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El Catoblepas, número 46, diciembre 2005
  El Catoblepasnúmero 46 • diciembre 2005 • página 9
De historia y de geografía hispánico modo

Sobre la identidad

Millán Urdiales

La fuerza de la lengua como factor de unión funciona bien cuando se dan a su lado otros presupuestos esenciales, en especial el de un centro irradiador capaz de crear formas de vida

La identidad de un grupo humano al que llamamos nación o país consiste sobre todo en la conciencia que sus componentes tienen de ser distintos de los grupos humanos a los que tienen por vecinos. Los grupos humanos más sólidos suelen estar organizados de tal modo que ciertas minorías intelectuales inspiran de modo más o menos perceptible pautas de pensamiento y de comportamiento al resto de los componentes del grupo humano en cuestión. Su influencia es tanto mayor y más eficaz cuanto mejor pueda apoyarse en aspectos de vida tradicionales: mientras más sólida y mejor conocida sea la tradición –es decir, el pasado colectivo de que se tiene conciencia– más fácil y fecundo resulta el papel de las minorías rectoras.

Cuando se contempla el devenir de un grupo humano en un largo período de tiempo, dos o tres siglos, por ejemplo, se observan, generalmente, altibajos en la línea capaz de representar la influencia de esas minorías dirigentes. Esto es natural y lógico si se piensa que todo grupo humano está constantemente sujeto a las presiones que inevitablemente ejercen sobre él los grupos humanos vecinos, y, a su vez, también él ejerce presión sobre ellos: es decir, que esas presiones son mutuas, interdependientes, y, naturalmente, están íntimamente ligadas a la vecindad física. Ahora bien, esta proximidad física está condicionada, sobre todo por lo que viene llamándose fronteras naturales. No hay duda de que el mar puede constituir una frontera natural muy eficaz, aunque factores diversos pueden modificar esa eficacia. La contemplación del mapa de Europa es una fuente inagotable de sugerencias a este respecto. El estrecho de Gibraltar, por ejemplo, entre el siglo VIII y el siglo XIII no fue una barrera natural, y, sin embargo, lo ha sido después. La explicación es que a partir de fines del siglo XV, los grupos humanos asentados a una y otra orilla estaban separados por el factor más vigoroso del momento, la religión. A este factor se añadían otros, importantes también, como la lengua y muchas otras tradiciones y hábitos de ejercicio más o menos cotidiano y que incluían hasta el vestido y la dieta alimenticia.

La observación de un mapa físico de la Península Ibérica depara ideas muy sugestivas de las que se desprenden conclusiones esclarecedoras. Cabe preguntarse, al contemplar el mapa, si la Península Ibérica es un país atlántico o mediterráneo y aquí estamos de nuevo concediendo al mar cualidades delimitadoras quizá excesivas. A pesar de lo engañoso que puede resultar el mapa, dados los muchos kilómetros que ofrece de costas atlánticas, la mediterraneidad de la Península Ibérica –clima, flora, fauna, entorno físico– supone aproximadamente las cuatro quintas partes del total. Puesto que la denominación de los continentes se impone de nuevo en función de las masas acuáticas que los delimitan, parece necesario servirse aquí de la palabra europeidad, por simetría y por lógica expositiva. Y una vez aceptado el término hemos de admitir que la irradiación de esa europeidad se sitúa en paralelos y meridianos un tanto alejados de la Península Ibérica y situados bastante más al norte. Si no fuese porque colocamos al mar, inconscientemente, por delante de cualquier otro criterio separador –y en esto los mapas pueden ejercer también mucha influencia– cabría preguntarse si no son los Pirineos una frontera natural más auténtica que el estrecho de Gibraltar. De ahí que la famosa y manida frase «África empieza en los Pirineos», aunque se deba a criterios de valoración respecto de los habitantes peninsulares, no es ninguna inexactitud. Incluso las mezcladas etnias que hoy somos los españoles y los portugueses están más en consonancia con la mediterraneidad física de la Península que con las etnias situadas al norte de los Pirineos. La mencionada frase se utiliza para reflejar el desprestigio de los grupos humanos situados al sur del estrecho de Gibraltar, desprestigio que se hace así extensivo a los habitantes en la Península: en efecto, hace ya varios siglos que esos grupos humanos situados al otro lado del estrecho tienen mucho menos poder y mucho menos prestigio que los situados al norte de los Pirineos. Sin embargo, la situación cultural y política de los grupos humanos que en el siglo X ocupaban esos mismos territorios no hubiera hecho posible la referida afirmación.

Todas estas aparentes disquisiciones quieren llevar al ánimo del lector la idea de que la conciencia de su identidad puede no ser del todo correcta y exige, cuando menos, saber todo lo posible acerca de las etapas anteriores, acerca de su pasado. Parece fuera de duda que, a partir del siglo XVI, acabada la Reconquista, los grupos humanos que más intensamente pueden influir en los pobladores de la Península Ibérica (aunque Portugal hubiera terminado mucho antes su Reconquista) están al norte de los Pirineos. Esto no quiere decir que antes de esa fecha no hubiesen podido influir también en ellos, como en realidad ocurrió, y a veces con notable intensidad, en especial entre los siglos XI y XIII. Tampoco esta influencia niega el hecho de que la larguísima y peculiar convivencia dentro de la Península de las tres religiones y las tres castas, musulmanes, judíos y cristianos, marcaría para siempre el vivir y el pensar de los cristianos victoriosos.

La geografia física condiciona, pues, en muy alto grado el devenir de los grupos humanos que llamamos países o naciones. En el caso de la Península Ibérica, a partir de la consolidación de lo que pudiera llamarse la frontera sur, es decir, el estrecho de Gibraltar, iba a ser desde el norte desde donde podrían llegar presiones e influencias más o menos intensas. La disposición fisica, prácticamente insular, de la Península Ibérica contribuyó en gran medida a su aislamiento intelectual y aun material respecto de Europa. Las relaciones con las Indias, lo que vendría a llamarse luego América, eran unas relaciones ejercidas en una sola dirección: la influencia se ejercía sólo hacia afuera, eran territorios evangelizables y también explotables como fuentes de riqueza, pero no podían influir intelectualmente en la Península. Las circunstancias históricas llevaron a la metrópoli por caminos insoslayables: la unidad de los reinos peninsulares (y no se olvide que Portugal tenía ya tres siglos de existencia propia), más aparente que real, y apoyada, como era habitual entonces, en alianzas matrimoniales, tenía un fundamento único, la idea religiosa. No tiene, pues, nada de extraño que el ideal religioso se convirtiese en algo absorbente, excluyente. Desde hace ya dos siglos o casi, la Inquisición ha podido parecer una institución cruel, dañina, inútil, &c., pero, a raíz de la conclusión de la Reconquista y de la expulsión de los judíos, representaba el único criterio capaz de mantener bajo una autoridad única el mosaico de regiones de lo que ahora llamamos España. El peligro que para la conciencia de su identidad habían representado los seguidores de otra religión, o de otras religiones, se comprenderá mejor si se considera el trato que reciben los infieles por boca de los juglares en los cantares de gesta, en especial de los franceses: los seguidores de Mahoma son en dichos textos el enemigo por antonomasia, un enemigo con el que no cabe la coexistencia; es más, la identidad y la existencia propias dependen de la capacidad para eliminar a ese enemigo, y el último enemigo del que había que deshacerse eran los judíos: la Inquisición debía velar por el eficaz cumplimiento de aquella decisión.

Cabe aquí hacer una reflexión acerca de los usos lingüísticos utilizados para referirse a esa identidad. La palabra España, en plural, es voz que desde hace siglos viene utilizándose en determinados contextos o en determinadas frases, teñida en muchas de ellas, no en todas, de una aureola que tiende a identificar grandeza y pluralidad. Es de suponer que este plural tiene su origen en textos latinos del período visigodo, en especial de San Isidoro, en los que todavía se alude a los territorios peninsulares desde el punto de vista de Roma: es decir, que había una Hispania citerior y una Hispania ulterior; de ahí que se dijera, por ejemplo, Gens vandalorum, a Gothis exclusa de Hispaniis, ad Africam transit (Crónica de Casiodoro) o Gothi intra Hispanias sedes acceperunt (Crónica Caesaraugustana). Semejante era la situación lingüística de la voz Galia y de ahí que exista en francés un plural les Gaules junto a la Gaule, fruto sin duda de la perspectiva romana de una Galia cisalpina y otra transalpina. Cuando los francos (y también hubo una Francia oriental frente a otra occidental en la terminología latina referida al asentamiento de dicho pueblo germánico en determinado momento) eliminaron con su presencia el nombre de Galia y el románico France terminó por imponerse y aplicarse a lo que hoy llamamos Francia en español, este país nunca utilizó un plural les Frances. Con la excepción del plural «todas las Rusias», que se oye en ciertas frases aplicadas a dicho país, no sé de ningún otro caso en que una nación, al menos en Europa, admita el plural para designarse a sí misma en determinadas situaciones.

El origen de la Reconquista, situado en diversos focos del norte peninsular, se prestaría también, andando el tiempo, a utilizar un plural, las Españas, para denotar de algún modo la identidad religiosa, los cristianos, plural que como hemos visto, tenía base lingüística en los textos latinos de la época imperial y de la época visigoda. Otros factores pudieron también contribuir a dar prestigio a ese plural, las Españas: quizá el hecho de que se dijese las Indias, y acaso también el que la unión de Aragón y Castilla se llevase a cabo bajo una corona bicéfala, Isabel y Fernando, y de ahí el «tanto monta» emblemático. Las Españas, las Indias, los Reyes Católicos, son tres plurales que el oído español acepta y asocia con perfecta naturalidad.

Junto a estos plurales creo que hay que situar también la voz reinos, plural que, todavía en el siglo XVIII y quizá en el XIX, utilizan aún en ciertos casos los monarcas borbónicos. Las expresiones más frecuentes suelen ser: «de nuestros reinos» cuando se pone la expresión en boca del Rey, o «de estos reinos» cuando sale de la pluma del cronista o del escritor en general; naturalmente, puede variar la preposición y utilizarse en, para, &c., en lugar de de. Aquí el plural está más justificado si se piensa que los territorios ultramarinos, las Indias, estaban gobernadas por Virreyes y divididas en Virreinatos, es decir, que se consideraban partes inseparables de la Corona española. De ahí que desde el punto de vista del Rey, la frase «nuestros reinos» podía incluir al mismo tiempo los territorios peninsulares y los ultramarinos. Pero hay más: la diversidad de los territorios peninsulares unidos por la Corona, no sólo se refleja en los rasgos físicos que pueden distinguirlos más o menos unos de otros y en el devenir histórico que los mantuvo separados durante largos períodos de tiempo, reforzando la conciencia o la creencia de que cada uno era distinto de sus propios vecinos cristianos, sino en el prolongado uso que casi hasta hoy, en contextos ciertamente distintos, ha venido haciéndose de la palabra reino; se utilizan con toda naturalidad expresiones como el reino de León, el reino de Valencia, el reino de Murcia, el reino de Navarra, el reino de Galicia, el reino de Castilla, el reino de Aragón. Lo interesante es observar que todos estos reinos que acabamos de enumerar nunca fueron unidades contemporáneas de un todo, por lo que la expresión no revela sino una conciencia confusa y pobre acerca de un pasado que no llega a ser visto y sentido linealmente y con arreglo a la cronología. Y hay que insistir en el hecho de que son incluso los propios historiadores quienes emplean la voz reinos, en plural, con toda naturalidad y quizá con arreglo a cierta lógica. Acaso no es ajeno a este fenómeno el que no siempre rey y corona son del todo equivalentes en cuanto a sus funciones: de ahí que no fuera lo mismo el rey de Aragón que la Corona de Aragón. A este respecto se observará que, con la novísima distribución territorial de España, ha aparecido ya la expresión las Autonomías de la Corona. Tampoco deja de ser curioso que su número se parezca tanto al de las llamadas «Repúblicas hermanas», es decir, las «hijas» ultramarinas en que se han convertido lo que fueron las Indias, un número que roza la mágica cifra de «la gloriosa veintena». Hasta ahora, no parece que el número de las Autonomías peninsulares despierte el mismo entusiasmo que el de las unidades americanas, sin duda porque cada una está sobre todo atenta a su identificación frente a las demás.

Cabe observar lo que a este respecto ocurre en los países vecinos, es decir, a propósito de los usos en singular o plural. En francés no creo que se haya dicho nunca más que mon Royaume o notre Royaume. En inglés se dice hoy The United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland e incluso muchos hablantes al referirse a su propio país dicen «in U.K.» al lado de «in Britain». El hecho de que se llame al país Reino Unido se debe a la unión de las Coronas de Escocia e Inglaterra a partir de 1707. Es cierto también que en los documentos oficiales encabezados por el Soberano, se emplea una larga expresión que hoy reza así: Elizabeth the Second, by the Grace of God, of the United Kingdom of Great Britain, Northern Ireland and of her other Realms and Territories Queen, Head of the Commonwealth... En esta larga enumeración aparece, en efecto, un plural, pero se observará en seguida que alude a tierras ultramarinas exclusivamente: other Realms and Territories. La gran diferencia entre esta expresión y la expresión española es que ese plural inglés no ha salido nunca del contexto, del encabezamiento de los documentos oficiales, mientras que en español, tanto el plural reinos como el singular reino, han venido siendo utilizados por historiadores y hablantes en general en contextos diversos y variados.

Fueron pues circunstancias históricas insoslayables las que llevaron a la reunida España de los Reyes Católicos, unión más bien cartográfica que real, a un tipo de vida autosuficiente y propenso al aislamiento. Por otra parte, la desfavorable disposición física que para la unidad ofrecía el conjunto de los territorios, hizo que faltase siempre un centro irradiador, una capital natural, capaz de ser lo que su etimología sugiere, la cabeza. El nacimiento de Madrid como capital fue tardío, se debió a un motivo religioso, su proximidad a El Escorial, y su desfavorable emplazamiento para convertirse en gran ciudad y en auténtica capital es aún patente en nuestros días. Añádase a todo esto que la historia de lo que, con léxico de hoy, pudiera llamarse urbanismo hispano es la historia de una impotencia y ello no obstante la existencia de numerosas y bellas catedrales e iglesias, románicas, góticas y aun neoclásicas.

Así pues, durante tres siglos, XVI, XVII y XVIII, la aparente unidad española (incluso ibérica durante un cierto período), se mantuvo bajo el poder real pero de su precariedad son prueba innegable episodios bélicos y de insumisión como los de los Moriscos, las Germanías, los Comuneros, la sublevación de Cataluña y finalmente, la guerra de Sucesión. El poder de la monarquía de los Austrias era en realidad menos real de lo que aparentan las glorias bélicas europeas y ultramarinas. En realidad, la única administración que funcionaba de modo bastante homogéneo y que llegaba a todos los rincones era la constituida por las Diócesis, regidas por los Obispos. Nunca se subrayará bastante el valor que supone la capacidad organizativa de la Iglesia: catedrales y templos parroquiales fueron durante siglos las únicas células que mantenían en orden a los pobladores de ciudades y aldeas. También en el resto de Europa había sido la Iglesia, ciertamente, el poder organizador más antiguo, pero en muchos países y empezando por los llamados protestantes, aflora una potente organización civil a partir del siglo XVI. Y no cabe tampoco olvidar que en ciertas áreas europeas hubo ya en la Baja Edad Media ciudades y aun ligas de ciudades que poseyeron una administración civil poderosa y eficaz, basada esencialmente en factores comerciales: tales fueron, por ejemplo, las ciudades - estado de Italia y las ciudades hanseáticas.

Durante siglos las parroquias fueron, pues, en España, los únicos núcleos capaces de organizar la vida a su alrededor; en las parroquias se llevaban, con más o menos orden, los libros de bautizados, de casados y de difuntos que además de ser los auténticos registros de la identidad y de la situación civil y jurídica, constituían la base sobre la que descansaba todo el sistema. Los anticlericales modernos quizá no han comprendido nunca el mérito que supone haber mantenido durante siglos una estructura social y económica que funcionaba bastante bien, sujeta a un calendario que era psicológicamente adecuado y en el que los conceptos de trabajo y descanso parecen haberse distribuido con acierto. Es muy dudoso que el que practicamos hoy, en la época que cada vez más a menudo se califica como la civilización del ocio, resulte a la larga más perfecto que aquel.

El mayor defecto de que adoleció la organización eclesiástica a que aludimos, estuvo sin duda en la incapacidad de reinvertir y hacer productivos los ingresos sobrantes. Los libros de fábrica de las parroquias que, como los diezmos, duraron hasta la llamada Desamortización, registran bastante bien las vicisitudes económicas inherentes a la conservación del templo parroquial y a los gastos del culto, que se cubrían, unos y otros, con el importe de las primicias. De modo semejante, los libros de tazmías revelan la fuente de los ingresos que percibían los párrocos y demás sacerdotes: esa fuente eran los diezmos y de ahí la frase «pagar diezmos y primicias». Lo que hoy tendemos a olvidar es que esos miles de clérigos que regían las parroquias equivalían a los funcionarios actuales, toda vez que un elevadísimo porcentaje de la población –quizá más del 90 %– era rural y vivía en núcleos esencialmente rurales, organizados en torno a la parroquia o parroquias de la aldea o villa. Pero, en conjunto, el enriquecimiento de la Iglesia se tradujo sólo en la acumulación de bienes que no contribuían a lo que llamamos hoy desarrollo; las iglesias y catedrales se veían añadir capillas, torres y campanarios, se multiplicaban los objetos de culto, se llenaban las sacristías de cálices y casullas de repuesto y las propiedades rústicas aumentaban también, pero nada de esto generaba capitales capaces de crear riqueza y puestos de trabajo, como diríamos hoy. La llamada Desamortización se haría, pues, inevitable; cuestión distinta es quizá que no se hiciese en las fechas más oportunas y que además no se llevase a cabo acertadamente.

La llamada unidad española de los Reyes Católicos, al cabo de sólo dos siglos, al morir Carlos II, iba a conocer una grave sacudida, y ya hemos aludido a los graves episodios que en esos doscientos años intimidaron de algún modo al poder real. La sacudida a que nos referimos es, evidentemente, la llamada Guerra de Sucesión, que simboliza ya el papel de palenque en el que dirimirán sus diferencias las dos grandes potencias europeas, Francia e Inglaterra. La geografia física seguirá condenando a la Península Ibérica a jugar ese papel un siglo después, en la llamada por los españoles Guerra de la Independencia y por los ingleses the Peninsular War. La guerra de Sucesión, aunque no fue una guerra civil en el sentido que hoy damos a esta palabra, sí supuso el enfrentamiento de ciertas áreas peninsulares frente a otras, es decir, el reforzamiento de la diversidad frente a la endeble homogeneidad previa. Basta recordar a este respecto las vicisitudes de Cataluña en dicha contienda. Pero aún hay algo más grave, y es que la nueva dinastía, por ilustrada que pueda parecer a posteriori, venía impuesta por el gran vecino del norte, es decir, por el único vecino, toda vez que Portugal nunca sería dentro de la Península ni un rival ni un centro irradiador, aunque en ultramar sus intereses pudieran entrar en colisión con los hispanos.

Si la historia medieval española estuvo condicionada, o, lo que es más, fue la consecuencia de factores que actuaban sobre todo desde el sur, a partir de 1700 esos factores van a actuar sólo desde el norte. No parece dudoso o discutible que, durante los últimos ocho siglos, la historia de la Europa Occidental es la historia de una rivalidad, la rivalidad entre Francia e Inglaterra. La instalación en el trono español de la dinastía borbónica supuso para Francia la ampliación de su capacidad irradiadora, y, a la larga, el establecimiento de una vasta zona de influencia. Para la nación española lo más significativo es que esa influencia iba a ser única y durante otro par de siglos, a partir de 1700, podría decirse que los dirigentes hispanos no sabrían ver el mundo más que a través de una ventana, la ventana de color francés. Esto no quiere decir que los Borbones que reinan a lo largo del siglo XVIII en España estén siempre sometidos a la corona de Francia. Pero el desenlace del fenómeno napoleónico es la mejor confirmación de lo que venimos tratando de decir: en el territorio ibérico y a costa de sus habitantes se llevó a cabo el episodio más significativo, y sangriento también en gran medida, en el enfrentamiento multisecular entre el Reino Unido y Francia. La geografia era una vez más el cauce insoslayable de la historia.

El drama de los hispanos estaba pues en el hecho de que el único vecino que contaba era a la vez el ilustrador y el saqueador. El hecho de que los ejércitos invasores fuesen los de Napoleón y no los del rey de Francia es irrelevante en este caso, aunque no deje de ser asombroso que la fama de estratega militar le granjeaba en muchos casos la simpatía de sus propias víctimas. No creo que se haya dado nunca en el mundo moderno una situación semejante a la que se da en España con el fenómeno de los afrancesados, es decir, españoles de las altas capas sociales, y más o menos influyentes en la vida colectiva, que dramáticamente se sentían llamados a enfrentarse con su identidad histórica y saludar con más o menos alborozo al enemigo geográfico. El vecino es siempre un enemigo en potencia por muy amistosos que puedan ser su actitud y su comportamiento durante períodos más o menos largos. Esto es un axioma aunque en nuestros días la tecnología armamentística pueda crear vecindades con un oceáno por medio.

El caso de los afrancesados iba a suponer el primer germen de división en el seno de lo que podríamos llamar la sociedad española moderna, una sociedad que llevaba tres siglos unida casi exclusivamente por la creencia. La gravedad de esta división residía sobre todo en el hecho de que enfrentaba a las clases más cultivadas con el pueblo y con la Iglesia y aunque las primeras fuesen numéricamente escasas, su valor representativo no puede ignorarse. Por otra parte, los afrancesados representan el origen de un fenómeno que, si bien es de cualquier tiempo y lugar, en la España moderna va a convertirse en un hecho de importancia capital: nos referimos al exilio y al exiliado político. Los exiliados suelen refugiarse en un país vecino, limítrofe, y la geografia condenaba una vez más a España; ya Antonio Pérez se había refugiado en París muchos años antes y su nombre puede servir de punto de partida simbólico para un fenómeno que en los siglos XIX y XX iba a marcar profundamente la historia española. El fenómeno del exiliado político no es sólo español, naturalmente; la propia Francia tuvo exiliados ilustres en los siglos XVIII y XIX, que se refugiaron temporalmente en Inglaterra e incluso en América, pero cuya vuelta a Francia no produjo allí ningún partido de anglistas o britanizados. Y también, a raíz de la invasión napoleónica hubo españoles que se exiliaron en Inglaterra. Pero fueron sobre todo los afrancesados los que iban a crear una pauta de comportamiento muy peculiar, pauta que iba a durar nada menos que ciento cincuenta años y que iba a hacer de París el único horizonte intelectual de los españoles. Esta tremenda influencia queda bien probada con el hecho de que terminaron su vida en Francia monarcas, artistas preclaros, gobernantes insignes, gentes poderosas por su cuna y sus avatares políticos. Y ello, como acabamos de decir, durante un período que va desde los comienzos del siglo XIX hasta la segunda mitad del siglo XX. No creo que semejante fenómeno se haya dado nunca, al menos en el mundo que llamamos moderno. Pero hay algo aún más grave: si el exiliado desea ante todo regresar al país del que se ha visto expulsado con el mismo entusiasmo con el que el preso desea la libertad –y esto es un axioma común a todos los exiliados del mundo– cuando el fenómeno se hace crónico, como es el caso español, se produce un tipo nuevo, el que pudiéramos llamar exiliado vocacional, el nativo que se siente llamado a luchar contra sus compatriotas por principio. Y así como el misionero iba, y va aún, a las Indias llamado por su vocación de evangelizador, el exiliado en potencia va a Francia y en especial a París, para realizarse como vengador o como salvador de la situación injusta en que a sus ojos han quedado sus compatriotas. Este prototipo es sin duda consecuencia de la inestabilidad política cuando ésta se prolonga durante un largo período de tiempo, como es el que representa más de siglo y medio. El exiliado prestigioso es siempre bien venido en el país que lo recibe porque, automáticamente, contribuye a debilitar al grupo humano del que procede y hasta puede convertirse en valioso rehén en caso de conflicto. En la trágica relación triangular a que ya hemos aludido la geografia condenaba pues al exiliado español a irse a Francia. (En la época del califato cordobés el exiliado pasaba al Norte de África). Pasan los nombres y quedan, se hacen crónicos, los hechos: los primeros exiliados de la España moderna fueron los afrancesados dieciochescos, pero en oleadas más o menos frecuentes, los españoles durante todo el siglo XIX y la primera mitad del XX, han seguido repitiendo aquel fenómeno inicial.

No se nos oculta que también podría considerarse como exiliados a los judíos y a los moriscos, pero la gran diferencia está en que, aunque habitantes de la nación española, estas dos minorías, a causa de la diferencia de religión, eran vistas como distintas, es decir, como no españolas, por los españoles cristianos, que además eran la mayoría. Y por otra parte, el destino geográfico al que fueron a parar judíos y moriscos era muy otro que el gran vecino norteño, la poderosa Francia.

Cuando un cuerpo social se ve afectado por un fenómeno de semejante importancia y duración es natural que su identidad se vea puesta en duda por los propios componentes del grupo, en este caso los españoles. De ahí que se acuñara la famosa expresión de las dos Españas, por ejemplo, quizá ayudada por el plural utilizado tradicionalmente en otros contextos. El fenómeno del exiliado, cuando se hace crónico produce el consabido efecto de confundirse con su causa, y de ahí que parezca inútil buscar responsabilidades: a unos exiliados suceden otros exiliados y así sucesivamente. El fenómeno podría, quizá, cesar al entrar en juego otros factores poderosos y capaces de fortalecer de rechazo la identidad del grupo. Cabe preguntarse si en este siglo XX ese posible factor hubiera sido la alineación bélica de España junto a uno de los bandos contendientes en la guerra de 1914-1918. No hay respuesta posible puesto que la situación no se dio, pero no deja de ser curioso que, según los testimonios contemporáneos, la opinión española se dividió casi a partes iguales en germanófila y aliadófila, lo que parece un excelente síntoma para diagnosticar la dolencia hispánica.

Cabe hacer ahora una cierta reflexión acerca del fenómeno bélico: las sociedades con un bajo índice de cohesión, es decir, con una identidad precaria, propenden por principio a la discordia civil, reflejada en fenómenos que pueden calificarse de separatismos, regionalismos, &c. Por el contrario, los grupos humanos con un alto grado de cohesión, es decir, de nacionalismo, son capaces de sostener largas y cruentas guerras, cuando surge otro grupo humano con el mismo grado de cohesión y que, de algún modo, amenaza o su supervivencia como tal grupo, o los principios vitales y formas de vida en que descansa su ser colectivo. Si observamos por un momento quiénes eran los contendientes en aquella guerra, habrá que admitir que fue una guerra esencialmente germánica, organizada y mantenida hasta el límite de lo racional. El que Francia (un país que pasa por ser de estirpe románica, a causa de su lengua sobre todo, pero del que no es posible olvidar su nombre germánico), tomase parte en ella no invalida esta opinión; y tampoco el que otros países de menor rango y no germánicos se viesen arrastrados a la contienda por compromisos bilaterales. Ese mismo patrón, esa misma guerra llevada hasta el límite de la «seriedad», volvió a repetirse unos cuantos años más tarde, y aunque se la haya llamado justamente «guerra mundial», en su origen, en su concepción y en su desarrollo europeo fue también una guerra esencialmente germánica y germánicos de estirpe fueron la mayoría de los contendientes más importantes. En contraste con el comportamiento de esos países germánicos, los mediterráneos, aun viéndose algunos de ellos arrastrados a tales guerras, o de alguna manera salpicados por ellas, han continuado su vivir por muy distintos derroteros. Esto explica que España, que fue neutral en ambas guerras, haya podido seguir dedicándose, como grupo humano, a cultivar sus rencores interiores. En otras palabras, cabría decir que el nivel mínimo de nacionalismo requerido por un grupo humano para ser considerado nación puede medirse por su capacidad para considerar enemigo a otro grupo humano vecino y con el cual entra en colisión; entre los españoles de este siglo esa capacidad no ha llegado a darse nunca, a mi juicio ni siquiera en las campañas marroquíes anteriores a la guerra civil. La mención de ésta explica por sí sola el insuficiente nivel nacionalista del grupo humano que llamamos España. Puesto en términos más coloquiales podría decirse que los españoles se detestan entre sí (llámense partidos políticos, izquierda y derecha, católicos y anticatólicos, centralistas y periféricos, castellanos y catalanes, &c., &c.), con tanta o mayor intensidad con que pudieran hacerlo los contendientes de esas guerras «germánicas» en la fase que precedió a su eclosión.

En la historia moderna de España no parece fácil delimitar responsabilidades; como dijimos antes, el Estado que se consolida a raíz de la conquista de Granada es un Estado basado esencial y exclusivamente en la unidad religiosa y ello no podía ser de otro modo. Sin el fenómeno de la Reforma, las cosas quizá hubieran podido ser distintas, pero dadas las dramáticas premisas, fatalmente, la unidad española no podía ser sino contrarreformista. Y como el vecino, el único, el gran vecino, era también católico, el destino estaba escrito: España (justo al revés que Portugal, y subrayamos el contraste) no podía ser un aliado de Inglaterra, que además era su principal enemigo ultramarino. Y si no era el aliado de Inglaterra había de serlo, de mejor o peor grado, de Francia. Esta fatal situación triangular es, o ha sido hasta ahora, inesquivable para la nación española.

Dice Américo Castro que tal vez fue el siglo XV la única época en que la nobleza sintió plenamente su misión rectora. En efecto, parece que la España moderna no ha poseído nunca minorías rectoras lo bastante influyentes como para consolidar patrones de vida capaces de afectar a la comunidad hispánica por entero. También alude Castro a lo engañosa que resulta la unidad española en una época más reciente, el siglo XVIII, cuando a pesar del mapa, las diferencias legales y otras, entre los territorios de la Corona de Aragón y los castellanos eran aún muy considerables.

Por otra parte, en un país tan montañoso, no es de extrañar que la movilidad de sus habitantes haya sido y siga siendo muy limitada en comparación con la de los países llanos del oeste y del norte de Europa, la Gran Bretaña incluida. Esa escasa movilidad es la que explica sin ningún esfuerzo el tremendo localismo de los hispanos en general. Puede parecer contradictoria la facilidad con que ciertas regiones han producido emigrantes, como Galicia y Asturias, con relación a Hispanoamérica, por ejemplo, pero no es lo mismo emigración que movilidad. Si se conociese el número de catalanes que en los últimos cien años se ha instalado fuera de Cataluña, o incluso el número de matrimonios en los que uno de los cónyuges no es catalán, nos sorprendería una vez más el contraste entre la unidad del mapa y la homogeneidad biológica de la población hispana en cada una de sus regiones. Esta diversidad localista ha estado enmascarada por una curiosa unidad lingüística, más o menos real. El español es, en efecto, la lengua hablada incluso en las zonas más o menos bilingües, en especial en las áreas más urbanas como es natural. Pero la unidad lingüística no siempre corre pareja con la conciencia de unidad colectiva que los hablantes pueden tener como componentes de un mismo grupo. Los suizos, con toda su diversidad lingüística, parecen haber poseído desde hace mucho tiempo una conciencia de grupo que les ha permitido sobrevivir como tal grupo frente a vecinos poderosos y grandes. Y en contraste con ellos, de poco parece haber servido la unidad lingüística a los numerosos países musulmanes del Oriente Medio y del norte de África. En la América hispanohablante tampoco parece que la lengua haya tenido mucha fuerza como nexo de unión: basta comprobar el número de naciones en que pronto se disgregaron los territorios sometidos a la Corona española. Y por mucho que ellos y nosotros, ultramarinos e hispanos peninsulares creamos, o finjamos creer, en nuestras respectivas grandezas subrayando el número, la gloriosa veintena de países hermanos o hijos, respectivamente, habrá que admitir que el contraste con sus vecinos del norte no puede ser más llamativo: de las trece colonias originarias sujetas a la Corona británica, ha surgido uno de los estados más poderosos del planeta. Esto no tiene nada que ver con un juicio de valor sobre virtudes morales o cualesquiera otras, pero sí cabe subrayar dos actitudes contrapuestas entre sendos grupos humanos, el uno de estirpe ibérica, con una tremenda aptitud para la disgregación, el otro, de estirpe anglosajona, con una marcada tendencia hacia el crecimiento mediante la agrupación y aun la absorción de las partes.

El papel de la lengua como factor unificador de grupos humanos resulta en la práctica más complejo de lo que parece y cabe decir que no siempre tiene éxito; los ejemplos aludidos y situados en épocas distintas, países islámicos de estirpe árabe por un lado y países hispanoamericanos por otro, parecen confirmar nuestro aserto. La fuerza de la lengua como factor de unión funciona bien cuando se dan a su lado otros presupuestos esenciales, en especial el de un centro irradiador capaz de crear formas de vida, normas vitales para los individuos que comparten esa lengua; esto lo simboliza perfectamente el nombre romanización, palabra que designa el fenómeno que, andando el tiempo, dio lugar a los países románicos: se observará que tal fenómeno no ha recibido el nombre de latinización, por inseparables que puedan parecer Roma y la lengua latina. Esta ausencia de un centro irradiador, de una capital lo bastante fuerte e influyente como tal para empapar a todo el territorio, es lo que explica en buena medida la precariedad de la unidad española, a pesar de la unidad lingüística, y en contraste, por ejemplo –pues todo es relativo– con nuestros vecinos franceses o ingleses.

 

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