Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 53, julio 2006
  El Catoblepasnúmero 53 • julio 2006 • página 3
Guía de Perplejos

Que cada cual es hijo de su tiempo

Alfonso Fernández Tresguerres

A propósito de Feijoo y el hombre-pez de Liérganes

el hombre-pez de Liérganes

1

La historia, tal como es narrada por el propio Feijoo, puede hallarla el lector interesado en su Teatro crítico universal, VI, 8. Mas como quiera que no hay por qué suponer que todo el mundo tenga conocimiento de ella, me parece obligado y necesario (y no dudo que se estará de acuerdo conmigo) proporcionar, al menos, una breve noticia de la misma, siquiera sea en sus líneas generales y aspectos más destacados.

A grandes rasgos, la referida historia es ésta: en Liérganes, lugar próximo a Santander, vivían, mediado el siglo XVII, Francisco de la Vega y su esposa María Casares, matrimonio del que nacieron cuatro hijos, el menor de los cuales vivía aún en el momento en que Feijoo se hizo eco del suceso. Tras quedar viuda, María envió al segundo de ellos, Francisco, quien a la sazón contaba quince años de edad, a Bilbao, con el fin de que se hiciese carpintero. En tal oficio estuvo ocupado el muchacho por un periodo de dos años. Mas en 1674, la víspera del día de San Juan, habiendo ido a bañarse a la ría bilbaína, en compañía de unos amigos, desapareció en el agua sin que volviera a saberse de él, de tal modo que se le acabó dando por muerto. Cinco años más tarde, en 1679, unos pescadores de la bahía de Cádiz avistaron un extraño ser, a todas luces de carácter marino, mas de apariencia humana, que desapareció en cuanto trataron de acercársele. Días después, mediante el procedimiento de arrojarle pedazos de pan, que él comía con agrado, consiguieron acercarlo a uno de los barcos que logró atraparlo con su red. Llevado a tierra, vieron que se trataba de un mozo alto y corpulento, de pelo rojizo y corto, «el color blanco», dice Feijoo, con lo que creemos entender que era de tez pálida, y las uñas gastadas, como si hubieran sido carcomidas por el salitre. En el convento de San Francisco, a donde fue conducido, y tras los correspondientes conjuros, en previsión de que algún espíritu maligno lo tuviese poseído, no consiguieron que dijera ni una sola palabra, por más que fueron varias las lenguas en las que le hablaron. Pasado un tiempo, pronunció una: «Liérganes.» Un mozo cántabro, que se encontraba trabajando en Cádiz, informó de cuál era el significado de tal nombre, y enterado don Domingo de la Cantilla, secretario de la Inquisición y natural, asimismo, de aquellas tierras, pidió a sus parientes le dieran cuenta si por allí había tenido lugar algún suceso que pudiera guardar alguna relación con lo acontecido en Cádiz. La única respuesta que obtuvo es que nada notable había ocurrido, excepto la desaparición de Francisco de la Vega, hijo de María Casares. Sabido esto en el convento, fray Juan Rosende, que se encontraba en él, decidió averiguar si el desaparecido y el hallado en el mar eran el mismo, por lo que se encaminó a Liérganes, el año 1680, llevando a éste consigo. Poco antes de llegar, fray Juan pidió a su acompañante que se adelantara, y pudo observar cómo el muchacho hacia el camino sin el menor titubeo, y no sólo hasta el pueblo, sino también hasta la casa de María, quien de inmediato reconoció en él al hijo desaparecido, lo mismo que hicieron dos hermanos de éste, que se hallaban presentes.

Nueve años permaneció Francisco con su madre, al parecer con el juicio perturbado y sin decir palabra, excepto «tabaco», «pan» y «vino», que salían de su boca alguna vez, aunque sin propósito, pues si le preguntaban si quería alguna de tales cosas, nada respondía. Si le daban de comer, lo tomaba, y aun comía en exceso algunos días, para luego pasarse otros sin probar bocado. Indiferente a todo, andaba siempre descalzo y si no le proporcionaban ropa con que vestirse, permanecía desnudo con entera naturalidad. Cumplía dócil y fielmente cualquier encargo que se le hiciera, y traía la respuesta correspondiente, «de manera –dice Feijoo– que parecía entendía lo que se le decía; pero él por sí nada discurría». Tal fue la vida de Francisco durante esos nueve años, hasta que un día desapareció sin que volviese a saberse de él, aunque hubo quien dijo que se le había visto por un puerto asturiano, noticia ésta a la que Feijoo no concede gran credibilidad, del mismo modo que, bien informado, como presume estar, por personas de toda confianza, niega tajantemente que el cuerpo de Francisco se hallara cubierto de escamas, tal como habrían afirmado algunos.

Hasta aquí la anécdota; anécdota que, en principio, no tiene más importancia ni trascendencia que tantas otras referidas por diversos autores, de algunos de los cuales Feijoo da cumplida relación, a propósito de eso que se ha dado en llamar hombres marinos u hombres-pez, como es el caso, asimismo, del famoso Pesce Cola o Pez Nicolao, un siciliano del siglo XV, en tiempos del rey Federico de Nápoles, a quien este monarca condujo a la muerte, induciéndole a sumergirse en el remolino de Caribdis, donde desapareció (los detalles sobre esta historia puede igualmente hallarlos el lector curioso en el referido Discurso de Feijoo. En Don Quijote, II, XVIII, alude también Cervantes a este «peje Nicolás o Nicolao», y en nota aclaratoria, el ilustre comentarista Diego Clemencín explica los pormenores de dicho suceso que relaciona, precisamente, con Francisco de la Vega). Tales narraciones no resultan ni más sorprendentes ni más inquietantes que todas aquéllas que tienen como protagonistas monstruos y anormalidades de la más diversa índole (incluyendo sátiros, tritones, nereidas, sirenas, hombres-lobo o vampiros), y que, cuando no se trata de leyendas del todo falsas, construidas a propósito de seres absolutamente fabulosos e inexistentes, pueden soportar una explicación perfectamente racional y capaz de esclarecer el origen del mito, aun formado a partir de hechos reales. Tal sucede con los licántropos y los vampiros; tal puede suceder con los hombres-pez. No hace falta negar de plano la verdad de tales historias, es decir, los sucesos reales a partir de los cuales se ha formado la figura del hombre-pez como ser mítico. No es preciso negar, en el caso que nos ocupa, la historia de Francisco. Feijoo insiste mucho en la calidad y fiabilidad de las personas que le informaron de él, y de cuyos nombres y cargos no tenemos por qué hacer cuenta ahora: baste señalar que eran de su entera confianza. Pues bien, con él como fiador, pueden serlo también de la nuestra. Mas eso no significa que, concedida la existencia del hecho mismo, ninguna hipótesis, excepto la fantástica, se halle a nuestro alcance.

Así, Gregorio Marañón, en un análisis sobre el pensamiento biológico de Feijoo, se detiene en el caso de Francisco de la Vega para sugerir que probablemente padeciese cretinismo, y con él, retraso mental y deformaciones físicas. El no hablar, el comer en exceso o el morderse las uñas, son típicos síntomas de cretinismo; y por lo que hace a los rasgos físicos del joven (tal como han quedado descritos anteriormente), podrían ser debidos, siempre según Marañón, a ictiosis (lo mismo que la piel escamosa, aunque, como hemos dicho, Feijoo niega tajantemente este extremo). En apoyatura de su tesis, afirma el ilustre médico que el cretinismo era en aquel entonces dolencia frecuente en la montaña cántabra. Por lo demás, el que Francisco fuese especialmente hábil en el ejercicio natatorio, no tendría nada de particular; y en cuanto a su inusual resistencia para permanecer bajo el agua sin respirar (algo de lo que el muchacho dio sobradas pruebas en los nueve años que permaneció con su madre, antes de desaparecer para siempre), podría explicarse –continúa Marañón– por insuficiencia tiroidea (habitual en la ictiosis): el consumo de oxígeno disminuye en proporción directa con la cantidad de tiroxina segregada, de tal modo que cuanto menor es ésta, menor es la necesidad de aquél.

Podrían sugerirse igualmente otras explicaciones complementarias: tal vez una amnesia histérica o un estado de fuga (de los que existen abundantes ejemplos en cualquier manual de Psiquiatría), con presencia de bulimia, apraxia y mutismo electivo, y quizás una indiferencia próxima al autismo o a la aproxexia. Como quiera que sea (y seguramente podrían proponerse aún otras hipótesis médicas y psicológicas), lo cierto es que Francisco desapareció y estuvo vagando durante cinco años (aunque, desde luego, no los pasó nadando en el mar), y fue precisamente, como acertadamente observa Marañón, el hecho de que desapareciese y apareciese en el agua lo que, unido a la incapacidad (o negativa) del joven para proporcionar alguna explicación, dio pie al mito de Francisco como hombre-pez.

2

Me interesa, pues, esta historia no tanto por ella misma como por el hecho de que Feijoo la creyera a pies juntillas. Y de ello quiero yo extraer o, por mejor decir, recordar, tres lecciones. Y adviértase que, al decir «recordar», estoy dando por supuesto que no se trata de nada particularmente insólito o novedoso; al contrario: son cuestiones suficientemente conocidas, pero a las que seguramente no siempre prestamos toda la atención que merecen.

Sea la primera no otorgar una completa credibilidad ni dar nuestro pleno asentimiento a cuantas revelaciones o testimonios lleguen a nosotros, por honrados, notables y dignos de fiabilidad que sean nuestros informantes, pues ninguna seguridad existe de que ellos, con total buena fe, no puedan, sin embargo, equivocarse. Uno no siempre ha visto lo que cree haber visto realmente; y a la inversa, no siempre nos percatamos de haber visto algo que realmente hemos visto. Por lo demás, con frecuencia interpretamos las cosas conforme a nuestros esquemas mentales previos (¿prejuicios?, sí, pero no sólo: en ocasiones se trata también de concepciones del mundo o de la vida, en las que, por ejemplo, tienen o no tienen cabida determinados fenómenos o sucesos). Y de todo ello resulta, en suma, que a veces no vemos lo que en verdad ha acontecido, sino lo que nosotros creemos que tenía que acontecer. En consecuencia, ni siquiera aquellos testimonios que se dicen directos o de primera mano, los de alguien que estaba allí, en el lugar de los hechos y que pudo verlos –también se dice así– con sus propios ojos, ni siquiera éstos deben quedar al margen de nuestra duda y fuera de sospecha, mas no porque tengamos algún motivo para creer que quien nos informa nos miente, sino porque siempre lo hay para pensar que pueda engañarse. Nada tiene que ver la sinceridad de nuestro informante con la veracidad de aquello de lo que nos informa: «No te cause pesar mi recelo –podríamos decirle–: tengo la plena seguridad de que me dices la verdad, pero no de que sea verdad lo que me dices». Si como tantas veces se ha dicho, la verdad es la verdad, la diga quien la diga, no estará de más reparar en que otro tanto sucede con la falsedad y el error. Vaya esto referido a aquellas personas sobre las que ninguna duda albergamos acerca de su honestidad. En cuanto a la mentira es, como resulta obvio, otro asunto distinto. Conceder algún crédito a aquél de quien sospechamos que nos miente, o es simple deseo de ser engañados o pura necedad, como necio es quien fía por entero de quien ya le ha mentido una vez. En cualquier caso, nuestro tomar partido y posición respecto a algo, sólo pueden nacer de la inquisición crítica y el escrutinio racional, y si después de tales ejercicios no cabe arribar a puerto seguro, tampoco pasa nada por suspender el juicio y hacer epojé, pues si ser escéptico por principio es siempre una forma de diletantismo, no serlo nunca lo es de infantilismo o de imbecilidad.

Digo todo esto porque abrigo la sospecha de que una de las razones más poderosas que indujeron a Feijoo a creer en la realidad del hombre-pez de Liérganes y a conceder su asentimiento a ella, fue la absoluta confianza que tenían en aquéllas personas que le hablaron de él. Y así, convencido por completo de que no le mentían, y olvidando, quizá, nuestra primera lección, a saber: que se puede engañar sin mentir, el espíritu profundamente racional y crítico de nuestro benedictino parece embotarse y termina por incurrir en un error en el que a menudo incurrimos todos (y, sin duda, algunos lo hacemos con un empecinamiento mayor del que lo hizo él): en lugar de juzgar los testimonios a la luz de la teoría, construye la teoría para salvar los testimonios. Error en cierto modo inverso, como visto en espejo, de aquél que con frecuencia denuncia Holmes: el de quien en lugar de ajustar la teoría a los hechos, deforma los hechos para que se ajusten a la teoría. Sin duda, sólo salvados ambos puede hallarse el camino correcto del teorizar: ni debemos dar por supuesto que los hechos siempre son lo que parecen (y mucho menos los testimonios) ni, una vez constatados, debemos deformarlos para que se amolden a no importa qué esquema teórico previo. O dicho de otro modo: ni debemos construir la teoría para salvar los hechos, ni tampoco construir los hechos para salvar la teoría.

Sea ésta la primera parte de nuestra lección segunda; primera, pues tiene, en efecto, otra: la validez de un razonamiento nunca es prueba suficiente de su verdad. Será verdadero si lo son las premisas en las que se asienta, mas si éstas son falsas, por impecable, desde el punto de vista lógico, que sea nuestro razonar, no por eso la conclusión a la que nos veremos abocados tendrá un menor grado de falsedad; y, desde luego, si las premisas son delirantes, delirante será la conclusión. Cierto que esto es algo que aprendemos el primer día que estudiamos Lógica (y hasta es algo tan obvio que ni siquiera se necesita mucha lógica para reparar en ello), pero no es menos cierto que habitualmente lo hacemos para olvidarlo el resto de nuestros días (sirva esto de disculpa por hacer aquí recuerdo de tan peregrina enseñanza). Que del delirio sólo se puede dar en el delirio, hallaremos, creo yo, abundantes pruebas en el discurrir de don Quijote; del don Quijote loco, quiero decir, porque también hay uno cuerdo, y aun extremadamente discreto y fino razonador, como muy bien supieron ver don Diego de Miranda, el caballero del Verde Gabán y su hijo don Lorenzo: «un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo», le parecía al primero. Juicio muy similar al de su hijo: «un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos».

Tiene, en efecto, la locura su lógica propia, como la tiene el amor. Mas, ¿a qué este aviso y prevención sobre las limitaciones del razonamiento lógico a propósito del discurso de Feijoo sobre el asunto de Liérganes? Pues sencillamente porque una vez determinado a aceptar la veracidad del caso, volvemos a encontrarnos con el Feijoo dotado de una implacable (y aun impecable) capacidad de argumentación lógica, pero… desplegada a partir de premisas falsas (y hasta delirantes), con lo que la conclusión no puede ser menos falsa (y hasta delirante): que existen, ciertamente, hombres-pez (entre otros especimenes de un bestiario mágico más amplio) y que el muchacho de Liérganes era, a todas luces, uno de tales prodigios.

De este modo, aunque para aceptar la veracidad del caso de Francisco (del caso tal como se configuró en leyenda, por supuesto; no tal y como podríamos aceptarlo, acompañado de una explicación médica o psicológica) entiende Feijoo que son varias las dificultades que es preciso resolver, considera, no obstante, que dichas dificultades pueden ser perfectamente resueltas.

Así, la especial pasión por la vida acuática y por el ejercicio de nadar es algo muy común entre quienes practican éste. Y con la práctica, nada de particular tiene que se desarrolle una fuerza asombrosa y una habilidad extrema para tal ejercicio. Desde luego, pero, ¿acaso hemos de creer que esa afición al mar, por vivísima que sea, puede empujar a alguien a permanecer en él durante días, meses o años; que esa habilidad y esa fuerza natatoria pueden llegar al punto de permitir a ese mismo alguien nadar durante días, meses o años?

El hecho de que Francisco, y en general los hombre-pez, pudieran pasarse largo tiempo sin respirar, es, según Feijoo, cuestión más difícil. Para resolverla, nuevamente acude a los efectos de la práctica continuada de aguantar la respiración. Y otra vez tenemos que decir lo mismo: sin duda que a fuerza de contener la respiración puede aumentar el tiempo que sea posible pasarse sin ella, pero, con todo, es indudable que ese tiempo tiene unos límites, y que, diga lo que diga Feijoo, nadie puede estar sin respirar una hora o dos, y no digamos un día, un mes o un año (aunque, naturalmente, también cabe argumentar que un hombre marino no tiene por fuerza que permanecer un día entero bajo el agua, y menos un mes o un año). Como quiera que sea, aunque Feijoo no duda de esos efectos prodigiosos de la práctica (como lo prueba el que dé credibilidad a relatos sobre contención de la respiración verdaderamente inverosímiles), sumada a ella, argüirá nuestro sabio benedictino, puede darse también otra circunstancia: tal vez en el agua no necesitan respirar porque ésta les refrigera el corazón y la sangre (que tal es la función de la respiración, según Galeno). Pero aunque ello no fuese así, y no fuese ése el papel que cumple el respirar (función ésta del respirar que «para mi inteligencia –escribe Feijoo– es uno de los misterios que tiene reservados en su profundo seno la naturaleza»), cabe, sin embargo, la posibilidad de que dispongan tales individuos de algún elemento sustitutorio del aire. Es obvio, opina Feijoo, que tienen que disponer de él los niños en el claustro materno: «De aquí se infiere con evidencia –escribe– que hay en el tesoro de la naturaleza algunos suplementos de la respiración. ¿Quién podrá asegurar que algunos hombres de temperamento extraordinario no tengan en él uno de esos suplementos?»

En cuanto al tiempo que hay que suponer que el hombre marino de Liérganes pasó sin dormir, Feijoo vuelve a dar pábulo a historias sorprendentes sobre individuos que estuvieron sin hacerlo por un tiempo de meses y hasta años: «Supuesta la verdad de estas Historias –concluye–, no tiene dificultad alguna que nuestro Francisco de la Vega estuviese sin dormir los cuatro, o cinco años, que habitó el mar. La intemperie, que padeció su cerebro, fue, sin duda, grande, pues le desordenó tan extraordinariamente el juicio. ¿Qué hay que admirar, pues, que velase continuados cuatro o cinco años?». Pero es que, además, añade, también cabe suponer que, de cuando en cuando, se retirase a alguna orilla a dormir, y hasta que durmiera debajo del agua.

Y por último, en lo que atañe, precisamente, a la privación del juicio de la que se vio afectado Francisco, supuesto que no estuviese poseído por alguna clase de locura previa que sería, justamente, la que le empujo al mar, algo que Feijoo descarta, su pérdida de juicio pudo deberse a la concurrencia de tres motivos: el permanente contacto con el agua marina, el alimentarse de peces crudos y la separación de los demás seres humanos.

A partir de aquí, Feijoo no encuentra ninguna dificultad en suponer la existencia de toda una especie de hombres marinos (puesto que también habría mujeres marinas), e incluso de tritones y nereidas, que habrían nacido del concubinato de esa humanidad marina con los peces (siendo los tritones mitad hombre y mitad pez, y mujer y pez las nereidas. Nereidas, que no sirenas, que serían –nos dice– mitad mujer y mitad ave). Es interesante, a este respecto, el Discurso séptimo del mismo Tomo VI del Teatro crítico, donde se admite también la existencia de los sátiros, resultado del cruce entre la especie humana y la caprina, y que habrían sido aquellos mismos sátiros venerados en el paganismo: «Yo –dice Feijoo en este Discurso que acabamos de mencionar, y refiriéndose lo mismo a sátiros, tritones y nereidas–, sin negar que mezcló algo en ellos la fábula, siento que fueron entes verdaderos y reales».

Hasta aquí la argumentación de Feijoo. Mas justo es reconocer que si en los orígenes de ella se encuentra (según sospecho) la absoluta credibilidad que le merecían sus informantes del caso de Liérganes, ello no hubiese sido motivo suficiente para empujarle a desplegar todo ese conjunto de argumentos, impecables desde el punto de vista lógico, pero falsos y delirante desde la perspectiva de su verdad material, si a él no hubiese venido a añadirse otro: y es que, por especulativo que resulte, nada de eso tendría necesariamente que ser visto como imposible desde las categorías científicas de la época en la que escribe. O lo que es lo mismo (y sea éste nuestro tercer y último aviso): que cada cual es hijo de su tiempo. Él del suyo, y nosotros del nuestro. Nadie puede trascender el que vive, y sólo desde él puede juzgar el pasado y aventurar el futuro. Y esto significa que debemos ponernos siempre en guardia frente aquellas evidencias o imposibilidades que, casi siempre sin advertirlo, damos por obvias, acaso sin serlo. Lo que no implica arrojarnos en brazos del relativismo o abdicar de la razón. Desde el desarrollo científico y filosófico de un determinado momento histórico, podemos con entera certeza saber que hay cosas que han sido, son y serán imposibles, lo mismo que otras resultan por completo indudables, y lo serán siempre, porque en el ámbito de las más diversas ciencias existe siquiera un puñado de verdades absolutas y necesarias.

Tampoco Feijoo argumenta contra la ciencia de su época; al contrario: a veces lo hace con ella, y otras, conjetura en los márgenes que le deja abiertos. Lo que sucede es que de todo aquello que en los cincuenta primeros años del siglo XVIII se consideraban verdades, había algunas que lo eran realmente y otras que no lo eran en absoluto. Respetando las primeras, Feijoo se libra de incurrir en lo que ya en ese momento hubiese sido considerado un despropósito; al hacer lo mismo con las segundas, se ve abocado a conclusiones que hoy sabemos completamente falsas; conjeturando por su cuenta, igual podría haber venido a dar en suposiciones razonables (¿no es ése el primer paso del descubrimiento científico?) como no: en el caso del hombre-pez de Liérganes le sucedió lo segundo. Y la enseñanza que de ahí se deriva es tan fácil de formular como, seguramente, difícil de seguir: debemos ser precavidos y esforzarnos por distinguir, en el cuerpo de las distintas ciencias, aquello que es una verdad definitiva de lo que lo que sólo es más o menos plausible. Y aunque hablamos de la ciencia, habría que añadir que otro tanto vale para contextos no sólo científicos, sino también filosóficos, morales y políticos (y aun en éstos, lo que se tiene por evidente resulta con frecuencia mucho más problemático). Y más allá de eso, no hay por qué renunciar al hermoso juego y al dulce placer de la conjetura, aunque sea a riesgo de equivocarnos.

Por esto que digo es por lo que he evitado una confrontación directa con Feijoo (salvo alguna indicación puntual). Resultaría muy sencillo lanzarse a una crítica tan injusta como fácil de los argumentos en los que se apoya el eminente fraile benedictino. Pero tal proceder, que se hallaría plenamente justificado con alguien (y hay más de uno) que hoy los sostuviese, y con ellos la existencia de esos seres fabulosos, sería una completa infamia hacerlo con quien no conoció el desarrollo de la Ciencia más allá de la primera mitad siglo XVIII, y que, con toda certeza, hoy no escribiría esos discursos. Pero si tal proceder resultaría una plena ruindad en relación con Feijoo (y una absoluta estupidez, todo hay que decirlo), sería, al mismo tiempo, un insulto a quien lea estas líneas, porque supondría (nada menos) que el autor de ellas se permite explicarle con toda seriedad que es genéticamente imposible que del ayuntamiento de un hombre y una cabra nazca un sátiro.

 

El Catoblepas
© 2006 nodulo.org