Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 49 • marzo 2006 • página 11
La pintura de Velázquez, Vieja friendo huevos, a partir de los presupuestos del Materialismo Filosófico: el análisis de una obra artística ha de tener en cuenta sus dimensiones sintácticas, semánticas y pragmáticas sin olvidar su conexión con las configuraciones circulares, radiales y angulares constitutivas del mundo heredado
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Hacia 1618, Velázquez cubre la «superficie» del lienzo, que hoy conocemos como Vieja friendo huevos (expuesto en la National Gallery of Scotland de Edimburgo) con su reposado pincel. Una mujer, una vieja sentada ante un anafe de barro, fríe huevos. Le asiste un muchacho, un niño. Ambos posan con un solemne equilibrio «en el medio de las cosas», de los objetos. Se ha hablado de incomunicación de ambos personajes: las miradas no se cruzan. Pero el cuadro constituye el ejemplo más claro de la comunicación representada, si no reducimos la comunicación a las miradas (a la contemplación), y aunque las incorpore, sino a las operaciones (a las «ceremonias» y a las «instituciones»), porque la comunicación entre los sujetos no es posible sin los objetos. Este es el meollo del asunto. Vamos a desmigarlo.
Hay en el cuadro una gran variedad de objetos. El mozo, de rostro iluminado, abraza una hermosa pieza de melón y, con su mano izquierda, avanza una garrafa de vidrio (se ha dicho que con vino). La mujer maneja el cucharón de madera, «cuenca de la más antigua mano del hombre», mientras tiene preparado otro huevo con la zurda: se ha hablado de símbolo de regeneración. Al fondo, colgados de la pared, aparecen un pajizo cabás y varios candiles de bronce. Pero el pincel de Velázquez también nos ha representado un plato blanco sobre el que reposa un escorzado cuchillo, un mortero de bronce, dos jarras de barro, un recipiente de bronce apoyado en el anafe, sobre el cual, en una cazuela de barro, se fríen dos huevos.
Probablemente haya que reconocer que la vieja represente, en cierta manera, la experiencia portando en su mano izquierda el huevo como símbolo de la regeneración y el mozo simbolice la transparencia de un fruto aún por abrir. Pero más allá de este simbolismo, más o menos convencional, hay un sesgo operatorio. El centro del cuadro esta clausurado por el juego de las manos. En este sentido no hay naturaleza muerta: el bodegón aparece con todas sus características genuinas, pero orientando las ceremonias de los sujetos. En la ceremonia de freír huevos se conjugan las operaciones de la mujer y del niño. Las miradas del niño y de la vieja no se cruzan porque lo que se cruza son las manos y, por ende, los cuerpos, en un sistema de operaciones canalizadas por la ceremonia de freír huevos. Las operaciones cobran sentido a través de los objetos, los cuales, a su vez, reclaman a los sujetos. El cuadro, pues, encierra un mundo en las dos dimensiones determinadas por el lienzo. El entretejimiento de las operaciones (quirúrgicas) queda patente mediante el recurso del artista a la composición de un aspa: mano derecha con mano derecha, mano izquierda con mano izquierda, «con solución de continuidad»: a través de los objetos.
La obra Vieja friendo huevos describe una ontología de los cuerpos. Pero los cuerpos no cobran toda su importancia, la plenitud de su corporeidad, si no es a través de las «instituciones culturales» (dialelo) entre las que el cuerpo aparece como una más: este anafe, aquí, que nos remite a un complejo de instituciones culinarias y gastronómicas; esa escudilla, ahí, que nos pone ante la paciente obra del artesano. Pero también la sabiduría y la experiencia de la vieja que fríe huevos. La experiencia de la vieja no puede ser otra cosa que el regressus de las instituciones que nos remiten, de una en otra, hasta el núcleo basal que quepa reconocer en cada cual. Acaso un torno de alfarero, acaso un percutor prehistórico, acaso el fuego mismo. ¿No ha tenido que hacer este regressus Velázquez para poder progresar sobre el lienzo? Escudillas, artesas, recipientes, morteros, candiles, &c., cuando son vistos como naturalezas muertas, responden a una consideración distributiva de los mismos objetos. Pero el artista, al disponerlos en la superficie de este lienzo, así, engranados en las operaciones, en la ceremonia de freír huevos, los acoge bajo una perspectiva atributiva. Aquí reside la unidad del cuadro. ¿Significa ello que no se pueda poner en conexión ésta con otras obras de Velázquez?, ¿significa su clausura en la inmanencia de este lienzo?
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Otra serie de telas se pueden poner en conexión con la Vieja friendo huevos, atendiendo no sólo al arco temporal de la etapa sevillana que culminaría hacia 1623, sino también a la forma de las composiciones y a la temática. Pensemos, por ejemplo, en los titulados Tres músicos (1618?), Dos jóvenes a la mesa (1618?), Criada con la cena en Emaús (1618?), Cristo en casa de Marta (1619-20), Muchacha y dos hombres a la mesa (1620), Tres hombres a la mesa (1620) o El aguador de Sevilla (1620). El género costumbrista, el bodegón y la materia muerta serían sus notas características amén de su factura tenebrista.
En todas estas telas hay algo común; podemos reconocer perfiles, colores, poses, luces y sombras y hasta personajes de los que habría que decir que son los mismos (luces y colores, idénticas poses, los mismos personajes). Porque la vieja freidora de huevos es la mujer que aparece pintada en la tela titulada Cristo en casa de Marta. Igualmente, se reconoce la pose del muchacho que ayuda a la vieja en la del niño que recoge una copa de agua en El aguador de Sevilla. Diremos lo mismo de otras expresiones y acciones de los personajes, pero también de los objetos (los panes, los cuchillos, los morteros, las escudillas). En estos cuadros, Velázquez representa «todo un universo». Pero ¿qué significado tiene decir que tales personajes son los mismos? ¿qué se afirma con que tales objetos son iguales? ¿a qué puede ir referida tal «igualdad» y tal «identidad» de las acciones y ademanes? Como la freidora de huevos coincide con la vieja que aparece en Cristo en casa de Marta, es corriente el dicho según el cual se trata de la misma mujer que fríe huevos, pues acaso Velázquez haya utilizado sus modelos femeninos caseros, como queriendo decir que la verdad de la pintura esta en el modelo. Pero esto presupone –aparte de cierta concepción descripcionista de la pintura– pensar que el «modelo» no es ya un término interno al campo de la pintura: ¿acaso no hay que interpretar el modelo, ya, cuando es «analizado» por el pintor como materia representacional, como un término formal interno (a la interioridad superficial del lienzo) al campo de la pintura? El personaje, la acción, el objeto que se «repite», apareciendo en más de un cuadro, forma parte del «universo pictórico del artista»: por supuesto, un universo pictórico no clausurado que conecta y concatena con el de otros pintores reproduciendo, por ejemplo, modelos, como cuando el soldado de la Batalla de Cascina de Miguel Ángel aparecía reproducido en La Bacanal de Tiziano, y dando lugar, a través de estas concatenaciones, a un campo más amplio, coincidente con la misma categoría de lo pictórico. Así, sería posible comprender Las Meninas de Velázquez a través de las de Picasso como Las Hilanderas a través de Tiziano.
Para entenderlo de esta manera, hay que regresar a la obra pictórica considerada como una suerte de «institución» que guarda cierta analogía con las ciencias. Se trata de resaltar su idiosincrasia técnica, constructiva: las ciencias, en este sentido, son construcciones operatorias cerradas. Cabría ver la pintura como una suerte de campo cuya unidad vendría dada por la confluencia de multiplicidad de configuraciones sintácticas, semánticas y pragmáticas. Pero, al contrario que las ciencias, la obra de arte, en este caso la pintura, no se caracterizaría por un cierre gnoseológico esencial, aun cuando muchos de los procesos y operaciones que lo caracterizan estuviesen cerca del cierre esencial. Y ello, sobre todo, porque la obra pictórica no habría que verla tanto dirigida a los objetos de la realidad cuanto a los objetos de su propia realidad (inmanentes): la pintura no tendría un carácter «alegórico» sino «tautogórico». Si la «Ciencia» en general es una idea metafísica y lo realmente existente son las diferentes ciencias, inconmensurables entre sí, habremos de decir, modificando lo mutable, que no hay que confundir la idea de «Arte» con la multiplicidad de categorías artísticas realmente existentes. En nuestro caso hablaríamos del campo de la pintura. Un campo que esta siendo construido y demolido, analizado y criticado, por el hacer de los propios pintores, pero del que los pintores, en tanto que sujetos operatorios –lo mismo que el público–, constituyen parte formal. La categoría artística de la pintura se nos presenta, pues, como una totalidad –análoga a la totalidad constitutiva de una ciencia–. Es en el contexto del campo pictórico donde cabría reconocer cierta unidad a la tela Vieja friendo huevos.
En rigor ni siquiera cabría hablar del campo de la pintura en general. Al menos, cuando nos atenemos a los términos, las diferencias entre una pintura al fresco, al temple, al óleo o a la acuarela imponen determinadas características que las hacen más propias para unos asuntos que para otros. Es como si los propios términos materiales, instalados en una tradición, impusieran su propio marco normativo; ello significaría que las normas, como figuras pragmáticas del campo pictórico, deben ser interpretadas realizándose a través de los contextos sintácticos y semánticos (no hay separación aunque haya disociación). Decimos esto sin perjuicio de que la acuarela, o las ceras, se incardinen en el proceso de elaboración de una obra cuyo resultado final sea un óleo. Sabemos que muchos pintores han desarrollado bocetos, rasguños o trazos con otros materiales diferentes antes de llegar a la obra final: el Guernica mismo fue antecedido por un gran número de bocetos a lápiz y a óleo; por cierto, un centenar de estudios preparatorios que cobran toda su relevancia desde el Guernica, ya concluido, que desempeñaría la función de contexto de justificación de esos mismos bocetos. Porque es desde el mismo Guernica desde donde cabría ver los bocetos y trabajos preparatorios como términos formales de la obra (el caballo, el toro, la mujer); unos términos formales que por otra parte nos remiten a los autologismos del sujeto gnoseológico Pablo Picasso, en el eje pragmático. Tenemos, entonces, que los autologismos del pintor –pensemos asimismo en las sanguinas de Leonardo– no quedan reducidas al ingenio subjetivo sino al ingenio objetivo que constituiría la misma obra. Ello pone, de paso, de relieve la vinculación solidaria entre las dimensiones sintáctica, semántica y pragmática.
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Así pues, cada categoría artística debe ser concebida como una totalidad formada por tres ejes: sintáctico, semántico y pragmático. Atendiendo al eje sintáctico, pero sin excluir alusiones a los ejes semántico y pragmático, cuando fueran necesarias para nuestro propósito, cabría dibujar siquiera mínimamente las figuras gnoseológicas de la categoría pictórica: los términos, las operaciones y las relaciones.
No resulta nada fácil discriminar aquellos términos que desempeñan un papel formal de los que ejercen un papel material, porque acaso la distinción haya que hacerla desde una obra determinada, ya concluida, a la manera como en las ciencias estaríamos llevando a cabo distinciones de figuras gnoseológicas, pero partiendo de una ciencia ya en marcha, es decir, en la que se están dando cierres a distintos niveles. Sin duda, los pigmentos, aglutinantes y disolventes caen de lado de los términos materiales. Pero no está nada claro si el pigmento utilizado en un caso concreto –el fondo rojizo en el «Velázquez sevillano» era debido al uso de tierra de Sevilla en polvo aglutinada con cola y aceite de linaza–, a partir de determinado momento, debe ser considerado como un término material o como un término formal. Sí parece más claro interpretar como términos materiales los elementos químicos u orgánicos que se utilizaban o utilizan en la elaboración de los pigmentos: el blanco de plomo se obtiene a partir del carbonato básico de plomo; el blanco de cinc, usado desde 1834, se obtiene a partir del óxido de cinc; el azul, a partir de azurita, es el hidroxicarbonato de cobre; entre los pigmentos verdes destaca el llamado «tierra verde», el hidroxisilicato de hierro. No hay que perder de vista cómo la «invención» de los colores se ha desplegado a través de una compleja urdimbre histórico-cultural que ha involucrado importantes procesos relativos a sociofactos, artefactos y mitos característicos de un mundo heredado que lo era también de las ciencias. Como términos materiales, habría que considerar también a los componentes de los aglutinantes (huevo, aceite de linaza, aceite de nuez). Estos componentes desaparecerán tras las mezclas pertinentes (quedando segregados gnoseológicamente), dando lugar a las pastas de color que el artista extenderá luego sobre la tabla o sobre el lienzo. El cliente o el intérprete no verán en la obra huevo o aceite de nuez sino un azul mate o un rojo brillante.
Parece indistinto a la obra misma que los soportes sean unos u otros. El soporte, como base sobre la que se ejecuta la labor pictórica (muro, tabla, lienzo, papel, cartón, metal, hueso, cuero, vidrio o piel humana), caería más de lado de los términos materiales, así como las capas de preparación, las de imprimación o las colas (colas de pescado, engrudo, colas vegetales). A la postre, son películas o pátinas que quedarán sepultadas una vez que se hayan extendido en la superficie del soporte las imágenes pictóricas o, en todo caso, las composiciones que el artista hubiera de desarrollar. Es muy importante observar, sin embargo, que el soporte no siempre puede ser interpretado como término material de la obra pictórica. La elección de un lienzo de cáñamo, lino o arpillera puede depender del proyecto inicial del artista y, por tanto, tener un sentido tan formal, al menos desde una perspectiva emic, en el conjunto de la obra, como el tema. En todo caso, no deberíamos confundir las intenciones del artista con la efectividad de su ejercicio que es lo que importa. Los historiadores del arte y los teóricos del arte en general interpretan estos términos materiales como el nivel técnico-constructivo y añaden que este material, en cuanto es elegido por el artista, muda su naturaleza dejando de ser un «material natural» para convertirse en un «material artístico». Sin embargo, no parece tan claro que la pura voluntad del artista lo convierta inmediatamente en material estético.
Desde el materialismo filosófico, la pintura como categoría artística se ejerce en un plano bidimensional, de ahí que haya que interpretarla, frente a la arquitectura, como un arte superficial. Es preciso tener en cuenta esto para comprender con claridad y distinción el sentido de los términos formales de la pintura. Pues, desde un punto de vista formal, los términos pictóricos han de remitir a las dos dimensiones sin perjuicio de que el pintor quiera representar la apariencia de la tercera dimensión (la profundidad de los renacentistas). El llamado «lenguaje específico» de la pintura es en este sentido un lenguaje superficial. El dibujo como categoría artística, con su propia racionalidad interna, sería, así mismo, un arte superficial con enormes semejanzas con relación a la pintura. No debemos confundir el dibujo como categoría sustantiva con los dibujos en tanto que bocetos o preparaciones de pinturas, porque, en este caso, estaríamos ante términos formales complejos del proceso pictórico, acaso vinculados a los procesos operatorios: a las operaciones, a los fenómenos y a los autologismos. En este último sentido, los dibujos deberán ser interpretados como términos acaso genéricos –es sabido que Vasari consideraba el dibujo como «el padre de las tres artes: arquitectura, escultura y pintura»–.
Los términos formales de este «lenguaje superficial» que constituye la pintura pueden agruparse en dos clases: líneas y colores. La composición de líneas en el cuadro es muy compleja dando lugar a texturas muy precisas en las que cabe reconocer un dintorno –ahora, con abstracción de las apariencias figurativas o no figurativas que estén representadas–, un contorno, constituido por el mismo marco del cuadro, y un entorno. La tabla La Adoración del Cordero Místico de Van Eyck está cerrada por su contorno de madera y su entorno son el resto de tablas que forman parte del Políptico de San Bavón de Gante. Por cierto, un conjunto de tablas cuyas vinculaciones recíprocas son formales con relación al campo pictórico y no simplemente materiales. Cabría, incluso, interpretar un conjunto de obras, con relación a otra obra determinada, como su propio entorno. Las líneas como términos formales pueden ser el resultado de la yuxtaposición de superficies que en el eje semántico nos remitirán a referenciales (perfiles que ocultan dibujos preparatorios, pinceladas que se prolongan o se ocultan) y operaciones fenoménicas (acaso la huella del pincel nos esté remitiendo a este utensilio mismo como un operador). La línea, como término gnoseológico, puede tener un comportamiento plástico muy diverso: puede ser continua y cerrada, dando lugar a formas acabadas y finitas; pero también puede interrumpirse desapareciendo y reapareciendo. La línea, dando lugar a contornos y dintornos, no tendría por qué agotarse en las representaciones. El rapto de las hijas de Leucipo (1616-1618) de Rubens muestra un juego de líneas acorde con el dinamismo y movimiento de las figuras. Dependerá siempre del programa iconográfico que se quiera representar. Los distintos programas iconográficos (la decoración del ábside de San Clemente de Tahull; las pinturas de la bóveda de la capilla Sixtina; las telas ejecutadas para decorar el Salón de los Reinos del Palacio del Buen Retiro) presuponen un eje pragmático en el que los dialogismos y las normas articulan todo el programa; en realidad, un programa iconográfico en ejecución no es otra cosa que la dialéctica de las distintas figuras pragmáticas a través de los ejes sintáctico y semántico. El programa iconográfico es mucho más que un programa formal, de ahí que nos inclinemos a verlo como un ortograma ideológico preciso y determinado. En suma, la línea actúa básicamente en el plano, recortando las formas, contorneando, marcando límites entre campos de color. Se advierte el papel de la línea cuando comparamos Las Meninas (1656) de Velázquez con la obra titulada Las Meninas, de Velázquez (1957) de Picasso. Las líneas en esta segunda obra han analizado la obra de Velázquez, demoliendo la composición barroca y dando lugar a una nueva –nuevos contorno y dintorno– en la que se conservan, pese a la diamorfosis operada, superficies, retículas y contornos identificables. Ahora bien, las líneas como términos formales se dan a través de figuras o de imágenes: serán perfiles de rostros, marcos de ventanas, contornos de lienzos, figuras geométricas... La mandorla en la que se inscribe el Cristo Todopoderoso de San Clemente de Tahull constituye una línea curva cerrada: entorno, contorno y dintorno se conjugan aquí conforme a una plástica verdaderamente superficial, aunque el soporte sea curvo.
La otra clase de términos formales está constituida por el color (con mayor rigor, manchas de color). Ya no interesan aquí los pigmentos ni los procesos de mezcla, aglutinación o disolución que conducen a ellos. Lo que importa son los colores que, anejos unos a otros en el espacio bidimensional de la pintura, aparecen dando lugar a líneas o siendo enmarcados por ellas. Para Cézanne «lo único verdadero son los colores. Un cuadro no representa nada más que colores». Se ha tratado de establecer una distinción entre las escuelas florentina y veneciana a partir de la oposición línea-color. Sin embargo, sería interesante investigar si esta oposición no es mas intencional que efectiva dada acaso en el eje pragmático –en la figura de las normas o de los dialogismos– pero no directamente en el eje semántico o en el sintáctico. Los colores de los objetos en la «naturaleza» (teoría de la mimesis) hay que entenderlos analizados e interpretados ya por el artista, probablemente a partir de la experiencia del mundo heredado que lo envuelve (sociofactos, artefactos y mitos). En este punto, se entraría en conexión con la figura de los fenómenos en el eje semántico. El color, en tanto que término formal del campo pictórico (el corpiño marrón de la freidora de huevos de Velázquez, el vestido verde de la esposa Arnolfini de Van Eyck, el sillón rojo de El sueño de Picasso) desempeña un papel autónomo –segregado de su carácter de signo distintivo de los objetos–, como componente de un sistema formal ordenado, relativo al propio cuadro, a la obra del artista o a la de otros artistas, con una existencia propia diferente de la «natural». El artista conoce las «leyes» de los colores (colores fundamentales, elementales o simples; colores primarios, secundarios, complementarios) que, en cierta manera actúan aquí como un marco normativo, aunque ello no obsta para que determinadas «escuelas» a partir de una red de dialogismos iniciales posibiliten la cristalización de un marco normativo, con sus propias «leyes», en cierta forma inaudito (acaso cupiera ver así las vanguardias). Esto hay que entenderlo también como un proceso de análisis y demolición que, cuando nos atenemos a un plano ya no abstracto sino existencial, supone la conexión de componentes sintácticos dándose a través de dialogismos y operaciones con términos fisicalistas. La clasificación de los colores como cálidos y fríos permite al pintor utilizarlos como relatores. Unos relatores que, una vez «descubiertos», han llevado a la Academia a reservarlos para el primer término del cuadro mediante normas y convenciones institucionalizadas. Los colores no son ni organizados (operaciones de aproximación y separación) ni percibidos aisladamente. Al contrario, están en mutua y estrecha relación, hasta el punto de que la calidad de un color dependía para Delacroix de los colores a los que iba asociado. Los colores son términos formales sintácticos que tienen su correlato semántico a través de manchas fisicalistas de extensión más o menos variable, organizadas en imágenes o en partes de imágenes conjugándose con las líneas en tanto que términos simples para dar lugar a formas complejas. El óleo titulado La infanta Margarita (1655) de Velázquez no sólo es un retrato (una imagen de la infanta que supone los morfismos del autor como sujeto operatorio y del espectador en tanto que sujeto intérprete). En él, la calidad pictórica de las pinceladas ejecuta una manera precisa de extender el color (los reflejos sombreados) que a muchos «recuerdan» los retratos de Renoir. A este respecto habría que interpretar este «recuerdo» como el ejercicio de un dialogismo (en el que algo tiene que ver el público intérprete y la crítica).
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Cuando atendemos a las diferentes transformaciones de las imágenes pictóricas, a partir de líneas y colores, de la utilización de escorzos, de la representación del volumen mediante el llamado «modelado» (representación de valores volumétricos que se reconocen como propios de la escultura), mediante lo que, en el plano epistemológico, se denomina «engaño óptico», estamos en el sector de las operaciones. El pintor, en tanto que sujeto gnoseológico, procede por composición o por división. El sujeto pictórico, el artista, como sujeto operatorio es un sujeto corpóreo, no una mente, «un ego cartesiano» o una «conciencia kantiana», sino un sujeto corpóreo dotado de manos, laringe, &c. Sobre todo, las operaciones del pintor son, en todo su significado, operaciones quirúrgicas. Es a través de estas operaciones manuales, mediante instrumentos que harán el papel de operadores (las moletas –las moletas y muelas que se utilizaban en la preparación de los pigmentos–, las espátulas), cómo el artista ensambla conjuntos de líneas y de colores dando lugar a imágenes que se despliegan en el espacio antropológico, cuando son analizadas desde un punto de vista semántico.
Generalmente, desde la llamada Teoría del Arte se suele hablar de «proceso creador» haciendo referencia al curso de las operaciones del pintor ante la obra. Pero desde el punto de vista del materialismo filosófico hay que huir de este tipo de pseudoconceptos de raíz espiritualista. No se trataría tanto de un proceso creador cuanto de diferentes cursos operatorios en los que tiene lugar múltiples conexiones entre anamnesis y prolepsis concatenadas dentro del campo de la categoría pictórica. La obra pictórica (el cuadro, el mural) hay que verlo más como un ingenio objetivo conectado a las anamnesis procedentes de otros ingenios objetivos. Acaso, con relación a la arquitectura, la diferencia esté en la simultaneidad entre los momentos conspectivos y los resolutivos en la factura del cuadro. Esto explicaría el hecho según el cual, en el caso de la pintura las operaciones de artista pueden intervenir modificando el proyecto original, desde el principio hasta el momento final. Pero, entonces, no cabría hablar de proyecto de la obra en el mismo sentido en que hablamos de los planos de un edificio.
Son operaciones relativas a una obra determinada los primeros tanteos o estudios preparatorios (esbozos, bocetos, apuntes, borrones, borroncillos, dibujos previos, esquemas compositivos, estudios de detalle, &c.). A través de estas operaciones, que sin duda constituyen muchas veces autologismos y acaso también dialogismos, el ensayo de pinceladas o modos de otros pintores, por ejemplo, el sujeto pictórico puede ir pergeñando el conjunto de su pintura. Una vez finalizada la obra, la multiplicidad de estudios y apuntes constituyen términos formales de primer orden cristalizados en el proceso operatorio pero que han quedado segregados de la misma en tanto que operaciones. Estos bocetos nos ponen ante el proceso operatorio de la obra y representan algo análogo a lo que el campo de la Historia serían las reliquias. El cuadro de Velázquez, La rendición de Breda, estuvo precedido por una serie de apuntes al carboncillo sobre papel. Hoy, custodiados por la Biblioteca Nacional, sabemos que uno de estos apuntes no fue utilizado, pero el referido a la figura de Spínola parece ser «el mismo» que está en el cuadro. El mismo sentido que a los estudios preparatorios habría que dar a los «arrepentimientos»: sin duda Velázquez pintaba alla prima, lo que supone que el momento cospectivo de la obra fuese casi simultáneo al momento resolutivo; al menos esto se demostraría en algunos cuadros donde las radiografías nos revelan los famosos «arrepentimientos» como en el Felipe IV, cazador (1634-1635). En el caso de Las señoritas de Avignon estaríamos también ante un gran número de estudios preparatorios. Picasso llegó a trabajar durante meses con bocetos y dibujos antes de concluir definitivamente la obra. En virtud de estos ejemplos tenemos que rechazar tajantemente expresiones como «proceso creador» o «creación artística». Parece que las cosas son más, si se quiere, prosaicas.
Son operaciones también la preparación de soportes (de murales, de caballete), pero que, desde una perspectiva gnoseológica, hay que interpretar como operaciones materiales más que formalmente pictóricas. Ahora bien, sobre todo, las operaciones formalmente pictóricas –quirúrgicas– son las pinceladas mismas. Cada pincelada que da el pintor condiciona el resto del trabajo. Es en el proceso pictórico, pincelada a pincelada, donde tiene lugar los «arrepentimientos» –como en Velázquez– que introducen modificaciones que, cuando son analizadas una vez acabada la obra, nos hablan de algo más que del trabajo del genio. Generalmente, y sobre todo a partir del Romanticismo se ha tendido a ver al artista como una personalidad genial. Sin embargo, el pintor durante la Edad Media y la Edad Moderna siempre ha trabajado en un taller que realizaba gran parte de la obra colectivamente. Desde el punto de vista de la gnoseología materialista que estamos intentando aplicar, habría que rechazar el concepto de «genialidad creadora» no tanto porque los talleres (el gremio) supongan una obra colectiva en la que quedaría diluida la labor del artista: parece ser que Rubens estaba al frente de un taller en el que llegaron a trabajar artistas de renombre como el mismo Van Dyck y Jordaens; el propio Rubens elaboraba los bocetos que luego eran ejecutados a tamaño definitivo, en cuyo programa trabajaban pintores especializados que ejecutaban tareas muy precisas: pintores de objetos, de flores, de paisajes, &c. De lo que se trata es de algo completamente diferente a saber: que el campo pictórico es constitutivo de un «taller colectivo» donde las operaciones de unos pintores, como sujetos gnoseológicos, han de darse a través de las operaciones de los otros. No se trataría tanto de hacer coincidir las obras maestras con una genialidad cuanto de hacer coincidir la genialidad con la confluencia de determinadas obras en un sujeto operatorio. Pero cada obra, a su vez, diaméricamente, es el resultado de cursos operatorios que incluyen anamnesis o «recuerdos» de obras y de sujetos operatorios anteriores –en el proceso pictórico–. Aquí tendrían una importancia determinante los cánones (los «clásicos»).
Hay ciertos contenidos del «taller pictórico» también susceptibles de ser vinculados a la figura de las operaciones. Son contenidos de los que los propios artistas han dado buena cuenta. Velázquez se autorretrata en Las Meninas pero, a la vez, nos muestra el caballete y el reverso del lienzo, mientras tiene en sus manos la paleta y los pinceles; también Courbet se autorretrata portando su equipo de utensilios. El caballete, los pinceles, el cuchillo de templar colores, trapos, esponja, regla, compás o, hasta incluso, los mismos tubos de pigmento deben ser interpretados como operadores, aunque quizás el operador por excelencia sea el pincel: en obras de Tiziano, el Greco o el Goya aún puede verse el rastro de los pelos del pincel. En este sentido resulta muy interesante comprobar cómo las operaciones acaban siendo internas al campo de la pintura en la medida en que no queden segregadas. Las pinceladas, sobre todo a partir del movimiento impresionista, son partes formales de la obra. Cuando reparamos en un lienzo como La cosecha de La Crau de Van Gogh, observamos que los campos de trigo que aparecen en primer término son pinceladas ordenadas en posición vertical; y lo mismo ocurre con la empalizada que aparece en segundo plano. Cada mancha de color amarillo o marrón supone otras tantas operaciones con el pincel. Son esas manchas de color amarillo, dadas en el eje sintáctico, las que nos remiten a imágenes de espigas o de estacas en el eje semántico. Pero, a la vez, estas manchas son la cristalización de las operaciones del sujeto Van Gogh. Por tanto, los operadores desempeñan un papel de primer orden. La espátula no sólo es un mezclador de pigmentos porque también constituye un operador en la medida en que sirva para extender la pintura, para perfilar o para raspar. Sin embargo, otros operadores como el tiento son segregados del campo una vez que se ha dado fin a las operaciones que los emplean. Algunos pintores contemporáneos han pretendido eliminar el sujeto gnoseológico del proceso pictórico ideando sistemas que, en cierta manera, rompían con la tradición del pincel. La técnica del dripping de Pollock supone la utilización de bastones y botes agujerados que actuarían sobre la tela sin tensar colocada en el suelo. Su poética de la Action Paintting presupone una acción gestual rápida sobre el lienzo pero, a nuestro juicio, no elimina las operaciones –separación y aproximación– y lejos, como se piensa, de dar más importancia al «proceso creador» lo que consigue es vincular este proceso aún más al resultado final de la obra.
Hay que considerar ligados a las operaciones los dibujos preparatorios que se presentaban como muestra del encargo. Esto es muy interesante porque en este sentido los clientes también aparecen ante la obra como sujetos operatorios en la medida en que ponen las condiciones –ellos mismos se atienen a las normas– para el programa iconográfico. Así mismo, deben considerarse como operadores los sistemas de cuadrículas (cuando no se emplean medidas a ojo, utilizando el pincel como un operador/relator o el compás) empleados para transferir proporcionalmente un boceto al soporte debidamente preparado. Estas retículas son tan operadores como lo puedan ser los microscopios en Biología. Acaso, en el fondo, la perspectiva tal como era pensada por los florentinos del Quattrocento, como perspectiva escenográfica –una perspectiva que se atribuye a Brunelleschi como descubridor, pero que fue sistematizada por León Battista Alberti en su De pictura– habría que verla como una suerte de retícula característica que permitiría al artista operar con las imágenes en el lienzo. A través de la perspectiva de base piramidal el sujeto operatorio estaría transformando una serie de términos cuyas características bidimensionales tenderían a ser interpretadas como dadas en un espacio tridimensional. La importancia de las operaciones y, por ende, del sujeto operatorio es tan decisiva que Antonio Palomino, en 1724, lo expresaría así al referirse a Velázquez: «Con no menos artificio considero este retrato de Velázquez (se refiere a Las Meninas) que el de Fidias, escultor y pintor famoso que puso su retrato en el escudo de la estatua que hizo de la diosa Minerva, fabricándole con tal artificio que si de allí se quitase se deshiciese de todo punto la estatua». O, dicho en nuestros términos, las obras pictóricas son, ante todo, artes fenoménicas.
Por esta razón, tenemos que poner en la misma escala de las operaciones a las operaciones de los clientes y del público. Y aunque tanto los clientes como el público no pueden ser considerados directamente como sujetos operatorios no hay que olvidar que en el sistema de las múltiples operaciones que tienen lugar en el campo pictórico, tanto clientes como público influyen en las decisiones del artista bien para tenerlos en cuenta o para rechazarlos. Pero además tampoco hay que perder de vista el hecho según el cual ambos constituyen los nexos fundamentales para que el sujeto operatorio, a través de los dialogismos pertinentes, se construya como un sujeto diamérico valga la redundancia.
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Desde una perspectiva gnoseológica, las relaciones tienen su correlato semántico en las esencias. Pero cuando tratamos de las categorías pictóricas no estamos ante las ciencias por lo que es muy difícil –por no decir imposible– encontrarnos con estructuras esenciales. Las relaciones que se establecen en las categorías artísticas pictóricas en sentido propio son relaciones apotéticas y por tanto fenoménicas, β-operatorias. Sin embargo, a nuestro juicio, ello no impide considerar algunas relaciones y sus correlatos semánticos en tanto que estructuras, que sin duda nos devuelven al sujeto gnoseológico, es decir, a los procesos que el mismo pintor hubo de llevar a cabo para organizar la obra.
Una obra determinada se presenta ante el espectador –el turista que visita un museo, el cliente, pero también el mismo artista– como un objeto con cierta autonomía. Aunque esta autonomía no tendría por qué significar una «apertura» total cuanto a su interpretación porque la pintura en cuestión habrá generado en el propio marco del cuadro una serie de relaciones con cierto nivel de objetividad. Una pintura –desde Ayax y Aquiles jugando a las damas hasta Dollar Sing de Warholl, pasando por el fresco de La Trinidad de Massacio o el Estudio del pintor de Courbet– supone una serie de configuraciones constituidas por formas, imágenes o figuras, que mantienen una serie de relaciones entre sí. Frecuentemente, la comprensión de estas relaciones supone conocer y entender una «teoría» –podríamos sospechar, en principio, de estas teorías cuando no tuviesen conexión alguna con el ejercicio del artista–. Estas teorías, desde nuestro punto de vista, deben interpretarse como envolturas normativas dadas en el eje pragmático. Hará falta, con todo, diferenciar estas relaciones desde un punto de vista emic y desde un punto de vista etic.
Acaso, cuando se habla de composición desde la Teoría del Arte (emic) en pintura estamos ante un caso de relaciones y estructuras interpretables en un plano estrictamente sintáctico (etic). La composición de una obra nos permite ver los términos formales del campo organizados conforme a determinados principios –que pertenecen más a la parte fisiológica que a la anatómica del campo–. Desde el punto de vista de la composición es posible determinar unas estructuras y no otras formando una unidad atributiva que constituirá la obra como un todo; una composición determinada que nos remitirá a otras del mismo sujeto o de otros pintores, bien para analizarlas y repetirlas transformadas, bien para demolerlas y sustituirlas por las suyas. Es a partir de estas relaciones, que se objetivan a través de la composición, cómo llegamos a entender los términos y las operaciones que hemos visto anteriormente. La composición es la responsable, en última instancia de la trama del cuadro, de su estructura interna. El tema es importante y probablemente tenga un valor normativo de primer orden, pero en un nivel distinto al de las estructuras constitutivas de la composición. En este sentido cabría decir que la verdad del cuadro son las estructuras atinentes a la composición. Los pintores habrán de llevar a cabo un análisis de las composiciones de sus colegas, dadas en el «taller pictórico» –como el que hace Picasso de Velázquez o este de Tiziano; de ahí el sentido sintáctico de los dialogismos– para realizar los suyos propios. Unas veces, las composiciones se apoyarán más en la línea y otras en el color. Unas veces, estaremos, pues, ante estructuras simétricas laterales o estructuras piramidales; otras, ante estructuras diagonales o espirales. Cabe preguntarse hasta qué punto la perspectiva de base piramidal no desempeña en ocasiones también las funciones de un relator al servir para poner en conexión determinadas estructuras en el plano (distancias, proporciones). De igual modo, el color también determinará la composición de suerte que lo que generalmente se ha denominado la luz, como en el tenebrismo, sería el resultado de la extensión de tonos y gamas de colores que desempeñan la función de un relator, sustituyendo muchas veces a la perspectiva artificial en sus funciones de estructuración del lienzo.
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Habida cuenta de lo dicho, se hace necesario, pues, interpretar la tela Vieja friendo huevos como una totalidad efectiva en la que es preciso disociar las dimensiones sintáctica, semántica y pragmática. Pero esta obra de Velázquez no es un objeto exento, independiente del mundo que la envuelve y que constituye su propia atmósfera. La textura histórico-cultural en la que ha cristalizado de alguna manera el óleo Vieja friendo huevos está ensamblada en la trama y urdimbre de múltiples configuraciones culturales a través de las que se van decantando los componentes sintácticos, semánticos y pragmáticos. La obra Vieja friendo huevos se nos presenta así como un trabajo en el que se anudan todas esas configuraciones pero desde la perspectiva de los fines operis.
Desde los presupuestos del materialismo filosófico podemos organizar estas configuraciones a partir del espacio antropológico. Porque es la disposición de las mismas en el espacio antropológico la que nos puede dar cuenta del sistema del mundo heredado en el que tiene lugar la obra. Así pues, habrá que prestar atención a los componentes circulares o sociofactos; a las configuraciones radiales, tanto a los trazos como a los artefactos; y a las configuraciones angulares constituidas por componentes religiosos y mitológicos. Es a través de estas configuraciones cómo tiene lugar el ensamblaje que dará lugar a la obra en cuanto totalidad ya anudada.
No es posible pensar en los dialogismos ni en las normas que van constituyendo= la pintura de Velázquez si estas no están dadas a partir de sociofactos precisos, que sin duda quedarán segregados a cierto nivel de la obra final en beneficio de los términos formales y las composiciones que se dan a su través, pero que la están constituyendo. Es así como hay que interpretar, en el ambiente sevillano en el que se forma Velázquez, tanto las corporaciones de pintores como las cofradías y grupos sociales que componían la clientela. Una clientela, sobre todo eclesiástica que, desde luego, demandará temas religiosos y cuadros de devoción, pero también naturalezas muertas y retratos. En el contexto de estas instituciones es donde cobrará importancia el «estudio del natural», exigido por la Iglesia Católica, como baluarte frente a la abstracción intelectual del protestantismo. En este mismo contexto se comprende la dedicación del pintor a aprehender los aspectos «más cercanos» del «mundo real»: un mundo decididamente corpóreo. El aldeano del que da cuenta Francisco Pacheco y que al pintor servía de modelo en diversas posturas y acciones debe de ser interpretado en el contexto, sí de los autologismos, pero dado en la textura de los sociofactos, del taller del pintor. Velázquez iniciará su formación a la edad de dieciocho años, primero en el taller de Francisco Herrera el Viejo, pero, en 1610, entrará en el de Francisco Pacheco. Será aquí donde el autor encuentre un clima que le permitirá tener acceso a la literatura clásica, en el marco del contrarreformismo católico; en el mismo taller donde aprenderá los aspectos teóricos (normas) de la pintura. Hacia 1617 veremos a Velázquez superando el examen requerido para la práctica del arte y, por tanto, teniendo un conocimiento y dominio de los términos y de las operaciones que le habilitará para abrir su propio taller.
La interpretación temática de la Vieja friendo huevos se entiende así mismo engastada en el clima cultural de la España áurea, donde el gusto por las adivinanzas y enigmas había cautivado al artista. De ahí que los términos representados dificulten, hoy día, una interpretación para la cual habría que estar en el secreto en el que estaba el propio autor. Veremos estos enigmas, en el contexto, acaso como trazos o como artefactos: la fruta como símbolo de los cuatro sentidos o de los vicios y virtudes. Este es el contexto de un mundo heredado in media res del cual Velázquez representará elementos de lo que se ha dado en llamar naturaleza muerta (panes, frutos, jarras, morteros, copas de cristal y todo útil de cocina –porque acaso Dios también anda entre pucheros–). Una realidad cotidiana y popular que da sentido, en tanto que conjunto de instituciones, a la historia representada por el artista, a las ceremonias.
Laviana, 10 de marzo de 2006