Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 52 • junio 2006 • página 12
Anotaciones sobre el pensamiento religioso de John Stuart Mill,
William James y Miguel de Unamuno
Preliminares
Mi primera intención era escribir una breve nota sobre la filosofía de la religión de Unamuno con el objeto de probar una tesis: que si en algún lugar fuera preciso colocar el pensar unanumiano sobre la religión es dentro del pragmatismo trascendental.{1} (Supongo, no obstante, que tal afirmación no puede ser tan rotunda que no fuera posible, puestos a buscarla, oponerle, siquiera, alguna reserva.) Pero advertí que tal objetivo difícilmente podía llevarse a cabo, a menos que se comenzase por explicar el concepto mismo al que acabo de referirme, contraponiéndolo a lo que denominaré pragmatismo empírico. Mas entonces, y con el objeto de remarcar las diferencias, no me pareció inconveniente, sino todo lo contrario, ilustrar éste con dos ejemplos de concepciones de la religión que pudiera encuadrarse con toda justicia en él. Y, entre ellos, entiendo que pocos tan significativos como el de John Stuart Mill y William James. El resultado de todo ello son las páginas que el lector tiene delante.
Me parece, sin embargo, que continuar denominando «anotaciones» a tal resultado, ni es meramente retórico ni resulta excesivo. Y ello por dos razones. La primera, porque no me ocupo más que de una sola obra de cada uno de los autores mencionados{2}, y por eso, aun cuando se pueda pensar que, sin duda, se trata del escrito más significativo y representativo que nos han dejado a propósito de su filosofía de la religión, el análisis ha de resultar, por fuerza, fragmentario y parcial, o, al menos, incompleto{3}, y en ningún caso merecedor de bautizarlo con la más pretenciosa denominación de «estudio» o «ensayo» (término éste que paulatinamente ha ido perdiendo su significación original de «intento» o «tentativa», para venir a significar algo acabado y concluso, y sin que el dar en colocar tal denominación delante de no importan qué palabras que indican de qué es ensayo, sea otra cosa que declaración de modestia por parte de su autor, quien pone de manifiesto así que no se halla en su ánimo la fatuidad de creer que con él se ha dicho la última palabra o se ha agotado el asunto a tratar, al tiempo, claro está, que le sirve de coartada ante aquellas imperfecciones y lagunas que en su obra, como en toda obra humana, puedan ser denunciadas). Y la segunda razón por la que no resulta exagerado considerar simples «notas» las reflexiones que siguen, y que pone perfectamente de relieve la limitación de las mismas, es que tampoco me he demorado en entrar en diálogo o controversia con aquéllos que puedan ser tenidos por los más autorizados intérpretes del pensamiento de los tres filósofos de los que me ocupo{4}.
Nada prejuzgaré, en cambio, acerca de si mi conocimiento del asunto o mi diligencia me permitirían o no dar mediano cumplimiento a un objetivo más ambicioso que el propuesto. Sé, no obstante, con toda certeza, que para ello fuérame preciso ocupar un tiempo más dilatado del que estoy dispuesto a dedicar a este pequeño ejercicio.
Pragmatismo empírico y pragmatismo trascendental
Designamos con el nombre de pragmatismo trascendental a aquel pensar sobre la religión en el que ésta es entendida como una especie de mecanismo o dispositivo compensatorio de la natural indefensión de hombre, del animal humano; dispositivo que le permite autocomprenderse y reconocerse como «señor del mundo» (señor también, por tanto, de los animales), y acabar, por último, constituyéndose propiamente en hombre.
No estamos hablando simplemente de psicología (algo así como una suerte de mecanismo de defensa, en sentido freudiano); tampoco de sociología (la religión como elemento fortalecedor de las sociedades humanas, o Dios como el propio grupo divinizado). Porque aunque seguramente cualquiera de esas perspectivas tenga derecho a reclamar para sí una parte de verdad, es lo cierto que una filosofía tal cristalizaría en un planteamiento meramente psicologista o sociologista, que en modo alguno podría considerarse una verdadera filosofía de la religión, por cuanto que, en lugar de dar cuenta de la génesis y la esencia de ésta, se limitaría a tomarla, ya constituida (y ya constituido también al hombre mismo) para limitarse a señalar su ocasional utilidad (o tal vez su perjuicio). Esto es lo que sucede con el pragmatismo empírico.
Pero el pragmatismo trascendental, aunque sin duda incorpora a su construcción elementos psicológicos –precisamente el considerar la religión como una suerte de mecanismo compensatorio–, tal construcción no queda constreñida a los límites del mero psicologismo (o sociologismo); a los límites (diríamos) del simple pragmatismo, porque tal pragmatismo no es un pragmatismo, sin más, sino que adquiere un carácter trascendental, precisamente desde el momento en que lo que se afirma es la necesidad insoslayable de la religión como elemento constitutivo (entre otros) de la propia especie humana y en el proceso, por tanto, en el que el hombre se hace propiamente hombre.
Podríamos decir también que, desde la perspectiva pragmático-trascendental, es la religión –en confluencia, sin duda, con otra serie de rasgos, físicos y culturales– la que hace al hombre. O todavía de otro modo: el hombre es hombre, entre otras cosas, mas acaso sobre manera, por ser un animal religioso. Y esto significa que sólo a través de la religión pudo cobrar conciencia de sí mismo, de su ser y de su peculiaridad frente al resto del mundo natural (y esto con independencia de que con carácter previo a la propia religión haya que presuponer la existencia de un cerebro lo bastante evolucionado como para ser capaz de un lenguaje con el que crear dioses y mitologías; y con independencia, asimismo, de que ese mismo cerebro haya acabado por descubrir que la mitología no es sino mitología. O lo que es igual: que, finalmente, haya terminado por reparar en la falsedad esencial que encierra cualquier forma de religiosidad).
En cualquier caso, no parece que existan dificultades mayores para considerar que la concepción pragmático-trascendental de la religión pueda ser vista como una verdadera filosofía (al margen, por supuesto, de que sea o no una filosofía verdadera). Porque tales presupuestos, en los que se vislumbra ya respuesta a las preguntas por el origen y la esencia de la religión, no parecen cegar el paso a la pregunta por la verdad de la misma, aunque, ciertamente, la propia opción por el pragmatismo trascendental nada prefigura respecto a tal verdad, dejando la puerta abierta tanto a concepciones teístas como ateas, e incluso agnósticas, si es que el agnosticismo puede sostenerse como tal (quiero decir, sostenerse no ya en el ámbito de la pura teoría, sino en el de la praxis). Por otra parte, tampoco en el pragmatismo trascendental se torna imposible ese doble movimiento de regressus (gnoseológico y crítico) y progressus (ontológico y dialéctico), inexcusables (tal como nosotros pensamos) para poder hablar de verdadera filosofía, en general, y de verdadera filosofía de la religión, en particular.
Muy distinta es la situación que hallamos en el pragmatismo empírico. En este caso (como decíamos) lo que se hace es partir del individuo (del individuo que ya es hombre: no al individuo al que la religión constituye como tal) y de la religión, ya establecida, en marcha, diríamos, y señalar las afecciones psicológicas que aquél experimenta ante el fenómeno religioso, o las repercusiones (sean cuales sean, y no sólo psicológicas, sino también sociales) que la religión tiene para él. Por supuesto, también la concepción pragmático-empírica resulta perfectamente compatible con cualquier toma de posición sobre cuáles hayan de ser esas repercusiones: podrá decirse que la religión es útil y ventajosa, o, por el contrario, que resulta dañina o perjudicial (o útil, como quiere el marxismo, sólo para salvaguardar los intereses de unos pocos). Y, desde luego, nada se presupone tampoco aquí acerca del problema de la verdad: idéntica perspectiva pragmático-empírica puede alimentar tanto filosofías teístas como ateas. En ella hay lugar lo mismo para William James que para Karl Marx (sin perjuicio de que lo que quepa considerar teísmo en James presente un carácter muy sui generis).
Pero sucede que aunque aquellas afecciones y repercusiones que se señalan puedan resultar, ocasionalmente, de todo punto atinadas, la construcción teórica que se alcanza no puede considerarse verdaderamente filosófica, sino psicológica o sociológica, y no puede considerarse tal, no sólo porque desde la teoría a la que se regresa se hace imposible el progreso hacia la fenomenología religiosa, sino también, y principalmente, porque las preguntas por el origen y esencia de la religión han sido directamente soslayadas, porque en ningún caso los mecanismos explicativos a los que se llega pueden considerarse específicos, constitutivamente, de ésta. Y en lo hace a la cuestión de su verdad, si bien es cierto que la posición pragmático-empírica, sea cual sea la perspectiva que adopte, sea psicológica sea sociológica, no tiene por fuerza que optar por la neutralidad, también lo es que cualquiera que sea la posición que se tome al respecto, ésta será siempre externa a la construcción teórica misma y sobreañadida, mas en ningún caso deducida de ella, porque desde premisas puramente psicológicas o sociológicas nada cabe concluir sobre la verdad del contenido de la religión. Para hacerlo, es preciso rebasar las fronteras de la psicología o la sociología para entrar de lleno en el ámbito de la filosofía, porque pronunciarse acerca de la verdad de los fenómenos religiosos obliga adoptar compromisos ontológicos muy firmes (materialistas o espiritualistas). De ahí que cuando alguien, como coronación (o acaso como presupuesto) de su análisis psicológico o sociológico de la religión, defienda la verdad o falsedad de ésta, o bien se está limitando a añadir su opinión (o su fe) personal al asunto tratado (y nada se perdería si se excusara de ello), o bien, sin saberlo, ha dejado de hacer psicología o sociología para pasar a embarcarse en disquisiciones filosóficas, adoptando una ontología que en ningún momento se ha puesto en discusión ni se ha hecho explícita. En cualquier caso, el problema de la verdad de la religión es un problema filosófico, no psicológico ni sociológico (tampoco teológico), y, en consecuencia, una teoría general de la misma sólo puede ser una teoría filosófica, no psicológica ni sociológica (tampoco teológica).
Podríamos añadir, además, que en tanto que las premisas de la concepción pragmático-trascendental no impiden que la construcción teórica subsiguiente se haga cargo del material fenoménico a explicar (y entre él, la evolución de las propias formas de religiosidad), ligándolo mediante concatenaciones causales de carácter esencial, pudiendo aspirar a ser considerada, en el sentido dicho, solidaria del materialismo (materialismo que consideramos inseparable de la verdadera filosofía), la perspectiva pragmático-empírica comienza por ignorar, en el momento de su cristalización como teoría, una masa importante de tales fenómenos religiosos (o procede a su evacuación en el curso de su construcción teórica), quedando, así, recluida en los límites del mero formalismo.
El pragmatismo empírico de John Stuart Mill y William James
La filosofía de la religión de Unamuno es el fin primordial de estas notas, mas con el objeto de tener un telón de fondo en el que constatar las diferencias, permítaseme que ilustre con dos simples ejemplos la que venimos denominando concepción pragmático-empírica de la religión. Sea el primero (como ya sea ha señalado) la obra titulada Sobre la utilidad de la religión (1874), de la que es autor John Stuart Mill, y sirva como segundo Las variedades de la experiencia religiosa, de William James (1902).
En el caso de Mill (menos claro resulta que ése sea también el de James), parece sobreentenderse que al hablar de religión nos estamos refiriendo al pensamiento religioso monoteísta, y más en concreto, al cristianismo. La cuestión no tiene, creo yo, mayor importancia cuando lo que abordamos es el asunto de su posible utilidad, dado que ésta podría ser predicada (o no, naturalmente) de cualquier forma de religiosidad. Pero seguramente la tiene si por lo que preguntamos es por su verdad (y la tiene, sin duda, si nuestra disquisición se encamina a determinar su origen o su esencia). Y Mill comienza, precisamente, por tomar nota de lo que el considera un hecho: que se ha escrito mucho sobre lo segundo, pero muy poco acerca de lo primero, es decir, se ha abordado con creces el problema de la verdad de la religión, pero muy poco el de su utilidad. Ahora bien, si la religión tiene algún contenido de verdad, entonces su utilidad se halla fuera de toda duda, por cuanto que siempre ha de ser considerado útil el conocimiento mismo. El problema se presenta si, por el contrario, se trata de un conjunto de creencias constitutivamente falsas, mas individual o socialmente útiles. El dilema con que entonces nos encontramos adquiere un cariz dramático, porque: «La situación más dolorosa en que puede encontrarse una mente responsable y cultivada es la de verse arrastrada en direcciones contrarias por los dos objetos más sublimes que puedan perseguirse: la verdad y el bien común» (Sobre la verdad de la religión, pág. 36).
Tal es la situación que quiere examinar el propio Mill. En su escrito parece darse por supuesta la falsedad de la religión (sin entrar en otras disquisiciones al respecto), para preguntarse, acto seguido, si el abogar por su mantenimiento se ve suficientemente compensado por lo que al bienestar y la felicidad de la humanidad se refiere. Nada se opone, desde luego –argumenta Mill–, a la posible y aun perfecta convivencia de ambos aspectos del asunto (el que la religión sea intelectualmente falsa y moralmente útil). Y, de hecho –continúa–, épocas e individuos han existido para los que la religión ha resultado de gran utilidad. De lo que se trata es de examinar si es así con carácter general y siempre. Para ello, para determinar si su utilidad es esencial o accidental, si su existencia es indispensable para el bienestar del ser humano, si los beneficios que supuestamente genera pueden ser alcanzados o no por otros procedimientos, y, finalmente, si los males inevitablemente aparejados a tales beneficios pueden o no ser evitados, no hay otro camino que preguntarse qué hace la religión por la sociedad y por el individuo.
Pues bien, por la sociedad no hace nada que no puedan hacer la autoridad, la educación y la opinión pública: «Cualquiera que considere justa y parcialmente el asunto, verá que hay razón para creer que todos los grandes efectos de la conducta humana que suelen atribuirse a motivos derivados directamente de la religión, tienen como causa principal e inmediata la influencia de la opinión pública. La religión ha sido poderosa no por su fuerza intrínseca, sino porque ha controlado esa otra fuerza adicional que es más importante» (pág. 54). Estamos, como no dejará de observarse, ante esa idea tan característica del utilitarismo (Adam Smith y David Hume son nombres que vienen de inmediato a la mente), que hace de la aprobación o desaprobación del «espectador imparcial» el fundamento del juicio moral. No tiene, pues, ningún sentido –prosigue Mill– buscar tal fundamento en la religión: por una parte, las verdades morales tienen la suficiente fuerza por sí mismas para hacerse acreedoras, en cualquier época, de la aprobación del género humano. (Entiendo que tal afirmación es excesiva, mas discutirla nos alejaría demasiado de lo que ahora tratamos.); y por otro lado, conferir origen sobrenatural a los principios morales los haría inmunes a la crítica, lo que, a todas luces, resulta siempre negativo. En suma, la religión no es algo que se requiera para hacernos distinguir el bien del mal en la moral social ni para inducirnos a realizar uno y evitar el otro.
Por lo que respecta al individuo, es indudable que en la religión se obtiene una importante satisfacción personal y que de ella brotan elevados sentimientos (eso dice Mill. Yo volveré a suspender el juicio para no entorpecer el desarrollo del asunto que traemos entre manos): «La esencia de lo religioso es una fuerte y determinada orientación de las emociones y deseo hacia un objeto ideal, reconocido como excelente en grado sumo y como algo que tiene absoluta supremacía sobre todos los objetos egoístas del deseo» (pág. 80). Poco antes de decidirse a proponer tal definición de la esencia de lo religioso, Mill había aventurado una escueta (y yo creo que también tímida) propuesta sobre el origen de la religión, según la cual ésta habría tenido propiamente su origen en el fetichismo, consistente en la atribución de vida y voluntad a objetos y fenómenos naturales, para más tarde considerar que tales objetos son, en verdad, inanimados, mas creación e instrumento de un ser invisible, semejante al propio hombre. En todo ese proceso, opina Mill, tuvo mucho que ver el temor, pues a la creencia en tales seres le siguió, inevitablemente el miedo a ellos; sin embargo, la religión no tiene propiamente su origen en el miedo, puesto que la creencia en dioses es anterior a ese temor que posteriormente pudieran provocar al ser humano. Y si deficiente y decepcionante resulta tal propuesta sobre el origen de la religión (la similitud con la de Comte parece obvia), ya que en ella no se alcanza a entender por qué motivo el fetichismo tendría que ser considerado, sin más, una forma de religión, ni cómo ni por qué pudo pasarse de él a formas de religiosidad más complejas; si deficiente y decepcionante (digo) resulta tal propuesta, no menos deficientes y decepcionantes resultan las últimas palabras de Mill que hemos trascrito, si con ellas se quiere definir la esencia de la religión: permanecemos, como puede verse, encerrados en las mallas del más férreo psicologismo, desde el que ninguna posibilidad existe de comprender y dar cuenta de los propios fenómenos religiosos, dotados, muchos de ellos, de una plena objetividad y materialidad, ni tampoco de explicar la evolución de la religión misma. El material fenoménico es inmediatamente evacuado o puesto entre paréntesis, como si se tratase de cuestión menor o accesoria, quedando, de ese modo, el camino libre para poder llevar a cabo una reducción psicológica del fenómeno religioso, que cristaliza en una teoría puramente formalista, en la línea de un formalismo segundogenérico, en la que tal fenómeno se equipara, sin más, a determinadas disposiciones afectivas y sentimentales de los sujetos humanos. Pero sucede que ninguna de tales disposiciones (ni el deseo, ni el bienestar, tampoco el miedo ni el «objeto ideal» del que supuestamente se generan) puede dar cuenta de la esencia de la religión, desde el momento en que no son exclusivas ni específicas de ésta, sino también de muchos otros estados anímicos (incluyendo el amor: invito al lector a que, como simple distracción, vuelva a leer esas últimas palabras de Mill a las que nos estamos refiriendo y piense por qué motivo no podría decirse que, tanto o más que la esencia de la religión, sirven para definir la de eso que hemos dado en llamar «enamoramiento»).
En cualquier caso (arribamos ya a la conclusión de Mill), esas mismas funciones asociadas a la religión, incluyendo (como él dice) el dar belleza y grandiosidad a la vida humana, son igualmente cumplidas por la poesía (razón de más, permítaseme añadir, para sospechar que al problema de la esencia no nos hemos acercado siquiera), y, sobre todo, son satisfechas por la «Religión de la Humanidad» (recordar de nuevo a Comte es del todo inevitable), a la que caracteriza el sentido de unidad con el género humano y un profundo interés por el bien común. Naturalmente, la objeción inmediata y obvia que a esto hay que oponer es que no se ve por ningún lado el motivo por el que la así llamada «Religión de la Humanidad» haya de ser considerada, rigurosamente hablando, una religión. ¿O es que acaso se perdería algo si la denominásemos, sin más, «Ética» o «Moral»? De todos modos, tal religión, así lo entiende Mill, tiene, frente a las religiones tradicionales, una enorme ventaja: es desinteresada, en tanto que en las otras se actúa siempre por la esperanza en una vida futura. Por otra parte, éstas obligan a poner en suspenso las facultades intelectuales, porque sólo así es posible hacer compatible la existencia de la divinidad con el mal: Cuando se hace a un lado esa cuestión, «la adoración a la deidad ya no es la adoración a una perfección moral abstracta, y se convierte en sometimiento a una imagen gigantesca que para nosotros resulta inimitable. Es, exclusivamente, la adoración al poder [...] ¿Habrá algún acto de barbarie moral –termina por preguntarse retóricamente– que no pueda justificarse por imitación a la conducta de un Dios así?» (pág. 85).
En consecuencia, la única ventaja que las religiones sobrenaturales tienen sobre la Religión de la Humanidad estriba en la promesa de una vida futura, y, en consecuencia, cuando los seres humanos ya no necesiten de ese consuelo para afrontar los sufrimientos del diario vivir, habrán perdido toda su fuerza. Y he aquí, el fármaco que Mill nos propone (lo mismo que antaño Epicuro nos proporcionó el suyo) para afrontar la muerte sin temor: «Quienes han poseído la felicidad pueden soportar la idea de dejar de existir; pero tiene que ser duro morir para quien jamás ha vivido» (págs. 91-92). Con independencia de lo resbaladizo del concepto mismo de «felicidad», yo no veo por qué no podríamos decir justo lo contrario; pero no entraré en este asunto: la discusión que tenemos con Mill atañe exclusivamente a la religión y tampoco ahora voy a desviarme de ella.
Así pues, a tenor de lo visto no considero juicio en exceso temerario calificar la concepción de la religión que se nos propone como un pragmatismo empírico, en el que el concepto clave es el de utilidad (aunque sea, en este caso, para negársela a la religión), y en el que se regresa a una construcción teórica de carácter psicológico, desde la que es imposible dar cuenta de la fenomenología religiosa asociada a las distintas formas de religiosidad; mas imposible, también, comprender la evolución de éstas, pues, como hemos visto, Mill se limita a colocar el origen de la religión en el fetichismo, para dar por supuesto (en la línea de Comte) que a partir de él se ha dado un desarrollo que alumbra distintas modalidades de conciencia religiosa, sin que se sepa muy bien cómo ni por qué, ni la razón por que éstas han sido las que han sido y fueron como fueron. Una construcción teórica, por tanto, desde la que no cabe responder a la pregunta por la esencia de la religión misma. Si a eso añadimos la renuncia expresa a abordar el problema de su verdad, nos encontramos con una mera especulación de cuño pragmático-empírico de carácter psicológico. Y a propósito del asunto de la verdad, no se crea que por el hecho de que Mill parece comenzar dando por supuesta la falsedad de la religión, tenemos que suponerlo anclado en posiciones ateas que ni siquiera estima necesario especificar; al contrario, su reflexión parece concluir con una declaración expresa de agnosticismo: nada prueba, mas nada niega, tampoco, la existencia del más allá.
* * *
Veamos ahora lo que sucede en el caso de William James.
Por lo pronto, Las variedades de la experiencia religiosa, se abre con la declaración expresa, por parte de su autor, de mantener su análisis de la religión dentro de los límites de la psicología, y hacerlo, opina James, obliga a que más que de la «religión institucional», lo que debemos es ocuparnos de la «religión personal». Pero tal proceder, creo yo, obliga a recusar el proyecto desde su mismo punto de partida, puesto que sobre ser extremadamente dificultosa y artificial la distinción entre ambas formas de religiosidad (en efecto, ¿cómo distinguirlas?), dejar a un lado la religión institucionalizada, supone desentenderse de la religión sin más, porque una religión o es institucional (otra cosa es el alcance mayor o menor de una determinada institución religiosa) o no es religión. Mas prosigamos con James.
Esa perspectiva psicológica nos fuerza a centrar nuestra atención en los sentimientos e impulsos religiosos de los individuos; mas no de los individuos corrientes, lo que supondría limitarnos a una religiosidad de «segunda mano», sino de los hombres excepcionales, de los genios religiosos, porque sólo en ellos podremos hallar aquellas «experiencias originales» capaces de revelarlos el sentido de lo religioso, y eso por más que dichos individuos con frecuencia hayan sido víctimas de «experiencias psíquicas anormales» y manifestaran «síntomas de inestabilidad nerviosa», sin que tales desequilibrios psicológicos puedan ser utilizados como argumento contra dichos genios religiosos: «En las ciencias naturales y en las artes industriales no se le ocurre a nadie intentar rebatir opiniones poniendo en evidencia la constitución neurótica de su autor. Aquí las opiniones se comprueban invariablemente por medio de la lógica y la experimentación, sea cual sea la variante neurológica del autor. No tendría que ser diferente en el terreno de las opiniones religiosas; aquí su valor sólo puede ser comprobado considerando directamente los juicios espirituales con independencia de sus autores; juicios basados, en primer lugar, en nuestros propios sentimientos inmediatos y, en segundo lugar, en lo que podemos colegir de sus relaciones experimentales con nuestras necesidades morales y con la parcela que defienden como verdadera» (Sobre las variedades de la experiencia religiosa, págs. 23-24). Los únicos criterios válidos desde los que juzgar esas opiniones religiosas, dirá a renglón seguido James, son luminosidad inmediata, razonabilidad filosófica y ayuda moral. Así pues, la patología del genio nada tiene que ver con el valor de sus creaciones, tal es el argumento de James; argumento que siendo, en principio, absolutamente válido, no puede resultar, sin embargo, más engañoso y falaz tal como él lo utiliza en este contexto, porque, evidentemente, cuando el valor de una determinada creación científica o filosófica, estética o moral puede ser juzgado y establecido desde determinados parámetros internos al ámbito en el que se localiza la creación misma, y así podamos decir que tal teorema es verdadero, o tal teoría filosófica más potente que las teorías alternativas, o tal creación artística bella, o tal máxima moral profundamente atinada, cuando eso sucede, podemos, en efecto, desentendernos por completo del estado mental de su autor, en la medida en que lo creado tiene una cierta objetividad y el criterio desde el que se juzga se presenta como universal (y aplicable, por tanto, a todas las creaciones del mismo tipo). Mas cuando lo que se propone a nuestro juicio es la vivencia de un individuo sobre la que ninguna experimentación es posible y que desde ningún otro parámetro puede ser juzgada, excepto el propio testimonio del sujeto, entonces, toda vez que tampoco ninguna argumentación lógica coherente pueda desplegarse a favor del contenido de tal vivencia, y toda vez, asimismo, que tengamos constancia de una anomalía psíquica en el sujeto en cuestión, haremos bien en no perder de vista el estado mental de éste, y en considerar, como hipótesis más plausible, que el contenido de lo vivenciado es la consecuencia de un desajuste psíquico. No está de más, también en este ámbito, tener presente el célebre consejo de Occam (Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem): si el que un sujeto diga ver ratas azules puede explicarse perfectamente como resultado de un delirio alcohólico, no hay porque sopesar seriamente la posibilidad de que, en efecto, existan tales ratas azules. No debemos, por principio, separar al delirante de lo delirado, y decir que, admitido que el primero delira, no por eso debemos pensar que el contenido del delirio sea falso. Por ese camino podríamos conceder entera credibilidad a no importa qué tipo de alucinaciones epilépticas o psicóticas, por ejemplo, y no digamos aquéllas que, como las que se dan en algunos cuadros paranoicos, son a veces extremadamente respetuosas con las leyes de la lógica elemental.
En cualquier caso, de aquellos criterios que, según James, serán los únicos adecuados para establecer sobre ellos el juicio sobre las opiniones religiosas (luminosidad inmediata, razonabilidad filosófica y ayuda moral), resulta enormemente confuso el primero, y razonablemente discutible el segundo, cuando se predica de las vivencias religiosas; mas el tercero, en cambio, se presenta con una claridad y nitidez meridianas, en el contexto en el que James plantea el problema de la religión, puesto que apunta al segundo gran marco (el primero, recordémoslo, es la perspectiva psicológica) desde el que aborda tal cuestión, y que no es otro que el pragmatismo: «Es el carácter de la felicidad interior inherente a los pensamientos lo que los cataloga como buenos, y su capacidad para satisfacer nuestras necesidades lo que los hace aparecer como verdaderos bajo nuestra estimativa» (pág. 22). Podríamos, sin duda, ya de entrada, comenzar por impugnar la validez de la perspectiva pragmática en cuanto tal, y para ello acaso bastaría observar que el que un pensamiento nos haga felices o satisfaga nuestras necesidades, significa, sencillamente, que nos hace felices o satisface nuestras necesidades, mas el calificarlo, por ello, como «bueno» y, acaso aún más, como «verdadero», constituye una extrapolación tan gratuita como falaz e injustificada, porque ocasiones hay en la que nos hace felices o nos sirve de ayuda es una radical falsedad o un pensamiento infame. Y aun habría que añadir que la felicidad alcanzada por procedimientos tales, es una forma de imbecilidad o de perversión. Pero dejemos esto, y veamos a dónde nos conducen tales premisas al plantear el problema de la religión.
Por lo pronto, parece ser que podemos comenzar por desentendernos del problema de la esencia de ésta, ya que, después de todo, lo que importa no es tanto lo que sea la religión en sí misma, como cuáles son sus efectos. Y hay que reconocerle a James el ser consecuente con esto: «La mayoría de los libros de religión –escribe– pretenden comenzar con una definición precisa de su contenido esencial [...] Sin embargo, el hecho real de que hay tantas y tan diferentes es suficiente para probar que la palabra 'religión' no puede significar ningún principio o esencia individuales, sino que más bien es un nombre colectivo [...] acaso no encontremos una esencia, sino numerosos caracteres que pueden, alternativamente, ser de igual modo importantes para la religión. Si pidiésemos la esencia del 'gobierno', por ejemplo, alguien nos podría decir que es la autoridad, otro que es la sumisión, otro la policía, otro el ejército, otro el parlamento, otro un sistema de leyes, y sería siempre cierto que ningún gobierno concreto puede existir sin todos estos requisitos, por más que unas veces uno sea más importante y en otros momentos otro. El hombre que conoce mejor los gobiernos es quien menos se preocupa por una definición que exprese su esencia. Gozando, como lo hace, de un conocimiento íntimo de todas y cada una de las peculiaridades, pensaría que una concepción abstracta en la cual se unificasen las peculiaridades sería algo más engañoso que iluminador. ¿Por qué la religión no puede consistir en una concepción igualmente compleja?» (pág. 31). Las palabras que acabamos de transcribir resultan definitivas: James, por un lado, no parece advertir que la determinación de la esencia, sea de la religión, sea del gobierno (y, en general, se trate de lo que se trate), consiste, precisamente, en averiguar y poner de relieve cómo encajan en un todo coherente toda esa multiplicidad de elementos complejos y constitutivos de aquél. Mas, por otra parte, la conclusión que se nos propone resulta no menos significativa: quien mejor conoce la religión es quien menos se preocupa de su esencia. Y supongo que no es imprudente conjeturar que lo que se nos sugiere es que el mejor conocedor de la religión es el individuo (el genio religioso) que tiene profundas vivencias religiosas (con lo que, paralelamente, podría decirse que quien mejor conoce la úlcera de duodenos no es quien se preocupa de saber lo que es, sino quien la padece). La renuncia a construir una teoría de la religión no puede ser más rotunda: nos quedamos exclusivamente con un conjunto de vivencias psicológicas (que aún habría que aclarar desde qué criterios son calificadas de «religiosas») y con el asunto de la utilidad de las mismas. Apenas se necesita más para poner aquí punto final a nuestro diagnóstico. Pero sigamos, no obstante.
Llevado el asunto al terreno de las afecciones psicológicas, ni siquiera podría decirse, opina James, que la religión se halla constituida por un solo sentimiento o emoción; tampoco, en otro orden de cosas, por un solo objeto o acto religiosos. Y aclarado esto, parece que, finalmente, se nos propone una definición: «la religión [...] para nosotros querrá significar los sentimientos, los actos y las experiencias de hombres particulares en soledad, en la medida en que se ejercitan en mantener una relación con lo que consideran la divinidad» (pág. 34). Obsérvese cómo dichas palabras dejan abierta la puerta para considerar religiosa cualquier experiencia de carácter psicopatológico, siempre que la misma consista en una relación con lo que el delirante considera divinidad. Y ni siquiera creo que James se incomodara especialmente por esta conclusión. Ahora bien, toda vez, opina James, que también hay religiones sin Dios (caso, por ejemplo del budismo, al que a mí me parece que se podría comenzar por discutirle su carácter de religión, para ser considerado una simple sabiduría de tipo ético o moral, sin negarle por ello ni su importancia ni significación); toda vez que eso sea así, se hace obligado entender la divinidad en un sentido amplio, «denotando cualquier objeto que posea cualidades divinas, se trate de una deidad concreta o no» (pág. 36). ¿Y cuáles son esas cualidades, o por mejor decir, esa cualidad esencialmente divina?: «En primer lugar, los dioses se conciben como cosas primeras en la escala del ser y del poder; envuelven y protegen sin escapatoria alguna. Todo lo que se relaciona con ellos representa la primera y la última palabra en la escala de la verdad. Por lo tanto, lo que sea primordial, envolvente y profundamente verídico debe ser, si seguimos esta línea, considerado como si se tratase de una cualidad divina y la religión de un hombre se puede identificar con esa actitud hacia lo que el considera la verdad primordial [...] La religión, sea lo que sea –prosigue James–, es una reacción total del hombre ante la vida» (pág. 37). Por ese camino, podríamos acabar pensando que cualquier reacción de ese tipo puede ser vista, sin exageración, como religiosa, incluido el propio ateísmo, siempre que lo sea seriamente. Mas quiero advertir que la sugerencia es del propio James, por más que, al mismo tiempo, admita que entender así la religión supondría hacer un uso abusivo del lenguaje ordinario. Y acaso por esto se nos proponen de inmediato nuevos rasgos distintivos de lo religioso: éstos son, además de lo serio, a lo que acabamos de referirnos, lo solemne, lo tierno y lo grave. Cualesquiera de tales actitudes o disposiciones psicológicas deben hallarse inevitablemente en toda conducta que quepa considerar como religiosa: «Por eso propongo [...] reducir nuestra definición otra vez diciendo que la palabra 'divinidad' para nosotros no significaría solamente lo principal, lo envolvente, lo real, ya que este significado, si se toma sin restricción, puede resultar demasiado amplio. La divinidad, para nosotros, significaría aquella realidad primaria a la que el individuo se siente impulsado a responder solemne y gravemente, y no con un juramento o una broma» (pág. 39). A la vista de lo anterior, alguien podría pensar que nada tan característicamente religioso, entonces, como nuestras relaciones con el fisco: no sé si tiernas, pero solemnes, graves y serias lo son en grado sumo, y nada a lo que uno se sienta tentado a responder con un broma, aunque justo es reconocer que muchas veces sí con un juramento. Debe faltar, pues, aún algo para cerrar de modo definitivo el asunto, y, finalmente, se nos dice qué es: «la vida de la religión [...] consiste en creer en un orden no visible, y que nuestra felicidad estriba en ajustarnos armoniosamente a él» (pág. 51). Naturalmente, no estamos hablando de un orden invisible, sin más, como podría ser el orden (o el caos) del mundo de las partículas elementales, sino (es de suponer) de un mundo más allá de éste. Pero James tampoco lo dice expresamente. Es más, en el postscriptum al texto del que estamos hablando manifiesta sus dudas respecto a la inmortalidad del alma, e incluso sobre la propia existencia de Dios; del dios monoteísta, inclinándose por apoyar una suerte de «hipótesis pluralista», o, para llamar a las cosas por su nombre, un politeísmo (veánse las págs. 390-391). Son esas cuestiones (inmortalidad del alma y existencia de Dios) que, como él mismo admite, dejó a un lado en las lecciones dictadas en las Gifford Lectures, de Edimburgo, el curso 1901-1902 (que tal es el origen de la obra que analizamos), porque, como quiera que sea, su propia concepción de la religión es ajena a tales cuestiones: «Siquiera sea en interés de la claridad intelectual, me veo empujado a afirmar que la experiencia religiosa, tal como la hemos estudiado, no puede ser aducida como el sostén inequívoco de la creencia infinitista. Lo único que testimonia inequívocamente es que podemos experimentar la unión con algo superior a nosotros y que en esta unión encontramos la paz más grande» (pág. 390). Conclusión ésta que casa perfectamente con la del propio texto de las conferencias: bajo todos los distintos credos religiosos subyace un núcleo común: «Una sensación de inquietud [que] consiste en sentir personalmente que hay algo que no va bien en nosotros [y] Su solución [que] pasa por la sensación de quedar liberados de aquello que no va bien mediante la conexión adecuada con los poderes superiores» (pág. 378). En consecuencia, las religiones más completas, como dice James, serán aquéllas en las que tal solución resulta más patente, puesto que minimizan, como ninguna otra, la inquietud y el pesimismo y acrecientan la paz, al señalar que la muerte no es la cancelación definitiva de la vida: se trata, obviamente, de las religiones de salvación (veánse las pag. 130-131).
Uno no puede por menos que preguntarse cuáles son esos poderes superiores, puesto que, colocada entre paréntesis la propio existencia de Dios, tal conexión de la que nace la paz interior no tiene ninguna otra realidad (o al menos no hay por qué presuponer que la tenga) más que aquélla que le proporciona la propia disposición psicológica del individuo que cree conectar con una realidad superior. Pero entender esto como el núcleo genuino de la religión resulta absolutamente gratuito, porque no existe el menor motivo que obligue a considerarla más una vivencia religiosa que meramente psicológica, e incluso psiquiátrica. Y, en cualquier caso, si tal núcleo religioso consiste en un sentimiento de inquietud y su solución, entonces acaso la genuina religiosidad consiste en tratamiento psiquiátrico o en entregarse despiadadamente a jugar al mus, siempre que con ello aliviemos tal inquietud.
Hasta aquí el análisis que James hace (o mejor, no hace) sobre el problema del qué de la religión, es decir, de su esencia. Se trata, en síntesis, de un conjunto de afecciones psicológicas (inquietud, paz, solemnidad, gravedad, seriedad, ternura...), que, en primer lugar, no son específicas de la religión, sino comunes a muchos otros contextos no religiosos, por lo que difícilmente puede ensayarse desde el regreso a tales notas el progreso a la fenomenología religiosa, tratando de comprenderla y explicarla (algo que a James, como hemos visto, ni siquiera le interesa, por considerarlo cuestión intrascendente y de la que, en consecuencia, no se ocupa ni siquiera mínimamente). Mas por otro lado, en segundo lugar, ni siquiera se entiende por qué tales vivencias psicológicas han de ser consideradas religiosas, excepto porque el propio individuo así lo cree, es decir, cree hallarse en comunión con un poder superior real y verdadero, que le proporciona paz interior y felicidad, con lo que, al cabo, aquellas reacciones que cabría considerar sintomáticas de algún trastorno psiquiátrico, podrían ser vistas igualmente como experiencias (vivencias, mejor) genuinamente religiosas, o lo que es lo mismo: la enfermedad mental, en según qué casos, tal vez no sea sino una finísima sensibilidad para lo sobrenatural (y a propósito de la matización que se acaba de apuntar, podría señalarse que las posiciones de James podrían comenzar recusándose por el propio título de la obra: en ningún momento se habla en ella de experiencias, que son siempre públicas y repetibles, sino de puras vivencias psicológicas, a las que, sin saber bien por qué motivo se las califica de religiosas).
Resta por examinar cómo plantea James el problema de la verdad de todo ello, aunque por lo que hemos dicho, cualquiera puede aventurar, con toda nitidez, por dónde irá su respuesta. El análisis no resultará menos decepcionante que el anterior.
James comienza por diagnosticar la inferioridad del racionalismo para fundamentar la creencia religiosa, tanto si se pronuncia a favor como en contra de la religión (veánse págs. 65-66). La formulación de la idea resulta, a mi juicio, un tanto confusa, pero se entiende, en cualquier caso, lo que quiere decir: se trata, parece ser, de constatar la inferioridad de la filosofía de la religión para pronunciarse sobre la creencia religiosa, y, en último término, para dar cuenta de la religión misma, sean cuales sean las premisas ontológicas de las que se parta (teístas o ateas, espiritualistas o materialistas); inferioridad, naturalmente, respecto al sentimiento y la creencia misma: «Aquí –escribe James, y 'aquí' significa, obviamente, en el ámbito de la religión–, lo que establece el núcleo original de la verdad es siempre nuestra creencia intuitiva, y nuestra filosofía articulada verbalmente no es más que su espectacular traducción en fórmulas; lo profundo es la seguridad no razonada e inmediata de la cual el argumento razonado tan sólo constituye una exhibición superficial: el instinto guía, la inteligencia sigue» (pág. 66). ¿Acaso se nos está diciendo que cuando alguien cree que algo es verdad, es verdad? Pues sí, por sorprendente que pueda resultar, eso es exactamente lo que se dice. Detrás de ello se encuentra, con toda seguridad, la propia concepción pragmática de la verdad. Y tal vez nada como esa conclusión pone tan estruendosamente de relieve las limitaciones de tal concepción. ¿Deberemos, quizás, extender ese mismo principio a no importa qué otro contexto al margen de la religión mismas, y decir, por ejemplo, que cuando un individuo, en pleno delirio, cree firmemente en la existencia de ratas azules que le muerden las entrañas, es verdad que existen tales ratas? La pregunta se presta a entremezclar dos planos completamente distintos y que en el análisis de James (evito pronunciarme ahora sobre el pragmatismo en general) se entremezclan constantemente, provocando una confusión permanente, y permítaseme que sospeche que también deliberada: cuando un individuo cree ver ratas azules es verdad que cree verlas, y es verdad que puede actuar en consecuencia con tal creencia, por ejemplo, siendo víctima de un auténtico estado de terror que podría conducirle incluso hasta la muerte; mas eso no implica que sea verdad que existan realmente tales seres (quiero decir, obviamente, como realidad objetiva, no que existan para él). De modo similar, cuando alguien cree en la existencia de Dios, es verdad que cree en la existencia de Dios, y no se discute tampoco que tal creencia tenga determinadas repercusiones en su conducta o en su estado anímico (acaso proporcionándole una profunda paz, o, por qué no, un intenso temor), mas nada de eso tiene que ver con la existencia real y objetiva del propio Dios. Y cuando James argumenta, para probar la inferioridad del análisis racional, y para probar, quizá, la identificación entre creencia y verdad, que: «Si una persona siente la presencia de un Dios viviente [...] vuestros argumentos críticos, por elevados que sean, intentarán cambiar su fe en vano» (pág. 66), volvemos a hundirnos en una nueva confusión no menos imperdonable (y vuelvo a sospechar que no menos deliberada). La fidelidad de alguien a una determinada creencia no prueba la verdad del contenido de ésta. Y si se diese el caso de que tal creencia es errónea, su persistencia en el error no lo trueca en verdad: prueba sólo su obstinación o su necedad. Paralelamente (y esto con independencia de que Dios exista o no), la imposibilidad de cambiar la fe de un determinado individuo, no es prueba de la verdad del contenido de la propia fe, es decir, no es prueba de la existencia de Dios. ¿Qué conclusión extraeremos de la imposibilidad de convencer a un paranoico de lo infundado de sus temores, cuando siente la presencia de una amenaza que le acecha o de una confabulación urdida en su contra? ¿Quizá la inferioridad del análisis psiquiátrico de carácter racional?
Sin embargo, por increíble que pueda parecer, tal es la línea argumentativa de James, quien no titubeará en afirmar que: «Es como si en la conciencia humana existiese un sentido de la realidad, un sentimiento de presencia objetiva, una percepción de lo que podríamos llamar 'algo' mas profundo y general que cualquiera de los 'sentidos' especiales y particulares mediante los cuales la psicología actual supone que se revelan originalmente las realidades existentes» (pág. 54). Y también hay, como sabe cualquier estudiante primerizo de psicología, sentidos de la realidad y sentimientos de presencia que constituyen capítulos de la psicopatología de la conciencia, es decir, que son simples estados alterados de conciencia. Pero a James (al James espiritista, que es con quien propiamente estamos hablando) tales cuestiones le parecen tan intrascendentes que ni siquiera pierde un solo instante en discutirlas, y así, concluirá triunfalmente que, sin duda, «debe haber un sentido innato de Dios en algunas mentes» (pág. 62). Las vivencias místicas, que ni siquiera para un Tomás de Aquino podían ser tomadas como prueba de la existencia de Dios, parecen serlo, sin ningún género de dudas, para William James. Y digo «parecen serlo» porque, después de todo, no se entiende muy bien cómo casan esas palabras con su afirmación de que la experiencia religiosa no prueba que Dios exista ni que no exista.
La explicación seguramente se encuentra en el hecho de que James hace un uso tan extenso del concepto «religión», que casi cualquier emoción, sentimiento o afección psicológica podría, en algún sentido, ser considerada religiosa. Por ejemplo, pueden serlo el temor, el pesimismo y la tristeza, tanto como la felicidad y la alegría (aunque las primeras son afecciones características de la religión de la mentalidad enferma, en tanto que las segundas lo son de la religión de la mentalidad sana). Puede serlo también la admiración, cuestión ésta en la que James hace suyas las palabras de J. R. Seeley, para quien cualquier «admiración habitual y regulada merece ser denominada religión» (pág. 68). Y religión puede considerarse la propia risa, dice James, siguiendo ahora a H. Ellis, porque «es un testimonio de la liberación del alma» (pag. 68). Con todo, las notas distintivas por excelencia de la religiosidad (de la religiosidad sana) parecen ser el gozo y la felicidad: «cualquier gozo permanente puede originar un tipo de religión consistente en una agradecida admiración del don de una existencia feliz [...] A partir de estas relaciones entre religión y felicidad, tal vez no sorprenda que los hombres miren la felicidad que comporta una creencia religiosa como prueba de su verdad. Si un credo hace feliz a un hombre, éste lo adopta enseguida: una de las 'inferencias inmediatas'de la lógica religiosa que, correctamente o no, usan los hombres consiste en que 'si esta creencia debe ser cierta, lo es'» (pág. 69). Podría pensarse, a tenor de estas palabras, que hemos estado malinterpretando a James desde el principio, atribuyéndole posiciones que él no defiende en absoluto, limitándose, exclusivamente, a describir como funcionan la vivencia y la lógica religiosa. Me parece, no obstante, que los compromisos que aquí y allá ha ido adoptando (y que todavía lo veremos adoptar) son lo bastante fuertes y resultan lo suficientemente claros, como para pensar que no nos equivocamos si interpretamos que ésa es también su posición, y no meramente la de los hombres, en general. Y de ser correcta nuestra lectura, nada voy a añadir a éstas sus últimas palabras, porque creo que, en lo sustancial, ya han sido adecuadamente discutidas las posiciones que encierran. Añadiré, únicamente, que, en contra de lo que James sostiene, la cuestión fundamental es el contenido de verdad que quepa atribuir o no a las creencias religiosas mismas, y no la felicidad que subsidiariamente pudieran engendrar en algunos individuos, porque sucede, además, que si tales creencias fuesen falsas (y creo, desde luego, que puede mostrarse que lo son, pero no es esto lo que ahora me ocupa), y carece de la menor realidad objetiva aquello en lo que se cree, entonces, una felicidad nacida de la falsedad y del error, no sería sino una felicidad canalla y estúpida, una mera forma de alienación. Si por felicidad es, también podemos dedicarnos a vivir, sirviéndonos de los mecanismos tecnológicos adecuados, en un estado de orgasmo permanente. ¿Qué religión podría colmar más plenamente nuestro anhelo de gozo?
Así pues, si la religión puede hacernos felices, proporcionarnos equilibrio moral o serenidad, si cura, incluso –dice James, vinculándola al asunto de la mind-cure o curación mental–, ¿por qué habríamos de rechazar esas experiencias religiosas? ¿Acaso en nombre de la ciencia? Pues no, porque «evidentemente, ciencia y religión son llaves genuinas para abrir la cámara del tesoro del mundo a quien sepa usar ambas; es igualmente evidente que ninguna de las dos excluye el uso simultáneo de la otra» (pág. 100). Es más: si hubiera que constatar alguna superioridad entre ambas, tal superioridad se encontraría del lado de la religión, ya que, siquiera, es menos vacía y abstracta: «A pesar del atractivo de la impersonalidad abstracta de la actitud científica para un cierto temperamento, creo que es bastante superficial y puedo exponer mi argumento en pocas palabras. Afirma que mientras tratemos con lo cósmico y general tratamos sólo con los símbolos de la realidad, pero en la medida en que tratemos con los fenómenos privados y personales como tales, tratamos con realidades en el sentido más completo del término» (pág. 372). Las vivencias religiosas son, pues, hechos completos, y, por lo tanto (supongo que se nos quiere decir), quedan fuera del alcance del análisis o del juicio científicos.
Entonces, ¿impugnaremos, tal vez, las vivencias religiosas en nombre de la filosofía o incluso de la propia teología? Pues tampoco: «el sentimiento es la fuente más profunda de la religión y [...] las fórmulas filosóficas y teológicas son productos secundarios» (pág. 323). En concreto, la filosofía podrá, a lo sumo, prestar algún servicio al estudio de la religiosidad si se convierte en ciencia de las religiones, ocupándose en una labor de depuración de aquello que resulta manifiestamente absurdo o incongruente con los modernos desarrollos de la ciencia, destilando, de ese modo, una serie de concepciones religiosas que puedan resultar siquiera posibles, y, como consecuencia de todo ello, facilitar, acaso, una síntesis de doctrinas diversas, propiciando, quizá, un consenso de opiniones en materia de religión (véanse las págs. 340-341). Como quiera que sea, ni la filosofía, en tanto que ciencia de las religiones, ni la propia ciencia, en sentido estricto, pueden pronunciarse acerca de si el contenido de la religión como tal es o no verdadero. El problema de la verdad, como no dejará de observarse, continúa siendo sistemáticamente soslayado.
Así pues, si decepcionante y absolutamente insuficiente (y, por supuesto, no filosófico) es el análisis llevado a cabo por James sobre la esencia de la religión no menos lo es la forma como aborda (o mejor, no aborda) el problema de su verdad. Toda discusión al respecto es, sencillamente, omitida, mas no, como a veces podría parecer, para mantenerse en un plano puramente descriptivo de la psicología de la religión, o, para ser más precisos, de la psicología de la vivencia religiosa (lo que, después de todo, podría llegar a tener su interés, siempre que no se nos pretenda hacer pasar tal análisis por una cumplida respuesta a la pregunta por la religión misma, esto es, hacerlo pasar por una verdadera filosofía de la religión); no nos hallamos, en efecto, ante una mera descripción psicológica, sino ante una toma de posicionamiento frente al asunto, que juega con una mezcla de planos muy distintos para, de una forma deliberadamente confusa (suelo huir del juicio sobre intenciones, pero en este caso, como ya he apuntado, no puedo evitar creer que la confusión es deliberada), tratar de probar la validez de la religión por su utilidad (o supuesta utilidad, da igual), de tal manera que serán los servicios que presta la religión y su utilidad para el individuo los mejores argumentos a favor de su veracidad. Ya al final de su escrito, cuando tras preguntar si todos los credos religiosos tienen un núcleo común, para responder que sí (el sentimiento de inquietud y su solución), se preguntará asimismo James si tal núcleo es verdadero. La respuesta, a mi juicio, no puede resultar más nítida y rotunda respecto al juicio que acabamos de hacer sobre la confusión y, seguramente, lo deliberado de ésta: «Dios –afirma James– es real desde el momento en que produce efectos reales» (pág. 384). Ahora bien, tal conclusión es absoluta e intolerablemente falaz: del hecho de que Dios (la Idea de Dios) produzca efectos reales, lo único que se sigue es que produce efectos reales, no que Dios sea real. Serán reales los efectos. Que lo sea o no Dios mismo, es otra cuestión completamente distinta.
Pero vayamos ya con Unamuno.
Miguel de Unamuno y el pragmatismo trascendental
La religión es una economía
o una hedonística trascendental.
Miguel de Unamuno
De Unamuno se ha dicho casi todo: ateo, agnóstico, creyente, católico, protestante, dogmático, escéptico... Y es que, en efecto, de Unamuno casi todo puede decirse. Para cada una de esas interpretaciones (y aun otras), pueden hallarse en sus escritos cien textos que la apoyen y otros cien que la refuten. Yo no sé si, al cabo, no habría que decir que cada cual acaba encontrando en Unamuno aquello que vaya buscando (algo que, casi con toda certeza, no desagradaría del todo al propio Don Miguel). Y, por supuesto, entre tales lecturas posibles tienen perfecta cabida aquéllas que quieran vincularlo al vitalismo o al irracionalismo; también al existencialismo; las que deseen verlo hermanado no sólo con Kierkegaard (de quien él mismo se reclamaba hermano), sino, asimismo, con Nietzsche, con Pascal, con Bergson... La cómoda clasificación no es fácil con alguien inclasificable; con alguien que, como él, se reclamaba «especie única», o, mejor diríamos, «especie de un solo individuo» (es obvio que ninguna de tales expresiones tiene demasiado sentido; es obvio, también, que la fuerza que se hace al lenguaje en cualquiera de ellas halla, acaso, justificación en lo rotundo del significado que transmiten). Pues bien, entre esos unamunos probables, no considero el más erróneo aquél que pueda entenderse muy próximo al pragmatismo. Al menos, me parece que resulta difícilmente impugnable la tesis de quien lea Del sentimiento trágico de la vida como una justificación pragmática de la fe. Baste para ello encadenar algunas ideas, casi a guisa de silogismo: Unamuno sostiene que la filosofía no es sino una justificación a posteriori de nuestras creencias, y que creemos aquello que satisface nuestros anhelos, siendo el supremo de ellos la inmortalidad. En consecuencia, es bueno (y verdadero) aquello que ayuda a nuestro anhelo de inmortalidad. (Que alguien pueda afirmar que no se halla poseído por un deseo tal, es algo que Unamuno no entiende, o mejor dicho, que no cree. Borges, sin embargo, fuerza es recordarlo, lo afirmaba sin el menor titubeo.) La religión, en consecuencia, es buena y verdadera si es útil. Resta, sin embargo, examinar si ése es todo el alcance y calado del pragmatismo unamuniano o si hay algo más detrás de él.
La primera impresión que uno se forma del pensamiento religioso de Unamuno es que se trata de una especulación puramente psicológica, mas a diferencia de Stuart Mill o incluso James, que quieren (formalmente, al menos) analizar el fenómeno religioso en sí mismo, vale decir, en términos objetivos, el filosofar de Unamuno sobre la religión (aunque también su pensar en general), presenta un marcado carácter subjetivo y hasta poético. Juicio éste, creo yo, que en modo alguno podría molestar a quien, como él, considera que la filosofía se halla más cerca de la poesía que de la ciencia: «la filosofía se acuesta más a la poesía que no a la ciencia» (Del sentimiento trágico de la vida, pág. 21). O como en otro momento advertirá: «No quiero engañar a nadie ni dar por filosofía lo que acaso no sea sino poesía o fantasmagoría, mitología en todo caso» (pág. 128). Sucede, en efecto, que al hombre Miguel de Unamuno no le da la gana morirse, y anhela, por tanto, poder creer en un Dios dador de vida eterna y en un alma inmortal; mas un alma que Unamuno entiende, de forma muy precisa, como sinónimo de la propia conciencia individual. De nada valdría tener un alma inmortal si, al mismo tiempo, no conlleva aparejada la conciencia de ser yo quien vive esa inmortalidad. Ser inmortal, en suma, es continuar siendo quien soy eternamente, vivir eternamente mi vida, la vida que ahora vivo: «Lo que en rigor anhelamos para después de la muerte es seguir viviendo esta vida, esta misma vida mortal, pero sin sus males, sin el tedio y sin la muerte» (pág. 216).
Pero a tal anhelo, o por mejor decir, a la creencia capaz de colmarlo, el corazón dice «sí» y la razón dice «no». Y el resultado de ello no es la mera duda, sino la agonía, la desesperación, el sentimiento trágico de la vida. Tal es el estado en el resulta obligado vivir, y el único (porque no hay otro) en el que es preciso tratar de hallar algún consuelo: «Ni el sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la verdad consuelo; pero esta segunda, la razón, procediendo sobre la verdad misma, sobre el concepto mismo de la realidad, logra hundirse en un profundo escepticismo. Y en este abismo encuéntrase el escepticismo racional con la desesperación sentimental, y de este encuentro es de donde sale una base –¡terrible base!– de consuelo» (pág. 111).
No queda, pues, más alternativa que vivir en la agonía y desde la agonía, y asistidos, siquiera, por la duda permanente. Porque aceptar la verdad de que no hay un Dios ni nosotros poseemos un alma inmortal –(y menos aún ligada a nuestra conciencia individual), y con tal verdad abrazar serenamente un racionalismo ateo y materialista («El racionalismo [...] es forzosamente materialista», leemos en la pág. 89)–, es imposible, porque imposible sería vivir, y, en consecuencia, la única actitud coherente, la única forma de sustraernos a la desesperación, sería dejar de hacerlo: «La consecuencia vital del racionalismo sería el suicidio» (pág. 120). La razón es, pues, por su propia esencia, enemiga de la vida: «todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo la racional, antivital. Y ésta es la base del sentimiento trágico de la vida» (pág. 49). Más adelante, casi con idéntica formulación, volverá Unamuno a insistir en esta misma idea: «Todo lo vital es irracional y todo lo racional es antivital, porque la razón es necesariamente escéptica» (pág. 98). Lo único que podemos hacer para seguir viviendo es compensar esa certeza antivital (no hay Dios ni alma inmortal), operando una suerte de apuesta pascaliana (y sospecho que ésta es la auténtica fuente del consuelo unamuniano), apuesta por la vida misma, el sentimiento y la voluntad frente a la inteligencia; por la fe frente a la razón: apuesta, en suma, por Dios. Y es ahora cuando vamos a encontrarnos a Unamuno muy próximo, según creo, al pragmatismo, ya que, por una parte, parece comenzar por mostrarse escéptico frente a la posibilidad de una verdad objetiva e independiente de nuestra conducta y nuestras creencias, porque más que la verdad o falsedad de una determinada doctrina, lo que realmente cuenta es las consecuencias que tiene para nosotros: «Un mismo principio sirve a uno para obrar y a otro para abstenerse de obrar, a éste para obrar en tal sentido, y a aquél para obrar en sentido contrario. Y es que nuestras doctrinas no suelen ser sino la justificación a posteriori de nuestra conducta, o el modo como tratamos de explicárnosla para nosotros mismos» (pág. 131). Por otro lado, y en plena coherencia con lo anterior, el que la incertidumbre pueda ser fuente de acción, e incluso de acción moral, la justificaría pragmáticamente. ¿Y por qué no decir esto mismo, no ya de la incertidumbre, sino de la propia creencia y de la religión en general? ¿Por qué no decirlo del mismo Dios? Casi al final Del sentimiento trágico de la vida encontramos estas palabras: «Si el alma humana es inmortal –escribe Unamuno–, el mundo es económica o hedonísticamente bueno; y si no lo es, es malo [...] Es bueno lo que satisface nuestro anhelo vital, y malo aquello que no lo satisface» (pág. 287). Mas, por el mismo motivo, ¿no cabría extender esa posición sobre lo bueno y lo malo a lo verdadero y lo falso, y decir que es verdadero aquello que satisface nuestro anhelo vital, y falso aquello que no lo satisface? De este modo, podría decirse entonces que la religión y la creencia en Dios encuentran justificación pragmática en su utilidad al obrar, y acaso principalmente al vivir, y ahí radicaría su verdad, con lo que cobraría pleno sentido la fórmula según la cual creer en Dios es crear a Dios: es la propia creencia quien lo engendra y lo hace real y verdadero. Y en esa esperanza en que Dios exista –esperanza que no es racional, mas tampoco irracional, sino «contraracional» (pág. 189)– es en la que hay que vivir, la única en la que es posible vivir y es obligado hacerlo, puesto que sin Dios, nada nos queda excepto la superstición (veánse págs. 172-173) o acaso (podríamos entender que quiere decir Unamuno) el desequilibrio mental o la neurosis
Tal es la lectura más inmediata (seguramente también la más superficial) que cabe hacer del pensamiento religioso de Unamuno; lectura por la que quedaría inmediatamente vinculado a lo que venimos denominando pragmatismo empírico, y que lo haría objeto de objeciones similares a las que hemos opuesto a Mill y James. Pero en el caso de Unamuno, aunque, sin duda, esta primera lectura que acabamos de apuntar es perfectamente posible, el asunto es más complejo, porque cabe detectar en el análisis unamuniano de la religión un pensamiento religioso mucho más profundo (de un carácter mucho más filosófico también) que el que podría sugerir la escritura formalmente personalista y decididamente psicológica del propio Unamuno.
Mas para dar con tal pensamiento, es preciso que comencemos por dejar a un lado esa especie de pensar autobiográfico, que constituye la expresión formal mediante la que se desarrolla el pensar la religión del rector salmantino, y el modo como se van enhebrando unos argumentos con otros; y que es, igualmente, lo primero con lo que se encuentra quien lee Del sentimiento trágico de la vida. (Con independencia de si la autobiografía misma es o no sincera, es decir, sin que para el caso importe si la agonía unamuniana es auténtica y real o si, por el contrario, constituye una simple farsa urdida por motivos puramente literarios, tal como algunos han sospechado. Entiendo que el asunto tiene su importancia si de lo que se trata es de determinar el alcance de la honradez intelectual de quien escribe Del sentimiento trágico de la vida o las particularidades psicológicas de su personalidad. Mas cuando lo que se examina es el contenido filosófico de la obra misma, y a él es a quien va dirigido el juicio resultante de tal examen, la cuestión resulta por completo irrelevante y carece de toda trascendencia: una vez salido de la pluma de su autor, el libro adquiere plena autonomía e independencia respecto a éste, y es con el libro con quien tenemos que tratar y, llegado el caso, debatir o concordar, sin que tengamos por qué parar mientes en las particularidades psicológicas o morales de quien lo ha escrito. Lo que cuenta es lo que se dice, no quien lo dice, y si las posiciones defendidas son sólidas o disparatadas, tanto no da que sean creídas o no por quien las defiende, porque lo que verdaderamente importa son las posiciones mismas. La pedagogía de Rousseau, atinada o no, es independiente del juicio que pueda merecernos como padre. De igual modo, ¡qué importa si Unamuno es o no sincero! Lo que importa es el juicio que quepa emitir sobre su obra, y respecto a tal obra y tal juicio resulta por completo indiferente que Unamuno haya sido en verdad tan agónico como dice, o que, en cambio, fuese un ateo sereno, un agnóstico inconsecuente o un creyente fervoroso.)
Discúlpeme el lector este largo paréntesis y permítame que vuelva a donde estaba antes de iniciarlo. Decía que si nos olvidamos por un momento del propio Unamuno y centramos toda nuestra atención en su obra, cabe hacer una lectura de ésta menos psicológica y más estrictamente filosófica.
Así, el hambre de inmortalidad, puede dejar de ser visto como un simple concepto de carácter psicológico-subjetivo, para ser interpretado como una auténtica categoría antropológica objetiva. Y de ese modo, tal hambre de inmortalidad, que no sería sino la conciencia de la propia finitud, vendría a ser, así, la esencia misma del hombre. El propio Unamuno nos da pie para esta interpretación: «La esencia de un ser no es sólo el empeño en persistir por siempre, como nos enseño Spinoza, sino, además, el empeño por universalizarse, es el hambre y sed de eternidad y de infinitud» (pág. 197). Y todavía más claras resultan estas palabras: «Sólo por la congoja, por la pasión de no morir nunca, se adueña de sí mismo un espíritu humano» (pág. 201). Sólo al cobrar conciencia de la propia finitud –traduciríamos nosotros– se constituye propiamente el hombre en hombre. Su distinción del resto del mundo animal pasa, necesaria y esencialmente, por reconocerse como mortal: el hombre es el animal que sabe que va a morir.
Pero ese conocimiento resulta, de inmediato, paralizante («No podemos concebirnos como no existiendo», escribe Unamuno, pág. 53), y viene a acrecentar la indefensión, ya de por sí notable, que el hombre advierte en sí mismo, y la inferioridad en la que seguramente se ve situado frente al resto de los animales: éstos, mucho mejor dotados biológicamente que él y muy superiores, por tanto, desde el punto de vista físico, cuentan, además, con la ventaja de no haber hecho el terrible descubrimiento de la finitud, lo que los hace, de algún modo, inmortales; porque, en efecto, de quien no sabe que va a morir puede decirse que vive instalado en la eternidad. Para ellos, pues, para los animales, que no lo necesitan, cobra pleno sentido el consejo de Epicuro, quien sostiene que es absurdo temer a la muerte, porque mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, ya no somos. Mas tal fármaco pierde toda efectividad para un ser que se sabe finito y puede prever su fin e imaginarse un mundo sin él. Y es precisamente esa conciencia de la propia finitud la que engendra tanto el sentimiento trágico de la vida como la desesperación (si es que ambos no son una y la misma cosa; dos nombres distintos con los que designar idéntica situación); mas sentimiento trágico de la vida y desesperación (agonía es otro término usado por Unamuno) que tampoco designan meras disposiciones afectivas de carácter psicológico individual, sino que, como el propio hambre de inmortalidad del que brotan, pueden ser vistas como auténticas categorías antropológicas en sentido objetivo y trascendental, en tanto que describen, no lo que ocasionalmente pudiera sentir un individuo determinado (por ejemplo, el individuo Miguel de Unamuno), sino, de manera muy precisa, la situación a la que se ve abocado el hombre mismo por el conocimiento de su temporalidad.
En tal situación, la religión viene a operar, entonces, como una suerte de mecanismo de compensación en el que podemos detectar una triple función. Compensación, por un lado, del sufrimiento o de la desesperación engendrados por el sentimiento de finitud: «El dolor nos dice que existimos; el dolor nos dice que existen aquellos que amamos; el dolor nos dice que existe el mundo en que vivimos, y el dolor nos dice que existe y que sufre Dios; pero es el dolor de la congoja, de la congoja de sobrevivir y ser eternos. La congoja nos descubre a Dios y nos hace quererle» (pág. 196). Pero la religión viene a ser, además, (y esto acaso sea lo auténticamente significativo desde una perspectiva antropológico-filosófica, puesto que en lo anterior podríamos suponer que nos hallamos presos aún de la perspectiva meramente psicológica), viene a ser, digo, mecanismo compensatorio de la indefensión e inferioridad humanas, al convencer al hombre del lugar especial que ocupa dentro del mundo natural, porque sólo él, entre todos los animales, ha sido hecho para un más allá, para un vida eterna. De esto modo, la religión viene ahora a descubrir al hombre un universo que acaso sólo existe para él, de un universo que es suyo: «Creer en un Dios vivo y personal, en una conciencia eterna y universal que nos conoce y nos quiere, es creer que el Universo existe para el hombre» (pág. 176). Sobre esta misma idea vuelve Unamuno una y otra vez en Del sentimiento trágico de la vida, y no es mi intención abrumar ni fatigar al lector con la profusión de citas textuales (sepa no obstante que formulaciones muy precisas de la misma puede hallarlas, por ejemplo, también en las págs. 151 ó 153). Me permitiré, pese a todo, una más, por cuanto las siguientes palabras sirven de perfecto resumen y conclusión de estas dos primeras funciones compensatorias propiciadas por la religión: «No es, pues, necesidad racional, sino angustia vital lo que nos lleva a creer en Dios. Y creer en Dios es ante todo y sobre todo, he de repetirlo, sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exista. Y es querer salvar la finalidad humana del Universo» (pág. 177). Mas tal peculiaridad que la religión descubre al hombre respecto a su lugar de privilegio en el conjunto de los seres vivos, acabará por provocar un cambio en la forma de entender las relaciones con los demás animales: antes que inferior, el hombre se verá como superior a ellos, como señor, incluso, de las bestias, a las que ninguna otra función cabe atribuirles sino el haber sido puestos ahí para su servicio. Finalmente, la religión servirá de compensación, asimismo, a lo que de paralizante encierra el sentimiento de finitud: no sólo cobran sentido el hacer y el obrar, sino que es obligado hacerlo con la vista en el más allá, siquiera sea para tornarse digno de él. Como escribe Unamuno: «Hay que creer en esa otra vida para poder vivir ésta y soportarla y darle sentido y finalidad» (pág. 238).
Tenemos, pues, que el origen de la religión se halla vinculado, por una parte, al hambre de inmortalidad, esto es, a la conciencia de finitud: «es esa facultad íntima social, la imaginación que lo personaliza todo, la que, puesta al servicio del instinto de perpetuación, nos revela la inmortalidad del alma y a Dios, siendo así Dios un producto social» (pág. 44. Veánse también otras formulaciones en las pág. 140, 144 ó 207). Esta es la razón, ya en otro orden de cosas, por las que Unamuno subordina siempre la fe a la esperanza: la fe es «la voluntad de no morir» (pág. 184), y por eso: «no es que esperamos porque creemos, sino más bien que creemos porque esperamos» (pág. 180). Y en suma: «La fe es, pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos en lo que esperamos» (pág. 191). Y la religión así nacida del sentimiento de finitud, la religión que, naturalmente, es un producto social, viene (como acabamos de ver) a paliar la desesperación que aquél engendra y lo de paralizante, de cara a la acción, que tal desesperación encierra, y viene, también, a proporcionar un sentido al Universo, al descubrirle al hombre un Universo hecho para él. Con ello, la religión no hace sino propiciar un primer paso decisivo (hay otro, como enseguida veremos) en la constitución del ser humano en cuanto tal, al facilitar su distinción del resto del mundo animal, pero también conduciéndole al descubrimiento de su autoconciencia y de su personalidad (de aquello que, en cierta medida, podríamos considerar próximo al «espíritu subjetivo», del que habla Hegel). Las palabras que a continuación trascribirnos, y que pueden ser interpretadas en el sentido que acabamos de apuntar, constituyen, sin duda, una de las ideas más profundas del pensar unamuniano sobre la religión: «No fue, pues, lo divino, algo objetivo, sino la subjetividad de la conciencia proyectada hacia fuera, la personalización del mundo. El concepto de divinidad surgió del sentimiento de ella, y el sentimiento de divinidad no es sino el mismo oscuro y naciente sentimiento de personalidad vertido a lo de fuera» (pág. 155). Páginas atrás, Unamuno había apuntado la misma idea, aunque seguramente de forma más confusa: «la creencia en un Dios personal y espiritual se basa en la creencia en nuestra propia personalidad y espiritualidad» (pág. 149). Y digo más confusa porque, así expresado, parece tratarse de un simple mecanismo de proyección, cuando en rigor habría que decir que la configuración de nuestra propia personalidad y espiritualidad tiene lugar al tiempo que la creencia en la divinidad, o como antes decía Unamuno, cuando el naciente sentimiento de personalidad humano se aúna con la idea de lo divino, vertido, si se quiere, aquél sentimiento hacia fuera, mas también llevada esta idea hacia dentro. En suma: que la constitución misma del hombre en hombre (el primer momento de tal constitución) tiene lugar mediatizada por la propia religión y la idea de divinidad a ella inherente.
En lo que llevamos dicho se encierra, sin duda alguna, toda una antropología filosófica (yo no entro ahora en lo atinado o no de la misma), mas también, con toda seguridad, una teoría general de la religión, esto es, una respuesta a la pregunta por su origen y por su esencia, que no residirían sino en el hambre mismo de inmortalidad (o si se quiere, en la satisfacción de la misma). Y que la pretensión de Unamuno es delimitar ese origen y ese carácter esencial de la religión como tal, esto es, en general, lo pone de manifiesto de una forma expresa: «Toda religión arranca históricamente del culto a los muertos, es decir, a la inmortalidad» (pág. 54). O también: «destino futuro, la vida eterna, o sea, la finalidad humana del universo, o bien Dios. A ello se llega por todos los caminos religiosos, pues es la esencia misma de toda religión» (pág. 205). Y aún podemos apoyar nuestro diagnóstico con una tercera cita: «Tengo que repetir una vez más que el anhelo de la inmortalidad del alma, de la permanencia, en una u otra forma, de nuestra conciencia personal e individual es tan de la esencia de la religión como el anhelo de que haya Dios. No se da el uno sin el otro, y es porque, en el fondo, los dos son una sola y misma cosa» (pág. 207). Y conviene reparar, además, en que desde el regreso a tal esencia, por vía, sin duda, de lo que hemos denominado pragmatismo trascendental no queda, por principio, cerrado el camino hacia los fenómenos religiosos y hacia las distintas formas de religiosidad, que podrían ser interpretadas como modulaciones diversas de compensación de la finitud y de satisfacción del hambre de inmortalidad; como modulaciones, también del propio concepto de Dios, en lo que tendrá parte importante la propia filosofía: «Y de este Dios surgido así en la conciencia humana a partir del sentimiento de divinidad, apodérase luego la razón, esto es, la filosofía, y tendió a definirlo, a convertirlo en idea» (pág. 157). Mas nada de todo esto parece hallarse al alcance de las posiciones defendidas desde lo que hemos denominado pragmatismo empírico (sea psicológico o sociológico). Además, obsérvese que, al contrario de lo que ocurre en éste, el planteamiento de Unamuno no arranca del hombre y la religión ya constituidos en cuanto tales, para limitarse a dar cuenta de los efectos (o los posibles efectos) que la segunda tiene en el primero (con lo que, al cabo, se omite la pregunta por el origen de la religión y por su esencia, sin que se aclare tampoco por qué razón, constitutiva, y no sólo psicológicamente, el hombre ha sido, y ha tenido que ser, un animal religioso); Unamuno, en cambio, vincula esencialmente la filosofía de la religión con la antropología filosófica, haciendo depender la religión misma de mecanismos trascendentales que hunden su raíz en las disposiciones antropológicas del ser humano; al punto que con todo rigor se podría afirmar que éste, al tiempo que crea la religión, se crea también a sí mismo. O dicho de otro modo: que es la religión la que constituye al hombre en hombre. Y ésa es, si así quiere decirse, su utilidad, mas utilidad constitutiva, trascendental, no meramente psicológica o sociológica. La diferencia que media, pues, entre los planteamientos de Mill o James y los de Unamuno es, en consecuencia, enorme, y no es otra que la que separa el pragmatismo empírico del pragmatismo trascendental.
Sin embargo, lo más interesante de la filosofía de la religión de Unamuno está aún por señalar: y es que (no sé si paradójicamente) la constitución que del hombre hace la religión sólo se completa cuando ésta es puesta en duda.
Es en este momento cuando de nuevo vuelven a hacer su aparición (suponiendo que en algún momento hubieran quedado plenamente anulados) tanto el sentimiento trágico de la vida como la desesperación y la agonía, mas ahora no como fuente a partir de la que brota la religión como mecanismo de compensación, sino como elementos mediante los cuales se produce la definitiva constitución del hombre como tal (iniciada ya con la religión misma), por cuanto que de ellos nacerá la vida entera espiritual y cultural del ser humano (aquello, si se me permite seguir con la analogía hegeliana, que Hegel denominaba el «espíritu absoluto»).
Dicho brevemente, el proceso es el siguiente: la religión engendra automáticamente la duda, es decir, la creencia se ve acompañada de inmediato por la sospecha y el temor de que sea infundada, falsa. Duda, sospecha y temor que no existen demasiadas dificultades para suponer incrustados en el seno de todas las formas de religiosidad, incluso aquéllas que pueden estimarse más primigenias. Obsérvese, por tanto, que la duda no estaría describiendo tampoco una mera disposición psicológico-subjetiva, sino que sería consecuencia insoslayable e inherente a la propia religión: a la esencia de ésta –podríamos decirlo así–, que viene a paliar en un primer momento la desesperación generada por el sentimiento de finitud, pertenece, constitutivamente, el que nazca llevando dentro de sí la sospecha de su falsedad. La duda, en consecuencia, podría ser vista como una nota distintiva de la misma esencia de la religión: «¿Contradicción? ¡Ya lo creo! ¡La de mi corazón, que dice sí, y mi cabeza, que dice no?» (pág. 31). Lo que resulta de tal situación contradictoria no es sino (como decíamos) el propio sentimiento trágico de la vida, que ahora, quizá como nunca, se nos presenta como desesperación o agonía; desesperación que Unamuno describe como el estado en que se encuentra «aquél que, empeñándose en creer que la hay [vida eterna], porque la necesita, no logra creerlo» (pág. 103), para, a renglón seguido, calificarlo de «nobilísimo, y el más profundo, y el más humano, y el más fecundo estado de ánimo» (pág. 103).
Mas, ¿por qué todo eso? ¿Se trata, acaso, de pura retórica? No lo creo en absoluto. Sospecho que la razón de esos calificativos utilizados por Unamuno se encuentra en lo que venimos diciendo: que será en la desesperación y en el sentimiento trágico de la vida, nacidos de la duda, donde se consuma la constitución del hombre en hombre, entre otras porque en la desesperación tienen su origen las más significativas creaciones humanas, su vida espiritual o cultural toda, siendo, pues, ella la que torna propiamente al hombre en un animal cultural, en sentido estricto: «en el fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos [...] La paz entre estas dos potencias se hace imposible, y hay que vivir de su guerra, y hacer de ésta, de la guerra misma, condición de nuestra vida espiritual» (pág. 113).
En consecuencia, la desesperación o agonía, así entendida, no es (como ya decíamos, mas interesa subrayarlo) una mera afección psicológica e individual que lo que menos importa es sí Unamuno sentía o no, sino que constituye una categoría antropológica de carácter trascendental: es el punto final al que conduce la conciencia de finitud, y, a la vez, el punto en el que se consuma la constitución definitiva del hombre como tal; entre otras cosas, porque en la desesperación tienen su origen todas aquellas creaciones humanas que supondrán diferencias especificas y esenciales del ser humano respecto al resto del mundo animal.
El proceso tiene, así, mucho de dialéctico: la religión viene a atenuar el hambre de inmortalidad y la conciencia de finitud, que engendran el sentimiento trágico de la vida y la desesperación, actuando como una especie de mecanismo trascendental de compensación de la menesterosidad humana, a la que le conduce el sentimiento de finitud y temporalidad, y propicia, de ese modo, una primera constitución del hombre. Pero la religión nace preñada ya de la duda acerca de sí misma; preñada, pues (diríamos), de su propia negación. Y, finalmente, esa situación contradictoria viene a superarse, de nuevo, mediante la vuelta (si es que alguna vez se fueron) del sentimiento trágico de la vida y de la desesperación, no ya como manantiales de los que surgirá la religión, sino como estado (en sentido antropológico objetivo y trascendental) en el que se produce la constitución definitiva del hombre en hombre, porque, como escribe Unamuno: «esa desesperación puede ser base de una vida rigurosa, de una acción eficaz, de una ética, de una estética, de una religión y hasta de una lógica» (pág. 128). Vale decir: de la completa vida espiritual o cultural del ser humano.
Ahora bien, si la desesperación y el sentimiento trágico de la vida son los resortes a partir de los que se generan las creaciones culturales y la propia especificidad del hombre respecto a las demás especies animales, lo son, no en cuanto puedan ser vistos como la consecuencia trágica a la que se llega tras la aceptación de que no hay Dios ni vida eterna, sino en la medida en que en ellas siga presente la contradicción y el conflicto entre el corazón, que dice sí, y la razón, que dice no: «Porque es la contradicción íntima precisamente la que unifica mi vida y le da razón práctica de ser [...] O más bien es el conflicto mismo, es la misma apasionada incertidumbre la que unifica mi acción y me hace vivir y obrar» (pág. 239). Y si el obrar (también el conocer) sólo tienen su origen en el conflicto, en la duda y en la incertidumbre, entonces, dirá Unamuno, mejor que sea insoluble el problema de la existencia de Dios (véase pág 177).
Sólo así entendidos, esto es, como opuestos a toda resignación a la finitud, e inmersos en el conflicto y la contradicción, es decir, hermanos de la duda, pueden ser vistos el sentimiento trágico de la vida y la desesperación fundamentos de todo conocer, como antes los fueron de la propia religión. El siguiente texto de Unamuno resulta muy significativo a este respecto: «el ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal, el conato con que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio y que es, según el trágico judío [se refiere, obviamente, a Espinosa], nuestra misma esencia, eso es la base afectiva de todo conocer y el íntimo punto de partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un hombre y para hombres [...] Y ese punto de partida personal y afectivo de toda filosofía y de toda religión es el sentimiento trágico de la vida» (pág. 51). Este íntimo hermanamiento entre religión y filosofía, hijas ambas del sentimiento trágico de la vida, es acaso lo que explica que, aunque enfrentadas, se necesiten mutuamente, según Unamuno, que llega incluso a escribir que: «La historia de la filosofía es, en rigor, una historia de la religión» (pág. 119).
Así pues, la filosofía, y decir ahora «filosofía» equivale al saber en general, tiene su origen en el sentimiento trágico de la vida y en la desesperación y agonía nacidas de la duda y del conflicto entre la razón y el corazón, entre el pensamiento y la voluntad: «En el punto de partida, en el verdadero punto de partida, el práctico, no el teórico, de toda filosofía, hay un para qué. El filósofo filosofa para algo más que filosofar [...] filosofa para vivir. Y suele filosofar, o para resignarse a la vida o para buscarle alguna finalidad, o para divertirse y olvidar penas, o por deporte y juego» (pág. 45).
Mas decía Unamuno también que el sentimiento trágico de la vida y la desesperación son, asimismo, base de una ética. La cuestión resulta auténticamente esencial. No se trata (tal es, al menos, mi interpretación) de una ética más, entre otras posibles, es decir, de la ética como filosofía, como disciplina o como reflexión de segundo grado que intenta dar respuesta al «¿qué hacer?», kantiano, sino de la ética entendida en un sentido mucho más originario y primigenio, esto es, como elemento constitutivo del ser humano en cuanto tal, haciendo de él, en sentido estricto, un animal ético, que forzosamente se convierte en creador de normas, mas forzosamente, también, ha de ajustar su vida a ellas. Sin la realización de esta dimensión ética y moral del hombre, éste no sería, aún, propiamente hombre ni podría considerarse completa su peculiaridad y especificidad frente al resto del mundo animal. Hablamos, pues, de la ética como elemento constitutivo del ser humano, mas debemos añadir que nos referimos, también, a una ética en sentido trascendental, no meramente subjetivo. La ética subjetiva es aquélla que tiene como referente a individuos concretos. De tal manera que las obligaciones que en mi reconozco tener para con ellos, nacen del hecho de ser quienes son y de la peculiar relación que me liga a ellos (padres, hijos, hermanos, amigos, &c) La ética trascendental, por el contrario, hace extensivo ese conjunto de obligaciones a la humanidad en general, al conjunto de los individuos humanos, no porque los ligue a mi un vínculo particular, sino por el hecho de ser tales, de forma que si respeto la vida de un hombre, o no lo traiciono, o no lo engaño, lo hago, no porque sea mi amigo, sino porque es hombre. La primera de tales disposiciones éticas no supondría ninguna peculiaridad distintivamente humana, y puede considerarse perfectamente prefigurada en el conjunto de normas etológicas presentes en el mundo animal. Sólo la segunda puede estimarse específicamente humana y constitutiva, propiamente, del hombre como tal. A partir de ella se va conformando la dimensión social del éste, del hombre como animal social y, en el límite, como animal político, es decir, se va conformando todo aquello que Hegel (y cierro ya la analogía) denominaba el «espíritu objetivo».
Pues bien, desde las posiciones defendidas por Unamuno puede entenderse que queda fundamenta también esta dimensión ética (y, por extensión, social) del ser humano: «El amor espiritual a sí mismo –escribe–, la compasión que uno cobra para consigo, podrá acaso llamarse egotismo; pero es lo más opuesto que hay al egoísmo vulgar. Porque de este amor o compasión a ti mismo, de esta intensa desesperación, porque así como antes de nacer no fuiste, así tampoco después de morir serás, pasas a compadecer, esto es, a amar a todos tus semejantes y hermanos en aparencialidad, miserables sombras que desfilan de su nada a su nada, chispas de conciencia que brillan un momento en las infinitas y eternas tinieblas» (pág. 139). E incluso, más allá de esta capacidad de fundamentar la ética misma, en la desesperación y en la duda halla Unamuno los elementos necesarios para deducir una suerte de imperativo categórico, en tanto que ley suprema del obrar en general y que puede formularse de este modo: «obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir. O tal vez así: obra como si hubieses de morirte mañana, pero para sobrevivir y eternizarte» (pág. 241). Y aún podemos hallar una nueva formulación en estas hermosas palabras: «Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una injusticia» (pág. 246).
* * *
Permítaseme que ponga punto final a estas páginas con el recordatorio de esa analogía que he ido apuntando aquí y allá, y que, si acaso excesiva, no lo es tanto (creo) que no pueda considerarse dotada de algún poder de sugerencia. Acabamos de señalar cómo el sentimiento trágico de la vida puede ser visto como elemento que fundamenta y explica la dimensión ética y social del ser humano (el «espíritu objetivo» hegeliano, decíamos). Y hemos apuntado también que lo que Hegel denomina «espíritu subjetivo», podría entenderse que viene dado, en Unamuno, por el descubrimiento de la finitud y la religión como mecanismo compensatorio; en tanto que el «espíritu absoluto» (el conjunto de creaciones culturales humanas, por decirlo rápidamente), se explicaría en Unamuno a partir de la duda y la desesperación subsiguiente. Y, al igual que en Hegel, en Unamuno el desarrollo de todo ese proceso podría entenderse que tiene lugar de modo dialéctico. No, desde luego, una dialéctica equivalente a la que dirige el desarrollo de las tres figuras hegelianas, pero dialéctica, al cabo, aunque sea interna a la propia religión: ésta encierra dentro de sí la duda, es decir, su propia negación, dando lugar, así, a una contradicción que se supera viviendo en la propia contradicción, es decir, viviendo en el sentimiento trágico de la vida. No sé si podría tener algún interés ocuparse más detenidamente de esto, pero, como quiera que sea, quede, de todos modos, apuntado.
En todo caso, lo que sí parece obvio es que encontramos en Unamuno una respuesta a la pregunta por la esencia de la religión, a partir de la cual puede pensarse que sería posible reconstruir la fenomenología religiosa; una respuesta, asimismo, sobre su origen (lejos de partir de ella como algo ya dado), que se vincula esencialmente a la propia constitución del hombre (del que tampoco se parte como una realidad ya hecha, con lo que, al mismo tiempo, halla respuesta la pregunta de por qué el hombre habría de ser, en absoluto, un animal religioso); un análisis y una respuesta, finalmente, pues, que hunden, por tanto sus raíces en una antropología filosófica, que es vinculada a la propia filosofía de la religión de un modo pragmático-trascendental, y no meramente empírico.
La consecuencia de todo ello es que, sin duda, podrá discutirse si nos hallamos o no ante la filosofía de la religión verdadera, pero me parece que difícilmente podemos negar que se trata de una verdadera filosofía de la religión, en la que el problema de la verdad de los contenidos religiosos (una cuestión esencial) puede pensarse que halla respuesta, en sentido negativo, casi desde las primeras páginas Del sentimiento trágico de la vida: otra cosa es que Unamuno entienda que se trata de una falsedad necesaria, en la medida en que la vida sólo pueda ser vivida (y creada) en y desde la duda y la desesperación; en suma, en y desde el sentimiento trágico de la vida.
Notas
{1} El diagnóstico no es mío: se encuentra en El animal divino (1985 y 1996), de Gustavo Bueno. La expresión, sólo a medias: él prefiere hablar de humanismo trascendental. En cualquier caso, la idea es la misma y es suya. Mi propia preferencia por el término «pragmatismo» obedece al hecho, que considero innegable, de que una tal concepción de la religión –la de Unamuno no es la única, aunque en él resulta especialmente notorio– pone el acento en la «utilidad» de la misma, y, por otra parte, al tildar dicho pragmatismo de «trascendental», se hace posible la contraposición del así llamado pragmatismo trascendental con el que llamaré pragmatismo empírico (ya sea psicológico o sociológico, aunque los casos que he elegido para ilustrarlo, es decir, Mill y James, pertenezcan los dos al primer tipo, aunque seguramente más James que Mill).
{2} Sobre la utilidad de la religión (1874), de John Stuart Mill (Alianza, Madrid 1986); Las variedades de la experiencia religiosa (1902), de William James (Península, Barcelona 1986), y Del sentimiento trágico de la vida (1912), de Miguel de Unamuno (Alianza, Madrid 1986). Las citas, cuya referencia daré entre paréntesis, para evitar cargar el texto de notas, corresponden siempre a las ediciones mencionadas. Aclaro, además, que cuando en ellas aparezcan cursivas, éstas son de los propios autores.
{3} Así, un análisis más completo de las posiciones de Mill obligarían a detenerse, por lo menos, en Nature y Theism; y en el caso de Unamuno sería preciso, siquiera, ocuparse de La agonía del cristianismo (versión francesa de 1925 y española de 1931) y de San Manuel Bueno, mártir (1931).
{4} No quiero dejar de señalar que, en concreto, los estudiosos de Unamuno me son particularmente conocidos, desde que, hace ya algo más de veinticinco años, me ocupé en mi Memoria de Licenciatura (la popular y entrañable Tesina) del filósofo vasco. Y aunque el asunto tratado entonces no tenía que ver directamente con la religión, fue ocasión para leyera no sólo al propio Unamuno, como es natural, sino también a los más significados y originales de sus analistas. Y aunque es verdad que desde entonces hasta hoy mi aplicación no ha sido tanta como para poder presumir de estar a la última, creo, sin embargo, que mi ignorancia sobre el asunto no llega al extremo de rozar el escándalo.