Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 49, marzo 2006
  El Catoblepasnúmero 49 • marzo 2006 • página 5
Voz judía también hay

No es una guerra entre civilizaciones

Gustavo D. Perednik

No hay civilizaciones en guerra sino una bárbara agresión contra la civilización. No hay diálogo «de civilizaciones» entre democracias occidentales y teócratas sanguinarios, sino un diálogo civilizador en aras de ayudar a la humanidad a progresar científica y moralmente

Ilan Halimi A los 23 años de edad Ilán Halimi fue seducido por una mujer magrebí que servía a la denominada «banda de los bárbaros» liderada por Yusef Fofana, una veintena de jóvenes mahometanos de un suburbio parisino que el 21 de enero secuestraron a Halimi por ser judío, lo maniataron, y lo torturaron durante veintidós días al son de suras del Corán.

El 13 de febrero Halimi fue encontrado desnudo en agonía, con el sexo mutilado y un trapo en la boca, los ojos destrozados, el 80% de su cuerpo escaldado con ácidos, laceraciones por toda piel, y sus heridas cubiertas con goma de pegar resistente.

Durante el suplicio de Halimi, los raptores telefonearon más de 600 veces a los padres de la víctima, para maldecir a los judíos, leer del Corán y exigir un rescate millonario.

Los alaridos del torturado fueron desatendidos tanto por los vecinos como por el conserje, mayoritariamente islamistas. El cabecilla de la banda y doce de sus secuaces fueron detenidos después del asesinato, y declararon estar satisfechos de su faena.

No por morbosidad hemos relatado esta conocida tragedia, sino porque su evocación resulta necesaria para enmarcar las ineludibles preguntas del caso.

Homenaje a Ilan Halimi, torturado y asesinado por una banda parisina de mahometanos por ser judío

En la Europa suicida actual, donde los medios tienden a minimizar el peligro del islamismo o a distorsionarlo, es habitual que la agresión sea relativizada bajo la vestidura de diversidad cultural. Ésta incluiría a las dictaduras, la opresión de la mujer y a las penas por «delitos» de fe o de opción sexual, todo ello atendible como una expresión cultural divergente sobre la que Occidente no tendría derecho de inmiscuirse.

La tolerancia para con dicha divergencia no exhibe contornos precisos, por lo que no queda claro si también abarca las decapitaciones televisadas o los hudud que imponen amputar la mano de quienes roban y apedrear a las adúlteras. El favorito de los relativizadores es equiparar estas feroces lacras con las imperfecciones de Occidente.

Por el mero hecho de ser judío, Ilán Halimi fue lacerado por una caterva en nombre del Islam. Pero entre los musulmanes este crimen no desató ni una centésima parte de la furia que provocó poco tiempo antes un diario danés que había publicado algunas viñetas satíricas.

Lo del Jyllands-Posten había mancillado al Corán, pero curiosamente no lo hicieron ni Fofana ni los brutos que usaron al Islam de escudo para su sadismo.

El líder palestino de Hamas, Majmud Zahar, explicitó a un diario italiano (4 de febrero de 2006) qué habría que hacer con los caricaturistas: «Deberíamos haber matado a quienes ofenden al profeta, y en vez de ello aquí estamos, protestando pacíficamente». Igual demanda hizo oír dos semanas después, ante miles de manifestantes, Aysha Munawar, líder del partido islamista paquistaní: «Exigimos que quienes dibujaron las viñetas blasfemas sean colgados». Otro clérigo de ese país, Maulana Yousef Qureshi, ofreció (17 de febrero de 2006) medio millón de rupias a quien mate a uno de los daneses. Nadie ha castigado estas incitaciones al homicidio.

Y peor aún, los que torturaron a un joven amordazado mientras entonaban aleyas coránicas, no ameritan siquiera una condena en nombre del Islam.

La primera pregunta es entonces si el bárbaro crimen contra Halimi puede ser entendible como parte de una cultura ajena que debemos intentar comprender, o si hay límites objetivos que separan a los seres morales de los que perpetran crímenes de lesa humanidad. Si los relativizadores tendieran a admitir que en este caso se ha cruzado una línea roja absoluta, sería bueno que elaboraran un poco más por dónde pasa esa línea.

La segunda pregunta, más importante aún, es si estamos sumidos en una guerra de civilizaciones, que acaso podrá ser superada por una «alianza de civilizaciones», que también está siendo promovida por los relativizadores.

Para saber si los occidentales estamos frente a una civilización paralela a la nuestra, vendría bien que abordásemos al menos parcialmente el concepto mismo de «civilización», sobre todo en lo que compete a uno de sus componentes básicos: la noción de progreso.

El término civilización ya no se refiere a la delicadeza urbana en contraste con la vida más simple del campo, sino a los logros de un conjunto de sociedades con una tradición en común, que progresan en ciencia, tecnología y moral. Esa dosis de progreso define en buena medida la índole de la civilización.

Las civilizaciones humanas pueden retrotraer sus orígenes a Sumeria, donde hace unos seis milenios se produjo la mayor revolución industrial de la historia. Después de cientos de miles de años de no conocer más utillaje que hachas, flechas y raspadores, ni más material que la piedra, ni otros sistemas de subsistencia más que la caza, la pesca y la recolección de frutos silvestres y mariscos de rocas, después de esa prolongada tiniebla, durante el neolítico el hombre descubrió simultáneamente la agricultura, la ganadería, la domesticación de animales, la cerámica, el tejido, la construcción de casas; la organización tribal y de poblados; la propiedad privada y la guerra. Estalló entonces una explosión civilizadora sin precedentes que continúa hasta hoy, basada en la innovación, la curiosidad, la creatividad, el derecho de equivocarse una y mil veces; es decir, basada eminentemente en la autocrítica que empuja al progreso.

Hay una, y está en guerra

Cuando se produjo la perestroika y se derrumbó el comunismo (1989), dos norteamericanos plantearon sendas tesis acerca del futuro político global. Por un lado, Francis Fukuyama, planificador político del Departamento de Estado, sostuvo que la democracia liberal y la economía libre podían ser consideradas el fin de la historia ya que en el nuevo estadio se corregiría y mejoraría el camino andado, pero no habría ya más saltos en busca de otros caminos diametralmente diferentes.

Cuatro años después se publicó otro best-seller, Choque de civilizaciones, en el que el politólogo de Harvard Samuel Huntington explicaba que la última fase de las guerras no será ideológica ni económica, sino cultural. Desde la paz de Westfalia de 1648 hasta la Revolución Francesa, las guerras fueron entre príncipes. Después, hasta la Primera Guerra Mundial, fueron entre naciones. Luego entre ideologías. Las próximas, serían entre civilizaciones.

11-S/11-M parecerían haber confirmado la proposición de Huntington y refutado la de Fukuyama, pero ello es así sólo si uno considera que la Tercera Guerra Mundial en la que estamos sumidos es una embestida del Islam y no del islamismo, o sea el intento político de imponer la forma más violenta del Islam en el orbe entero.

El problema no es la religión musulmana, sino el feroz despotismo de los regímenes árabes e iraní, campos fértiles del islamismo. Lo que el mundo árabe-musulmán necesita desesperadamente es civilizarse, a partir de una voluntad política de abrir su sociedad y construirla en base del estímulo a la exploración, la vacilación, la disidencia, el libre intercambio de ideas y el progreso.

No hay dos civilizaciones en pugna. Hay una civilización agredida, la occidental, judeocristiana, víctima de un ataque por parte del totalitarismo de turno que como no puede competir con ella sólo atina a intentar destruir sus logros. Los ayatolás iraníes no son socios de diálogo civilizador alguno; son el enemigo que amenaza la civilización en su conjunto y que está teniendo algún éxito en retrotraer al mundo a la Edad Media.

Hay otras civilizaciones, como la china, que han podido tomar distancia de la guerra que contra Occidente ha lanzado el totalitarismo islamista, pero no necesariamente irá a cumplirse el presagio de Huntington acerca de que la civilización sínica finalizará por aliarse a la del Islam.

El único diálogo civilizador que queda a Occidente por emprender, es el que enaltezca la creatividad del hombre y su progreso, uno que puede darse entre la civilización que se ha beneficiado de la libertad por siglos, y otras civilizaciones que Huntington llama «oscilantes»: la hindú, la de los países budistas o las culturas africanas.

Entre ellas, Israel, desde donde escribo estas líneas, puede desempeñar un rol positivo. Ocupa un epicentro geográfico y cultural que podría permitirle ser puente entre civilizaciones, como fue en la antigüedad, cuando se forjó como una cuna de Occidente.

Hace dos mil seiscientos años, el pequeño Israel se encontraba en el centro entre los dos grandes imperios, Egipto y Babilonia. La geopolítica de un siglo posterior lo colocó entre Grecia y el reino que emergía en la Persia de Ciro. Más tarde, entre Europa y Asia. El mundo se ha extendido y el siglo XXI ve dos superpotencias: EEUU y China, y nuevamente puede hallarse a Israel en el centro geográfico entre ellas, avivado por una relación de amistad que lo une a ambas.

El encuentro civilizador está abierto al mundo entero, pero bajo consignas claras que excluyen prácticas brutales nunca relativizables. Habrá quienes prefieran alejarse de Occidente para optar por el rezago, la corrupción y la barbarie, como algunos demagogos latinoamericanos. Y por supuesto hay musulmanes que desean participar del encuentro civilizador, y podrán sumarse al mismo rechazando de raíz y sin medias tintas la violencia que viene secuestrando al Islam e intenta convertirlo en una maquinaria de devastación.

Protestas por el asesinato de Ilan Halimi, torturado durante veintidós días por una banda parisina de mahometanos por ser judío

 

El Catoblepas
© 2006 nodulo.org