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El Catoblepas, número 46, diciembre 2005
  El Catoblepasnúmero 46 • diciembre 2005 • página 15
Artículos
Filosofía del Quijote

Sobre la tríadas en el Quijote

Marcelino Javier Suárez Ardura

Se analiza cómo la construcción del Quijote de Avellaneda
hubo de contar de alguna manera con la estructura ternaria
inscrita en la configuración de los personajes del Quijote de Cervantes.
Esta idea permite ir más allá de un casual paralelismo, pues la relación
aparecería también en Galdós, aunque de forma invertida

y poniéndose entre los dos

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No cabe duda de que, al menos entre las artes poéticas, los iconos de don Quijote y Sancho han llenado la pantalla, el escenario, el pedestal o el marco de la representación. Ha ocurrido como si el número dos redujera toda posibilidad de interpretación de la considerada obra cumbre de la literatura.

Margaret Atwood lo expresa así, interpretándolo incluso bajo una luz religiosa: «esta combinación –el hombre delgado, la nariz no precisamente pequeña, el idealismo, el libro...– es una especie de arquetipo en la cultura occidental europea (¿podríamos imaginarnos a un don Quijote gordo, de nariz respingona, analfabeto y cínico?). En algún lugar del árbol genealógico de don Quijote tiene que haber un santo o dos; uno de esos ascéticos del desierto, San Jerónimo tal vez, con un libro, su calavera y su bondad con los seres inferiores, y sus ideales rigurosos, su irascibilidad y su habilidad para meterse en líos. ¿Podría ser Sancho Panza una especie de encarnación del compañero animal presente en la iconografía de San Jerónimo como su fiel león?»{1}.

El texto que hemos elegido es ciertamente problemático, porque la señora Margaret Atwood, en un aparente juego literario, buscando la imagen del nervudo don Quijote en la historia de la pintura, reconvierte todo el significado del Quijote al querer ver en Sancho Panza la antropomorfización de un numen. Pero con ello olvida que a Cervantes no le hace falta transformar a Sancho Panza en una figura numinosa. El propio don Quijote buscará el modo adecuado para enfrentarse al león, convirtiéndose en Caballero de los Leones; y ni siquiera Cervantes ve la ocasión para transformar a este animal realmente existente en la obra en una figura numinosa. Acaso las creencias religiosas de Cervantes están bloqueando e impidiendo una representación de este episodio en términos de animales numinosos. Así que muchísimo menos podemos decir esto de Sancho Panza. La señora Margaret Atwood se equivoca y su imagen literaria, con mostrarnos su «bagaje cultural» en historia de la pintura, nos desvela su despiste antropológico. Y sin embargo, si incurre en este desliz es porque está buscando un esquema al que acoger las figuras de don Quijote y Sancho. Es el número dos, en cierta manera, el que la predispone a esa interpretación, a nuestro juicio, tan poco oportuna. Sancho no puede ser un león, ni verse como una bestia, entre otras cosas, porque es él mismo quien, en la tercera salida, aconseja a su amo que tome las riendas de Rocinante, que no sería bueno que las bestias marcasen el camino de los hombres. Aquí está claro, cada género ocupa su lugar: la Etología está bloqueada, en el mundo de don Quijote y Sancho Panza, por la Teología.

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Pero el caso de Margaret Atwood no es un caso aislado, pues parece que, desde los primeros momentos de la publicación, las figuras de don Quijote y Sancho han sido entendidas de manera que toda interpretación de la obra se veía a través del tándem de estos dos personajes. Ocurre algo así como ha pasado con la singular aventura de los molinos -que no eran gigantes- que parece encarnarse en el episodio más conocido de la obra. Y como en esta aventura los molinos, que pertenecen al orden de las técnicas, ingenios o artefactos, es decir, a un orden que tiene que ver algo con la «naturaleza», al menos con la naturaleza del viento que los mueve, se ha tendido a «mirarlos» con los ojos de quien tan sólo ve en ella actuando a los dos protagonistas: don Quijote y Sancho Panza. Pero estos son los ojos de Cervantes, que ve a través de los de Sancho, porque los ojos de don Quijote presuponen el carácter operatorio de los molinos, de ahí que se le aparezcan como gigantes. No se trata de que se esté antropomorfizando a los artefactos que no son objetos de la naturaleza, aunque algo tengan que ver con ella en el espacio antropológico, sino de la ejecución de un regressus a las operaciones de los sujetos que con sus manos y la fuerza de sus brazos están presentes en la rotación y giro de una muela manual anterior pero incrustada en ellos en tanto que «componente basal»{2}. Y si esto es así, el dúo queda desbloqueado y conectado a una estructura plural que presupone el número tres.

El juego entre don Quijote y Sancho sin duda –y no hay por qué ocultarlo, porque ahí reside la fuerza de lo que vamos a decir– sobresale en todo el relato, y la personalidad de los protagonistas conduce la acción. Pero de la misma manera que en los primeros capítulos la salida de don Quijote en solitario hizo necesaria su vuelta al pueblo en busca de un compañero, como si la reflexividad de sus autologismos amenazase con agotar el relato, la pareja de los héroes que, a partir de la segunda salida, reinicia las aventuras precisaba también de una textura normativa envolvente de otros sujetos que permitiese los trámites de la transitividad a fin de poder llevar a cabo las relaciones simétricas en tanto que individuos –sin perjuicio de que como personajes sea posible postular cierta asimetría. Sería esta textura normativa la que pide en el efecto o en la intención otros personajes que permitan ejercer la propiedad transitiva. Solamente cuando tenemos esta estructura de relaciones, los personajes van creciendo y la figura de don Quijote se muestra en su más genuina reflexividad, pero ahora en tanto que resultado. El Quijote es, pues, un libro de «gentes» y no de individuos solitarios o duos, pero tampoco de masas entre las que el individuo aparece como una mónada; acaso la única vez en la que quepa ver a las masas actuando, apelotonadas como los fans que acuden a venerar al famoso vulgar de turno, sea en la llegada de don Quijote a Barcelona. El resto de la obra es, a nuestro juicio, un toparse de don Quijote y Sancho con un tercero, sea este el vizcaíno, Dorotea, don Antonio Miranda, Dulcinea o don Álvaro Tarfe.

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El caso más extremado de la inteligencia del Quijote en términos de un dúo es probablemente el de Salvador de Madariaga. Puede verse la interpretación de Madariaga como el desarrollo de algunas frases de Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho. Parece oportuno reproducir las palabras de don Miguel: «La fe cumplió en ti su milagro; el ánimo de don Quijote es ya tu ánimo y ya no vives tú en ti mismo, sino que es él, tu amo, quien en ti escribe. Estás quijotizado»{3}. Pero en todo caso la formulación explícita de la teoría de la sanchificación de don Quijote y la quijotización de Sancho hay que atribuírsela a Salvador de Madariaga. Madariaga en su libro, Guía del lector del «Quijote», hablará de una quijotación de Sancho y una sanchificación de don Quijote: «Así vemos cómo Sancho se modela externamente sobre don Quijote. Pero su imitación interna no es menos profunda. Nada más instructivo que el naufragio gradual del buen sentido de nuestro sesudo aldeano en el mar de fantasía en que su amo le obliga a bogar»{4}. Sin embargo, esta teoría es el resultado de una hipóstasis de los dos personajes tomados por separado, que incluso se remontaría al mismo Cervantes. A nuestro juicio, no hay quijotación ni sanchificación en los términos que describe Madariaga. La construcción de ambos personajes requiere sin duda que uno se vaya codeterminando con el otro pero por la mediación de terceros: del Caballero de los Espejos, por ejemplo; la codeterminación es pluralista. Por tanto, sus notas características, como tales personajes, no son exclusivas de una codeterminación basada exclusivamente en reciprocidad sino a través de un tercero alternativamente. Y esta estructura ternaria se daría de forma continua en el discurso de la obra.

Ahora bien, como en el contexto de descubrimiento ha sido don Quijote quien primero aparece en la novela, ha cristalizado la idea de que a la figura de don Quijote se agregaba más tarde la de Sancho. Pero esto sólo ha ocurrido tras verse forzado Cervantes por la necesidad que pedía la norma de los términos. Madariaga habría separado de esa estructura ternaria las figuras de don Quijote y Sancho, hipostasiándolas, por dos razones: primero, por la forma con la que se inicia la novela con un solo personaje como protagonista, porque Dulcinea aparecería como una elucubración producto de su delirio; y en segundo lugar, porque estaría troquelado por los iconos de don Quijote y Sancho que tanto afectaron a los europeos (no es extraño que llegue a interpretar el Quijote como una obra europea){5}. La estructura ternaria está tan presente que hasta las llamadas historias afluentes (o interpoladas) utilizan la terna en la construcción de su discurso. El curioso impertinente se construye con tres personajes (Lotario, Anselmo y Camila); y la historia del cautivo se teje a partir de los intereses de Zoraida, cuya fe en la Virgen María acaba conduciendo a que el propio cautivo la saque de Argel: por tanto, el cautivo, Zoraida y la Virgen María formarán, en su contexto, una tríada. Harold Bloom capta esto con otras palabras: «En una ocasión observé que Shakespeare nos enseña a hablarnos a nosotros mismos, mientras que Cervantes instruye sobre como hablar los unos con los otros»{6}.

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Lo que acabamos de decir no nos parece que pueda ser rechazado como si fueran especulaciones sin fundamento, aunque es muy difícil ofrecer pruebas emic que cimenten la tesis que estamos manteniendo. Sin embargo, cabría la posibilidad de presentar una prueba, que se entrevere con el propio Quijote, de tal manera que presuponga ya no sólo la verificación de lo que estamos diciendo y que no podemos atribuir a Cervantes, aunque postulemos su ejercicio. Si esto es así, podríamos tener un apoyo objetivo que permitiese el ajuste entre la escala etic de nuestra tesis y la escala emic que suponemos está actuando en el Quijote.

Cuando se discute lo que representaba la religión para Felipe II, enseguida se acude al argumento según el cual el rey prudente aparece, ante todo, como un defensor de la fe católica (y se aducen razones que para este caso no es menester mentar). Felipe II como un defensor de la fe católica a ultranza era, por otra parte, la imagen que tenían el resto de los europeos sobre la monarquía hispánica. Y sin embargo, las cosas pueden ser interpretadas, con fundamento no sólo emic sino etic, de distinta manera. Porque en el mismo seno de la monarquía se estaba produciendo el debate entre los defensores de ideas políticas que ponían en primer lugar la fe católica y las llamadas teorías de la razón de Estado –por cierto, un debate que no deja de tener su eco en el Quijote–. En este contexto, y aún defendiendo la fe, cabe suponer que el rey prudente mira por los intereses del Estado a través de la religión. Es decir, que cabría ver la defensa del catolicismo no tanto como un proyecto en el que se «empeña» España sino como el instrumento de la propia política de Felipe II, de los intereses de España. Ahora bien, cabe arremeter contra este supuesto aduciendo su carácter externo –diríase, incluso extemporáneo– arguyendo que se está atribuyendo una tesis desde presupuestos ajenos a los de la propia época. Pero esta acometida siempre tendría que salvar la dificultad que supusiera la existencia de un argumento interno, contemporáneo, que fuera capaz de ajustar con nuestras propias tesis. En el caso de lo que estamos diciendo cabría mantener que también había quienes estaban en desacuerdo con el papel que debería desempeñar la religión. Y así para Fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios los teóricos de la razón de Estado estaban corrompiendo la vida política y transformando a los monarcas en gobernantes que «tienen a Dios en menos estima que a su Estado, y hacen sus Repúblicas último fin, y a Dios y a las cosas divinas medio para alcanzar el fin de su felicidad, hacienda, reputación, conservación y aumento de su República»{7} ¿No son suficientes estas palabras para entender que, al menos, la visión en un único sentido podría ser postulada como problemática?

Aplicando el mismo razonamiento al Quijote y a la cuestión de las tríadas, creemos haber encontrado testimonios fiables que nos permiten asegurar con cierta solvencia la existencia, ya no en un plano puramente etic, de elementos coetáneos con el Quijote y con Cervantes coordinables con la obra cervantina. Si esto es así, estaríamos ante un argumento emic totalmente ajustable a las premisas etic según las cuales, aún reconociendo la importancia del esquema dualista, sería posible ver una estructura ternaria, en cuanto a los personajes, operando internamente en el Quijote.

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De alguna manera, el esquema ternario habría sido visto por Alonso Fernández de Avellaneda en su obra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Por ello, lo que llama la atención en la obra de Avellaneda, como ha señalado Fernando García Salinero, es la presencia del número tres. Salinero mantiene que la obra plagia y continúa la novela cervantina y que el plagio habría estado compuesto y planeado casi milimétricamente en torno al módulo tres. En efecto, la estructura del Quijote de Avellaneda consta de tres partes, cada una de las cuales contiene doce capítulos. En el periplo que siguen los héroes habrán de pasar por tres ciudades de Aragón (Ariza, Ateca y Zaragoza) y tres de Castilla (Sigüenza, Alcalá y Madrid) para finalizar en Toledo. Con relación a los personajes, cabe, igualmente, hacer una agrupación en términos de tríadas: por un lado, aparecerán don Quijote, Sancho y Bárbara, como personajes principales; por otro, Álvaro Tarfe, Mosen Valentín y Bramidán de Tajayunque. De estas «coincidencias» saca como conclusión García Salinero el carácter escolástico de la construcción del libro de Avellaneda{8}.

Por nuestra parte, sin entrar a discutir estas cuestiones, que requerirían mayor profundización, se trataría de establecer la posible coordinación entre el Quijote de Cervantes y el Quijote de Avellaneda utilizando como criterio las ternas. Hay que tener en cuenta que Avellaneda, sea Solórzano, sea Jerónimo de Pasamonte, escribe su obra orientado no sólo ha dar continuación a la historia de don Quijote escrita por Cervantes sino también como una invectiva que, si bien en el ejercicio pone en marcha la crítica dialógica contra Cervantes, en la representación lleva a cabo una crítica ontológica. La intención crítica de Avellaneda se manifiesta en el prólogo. Pero en el curso de la obra destruye el entreveramiento de cordura y lucidez constitutivo de don Quijote y cauteriza sus operaciones por la vía psicologista reduciendo sus actos a la locura, llegando a encerrarlo en la casa del Nuncio de Toledo. Pero es que, a nuestro juicio, Avellaneda hubo de ver en la obra de Cervantes una estructura ternaria con respecto a los personajes, que le llevará a acometer la invectiva más enérgica contra Dulcinea, haciendo que ésta desapareciese del magín de don Quijote, y sustituyéndola por Bárbara. El mismo hecho de que a don Quijote se le caracterice ahora como el Caballero Desamorado constituye una prueba fehaciente de la orientación del apócrifo a eliminar la figura de Dulcinea. Evidentemente, habría de sustituirla por otro personaje, que será Bárbara la mondonguera. Una sustitución que supone el reconocimiento, en el ejercicio, del funcionamiento interno de una tríada y que hay que entender orientada, también, a rebajar y destruir totalmente la imagen de Dulcinea que pudieran tener los lectores de Cervantes. Pero de ello resulta que los personajes con los que está operando en el héroe de Lepanto ya no serían dos sino tres. La cuestión entonces estriba en que Avellaneda reconoció el funcionamiento de la terna constituida por don Quijote, Dulcinea y Sancho para poder componer su apócrifo no sólo como un plagio sino como una burla, a la vez, de la obra de Cervantes. No entramos en la cuestión de si el plagiario esclerotiza o no la original, pero, en todo caso, la obra de Avellaneda articula prácticamente la mitad de su libro en torno a estos tres personajes que son un calco, bueno o malo, invertido de los de Cervantes: un don Quijote mentecato, un Sancho soez y tragón y una Dulcinea (Bárbara la mondonguera) sucia y de vida imposible de idealizar. Sin duda, se podría decir que Bárbara no está pintada como contramodelo de Dulcinea sino de Dorotea, pero Dorotea es un personaje efímero en la obra en comparación con Bárbara. A nuestro juicio, Bárbara es la contrafigura de Dulcinea, la que viene a llenar el hueco que ésta deja en el magín de don Quijote. Un personaje de «carne y hueso» para cuya construcción pudo haberse apoyado Avellaneda en la primera parte del verdadero Quijote.

La tríada de los personajes principales en el Quijote
Primera Parte del Quijote
Miguel de Cervantes
Segunda Parte del Quijote
Fernández de Avellaneda
Segunda Parte del Quijote
Miguel de Cervantes
Don Quijote
Dulcinea
Sancho Panza
Don Quijote
Bárbara
Sancho Panza
Don Quijote
Dulcinea
Sancho Panza

Así pues, los dialogismos entre Cervantes y Avellaneda quedan trabados por las normas de construcción de la novela que suponen la conjugación de los personajes como términos constitutivos de las mismas. En este juego, se va verificando la necesidad de los tres personajes. La tríada se dibuja también cuando consideramos al que quizás sea el personaje más importante de la obra de Avellaneda; porque Álvaro Tarfe es una figura crucial en el Quijote apócrifo, desde el principio hasta el final. Sin duda, para Avellaneda debió de tener gran importancia porque aparece en los momentos decisivos del curso de la novela. Álvaro Tarfe, don Quijote y Sancho formarán muchas veces la trilogía, casi exclusiva, que hará evolucionar la obra. Y su relevancia será tal que, en muchas ocasiones, tiende a quedar en un segundo plano Bárbara, y viceversa. Desde luego no son lo mismo, pero aún a riesgo de equivocarnos nos atrevemos a decir que Álvaro Tarfe es un personaje equiparable a Antonio de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, aunque éste pertenezca a la segunda parte del verdadero Quijote.

La tríada de los personajes secundarios en el Quijote
Primera Parte del Quijote
Miguel de Cervantes
Segunda Parte del Quijote
Fernández de Avellaneda
Segunda Parte del Quijote
Miguel de Cervantes
Cura
Barbero
Dorotea
Álvaro Tarfe
Mosen Valentín
Bramidán de Tajayunque
Sansón Carrasco
Antonio Miranda
Álvaro Tarfe

Que Álvaro Tarfe desempeñaba un papel crucial formando terna con don Quijote y Sancho no es algo que se nos ocurra decir sin apoyo. Al contrario, nos apoyamos para ello en el propio Cervantes. Hubo de ser Miguel de Cervantes Saavedra quien tuvo que percibir la importancia decisiva de Tarfe de la misma manera que Avellaneda habría visto la de Dulcinea. Y así, del mismo modo que Avellaneda orienta a su personaje, Bárbara, la mondonguera, a la destrucción de la indeleble Dulcinea, Cervantes procura hacer suyo a Álvaro Tarfe, y ya no sólo para borrar al personaje del mismo nombre en el apócrifo sino para borrar la obra entera, aunque en el juego dialéctico la incorpore en su segunda parte del Quijote. Para Cervantes, el Quijote de Avellaneda debió ser (finis operis) no sólo un plagio sino también una usurpación de su querida obra. Y la distorsión de sus personajes centrales, el hidalgo caballero, don Quijote, la dama indeleble, Dulcinea, y el amigo siervo, Sancho Panza le habría inclinado a rechazar en su totalidad la obra de Avellaneda, ejerciendo la crítica a la misma a través de un tercer personaje. Así que se tomó la revancha de una manera que quien quiera que se escondiese bajo el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda no se podía imaginar. El ingenio cervantino consistió en hurtarle, a su vez, quizás el personaje más paradigmático de la obra apócrifa: Álvaro Tarfe. De esta suerte, en los capítulos finales de la segunda parte de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha Cervantes introduce un personaje llamado Álvaro Tarfe –el salto de Álvaro Tarfe del que habla Fernando del Paso{9}– en diálogo con don Quijote y Sancho y al que estos hacen testificar y firmar que él nunca había presenciado las aventuras que ocurren en el Quijote de Avellaneda. Consiguientemente, Álvaro Tarfe, el tercero en juego, se constituye en el testigo sobre el que gira la verdad de su existencia al negar que aquellos tuviesen que ver con su verdadera esencia. Don Álvaro Tarfe testificará que aquél no sólo no parece don Quijote sino que es «bien diferente» del de Avellaneda. Álvaro Tarfe habrá de declarar que no es «el don Quijote impreso en la segunda parte ni este Sancho Panza mi escudero es aquél que vuestra merced conoció»{10}. El ingenio de Cervantes fue doblemente cruel: primero, porque Avellaneda sí partía de lo ocurrido en la primera parte del Quijote, de sus aventuras, conservándolo necesariamente; segundo, porque, al hacer que Álvaro Tarfe niegue el apócrifo, lo convierte en un personaje de su propia obra, haciendo, a la vez, que el plagiario y su obra aparezcan como elementos de la ficción cervantina.

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Pero, por lo que interesa aquí, la obra de Avellaneda viene a verificar que Cervantes hubo de ejercer, más que representar, la construcción de los personajes dándose a través de las tríadas para que él mismo pudiera llevar a cabo el plagio dibujando, acaso con mayor nitidez, esta estructura ternaria. El entreveramiento entre obra plagiada y plagio se confirmó con la verdadera segunda parte del Quijote hasta tal punto que ella misma tendría que tener en cuenta en su construcción no sólo los planos de la primera sino también los del Quijote de Avellaneda haciendo con ello que el Quijote clausure su estructura como un triángulo cuyos vértices son otros tantos «Quijotes». Así, el Quijote se configura como una obra en la que el papel que desempeñan las tríadas es algo más que una construcción «coyuntural» o puesta por el intérprete de la misma. La estructura ternaria forma parte constitutiva del Quijote hasta el punto de que aquella obra que la tomase, acaso como canon, habrá de tenerla en cuenta, como ha ocurrido en Avellaneda.

Final

Cuando Benito Pérez Galdós comenzó a escribir la primera serie de los Episodios Nacionales con Trafalgar, concibe las peripecias del protagonista acogiéndose al esquema de la novela picaresca. Gabriel de Araceli vendrá a ser una suerte de Lázaro de Tormes o una especie de don Pablos de Quevedo{11}. Y en efecto, desde Trafalgar, Gabriel de Araceli va entrando al servicio de muchos amos, una y otra vez, reflejando con ello Galdós la sociedad española mediante un corte vertical. Parece, pues, que el personaje principal formará tándem en diferentes ocasiones con cada uno de sus amos.

Pero hay indicios suficientes para afirmar que la tríada nuclear del Quijote (don Quijote, Sancho Panza y Dulcinea) está, al menos, «inspirando» el juego de los personajes en esta primera serie, aunque en Galdós se hayan invertido los papeles de los mismos (don Alonso, Gabriel e Inés). Por ello, no habría que olvidar que han transcurrido alrededor de doscientos cincuenta años entre lo que escribió Cervantes y lo que escribe Galdós. La sociedad política de referencia se ha transformado (holización) y lo que era una nación histórica, en tiempos de Cervantes, es, en tiempos de Galdós una nación política luchando contra el Antiguo Régimen.

De esta manera se entiende mejor que el personaje que se utiliza como hilo conductor ya no pertenezca al estamento noble, aunque sea en su rango más bajo, como Alonso Quijano, sino al tercer estamento, como Gabriel de Araceli. En Gabriel de Araceli podemos ver a un Sancho Panza que en la nueva novela pasaría a poder desempeñar un papel de primer orden. También se entiende la razón por la que frecuentemente los amos a los que sirve Gabriel pertenecen a la «aristocracia». Sirva como ejemplo en Trafalgar, don Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de navío, que parece un claro eco de Alonso Quijano o del mismo Cervantes, «pues el buen invalido no movía el brazo derecho»{12}. Don Alonso pertenece a las glorias pasadas que habrán de ser barridas, en cuanto estamento privilegiado, en una sociedad política en transformación. Hasta el segundo capítulo de esta misma serie no aparecerá la dama que desempeñe el papel de Dulcinea. Pero, ahora, ésta irá referida a Gabriel y no a don Alonso; será en La Corte de Carlos IV cuando Gabriel inicie su peripecia amorosa con Inés, esa Dulcinea transformada.

Por tanto, a pesar de las intenciones de Galdós por construir una novela siguiendo el modelo de la picaresca, también en los Episodios Nacionales –al menos en la primera serie– nos encontramos con la efectividad de un fondo basal ternario que ni el mismo autor puede camuflar. ¿No nos permite esto afirmar que acaso la terna del Quijote está actuando «estructuralmente», aunque de forma invertida, en los Episodios Nacionales?

la triada de las tres campesinas cruzada con la triada Don Quijote, Sancho y Dulcinea: pasado, presente y futuro de España

Notas

{1} M. Atwood, « El Don Quijote de Halffter una ópera quijotesca» en Don Quijote alrededor del mundo, Círculo de Lectores, Barcelona 2005, pág. 20.

{2} A propósito de la aventura de los molinos, estamos obligados a comentar de paso la interpretación según la cual se ha supuesto que el molino era algo nuevo en una España atrasada tecnológicamente. El ataque del hidalgo a los molinos habría que entenderlo, según esta interpretación como una respuesta ante la novedad tecnológica. Pero, como dice Nicolás García Tapia, «Semejante tópico proviene del comentario realizado en este sentido en el siglo XIX por Richard Ford en una guía de viajeros en la parte referente a los molinos de La Mancha y todavía se mantiene en la actualidad.» Pero este famosísimo episodio cervantino demuestra lo contrario, pues la invectiva de don Quijote frente a los mismos no era de asombro ante lo desconocido y descomunal sino la afirmación de algo cotidiano. Véase N. García Tapia, «Los molinos en El Quijote y la técnica española de la época» en J. M. Sánchez Ron (Dir.): La ciencia y «El Quijote», Crítica, Barcelona 2005, pág. 210.

{3} Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, Cátedra, Madrid 2004, pág. 261.

{4} Salvador de Madariaga, Guía del lector del «Quijote», Espasa Calpe, Madrid 2005, pág. 111.

{5} Salvador de Madariaga, Guía del lector del «Quijote», págs. 163 y ss.

{6} Las cursivas son nuestras. Véase H. Bloom, Don Quijote alrededor del mundo, Círculo de Lectores, Barcelona 2005.

{7} Citado en A. Feros & J. Gelabert (dirs.), España en tiempos del Quijote, Taurus, Madrid 2004, pág. 89.

{8} A. Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (Ed. Fernando García Salinero), Clásicos Castalia, Madrid 2005, 468 págs.

{9} F. Del Paso, Viaje alrededor de «El Quijote», FCE, Madrid 2005, 258 págs.

{10} Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Edición de Francisco Rico, Crítica, Barcelona 2001, 1.325 págs.

{11} La vida de Gabriel de Araceli es concebida como la de un pícaro, a la manera de Lázaro de Tormes o de Guzmán de Alfarache. Avisa Galdós al inicio de Trafalgar: «Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia:...». En Benito Pérez Galdós, Trafalgar, Círculo de Lectores, Barcelona 1996, pág. 7.

{12} Pérez Galdós, opus cit., pág. 13.

 

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