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El Catoblepas, número 49, marzo 2006
  El Catoblepasnúmero 49 • marzo 2006 • página 3
Guía de Perplejos

De los hábitos

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre hábitos, costumbres y naturaleza humana

1

El hábito al que aludo no se refiere al vestido, sino a la costumbre. Mas no en sentido psicológico o gnoseológico, sino moral. No se trata, pues, del hábito o la costumbre concebidos al modo de Hume, para quien constituyen el mecanismo, opuesto a la razón, en el que se fundan todas nuestras inferencias causales, y que se reduce, en último término, a pensar que el futuro habrá de ser igual al pasado, con lo que tendemos a creer que las conexiones constantes entre causas y efectos que hemos observado hasta el presente, son, en realidad, conexiones necesarias que, por fuerza, habrán de darse siempre. Y dado que, según Hume, una suposición tal carece de fundamento, se concluye que aquellas ciencias que se establecen sobre la causalidad (y que son todas, excepto la lógica y la matemática), no son sino meras creencias, nacidas, precisamente, del hábito y la costumbre que tenemos de asociar determinados efectos a determinadas causas, o lo que es lo mismo, de pensar que dos hechos ligados por relaciones de contigüidad espacio-temporal, lo están, en realidad, por una relación de causa y efecto. Pero no es sobre este asunto (ni mucho menos sobre el problema de la inducción a él ligado), y la enorme trascendencia que ha tenido en la filosofía posterior, a partir del siglo XVIII, sobre lo que estas páginas quieren reflexionar, sino sobre el problema (no menos magno y solemne) del hábito y la costumbre en tanto que buenos o malos, esto es, sobre el alcance y la significación que encierran expresiones tales como decir que alguien tiene hábitos buenos o que es un individuo de buenas costumbres. Mas como quiera, desde luego, que hay también hábitos y costumbres que son por completo indiferentes desde el punto de vista moral, nuestro análisis tampoco podrá desentenderse plenamente de este aspecto del cuestión.

Pero acaso debamos comenzar por establecer alguna diferenciación entre ambos términos; lo que, indudablemente, no es tarea fácil, puesto que con sobrada frecuencia «hábito» y «costumbre» son usados como sinónimos e intercambiables, y siendo ésta una práctica que cuenta con larga tradición, resultaría en extremo petulante, o sencillamente necio, venir a dar ahora en pretender corregirla, entre otras cosas porque, en efecto, ningún profundo error se advierte en ello, ya que cualquiera de ambas voces casa bien con aquello a lo que se refieren y que seguramente es, en los dos casos, lo mismo, a saber: modos frecuentes o repetidos de obrar, de hacer o de pensar. Sin embargo, tampoco se incurre en grave falta si, fiados de su etimología, nos servimos del término «hábito» para designar modos y disposiciones recurrentes de carácter individual, propios, pues, y distintivos del individuo, en tanto que reservamos «costumbre» para apuntar a la dimensión social de eso mismo, es decir, para referirnos al hábito en tanto que propiedad, no del individuo, sino del grupo o de la sociedad. Según esto, la costumbre –podríamos decir– es un hábito colectivo.

En consecuencia, cuando hablamos de hábitos o costumbres en tanto que formas de conducta que pueden ser juzgadas desde el punto de vista de su bondad o maldad, los primeros habrán de ser colocados en el ámbito de la Ética, y las segundas en el de la Moral. Y de hecho, utilizar el término «costumbre» como equivalente a «moralidad», o para aludir al conjunto de problemas objeto de ésta, no ha sido, ciertamente, inusual, y acaso baste ahora recordar los nombres de Schopenhauer o Kant. Es verdad, con todo, que ninguno de los dos presupone la distinción que nosotros –siguiendo a Gustavo Bueno– establecemos entre Ética –individual– y Moral –social– (distinción que la mera etimología hace más fuerte que la hegeliana, en la que la eticidad viene a designar al Espíritu Objetivo encarnado –y, con él, la propia moralidad– en las instituciones históricas, con lo que parece que se invierte el sentido de nuestra distinción). Y el que ni Schopenhauer ni Kant operen con una diferenciación nítida entre tales conceptos, obliga a concluir que la «metafísica de las costumbres» de la que hablan cubre por igual el ámbito ético y el moral, es decir, el individual y el colectivo, o lo que es lo mismo, que «costumbre» vuelve a ser sinónimo de «hábito», subsumido éste en aquélla. Creo que todo ello es, sin embargo, matiz u objeción insignificante a lo que decimos, a saber: que hablar de costumbres en el contexto de los problemas morales, o de la Moral (diferenciada de la Ética), ni ha sido insólito ni tiene por qué resultar impertinente, y eso por más que, tras su nacimiento, la Etnología se haya apropiado del término, considerando que el estudio de las costumbres constituye, precisamente, el objetivo básico de la antropología cultural; costumbres que serán entendidas ahora en sentido muy amplio y desprovistas de cualquier connotación o tinte moral. Su estudio conformará, así, el campo de una ciencia empírica, y no el objeto de un debate moral, porque lo que interesa es su funcionalidad, no su bondad o maldad. Más aún: las costumbres de los distintos pueblos no son ni buenas ni malas: sencillamente son, y, en ultimo término, tanto valen (también moralmente hablando) unas como otras. Convendría examinar hasta qué punto ese trasvase de la «costumbre» del ámbito de la moralidad al de la cultura, no habrá sido uno de los elementos determinantes y constituyentes de esa neutralidad, que no es sino una forma de relativismo, tan frecuente en la Etnología. Pero volvamos a nuestro asunto.

2

Quedamos, pues, en que podemos hablar de «hábitos» para referirnos al individuo, y de «costumbres» en un sentido social. Así las cosas, entre ambas disposiciones o formas de comportamiento se vislumbra de inmediato una diferencia de primerísima magnitud: los hábitos los adquirimos; las costumbres se nos dan. Y esto significa, al mismo tiempo, que si, por lo general, somos responsables de nuestros hábitos, en tanto que provienen de una decisión nuestra, no lo somos, en cambio, o lo somos sólo hasta cierto punto, de aquellas costumbres colectivas con las que nos hemos encontrado y a las que hemos tenido que someter no sólo nuestro actuar, sino también nuestro ser. Y por eso puede un individuo intentar cambiar sus hábitos, pero para ensayar un propósito similar en el caso de aquellas costumbres que ha heredado, en las que se halla inmerso y que, en gran medida, le han constituido, fuérale menester no ya colocarse al margen de su sociedad, sino incluso trascenderla; y si lo primero es tarea imposible, lo segundo lo es aún más, porque ello supondría, también, un trascenderse a sí mismo para comenzar a ser alguien distinto a quien se es. O lo que es igual: para ser nadie, puesto que sólo se es alguien en un contexto histórico y social determinados. No se trata, pues, de que pudiera el individuo, libremente, optar por despojarse de las costumbres recibidas, y aceptar y asumir, valientemente, un lugar marginal en la sociedad en la que le ha tocado vivir: de lo que se trata es de que no cabe una opción tal. La propia sociedad contempla y dibuja incluso sus márgenes y sus límites, y quien se coloca en ellos no es por eso menos hijo de su tiempo, ni es su papel tan insólito que no estuviese previsto: los cínicos antiguos son un producto de la Grecia clásica tanto como pudiera serlo Sócrates, y sólo por referencia a ella cobran algún sentido y significación. La sociedad, que crea usos y costumbres, crea también los instrumentos de su crítica, y se necesita algo más que la decidida voluntad de un individuo o de un puñado de individuos para trastocar el molde establecido y sustituirlo por otro.

Los hábitos los poseemos, pero las costumbres nos poseen. Yo tengo determinados hábitos, pero me tienen determinadas costumbres, y

«lo importante de su influencia consiste en apoderarse de nosotros de tal manera, que apenas si somos capaces de libertarnos de sus garras ni de razonar y discutir sus mandatos»,

como señalaba Montaigne. Y no lo somos, entre otras cosas, porque si bien los propios instrumentos del razonar y discutir que pudiéramos emplear cabrían entenderse, considerados en su aspecto puramente formal, como intemporales y ajenos a la circunstancia concreta en la que se aplican, seguramente no sucede lo mismo con el contenido material que habrían de diseccionar, el cual probablemente ha sido modelado y determinado por la propia costumbre. Podemos fatigar cuanto deseemos los volúmenes escritos por Platón o Aristóteles: será en vano, si lo que buscamos es una sola palabra que ponga en tela de juicio el sistema esclavista. Y es que la costumbre, en la dimensión social en que ahora la estamos considerando, se interioriza hasta tal punto que acabamos por no ser conscientes de ella, y su fuerza se hace tanto mayor cuanto más invisible se nos torna y más inexistente nos parece. Su poder es tal, que acaba por convencernos de que sus dictados no son sino el producto de nuestra inteligencia o de nuestro deseo. Y eso, más que cualquier otra cosa, la coloca al margen de toda objeción o crítica.

Parafraseando a Ortega, podríamos decir también que los hábitos se tienen; en las costumbres se está. Y habría que añadir que si no se tienen unos hábitos, se tienen otros, y si no se está en unas costumbres, se está en otras. Cualquier situación distinta resulta imposible e impensable. Pero lo importante es que los hábitos, en tanto que posesión nuestra de la que somos conscientes, pueden ser abandonados y sustituidos por otros, al menos hasta el momento (que también llega) en que se tornan indelebles y permanentes.

«Los rasgos de nuestro rostro –escribe Proust– no son sino gestos que la costumbre ha hecho definitivos».

Seguramente es así. Pero si eso es cierto dicho del rostro, lo es asimismo, y tal vez aún más, predicado del carácter. Y es en este sentido en el que alguien (igual de atinado) ha podido decir que pasados los cuarenta un individuo es responsable de su cara: aquello con lo que se encuentra en el espejo no es sino lo que él ha hecho de sí. Porque llegados a un punto, en efecto, ya no hay retorno posible, y de la misma manera que la cadena de actos (buenos o malos; también indiferentes) que hemos ido desplegando es ya irrevocable y demasiado sólida y larga como para poder pensar en romperla o intercambiar sus eslabones, así también los hábitos que han ido conformando nuestro carácter y de los que han nacido muchos de tales actos, se hallan ya tan profundamente arraigados y convertidos en permanentes, que intentar cambiarlos resultaría empresa tan vana como querer aprender a sonreír de otra forma o a fruncir el ceño de un modo distinto.

Mas si podemos actuar (hasta cierto punto al menos) sobre nuestros hábitos, difícil resulta, en cambio, que podamos hacerlo sobre las costumbres y usos sociales que nos constituyen, y eso debido, primordialmente, a que ni siquiera reparamos en el hecho de que, en efecto, lo hagan. Todo individuo es hijo de un tiempo dado y de una sociedad concreta, y ni puede saltar por encima del primero, como decía Hegel, ni pensar ni ser fuera de las coordenadas de la segunda.

No quisiera, sin embargo, que lo que digo se entendiera como actitud relativista (según la cual tanto valdrían unas costumbres como otras) o aceptación conformista o reaccionaria de lo dado. Yo no tengo ningún inconveniente en estar de acuerdo con A. Smith, que concedía a la costumbre sólo un papel limitado en la formación de los sentimientos morales, en que

«ninguna costumbre nos reconciliará jamás con el carácter y la conducta de un Nerón o un Claudio, y ninguna moda nos los convertirá en gratos»;

digo sólo que la crítica y denuncia de nuestra época únicamente pueden ser establecidas dentro de los límites infranqueables que ella misma nos proporciona (incluso en el caso de un Séneca renegando de un Nerón) y, al mismo tiempo, que sólo desde ella podemos ensayar el juicio sobre épocas pretéritas o sociedades distintas. Y todo ello sin perjuicio de que los parámetros o costumbres de referencia sean en algunos casos más fuertes, desde el punto de vista teórico, o mejores, en sentido moral. Mas de lo que se trata es de observar que sólo juzgamos desde algún sitio (no somos el Uno de Plotino ni el Nous de Anaxágoras), y no es nuestro juicio quien lo determina, sino él quien determina nuestro modo de juzgar. Y estoy seguro de que hasta el propio Marx, para quien, como es sobradamente conocido, lo que hay que hacer no simplemente interpretar el mundo, sino transformarlo, convendría en lo que digo. Pero volvamos de nuevo a los hábitos en sentido estricto.

3

El «hábito» del que hablamos, en cuanto rasgo de comportamiento adquirido (si se quiere: en tanto que costumbre propia e individual) que, unido a otros, configura una determinada manera de actuar y de ser, esto es, un determinado carácter (no tanto un temperamento, que siendo, como es, parte constitutiva del carácter, posee, sin embargo, raíces biológicas seguramente muy profundas), más que con habitus, como tal, en el sentido de la categoría o predicamento aristotélicos del tener (algo), que sería una disposición del ente, en general, tiene que ver con habitudo que, entendido como postpredicamento de la oposición entre privación y posesión, designaría el modo como alguien posee una característica dada o una cualidad. El habitus, pues, en el sentido de habitudo, que es el hábito al que propiamente nosotros nos estamos refiriendo, apunta, en consecuencia, a una característica que alguien tiene o a una cualidad concreta que alguien posee. Mas una cualidad (hay que añadir) dotada de una cierta duración y permanencia,

«una cualidad por sí misma estable y difícil de remover»,

como señala Tomás de Aquino, y eso es, precisamente, lo que, según Aristóteles, distinguiría al hábito de la mera disposición, que es siempre ocasional y transitoria. Y es que, en efecto, «una golondrina no hace verano», e igualmente, no diremos que un individuo tiene ésta o aquélla forma de ser porque en una circunstancia concreta haya actuado de este modo o del otro, sino sólo cuando ésa es su manera habitual de conducirse o actuar, de responder ante determinados estímulos o de afrontar determinadas situaciones.

El hábito es, pues, una manera de ser; y, por extensión, lo que llamamos carácter o personalidad de un individuo no es sino la suma de todos sus hábitos (buenos, malos o indiferentes). Ahora bien, en la medida en que el hábito se genera por repetición de actos (yo nada sé de hábitos sobrenaturales, de carácter infuso), se hace obligado concluir que lo que un individuo llega a ser es lo que día a día ha ido haciendo de sí. Más allá, por tanto, de las disposiciones biológicas que nosotros, al igual que cualquier otra especie animal, también tenemos, y más allá de aquellas costumbres y usos sociales en las que nos hallamos inmersos, y que vendrían, ambas, a constituir las determinaciones biológicas y culturales que marcan los límites extremos en medio de los cuales ha de ejercerse nuestra capacidad de elección y nuestra acción libre, es preciso afirmar rotundamente que lo que somos (a menos que algún severo trastorno mental nos aqueje) es fruto de nuestra completa y entera responsabilidad. Y así, como señala Aristóteles, si hacemos el bien, nos haremos buenos; y lo mismo con cualesquiera otros rasgos de nuestro ser, virtuosos o perversos, porque la virtud no proviene de la naturaleza, sino del hábito: no somos virtuosos ni por naturaleza ni contra la naturaleza, sino que podemos serlo o no serlo, como resultado de nuestra acción repetida, es decir, de nuestros hábitos. Mas si el hábito es un modo de ser y la virtud no es sino un hábito bueno, la conclusión es obvia: la virtud es un modo de ser. Y, en efecto, tiene razón Aristóteles. Frente a cualquier otra concepción de la virtud, me parece que con sobrada fuerza se impone ésta, dictada tanto por el sentido común como por la buena lógica: lo que llamamos «virtud» no es más que un modo de ser que nace de hábitos buenos.

Ahora bien, es característico del hábito, en general (al margen de su consideración ética), tornar fácil aquella operación a la que viene referido; a veces tan fácil, que puede llevarse a cabo sin que se necesite la intervención de la conciencia, lo que, sin duda, conlleva sus peligros; por ejemplo, en actividades u operaciones de carácter manual: el accidente de un espeleólogo, o incluso el de un conductor, suele producirse en el tramo más sencillo o que mejor conoce. Cierto que en otras ocasiones el hábito tiene sus ventajas, y no ya cuando ese mismo embotamiento de la conciencia o de los sentidos nos permita dejar de percibir un ruido molesto o un olor repugnante, sino, principalmente, cuando en lugar de atrofiar la conciencia, la agudiza. Así, alguien como Holmes, habituado a observar, capta lo que para otros pasa desapercibido: «Usted ve, pero no observa», suele recriminar nuestro detective a Watson. Seguramente está en lo cierto Maine de Biran (Hume había señalado algo similar) cuando afirma que el hábito entorpece o anula las impresiones sensoriales de carácter pasivo, como ver u oír, en tanto que potencia o intensifica las activas, como mirar o escuchar. Sin duda, no es pequeña la diferencia entre una cosa y la otra, y es obvio que media un buen trecho entre ver y observar, como lo hay entre oír y escuchar, oler y olfatear, gustar y saborear, tocar y palpar; y también lo es que la mayoría de la gente encomienda a sus sentidos únicamente las primeras de esas funciones (las que el hábito abotarga) y presta muy poca atención a las segundas (precisamente aquéllas que, sin paradoja alguna, sólo el hábito puede crear).

Pero si es verdad que el hábito torna fácil una determinada acción; si, como de nuevo señala Aristóteles,

«lo que se hace por costumbre acontece ya como si fuera natural»,

entonces, siendo la virtud un hábito, podría objetarse que ningún mérito hay en ser bueno o virtuoso. ¿Por qué habría de ser objeto de alabanza alguien que de un modo enteramente natural y normal se comporta y actúa de una determinada forma, por más que la consideremos buena, siendo así que, incluso, acaso ni sea consciente de estar haciéndolo?

A mí se me ocurre una respuesta obvia: por la misma razón que recriminamos a alguien el poseer hábitos malos. ¿O es que acaso la facilidad y naturalidad en el ejercicio del mal coloca al individuo perverso al margen del juicio moral? ¿Diremos, quizá, que no es culpable porque es así? Paralelamente, el individuo virtuoso, a quien la virtud se le ha tornado hábito es digno de encomio, y lo es, no sólo por el bien que hace, sino, además, por el haberse hecho a sí mismo como es, lo que ha sido, probablemente, el resultado de un arduo ejercicio; y, asimismo, no reprochamos únicamente al perverso la acción mala, sino el haberse hecho malvado.

Por lo demás, juzgar que la acción virtuosa que ningún trabajo conlleva, de ningún elogio tampoco se hace merecedora, sólo cobra algún sentido desde determinados presupuestos éticos en los que la virtud parece resultar inconcebible al margen del esfuerzo y del sacrificio. El caso más característico, a este respecto, es probablemente la ética kantiana, en la que la recusación de las éticas de la felicidad y el rechazo de cualquier móvil egoísta o interesado en la genuina acción moral, que sólo será tal cuando se realiza por estricto respeto al deber, parece abocar a la conclusión de que un acto dado sólo es bueno y virtuoso cuando supone un esfuerzo y no reporta la menor satisfacción subjetiva, antes bien: diríase que cuanto mayor sea el sacrificio, y hasta la incomodidad y el dolor, mayor será el mérito. Mas el error de Kant estriba en no advertir que lo genuino de la virtud, en tanto que hábito bueno, consiste precisamente en trocar en fácil y placentero aquello que, para quien no es virtuoso, resulta difícil y desagradable.

4

La verdad es que somos básicamente hábitos y costumbres. Y hasta es posible que un hábito sea la misma felicidad, porque seguramente lo que llamamos nuestra felicidad no consiste en otra cosa que en la acomodación a una serie de circunstancias. No en vano ya Proust hablaba también de los

«analgésicos efectos de la costumbre».

Mas esto nos conduce a otra importante cuestión. Porque suele decirse, en efecto, que la costumbre es una segunda naturaleza. La idea ha sido tan repetida que no merece la pena aducir autores ni testimonios. Baste recordar que se encuentra ya en Galeno, e incluso en el propio Aristóteles.

Ahora bien, si los hábitos y las costumbres (no hagamos ahora distingos entre ambos) constituyen nuestra segunda naturaleza, la pregunta obvia es ésta: ¿cuál es la primera? Pascal sospechaba que ninguna:

«¿Qué son nuestros principios naturales –se pregunta– sino principios habituales?
[…] Una costumbre diferente nos dará otros principios naturales».

Y lo mismo Montaigne:

«Las leyes de la conciencia, que decimos nacer de la naturaleza –escribe–, nacen de la costumbre; cada uno tiene en interna veneración las opiniones y costumbres aprobadas y aceptadas en torno suyo, y no puede desprenderse de ellas sin remordimiento ni ejecutarlas sin aplauso».

Ambos autores, a lo que a mí me parece, sugieren que lo que denominamos nuestra naturaleza no es sino, ella misma, un conjunto de hábitos y de costumbres. O lo que es igual: que el hombre no tiene naturaleza, sino costumbres (algo, después de todo, que quizá no se encuentre tan alejado de aquella célebre expresión de Ortega que parafraseamos, según la cual el hombre no tiene naturaleza, sino historia).

Y yo encuentro que tal posición encierra un alto contenido de verdad. Supongo que al margen (o mejor, debajo) de lo que el hábito y la costumbre han hecho de nosotros, lo único que cabe hallar son las disposiciones puramente biológicas, esto es, la simple animalidad (desprovista tal expresión del menor matiz peyorativo). Ahora bien, supuesto que sea eso lo que entendamos por nuestra naturaleza (nuestra primera naturaleza), ni siquiera en ese caso queda neutralizada la sospecha de Montaigne o Pascal, puesto que sucede no sólo que tal dimensión biológica o animal es tamizada siempre por la propia costumbre, sino que resulta hasta tal punto transformada por ella que, en lugar de recubrirla, cual si de un vestido se tratara, se funden ambas hasta constituir una sola realidad, y es a ésta a la única que con algún sentido podemos denominar «naturaleza humana». Y todo esto viene a poner de relieve algo que ya sabíamos: que lo que llamamos «hombre» o «humano» es el producto de la profunda confluencia dialéctica entre nuestra dimensión biológica y nuestra dimensión cultural.

Dice Voltaire que

«todo lo que depende íntimamente de la naturaleza humana se parece de una punta del universo a la otra [en cambio] todo lo que puede depender de la costumbre es diferente y sólo se parece por azar».

Ciertamente. Pero Voltaire es víctima del espejismo de suponer que tal separación pueda llevarse a cabo. Obviamente, si por naturaleza humana entendemos una serie de características biológicas, propias de una especie animal concreta, nos encontraremos con que tal naturaleza es idéntica y común de una punta del universo a la otra. En cambio, si fijamos nuestra atención únicamente en las costumbres, las hallaremos seguramente tan variadas como grupos humanos hay. Pero lo que se está olvidando es esa confluencia de la que hablábamos, en virtud de la cual es esa misma naturaleza biológica la que resulta modificada y transformada por las costumbres, de tal manera que, en rigor, más que decir que la naturaleza humana es una y las costumbres varias, lo que sucede es que lo que llamamos «naturaleza humana» es el conjunto de todas esas diversas modulaciones que la cultura ha generado a partir de unas disposiciones biológicas comunes. O si se quiere decir de una manera más radical: la naturaleza del ser humano se halla constituida por el conjunto de sus costumbres, entre las que se encuentra la forma de manifestar y dar cumplimiento a su dimensión biológica y animal.

«Si la costumbre es una segunda naturaleza –escribe Proust–, nos impide conocer la primera, de la que no tiene ni las crueldades ni los hechizos».

En efecto, si la costumbre es una segunda naturaleza, entonces no hay modo de conocer la primera, porque sean cuales sean sus crueldades y sus hechizos (sus aspectos biológicos y animales, diríamos nosotros), se encuentran completamente mediatizados por ella, al margen de la cual, sólo una mera enumeración de rasgos biológicos abstractos (similares a las de muchas otras especies) nos sería dado realizar. Poseemos, sin duda, una serie de impulsos instintivos y emociones de carácter innato; de necesidades y motivaciones igualmente innatas; y sin duda, también, que todo ello es universal e idéntico en las más variadas culturas y sociedades. Pero suponer que en tales mecanismos fisiológicos y psíquicos radica nuestra «verdadera» o «primera» naturaleza, siendo todo lo demás que el hábito y la costumbre aportan una especie de sobreañadido que nos oculta, y acaso nos adorna, pero que, en cualquier caso, es menester rasgar si queremos encontrarnos con nuestro auténtico ser, resulta enteramente gratuito, porque en verdad no somos meramente el conjunto de esas peculiaridades biológicas y psíquicas, ni será fácil, limitándonos a ellas, hallar ahí diferencias esenciales con el resto del mundo animal, puesto que lo verdaderamente distintivo de nuestro ser es el modo como las mismas se despliegan y realizan, y ese modo se encuentra de tal forma mediatizado por el hábito y la costumbre (digamos, por la cultura) que resultaría no sólo vano, sino también seguramente imposible, y, desde luego, profundamente erróneo y confuso, todo intento de abstraerlas del marco cultural en el que cobran vida; un contexto en el que, por lo demás, y no pocas veces, cuando hábitos y costumbres alcanzan la fuerza de un código moral o jurídico, ético o religioso, pueden quedar en suspenso, y hasta resultar neutralizados y desatendidos, incluso aquellos impulsos biológicos más elementales.

No tengo, pues, la menor vacilación en mostrar mi acuerdo con la postura de Pascal o Montaigne. No creo, en consecuencia, que la costumbre constituya una segunda naturaleza que, a la manera de una capa de pintura, venga a situarse sobre la primera (adornándola o disfrazándola grotescamente, pero ocultándola, en cualquier caso): lo que llamamos «naturaleza humana» es el producto final resultante de la amalgama indisociable entre nuestra animalidad biológica y nuestras costumbres, y si absurdo es tratar de disociarlas, no menos absurdo es intentar repartir patentes de prioridad entre ambas, porque cuando se habla de una primera naturaleza, tanto si «primera» se utiliza en sentido cronológico como si se hace en sentido axiológico, resulta igualmente gratuito y falso. ¿Se dirá, acaso, que en lo que en nosotros hay de pura animalidad, cuando hacemos abstracción de las costumbres, es más importante o mejor que éstas? ¿O se dirá, tal vez, que primero fuimos animales con unas determinadas características y que después fuimos adquiriendo costumbres? El mero hecho de plantear cualquiera de estas cuestiones resulta sencillamente grotesco. Es completamente falso suponer que los imperativos de nuestra biología sean siempre más fuertes o decisivos que los dictados por nuestra cultura, o que sean mejores (cualquiera que sea el sentido en que entendamos tal término). Y, desde luego, absolutamente falso es imaginar al hombre en un antes y un después de que sobre él (no se sabe cómo) se posase la cultura. El hombre es y ha sido siempre un animal de costumbres, y no podría haber sido de otro modo, porque ése es su auténtico ser. El buen salvaje de Rousseau es un producto cultural tanto como pueda serlo la propia sociedad (la cultura) que supuestamente le corrompe.

Considero, por tanto, completamente erróneo entender la naturaleza humana como una serie de rasgos (biológicos, puesto que no podría haber otros) universalmente distribuidos en el conjunto de los hombres, que se diferenciarían, empero, por su cultura (tal parece ser la posición de Voltaire), y sostengo que lo que designamos con tal expresión no es otra cosa que la totalidad constituida por las diversas formas mediante las que los hombres han desplegado y realizado su peculiaridad animal, y constituida, por tanto, sí, por partes distintas (puesto que esas diversas formas no son sino las distintas costumbres); mas partes que pertenecen, no obstante, al mismo todo; aquél, precisamente, al que podemos llamar «naturaleza humana». En consecuencia, volviendo a lo que decíamos antes, no se trata tanto de que el hombre no tenga naturaleza, sino costumbres, sino mejor procede decir que su naturaleza es su costumbre.

Hechas estas aclaraciones, podemos volver, si se quiere, a la metáfora del vestido. Porque decía al principio de estas páginas que no era del hábito, en tanto que vestido, de lo que iba a ocuparme. Pero llegados a este punto, no se yo si no habrá entre ambas acepciones de «hábito» (vestido y costumbre) más similitudes de las que sospechábamos, porque si es cierto que despojados del vestido lo que encontramos es nuestro cuerpo desnudo, despojados de la costumbres, no hallaríamos otra cosa que nuestra pura animalidad. Así que si el hábito es, ciertamente, el vestido del cuerpo, el hábito es, asimismo, el vestido de nuestro ser; un vestido del que, a diferencia del primero, no podemos despojarnos, pero vestido, al cabo.

 

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