Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 49 • marzo 2006 • página 8
De cómo los místicos pasan de la Inquisición y de toda autoridad
y complicación teológica y de su apasionado noviazgo espiritual
La palabra de la cruz
Un soneto del siglo XVI cuyo autor ha tenido cuidado de mantenerse anónimo, reproduce con tanta sencillez como belleza el pensamiento central de los místicos españoles. El cuarteto inicial, «No me mueve, mi Dios, para quererte...» es una puesta en paréntesis de toda la escatología del doble destino, común al zoroastrismo, a los rabinos fariseos, a los musulmanes y a la mayoría de los cristianos, que no han abandonado su primera infancia religiosa. Esta enérgica reducción, coloca en el segundo plano de las vivencias teologales, la pasión del miedo a una voluntad todopoderosa y exigente.
Hay que tener en cuenta que todas esas construcciones teológicas, además de temerosas son complicadas, porque a través de una simbología brillante y variada cuentan el argumento de la salvación de los hombres y su desenlace por la intervención de la divinidad y sus ángeles en el día final de la historia. Y los círculos del infierno y el paraíso, colocados en un espacio fuera del espacio y en un tiempo que está más allá de todo tiempo, todavía hacen más compleja esta visión del mundo y su horizonte trascendente. El miedo y la complicación son en resumen los dos componentes inseparables de esta teología.
En cambio, para el misterioso autor del soneto la predicación del Evangelio no es primero y principalmente una teoría de la felicidad, y su función no consiste en señalar un objetivo único, lo mismo si es interior o trascendente a la existencia mundana. Tampoco es un código de leyes que una autoridad severa impone bajo la promesa de un premio al mérito o la amenaza de un castigo. Ni mucho menos es una técnica para alcanzar el bien propio de la naturaleza humana y evitar al mismo tiempo un daño que la lleve a una definitiva frustración, ni finalmente el anuncio de una acción inmediata de Dios, que predestina graciosamente a sus elegidos a una vida plena, sacándolos de la masa de condenación. En todos esos casos la preocupación central de la doctrina sigue siendo el hombre con sus temores y esperanzas.
Precisamente los últimos versos del soneto dan un vuelco a esta forma de vida y de pensamiento, suprimiendo todas sus complicaciones y transformándola actitud esperanzada del creyente. Pues aunque mi vida no estuviese determinada por ese doble destino, –dicen aproximadamente las estrofas finales– el alma todavía mantendría un amor incondicional hacia su centro silencioso y desconocido. Sobre este esquema inicial, tan sencillo por su formulación como lleno de riqueza por sus efectos en el orden teórico y en la conducta, los místicos ensayan su viaje interior hacia no saben dónde por caminos oscuros, y cuentan sus andanzas con lenguajes diferentes por su estilo, pero igualmente admirables por su perfección.
Este poema, que por su brevedad y precisión se ha convertido en el manifiesto de la espiritualidad del siglo XVI, completa sus dos cualidades, la sencillez y la anulación de un futuro temible, por medio de su estrofa central. Según ella, lo que distingue al cristianismo de cualquier otra especulación filosófica o de una alta contemplación mística, es la veneración por la humanidad de Jesús. Y una vez más su autor pone entre paréntesis todas las circunstancias excepcionales y complicadas de su existencia, empezando por su nacimiento e infancia, sus milagros y curaciones, su misma doctrina, más todavía su resurrección y ascensión a los cielos, y hasta la esperanza de su segunda venida.
Todo esto es objeto de fe y merece la admiración del creyente, pero una vez más hay que decir que es accidental a la revelación, y que la reducción de uno o dos o todos estos teologúmenos no rozan, ni siquiera de lejos, la esencia del mensaje evangélico. El autor del soneto repite las palabras que Pablo escribe a los Corintios en su primera carta: «Cuando llegué hasta vosotros os anuncié el misterio de Dios, pero no con una altísima sabiduría. Porque decidí no saber otra cosa entre vosotros, sino a Jesucristo, y éste crucificado.» La razón de ser de esta insólita teología, que para los filósofos griegos es una estupidez y para los judíos en espera de un apocalipsis triunfal, un escándalo, es tan sencilla como revolucionaria.
Juan de la Cruz
La obra de San Juan de la Cruz, está compuesta de una serie de poesías, algunas de ellas glosadas por desarrollos teológicos en prosa. Una de las más breves y al mismo tiempo más brillantes es la «Llama de amor viva», que va seguida por una «declaración, que trata de la muy íntima y calificada unión y transformación del alma en Dios». Tanto sus cuatro estrofas como los comentarios correspondientes, expresan con total claridad e intensidad las vivencias que encienden el espíritu desde su más profundo centro. Está compuesta en Granada a mediados de 1586 y es por consiguiente la más tardía y la más elaborada de todas sus composiciones de teología mística.
El «Cántico Espiritual» merece capítulo aparte, tanto por las circunstancias externas, verdaderamente excepcionales, de su composición, como por su contenido y forma interna, que lo colocan en primera fila de la literatura española. Juan de la Cruz ha leído muchas veces hasta tenerlo bien memorizado, el Cantar de los Cantares, el poema nupcial que los israelitas incluyen en la Biblia, y que los místicos interpretan espiritualmente. La Inquisición vigila a quienes entran en ese cántico, porque su lectura puede derivar hacia un iluminismo herético, o lo que es peor, hacia una vivencia directa y un amor de Dios, que elevaría al alma del místico hasta ponerla fuera del alcance de cualquier autoridad, y por encima de los mismos inquisidores.
Juan de la Cruz está cautivo de los carmelitas calzados, que se oponen a la reforma de la orden y persiguen a sus protagonistas. Pasa dos meses en Toledo en la cárcel conventual, y después lo encierran en un régimen de incomunicación total, en un hueco de aproximadamente 1,60 metros de ancho por 2,90 de largo, sin ventanas y con sólo la luz que pasa por una rendija de tres dedos. En los nueve meses que van desde Diciembre de 1577 hasta Agosto del año siguiente ha de soportar primero el frío del invierno de la meseta y después los calores de los meses de verano. Sus carceleros no le tratan con demasiado cariño, porque lo someten a una dieta de pan y agua y únicamente le permiten salir los Viernes al refectorio, donde todos los frailes haciendo rueda le azotan en una disciplina circular.
Pero eso es lo de menos. Lo más grave para el reformador del Carmelo es verse privado de escapulario y capilla e impedido de decir misa, pues sólo puede leer el oficio divino aprovechando las pocas y limitadas horas de luz que llegan del ventanuco. A veces Los frailes se reúnen ante su puerta y comentan con dureza la perversidad de los descalzos, dan a entender que la jerarquía ha suprimido todos sus conventos y anuncian que la suprema autoridad de la Iglesia por medio de su nuncio en España, va a poner punto final a tan desgraciada experiencia. A fuerza de oír muchas veces las mismas cosas, Juan de la Cruz empieza a pensar que tal vez tengan razón sus enemigos, y que probablemente él ha equivocado el camino. Pero, a pesar de todas estas circunstancias, consigue componer y retener en su memoria lo que va a ser el núcleo de su obra poética y de sus tratados teológicos.
A los seis meses, su prisión queda atenuada, gracias a la nobleza del nuevo carcelero, que le permite salir breve tiempo de su nicho y hasta le proporciona un cuaderno, pluma y tinta para ayudar a su memoria. Se sabe con toda seguridad que allí compone nueve romances que glosan los tópicos de la teología, desde el comienzo del Evangelio de Juan hasta el nacimiento de Jesús. Pero además escribe o por lo menos memoriza más de treinta liras, que son el efecto de una lectura del Cantar de los Cantares, y en buena medida –aproximadamente la tercera parte– una traducción libre. Otras siete «coplas a lo divino» son ciertamente de Juan de la Cruz y tienen el mismo carácter de contemplación mística del Cántico. En este sentido son su prolongación, aunque no se pueda definir con la misma precisión el tiempo y lugar de su composición.
Cuando llegan los días finales del mes de Agosto de 1578, Fray Juan, que desconoce cuál va a ser el desenlace y la fecha final de su cautiverio, y que además sospecha la crítica situación por la que atraviesa la reforma del Carmelo, decide combinar toda esta actividad místico-literaria con una aventura verdaderamente rocambolesca, preparando su huida de aquella prisión de alta seguridad. Con toda paciencia consigue aflojar los tornillos del candado que cierra su puerta; después, en una de sus cortas salidas, deja caer por la ventana una pequeña piedra pendiente de un hilo para calcular la altura en que está, hace tiras con las dos mantas que le tapan al dormir y las anuda, construyendo una escala que llega casi al suelo. Y el día elegido hace saltar el candado, pasa por encima de la cama de los dos vigilantes que duermen a su puerta, sujeta la improvisada escalera al garfio de hierro del candil, y se descuelga por el antepecho del balcón. Tiene que pasar la noche al descampado, pero ya de madrugada localiza el convento de carmelitas descalzas, que le introducen en la clausura, aprovechando que una hermana enferma necesita un confesor.
Es un momento decisivo en la historia de la mística y de la literatura española. Las hermanas descalzas rodean a Juan de la Cruz y recogen en el papel los poemas que ha compuesto en su cárcel y que recita de memoria. La primera redacción del Cántico Espiritual, la versión libre del poema de amor de la Biblia es el resultado de este encuentro. El cántico no pretende ser un tratado de teología, ni tiene por consiguiente una estructura sistemática, y lo mismo que el original en que se inspira, se presenta como un tempestuoso idilio. La angustia y las quejas por la ausencia del amado, el deseo y la búsqueda ansiosa, la contemplación mutua de la belleza, la intimidad y el gozo de la posesión, todo ello se sucede con la libertad de una aventura y se expresa con el lenguaje lleno de sencillez y profundidad de los enamorados. Sólo más adelante, en una segunda redacción, el poeta invierte el orden de las estrofas sin cambiar prácticamente ninguna, para que el desarrollo de sus sentimientos se pueda traducir en prosa de forma más organizada.
En cuanto a su obra más amplia y minuciosa, la Subida al Monte Carmelo o Noche Oscura del Alma, según los testimonios más seguros y numerosos está escrita en Beas de Segura un mes o dos después de su huida. Por eso mismo el contenido del poema –sobre todo las primeras estrofas, que son objeto de un detallado comentario teológico– tomadas en sentido literal, reproducen con toda exactitud el momento decisivo en que Fray Juan se descuelga en el silencio de la noche «por la secreta escala». El recuerdo muy reciente de estos sucesos le permite ponerlos en verso e interpretarlos como una alegoría de la renuncia del alma a cualquier destino y su entrada en el abismo interior. Así pues, prácticamente toda su obra poética está compuesta, directa o indirectamente, en esos nueve meses mágicos.
La Noche Oscura
La Subida al Monte Carmelo, a pesar de que sus comentarios están sin concluir, es la más extensa de las obras de Juan de la Cruz, y la que expone de forma sistemática y precisa su doctrina mística. El poeta teólogo imagina tres caminos, pero dos de ellos buscan de una u otra forma la felicidad y los bienes propios del hombre. La diferencia está en que la senda de la derecha está equivocada, pues su destino es la fortuna terrena y por eso no podrá nunca alcanzar la cima del monte. Pero la que está a su izquierda y que tiene por objetivo la dicha del cielo y el temor a la condenación, sigue una dirección imperfecta y por eso encuentra continuos recovecos y baches, que retrasan su llegada y la hacen muy difícil. Y todo el objetivo de la argumentación y del dibujo que la acompaña consiste en convencer al lector de que esas dos direcciones están de más, hasta tal punto que si desapareciesen, la subida al Monte, no sólo sería posible, sino mucho más directa y fácil.
Esta doble crítica del eudemonismo es, desde el punto de vista humano, profundamente nihilista, en el sentido de que anula o por lo menos deja de lado cualquier destino de la existencia, tanto inmanente y terrenal como trascendente. El único camino que lleva a lo alto del Monte con toda seguridad es el central, pero ni en su comienzo, ni en su desarrollo, ni siquiera en su término busca bienes positivos, naturales o sobrenaturales. Es una continua renuncia a todo, y el alma que lo elige, según la expresión reiterada de San Juan, sigue en cada momento de su andadura y al final de su ascensión, la nada. Cualquier cosa propia del hombre está ausente de este camino y del monte al que asciende, donde «sólo mora la gloria y honra de Dios», y en ese sentido también su viaje interior es un viaje a ninguna parte.
Las estrofas de la Subida al Monte son seis, pero sólo las dos primeras y en mucho menor grado la tercera, son la base de esta doctrina mística. Los comentarios de San Juan de la Cruz son por otra parte reiterativos, en el sentido de que sus cinco partes son una reflexión a distintos niveles sobre esos diez versos de las liras iniciales. Eso no tiene nada de particular, ya que la idea central en torno a la que gira esta teología es una y bien sencilla, pues únicamente predica la ascensión a Dios por una universal anulación de cuanto aparece ante los sentidos o las potencias superiores del hombre. Por esto mismo el poema que sirve de alegoría a esta renuncia habla de categorías negativas, tiniebla, sosiego, secreto, encubrimiento, celada, huida, velo, y por encima de todas ellas, la que completa el título de la obra, la Noche Oscura.
El primer paso que el alma ha de dar en su andadura, es la renuncia a todos los deseos de los sentidos, y de los bienes correspondientes. Por eso mismo es preciso despreciar los colores, los sonidos agradables, los sabores y aromas, los placeres del tacto, pero también la hermosura, la riqueza y la gloria, la sabiduría de este mundo, las pretensiones de poder o de libertad y cualquier otra clase de bien mundanal. Porque quien niegue y despida el gusto de las cosas está como de noche, a oscuras, o lo que es igual, hay en él un vacío de todo, y en así se cumple el impresionante pasaje de Jeremías: «Miré a la tierra y era vacía y nada y miré a los cielos y no había en ellos luz.» Al contrario, los deseos sensibles, no sólo inquietan y atormentan al alma, sino que la hacen débil y además ensucian su vista y la ciegan, pues este mundo inferior es opaco, y ella sólo podrá alcanzar su objeto a través de un ámbito transparente y por esto mismo invisible. En consecuencia –dice casi literalmente San Juan– para dar siquiera sea un solo paso en la ascensión al Monte, hace falta carecer de todos los apetitos, por mínimos que sean.
Los libros segundo y tercero de la primera parte son los más amplios de todo el comentario teológico, y los más ricos en doctrina. La Noche Activa del Espíritu, siguiendo con la misma idea central de toda la obra, enseña que no sólo los sentidos, sino las potencias del alma han de renunciar a sus objetos propios, porque según la teología mística, únicamente es posible decir y pensar de Dios lo que no es, porque se entra hasta él a través del no saber. En este sentido, la función de las tres virtudes llamadas teologales es eminentemente negativa, pues la fe suprime todo entendimiento; la esperanza hace en la memoria-vacío de toda posesión; y la caridad, desnudez de todo afecto en la voluntad. Una vez más el viaje que el alma emprende hacia su interior y su centro, termina en un abismo sin fondo ni contornos.
Según esto, la fe no es un conjunto de creencias positivas, sino todo lo contrario, una negación continua de todos los contenidos intelectuales, dicho de otra forma, un vacío y oscuridad del entendimiento, que termina en un no saber absoluto. Porque como Dios es, no sólo desconocido, sino además imposible de conocer, cualquier noticia que de él se adquiera será un impedimento y un camino desviado para alcanzarle. Es cierto que todas las criaturas poseen, unas más y otras menos, una semejanza y como una huella de Dios, pero la relación inversa es falsa, pues la entidad divina mantiene hacia el mundo una distancia infinita y es por eso mismo inaccesible a la inteligencia natural, cuando razona por medio de esas realidades limitadas.
Pero también hay que renunciar a todas las representaciones que el alma recibe por vía sobrenatural, lo mismo las que llegan a través de los sentidos externos o de la imaginación, porque ninguna de ellas puede, ni lejanamente, ayudar al conocimiento de Dios. Y todavía más, es preciso dejar de lado las revelaciones que el espíritu recibe directamente, tanto las que descubren al entendimiento verdades desnudas, como las que manifiestan secretos y misterios ocultos. En cuanto a las palabras y sentimientos interiores, si son fabricados por el alma recogida con la ayuda de Dios, tampoco se ha de parar en ellos, y si por el contrario producen aquello mismo que significan, no se han de estorbar ni deshacer por ninguna actividad. En resolución el entendimiento, igual que los sentidos, tiene que entrar en la noche oscura y vaciarse por la fe, negando todo su posible contenido.
El tercer libro de la Noche Activa, sigue ordenándose de acuerdo con un sistema y método escolástico y apoyándose en el único principio de la teología negativa. Según ella, no sólo es necesario anular cuanto se conoce por el entendimiento o los sentidos, sino renunciar además a cualquier posesión. Y para conseguirlo hay que vaciar la memoria, pues en la medida en que se va desposeyendo de todas las vivencias que ha almacenado y archivado y que forman la trama de la vida, en esa misma medida da lugar a la esperanza, que por definición se proyecta sobre lo que todavía no se tiene. Pero este desprendimiento ha de ser total y extenderse a todas las situaciones sensibles o intelectuales, lo mismo naturales que sobrenaturales. Y esto por una razón muy simple, y es que Dios no puede estar contenido en el tiempo, ni ser reducido a cualquiera de las categorías existenciales, pues las trasciende todas y está en un inalcanzable más allá y en un futuro absoluto. El tratado sobre la memoria y la esperanza es relativamente breve, pero mejor que todos los demás declara el carácter inacabado de la vida humana, y en este sentido el desarrollo teologal de Juan de la Cruz es paralelo a la fórmula acuñada por el propio Martín Lutero: «El cristiano no sabe lo que espera, pero sabe que espera.»
Esta vía purgativa de los sentidos y las potencias se completa con la tercera y suprema virtud teologal, la caridad, que hace vacío en la voluntad anulando sus gozos y despreciando los bienes correspondientes. En este punto los desarrollos teológicos de Juan de la Cruz son muy amplios, pero al mismo tiempo fáciles de seguir y de entender. Siempre de acuerdo con los principios de una teología negativa, es preciso renunciar a los bienes temporales –la riqueza, los estados y oficios mundanales, la mujer o marido y los hijos– pero también a los naturales –la salud, gracia y belleza del cuerpo o la inteligencia y agudeza del espíritu– y desde luego a los sensuales, que caen dentro de los cinco sentidos corporales y de la imaginación.
En el otro extremo de la escala, es necesario dejar de lado los bienes sobrenaturales, como son los milagros de toda clase, dar la vista a los ciegos, resucitar los muertos, anunciar el porvenir, o echar los demonios, porque poca o ninguna atención merecen ni son medio para llegar a Dios. Y hay que olvidarse incluso de cuanto produce un gozo en el espíritu, como son las imágenes de los santos, los oratorios o templos, las ceremonias que no respetan la sencillez de la fe, la retórica de los predicadores, y también posiblemente –el tratado ha quedado interrumpido en este punto– los libros devotos, los confesores y directores de conciencia. En medio quedan los bienes morales, es decir, las virtudes y obras de misericordia y la guarda de la ley de Dios, pero de acuerdo con el dibujo que resume la subida al Monte Carmelo, todo esto sólo aprovecha plenamente cuando se hace desinteresadamente y por puro amor, sin atención a los provechos temporales o eternos que el alma puede sacar de su cumplimiento.
Queda el último tramo de ascensión, y de él habla Juan de la Cruz en otros dos tratados, donde la purificación es obra de Dios, mientras que el hombre se limita a sufrir pasivamente privaciones en su sentido y su espíritu. La primera parte de esta Noche Pasiva, es relativamente fácil de comprender, porque consiste simplemente en que el principiante, se ve gradualmente sometido a una sequedad y un vacío de los sentimientos en que antes descansaba con placidez. El objeto de esta enérgica purga, dolorosa y con frecuencia muy larga, es suprimir toda huella de los vicios capitales, pero muy especialmente de la soberbia y envidia, que amenaza a quienes continuamente disfrutan en alto grado de estos consuelos, y la gula espiritual cuando alguien desea que se mantenga y se aumente el sabor y la cantidad de los alimentos interiores. Después de esta segunda oscuridad del sentido, el alma no busca ninguna felicidad propia.
Falta todavía que las tres potencias espirituales estén sometidas a esa misma acción purificadora, y que toda la vida parezca destinada a la frustración. El propio San Juan de la Cruz, poco tiempo antes de trazar el diseño y escribir las poesías de la Subida al Monte ha pasado por una experiencia existencial cuyos padecimientos describe prolijamente en la Noche Pasiva del Espíritu. Sin poder moverse de su celdilla y sin hacer nada de su parte, oye a diario hablar frente la puerta a sus carceleros, siente que su obra de reforma ha sido un fracaso, que él ha sido culpable del daño de muchos y que tal vez Dios mismo le haya abandonado. Y justo en el momento en que acepta esa anulación total y esa renuncia a cualquier destino, justo entonces un irresistible impulso interior le estimula a lanzarse «por la secreta escala» al abismo oscuro de la noche de Toledo.
Teresa de Jesús
En el mismo año de 1577 en que Juan de la Cruz ingresa en prisión, la otra gran reformadora del Carmelo, Teresa de Jesús, con un ruido y flaqueza de cabeza que la atormenta desde hace meses, y protestando que no sabe entender ni decir negocios de oración, pero en fin obligada a ello por la obediencia, empieza a redactar en el convento de San José de Ávila, su libro central. Le llamará «El Castillo Interior» o también «Las Moradas», porque imagina el alma como un palacio formado por una sucesión de estancias concéntricas y cada vez más luminosas, como que en su centro está Dios, que es un sol que da luz y calor. La descripción de cada una de estas habitaciones y de los momentos por los que ha de atravesar el espíritu en su viaje interior está escrito en una prosa insuperable, por mucho que su autora se queje de no haber estudiado letras.
Las tres primeras moradas se corresponden con lo que San Juan llamaba la noche activa y otros teólogos la vía purgativa. Al principio de todo el alma está muy metida en el mundo, pero como tiene buenos deseos, se encomienda a Dios, muy de tarde en tarde, nada despacio y lleno su pensamiento de mil negocios. Los que tienen la suerte de entrar en el segundo aposento meditan, con la ayuda de libros o sermones sobre la vanidad y caducidad de la riqueza, la honra y cualquier otra prosperidad mundanal, que termina sin remedio en la muerte. Este momento de tránsito es verdaderamente decisivo, pues los sentidos y las potencias están solicitados en dos direcciones opuestas, y tanto pueden seguir su camino hacia el interior como volver hacia atrás y quedar presos para siempre de las cosas exteriores.
Las almas que han llegado a la tercera morada son al parecer muy abundantes pero tienen un carácter contradictorio. Por una parte evitan todos los pecados, incluso veniales, son amigas de hacer penitencia, dedican su tiempo a la meditación y practican la caridad con sus semejantes, pero como gastan bien su vida no se pueden explicar por qué se les cierra la puerta «para llegar hasta el Rey, por cuyos vasallos se tienen». La razón de esto es que no están todavía limpias de sus imperfecciones ocultas, y así por ejemplo, si son ricos sin hijos ni nadie que les herede y tienen sobrado para vivir, tal vez una falta grave o leve en su hacienda les hace perder el sosiego. Si alguien les desprecia o simplemente no hace caso de ellos, quedan durante cierto tiempo con una inquietud tal que no se pueden valer. En cuanto a sus penitencias –dice Santa Teresa casi literalmente con su sentido del humor– son tan concertadas como su vida. «Quiérenla mucho, para servir a nuestro Señor con ella, que todo esto no es malo, y ansí tienen gran discreción en hacerlas, porque no dañen a la salud. No hayáis miedo que se maten, porque su razón está muy en sí.»
Hay algunos, que gracias sobre todo a la imitación y obediencia de otros maestros espirituales desengañados del mundo, consiguen entrar en una habitación cuarta y correr la mitad del camino de ese viaje, donde la iniciativa ya corresponde a Dios, y el alma recibe pasivamente su acción. Según Santa Teresa, quien atraviesa por este estado, que ella llama oración de quietud, siente en sí mismo como un agua manantial, que para llegar a su centro y lograr su efecto, que es la dilatación y ensanchamiento del corazón acompañado de mucho sosiego, no precisa de acueductos ni canales ni de ningún artificio ni operación hecha por la mano del hombre. Sobra aquí la actividad del entendimiento y sobra también la imaginación y el ejercicio de las meditaciones, pues en esta obra de espíritu «quien menos piensa y quiere hacer, hace más».
Las tres últimas moradas se corresponden con los pasos sucesivos, seguidos por quienes tratan de unirse en matrimonio de amor. Cuando el alma entra en la quinta celda y llega a la oración de unión, esto todavía no es el noviazgo espiritual, sino «como por acá, cuando se han de desposar dos, se trata si son conformes, y que el uno y el otro quieran, y an que se vean, para que más se satisfagan el uno al otro». Es también un momento de tránsito y el alma que atraviesa por él no sabe dónde encontrar sosiego, después de haber abandonado forzosamente su estado de reposo. Santa Teresa en una comparación verdaderamente feliz, supone que el paso entre la cuarta y la quinta morada y el camino entero del viaje espiritual, es semejante a la metamorfosis de un gusano de seda, que a fuerza de trabajar consigue encerrarse en un capuchito y estar allí quieto mucho tiempo, hasta salir trasformado en una mariposa. Ahora es el momento de dejar el refugio donde se halla, renunciar a todos los contentos y gustos con que disfruta, y entregarse al prójimo, porque sólo esto es señal cierta del amor hacia Dios. «Obras quiere el Señor, y que si ves alguna enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esta devoción y te compadezcas de ella, y si tiene algún dolor te duela a tí... Esta es la verdadera unión con su voluntad.»
La descripción de la sexta habitación es la parte más amplia del texto de la madre Teresa –hasta once capítulos– y se corresponde con el desposorio o noviazgo que Juan de la Cruz ha puesto en verso en su «Cántico Espiritual». Dios se acerca todavía más al alma enamorada, y como sucede en un cortejo, unas veces se presenta y otras desaparece, pero «este dolor sabroso, y no es dolor, ... aunque está algunas veces rato, quítase y torna: en fin nunca está estante». Tal situación ambigua produce sentimientos contradictorios en quien la goza y la sufre, porque tan pronto el esposo habla desde dentro con palabras que no se saben decir pero causan sosiego y quedan bien escritas en el corazón durante tiempo, como guarda silencio y permanece ausente, y entonces se quiere morir y dejar el mundo para volver a disfrutar de esa deliciosa compañía.
A veces el alma experimenta un placer espiritual unido a un sentimiento de libertad absoluta, dicho de otra manera, un júbilo tan excesivo «que no querría gozarle a solas, sino decirlo a todos, que la ayudasen a alabar a nuestro Señor». A veces siente la compañía invisible de la misma humanidad de Jesús, o tiene en su imaginación una visión, la más hermosa y de mayor placer, pero al mismo tiempo la más espantosa, porque su grandísima majestad la llena de temor y de respeto. O alcanza visiones intelectuales que la llenan de confusión, como cuando descubre que Dios ve todas las cosas en sí mismo, o que es un palacio grande y hermoso, dentro del cual hace sus maldades, pues no se puede apartar de él. Y todos estos encuentros y desencuentros juntos la preparan para que ya nunca pueda separarse de quien la ha elegido por esposa.
El último estadio de esta viaje interior es la unión constante y segura del alma y de su Creador. El matrimonio espiritual –como todos los otros matrimonios– es prosaico, pues ya dejó atrás el romanticismo apasionado y poético del noviazgo o desposorio. Las palabras con las que Jesús introduce a Teresa en esta última y central morada, tienen toda la precisión y contundencia de un contrato: «Ocúpate de mis cosas, que ya me ocuparé de las tuyas». Desde ese momento los arrobos, las visiones y palabras internas desaparecen o pasan a un segundo plano. El alma ya no se preocupa por su destino, y totalmente olvidada de sí quiere seguir viviendo muchos años y padeciendo grandísimos trabajos, y su vida adquiere sentido en sí misma.