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El Catoblepas, número 51, mayo 2006
  El Catoblepasnúmero 51 • mayo 2006 • página 12
Artículos

Identidad y biopolítica

Domingo Fernández Agis

Siguiendo la estela de las investigaciones realizadas por Michel Foucault durante la última etapa de su vida, se ofrece una estrategia para replantear la cuestión de la identidad en el contexto de la aparición de la biopolítica

La determinación de la identidad personal es una de esas cuestiones cuya problematicidad ha llegado a captarse en los últimos tiempos en toda su intensidad. Como en tantas ocasiones se ha señalado, por lo que a este asunto se refiere, estaríamos hoy situados en el punto final del recorrido de un proceso que se inició con un giro específico que se produjo en torno al origen de la modernidad. En principio se había considerado que, en épocas anteriores, la vigencia incuestionada de preceptos e ideas que encuadraban por completo al ser humano, hacía que la identidad personal se captara como un hecho antes que como un problema. Básicamente por estas razones venía a señalar Michel Foucault, en Las palabras y las cosas, que la aparición de la subjetividad era un hecho reciente en la historia de nuestra cultura, el resultado de un giro epistemológico que no podría haberse producido sin que se vislumbrara en el horizonte la «muerte del hombre», que, como es bien conocido, el mismo autor no deja de anunciar en la mencionada obra{1}. Hay que decir, en todo caso, que los procesos próximos relacionados con la aparición de este problema no están exentos de complejidad, antes al contrario. Sea como fuere, podemos constatar que en la actual asimilación de la identidad como una zona de conflicto han incidido diferentes cuestiones{2}.

La primera de ellas es, sin duda, el conocimiento que las Ciencias Humanas han llegado a ofrecer de nosotros mismos, que somos a la vez sujetos y objetos de sus indagaciones. Así, de la Psicología a la Antropología, pasando por la Sociología, nos llega hoy una información que insiste en lo vacuo, contradictorio e inoperante que resulta cualquier planteamiento de la identidad que tenga un trasfondo esencialista. Hay que recordar, en primer término, que para Foucault, es peligroso «considerar la identidad y la subjetividad como componentes profundos y naturales, que no estarían determinados por factores políticos y sociales»{3}. En efecto, por más empeño que pongamos, no podríamos acentuar lo bastante el carácter pernicioso que tiene la definición de la subjetividad o de la identidad en términos abstractos. Frente a esa posición, el estudio de estas cuestiones desde una perspectiva foucaultiana conlleva una orientación muy diferente de la tarea investigadora.

Planteadas desde ese ángulo, cualquier forma de trascendentalismo se disolvería en un entramado de prácticas comunicativas y materiales que vendrían a constituir en cada caso el entramado real de acción en el que podría adquirir significado la referencia a un sujeto. Esto, llevado a sus últimas consecuencias, supone la ubicación del problema de la identidad en un contexto caracterizado por su insospechada problematicidad, ya que las mencionadas prácticas se hallarían imbricadas en relaciones de poder y, como Foucault ha mostrado, el estudio de éste no puede hacerse en base a los simplistas esquemas tradicionales. En consecuencia, quedarían excluidos de nuestra interpretación los esquemas en los cuales la relación de poder es representada por un flujo unidireccional o, dicho de otra forma, nos veríamos impelidos a pasar de los esquemas lineales a los sistemas complejos.

En otro orden de cosas, cualquier explicación coherente de la identidad en el mundo contemporáneo habría de tener presente el modo en que el individualismo propio de la sociedad moderna supuso un desplazamiento del lugar en que buscábamos las respuestas{4}. De forma tal que fuimos asumiendo que éstas no iban a encontrarse ya ni en los púlpitos ni en las cátedras; que había que buscarlas en el dintorno de las pautas de acción comunicativa y, de una manera más general, en el interior de los propios usos de interacción social.

Frente a esto, se nos dice una y otra vez que deberíamos buscar en otros lugares; por ejemplo, en el éxito o fracaso profesional, en el ascenso o declive social, se encontraría la respuesta más firme que es posible obtener para la cuestión de la identidad personal. Y hemos de convenir que, aunque esto no haya sido siempre el contenido explícito de un discurso, sí que lo hemos asimilado como la carga conceptual implícita de muchos de los relatos y metarrelatos imperantes.

En esta encrucijada es donde hay que situar la lectura que aquí se propone de la ética foucaultiana. Porque, en efecto, pretendemos clarificar a partir de ese doble ejercicio de explicitación una estrategia para replantear la cuestión de la identidad, remitiendo su fundamentación última y resultados al terreno de la biopolítica. De hecho, para Foucault es indudable que «desde los años sesenta, subjetividad, identidad, individualidad, constituyen un problema político mayor»{5}. Hoy es difícil albergar dudas respecto a la importancia que ha cobrado esta cuestión. En todo caso, es ocioso, en buena medida, justificar este planteamiento. Ante todo, porque nuestra experiencia histórica reciente nos lleva a aceptar con más facilidad la tesis que afirma que «somos prisioneros de ciertas concepciones de nosotros mismos y de nuestra conducta», también por estar más predispuestos, en líneas generales, a aceptar la recomendación de Foucault de cambiar «nuestra subjetividad, nuestra relación con nosotros mismos»{6}. En todo caso, al sostener esto el pensador francés se hacía eco del surgimiento de una alteración estratégica de profundo calado, que ha de conllevar una reconsideración del papel del individuo frente a la ética y la política.

Por otra parte, incide además sobre la valoración positiva de la importancia que pueda tener esa reconvención de Foucault que, en nuestros días, sea más conocido el trabajo de este investigador tendente a recuperar la ética grecolatina. Este último aspecto ha venido a introducir un nuevo giro en el planteamiento de la cuestión. Como se sabe, la funcionalidad de tales estudios trasciende de largo el plano de la curiosidad erudita para adentrarse en el difícil terreno del compromiso con el presente. Fruto de ese esfuerzo es el replanteamiento de las relaciones entre el cuidado de sí y conocimiento de sí, mostrándose cómo la modernidad operó un desplazamiento del interés hacia el conocimiento del sujeto, dejando en el olvido toda la ética centrada en el trabajo del individuo sobre sí mismo, en la construcción y cuidado de la subjetividad.

Como el propio Foucault ha destacado, esta última concepción tiene más que ver con un conjunto de prácticas que con un entramado de discursos. Es por ello, entre otros motivos, que la recuperación de dicha ética y su puesta en marcha como motivo central de una biopolítica alternativa a la que acompaña el despliegue de las instituciones conformadoras de la subjetividad en los dos últimos siglos, se descubren ahora como algo de incuestionable valor estratégico. Tal vez porque sabemos ya, sin lugar a dudas, que existe una serie de prácticas que han hecho del cuerpo el centro de atención privilegiado de las estrategias de subjetivación que mayores éxitos han cosechado en la sociedad moderna.

Conocemos{7}, en suma, que ha venido operando sobre nosotros una política de la vida a través de la cual, desde la educación a la sanidad, muestra el ojo del analista su empeño configurador. De esta forma, el propio análisis de esas prácticas del poder, el desvelamiento de sus mecanismos que no por sernos próximos nos resultan menos desconocidos, nos pone sobre aviso de la necesidad de contrarrestarlas con otras de signo opuesto. Es esta última acepción de la biopolítica la que aquí nos interesa por encima de todo. Porque la ética del cuidado de sí hace al sujeto que la pone en práctica consciente de estar en posesión de un poder. Poder que no busca la dominación del otro, sino la constitución de sí como punto de resistencia{8}.

Desde esta perspectiva, podemos afrontar cuestiones que hasta ahora escapaban del horizonte de la filosofía política tradicional. Pero, lo que a buen seguro es más relevante, podemos introducir la reflexión sobre lo político en aquellos ámbitos en los que se pone en juego la definición o el trabajo sobre la corporeidad.

Esto ha de llevarnos, lo queramos o no, a una redefinición de los problemas nucleares de la ética y la teoría política, como el de la libertad o la participación, tarea aún no desarrollada de forma satisfactoria, pese al tiempo transcurrido desde la muerte de Foucault. ¿Qué saldrá al fin de todo ello? Por lo pronto un nuevo impulso, cosa que no debe despreciarse en momentos como los que estamos viviendo, en los que cada día vemos cómo la niebla continúa espesándose entre nosotros.

Así pues, durante la última etapa de su evolución intelectual, en el proceso de determinación del contenido de la biopolítica, tratando en todo momento de establecer sus conexiones con la ética y la política tradicionales, Foucault se remite en primer término a la línea socrático-platónica. En ese sentido, nos dice que «en Platón, y en lo que conocemos de Sócrates a través de Platón, un problema principal se refiere al intento de determinar cómo hacer que la parresía política, que implica logos, verdad y nomos, coincida con la parresía ética, que implica logos, verdad y bíos. ¿Cómo pueden la verdad filosófica y la virtud moral relacionarse con la ciudad a través del nomos{9}. El concepto de parresía alude aquí a la posibilidad de decir aquello que pensamos, a pesar del riesgo que pueda comportar la expresión de nuestros pensamientos. Es un derecho no reconocido jurídicamente como tal, pero que pertenece a los rasgos que definen al ciudadano libre. Poder decir lo que pensamos, incluso a aquellos que ejercen un poder directo sobre nosotros, es uno de los elementos que distancian al ciudadano de las formas serviles de existencia. Es también, tanto en el mundo clásico como hoy, un modo de establecer socialmente la identidad de quien, en determinado contexto, habla.

La parresía, aunque en su acepción clásica puede también tener un sentido negativo referido a la expresión irrefrenable y carente de ponderación reflexiva, ha de entenderse sobre todo en su apreciación positiva. Alude esta, como ya hemos señalado, al resultado de un trabajo sobre uno mismo que nos pone en la situación de poder decir algo que sólo nosotros podríamos decir. Un segundo momento en el proceso vendría dado por el kairós u ocasión de pronunciar dicho discurso, en esa coyuntura podríamos callar y al hacerlo evitaríamos correr ciertos riesgos, aunque hablar en tales circunstancias era considerado en el mundo antiguo como una de las formas más excelsas de libertad. El logos adquiere en esas ocasiones tal relevancia que confiere un perfil heroico a quien lo maneja, respetando con su pensar y su decir un compromiso consigo mismo, con su identidad individual, que va más allá de lo que la prudencia aconseja.

Foucault ha señalado que considera la parresía como una práctica y que su interés por la ética grecolatina viene en parte motivado por la necesidad de rastrear el origen de este modelo de acción. Esto significa, a su juicio, buscar en qué «tipos específicos de relaciones humanas» se utiliza y, en segundo término, determinar «los procedimientos y las técnicas empleados en tales relaciones»{10}.

Como es bien sabido, Foucault dedicará una parte considerable de su investigación en el último período de su vida a estudiar las transformaciones históricas experimentadas por el propio concepto de parresía y las prácticas a él asociadas, señalando la importancia que poseen la aparición de la práctica cristiana de la confesión y la ulterior modificación de la obligación de decir la verdad que se produce con la irrupción de las pautas de control apoyadas en las Ciencias Humanas. Con estas últimas aparece, en sentido estricto, la biopolítica y emerge en la sociedad moderna el biopoder, si hemos de entender estos dos términos dentro de los parámetros vigentes en nuestros días.

La importancia de la aportación de Foucault en este campo es, por tanto, incuestionable. Desde la perspectiva que sus indagaciones de las estrategias de poder abren se han realizado ya gran cantidad de estudios que, ocupándose de los más diversos ámbitos de investigación, se extienden en el análisis de los resultados de los modos de actuar del poder sobre el cuerpo. Aun así, podemos adentrarnos en este horizonte de reflexión partiendo de las aportaciones de autores que sin haber utilizado el término de forma explícita, sí que se han acercado al análisis de los contenidos de la biopolítica. Desde esta perspectiva se hace igualmente ineludible la toma en consideración de la importancia actual de la Biotecnología. En efecto, ninguna otra ciencia puede encarnar en estos momentos de una forma tan precisa las tendencias de dominio del biopoder. Así, la Genética actual y, de una manera particular, la culminación del Proyecto Genoma Humano vendrían a representar el punto de arranque de una biopolítica de nuevo cuño. El ideal de un dominio total sobre la vida parece al fin al alcance de quienes administran estos recursos tecnocientíficos. De la misma forma, parece traslucirse de la presentación en público de los logros que van obteniéndose en dichas investigaciones, que está más próximo que nunca el control sobre las disposiciones morales y las capacidades intelectuales de los seres humanos. Bien es verdad que, quienes sostienen esto son, ante todo, aquellos que están situados en un cierto determinismo biológico, que atribuye al patrimonio genético la clave del conocimiento de lo humano. Sin embargo, sin llegar a este tipo de excesos de quienes sustituyen la esencia por el genoma, lo cierto es que los avances de la Biología Molecular nos impelen hoy a la tarea de redefinir la vida y, en particular, lo humano.

Arrastrada por esa avalancha de conocimientos, entra la filosofía en un terreno que, con plena conciencia de los términos escogidos, podríamos calificar de complejo y casi inexplorado. Baste aludir para que se entienda hasta qué punto esto es así, a problemas como el de la explotación de los recursos genéticos o el de la eugenesia, ya sea ésta positiva o negativa. En relación al primero de ellos, habría que recordar aquí las batallas jurídicas de las empresas biotecnológicas por conseguir que se les concedan patentes sobre sus descubrimientos genéticos. Tales patentes, que en EEUU se están concediendo desde los años 80, se centran en los derechos de explotación de secuencias de ADN extraídas de algún animal o planta, sobre las que se realiza alguna modificación en el laboratorio para justificar su novedad. En su conocido libro, El siglo de la biotecnología, nos ofrece Jeremy Rifkin una amena y sencilla descripción de tales procedimientos{11}. No obstante, otros muchos autores, como Jacques Monod, François Jacob, Diego Gracia o Marcel Blanc, por citar sólo algunos, han realizado también encomiables esfuerzos de divulgación en este complejo terreno.

De la importancia del referido giro teórico dicen mucho algunas de las cuestiones que hace un momento apuntábamos. Es el caso, por ejemplo, de la eugenesia, término con el que, como decíamos, se alude a los procesos tendentes a mejorar los rasgos de una determinada especie. No es necesario evocar la utilidad que tales procesos, llevados a cabo por agricultores y ganaderos durante milenios en base a un saber derivado directamente de la experiencia, han tenido para nosotros. Sin embargo, cuando referimos dicho concepto al ser humano, es inevitable que nos asalte el recuerdo de las prácticas eugenésicas llevadas a cabo a partir de los años 30 del pasado siglo en diversos países, aunque siempre se evoque por ser particularmente espeluznante el caso de la Alemania nazi. Si bien, como es sabido, el delirio eugenésico prendió en otros lugares, desde Noruega a EEUU. En todo caso, la biotecnología nos pondría ahora en disposición de acometer las prácticas eugenésicas con el instrumental propio de la Biología Molecular de nuestros días y con unos fines mucho más precisos, puesto que los objetivos perseguidos podrían especificarse con un grado de concreción antes desconocido a partir de la posibilidad de realizar la secuenciación de fragmentos del Genoma humano.

Como ya se ha apuntado, dos son los enfoques que cabría analizar, a este respecto, en el momento actual. Habría que hablar, por un lado, de una eugenesia negativa, cuyos objetivos se centrarían en evitar que algún rasgo perjudicial se perpetuase, perviviendo para siempre en el patrimonio genético de la especie. Para evitarlo, siempre que exista un gen responsable de la aparición de dicho rasgo y haya sido identificado, podríamos, por ejemplo, manipular el código genético de un embrión con objeto de eliminar la presencia de dicho gen o, simplemente, seleccionar los embriones obtenidos in vitro e implantar en el útero materno tan sólo aquellos que estén libres del mencionado gen. En definitiva, como es ya de dominio público, la biotecnología ofrece toda una serie de posibilidades técnicas que pueden aplicarse a la eugenesia negativa.

Cabría, por otro lado, aplicar esos y otros procedimientos biotecnológicos en la línea de una eugenesia positiva, cuyos objetivos serían la mejora de los seres humanos, implementando mediante la manipulación genética aquellos rasgos que consideramos valiosos.

Es evidente que, tanto un planteamiento como el otro, nos sitúan sobre un nuevo horizonte de dilemas éticos y políticos. Si bien es cierto que la eugenesia positiva parece aún más problemática que la negativa, toda vez que la desaparición de la enfermedad o la eliminación de taras biológicas nos parecen propósitos éticamente valiosos, mientras que la supuesta mejora de la especie coloca al científico en la posición de decidir sobre el futuro de la humanidad y ello, cuando menos, se nos antoja un ejercicio de poder desmesurado. Este adjetivo estaría más que justificado, si tenemos en cuenta que no sólo se trataría, por sí mismo, de un ejercicio de poder de desproporcionada magnitud, sino que aún lo sería más debido a la ausencia o la clara insuficiencia del control social que puede hoy ejercerse sobre este tipo de investigaciones.

Pero ni tan siquiera es preciso acudir a planteamientos de esta índole para percibir la novedad radical que hay detrás de la Biotecnología. Basta para ello con tomar en consideración las experiencias que, desde principios de la década de los 70 del pasado siglo, se han ido realizando y que han permitido la creación de seres vivos transgénicos, desde bacterias a vertebrados. Tales procedimientos han hecho posible la obtención a gran escala de sustancias de gran valor farmacológico, como la hormona del crecimiento o el interferón. Sin embargo, los esperanzadores logros obtenidos no deben hacernos olvidar que estamos aquí ante un ejercicio de poder inédito, consistente en hacer aparecer mediante la recombinación de material genético procedente de distintas especies, nuevos seres vivos que jamás podrían existir como fruto de los mecanismos naturales, ya que las distintas especies constituyen comunidades cerradas que no pueden intercambiar material genético entre sí.

Aunque quizá la mayoría de la población no le haya concedido la importancia que tiene en realidad, el paso dado ha sido trascendental y sus posibles repercusiones negativas, entre las que cabría citar la puesta en peligro de los equilibrios biológicos o la aparición de nuevas enfermedades, son tan inquietantes que una parte de la comunidad científica reaccionó con prontitud frente a ellos{12}. No obstante, esta manifestación paroxística del poder sobre la vida es tan importante que, aunque las críticas se hayan reproducido en distintos momentos cruciales, tales protestas han sido arrinconadas de forma repetida. De tal modo que sólo las noticias de mayor impacto, en el terreno de la clonación o en lo que se refiere a la extensión de las últimas pandemias, como el SIDA o la Gripe Aviar, han sido capaces de suscitar el debate público.

Como vemos, ningún ejemplo mejor que éste del poder derivado de la Biotecnología, para dejar constancia de la intensidad de un cambio que, desde la aparición de las Ciencias Humanas, no tiene parangón. El surgimiento de este desplazamiento epistemológico es, entre otras cosas que a nadie se le escapan, motivo suficiente para iniciar en un nuevo contexto el replanteamiento de los análisis del ejercicio del poder en relación a la vida.

En este sentido, se impone ante todo una reinterpretación del sistema de conceptos que utilizamos para pensar la ética y la política. El reto es conseguir que las decisiones en base a las cuales se construye el presente y que van a condicionar el futuro, entren de una vez con pleno derecho dentro del ámbito del debate y la decisión públicos. Resulta, por tanto, inadmisible la fragilidad de la formación que, en general, tiene la ciudadanía en este campo de la tecnociencia, como también lo es que las decisiones tecnocientíficas queden fuera del ámbito normal de reflexión y acción ético-política. Pero, como decíamos, es ante todo imprescindible una reelaboración de todo el entramado conceptual que hasta ahora ha servido de soporte de la ética y la política.

Para empezar, hay que insistir en ello, abordando el problema ético-político por excelencia, es necesario focalizar nuestra atención sobre el concepto de libertad, que está como veíamos antes, asociado a la idea de la parresía o capacidad de decir la verdad, de erguirse frente al poder sobre la base de la construcción de una verdad cuya elaboración compete de un modo particular al sujeto considerado. Desde esta perspectiva, podríamos decir, siguiendo a Nancy, que «la libertad es todo, salvo una Idea (...) Es un hecho (...) Pero es el hecho de la existencia en tanto que esencia de ella misma»{13}. El significado de este concepto ha de remitirse, por tanto, al contexto de unas prácticas en las que ese significado se materializa. Este mismo desplazamiento, habría que realizarlo con otros conceptos, como el también antes aludido de participación o el de justicia, que sostienen el entramado conceptual de la democracia moderna. Seguiríamos asimismo con ello, en cierto modo, la estela de la propia evolución filosófica de Foucault, quien redescubre la ética, llegando a ella a través de la noción de micropoder, y consigue esbozar un replanteamiento del discurso político apoyándose en ese redescubrimiento.

En definitiva, el calado de lo ético tiene, en la visión que nos ofrece el último Foucault, la profundidad necesaria para permitir una nueva navegación a la filosofía política. Por su parte, la noción de biopolítica, en un primer momento, no hace sino desempeñar el papel de principal vehículo que nos puede permitir surcar ese nuevo espacio.

En su inicio, esa navegación se hace entre una gran cantidad de obstáculos flotantes, algunos de los cuales suponen un gran peligro para la nueva andadura teórica. Esto es algo que se nos muestra con toda su evidencia cuando sopesamos la importancia concedida a la concepción de la privacidad en esta última etapa evolutiva de la sociedad capitalista, ya que «en primera instancia, la doble relación del capitalismo industrial y la cultura pública urbana se basan en las presiones de la privatización que el capitalismo produjo en la sociedad burguesa del XIX. En segunda instancia, en la 'mistificación' de la vida material en público, especialmente en cuestión de vestimentas, ocasionada por la producción y distribución masiva»{14}.

Habría que señalar, en efecto, la enorme importancia que adquieren a partir del siglo XIX esos dos modos de acción. Por una parte, la acentuación del sentido de la privacidad, creando en torno a ella un espacio de acceso restringido en el que adquiere un nuevo sentido la noción de secreto. Por otro lado, la importancia concedida a los objetos: los objetos producidos o adquiridos mediante el dinero obtenido por el trabajo otorgan un sentido a la vida que no se encontraba ya con facilidad en otros terrenos.

La problematización de la vida ha de pensarse en este contexto. De otra forma, no podríamos entender por qué, de repente, vuelve a adquirir una importancia crucial la atención a los más pequeños detalles de nuestra existencia en tanto que seres vivos. Siguiendo esa lógica, el poder, en todas sus formas y escalas, se dirigirá de nuevo al cuerpo en busca de respuestas. Aunque podrá plantear nuevas preguntas y escuchar las correspondientes respuestas en el contexto de prácticas innovadoras.

Hay, como sabemos, un repliegue decisivo en ese proceso. En efecto, «los traumas del capitalismo del siglo XIX llevaron a aquellos que tenían los medios a tratar de protegerse de cualquier forma posible frente a los choques de un orden económico que no entendían ni los vencedores ni sus víctimas. Paulatinamente se gestó la voluntad de controlar y dar forma al orden público y las gentes se dedicaron a protegerse de él»{15}. Es interesante resaltar el paralelismo que existe entre esos dos procesos. Por una parte, la consolidación de un Estado que dispone de mecanismos de control inéditos, de formas incuestionables de asegurar el orden interior. Por otro lado, el despertar receloso de una conciencia individual que se estremece ante el poder del entramado institucional que su miedo al desorden ha creado.

En este contexto, la familia queda idealizada como entorno en el que pueden materializarse los valores de intimidad y estabilidad. De tal manera que, siguiendo con el hilo general de nuestra exposición, la subjetividad será objeto de una atención creciente. En todos sus aspectos, estén estos relacionados con la educación, la atención prestada a la salud, los principios de la moralidad o, en términos generales, las prácticas sociales en su conjunto.

Verá así su aparición una manera de concebir la subjetividad, que considera a ésta fruto de un repliegue continuado del ser humano sobre sí mismo. El sentido de la privacidad aparece, en un primer golpe de vista, como el signo determinante en la configuración del espacio de la subjetividad. Sin embargo, una atención más reposada revela la intensidad con la que la privacidad es objeto de una atención constante por parte de las distintas formas de poder.

Desde esta orientación, Sennett ha escrito que, «en la mitad del siglo XIX se desarrolló en París y en Londres, y desde allí en otras capitales occidentales, un modelo de conducta diferente de aquel que se conociera un siglo antes en dichas ciudades, o del que se conoce actualmente en la mayor parte del mundo no occidental. Se desarrolló la noción de que los extraños no tenían derecho a hablarse entre ellos, de que cada hombre poseía un escudo invisible como un derecho público, un derecho a que le dejasen solo. La conducta pública fue materia de observación, de participación pasiva, de cierta clase de voyeurismo»{16}. En consecuencia, irán experimentando un notable cambio los mecanismos de control de ese espacio, haciéndose más numerosos y sutiles en su actuación en la medida en que la privacidad vaya cobrando importancia.

La vida pública, en su acepción tradicional, entrará en una profunda transformación a partir de entonces. La pérdida de la confianza en unos valores universales, cuya fundamentación remitía como todos sabemos a unos contenidos de raíz religiosa; unida a las tensiones crecientes que la división del trabajo, la anomia y otros efectos que la sociedad industrial provoca en los individuos, conduce de forma ineludible al repliegue sobre lo privado. Puede sostenerse, por tanto, que «hablar del legado de la crisis de la vida pública del XIX es hablar de grandes fuerzas tales como el capitalismo y secularismo, por un lado, y aquellas otras fuerzas referidas a las cuatro condiciones psicológicas, por el otro: la revelación involuntaria del carácter, la sobreimposición de la imaginación pública y privada, la defensa a través de la retirada, y el silencio». En este contexto podría entenderse, siguiendo el análisis de Sennett, que «las obsesiones con la personalidad son intentos de solucionar por su negación estos acertijos del siglo pasado. La intimidad es un intento de resolver el problema público negando que el público existe. Como ocurre con cualquier negación, ésta sólo ha conseguido que los aspectos más destructivos del pasado estén más firmemente atrincherados»{17}.

Estas reflexiones son, como vemos, un buen ejemplo de esa confluencia de puntos de vista a la que aludíamos hace un momento. Sin duda, Sennett tiene razón al concluir que se ha producido un atrincheramiento en ciertos aspectos del pasado. Lo que nos interesa ahora, sin embargo, es destacar cómo en ese espacio de la privacidad aparece algo nuevo. Al analizarlo descubrimos que es posible y que es de igual forma alentador, la aparición de algo novedoso, en cierta forma, un salto cualitativo. No parece, por tanto, desatinado el juicio de Nancy cuando señala que «la historia no es quizá tanto aquello que se desarrolla y se encadena, al modo del tiempo de una causalidad, como aquello que se sorprende. 'Sorprenderse' (...) es una señal propia de la libertad la historia, en este sentido, es la libertad del ser, o el ser en su libertad»{18}. Desde esta perspectiva, el desarrollo de las técnicas de subjetivación modernas constituye una aportación histórica original de esa época que, según decía Cangilhem encierra nuestro pasado más actual, pese a que puedan rastrearse sus raíces en otras prácticas ético-políticas anteriores. En ellas el poder se manifiesta en posesión de una libertad, de una capacidad provocar el salto hacia un modo de dominación diferente y no sólo de seguir incidiendo sobre la continuidad.

Deleuze lo ha expresado mejor aún, al señalar que «las condiciones históricas nunca son más generales que lo condicionado, y tienen valor por su propia singularidad histórica. Al mismo tiempo, las condiciones no son 'apodícticas', sino problemáticas. Al ser condiciones, no varían históricamente, pero varían con la historia»{19}.

Esto nos indica, dicho sea de paso, que no hay leyes generales que puedan explicar el proceso histórico. Pero no es ese el lugar a donde está orientado ahora el foco de nuestra atención. Porque lo que en estos momentos nos interesa es señalar que, más que los discursos, son las propias prácticas del poder las que marcan la aparición de esa novedad y delimitan el significado de ese salto cualitativo al que nos referíamos. Así, en última instancia, «la práctica constituye la única continuidad entre el pasado y el presente, o, a la inversa, la manera en que el presente explica el pasado»{20}.

En definitiva, un cambio en las prácticas de poder es lo que da lugar a la aparición de la biopolítica. Dicho cambio no sólo incide sobre las formas que despliega el orden social para asegurar que se verifica desde unas pautas concretas la constitución de los sujetos; también tendríamos que cambiar, por la necesaria reacción contra ellas, por la exigencia de construir una biopolítica alternativa, el modo de hacer filosofía. En este sentido, tal como nos recuerda Foucault, convendría tener presente que «desde Kant el papel de la filosofía ha sido el de impedir que la razón sobrepase los límites de lo que está dado en la experiencia; pero desde esta época –es decir, con el desarrollo de los Estados modernos y la organización política de la sociedad– el papel de la filosofía también ha sido el de vigilar los abusos del poder de la racionalidad política, lo cual le confiere una esperanza de vida bastante prometedora»{21}.

Existen, por tanto, dos frentes que atender, el epistemológico y el ético-político. Dentro de éste último tendríamos que remarcar la importancia de lo ético, ya que, entendida como conjunto de prácticas más que como articulación coherente de principios, la ética remite siempre a una acción que no puede entenderse nunca como estrictamente individual, que es de suyo política. Tal vez no sea preciso abundar en que tenemos ante nosotros algo en el fondo muy kantiano, para mostrarlo bastaría con evocar una idea en la que el filósofo alemán insistió al inicio del primer Apéndice a su pequeño pero jugoso ensayo, «La paz perpetua»: no tiene sentido ni puede admitirse una contradicción entre lo moral y lo político. Cuando ésta se da, algo está fallando. Por lo demás, recordemos cómo Foucault sostenía que «más que preguntarse si las aberraciones del poder del Estado son debidas a excesos de racionalismo o de irracionalismo, me parece que sería más correcto ceñirse al tipo específico de racionalidad política producida por el Estado»{22}. Porque lo que más puede iluminar nuestro presente es, en efecto, conocer las peculiaridades de esa racionalidad que está a la base de las relaciones de poder. El asunto es, por tanto, en última instancia, llegar a saber cómo funciona el poder, determinar cómo puede hacer del cuerpo o de la subjetividad uno de los lugares preferentes de su ejercicio.

En esa línea, Foucault ha constatado la existencia de «sociedades en las cuales la vida privada está provista de gran valor, en que es cuidadosamente protegida y organizada, en que constituye el centro de referencia de las conductas y uno de los principios de su valoración –es, al parecer, el caso de las clases burguesas en el siglo XIX–, pero por eso mismo, el individualismo es en ellas débil y las relaciones con uno mismo apenas se desarrollan»{23}.

De ahí, en último término, la especial relevancia, la capacidad de iluminar nuestro presente que tienen sus estudios de la ética grecolatina. El conocimiento histórico nos muestra, desde ellos, cómo y por qué es posible un nuevo enfoque, de qué manera puede surgir lo que tiene capacidad de sorprendernos. Entendemos así la importancia concedida al problema de la identidad, pues «el desarrollo del cultivo de sí en el transcurso del período helenístico y el apogeo que conoció al principio del Imperio manifiestan ese esfuerzo de reelaboración de una ética del dominio de sí»{24}.

Notas

{1} «Antes del final del siglo XVIII, el hombre no existía. No más que la potencia de la vida, la fecundidad del trabajo o el espesor histórico del lenguaje. Es una criatura muy reciente que la demiurgia del saber ha fabricado con sus propias manos hace menos de doscientos años: pero, ha envejecido tan rápido, que imaginamos fácilmente que había esperado en la sombra durante milenios el momento de iluminación en el que sería al fin conocido». M. Foucault, Les Mots et les choses, Gallimard, París 1966, pág. 319.

{2} El planteamiento general de Foucault nos sirve en estas páginas de fundamento e hilo conductor: «Intento analizar la forma en que las instituciones, las prácticas, los hábitos y comportamientos llegan a ser un problema para la gente que se ha comportado de unos modos concretos, que tiene cierto tipo de hábitos, que se ocupa en cierto tipo de prácticas, y que pone en funcionamiento cierta clase de instituciones». M. Foucault, Discurso y verdad en la antigua Grecia, Paidós, Barcelona 2004, pág. 109.

{3} M. Foucault, «Foucault Examines Reason in Service of State Power», The Three Penny Review, nº 1, 1980. Editado en M. Foucault, Dits et écrits, vol. IV, Gallimard, París 1994, pág. 37.

{4} Como escribe Sebastian Harrer, la génesis del sujeto incluye siempre dos caras, la sujeción y la autoconstitución. S. Harrer, «The Theme of Subjectivity», Foucault Studies, nº 2, Mayo 2005, pág. 78.

{5} M. Foucault, «Foucault Examines Reason in Service of State Power», edic. cit., pág. 37.

{6} Ibíd., pág. 38.

{7} Hay que insistir que, en buena medida, gracias a los estudios que inició en su día Michel Foucault en torno a la historia de la locura, a la semantización de la enfermedad o a los sistemas de penalidad.

{8} En todo caso, merece mucha más atención esta distinción entre las distintas orientaciones de la biopolítica que la que puede establecerse entre las concepciones moderna y premoderna de la política. Cfr. M. Ojakangas, «Imposible Dialogue on Bio-power», Foucault Studies, nº 2, Mayo 2005, págs. 5-27.

{9} M. Foucault, Discurso y verdad en la antigua Grecia, edic. cit., pág. 140.

{10} M. Foucault, Discurso y verdad en la antigua Grecia, edic. cit., pág. 144.

{11} J. Rifkin, El siglo de la biotecnología, Crítica, Barcelona 1999.

{12} M. Blanc, L'ère de la Génétique, Éditions de la Découverte, París, págs. 43 y ss.

{13} J. L. Nancy, La experiencia de la libertad, Paidós, Barcelona 1996, pág. 12.

{14} R. Sennett, El declive del hombre público, Península, Barcelona 1978, pág. 30.

{15} R. Sennett, op. cit., pág. 30.

{16} R. Sennett, op. cit., pág. 39.

{17} R. Sennett, op. cit., pág. 39.

{18} J. L. Nancy, op. cit., pág. 17.

{19} G. Deleuze, Foucault, Paidós, Barcelona 1987, págs. 148-149.

{20} G. Deleuze, op. cit., pág. 149.

{21} M. Foucault, «Omnes et singulatim», editado en, M. Foucault, Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona 1990, pág. 96.

{22} M. Foucault, op. cit., pág. 121.

{23} M. Foucault, Historia de la sexualidad, vol. 3, Siglo XXI, Madrid 1984, pág. 41.

{24} M. Foucault, Historia de la sexualidad, vol. 3, Siglo XXI, Madrid 1984, pág. 93.

 

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