príncipes su ambición, su cudicia y sus desinios, a costa de la sangre y hacienda de los súbditos. De aquí nacen casi todos los movimientos de guerra y las inquietudes que padece el mundo.
Como se van mudando los intereses, se van mudando los pretextos, porque estos hacen sombra a aquéllos, y los siguen.
¡Oh hombres!, ¡oh pueblos!, ¡oh repúblicas!, ¡Oh reinos, pendientes vuestro reposo y felicidad de la ambición y capricho de pocos!
Vuela el pueblo ciegamente al reclamo de la libertad, y no la conoce hasta que la ha perdido y se halla en las redes de la servidumbre. Déjase mover de las lágrimas destos falsos cocodrilos, y fía dellos incautamente su hacienda y su vida. ¡Qué quieto estaría el mundo si supiesen los súbditos que, o ya sean gobernados del pueblo, de muchos, o de uno, siempre será gobierno con inconvenientes y con alguna especie de tiranía! Porque aunque la especulación inventase una república perfeta, como ha de ser de hombres, y no de ángeles, se podrá alabar, pero no praticar. Y así, no consiste la libertad en buscar esta o aquella forma de gobierno, sino en la conservación de aquél que constituyó el largo uso y aprobó la experiencia, en quién se guarde justicia y se conserve la quietud pública, supuesto que se ha de obedecer a un modo de dominio; porque nunca padece más la libertad que en tales mudanzas. Pensamos en mudar de gobierno y damos en otro peor». Eutaxia como trabajo y nada más.
No se me podrá objetar que no he amoldado a este gran murciano como mejor he podido para denunciar con el discurso perenne y de siempre las malas artes de estos marcianos catilinos. Donde todo es de sobras no añado yo nada. Quise empezar por algo no dicho y nada hay nuevo bajo el Sol y ya todo es sabido y sin embargo de nada sirve.
Pero ay!, paciencia, que «Como nos conformamos con los tiempos y tenemos paciencia en los males de la naturaleza, debemos también tenella en los defetos de nuestros príncipes. Mientras hubiere hombres, ha de haber vicios. ¿Qué príncipe se podrá hallar sin ellos? Estos males no son continuos. Si un príncipe es malo, otro sucede bueno, y así se compensan unos con otros»{41}.
Laus deo
Ludibria Mortis!
¿Qué os arrogáis, ¡oh príncipes!, ¡oh reyes!,
Si en los ultrajes de la muerte fría
Comunes sois con los demás mortales?{42}
Notas
{1} Agradezco esta luminosa perla a Antonio Iglesias Díez, y pongo aquí esta cita porque me gusta y ni se si viene a cuento aunque el Zopenco zapateril nuestro se diga de sí mismo que es un «rojo». ¿Qué es ser un rojo?, pregunto yo... ¿Un perdedor?... ¿O un engañador? Rojo es un bonito color... que muestra de lo que oculta la sirena.
{2} Diego de Saavedra Fajardo, Empresas políticas, Planeta, Barcelona 1988.
{3} Fajardo, op. cit., pág. 527.
{4} Aristóteles, Política, 1304b, 1505.
{5} Fajardo, op. cit., pág. 683.
{6} Fajardo, op. cit., pág. 422.
{7} Fajardo, op. cit., pág. 38.
{8} «Y de aquí se sigue, de inmediato, que no cabe hablar de una «clase universal» (interestatal, internacional) de desposeídos, en un sentido atributivo, ni tampoco de una clase interestatal de propietarios, sin perjuicio de las eventuales alianzas, y sin olvidar que estas alianzas tienen lugar contra terceros países (con sus «expropiados» incluidos). Lo que significa que la dinámica de las clases sociales en la Historia, como clases definidas en función de su relación a la propiedad de los medios de producción, actúa de hecho y únicamente a través de la dinámica de los Estados, sobre todo si éstos son imperialistas, en tanto los Estados sean considerados también como «clases sociales», en el sentido dicho. Y sólo desde la plataforma de un Estado, de una sociedad política constituida, es posible una «acción de clase» que no sea utópica.» (Gustavo Bueno. En su respuesta a J. B. Fuentes Ortega, «Dialéctica de clases, dialéctica de Estados», citado en http://nodulo.trujaman.org/
{9} Fajardo, op. cit., pág. 41.
{10} Fajardo, op. cit., pág. 42.
{11} Fajardo, op. cit., pág. 43.
{12} Fajardo, op. cit., pág. 425.
{13} Aristóteles 1304b.
{14} Aristóteles 1505.
{15} Aristóteles 1305b.
{16} Fajardo, op. cit., pág. 509.
{17} Fajardo, op. cit., pág. 509.
{18} Benito Pérez Galdós, Trafalgar.
{19} Fajardo, op. cit., pág. 509.
{20} Fajardo, op. cit., pág. 508.
{21} Fajardo, op. cit., pág. 509
{22} Fajardo, op. cit., pág. 510.
{23} Fajardo, op. cit., pág. 510.
{24} Fajardo, op. cit., pág. 511.
{25} Ver a Gregorio Kaminsky, Spinoza: la política de las pasiones, Gedisa, pág. 45.
{26} Fajardo, op. cit., pág. 511.
{27} La Vanguardia, 17 de octubre de 2005.
{28} Cornelio Agrippa, Filosofía oculta, Kier, Buenos Aires 2004, pág. 39.
{29} Fajardo, op. cit., pág. 511.
{30} Fajardo, op. cit., pág 516 y 517.
{31} Cornelio Agrippa, op. cit., pág. 49.
{32} Aristóteles 1508.
{33} El Periódico, 17 de octubre de 2005.
{34} Aristóteles 1305b.
{35} Aristóteles 1307a.
{36} Aristóteles 1307a.
{37} Hans Kelsen, El Estado como integración, Tecnos 1997, pág. 65.
{38} Donoso Cortés, Artículos políticos en 'El Piloto', Eunsa, Pamplona 1992, pág. 535.
{39} Fajardo, op. cit., pág. 537 y ss.
{40} Prov.,27, 6.
{41} Fajardo, op. cit., pág. 537 y ss.
{42} Fajardo, op. cit., pág. 683.