Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 51 • mayo 2006 • página 5
Acerca de la relación ambigua de George Orwell para con los judíos,
y de la vigencia de algunas de sus reflexiones para la guerra contra Irán
Una de las características de la judeofobia contemporánea es que quien la padece raramente lo admite, a veces ni siquiera en su fuero íntimo. Uno de los casos más extremos del síndrome fue el autor de dos de las novelas más representativas de la posguerra, Rebelión en la granja y 1984, en la que el personaje Emanuel Goldstein –incluso debido a su descripción física– ha sido ampliamente interpretado como una representación de León Trotsky.
George Orwell se veía, y en alguna medida justificadamente, como un cuestionador de la judeofobia, un hombre incontaminado por la sociopatología del odio antijudío.
En efecto, concluido el Holocausto, Orwell denunció en su ensayo Antisemitismo en Gran Bretaña (1945) la creciente judeofobia inglesa, y para ello se valió de las expresiones más típicas que había recogido entre sus compatriotas. Tres de sus ejemplos revelan expresamente la mentada inconciencia del judeófobo:
Un joven intelectual comunista o cuasicomunista: «No, no me gustan los judíos. Nunca hice un secreto de ello. No los soporto... aunque no soy antisemita, por supuesto.»
Una mujer de clase media: «Bueno, nadie podría llamarme antisemita, pero sí pienso que el modo en que los judíos se comportan es absolutamente repugnante. Cómo se meten adelante en las colas, y todo eso. Son tan abominablemente egoístas. Son responsables por mucho de lo que les ocurre.»
Una mujer inteligente a la que se le ofrece un libro acerca de las atrocidades alemanas: «No me lo muestre, por favor no me lo muestre. Me va a hacer odiar a los judíos más que nunca.»
Los milenariamente arraigados prejuicios contra los judíos posibilitaron la Shoá, pero Orwell nunca reparó en que antes de la guerra él mismo había sido su portavoz. En efecto, en su primer libro, Sin blanca en París y Londres (1933) –que narra su indigente estadía en las dos capitales entre 1928 y 1929– trae una galería de personajes de los que (salvo una mención de un armenio poco confiable en el capítulo 13) todos los negativos son explícitamente judíos.
En el capítulo 3 confiesa de un tendero pelirrojo y «extraordinariamente desagradable» de la calle St Genevieve que «Habría sido un placer achatarle la nariz al judío, si uno siquiera hubiera podido».
Dos capítulos después aparece el mecánico explotador a quien, como al Shylock shakesperiano, no se lo llama por su nombre sino con los epítetos de «el perro» o «el animal». En el capítulo 6 así lo describe Boris:
Un verdadero judío. Y no tiene siquiera la decencia de avergonzarse por ello. Pensar que yo, un capitán del ejército ruso... estoy comiendo del pan de un judío... Te voy a decir cómo son los judíos: una vez en los meses tempranos de la guerra estábamos en marcha y nos detuvimos a pernoctar en una aldea. Un viejo judío horrible, con barba roja como Judas Iscariote, se acercó a hurtadillas a mi alojamiento. Le pregunté qué quería y me dijo:
«Su honor, le traje una hermosa joven de sólo diecisiete años. Cuesta nada más que cincuenta francos».
«Gracias –le respondí–. Llévesela que no quiero adquirir enfermedades.»
«¡Enfermedades! –gritó el judío– Señor capitán, no hay de lo qué temer. Es sólo mi hija.» Ese es el carácter nacional de los judíos.
Otros personajes menores complementan el muestrario estereotípico de judios orwellianos: un traficante de drogas que ni siquiera provee de la mercancía una vez que le pagan (23) y otro que come culposamente tocino (24). Pero más allá de cuán arraigados estaban los prejuicios en el autor, lo importante es que Orwell explica la judeofobia muy limitadamente, como una mera extensión de «la enfermedad del nacionalismo». Su diagnóstico es insuficiente para comprender la judeofobia medieval o la islamista actual. Además, aun cuando supo desenmascarar la judeofobia tardíamente, trasladó la propia hacia el nuevo «enemigo» –el Estado judío– y la oposición de Orwell al sionismo se sumó a la de quienes privaban a los judíos siquiera de hallar un refugio frente a la implacable persecución en Europa.
Dicha oposición es notable, si consideramos que la mejor contribución de Orwell a desenmarañar la judeofobia la formuló en el contexto de su crítica al pacifismo.
En su ensayo Reflexiones acerca de Gandhi (1949) sostiene Orwell que Gandhi nunca percibió la naturaleza brutal del totalitarismo y por ende suponía toda lucha como una extrapolación de su propia disputa contra el imperio británico.
Además, como el resto de los pacifistas, Gandhi eludía las preguntas más difíciles, y las respondía vagamente sólo cuando le eran impuestas desde afuera.
Por ejemplo, Gandhi no tuvo más remedio que contextualizar la crítica contra la guerra al admitir que si se hubiera aplicado la resistencia pacífica ante una invasión japonesa en 1942, habría costado varios millones de vidas.
Paralelamente, al juzgar la bomba en Hiroshima (con el horroroso saldo de casi cien mil japoneses muertos) debe recordarse que sólo la toma de Okinawa medio antes había costado mayor número de muertos japoneses, además de doce mil norteamericanos, cien mil civiles adicionales, y decenas de miles de heridos de ambos lados.
Gandhi y el suicidio
En sus reflexiones sobre Gandhi George Orwell incluye una específica mención de los judíos, en forma de una de las preguntas incómodas que hoy saltean quienes se opondrán al inevitable ataque contra el régimen de los ayatolás iraníes. Dice Orwell en 1949:
Con respecto a la última guerra, una pregunta que todo pacifista tenía una clara obligación de responder era: «¿Y qué de los judíos? ¿Está usted dispuesto a que se los extermine? Si no lo está, ¿cómo propone usted que se los salve sin recurrir a la guerra?»
Debo decir que nunca escuché una respuesta honesta a esta pregunta por parte de un pacifista occidental, aunque escuché muchas evasivas. A Gandhi se le preguntó algo similar en 1938 y su respuesta está incluida en «Gandhi y Stalin» de Louis Fischer: «Los judíos alemanes debían cometer suicidio colectivo, lo que habría levantado al mundo y al pueblo alemán contra la violencia de Hitler».
Después de la guerra, Gandhi se justificó: «los judíos habían sido de todos modos asesinados, así que podrían haber muerto de modo significativo.»
Para los judíos, la pregunta que formulaba Orwell acerca de la Segunda Guerra contra el nazismo no es diferente de la de ahora en la Tercera Guerra Mundial contra el islamismo. La autocracia iraní amenaza con «una tormenta islámica que derribe al pútrido árbol del país sionista» y, pese a las advertencias de la comunidad internacional, continúa impertérrita hacia la obtención de armas nucleares. Por ello los pacifistas deberían responder a la pregunta: «¿Está usted dispuesto a que se borre a Israel del mapa con armas atómicas? ¿Otra vez seis millones de judíos exterminados? Si no lo está, ¿cómo propone usted que se los salve sin recurrir a la guerra?»
Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad nacional del gobierno del presidente Carter a fines de la década del setenta (y uno de los responsables de la política pacifista que convenció a Condoleezza Rice a pasarse al partido republicano) ofrece para dicha pregunta una de las respuestas típicamente evasivas que Orwell desechó. Su reciente nota en Los Angeles Times titulada «Estuvimos allí y ya lo hicimos» (23-4-06) se opone a frenar a Irán por medio de la fuerza.
Pero, aunque su artículo es más extenso que éste, no atina a dar ni una sola propuesta acerca de por qué medio sí cabe frenarlo.
Para los pacifistas incurables la pregunta es la misma: Usted va a oponerse bulliciosamente a que se atajen los delirios teocrático-nucleares de Ahmedineyad. ¿Podría por favor proponernos a los israelíes alguna salida que no sea la que cordialmente nos proponía el gran Gandhi –el suicidio colectivo–?