Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 46 • diciembre 2005 • página 12
Esbozo crítico de la idea de unificación sustancialista
Los malos pensadores necesitan
muchas palabras para decir pocas ideas
Mística
El uno ha sido siempre un número mágico. Santo Tomás dice de él que es la materia prima, la cual se dice una numéricamente en todas las cosas, por lo que por eso sale o emerge la unidad de la pluralidad... Pero como lo que no posee forma, según él, no existe en acto sino sólo en potencia, todo acto es plural y posee forma, y viceversa, la potencia y el uno no existen sino como materia prima y potencia de ser el resto de cosas, o que «algo es numéricamente uno porque está sin las disposiciones que hacen diferir en número»{1}.
Por lo que cualquier cosa que esté con las disposiciones para poder diferir en número será siempre una pluralidad, como por ejemplo este pluriverso nuestro. También podríamos indagar qué cosas pudiera haber sin esas «disposiciones» para ser diferente o diferir en número. La idea de la Unidad es pura metafísica, y la Unidad última y acabada en este mundo una soberana estupidez aunque nada más sea porque esa unidad jamás estará con las «disposiciones de hacer diferir en número» puesto que se la supone última y acabada, perfecta, y ya no estaría en condiciones de ser una unidad sinalógica{2} (Antes que la afirmación «todo ser es uno», nos interesará la recíproca «todo lo que es uno es ser, y ser determinado» dentro de una pluralidad originaria...), o dicho brevemente: sin pluralidad no hay nada.
En todos los órdenes necesitamos para aclararnos de la pluralidad y de lo heterogéneo: la unidad es un efecto colateral de lo plural, pluralidad en la cual hasta el mismísimo Plotino ha de contentarse con contemplar allí la «unidad múltiple»{3}, la cual sale de la unidad... sólo que... «sin apenas darse cuenta se hace múltiple». Diremos que en la pluralidad hay muchas unidades discretas.
«Todo nos invita a remontar a la unidad» –dice Plotino–. «Para cada caso hemos de contar con una unidad, a la que conviene ascender. Todo ser se refiere a la unidad que le es anterior –no a la unidad absoluta–, hasta llegar por sus pasos a esa unidad absoluta, que no puede reducirse ya a ninguna otra»{4}. El ideal de la unidad debe tener seguramente una raíz etológica y que acaso arranque de la defensa que posibilita un grupo más bien compacto que no disperso de primates o afariensis frente a sus depredadores, y posteriormente para la defensa y ofensa –ya entre los humanos– de sus enemigos políticos. El resultado después de millones de años y dentro de lo que entendemos por civilización ha sido la Unidad política, el Estado que ahora se nos aparece como unidad insuficiente o defectuosa para los gaianos globales y los neoplotinianos posmodernistas y zapateriles en sus «Alianzas».
Pero el Uno de Plotino todo lo supera «nada puede ser afirmado de Él, ni el ser, ni la sustancia, ni la vida, ya que Él supera todas estas cosas. Si consideráis el ser simplemente, vuestra sorpresa será grande. Dirigíos a Él y llegad a Él; y mejor descansando en Él, concebidlo por el pensamiento o por una impresión: abarcaréis toda su magnitud por los seres que vienen después de Él y existen gracias a Él»{5}.
Como siempre, cada vez que se reducen las determinaciones o pluralidades a cualquier unidad –y tanto más si esta unidad es ontológica o total, suprema– esta unidad queda como lo único dominante, y por eso ahí mismo ya se ha abandonado el mínimo terreno de la experiencia, y eso ocurre tanto si la Unidad se busca como suprema y divina o superhumana, como si se la busca infrahumana, indigna{6}.
El Cristo eterno muta –o se transubstancializa como todo Cristo– por la acomodación al consumo capitalista en el Cristo histórico moderno sometido al tiempo y al espacio, un Cristo cumbayá, como si este Cristo fuera cambiando según la transformación de los sistemas productivos y los procesos de producción. (cosa esta muy natural para un materialista histórico de los objetos empíricos, pero que debe ser siempre inadmisible para un creyente verdadero pues queremos suponer que Cristo es eterno en sí y para él). Es la aplicabilidad del materialismo histórico a una figura phantasmal, que podía ser tenida por eterna antes en que la vida cristiana era –como dice Schopenhauer– «la renuncia a toda voluntad de vivir, el alegre abandono del mundo con la consciencia de su futilidad»{7}. Aquella «resignación y el abandono del querer» propias de la tragedia y la vida cristiana, cuyo máximo exponente fue acaso el maestro Eckhart, no es acorde con la sociedad industrial ni con el consumo y el actual bien-estar de esta sociedad moderna actual ya casi plenamente postindustrial, del puro ocio.
El Cristo y el Dios de El consuelo divino que «es ajeno al pasado y al futuro»{8} y cuyo nuevo Adviento lo sería en la «otra vida», en la Parusía, se trastoca en un Cristo actual como impostura, en un Cristo actual encarnado en nosotros mismos (este pobrecito es el Cristo) bajo el ropaje de las buenas intenciones y de la inocencia de nuestro consumo: hacemos lo que hacemos no porque queremos, sino porque nos obliga a ello el Gran Satán del sistema capitalista, este sistema que se aparece al pequeñoburgués y al progre como el único culpable de «la sangre del pobre».
Dios –como cualquier otra unidad sustancial– es ajeno al pasado y al futuro, dice Eckhart, por tanto aquél Cristo de la renuncia bien puede mutar en este Cristo del acomodo y de la felicidad democrática e industrial. La amnesia del católico almodovariano y del progre místico les hace creer que ahora sí es posible alcanzar El fruto de la nada teniéndolo todo. Basta con que de vez en cuando «amemos» o ejerzamos el limosnaje a través de alguna caritativa ONG. El Uno plotiniano y del consuelo divino, «el único Uno»{9} se ha metarmofoseado en la idea kantiana no menos sustancialista de la unidad de la Humanidad y el neoliberal «Pacte Universel» del Sr. Zapatero, y esto para nada necesita del abandono de la voluntad y del querer, del desprenderse del consumo, desprenderse de las cosas como la María de Eckhart, que no estaba en ellas, sino apartada de ellas, apartada de las cosas{10}, aquél «desprenderse de sí mismo y de toda criatura»{11}, ese desprenderse del consumo, ha sido por completo olvidado. La mística se hace palabra, sólo palabra, pura verborrea, acaso sólo para apartarnos de cuestiones más peregrinas y menos globales, más particularistas...
Ahora ya es posible la mítica realización del Adán Cadmón y su retorno al Adán Protoplastos sin tener que sacrificar a las mundanas criaturas del mundo; ya es posible tener en la misma copa vino y agua, agua que para nada necesitamos vaciar y llenar así la copa de vino, y el resultado de tanta componenda es un vino aguado, un cristianismo a la carta, por completo descafeinado, cristianismo light. Este consuelo no es divino, pero es un consuelo y el creyente progre –lo mismo que el progre ateo– refocila en ello.
Antes o antiguamente, para Ángelus de Silesius por ejemplo, la consolación era la nada y su Dios era aquél que «arrastra a la muerte»{12}, el Dios de los pobres, pobres que «ni tienen criatura ni Dios ni cuerpo ni alma»{13}... Y esto es hoy para nuestros católicos y ateos progres algo insoportable y muy diferente: estriba en tenerlo todo como si nada, como si nada unas vacaciones en el Caribe o en las Mauricio, pobreza de intención, educado silencio sobre lo propio como consumidor: «izquierda millonaria»... Esta es la actual «pobreza mística» de la impostura, de la idealidad añeja de siempre, de la ausencia de determinaciones.
Basta con derribar idealmente el «muro que separa», esto es, las determinaciones concretas y capitalistas que nos rodean y constriñen olvidando así el principio de la causalidad para sentirnos libres de culpa y poder de una vez considerarnos aquél Adán Cadmón, aquél hombre nuevo, un hombre nuevo en «la intención» y el «sentimiento», o sea, con las ideas subjetivas de nuestra intención y de nuestro sentimiento. Eso era lo que escandalizaba al entonces cardenal Ratzinger: «En última instancia, con ello convertimos nuestros sentimientos en la pauta de quién es Dios y de cómo deberíamos vivir.»{14}
Y como la pobreza y su hermana la infelicidad son lo opuesto a la opulencia y la plebeya felicidad, los creyentes modernos agobiados por la culpa capitalista no pueden ejercer ahora «la solidaridad de la fe» que practicaban los cristianos primitivos cuando lograban ser, según nos cuentan, «un solo corazón y una sola alma» al no permitir la pobreza entre ellos{15}. El resultado en esta «iglesia aburguesada, absorbida por las normas mundanas» se muestra en el creyente trémulo como crítica a la Iglesia como institución y a la cual se le reprocha –desde el consumo propio ineludible e irrenunciable, por supuesto–, haber abandonado el sentido monacal agustiniano originario, y por eso ese creyente acaba en una fe particular, de cada cual, individualista, del cristiano consumidor y que sin dejar de consumir ejerce el hipercriticismo del multiculturalismo esgrimiendo siempre los argumentos para la erradicación total de la pobreza en el mundo: tasa Tobin, igualdad generalizada, distribución de las riquezas del mundo, &c., como forma de vivir el día de Pentecostés, la actualización del Unico Uno del Cristo realizado aquí y ahora como Humanidad, dentro de este espacio y en este tiempo de consumo. La substancialización de «Jesús» permanece en el concepto de «Humanidad» cuya comunión, cuyo misterio es el sufrimiento de esa «Humanidad» una única Una, a la que se la supone dada anteriormente a la persona misma, como una «naturaleza humana que existe por encima o por debajo»{16} de lo que es para poner en su lugar un deber ser utópico e irreal.
Lo indiferente aquí es el ser creyente o un progre ateo de «izquierdas», pues este último acaba creyendo en lo mismo y de la misma religiosa manera y padeciendo las mismas tensiones entre la moral suya por un lado y la vida política necesariamente maquiaveliana y realista de su comunidad por el otro.
Lo bonito sería poder irnos al Caribe sin la culpa en la mochila, casi sin ser «occidentales»... Y es que al hombre bueno de sentimientos e intenciones ideales «la desdicha ya no le sirve de dicha y el dolor ya no se le convierte en amor» como decía Eckhart{17}. Ahora para exculparse a sí mismo trata de aunar el placer y la dicha en sus obras de consumo y espanta su conciencia vergonzante eligiendo muchas veces para su disfrute unas vacaciones en países «oprimidos», Cuba, Vietnam, la morabía entera, &c., acordes con la moda y la pluralidad multiculturalista. Se trata de ganar el mundo sin perder el alma en la empresa del acomodo capitalista, o de parecerlo, pues al hombre justo, al progre lleno de sus santas ideas phantasmales sí que «le afecta lo que pueda sucederle»{18}, él no tiene por qué imitar el valor del misticismo de un Eckhart, le basta con no «estar de acuerdo con el Mal», con la potencia política dominante, que es paradójicamente, la que le asegura su paz y consumo pequeñoburgués y capitalista. Le basta con parecerlo, pues aquí, como diría Gracián, «las cosas no pasan por lo que son, sino por lo que parecen». Y es necesario al pequeñoburgués seguir pareciendo divino, esto es, «humano», aunque ya no parece necesario ser como un hombre –con exceso de animalidad– en la vida contemplativa, en la vita activa, como un «sobrehumano», le basta ahora con ser solamente «bestial»: Ideo vita contemplativa non est proprie humana, sed superhumana; vita autem voluptuosa, quae inhaeret sensibilibus bonis, non est humana, sed bestialis. Que «la vida contemplativa no es propiamente humana sino sobrehumana; en cambio, la vida voluptuosa, que se apega a los bienes sensibles, no es humana, sino bestial».{19} Y esto, claro es, no quieren ni acordarse, y sin entrar a indagar si lo obsoleto del Aquino no va acompañado de la no menos obsoleta concepción de que lo «contemplativo» no tenga en sí una gran carga de voluptuosidad para acomodar hoy la vita activa a las virtudes cardinales, en el quicio de la fe del imperecedero creyente.
Política
Toda pluralidad –pero muy en concreto la pluralidad política en España– conlleva el primar las diferencias y ahondar y apoyar el «hecho diferencial»: diferentes leyes, diferentes impuestos, diferentes sistemas de sanidad, de educación, de lengua, de cultura, &c. En lugar de apoyar la unidad y el centralismo se apoya la descentralización y la desunión, se apoya la separación y el secesionismo. La España plural aparece aquí como lo contrario a la igualdad de España, como lo contrario a la igualdad a secas y contrario a la tendencia igualitarista supuesta en la idea mística y progre de «socialismo» como Humanidad unida. Precisamente así se viola incluso el aserto marxiano de tratar a la igualdad desigualmente y a lo desigual con la igualdad. Dada una natural desigualdad lo lógico sería tratar esa desigualdad natural con la vara correctora de la igualdad: igualdad de leyes, de sanidad, de educación, &c., que es lo que viene haciendo generalmente el Estado. Eso sería ir hacia la «unidad». Por el contrario, el reconocimiento de las diferencias artificiales y culturales, el reconocimiento de las diferencias no naturales y su trato con la acentuación por medio del «hecho diferencial», nos hace más diferentes, más distintos: Pero la distinción fue siempre un asunto de la vanidad y el pecado. Dice Eckhart: «El que quiera alcanzar totalmente la obra interior, se alejará de los bienes, de la verdad y de todo aquello que, aun en su idea, aun en su nombre, lleve pendiente la sombra o la apariencia de alguna distinción: sólo confiará en el uno, que está desprovisto de toda composición y límite y en él todo se hace simple, perdiendo la distinción y la determinación y donde el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo no son más que una unidad. ¡El uno es quién nos dará la bienaventuranza!»{20}, y por ello esas diferencias nos hacen efectivamente más plurales, menos unitarios, menos el único Uno, menos «socialistas»... La impostura progre es su plena contradicción misma.
La Humanidad toda y el Pacte universel zapateril como unidad sustancial, como el Único Uno, es lo más contrario que cabe imaginar respecto al respeto y la apologética del pluralismo político y la pluralidad; pues la pluralidad y las diferencias naturales y culturales y artificiosas existen y son de suyo el meollo mismo de la individuación, del individuo personal y de la persona humana que tanto dicen respetar los progres. Sin esas diferencias no cabe individuación alguna ni personalidad propia. Sin diferencias no cabe la persona humana{21}. Y el trato dado a esas diferencias por medio de una mayor diferenciación de leyes, de educación, de sanidad, &c., estructural e institucionalmente (como ocurre con el proyecto del Estatuto catalán), socava la igualdad ante las leyes, ante la oportunidad del goce y la tendencia de la llamada «igualdad social», que era el anhelo de aquél socialismo igualitarista de una Humanidad acabada. La máxima igualdad es la total indistinción, como si «imagináramos que sólo existe un único ser; entonces éste no precisaría de ningún conocimiento, al no existir nada que fuera distinto de él mismo y cuya existencia hubiera de reproducir en sí merced al conocimiento, esto es, mediante imágenes y conceptos. Él mismo sería ya todo en todo, o sea, no le quedaría nada por conocer, esto es, nada ajeno que pudiera ser captado como objeto. Por el contrario, en la pluralidad de los seres cada individuo se encuentra en un estado de aislamiento respecto del resto y de ahí surge la necesidad del conocimiento»{22}.
Al fin y al cabo, el mismísimo materialismo histórico no opuso jamás un deber ser al ser real, sino que partió siempre de este ser real para buscar a partir de él las posibilidades dadas por la acción revolucionaria encaminadas a una «majorennes» racional o que creía racional, controlada e inmanente{23}. Una idea o prolepsis que se presumía arrancaba de lo que es, no de lo que «debe ser». Toda hipóstasis era un pecado de leso idealismo sólo propio de «los reaccionarios», de los «asaltantes de la razón», de los que sueñan con poner siempre el «carro delante de los bueyes». El deber ser socialista o comunista, la idea bella, se desprendía siempre de las condiciones objetivas de la producción, &c., condiciones independientes de la conciencia del hombre mismo. Ahora esto se ha invertido y ha sido por completo abandonado por estas «izquierdas» millonarias tan concienzudas, del estado del bienestar, y que han acabado haciéndose místicas, en busca –nunca mejor dicho– de un ser basado en el deber, no en la realidad tal y cual ella sea, sino en el «deber ser» moral: un mundo mejor, otra humanidad es posible, &c. ecología, igualdad de género, sexualidad en todas sus formas exacerbadas como para acomodar el olvido. ¡Los haces humillados ante el pueblo!{24} Se trata sólo de una distracción.
Heller dice que «sólo cuando se reconozca a lo político su legalidad relativamente peculiar, podrá decirse que existe un objeto específico del conocimiento político»{25}. Y esto es muy cierto, sólo que a lo político eso le trae sin cuidado y actúa independientemente de ese conocimiento mismo, actúa siendo lo que es, al modo como lo comprendía el realismo político de un Julien Freund o de cualquier otro «reaccionario de izquierdas».
La multiplicidad de intereses, sus contra-posiciones y oposiciones –materiales e ideológicas– en su choque político, no dan nunca como resultado aquello que la idea excelsa apeteció, aquello apetecido por el idealista, sino una nueva gama de precondiciones y condiciones externas a las conciencias de los sujetos que predeterminan las inmediatas y futuras oposiciones y diferencias políticas. La Unicidad ideal del mundo cada día se ve alejada más y más de la realidad, de esta realidad que contantemente contradice lo bello de la idea kantiana. Las actuales aglomeraciones políticas no conducen a un mundo Único y con una Humanidad unida, sino a su contrario: a un Imperio o a un totalitarismo absoluto a escala planetaria que habría logrado –por su misma consecución– acabar con las diferencias y dicotomías políticas por el momento y en las formas de oposición política que hasta ahora conocemos, pero que más tarde, nos abriría la puerta a formas anarquistas y terroristas para unas relaciones policíacas a una escala inimaginable como «guerra civil permanente» satanización del adversario, &c., procesos en los cuales ya se puede decir que estamos adentrándonos a grandes pasos.
El ansia idealista de un Único Uno como la Tierra acabada reposa en el fondo en la consideración subjetivista del propio sujeto idealista que se ve a sí mismo como extraño al Estado, enfrentado al Estado, imposibilitado para poder verse como parte intrínseca de ese Estado, y que por él es realizado también dialécticamente como sujeto operatorio enclasado en un entorno y dintorno determinado y concreto, y dentro de lo que por la política y por la jurisprudencia ha sido llamado «el Pueblo».
El pensamiento de lo Único desea a un pueblo sin Estado, y en la medida en que esta ideología pueda ser más o menos racional, esto es, más o menos consciente, es una ideología que viene a recuperar las viejísimas ideologías de los teócratas aunque Yahvé haya sido suplantado por «el Pueblo elegido» que es ahora esa Humanidad realizada –no ya por Cristo– sino por sí misma, esto es; por Koffi Anam y por sus meras palabras y el «Pacto de civilizaciones» del Clinton, el Zapatero y Sr. Mayor Zaragoza acompañados por el Sr. Amer Musa secretario general de la Liga Árabe{26}, junto al Sr. Masud Zandi enturbiado con Gescartera{27} y el Sr. terrorista Tarik Ramadam (y todo el resto de sátrapas mundiales de la ONU. El Pueblo elegido es así un pueblo –la Humanidad entera– sin principio, sin estar principiado, es un pueblo «acabado»: «La doctrina romántica de un espíritu –dice Heller– del pueblo originario, que actuara en lo profundo de la vida histórica como demiurgo de toda la realidad cultural, tanto política como de cualquier otro carácter, no tiene sustentadero alguno en la historia y pertenece al reino de la mala metafísica.»{28}. En la página 53 de esta obra citada de Heller encontramos una crítica a Kautsky como un vivo defensor de una «naturaleza» antes de la cual no hay ni «guerra, ni crimen ni egoísmo»... un «idilio pacifista», una naturaleza total y acabadamente perfecta!!, y esto por mucho que Heller quiera considerar al pueblo como una «estructura histórica» (toda estructura macro es histórica). El pueblo, y precisamente acaso por esa su estructura histórica, no se pertenece a sí mismo, sino que en la medida en que es un pueblo, lo es como conglomerado de las diversas clases, y estas clases lo son en y por el Estado. El pueblo sólo es pueblo en y por este u otro concreto Estado, cuyo intorno son –entre otras cosas– las clases sociales suyas: así el concepto de «Humanidad» (por su misma sustancialidad), excluye lo concreto del concepto de «pueblo» que entra como principiado en la esencia de lo polémico, de lo político. Esta «Humanidad», al estar desprovista de polémica, de clases –pues que en su sola especie las clases de esa humanidad vendrían definidas por las arcaicas razas–, imposibilita idealmente el conflicto (¡no hay razas, aleluya!), pero esto exacerba el conflicto al derramarse el problema, que ideológicamente –como Una única humanidad– quería solucionar para siempre. El derrame sólo consiste en la pretendida ausencia del Estado como continente, como regazo en el cual poder ejercitar la política. El derrame es «el muro que separa», el absurdo del no ejercicio de la política, o lo que es lo mismo: la real guerra de todos contra todos al haber supuestamente desaparecido el Estado que es precisamente el resultado causal y determinado por la actividad política, su enmarque, su límite, allí donde las clases sociales son y luchan intramuros.
Decía Proudhon según Carl Schmitt –desde la clase y para su clase– que «quien dice Humanidad quiere engañar».
Carl Schmitt ya se devanó los sesos al ver que toda particularidad como los Estados soberanos en la unidad federada de los EE.UU. tendía por la unidad soberana del pueblo al Estado unitario, un proceso de «reductio ad unum»{29}, y eso en el momento en que aparentemente parece que la Unidad política, como portador de la decisión política se desmorona abriendo un futuro en el cual nadie quiere mirar, pues con el Estado también se va el racionalismo europeo –el Jus Publicum Europaeum– y se abre una época oscura en la cual se dará la «intensificación de la enemistad hacia posiciones absolutas que encubre el intervencionismo humanitarista» (Luis María Bandieri, Carl Schmitt y el federalismo, en 30). «Para Schmitt –dice Luis María Bandieri– la unidad de la política estatal fue el unum necessarium; ahora marchamos hacia una unidad política de alcance planetario, que no podría cumplir con lo que el Estado consiguió ad intra: la paz interior, la deposición de la enemistad intestina; en otras palabras, se perdería, a escala global, el vivere civile, la dimensión civilizatoria de la política... A Schmitt le sedujo la unitas, pero no lo atrae la universitas donde se articulan diversidades y diferencias. No en vano el neoliberalismo pregona diversidad y diferencias allí donde hasta ahora hubo unidad estatal y una grande homogeneización a través de las tradiciones y las costumbres y leyes.»
«Nuestro autor –dice Bandieri–, como se sabe, desde los años cuarenta comienza a hablar de los imperios y de los grandes espacios, los Grosseraume, como las formas políticas surgentes tras la estatalidad. El mundo quedaría parcelado en una pluralidad de grandes espacios, pero como pluralidad de unidades estancas. Habría en otras palabras un nuevo jus publicum con menos protagonistas que el antiguo{31}, un equilibrio de varios grandes espacios que creen entre sí un nuevo derecho de gentes en un nuevo nivel y con dimensiones nuevas. Nada nos dice de cómo se organizarían ad intra los grandes espacios: sólo sabemos que deberían mantener alguna homogeneidad interna y que algún Estado ejercería en ellos un papel hegemónico (el ejemplo es el papel de los EE.UU. respecto al resto de América, luego de que la doctrina Monroe estableciera límites y exclusiones configuradoras de este gran espacio).
Los Grosseraume se plantean como alternativa al gran peligro, a la remoción del katéjon (es decir, lo que retiene, ataja u obstaculiza, concepto recurrente en la teología política final de nuestro autor), –lo que impide, el que impide el Adviento del Maligno–. El katéjon actúa en toda época y es, por lo tanto, variable con el decurso de aquellas. El katéjon asienta o mantiene el Nomos epocal y desaparece con él. Se lo menciona en Pablo de Tarso{32}, que lo considera el obstáculo o retardo, qui tenec nunc, el que retiene ahora la manifestación del Anticristo. El Anticristo de Schmitt es la soberanía global, el mundo uno y uniforme correspondiente al pensamiento técnico industrial –acaso el 'mercado planetario' de Hauriou–. El sistema de Estados nacionales en pugna controlada, construcción de la racionalidad europea, edificadores al mismo tiempo, cada uno, de su propia paz interior, he allí el verdadero katéjon para Schmitt. Ninguna virtualidad le ve en ese sentido a la provisoria federación, contrato temporario de status, fuente de desestabilizaciones... al mismo Schmitt hay que verlo como el katéjon intelectual al diseño maligno de la soberanía global desde la unidad política del mundo. De todos modos, advierte que un Nomos de la tierra desaparece y no ha apuntado otro todavía. No alcanza a divisar si es posible un nuevo Nomos pluralístico donde la conflictualidad se canalice y yugule, sin proclamar su desaparición, como sueña la soberanía global (de la Unidad única) mientras desarrolla sin pausa sus operaciones de policía humanitaria.»{33}
El katéjon de Schmitt, el impedimento de la hecatombe, es pues el Estado plural, esto es, los Estados tal y como ahora los conocemos. El Estado es el impedimento, es el freno para la venida del Maligno, esto es, para la venida de la soberanía global, del único Uno acabado y total y en el cual no podríamos librarnos de la discordia interna, pues todo es interno en una hipotética totalidad semejante e inabarcable. La guerra civil permanente y total en esa «aldea global», única, es el desarrollo de lo que el katéjon de Schmitt ni el nuestro ha podido evitar. Es el terrorismo. Es el desarrollo mismo del Maligno, de lo maligno, del real mal de lo apolítico, pues aparte de que el poder que controlase esa Megalópolis o Cosmópolis planetaria sería puramente despótico, como ya vio Kant, a ese poder mayúsculo y máximo para nada le interesaría las seguridades individuales nuestras, del individuo o sujeto que antes el individualismo posesivo hizo imprescindible. Entonces seremos en tanto ciudadanos perfectamente prescindibles y sólo los más ciegos y adictos al Maligno, al Único Uno, pueden decirnos que con el adviento de la «soberanía global» todo irá bien y mejor: «Porque la globalización particular sólo es globalización cuando ella se presupone incorporada a un proceso de globalización unitaria, al no poder ser atribuida, salvo por metafísica inspiración, a un principio sustantivo preexistente (el 'Género humano'), sólo podrá ejercerse en la forma de una clase de globalizaciones. De globalizaciones enfrentadas entre sí, hasta un punto tal en que ellas pudieran poner en peligro, no ya sólo la realización de la globalización en marcha, sino la consistencia de la propia idea de globalización.»{34}
Esta es la real lucha política por el Harland de que hablaba Zbigniev Brzezinski en El gran tablero mundial.
Melancolía
La plataforma universalista, el Único Uno unificado hasta la saciedad y el cansancio, es lo que hasta no hace mucho fue llamado el «proletariado universal» o mundial, digno de esa Humanidad homogénea o agrupación a distancia mayúscula y de la cual podemos decir como mínimo lo que ya hace tiempo reprochó Gustavo Bueno a Juan Bautista Fuentes Ortega: «Para resistir a estos imperios (el particularismo y el conflicto), J.B.F.O. nos propone una plataforma fantasma, a saber, la idea de un proletariado mundial, como contrafigura actual del capitalismo universal; una plataforma que no existe en ninguna parte, y que sólo sirve para llenar la boca de algunos revolucionarios utópicos.»{35}
Este «proletariado mundial» no es otra cosa sino la trasposición de la idea de El único argumento kantiano, la belleza y la estética de lo inconcebible: «La extensión más allá de todo concepto de número conmueve y pone en asombro al alma por medio de cierta perplejidad.» Pues a pesar de lo que ahí en esa idea bella recomienda el mismo Kant como lo mejor, a saber... «la relación de una magnitud con otra, como la medida cuya relación es mayor que todo número. Por eso, en su propio sentido literal, el conocimiento divino se llamaría infinito, en cuanto comparativamente a cualquier otro conocimiento supuesto tiene una relación que supera todo número posible»{36}, efectivamente nos quedamos perplejos ante conceptos tan universales que enmascaran casi siempre particularidades pueblerinas. Y la mayor particularidad pueblerina es el «progreso» que ya en Turgot hipnotizaba a todos tanto{37}.
La idea de progreso tiene un sesgo «infinito», ilimitado y culmina siempre en una apología de la «explayación de lo implicado» como «desarrollo último» o apoteosis –por fin– del descanso industrial y moral, como Destino.
En el principio era el Verbo, y ahora para todo neoplatoniano sigue siendo el Verbo, la Palabra: «Digamos que la inteligencia es bella y el más bello de todos los seres. En la luz y en el resplandor puros en que permanece abarca la naturaleza de los seres, y este mundo nuestro, realmente tan bello, no es más que una sombra y una imagen suyas. Subsistente en la plenitud de su esplendor, no conoce lo no inteligible, ni las tinieblas, ni lo que carece de medida; vive pues una vida feliz, y el estupor se apodera de quién la ve, si ha de penetrar en ella y hacerse uno con ella.»{38}
Ese era el ideal del «progreso»: un abarcar –ideal, con y en la cabeza– con el que lo político dejase ya de molestarnos y nos permitiese acurrucarnos en un inmenso abrazo fraterno y hacernos así todos Uno con ella, con la inteligencia, con la idea falsa de esa mítica Inteligencia. El conflicto dejó de ser «inteligente» y pasó a ser el Mal a desterrar de este mundo..., pero eso es una verdadera burrada porque al no existir ese idílico Uno lo único que ahora nos queda es lo real múltiple, lo plural y sus antagonismos: lo de siempre, el problema de lo político se coló por la puerta trasera una vez más como katéjon, como aquella manera perenne de que «algo es numéricamente plural porque está con las disposiciones que hacen siempre diferir en número» y ser por ello aprensible, antiidealista, controlado, aunque sea de manera precaria.
La melancolía es la contradicción nuestra entre el realismo político y una moral preindustrial, entre «vita activa» y «tiempo laico», secular y de ocio... Es la «tensión augústea entre virtud y comercio, la tensión puritana entre elección y apostasía, la tensión maquiavélica entre virtud y expansión, y en general la tensión humanista entre vida activa y tiempo laico (secular) en la que aquella debería ser vivida. Esta es la razón que explica la persistencia en América de planteamientos mesiánicos y de actitudes jeremiásticas hacia la historia, como también lo es, en parte, de la paradoja que lleva a la sociedad más postindustrial y postmoderna del mundo a continuar venerando valores, símbolos y formas constitucionales premodernas y antiindustriales y a sufrir en su conciencia las tensiones entre la moral y la praxis.»{39}
No es pues esto una muestra arbitraria del pensamiento reaccionario contra aquella «izquierda», y esto lo demuestra el ver que este problema no es sólo expuesto por un Luis María Bandieri, sino que lo es de toda la tradición política euroatlántica y que Pocock explicó tan magistralmente en su esa su obra El momento maquiavélico.
Notas
{1} Santo Tomás de Aquino, Opúsculos, BAC, vol. I, pág. 16.
{2} http://www.filosofia.org/filomat/df211.htm
{3} Plotino, Eneada III, Aguilar, Madrid 1973, pág. 213.
{4} Plotino, Ibid., pág. 218.
{5} Plotino, Ibid., pág. 219.
{6} Hermann Heller, Teoría del Estado, FCE 1955, pág. 74 y 75.
{7} Arturo Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, FCE 2004, vol. II, pág. 419.
{8} Eckhart, El consuelo divino, Aguilar, Madrid 1963, pág. 48.
{9} Eckhart, El consuelo divino, pág. 38.
{10} Eckhart, El fruto de la nada, Siruela, Madrid 2003, pág. 108.
{11} Eckhart, El consuelo divino, pág. 23.
{12} Ángelus de Silesius, El peregrino querúbico, Siruela, Madrid 2005, pág. 97.
{13} Ángelus de Silesius, Ibíd., pág. 98.
{14} Joseph Ratziger, Dios y el mundo, Círculo de Lectores, Barcelona 2005, pág. 23.
{15} Ratzinger, Op. cit., pág. 346.
{16} Cfr. Gustavo Bueno, «Para una construcción de la idea de persona», Revista de filosofía, nº 47, Madrid 1953, pág. 553.
{17} Eckhart, El consuelo divino, pág. 31.
{18} Eckhart, El consuelo divino, pág. 23.
{19} Santo Tomás de Aquino, Opúsculos y cuestiones selectas, BAC, vol. II, pág. 840.
{20} El consuelo divino, pág. 46.
{21} Ver Gustavo Bueno, «Para una construcción de la idea de persona», Revista de filosofía, nº 47, Madrid 1953, pág. 555.
{22} Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, FCE, vol. II, pág. 266.
{23} Vease a Hermann Heller, Teoría del Estado, FCE, pág. 37.
{24} Cicerón, Tratado de la república, Porrúa, México 1973, pág. 27.
{25} Hermann Heller, Ibíd.
{26} El País, 24 de septiembre de 2005.
{27} El Mundo, 24 de septiembre de 2005.
{28} Hermann Heller, op. cit., pág. 178.
{29} La cuestión del federalismo, también en Carré de Malberg, Teoría general del Estado, FCE, México 2000, págs. 125 y 126.
{30} Luis María Bandieri, Carl Schmitt y el federalismo, en http://foster.20megsfree.com/530.htm
{31} Schmitt sigue ahí analizando las ideas de Hauriou con las cuales no estaba en absoluto de acuerdo: El Nomos de la Tierra, pág. 307. Para Hauriou el Estado viene después de la creación de un mercado... Cuando el mercado se amplía también ha de ampliarse el Estado, &c.
{32} II epístola a los tesalonicenses, 2. 6,7.
{33} Luis María Bandieri, Carl Schmitt y el federalismo, en http://foster.20megsfree.com/530.htm
{34} Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna, pág. 39 y ss.
{35} En «Dialéctica de clases y dialéctica de Estados»: http://www.filosofia.org/rev/bas/bas23008.htm
{36} Inmanuel Kant, El único argumento, Prometeo 2004, pág. 138.
{37} Ver a Paul Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Alianza Editorial 1998, pág. 325.
{38} Plotino, Eneada III, pág. 220.
{39} J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico, Tecnos, Madrid 2002. Ver, por ejemplo, págs. 653, 654.