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El Catoblepas, número 53, julio 2006
  El Catoblepasnúmero 53 • julio 2006 • página 14
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Sobre la plenitud de los tiempos

José Ramón San Miguel Hevia

El doble origen de la Iglesia: el Evangelio de Pablo y la Comunidad de Jerusalén

1. Los siete varones caminaban lentamente a través de los doscientos kilómetros que unían Jerusalén con Damasco. Hacía seis días que habían emprendido su aventura, y sólo les aliviaba de su cansancio la certeza de que estaban cerca de su destino, pues acababan de atravesar la frontera de Israel y dentro de poco podrían ver la larga muralla que rodeaba la capital de los nabateos. Un individuo joven era quien, a pesar de su aspecto insignificante, parecía ser el jefe de aquella singular expedición.

Ya es hora de que os explique –dijo a sus acompañantes– el motivo y la ocasión de este pesadísimo viaje, sobre todo ahora, cuando acabamos de dejar atrás la tierra de Israel y entramos bajo el dominio extranjero, al parecer sin la menor autorización. Podéis estar tranquilos. Ya conocéis la muerte del emperador Tiberio, la insurrección de Aretas, rey de los árabes nabateos contra Herodes Antipas, antiguo favorito y confidente del emperador, y la indiferencia del legado Vitelio a la hora de sofocar esa rebelión.

También conocéis la primera persecución de la secta de los nazarenos, que después de la muerte de Esteban se han dispersado fuera de Israel, precisamente a Damasco a la corte de los nabateos. Con esta ocasión el Senado de los judíos pidió a Vitelio permiso para perseguir y llevar presos a Jerusalén a los herejes y su solicitud fue atendida inmediatamente. Los más ilustres rabinos me han encargado de dirigir esa misión y para cumplirla llevo autorización escrita del legado de Roma, y credenciales solemnemente selladas por el Sanedrín. No sé a quién encontraremos, pero se habla de que incluso Cefas y Jacobo están provisionalmente allí, hasta que pase la tormenta.

2. El protagonista de esta aventura era un judío, Saul, natural del puerto de Tarso de Cilicia situada al sur del Asia Menor en el golfo de Alejandreta, ante Chipre. La ciudad había apoyado a los romanos en las guerras de oriente, y la Urbe premió su colaboración elevando a todos los nacidos en Tarso a la suprema categoría de ciudadanos de Roma. Saul va a aprovechar esta condición en los momentos más difíciles de su vida de propagandista, y gracias a ella conseguirá apelar al César y trasladar su Evangelio a la capital del Imperio.

Pero además Tarso era un centro de estudios superiores, donde en aquellos siglos de civilización bilingüe las clases culturalmente más altas, dominaban la lengua y la literatura y filosofía griega. Saul conocía a los poetas clásicos, y discutiría de igual a igual con los estoicos y los epicúreos. La perplejidad del pretor que le hará un día prisionero, confundiéndole con un agitador bárbaro se expresa en palabras tan breves como contundentes:«¿Pero es que hablas griego?». Esta circunstancia será tanto más decisiva cuanto que toda su enseñanza –oral o escrita– utiliza ese idioma exclusivamente.

Saul era además y sobre todo un judío, perteneciente a una familia que guardaba celosamente su doctrina, como él mismo declarará en sus cartas centrales: «También yo soy israelita, del linaje de Abraham, de la tribu de Benjamín, hebreo, hijo de hebreos, circuncidado al octavo día, por lo que toca a la observancia de la doctrina y a la práctica de la Ley, fariseo». Siendo todavía muy joven, su padre, olvidándose de la sabiduría de los griegos y el poder de los romanos, le envió a Jerusalén para que estudiase «a los pies de Gamaliel» el más eminente rabino judío. Era unos años más joven que Jesús, el nazareno, al que no llegó a conocer personalmente «según la carne», pero en cambio fue testigo del movimiento revolucionario que sus discípulos protagonizaron, inmediatamente después de su muerte.

3. Los nazarenos eran al comienzo una comunidad que el resto de los judíos miraban con tolerancia y con simpatía, hasta el punto de que muchos habitantes de Jerusalén se agregaban al grupo primitivo de los primeros e inmediatos discípulos de Jesús, acusando de su muerte a la proverbial brutalidad de Pilatos y su razón de Estado. Los sacerdotes y rabinos de Jerusalén consideraban con indiferencia y hasta con desprecio la nueva secta, iniciada en la lejana y marginal Galilea por un desconocido, privado de su prestigio, y esperaban que después de desaparecer el maestro, la aventura mesiánica tendría un desenlace desastroso, como el de los seguidores de Judas el galileo o de Teudas. Durante varios meses los nazarenos se pasearon libremente, enseñando la doctrina contenida en el sermón de la montaña, que era el núcleo de su fe y que desde muy pronto se condensó por escrito en unos pocos rollos.

Pero pronto la convivencia entre la nueva secta y las autoridades de Israel quedó rota. Y eso no por la fama de taumaturgo que atribuían a Jesús sus seguidores, y que por otra parte tenían también los exorcistas judíos y los sacerdotes que certificaban la limpieza de los enfermos leprosos. Tampoco por los relatos de su ascensión a los cielos, una hazaña común a Isaás, Henoch, Elias y otros héroes da la Antigua Alianza. Ni siquiera por el anuncio de su vuelta al mundo para establecer un juicio definitivo y liberar a Israel del poder de Roma, pues en aquellos tiempos mesiánicos el Apocalipsis era tan común que se había convertido en un género literario, sino por una serie de razones, aparentemente más sencillas, pero en el fondo mucho más innovadoras.

4. La conducta de los nazarenos chocaba con la de los judíos ortodoxos, pues –lo mismo ellos que su desaparecido maestro– pasaban por alto y hasta despreciaban las tradiciones que al margen de la Ley se habían amontonado a lo largo del tiempo en la comunidad de Israel. Todo el complicado ceremonial que rodeaba a las comidas, precedido de los lavatorios de manos y pies, de ayunos cuidadosamente programados, se acompañaba de la prohibición de compartir mesa con los extranjeros, algo que para los judíos era una abominación. El mismo Jesús había sido criticado por ser « comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores».

Por lo demás, tanto el maestro como sus discípulos y seguidores guardaban con relación a la Ley de Moisés una actitud en apariencia contradictoria. Por una parte desechaban toda la parafernalia que identificaba exteriormente a los judíos frente a cualquier otro pueblo, pero al mismo tiempo sus exigencias de una piedad interior eran durísimas. No bastaba con respetar la vida del hombre, pues quien le odiase o simplemente le llamase «renegado» era ya culpable. Las leyes sobre el repudio quedaban totalmente derogadas, pero en cambio si alguno miraba a una mujer con deseo «cometía ya adulterio en su corazón». Los que públicamente oraban o ayunaban para que los viesen los hombres en vez de adorar a Dios en su corazón, quedaban por eso mismo descalificados.

Pero lo que más escandalizaba al judaísmo oficial, y particularmente a los sacerdotes y rabinos era el desprecio de los nazarenos a su día más sagrado, el Sabath, cuando el mismo Jesús trabajaba en su oficio de curador sin preocuparse del obligado descanso. Igual él que sus apóstoles extendieron esta actitud de indiferencia, hasta los innumerables sacrificios establecidos en los cinco primeros libros de la Alianza y lo que era mucho más grave, hasta el templo de Jerusalén, lugar de encuentro de todo el pueblo santo de Israel y su símbolo religioso y nacional.

5. En un clima de creciente hostilidad, el Sanedrín convocó a los apóstoles y particularmente a sus figuras centrales. Los judíos ortodoxos no se atrevieron, a pesar de todo, a tomar medidas radicales contra ellos, en vista del prestigio creciente que tenían en el pueblo, y se limitaron a amenazarles de forma repetida y severa. Cefas y Juan desafiaron la autoridad de los sanedritas y se mantuvieron en todo momento en su actitud inicial, pronunciando una sentencia verdaderamente lapidaria:» Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres».

Pero la comunidad de los nazarenos, desbordada por los acontecimientos, se vio obligada a elegir una serie de militantes de segunda, los diáconos –que en principio tenían una labor asistencial, pero pronto se hicieron maestros de doctrina–, criticando la historia del pueblo judío y de su lugar santísimo. Entonces los rabinos y sacerdotes, acusaron a su número uno Esteban de despreciar al templo, y en cumplimiento estricto de la Ley, castigaron la blasfemia con la pena de lapidación.

El martirio de Esteban marcó el origen de una primera persecución contra los nazarenos, que se dispersaron por Judea, Samaria y hasta el reino de los nabateos. El Sanedrín se reunió otra vez con vistas a limpiar a Israel de los últimos miembros de una secta tan indeseable. Pero cuando estaban a punto de tomar esta decisión, el rabino más ilustre, Gamaliel se levantó en medio de todos y puso orden a tanta excitación con estas palabras:

6. Varones israelitas: mirad bien lo que vais a hacer, pues vuestro celo religioso puede desembocar en un auténtico desastre. Ya conocéis la aventura de Teudas y de Judas el galileo, y cómo sus pretensiones mesiánicas quedaron en nada después de su muerte, sin ninguna persecución por nuestra parte. Y es este mismo destino el que seguirán con toda seguridad los discípulos del nazareno, si mantenemos hacia ellos la misma actitud de indiferencia, pues su destino depende de los hombres y no de Dios.

En cambio la condena a muerte de Jesús ha multiplicado por cientos el número de sus seguidores, y cuando Herodes decapitó a Juan el Bautista, no por eso han desaparecido sus discípulos, que mantienen entre el pueblo sus enseñanzas. Y esta última persecución, en vez de amedrentar a los nazarenos con el castigo de sus cabecillas, los ha dispersado fuera de Jerusalén hasta territorios de gentiles, y mucho me temo que su prestigio aumente, si nos obstinamos en esta disparatada política de caza y acoso.

Por lo cual es mi parecer que busquemos a un varón de celo probado hacia la Ley y el Templo, que presentará cartas credenciales del Sanedrín a las autoridades de todo Israel y de los árabes nabateos, para que entreguen cargados de cadenas a los nazarenos y los devuelva a Jerusalén, antes de que la herejía se escape fuera de los límites de la tierra santa y de nuestra autoridad. Podéis estar seguros del éxito de esta misión que me ofrezco a dirigir, pues todos querrán tenernos de su parte en este posible conflicto entre árabes y romanos.

7. Hermano Saul –dijo Gamaliel a su discípulo dos días después de esta reunión en la que todos los sacerdotes y rabinos habían acatado por unanimidad su prudente consejo– quiero encomendarte, ahora que has cumplido treinta años y eres ya maestro de Israel una misión tan difícil como necesaria. Me he enterado del celo con que perseguías a los nazarenos, defendiendo nuestra ley y nuestro templo, pero me temo que tu ardor y el de los demás hostigadores ha tenido un efecto indeseable. Un número considerable de individuos de la secta, y puede ser que sus jefes, han abandonado Jerusalén y se han dispersado fuera del territorio de Israel, y eso es tanto más peligroso cuanto que según ellos se puede adorar a Yahveh «en espíritu».

Mi deseo es que, apoyado por estas cartas credenciales de los sanedritas, consigas traer encadenados a Jerusalén a los nazarenos principales que te entreguen en el reino árabe de los nabateos. Aquí los tendremos bajo vigilancia hasta que aprendan que su lugar de oración es el gran templo, al que por otra parte son asiduos todos sus hermanos y que ellos mismos frecuentaban antes de caer en persecución por sus continuas provocaciones.

—Estoy dispuesto a seguir tu encargo, dijo Saul, y halagado por la confianza que pones en mí. Pero antes de comenzar mi aventura quisiera que me informases sobre la vida y la actividad y muerte del nazareno, al que no pude conocer personalmente por hallarme ausente en Tarso. Seguro que tú podrás ayudarme, sacándome de mi ignorancia, porque hasta ahora sólo conozco la indiferencia que sus amigos manifiestan a las tradiciones, la ley y el templo. Y otra cosa me intriga: la hostilidad de los romanos, que terminaron condenándole a la muerte de cruz, castigo capital reservado a los rebeldes, que desafían la suprema autoridad del César.

8. Ya conoces bien la historia de nuestro pueblo –dijo Gamaliel– y en particular el cisma de las once tribus que se separaron de Judá a la muerte de Salomón, hijo de David y aclamaron por rey a Jeroboam. También conoces el final trágico de esta experiencia, la descomposición del reino del Norte, su exterminio por obra de los asirios, su total dispersión y desaparición e= n el extremo oriente y la llegada de gentes de Babilonia y Sefarvaim, que se establecieron en la Tierra en lugar de los hijos de Israel.

Desde entonces la herencia de David ha quedado reducida a la solitaria tribu de Judá, pues Yahveh arrojó a los herejes lejos de su presencia, tal como habían anunciado los profetas.

Pues el nazareno, llegado de Galilea de los gentiles, se propuso nada menos que restaurar la unidad perdida del pueblo israelí y judío, como estaba en los años gloriosos del rey David, y recuperar el favor de Yahveh perdido por la idolatría y el cisma. Por eso nombró sus discípulos en número de doce, el mismo de las tribus desde Abraham hasta la partición del imperio, y les mandó a predicar a las ovejas perdidas de Israel, evitando a gentiles y samaritanos. Más todavía, suprimió en su enseñanza todas las tradiciones de los rabinos y purificó la ley de Moisés, poniendo por encima de los ritos y sacrificios, que diaria y anualmente se celebraban en el Templo la pureza interior e invisible del espíritu.

Su primer año de predicación en Galilea, tuvo un relativo éxito, si hacemos caso a sus partidarios, porque aparte de la reforma espiritual, curaba a enfermos y poseídos del demonio, elegía a sus discípulos entre los de Juan el Bautista, multiplicaba sus prodigios y era admirado por una gran multitud que le seguía. Sus parábolas estaban dirigidas a aldeanos sencillos –el sembrador, la cizaña, el grano de mostaza que crece, la levadura que fermenta la masa de harina, la oveja perdida, el tesoro escondido en el campo–. Su perfil era como el un monarca pacífico, que anunciaba la ley y el derecho a las gentes.

9. En el segundo año de su ministerio público, el nazareno abandonó Galilea y dando un rodeo por la Perea se decidió a entrar en Jerusalén. La comunidad de sus discípulos no cuenta en esta segunda parte de su vida ningún prodigio, ni curación ni exorcismos, pero es testigo de la violenta discusión con las autoridades del Templo sobre temas tan conflictivos como la cuestión del tributo al César, el levirato de los resucitados, el origen del Mesías y el primero entre los cientos de mandamientos de la Ley. Sus enseñanzas en parábolas también cambiaron de signo atacando de forma bastante expresiva a los judíos, viñadores infieles, hijos desobedientes e invitados descorteses.

—Pero además a su llegada a Jerusalén cerca de la Semana de Pascua, fue aclamado por una turba tumultuosa de galileos en términos que eran a la vez un desafío a la autoridad romana y a los senadores judíos: « Salud al hijo de David ; Bendito el reino que viene de David nuestro padre ; Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel». Esta aclamación llenó de espanto a Poncio Pilatos, uno de los procuradores más brutales, que había sido enviado a Palestina, la provincia más conflictiva del Imperio, con la misión de cortar desde el principio y por todos los medios, cualquier pretensión de soberanía.

—Ya conoces el desenlace de esta doctrina, que ambicionaba al mismo tiempo restablecer la unidad de Israel, volver a la gloria del reino de David y purificar al pueblo por encima de la Ley de Moisés y de acuerdo con la enseñanza de los profetas. Pilatos, ante la indiferencia y la hostilidad del Sanedrín, lo condenó a la pena capital de cruz, reservada a los rebeldes, que se oponían a la suprema autoridad del César. Después de su muerte, sus proyectos políticos quedaron frustrados, pero sus discípulos se mantuvieron fieles a la reforma religiosa, según ellos revelada por el espíritu de Yahveh.

10. —Ahora entenderás mis inquietudes. La comunidad de nazarenos ha superado la prueba suprema de la muerte de su maestro y se atreve a hacer frente a la doble amenaza de los romanos y los judíos. Lo que es mucho más grave, se ha dispersado fuera de Israel después de pasar por el martirio de Esteban, y una tercera persecución a sangre y fuego sólo serviría para alcanzar nuevos héroes y para alejar todavía más a los herejes y dejarlos definitivamente fuera de nuestro control. Afortunadamente se mantienen todavía dentro de los límites del universal imperio de Roma y pueden ser devueltos a su tierra y a sus legítimas autoridades, si los traemos en cadenas a Jerusalén.

—Yo me he ofrecido para llevar a cabo esta solución, al mismo tiempo eficaz y moderada. Eficaz porque difícilmente Aretas de Damasco se negará a entregar los más eminentes de los nazarenos, para no dar más motivo a la intervención de los romanos, y moderada, porque evita cualquier nuevo derramamiento de sangre y se limita a devolver a los rebeldes a su Ley y a su Templo, que nunca debieron haber abandonado. Me parece que esta llamada a la disciplina, que la mayor parte de la secta comparte, será más ejemplar que otras medidas por duras que sean.

—Pero necesito para tener bien seguro el éxito de esta misión, elegir de entre mis discípulos un varón, celoso guardador y conocedor de la ley, enemigo señalado de la secta de los nazarenos, que una a su condición de judío ortodoxo, la categoría de ciudadano de Roma y buen conocedor de la cultura griega, que infunda respeto a todos los que van bajo su mando= y tenga buena entrada en los pueblos en conflicto. En una palabra, te necesito más que a nadie ; ten buen ánimo pues Jesús, igual que Teudas o Judas el Galileo y los pretendidos Mesías que tanto abundan en Israel, no es más que un hombre cualquiera.

11. Cuando estaba ya muy cerca de su destino, Saul todavía recordaba la última conversación con Gamaliel, y estaba preocupado por unas pocas palabras que había olvidado, pero seguían dándole vueltas por la cabeza, como queriendo otra vez aparecer. No hablaban de los romanos ni los nabateos, ni de la dificultad de su tarea, ni siquiera de los nazarenos, y sin embargo ocultaban un sentido ciertamente decisivo. . Ahora que había despejado a sus compañeros de viaje el sentido de su aventura, quedó ensimismado, pensando qué otro misterio oculto podía tener su misión.

La expedición se había desviado al Este de Siria, para evitar el encuentro con cualquier destacamento de nabateos que impidiese o estorbase su camino, y desde aquella zona casi desierta avanzaba hacia Damasco donde los esperaba la comunidad de judíos ortodoxos de la ciudad. Frente a ellos, montando su camello, apareció un nómada del desierto, un beduino solitario, que al empezar aquel invierno, como todos los inviernos, emprendía su camino secular en dirección al sur de Arabia, de donde volvería entrada ya la primavera.

Cuando se cruzaron sus miradas, Saul quedó sobresaltado ante una aparición absurda. No podía ser el nazareno, muerto en la cruz hacía más de tres años, ni siquiera podía ser su imagen, pues nunca tuvo ocasión de conocer personalmente a Jesús, mientras vivió. Y sin embargo, a pesar de su indumentaria de árabe del desierto tenía que ser él. Fue entonces cuando Saul se acordó de las palabras decisivas que creía olvidadas y que tanto le atormentaron a lo largo del camino. El nazareno no era un rabino judío, ni un sacerdote o un discípulo de Juan. Tampoco un soldado romano o un filósofo griego . Era sencillamente, como Gamaliel le había dicho, un hombre cualquiera, pero por eso mismo representaba a toda la humanidad sin exclusiones. Cuando más tarde habló y escribió de esta experiencia que iba a determinar su vida, Saul la comparaba a un rayo de luz, más brillante que el mismo sol al mediodía.

12. Cuando otra vez miró a aquel desconocido, Saul escuchó en silencio el manso imperativo que sus ojos, igual que los ojos de todos los hombres dirigían: el impresionante y viejo mandamiento de no matar. Y se lo dirigían en forma de interrogación, como si supiese a dónde iba y cuál era su criminal intención: «Saul, Saul, ¿por qué me persigues?». Era el grito de todos los desheredados y miserables y desamparados de la tierra, la acusación contra los hombres prepotentes y los pueblos elegidos, la solución repentina y radical de todos los enigmas de la historia, la llamada de Dios, que el hombre esperaba desde siglos innumerables.

No podía ser que allí en medio del desierto y en aquel momento mágico, precisamente él, Saulo de Tarso, fuese el testigo de aquel mensaje universal y definitivo. Y sin embargo cada vez se le imponía con mayor fuerza, hasta el punto de caer deslumbrado al suelo, cegado por tanta claridad. Sus acompañantes estaban pasmados, porque únicamente veían a un beduino desarrapado, sin escuchar su mirada silenciosa ni contemplar la luz de su presencia. Saulo le devolvió la interrogación calladamente, aunque ya sabía cuál iba a ser la increíble respuesta: «¿Quién eres, Señor?»

Los labios del nómada del desierto no se movieron, ni salió un sonido de su boca, pero otra vez los ojos hablaron con una expresión, que sólo Saul pudo entender: «Soy Jesús el nazareno, el que tú estás persiguiendo.» Y aquel diálogo silencioso continuó todavía., pero esta vez fue Saul quien tomó la iniciativa, porque en su interior y en sus decisiones de hombre de acción se había producido un cambio fulminante: «Señor, ¿qué quieres que haga?» Estaba desorientado, pues todos los esquemas sobre los que su vida se había desarrollado con tanta seguridad se venían abajo, y en aquel momento no sabía qué camino seguir, y « con los ojos abiertos nada veía «. Sus compañeros de expedición, cada vez más perplejos le ayudaron a ponerse en pié y tomándole de la mano entraron con él en Damasco por la calle Recta.

13. Saul sólo empezó a ver más claro, cuando a los tres días de estancia en Damasco recibió la visita de Ananías, un nazareno, que a pesar de su condición era un varón piadoso, respetado por todos los judíos, ya que observaba fielmente la Ley. Su mensaje era de todas formas revolucionario. «Saulo, hermano, el Dios de nuestros padres te ha elegido para que conocieras su voluntad y vieras al Justo y oyeras la voz de su boca. Porque tú serás su testigo delante de todos los hombres. Que no te detenga nada. Levántate y bautízate y lava tus pecados, invocando su nombre.» Saul estaba tan seguro de su misión, que ni siquiera se molestó en ir a Jerusalén para consultar con los discípulos del nazareno. El mismo escribirá a los gálatas mucho más tarde con el mayor desparpajo: «Os hago saber, hermanos, que el evangelio predicado por mí no lo recibí ni aprendí de hombres, sino por revelación de Jesús. Pues cuando Dios determinó por una decisión gratuita revelar en mí a su hijo, para que le anuncie a todos los hombres, no pedí consejo a la carne y la sangre, ni subí a Jerusalén, para ver a los apóstoles que me precedieron, sino que fui directamente al desierto de Arabia y de allí volví a Damasco. Sólo pasados tres años conocí a Cefas con quien estuve quince días. Y en esto que os escribo, bien sabe Dios que no miento.»

Su estancia en Jerusalén no se prolongó mucho, pues la comunidad de los primeros nazarenos desconfiaba del antiguo perseguidor y del cómplice de la muerte de Esteban, y además estaba escandalizada por su pretensión de igualar a los judíos con otros pueblos cualesquiera. Por eso, orando en el templo, escuchó de nuevo el mensaje de Damasco: «Date prisa y sal pronto de Jerusalén, porque no recibirán tu testimonio acerca de mí.» Saul se dio cuenta de que estaba solo y su hora todavía no había llegado, y otra vez desorientado, decidió volver a su casa a Tarso de Cilicia., y los diez años que estuvo allí solitario y quieto no pudo olvidar el mensaje que había escuchado de aquel beduino solitario.

Todos los días, se sentaba cerca del pozo de su casa natal y meditaba sobre su extraño destino, al parecer sin final. Pero aquella tarde vio venir hacia él una figura que conocía de su corta estancia en Jerusalén y por primera vez en mucho tiempo sintió que el milagro de Damasco se iba a repetir. Bernabé, su mejor amigo, había hecho un largo viaje desde Antioquia para dar noticias a Saul y solicitar su ayuda. Los nazarenos formaban una comunidad fuera de Israel, y ahora se llamaban cristianos, discípulos del Mesías enviado. Casi todos eran gentiles, independientes de la iglesia de Palestina, y querían predicar su evangelio a los demás hombres, fuesen o no judíos. Y Bernabé les explicó que sólo Saul de Tarso era el hombre tocado por Dios para realizar esa gigantesca misión, la de predicar el evangelio a unos hombres cualesquiera.

14. Tres años después Pablo volvía a Jerusalén en compañía de Bernabé, portador como siempre del mismo mensaje, pero esta vez podía presentar a la comunidad de Palestina algo más que palabras. Los dos misioneros, partiendo de Antioquia, habían anunciado el Evangelio a los pueblos extranjeros de Chipre y de Licaonia, en la frontera con Cilicia, pero esta declaración de gracia y justicia universal anunciada por Jesucristo ya no exigía la circuncisión, ni la práctica de las tradiciones o de la ley de Moisés, pues se manifestaba y llegaba al oído de todos cuantos la escuchaban, sin distinción entre judíos o griegos. La nueva doctrina era tan absurda y escandalosa que levantó las protestas de los nazarenos pertenecientes a la secta de los fariseos, los más estrictos y puntillosos observadores de los mandamientos del Pentateuco.

Muy pronto se originó una violenta disputa entre los dos bandos, que defendían doctrinas al parecer irreconciliables. No fue suficiente que Pablo declarase los prodigios de su misión y la forma en que, gracias a su mensaje, los pueblos extranjeros aceptaron la doctrina de Jesús. Hizo falta la intervención de Cefas con su contundente retórica de galileo y la diplomacia de Santiago que hizo valer su categoría de hermano de Jesús y jefe de la comunidad palestina para lograr una solución de compromiso. Las tres «columnas» de la Iglesia, Cefas, Jacobo y Juan dieron la mano en señal de comunión a Pablo y Bernabé y acordaron separarse, predicando el Evangelio, unos a los judíos circuncidados y los otros a los pueblos extranjeros. Eso sí, Jacobo había impuesto una serie de condiciones: que los nuevos conversos no escandalizasen a los circuncidados comiendo animales estrangulados o sacrificados a los ídolos, y que procurasen aliviar la penuria de la primitiva iglesia de Jerusalén. Pero en todo caso la llamada de Damasco se había cumplido.

En los siguientes años, Pablo, con una actividad frenética, evangelizó toda la costa del Asia Menor, y en la Grecia europea las ciudades de Macedonia y Acaya. Desde Corinto escribió su carta a la iglesia de Roma anunciando su próxima visita, y no pensaba detenerse hasta llegar al último límite de la Tierra. Pero continuamente tuvo que defender a sus comunidades de sus perpetuos enemigos, que exigían volver a la circuncisión y a la práctica de la ley de Moisés. Afortunadamente contaba con un recurso decisivo: su dominio del griego, que era la lengua común en todo el mundo civilizado y su formidable dialéctica con la que escribió a las iglesias de Corinto y Galacia, imponiendo el silencio a quienes querían definir a Jesús y su mensaje. Y cuando una conspiración de los judíos le hizo prisionero, entregándole a los procuradores romanos, todavía consiguió salir del paso, apelando al César en su condición de ciudadano de Roma, y trasladándose allí, acompañado de su evangelio. En una especie de libertad vigilada escribe una serie de cartas –a los fieles de Filipos, de Colosas, probablemente la carta circular «a los efesios»– que afirman ya sin titubeos un mensaje dirigido a toda la humanidad, y que son el contrapunto de la revelación que Jesús le comunicó, en el camino de Damasco.

 

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