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El Catoblepas, número 52, junio 2006
  El Catoblepasnúmero 52 • junio 2006 • página 7
La Buhardilla

En el lugar del otro

Fernando Rodríguez Genovés

En la constelación de la razón práctica brilla refulgente la estrella del postulado alternante, decretando que «ponerse en el lugar del otro» constituye una causa superior de la acción moral y es condición necesaria de la experiencia intersubjetiva. Sin embargo, como ocurre con otros tópicos a propósito de la ética –la compasión, la filantropía, la solidaridad o la «causa de la liberación animal»–, no es otro todo lo que reluce

uno y otro

1

Introducción

El uso ordinario de lugares comunes en el ámbito de la filosofía práctica, como en otros terrenos del pensamiento y la ciencia, no representa en sí mismo un inconveniente especial ni grave. Algunos de esos tópicos pueden llegar ser logros del ingenio muy celebrados por la parroquia, y no dar mayores problemas en su condición de meros elementos ornamentales o retóricos. Pero hay muletillas o bordones de distinto jaez que logran abrirse paso a codazos o por embeleso doctrinal, y ganar tal protagonismo, que acaban sustituyendo de hecho a los verdaderos argumentos y a las razones para la ética{1}. Sólo el análisis crítico acerca de su naturaleza y alcance puede, finalmente, poner las cosas en su sitio.

El tópico que aquí traigo a examen proclama las bondades de «ponerse en el lugar del otro» como base y fundamento de la experiencia moral. Se trata de un postulado estrechamente vinculado a la teoría moral de la simpatía de larga tradición escocesa –y, en general, a las éticas de corte emotivista–, y al que me he referido en otras ocasiones con la denominación de postulado alternante.{2} No obstante, su empleo rebasa estos márgenes de escuela filosófica, y sin reservas ha llegado a convertirse en un presupuesto (o mejor, en un «¡por supuesto!») de aplicación muy generosa y variada, que tanto sirve para un roto como para un descosido, para un gentleman como para un descamisado, sea a cuento de la fundamentación de emociones y fines humanos –la compasión, la justicia, la solidaridad, la responsabilidad, &c.–, sea a cuenta de iniciativas «demasiado para los humanos», como pueda ser la denominada «causa de la liberación animal», por citar sólo unos pocos casos verdaderamente notables.

2

¿Qué lugar y qué otro?

«Ponerse en el lugar del otro». ¿Qué quiere decir esto? Atendamos, en primera instancia, al sentido de dos segmentos del enunciado especialmente difusos: los términos 1) lugar y 2) otro.

1) ¿Qué lugar? Ponerse en el lugar del otro no comporta, es de suponer, un mandato de orden estrictamente físico, sino una exhortación que apunta a un ejercicio de orden mental o a un esfuerzo meramente imaginativo. No sería, pues, el caso de que para comprender la posición o la situación de otro deba uno «meterse en la piel» de ese otro que no es uno. Lo que parece querer decirse, entonces, con la formulación en cuestión es que, merced a un movimiento de transposición de sujetos –o sea, de alter-ación–, somos capaces de sentir o percibir lo que siente o percibe otro, talmente como si fuésemos ese otro. Esta precisión otorga al postulado alternante un singular cariz contrafáctico, que algunos apreciarán incluso como un valor añadido. No obstante, el propósito de afirmar la base de la ética sobre un supuesto, vale decir, mentalista, se nos antoja una empresa intelectual bastante arriesgada, por lo que introduce en el discurso –y aun pretendidamente también, en la praxis– de materia inexperiencial y de formalismo fantástico, por no mencionar el problemático subjetivismo que alberga y que desemboca inexorablemente en una suerte de intersubjetivismo mental verdaderamente inverosímil.

Siempre ha sido temerario el recurrir a una instancia imaginativa (o «creativa») para justificar (o fundamentar) la experiencia moral, desde el momento en que dentro de un dominio esquivo y polivalente como el que ahí se barrunta, caben tanto las intuiciones caprichosas o emotivas como las argumentaciones racionales, gozando todas ellas de parejo valor y relevancia. Si no se especifica con más claridad y distinción lo que debe entenderse por lugar al solicitar la asistencia al otro –o el viaje hacia el interior del otro– no es improbable que, a la vista de la vaguedad de lo postulado, pueda uno suponer de todo: que si se trata de un lugar físico, entonces nos hallaríamos ante un asunto de prestidigitación o magia; que si fuese un «lugar mental», nos adentraríamos en los senderos de la parapsicología; y, en fin, que si se hablase de un «lugar ficticio», o producto de la imaginación, nos plantaríamos, entonces, ante un capítulo de las bellas artes, más proclives a la simulación que la ética, y menos comprometidas con la veracidad que ésta.

El acto de imaginarse a uno mismo en la posición de otro plantea un gran número de graves problemas. Enunciaré ahora tan sólo dos, Primero: ¿tiene sentido que un individuo pueda imaginarse como otra persona, distinta de sí misma, dejando de ser, por tanto, uno mismo? Segundo: ¿resulta cabal plantearse la posibilidad de haber sido otro o de convertirse en otro?{3}

Edmundo Husserl

Edmund Husserl llevó cabo en las Meditaciones cartesianas{4} una destacada y penetrante aproximación a propósito de la problematicidad del otro, así como de la disputable certeza de su existencia y de la virtual convergencia que mantiene con el ego. En esta obra otoñal, queda patente el esfuerzo husserliano por franquear el egotismo y el solipsismo, que tanto han cautivado a las filosofías de la conciencia, y asegurarse así el tránsito a la objetividad y a la intersubjetidad; a la configuración, en suma, del «mundo objetivo». Husserl mantiene el criterio según el cual el ego, una vez revelado, descubre unos particulares objetos que pugnan por ganarse el estatuto de la propia subjetividad; no conformándose con ser meras «cosas», exigen, en consecuencia, la condición de egos, con capacidad de comportamiento y con atributos semejantes a los del ego que los contempla. Aparece de esta forma la figura del alter ego, esto es, el alter en cuanto se comporta como un ego; es decir, como yo. El ego originario es constituyente, mas no se erige en totalidad omniabarcadora. Comoquiera que no es bueno que el ego esté solo, constituye, entonces, al otro por analogía. Reconociéndose a sí mismo como cuerpo, forma en conjunto un genuino nosotros, entendido como comunidad trascendental.

En todo momento, se vale Husserl de un recurso argumental con fondo topográfico al objeto de ilustrar su teoría del otro. En primer lugar, si mi ego conlleva un cuerpo, no hay razón para que no conciba al otro también con su personal cuerpo que lo hace persona; o lo que viene a ser lo mismo: el otro cuerpo presente ante mí merece a su vez un yo: su ego. El significado enigmático del asunto no se puede ocultar: por una parte, la yoidad del otro me resulta extraña e inaccesible, debido a su entera subjetividad; por otra parte, le debo reconocimiento, por el mismo hecho de que yo mismo me reconozco merced a la rememoración de mi propio pasado. Es decir, mi ego presente, que conforma la biografía del sujeto, al evocar por analogía los egos pasados, actúa igualmente por analogía cuando constituye el otro como ser que el ego aprehende trascendiendo su realidad primordial.

El ego y el otro se conforman, pues, por procedimientos análogos y, aunque siempre extraños entre sí, son, por así decirlo, intercambiables, prestándose a movimientos recíprocos que hablarían de su ser y estar. Mi cuerpo esta aquí y el del otro está allí. Husserl da un potente salto y penetra a continuación en un terreno de arenas movedizas: la intersubjetividad se hace coexistencia en el momento en que podemos introducirnos en la esfera original del otro. He aquí el prodigio que engendra la intencionalidad y la trascendentalidad del sujeto.

Pero el premio que se concede Husserl a sí mismo tiene un precio. La farragosa e imaginativa expedición filosófica ahí consumada ha merecido importantes críticas. Leslez Kolakowski, por ejemplo, se ha referido a esta descripción de los movimientos de la conciencia como a una empresa contradictoria e impracticable; es más, malograda.{5} Y José Ortega y Gasset, por su parte, no dudó en calificar de «error garrafal» el cometido por Husserl, justamente en el instante en que permitió la entrada en escena del movimiento alternante entre sujetos para justificar la «otredad»:

«Según Husserl, como puedo desplazarme y hacer de ese allí un aquí, “me pongo imaginariamente en el lugar del otro cuerpo” –esta expresión es literalmente de Husserl– entonces el cuerpo B se convierte en cuerpo A. Como se ve, el cuerpo A o mío y el cuerpo B o de él serían iguales, salvo la diferencia de lugar.»{6}

Ortega

Ortega señala la fatal confusión que arrastra el sistema de Husserl, al no reparar éste en las notorias diferencias que distinguen, sin ir más lejos, la gestualidad y corporalidad o la proximidad y la propiedad. Pero lo que hace tremendo –«garrafal»– el error es la consecuencia que de todo ello se deriva, a saber: considerar que los cuerpos son intercambiables, que A puede ponerse en el lugar de B y viceversa; que uno, en suma, puede sentir como el otro o imaginar que ello es así, y que tal diferencia no importa.

El ego, ciertamente, precisa del otro en el mundo de la vida, pero el mundo no es la vida ni la vida es mundo. La vida es un asunto magnífico de cada cual, y cada cual deber hacerse cargo de ella, mas nunca por encargo, subrogación o suplantación. Nadie puede reemplazar a ningún otro en el vivir de las vivencias, y ello no supone menosprecio hacia el otro, sino, sencillamente, poner las cosas –o mejor, a los sujetos– en su sitio:

«La vida de otro, aun del que nos sea más próximo e íntimo, es ya para mí mero espectáculo, como el árbol, la roca, la nube viajera. La veo pero no la soy, es decir, no la vivo.»{7}

2) ¿Qué otro? Cuando el postulado alternante reclama (y aun, exige) la necesidad (y aun, la obligación moral) de ocuparse del otro mediante el artificio de ocupar su lugar, no siempre identifica al destinatario. No sabemos si es definido o ilimitado. Una interpretación generosa y fenomenal del postulado llevaría a encuadrar dentro de su dominio conceptual a toda criatura o cosa que no sea uno mismo. Pero es ésta una interpretación a todas luces exagerada, que la deja en evidencia sin más, y necesitada de una delimitación más específica.

La indagación que llevamos a cabo no puede limitarse a despejar incógnitas relativas al significado ambiguo de ciertas nociones incluidas en un postulado práctico, sino que debe avanzar también en la dirección de identificar y evaluar las derivaciones paradójicas o aporéticas a que den lugar. Una de ellas queda al descubierto en esta situación singular: la petición de ayuda o cuidado de aquellas personas que por encontrarse en una determinada desventaja numérica (minorías) o por vivir una particular situación de necesidad o privación (afectados) exigen una consideración a parte, mientras, al mismo tiempo, piden, como intentando con ello reforzar el argumento, que uno se ponga en su lugar... A ver si nos entendemos: aquello que reclama comprensión, ¿apunta una propiedad inherente a la condición humana o más bien a una posesión o participación que le es suplementaria? La distinción no es insignificante ni ligera.

Cuando tomamos en consideración la atención y el cuidado de las personas especialmente necesitadas (por una circunstancia transitoria o continuada: infancia, vejez, enfermedad, minusvalía, &c.) o en los supuestos de reconocimiento de propiedades consideradas consustanciales a nuestra humanidad (género, raza, complexión, temperamento, &c.), se nos antoja artificioso y superfluo, incluso redundante, la apelación al postulado alternante. Por una simple razón: es perfectamente posible comprender y hacerse cargo de una situación ajena, favorecerla o al menos no dañarla, cuando concierne a una sección de lo primariamente humano, sin tener necesariamente que ponerse en su lugar, porque en realidad tal lugar no nos es, estrictamente hablando, ajeno, y porque aquello que garantiza la experiencia compartida de la moral no pasa por una labor de asimilación o «com-penetración» con nuestros semejantes, sino por compartir con ellos los principios universales de la humanidad. Al tratarse de cualidades inherentes a la humanidad se comprenden tanto en uno mismo como en otro.

No es exacto, por tanto, afirmar que nos ponemos en el lugar del otro y simpatizamos con él por el solo hecho de tolerar que él practique su libre voluntad, o cuando denuncia un agravio o ultraje, o, simplemente, porque reclama o ejerce sus justos derechos. Más bien, más simplemente, si tal cosa acontece, le mostraremos reconocimiento por la actitud que adopta, a la vez que asentiremos complacidos ante un comportamiento que lo acredita como sujeto libre y autónomo, digno de respeto. Pero, nada más. Y nada menos.

Como estamos habando, cabe recordarlo, de acciones y derechos de relevancia universal, de primer orden, no se trata de que un sujeto los haga suyos, puesto que por derecho propio (natural) lo son, de uno y de otro. Poniéndonos en ese caso en el lugar del otro, sí los tomaríamos, entonces, como algo ajeno o diferente. Una circunstancia, ciertamente, chocante (casi diría también que alienante).

La esfera de la moral abarca un primer y capital núcleo de atributos que conforman la entraña de nuestra humanidad, aquello que nos iguala como seres que participamos de una identidad común, y no genéricamente o a título general, sino de manera personalizada, es decir, personal e intransferible.

3

Los otros y los otros-otros

Distinto cariz revisten los temas que interesan o afectan a situaciones no directamente relacionados con la «capitalidad» de la moral, sino que afectan a círculos concéntricos agregados a ella –a las «regiones de la moral», vale decir–. Atendemos ahora a aquellos casos que no pertenecen propiamente a la constitución de nuestra humanidad, sino que se revelan colindantes con su núcleo esencial, o bien son privativos de ciertos grupos, como ocurre con las materias que conforman un segundo o tercer nivel de identidad; aquéllas que están sujetas a una particular condición (nacional, situacional, generacional; &c) y, en general, a los estados que pertenecen a lo que se ha denominado «identidad material», o identidad secundaria, para distinguirla de la primordial, que sería «identidad formal», primaria o nuclear.{8}

primo

En este segundo orden de identidad hay que situar, verbigracia, la problemática «moral» creada acerca de los seres no humanos pero que nos son cercanos en la línea de la evolución natural, como es el caso de los animales o las bestias; animales no humanos los califican Peter Singer y Jesús Mosterín, quienes en su nombre hablan y escriben solicitándonos que nos pongamos en su lugar –en el de los brutos, digo–, en orden a tratarlos con la misma consideración y respeto que se debe a los humanos.{9} Pendientes de caracterización identitaria quedarían, a su vez, los seres que han sido humanos en algún momento, pero ahora mismo ya no lo son, por haber fallecido, aunque como difuntos, presumiblemente, se les deba guardar también el debido respeto, y ponernos en su lugar… (Si no en este preciso instante, algún día será; ciertamente, aquí el postulado alternante se pone serio y el que horizonte que bosqueja resulta sobriamente inapelable, aunque siempre en términos imprecisos y poco estrictos).

No es mi intención provocar efectos dramáticos en el examen de nuestro asunto presente, ni frivolizar en materia de espíritus, si se me permite el oxímoron. Son otros, que conste, los que han sacado estos temas sombríos a relucir y los orean sin recato. Léase si no, sobre el particular, esta rotunda declaración de Adam Smith con la que pretende apuntalar el principio de simpatía en la ética:

«Simpatizamos incluso con los muertos. [...] nos ponemos en su lugar y alojamos, por así decirlo, nuestras almas vivientes en sus cuerpos inanimados, y así concebimos lo que serían sus emociones en tal caso.»{10}

Todavía hay más. El postulado alternante no da tregua. De ninguna manera podrían ser dejados sin identidad y marginados los seres cuyo estatuto de humanos es cuestionable porque están en tránsito –o mejor, en trance de serlo–; entiéndase, los no natos, los entes embrionarios, a quienes sería injustificable no tener en cuenta en una nómina que parece no tener fin. Ni deberíamos olvidar tampoco a los otros seres humanos que aún no son, pero que serán al día; quiere decirse: nuestros descendientes, los futuros habitantes del planeta Tierra, a quienes, según Hans Jonas y su noción de «ética orientada al futuro», alcanza igualmente nuestra responsabilidad de atender sus venideras necesidades («la responsabilidad por lo venidero»), por todo lo cual tenemos asimismo que ponernos en su lugar. Y, por qué no, no es imposible, finalmente, alimentar la suprema ambición de ponerse en el lugar de Dios. Y no a la derecha suya, sino justamente en su lugar. O incluso, como señaló Descartes, querer ser superior a Dios en voluntad.{11}

4

El lugar del hombre (y no «en el lugar del hombre»)

¿Cuál es el lugar del hombre? Yo diría que la condición humana, la humanidad. Si aceptamos la célebre sentencia de Montaigne, «chaque homme porte la forme entiere de l´humaine condition.»{12}, no parece necesario ni sensato proponer el salir de uno mismo y situarse en el lugar del otro humano al objeto de reconocerlo, porque el ámbito de la humanidad se comparte por naturaleza. La pertenencia a la condición humana no se exige y, por tanto, no se puede conceder graciosamente{13}. Mas si lo que el postulado alternante busca indirectamente, con su frenética extensión y manipulación de la significación del otro, que se universalice, por ejemplo, la responsabilidad y que se amplíe la generación de derechos hasta alcanzar lo que está más allá de lo humano y del presente, que se sepa que en ese confín se sitúa el límite, a un paso del abismo, con dos direcciones: arriba, la gloria celestial y, abajo, la sima bestial. Perspectiva acaso hechizadora, pero, sin duda, demasiado humana o demasiado poco humana.

Notas

{1} Ver Fernando Rodríguez Genovés, Razones para la ética. Ensayos sobre ética autónoma y humanismo racional, Alfons El Magnànim, Valencia, 1999.

{2} Cf., ver mi «¿Universalizar la responsabilidad moral? Ponerse en el lugar del otro y sus límites», texto presentado en el XI Congreso de la Asociación Española de Ética y Filosofía Política «Retos Pendientes en Ética y Política», celebrado en Málaga (14-16 diciembre de 2000) y publicado en la revista Contrastes. Revista Interdiscipinar de Filosofía, Universidad de Málaga, volumen VII (2002), págs. 135-147; ver, asimismo, «Afecto y afectación en la simpatía. ¿Lleva el movimiento simpatizador a ponerse en el lugar del otro?», Télos. Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas, Santiago de Compostela, Volumen IX, nº 2, diciembre 2000, págs. 43-55.

{3} Para un conocimiento de las raíces de este tema, ver Ángel García Rodríguez (1998), «Sobre la posibilidad de haber sido otro», Teorema. Revista internacional de filosofía, vol. XVII/2, 1998, págs. 45-59.

{4} Edmund Husserl, Meditaciones cartesianas, F.C.E, Madrid, 1985.

{5} Cf. Leslez Kolakowski, Husserl y la búsqueda de la certeza, Alianza, Madrid, 1983 (en especial la sección «¿Cómo pueden existir los otros?», incluida en la tercera conferencia).

{6} José Ortega y Gasset, El hombre y la gente, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 1996 (sexta edición), pág. 131 (en nota a pie de página).

{7} Ibídem, pág. 46.

{8} El criterio básico de distinción entre «identidad formal» e «identidad material» ha sido expuesto por Carlos Pereda en «La identidad en conflicto», Revista Internacional de Filosofía Política, nº 10, Madrid, 1997, págs. 23-45.

{9} En su libro ¡Vivan los animales!, Mosterín sostiene una moral de la compasión apoyada en argumentos de este género: «La emoción moral básica es la compasión con la criatura, el ponerse mentalmente en el lugar de la criatura y en padecer con ella, en com-padecerla.» (Jesús Mosterín, ¡Vivan los animales!, Debate, Madrid, 1998, pág. 229).

{10} Quede aquí constancia de que la ocurrencia de que simpatizamos con los muertos no es nuestra sino de Adam Smith, quien la expone, junto a otras cosas singulares y muy ingeniosas, en su Teoría de los sentimientos morales (versión española y estudio preliminar de Carlos Rodríguez Braun, Alianza, Madrid, 1997 [original, 1759], págs. 55 y 56). La fúnebre sugestión de Smith evoca la descripción que hizo Canetti de la muta de lamentación: «Quizá también sería correcto decir que quieren serle iguales [los parientes del enfermo al enfermo]. Pero realmente no pretenden darse muerte. Lo que ha de subsistir es el montón al que él [el enfermo] pertenece, y con su comportamiento facilitan eso. En este igualarse con el moribundo consiste la esencia de la muta de lamentación, mientras no haya sobrevenido la muerte.» (Elias Canetti, Masa y poder, Muchnick Editores, Barcelona, 1960, pág. 109).

{11} A esta actitud desproporcionada, característica de los hombres orgullosos, opone Descartes la de los hombres generosos, propia los «maestros de sí mismos», sino además las personas tocadas por la buena fortuna de la alegría: «la meditación de todas estas cosas, a quien sepa entenderlas, le llena de una alegría tan extraordinaria [si extréme] que, muy lejos de mostrarse irreverente e ingrato para con Dios hasta desear estar en su lugar [jusqu´a souhaiter de tenir sa place], le induce a pensar que ya ha vivido bastante por el solo hecho de que Dios le ha concedido la gracia de alcanzar tales conocimientos; y uniéndose a él con un acto de su voluntad, lo ama con tanta perfección que no desee ya nada en el mundo, fuera del advenimiento de la voluntad de Dios.» (Carta a Chanut, 1 de febrero de 1647, en Œuvres de Descartes. Publiés par Charles Adam & Paul Tannery (1897-1913), 11 vols. Nouvelle présentation, Librairie Philosophique J. Vrin, Paris, vol. IV, pág. 211.

{12} «Cada hombre soporta la forma entera de la condición humana»). Montaigne, M. de (1962), «Essais», Oevres Complètes, Textes établis par Albert Thibaudet et Maurice Rat, Paris, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, pág. 782.

{13} Inasequible al desaliente, sin embargo, ese gran número circense de varias pistas conocido como «Proyecto Gran Simio» luce como encabezamiento de su página web el siguiente lema: «La igualdad más allá de la humanidad»

 

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