Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 54 • agosto 2006 • página 10
Reseña a destiempo de su libro La gran mascarada. Ensayo sobre
la supervivencia de la utopía socialista, Taurus, Madrid 2000
«¿Puede hacer a todos los hombres igual de felices o de listos?
¡No! ¡Pues dejen de hablar de igualdad!
Libertad, sí; fraternidad, sí; pero igualdad, ¡jamás!»
Émile Zola en el New York Herald Tribune del 20 de Abril de 1890.
En mayo de 2006, murió Jean-François Revel (1924-2006) y su esquela se deslizó sin pena ni gloria por las páginas de los principales periódicos europeos y americanos. En España, la noticia de la muerte del filósofo francés apenas copó unas líneas. Ninguna de ellas, por cierto, en el periódico de mayor tirada del país. Entre nosotros, sólo Federico Jiménez Losantos dedicó un tiempo merecido a recordar la vida y la obra de este filósofo y periodista que se dio a conocer hace casi cuarenta años con Ni Marx ni Jesús.
En los últimos años, la filosofía política continuó siendo su centro de atención en libros tales como La obsesión antiamericana o Diario de fin de siglo, aunque también tuvo tiempo para analizar, en El monje y el filósofo, el fenómeno del Budismo en Occidente desde la óptica de su particular racionalismo liberal ateo, y en abierta polémica con su hijo, prometedor biólogo molecular reconvertido en monje budista. Sin embargo, su libro más sonado de los últimos diez años quizá sea este que nos traemos entre manos: La gran mascarada. Pero, ¿qué es y en qué consiste exactamente esa «gran mascarada» de que hablara Revel?
Hace más de quince años caía el régimen soviético, y no precisamente bajo las armas del adversario sino por efecto de su propia putrefacción interna. Muchos pensaron, según Revel, que este acontecimiento, uno de los mayores fracasos de un sistema político en la historia de la humanidad, suscitaría en el seno de la izquierda internacional una reflexión crítica sobre la validez del comunismo. Ocurrió justamente lo contrario. Las diversas generaciones de izquierda aún activas llegaron a esta cómica conclusión: lo que verdaderamente rebate la historia del siglo XX no es el totalitarismo comunista, sino... ¡el liberalismo! Y es este desconcertante divorcio entre narcisismo ideológico y verdad histórica lo que constituye el núcleo de la «gran mascarada» que narra y diagnostica el ensayo de Revel.
Sin embargo, acontece que, como hay que vivir, la práctica contradice a menudo la teoría y, de este modo, a pesar de haber dejado de aplicarse, el comunismo se condena cada vez menos y, a pesar de ser condenado casi universalmente, el liberalismo se aplica cada vez más. A fin de cuentas, señala Revel, el lamento del duelo postsoviético se reduce a la creencia supersticiosa de que en algún cielo lejano se halla una sociedad perfecta, próspera, justa y dichosa, tan sublime como el mundo suprasensible de Platón y tan imposible de conocer como la «cosa en sí» de Kant. En el fondo, el reino del comunismo no es de este mundo, y su fracaso aquí, en la tierra, es imputable al mundo, no a la idea comunista. Tomando un atajo simbólico, Revel indica que lo que marca el fracaso del comunismo no es la caída del Muro de Berlín en 1989, sino su construcción en 1961. Esta y no otra es la prueba de que el «socialismo realmente existente» había alcanzado un punto tal de descomposición que se veía obligado a encerrar a los que querían salir para impedirles huir.{1}
La defensa póstuma del comunismo pasa por acusar al liberalismo. Como rehabilitar el comunismo es tarea difícil, por no decir imposible, se trata de defender su causa indirectamente, demostrando que su contrario, el liberalismo, es todavía peor. Lo que significa olvidar, a juicio de Revel, que los únicos Estados que han tenido la voluntad y los medios de construir un Estado providencia real y eficaz con seguridad social, subsidios familiares, indemnizaciones por paro, jubilaciones y, en resumen, todo un arsenal de prestaciones sustanciales pagadas son los Estados estructurados sobre economías capitalistas.{2} Por esta razón, prosigue, las sociedades liberales no son jamás «salvajes». Si, por ejemplo, un liberal dice a un socialista: «En la práctica, el mercado parece un medio menos malo para la asignación de los recursos que el reparto autoritario y planificado», el socialista responderá inmediatamente: «El mercado no resuelve todos los problemas». ¡Claro! ¿Quién ha dicho esa sandez?, se pregunta Revel. El liberalismo jamás ha ambicionado construir una sociedad perfecta. Se contenta con comparar las diversas sociedades que existen o han existido, y sacar las conclusiones pertinentes de las que funcionan o han funcionado menos mal. Según Revel, se procede así del mismo modo que Smith o que Kant, quien, en la Crítica de la razón pura, dice a sus colegas filósofos: desde hace dos mil años intentamos elaborar teorías de lo real válidas para la eternidad. Regularmente son rechazadas por la generación siguiente debido a la falta de demostración irrefutable. Ahora bien, desde hace un siglo y medio, nos hallamos ante una disciplina reciente que finalmente ha logrado establecer con certeza algunas leyes de la naturaleza: la física. En lugar de obstinarnos en nuestro estéril dogmatismo metafísico, observemos qué han hecho los físicos e inspirémonos en sus métodos para intentar igualar su éxito.
Para este filósofo, el combate de boxeo entre socialismo y liberalismo está amañado por cuanto en él domina la confusión entre liberalismo político y económico, economía de mercado y capitalismo, laissez-faire y «selva» sin ley. La economía de mercado, basada en la libertad de empresa y el capitalismo democrático, un capitalismo privado, disociado del poder político pero asociado al Estado de derecho, es la única economía que puede considerarse liberalismo. Y, a entender de Revel, no se trata de que sea la mejor o la peor, sino de que no hay otra –a no ser en la imaginación–. Los enemigos de la economía liberal quieren olvidar que su modelo ha sido experimentado y refutado. De esta manera, Revel mantiene que es cierto que el capitalismo no proporciona igualdad, pero el comunismo, mucho menos (de nuevo, la cita de Zola del comienzo).
Y Revel apunta que una de las lecciones que se desprenden de la lectura del Libro negro del comunismo resulta muy indigesta para las izquierdas: el comunismo y el nazismo están en pie de igualdad. Dejando de lado el hecho de que los crímenes de las democracias capitalistas no tienen el carácter masivo y constante de los crímenes nazis o comunistas y son, cuantitativamente, mucho menores, la diferencia fundamental es otra. Es cualitativa: las democracias capitalistas no tienen necesidad de cometer crímenes para existir, mientras que los regímenes totalitarios, sean cuales sean, no pueden subsistir sin cometerlos.{3} Engels, recuerda Revel, pedía en 1849 el exterminio de los húngaros que se habían levantado contra Austria, además de que se hiciera desaparecer a serbios, vascos, bretones y escoceses, y el mismo Marx se preguntaba cómo desembarazarse de «esos pueblos moribundos, los bohemios, dálmatas, etcétera» (¿sabrán esto los secesionistas vascos que sueñan con una Euskalerría socialista?). De hecho, matiza Revel, Hitler siempre se consideró un socialista. Como confesó a Otto Wagener, «mis desacuerdos con los comunistas son menos ideológicos que tácticos», y llegó a declarar: «el problema de los políticos de Weimar es que no han leído a Marx». No en vano, «Nazi» es la abreviatura de Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes. Revel también cita a Herman Rauschning, que en su Hitler me dijo relata cómo Hitler le declaró: «No soy únicamente el vencedor del marxismo... soy su realizador». Dicho todo esto sin ni siquiera mentar el pacto soviético-nazi de 1939. En opinión de Revel, es muy curiosa la pretensión de las izquierdas de hacer una distinción entre totalitarismos, atribuyendo méritos diferentes en función de las diferencias en sus respectivas superestructuras ideológicas. Deberían leer mejor a Marx, que decía que no se juzga a una sociedad por la ideología que le sirve de pretexto, como tampoco se juzga a una persona por la opinión que tiene de sí misma. Los adeptos al materialismo histórico, cree Revel, se permiten no tomar en cuenta un hecho tan simple como que las únicas sociedades democráticas que han existido son sociedades capitalistas o, al menos, que incluyen la propiedad privada, la libertad de comercio y la libertad cultural. Siempre lo mismo: todo aquel que subraya la identidad del nazismo y del comunismo es de derecha y todo aquel que es de derecha es, en el fondo, de extrema derecha y, por tanto, fascista.
Para un totalitario, señala Revel, la filosofía sólo puede ser, evidentemente, el leninismo, el «pensamiento de Mao» o la doctrina de Mein Kampf. Recordemos, en la Unión Soviética, el caso Lyssenko (Lyssenko, presidente de la Academia de Ciencias de la URSS, deportó o fusiló a todos aquellos biólogos que negaban la herencia de los caracteres adquiridos, que defendía Engels hasta veinte años después de la publicación de El origen de las especies de Darwin) o, también, el caso Hessen (como estudia Huerga Melcón, este físico y sociólogo de la física fue perseguido por su defensa de las Mecánicas Relativista y Cuántica). De hecho, a entender del pensador francés, el criterio extracientífico de la verdad científica en los nazis deriva del mismo esquema mental, con la única diferencia de que para ellos ese criterio es la raza en lugar de la clase. En su Hitler me dijo, se recogen las siguientes afirmaciones del canciller alemán: «La ciencia es un fenómeno social... y el eslogan de la 'objetividad científica' es sólo un argumento inventado por los queridos profesores... no existe la Verdad ni en el terreno de la moral ni en el de la ciencia». Hay que señalar de pasada que esta explicación de la presunta «verdad» científica por sus orígenes sociales o geográficos corresponde exactamente a la tesis de varios filósofos llamados «posmodernos» (Bruno Latour, Luce Irigaray, &c.). Y Revel subraya que no hay que olvidar que esta excomunión de la modernidad, del progreso científico y tecnológico, tiene sus raíces en los orígenes de la izquierda contemporánea y, de manera espectacular, en la obra de uno de sus padres fundadores: Rousseau. La hostilidad que los filósofos del XVIII, especialmente Voltaire, demostraron rápidamente hacia Rousseau, no proviene únicamente de animosidades personales: está basada en una profunda divergencia doctrinal: Rousseau considera la civilización como nociva y degradante para el hombre.
Según Revel, coincidiendo con Marx, la historia nos enseña que la Revolución Francesa fue, en sus principios filosóficos y en sus reformas del derecho, fundamentalmente liberal, lección que disgustará a los adeptos a la versión «bolchevique» consistente en privilegiar, sobre diez años, los trece meses de dictadura jacobina. La Revolución fue hostil a la propiedad colectiva e intransigente acerca de los derechos de las propiedades individuales. Edificó una obra legislativa que barrió todas las trabas corporativas y reglamentarias del Antiguo Régimen, para establecer sin equívocos y sin restricciones la libertad de empresa, la libertad de trabajo y la libre circulación, en suma, la libertad económica.
Por último, Revel –en conjunción con Vargas Llosa– indica que tanto en Europa como en América Latina la certeza de ser de izquierdas descansa en un criterio muy sencillo, al alcance de cualquier retrasado mental: ser, en todas las circunstancias, de oficio, pase lo que pase y se trate de lo que se trate, antiamericano. A opinión de Revel, la ambivalente actitud de los dirigentes y los medios de comunicación democráticos frente a los totalitarismos alcanza la cima del cinismo en sus relación con Fidel Castro. Cuba, que en 1959 ocupaba el tercer puesto en nivel de vida de toda América Latina, con el mayor índice de alfabetización y médicos por mil habitantes, no la arruinó –supuestamente– el socialismo sino el «bloqueo americano». La trampa elaborada con el fin de disculpar a Castro consiste en jugar con la confusión entre «bloqueo» (privación de todas las relaciones comerciales) y «embargo» (privación de algunas relaciones comerciales, en este caso, sólo las de EEUU). ¿Saben, concluye Revel, que la miseria de numerosos países subdesarrollados proviene de que los dirigentes no han puesto en práctica el capitalismo de mercado sino, con frecuencia, el modelo dirigista y colectivista (estatalismo, colectivización de la tierra, industrias deficitarias, corrupción de unos dirigentes a los que la concentración del poder político y del poder económico permite el robo institucional)?
En resumidas cuentas, nos encontramos ante un ensayo bien trabado y que realiza de modo certero aquello que Antonio Escohotado designa como «crítica de la conciencia roja». Desde nuestras coordenadas materialistas, gran parte de los análisis de Revel son asimilables, sobre todo los destructivos, porque las premisas racionalistas y ateas que los sustentan resultan por entero coincidentes. Por el contrario, sus análisis más –digamos– constructivos chirrían de vez en cuando. Empleando la distinción de Gustavo Bueno en Panfleto contra la democracia realmente existente, por momentos Revel camina por el filo de la navaja, por la borrosa frontera que separa el funcionalismo democrático del fundamentalismo democrático.
Esta patología suelen padecerla múltiples filósofos de raigambre liberal, aunque –en honor a la verdad– Revel la sufre de modo asombrosamente leve (¿quizá por su materialismo ateo?). De facto, el fundamentalismo democrático, que ya digo que en ocasiones afecta a bastantes filósofos de orientación liberal, suele presentarse en dos modulaciones –que también planean por la obra de Revel–: una variante social y otra individual. Es conveniente que nos detengamos en el análisis de ambas. La modulación social mantiene que la democracia es el sistema político propio del mejor de los mundos posibles. Ahora bien, sólo hay democracia en Occidente porque sólo Occidente ha alcanzado el modo de producción capitalista, que es el que está a la base de la propia democracia (se eligen los gobernantes como las lechugas en el mercado pletórico), y así, en el IRAK, no habrá democracia hasta que no haya televisores y mandos a distancia para elegir canal, de igual modo que en España no hubo democracia hasta que el franquismo sentó las bases de la economía de mercado. Esto es lo que hay. Ni más ni menos. Pero, sin ser perfecto, basta comparar con el resto del mundo para darnos cuenta de qué es lo que mejor marcha. No en vano, los inmigrantes vienen a Occidente y no al revés.{4} A quien impugne este diagnóstico sólo cabe responderle a lo Schopenhauer: ¿a qué esperas para hacer la maleta e irte a un país musulmán? Pero, atención, estos análisis pretenden ser funcionalistas y no fundamentalistas democráticos, y por ello ha de señalarse que, aunque por el momento hemos progresado más que los demás, esto no quiere decir que este progreso haya de continuar o ser infinito. Y esto, sospechamos, es lo que distingue a funcionalistas y fundamentalistas liberales de la democracia, y que a veces Revel no acierta a denunciar con suficiente impiedad.
Finalmente, la modulación individual tiene que ver con las relaciones entre felicidad y neoliberalismo, variante que se esconde tras cada una de las trescientas páginas del libro reveliano. Esta cuestión suele ser desdibujada tanto por los liberales como por los «socialistas». Los últimos identifican al sistema capitalista como causa primera de la infelicidad mundial y los primeros, con la fuente de la mejor de las felicidades (¿felicidad canalla?). Hasta donde se nos alcanza, las relaciones entre felicidad y neoliberalismo pueden analizarse con más finura desde el materialismo filosófico, desde El mito de la felicidad de Gustavo Bueno. Cuando uno debe luchar cada día para asegurarse la supervivencia, ni se plantea si es feliz o infeliz (de hecho, la cuestión de la felicidad no aparece hasta los griegos, que poseían tiempo para pensarla al disponer de esclavos que trabajaban por ellos); por lo tanto, los hombres de las cavernas o los esclavos no son propiamente ni felices ni infelices, podrán comenzar a ser lo uno o lo otro cuando gocen de los privilegios de las élites. Por consiguiente, claro que a día de hoy hay más infelices que antes (como denuncia el socialista), pero esto está causado porque también hay más personas capaces de acceder a los niveles económicos en que aparece la cuestión de la felicidad (como defiende el liberal). Con otras palabras, antes había menos infelices porque, al vivir agobiados por la necesidad, había menos personas en situación de plantearse si lo eran o no lo eran; por contra, en nuestro tiempo, gracias a la sociedad del bienestar, casi todos estamos capacitados para preguntárnoslo. Así pues, habida cuenta de que el problema de los medios está (casi) resuelto, el problema se desplaza al individuo, que debe decidir si entre sus fines se cuenta aprovechar la oportunidad o convertirse en uno más de la «sociedad lanar».
No teman: no se trata de convertirnos en fundamentalistas liberales de la noche a la mañana (entre otras razones, porque ciertas propuestas de epígonos de Mises o Hayek –como la de privatizar la justicia en agencias– muestran un perfil talibánico), sino de tomar cierta dosis de liberalismo desde una perspectiva funcionalista, limitándonos a constatar que a día de hoy es el único sistema económico-político que funciona o medio-funciona de modo menos malo, lo cual no quiere decir que no sea mejorable o, incluso, barrido en el futuro. Con otros términos más materialistas: mejor ciudadano de España, Inglaterra o EE.UU. que de Rusia, Cuba o Laos. Se puede decir más alto, pero no más claro.
Concluimos con otro interrogante al hilo de la «Tesis de Gijón». Sin negar que dicha tesis supone una hipótesis de trabajo más o menos directa para comenzar a trabajar, mantengo que las dos premisas fundamentales deberían ser mejor apuntaladas, de lo contrario, no pasan de ser mera expresión idealista de nuestros deseos materialistas. En efecto, ¿por qué debe ser el materialismo componente indispensable de una 7ª izquierda? ¿acaso sólo porque las demás opciones han fracasado? ¿no es esto una justificación demasiado ad hoc? Más aún, ¿por qué debería ser hispanoamericana una 7ª izquierda? ¿es esto posible cuando el irracionalismo y el indigenismo se extienden con rapidez por doquier? Por otra parte, es claro que el materialismo filosófico resulta incompatible con cualquier clase de derecha política (salvo de modo coyuntural, como nos pasa con el PP a día de hoy, suponiendo que sea de derecha y no de raigambre izquierdo-liberal), pero... ¿sería posible una séptima generación de izquierda que, a un tiempo, hiciera suyos el racionalismo holizador ateo, el sentido nacional jacobino del Estado y la defensa de la economía liberal capitalista, por cuanto –como constatara Revel– es la única que materialmente funciona?
Querido Jean-François Revel, que la tierra te sea leve.
Notas
{1} Atención: lo que Revel no dice es que, muy probablemente, si a la construcción del Muro hubiera seguido un despegue económico como consecuencia de evitar la fuga de cerebros, nuestra valoración del mismo sería bastante diferente. Sin embargo, es un hecho que ni el Muro logró consolidar la eutaxia de la zona comunista. Por consiguiente, se nos impone su condena tanto desde el plano ético y moral como desde el plano político.
{2} Sin duda, como me ha hecho observar Lino Camprubí, el desarrollo de todas estas prestaciones capitalistas tuvo mucho que ver con la reacción ante el avance comunista, que en un principio también las hizo suyas, aunque de un modo insostenible. Como contraprueba podría señalarse el aparente retroceso de las mismas en EE.UU. una vez desaparecida la U.R.S.S. Cuentan la anécdota de que un famoso novelista ruso, que visitó Estados Unidos pocos años después de la Caída del Muro, creía ingenuamente que el capitalismo era la suma de todas las prestaciones gratuitas posibles unida a la libertad económica, hasta que sufrió un infarto y hubo de pagar una considerable suma a su salida del hospital. La anécdota, que no pasa de ser eso y que posee su simétrica en la experiencia de muchos miembros del Partido Comunista de España y V de Alemania que visitaron Checoslovaquia, Hungría, Rumania o Rusia en los sesenta y setenta, muestra la notable diferencia entre ideología y realidad, y que lo que ha de compararse es siempre el «liberalismo realmente existente» con el «comunismo realmente existido» –norma que, por demás, Revel suele respetar–.
{3} Cabe preguntarse, como volvía a observarme Lino Camprubí, qué dirá de esto un progre-autista proveniente de la «izquierda porrera» –prima hermana de la izquierda divagante– a la vista de lo que está ocurriendo en Irak o Líbano... pero lo que olvida nuestro manifestante de pandereta y bocadillo es que estos supuestos crímenes cometidos por las democracias homologadas les acontecen siempre a personas externas a esas propias democracias y, en ningún caso, a los miembros internos del Estado de referencia, como sí sucedía en los países comunistas. Y, creo, esta distinción política –jamás ética o moral (¿acaso se diferencia el cuerpo vital de un terrorista del de un ciudadano?)– no es baladí (si no se confunden la prudencia política con la bondad ética o moral).
{4} Podría objetarse que la riqueza de los grandes Estados capitalistas no puede desconectarse de la depredación natural y social que (supuestamente) llevan a cabo sobre el resto de Estados. Ahora bien, la cuestión no está tan clara. Hay dudas razonables para identificar al capitalismo con la causa de la pobreza del resto del mundo. Por vía de ejemplo: la pobreza de países africanos como Nigeria proviene, en primer lugar, de su propia corrupción política (los caciques africanos a lo Sani Abacha se quedan con las ayudas y préstamos concedidos para fomentar su desarrollo) y fanatismo religioso (los musulmanes quieren imponer la charia mediante matanzas) y, en segundo lugar, como consecuencia de no aplicar los principios de una economía liberal capitalista que separe el poder político del poder económico a fin de evitar en lo posible la tentación del robo a mansalva dentro del propio Estado. Contraejemplo: Singapur. Es más, en lo que respecta a la supuesta depredación natural, no social: ¿acaso es el capitalismo responsable de las mayores catástrofes ecológicas, como la explosión de la central nuclear de Chernóbil o el enterramiento de toneladas de residuos radiactivos en el mar de Barents (y todo esto sin contar que el presunto calentamiento global que tanto preocupa a la izquierda fundamentalista no es, como entre otros denuncia Michael Crichton, más que una hipótesis)?