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El Catoblepas, número 52, junio 2006
  El Catoblepasnúmero 52 • junio 2006 • página 8
La soledad sonora

La vivencia del presente

José Ramón San Miguel Hevia

Los tres tiempos de la vida y del presente en el Gaudeamus original
y en los personajes de La Celestina

Introducción

1. La filosofía española del siglo XX tiene con relación a todo su pasado un carácter paradójico. Efectivamente, los pensadores medievales, y mucho más los que cubren los tiempos modernos, viven a espaldas del resto de Europa, hasta tal punto que es posible desarrollar el pensamiento del continente y sus avances científicos sin citar un solo nombre español. Los árabes, los judíos, los místicos o heterodoxos cristianos son brillantes excepciones, y según la feliz expresión de Avempace, brotes aislados, que no ejercen un efecto acumulativo sobre la marcha de sus compañeros de la península o del continente.

Por eso sorprende que ya desde principio de los años mil novecientos, aparezcan en España, como surgidos de la nada, varias generaciones de pensadores, que tomando como objeto de estudio la vida humana, alcanzan un nivel que desafía, lo mismo en cantidad que en calidad, al de aquellos países que desde hace siglos poseen una brillante tradición filosófica. Y habría que dar cuenta de este inesperado y sostenido renacimiento cultural, tanto más cuanto que sus miembros forman un bloque homogéneo y duran más de medio siglo en medio de poderosas convulsiones sociales y políticas.

Cuando un español reflexiona sobre su propio pasado, no tarda demasiado en encontrar la explicación a ese fenómeno en apariencia tan extraño. Y es que en España siempre ha habido una investigación sobre la vida humana. La transitoriedad del tiempo, los volteos de la fortuna, la expectación de la muerte, la desaparición del pasado son temas constantes del teatro, la poesía y el ensayo, y ello desde la última Edad Media hasta el siglo XX, pasando por el Barroco. Pocos pueblos, si es que hay alguno, se han hecho cuestión con tanta intensidad de su vida y sus límites, de forma que al hacer filosofía existencial, por usar un símil deportivo, estamos jugando en el propio campo.

2. La vida humana, tal como se presenta a una descripción sin prejuicios, tiene un carácter temporal y pasajero, y su tiempo parte de un pasado, vive el presente y se proyecta sobre un futuro. No se trata de tres realidades sucesivas, pues el pasado, en la medida en que es pasado, ya no es; el futuro, si se quiere que sea futuro, todavía no es; y el mismo presente es esencialmente transitivo y consiste en un continuo dejar de ser.

Pero en cada punto de su existencia, el hombre tiene una peculiar forma de vivir esos tres momentos y así el pasado se conserva en la memoria, el futuro se desvela como una proyección de posibilidades, y el presente es el continuo foco de nuestra atención. Cuando Agustín, en medio de exclamaciones de admiración, analiza esta estructura de la vida humana en los capítulos finales de las Confesiones, no puede todavía –porque es demasiado pronto– pesar las descomunales consecuencias de su descubrimiento.

Hay que esperar a la Edad Media y sobre todo a la gran peste del siglo XIV, el siglo existencialista por excelencia, para que el hombre adquiera consciencia plena del carácter temporal y transitorio de su vida. La desaparición inmediata del pasado, la expectación ante la llegada fulminante de la muerte, y la brevedad de la vida, convierten al colectivo de los jóvenes estudiantes en protagonistas de un presente huidizo, que se debe gozar sin límites.

3. El himno de la Universidad –el Gaudeamus– está construido en forma de un impecable razonamiento que reúne todos los lugares comunes de la poesía y la narrativa de la Edad Media. Su punto de partida –Ubi sunt qui ante nos; in mundo fuere?– se pregunta por el destino de los grandes hombres pretéritos, que han desaparecido del mundo hasta el punto de que ya no se pueden encontrar ni en lo más alto, ni en su zona inferior. La primera consecuencia de este desvanecimiento total del pasado –Vita nostra brevis est– avisa de la fugacidad de la vida y de la llegada irremisible de la muerte –Venit mors velociter; rapit nos atrociter–.

La conclusión última del silogismo –gaudeamus igitur; iuvenes dum sumus– invita a los hombres a gozar del mundo, mientras dure su juventud y antes de que lleguen la vejez y la muerte. –Post molestam senectutem; nos habebit humus.– Es una nueva formulación del tema del Carpe diem –aprovecha el instante– y sobre todo es una brillante síntesis de la vida humana, que sirve de introducción a la literatura existencial de la última Edad Media.

Hay que decir que los demás versos del himno –muy malos– no se corresponden ni por la forma ni por el contenido ni mucho menos por el estilo con este impecable razonamiento escolar, pues convierten una estupenda meditación medieval sobre la muerte –y sobre la vida– en una estúpida colección de tópicos creada por estudiantes tan ocurrentes como poco dotados para las letras y la filosofía. En cambio la llamada a gozar del presente es el tema central de una obra maestra, surgida en la frontera de los siglos XV y XVI, la Celestina.

La Celestina. El tiempo

La Tragicomedia de Calixto y Melibea retrata las complejas relaciones entre los estamentos sociales de Castilla, el choque de las generaciones y de los sexos, y los diversos tipos de hombres y mujeres que elaboran la trama de su vida en medio de ese inmenso patio de vecindad. Además de esto presenta una nueva forma de amor en la que todos, tanto nobles como pícaros, están fatalmente envueltos. Pero por debajo y como fondo de esta sociedad y de este mundo de pasiones subyace una comprensión de la aventura humana, que en sus líneas generales coincide con las vivencias del primer existencialismo.

Para empezar, el tiempo está presente de forma insidiosa en cada uno de los actos, convirtiéndose en un personaje tan oculto como decisivo. Y en primer lugar el tiempo externo, los relojes mecánicos de hierro, que marcan con su badajo las horas y dejan emplazados a los dos amantes, pero también el atardecer cuando llega la hora de la cita y la aurora que fuerza a la despedida. Por otra parte la acción de la obra está inscrita en un calendario existencial, colocado entre la primavera de los vente años en que muere Melibea y el invierno de los sesenta, cumplidos por Pleberio, condenado a sobrevivir a su hija contra su voluntad y su deseo.

Pero el mundo interior de los señores y los criados está también afectado de pasiones que hacen continua referencia al tiempo de su vida. En primer lugar la impaciencia, representada sobre todo por Calixto, que no tolera ni dilación en conocer su suerte, ni tardanza en cumplir sus deseos. El complemento de tal actitud expectante es, no tanto la esperanza de un futuro incierto cuanto la espera del presente, que no depende ni siquiera imaginativamente del sujeto que desea y por eso mismo se alarga cada vez más. Cuando llega el momento del placer la impaciencia se cambia en su actitud opuesta, la morosidad, pues los amantes quisieran que el tiempo se detuviese, y por ello «maldicen los gallos porque anuncian al día y el reloj, porque va tan aprisa».

El sentimiento que acompaña a los dos viejos hace también referencia al tiempo. Pleberio tiene una vivencia muy aguda del carácter efímero de su existencia, que ya está terminando: «El tiempo se nos va de entre las manos. Corren los días como agua de río. No hay cosa tan ligera para huir como la vida.» En cambio su contrafigura Celestina, a pesar de haber dejado ya muy detrás de ella la juventud, se acuerda de las horas ya idas cuando era querida, y ante los mozos que se besan y retozan, tiene una vivencia del todo medieval, la dentera, «porque aún el sabor en las encías me quedó, no lo perdí con las muelas».

Pero el tiempo no sólo es en Celestina el motor oculto de toda la trama, sino que con frecuencia pasa al primer plano, y puesto en boca de cualquiera de los personajes articula en una unidad los distintos momentos de la existencia. Es lo que hace Celestina en el acto noveno, que servirá de desencadenante a la tragedia final. «Ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanece, porque su orden es mudanza», dice la vieja citando casi literalmente a Heráclito. Ya en el acto tercero Sempronio ha puesto de relieve este carácter de inestabilidad que convierte lo real en futurible: «cada día vemos novedades y las oímos y pasamos y dejamos atrás. Disminúyelas el tiempo, hácelas contingibles... Todo es así. Todo pasa desta manera, todo se olvida, todo queda atrás.»

Lo mismo sucede con el acto cuarto, que señala el primer comienzo de la pasión de Melibea. Una vez más Celestina contrapone las edades del hombre: «Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad. Que a fe mía la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo porvenir, vecina de la muerte.» Al final del acto veintiuno y de toda la tragedia, Pleberio vuelve a enlazar dialécticamente la trama de las generaciones en una visión global del tiempo llena de pesimismo: «Del mundo me quejo porque en sí me crió; porque no me dando vida, no engendrara en él a Melibea; no nacida no amara; no amando cesara mi queja y desconsolada postrimería.»

La finitud

Es otra categoría existencial que recorre de un extremo al otro toda la trama de la Celestina, empezando por su mismo título. También la vida humana es una tragicomedia, porque está abocada a la frustración, pero precisamente este final del todo negativo invita a disfrutar sin tasa de cada uno de los momentos de su tiempo. Todos los personajes de la obra, Calixto y Melibea, Celestina, los criados y muchachas, aprovechan cada uno de los pasos fugaces del reloj, y únicamente Alisa y Pleberio, que pueden ver –igual que los espectadores– el fin del drama desde el exterior, caen fuera de esta dialéctica temporal.

La muerte es simplemente el término del único camino de la existencia, sin ninguna referencia a un más allá teológico, a la honra adquirida frente a la sociedad y a la correspondiente fama intemporal. La vieja describe melancólicamente esta vivencia en su comida con los servidores y las busconas: «Bien sé que subí para descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para vivir, viví para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme.»

El primer diálogo entre Melibea y la misma Celestina completa esta fenomenología de la existencia acentuando todavía más su carácter negativo. Tiene que estar muy loco –dice aproximadamente la vieja– quien desee volver a la juventud «como un caminante que enojado del trabajo del día, quisiese volver de comienzo la jornada para tornar otra vez a aquel lugar. Que todas aquellas cosas cuya posesión no es agradable, más vale poseerlas que esperarlas, porque más cerca está su fin cuanto más alejado esté el comienzo».

La vida humana no es según esto una trayectoria circular, sino una recta con una dirección y un sentido único. Por lo demás, cada uno de sus momentos está afectado por la posibilidad de la muerte, pues tan pronto como un hombre nace ya tiene edad suficiente para morir. La misma Celestina repite estas mismas razones con su estilo incomparable: «Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero. Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir.»

El comienzo del acto dieciséis recrea los lugares comunes de la Edad Media tardía y en este sentido pertenece a la misma constelación literaria de Las Danzas. En escasas y contundentes palabras Pleberio muestra cómo la existencia avanza en una única dirección, y cómo este camino en línea recta no tiene vuelta y termina necesariamente en un solo punto, «la muerte que nos sigue y nos rodea de la que somos vecinos y a cuya bandera nos acostamos, según natura.»

El argumento más cierto de esa proximidad y del hecho de la muerte, lo proporciona el destino definitivo de los hermanos y parientes con quienes alguna vez se ha convivido. «Todos los come ya la tierra, todos están en sus perpetuas moradas.» Esta meditación, hace que la muerte deje de ser el futuro absoluto y entre en la rueda del tiempo, convirtiéndose poco a poco en pasado, no sólo de cuantos alguna vez estuvieron en el mundo, sino de los mismos sujetos que todavía viven. Todos los protagonistas de la última Edad Media y desde luego todos los personajes de Celestina comparten esta vivencia de finitud, pero cada uno de ellos la traduce diferentemente en su conducta y su forma de ver la vida.

Carpe Diem

La vivencia del tiempo que pasa y de la muerte que llega son los lugares comunes del primer existencialismo y de sus composiciones literarias, individuales o colectivas, que en los reinos de España prolongan la forma de vivir y de pensar de la última Edad Media, por efecto de una aceleración de la historia tan brusca como inesperada. En la Celestina esta doble urgencia que agita a los espíritus, desemboca en un culto al instante presente, que en cada uno de los personajes centrales aparece con caracteres distintos.

Estas vivencias de presente, las que desde la Edad Media y hasta la época moderna se engloban bajo el nombre común de andanzas, cubren una constelación de géneros literarios tan diversa como brillante. Pero no sólo esto, sino que además son una forma de entender la existencia y las situaciones a que hace frente, totalmente original. Los protagonistas de esta época y de su literatura habitan siempre en el presente y sus pasos pretéritos o futuros se echan al olvido y se desprecian. Por eso mismo su vida no tiene argumento, ni es una aventura única, más o menos complicada, ni apunta a un objetivo o un sentido final pues se compone de una serie de circunstancias, al propio tiempo azarosas y queridas.

El primer sujeto de estas andanzas es Celestina y en menor medida los criados que la rodean y ayudan en sus tratos, formando todos ellos el primer embrión de lo que será la novela picaresca. La vieja ya no puede disfrutar de los placeres del mundo, pero vive en un continuo presente, maquinando una tras otra sus hazañas, que todavía se prolongan a lo largo de la obra. Y el motor de sus actos –que es causa de su muerte y también de la de Sempronio y Pármeno– no es el deseo carnal, pues de él sólo queda la «dentera», sino una pasión mucho más mezquina que será desde ahora como la atmósfera del mundo de los pícaros, la codicia.

Las dos supervivientes de este submundo, Areusa y Elicia, viven también antes y después de la muerte de Celestina y sus amigos, en el instante presente, reaccionando inmediatamente a cada situación sin buscar ninguna justificación ni sentido a su conducta. Los engaños, los celos, la cólera seguida de una entrega incondicional, el odio hacia Melibea, la tristeza y el luto de un día, y en fin la venganza, son pasiones que se suceden a un ritmo creciente, pero que no guardan relación entre sí ni tienen ningún objetivo, que no sea la satisfacción de un deseo momentáneo.

También los dos amantes viven en el momento inmediato, de forma que las sucesivas escenas son otras tantas citas, marcadas por el badajo del reloj mecánico de hierro. El desencuentro inicial, las intervenciones de Celestina, el primer diálogo a través de las rejas del jardín y por fin la consumación desenfrenada del deseo, son las fases de un tiempo discontinuo. Cuando la trágica muerte de Calixto hace imposible la repetición constante de un instante supremo de gozo, entonces toda la acción dramática y la misma trama de la obra termina bruscamente.

La edición inicial de la Celestina se compone sólo de dieciséis actos y su desenlace es una variante de un tema tópico en la literatura universal, el de un amor desgraciado, pues la joven pareja que lo protagoniza muere trágicamente cuando acaba de cumplir por primera y única vez sus deseos. El mismo autor en su prólogo cuenta cuál ha sido el origen colectivo de la segunda y última entrega, que es bastante más amplia y sobre todo cambia el sentido de la aventura de Calixto y Melibea, que se convierte en un drama existencial centrado más claramente sobre la categoría del gozo en el tiempo presente. Efectivamente la obra tiene al parecer un éxito inmediato, pero la mayor parte de los lectores importunan grandemente al autor, porque "querían que se alargase en el proceso de deleite de estos amantes". Ante tan unánime solicitud Fernando de Rojas de mala gana y robando tiempo a menesteres más urgentes, completa el argumento central, poniéndolo de acuerdo en su sentido con el resto de la tragicomedia.

Los conflictos existenciales

La Celestina todavía resalta más la vivencia del presente, a través de la comparación entre una serie de parejas contrapuestas. En primer lugar, la vida actual tiene un valor supremo frente a la muerte, que es su negación. Ya quedó medio dicho que Elicia, amante de Sempronio y aprendiz y sucesora de la vieja, llora desconsoladamente por esta doble pérdida. Pero cuando ve que ya nadie visita su casa ni pasea por su calle, que han desaparecido las músicas y las canciones, los ruidos y las cuchilladas, y sobre todo que está sola entre dos paredes, llena de asco y sin ver blanca, decide seguir el consejo de Areusa, deponer el luto, dejar tristeza y despedir las lágrimas.

Recuerda entonces las palabras de Celestina: «nunca hermana, traigas ni muestres más pena por el mal ni muerte de otro, que él hiciera por ti», y de acuerdo con esta sentencia deja de tener dolor por quien tal vez no lo tendría si ella misma estuviese muerta. La misma cínica filosofía le ayuda a olvidar a su querido: «Sempronio holgara, yo muerta; pues, ¿por qué, loca, me peno yo por él degollado? ¿Qué sé si me matara a mí, como era acelerado y loco, como hizo a aquélla vieja que tenía yo por madre?» Más radical es todavía su amiga Areusa: según ella el fin de Celestina fue bueno para las dos, porque los muertos abren los ojos de los vivos «a unos con haciendas, a otros con libertad, como a tí».

Lo mismo le pasa a Calixto cuando se entera de la muerte de Celestina y de sus dos criados. También él se lamenta, tanto más cuanto que la pública noticia del castigo de estos dos matadores y ladrones, y de los servicios de la vieja forzosamente irán contra su nombre y su honra. Pero pronto echa lo pasado a la mejor parte y se acuerda de su gozo en el jardín de Melibea, su señora y bien todo. «Y pues tu vida no tienes en nada por su servicio, no has de tener las muertes de otros, pues ningún dolor igualará con el recibido placer.» Para esta filosofía de la vida totalmente medieval, la muerte de los demás, como todo aquello que pertenece al pasado, carece de toda entidad, ha de ser dado al olvido, y en último término sólo puede ser para quien todavía vive, una llamada a no desaprovechar la felicidad actual.

La muerte de Melibea, precedida del impresionante encuentro cara a cara con su padre, subraya todavía más el valor del tiempo presente y en este sentido es el complemento perfecto de la actitud de su pareja. Esta vez no se trata de anular el pasado, sino al revés, de suprimir de golpe cualquier posible proyecto de vida, y privar al futuro de toda realidad. Es difícil para quienes no han sido testigos y protagonistas de la última Edad Media y de su prolongación en el siglo XV, imaginar esta forma de vivir al día, sin punto de partida ni objetivo final. En todo caso, Melibea sigue siendo fiel y exaltando su presente, incluso en estos últimos momentos trágicos que preceden a su «forzada y alegre partida», a su «agradable fin», cuando debe contentar a Calixto en la muerte, ya que «no tuvo tiempo en la vida».

La oposición entre jóvenes y viejos subraya todavía más las vivencias existenciales sobre las que gira la trama de Celestina. Los padres de Melibea, Pleberio y Alisa, hacen de contrapunto al resto de los personajes del drama, y a pesar de sentirse ancianos y hasta supervivientes, representan paradójicamente las nuevas ideas del Renacimiento y de los tiempos modernos. Inmediatamente hay que decir que sus razones, acompañadas de inoportunas referencias «humanistas» a los clásicos de Grecia y Roma, son las partes más débiles de la tragicomedia.

En todo caso esos dos viejos piensan en el futuro, y ante la certeza de la muerte y la incertidumbre de su momento, quieren dejar tras ellos un nombre y una hacienda que continúe y dé sentido a todos los trabajos de su larga vida. Después de la muerte de su hija, Pleberio recuerda estos proyectos definitivamente frustrados: «¿Cómo no te quiebras de dolor que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos?»

El contrapunto a esta preocupación por el tiempo futuro y por el buen nombre y posición en la sociedad lo dan el resto de los personajes y sobre todo las dos muchachas, radicalmente individualistas y en consecuencia independientes de todo vínculo y atadura que coarte su vida. Durante la cena en casa de Celestina, Areusa recita un largo parlamento libertario: «Jamás me precié de llamarme de otra, sino mía; mayormente destas señoras que ahora se usan. Gástase con ellas lo mejor del tiempo... Así que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos y joyas de boda, salen desnudas y denostadas... Ni gozan deleite, ni conocen los dulces premios del amor.» Un poco antes, Celestina da parecidos consejos a Pármeno, el fiel servidor de Calixto: «Goza tu mocedad el buen día, la buena noche, el buen comer y beber. Cuando pudieres hacerlo no lo dejes. Piérdase lo que se perdiere. No llores tú la hacienda que tu amo heredó, que esto te llevarás deste mundo, pues no le tenemos más de por nuestra vida.» Y un poco antes, Elicia la otra muchacha, predica esa misma filosofía de la vida: «Mientras hoy tuviéremos de comer no pensemos en mañana. Tan bien se muere el que mucho allega como el que pobremente vive, y el doctor como el pastor, y el papa como el sacristán y el señor como el siervo... no habemos de vivir para siempre. Gocemos y holguemos, que la vejez pocos la ven, y de los que la ven ninguno murió de hambre.»

El tercer conflicto existencial es mucho más interesante, porque aparece precisamente en la Edad Media con la primera revolución feminista del siglo XII, y tiene su más ilustre representante literaria en la tragicomedia de Calixto y Melibea. Los dos términos contrapuestos son por un lado la forma social del matrimonio, con su pretensión de una fidelidad en un futuro interminable, y por el otro la vivencia individual, presente y continuamente renovada del amor. El acto dieciséis enfrenta violentamente a estos modos de entender la relación entre una pareja, y recuerda los cantares de los trovadores y las manifestaciones del amor cortés.

Sorprende la miopía y hasta la ingenuidad con que el racionalismo y el espíritu pragmático de los tiempos actuales enfocan este choque entre el amor incondicional y doble de la pareja y las conveniencias de una institución bendecida por la sociedad y por la moral laica y religiosa de una época. Al parecer es perfectamente posible, según esta mentalidad «moderna», poner de acuerdo la pasión de Calixto y Melibea con un estado civil de casados, que conviene a los dos, puesto que pertenecen a un linaje igualmente ilustre. Este cálculo interesado es más propio de los futuros siglos ilustrados que del ejemplo real o literario de los grandes amantes de la Edad Media.

El argumento central de la Celestina no es primero y principalmente el conflicto entre un amor tempestuoso y un matrimonio de conveniencia, sino la elección entre dos formas de vida totalmente distintas y hasta incompatibles, de una parte el gozo individual, presente y continuamente renovado, y de la otra la previsión de un futuro cuyo objetivo final es el prestigio social de su estirpe. En este sentido los dos padres de Melibea, Pleberio y Alisa, ante la cercanía de su muerte, piensan en su única heredera y proyectan un matrimonio que le defienda su honra, y a ellos les asegure la continuidad de su nombre y de su hacienda. Según sus cálculos todos en la ciudad estarán felices de tomar tal joya, llena de honestidad y virginidad, hermosa, de alto linaje y además rica. Frente a estas razones de los viejos, Melibea introduce un largo parlamento, que se inspira en una forma de pensar y de vivir, típicamente medieval. El fondo de su pensamiento es el mismo de los trovadores y del amor cortés, el mismo también sobre el que Eloisa escribió sus cartas. «No piensen en estas vanidades ni en estos casamientos: que más vale ser buena amiga que mala casada... No quiero marido, no quiero ensuciar los nudos del matrimonio, ni las maritales pisadas de ajeno hombre repisar.» Para ella sólo valen los placeres y la gloria que le da Calixto para los que no hay compensación: «Pues él me ama, ¿con qué otra cosa le puedo pagar?... el amor no admite sino sólo el amor por paga... haga y ordene de mí a su voluntad.»

Melibea quiere disfrutar del presente de la forma más intensa, y expone este deseo con más sinceridad que el resto de los personajes de la tragicomedia. «Déjenme gozar mi mocedad alegre si quieren gozar de su vejez cansada; si no, presto podrán aparejar mi perdición y su sepultura. No tengo otra lástima sino por el tiempo que perdí de no gozarlo, de no conocerlo, después que a mí me sé conocer.» Y cuando Alisa presume de que su hija no sabe lo que son los hombres ni que del ayuntamiento de marido y mujer se procreen hijos, y en fin que su virginidad le impide desear lo que no conoce ni entendió nunca, Melibea amenaza entrar dando voces como loca, «según estoy de enojada del concepto engañoso que tienen de mi ignorancia».

 

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