Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 54, agosto 2006
 El Catoblepasnúmero 54 • agosto 2006 • página 17
Artículos

Rafael del Riego

Fernando Álvarez Balbuena

El héroe que perdió un Imperio

Caprichos de la historia y mitos que se crean mediante mecanismos de manipulación, han hecho del general Rafael del Riego un héroe primero y un mártir después. La verdad es muy otra. Los liberales exaltados hicieron de su figura un emblema, pero un juicio sereno sobre el personaje nos ofrece aspectos de su vida, de sus ideas y de sus comportamientos que distan mucho de las hagiografías biográficas que tanto el siglo XIX como el XX nos han proporcionado. Voluntarismos localistas como el de la Enciclopedia Asturiana, el de la Crónica del Principado de Asturias de Evaristo Escalera (1865:157), u otros estudios biográficos, poco o nada rigurosos, en los que se hace un juego maniqueo cuya fórmula es: liberales igual a buenos y serviles o absolutistas igual a malos{1}, han distorsionado gravemente muchas figuras históricas, las cuales, sacándolas de contexto, se han empleado a veces para justificar y aún exaltar ideologías de uno u otro signo, creando prejuicios en la mentalidad de la gente que luego son muy difíciles de desmontar, porque como dice el Dr. Gregorio Marañón, citando a Dion Crisóstomo: Muy difícil es enseñar, pero mucho más difícil todavía es desenseñar, cuando los errores vienen propagados desde nuestros antecesores. (1962:51)

Aunque con la necesaria brevedad, trataremos de aclarar algunos aspectos y emitir un juicio más ponderado sobre Rafael del Riego y demostrar que su gigantismo histórico liberal no pasa de ser una exageración y una leyenda.

Fueron sus padres D. Eugenio del Riego Núñez y Flórez Valdés y Dª Teresa Flórez Valdés, los cuales era primos y por ello en las biografías y en las enciclopedias hay cierta confusión con los apellidos del General Riego, unos poniéndole como segundo apellido Núñez y otros Flórez. Su nombre completo, tal como figura inscrito en su partida de nacimiento es exactamente, Rafael José María Manuel Antonio del Riego Flórez Núñez Valdés. Su padre, funcionario de escasa importancia, era Administrador de Correos en Oviedo, de familia hidalga, aunque poco acaudalada y procedente del pueblecito de Tuña, en la comarca llamada entonces Cangas de Tineo y hoy Cangas del Narcea. Buscando un futuro digno para su hijo, le matriculó en la Universidad de Oviedo, con el propósito de hacerle abogado, cosa que no consiguió por la escasa aplicación y carácter poco disciplinado que el joven mostró para el estudio de la jurisprudencia. Igual le sucedió cuando fue enviado al seminario diocesano para estudiar cánones y, viendo que las letras no eran, ni mucho menos, su vocación, y por lo tanto ni el foro ni la iglesia habrían de tener en él un aventajado representante, se determinó, como la salida más apropiada para un hidalgo pobre, hacerle militar. Para ello se le envió a la Compañía de Guardias de Corps en la que se postuló como cadete, y en la que por ser de familia hidalga le fue fácilmente concedido el ingreso. Así pues su formación intelectual era deficiente pues tal como manifiesta en sus memorias Alcalá Galiano, que le conoció y trató intensamente:

Tenía Riego alguna instrucción, aunque muy corta y superficial, no muy agudo ingenio ni sano discurso, si bien no dejaba de manifestar del primero algunos destellos, condición arrebatada, valor impetuoso en los peligros, a la par con escasa fortaleza en los reveses y con perenne inquietud, constante sed de gloria, la cual, consumiéndole, procuraba satisfacerse, ya en hechos de noble arrojo o de generoso desprendimiento, ya en puerilidades de una vanidad increíble. Sus modales, siendo bien nacido y no mal criado, eran algo toscos, contribuyendo a hacerlos tales su impaciencia. En la época en que vine yo a verle y a conocerle{2}, estaba señalándose entre los conjurados de su clase por su actividad inquieta y por su celoso deseo de no desperdiciar el tiempo (Memorias, cap. XXIV)

Su carácter tampoco era precisamente el que correspondería a un jefe militar y, menos todavía, a un líder político. Evaristo San Miguel, su amigo personal y ayudante de campo, dice de él:

Era vivo, fogoso, impetuoso, hombre de primeras impresiones, y muy poco reservado en ocasiones que aconsejan la reserva. (Martínez de Velasco, A.1990:116)

Su oportunidad, como la de tantos otros militares, surgió con la Guerra de la Independencia en la que participa primero como oficial del Regimiento de Guardias, pero tras la derrota del ejército regular huye a Asturias para alistarse en los voluntarios de la resistencia antinapoleónica y es nombrado capitán del Regimiento de Tineo, siendo luego agregado al Estado Mayor y nombrándosele ayudante de campo del General Acevedo.

Los franceses le hacen prisionero en la batalla de Espinosa de los Monteros y es enviado a Francia, en cuyas cárceles pasó seis años. Fue allí donde, al parecer, tuvo su primer contacto con la masonería, así como con las corrientes liberales de la época que le llevaron a asumir los principios de la propia revolución francesa, los cuales tanto habrían de influir en su conducta posterior.

Caído Napoleón y tras un periplo por Francia, Holanda e Inglaterra, en 1814 regresa a España, desembarca en la Coruña, reingresa en el Ejército, con el empleo de comandante y jura la Constitución de 1812 ante el General Lacy. Poco después, como se sabe, esta constitución era abolida de un plumazo por el rey Fernando VII a su vuelta a España{3}. Riego, ello no obstante, continuó prestando sus servicios en el Ejército realista, alternando el cuartel con la logia y la conspiración.

En 1819 se le destina al Ejército de Andalucía, que iba a ser embarcado en Sevilla y enviado a socorrer a las tropas leales de América, ante la sublevación de Bolívar y San Martín. Los jefes y oficiales de estas unidades, ya preparaban el levantamiento militar para llevar al poder a los liberales, pronunciamiento que había sido prologado desde 1814 por otros, encabezados por los generales Mina, Porlier, Lacy, Milans del Bosch y Vidal, todos ellos con el mismo propósito. Riego, como la mayor parte de los oficiales estaba comprometido en la sublevación, como también lo estaba el propio General en Jefe del Ejército Expedicionario, acantonado en Andalucía, José Enrique O´Donmnell, conde de La Bisbal, personaje de sinuosa conducta y sospechosas lealtades.

A partir de este momento empieza su verdadero protagonismo histórico pues azares del destino hicieron que de todos los conjurados fuera solo él quien logró un éxito inicial, aunque efímero.

El pronunciamiento de Riego, en el año 1820 puede decirse que, tras la desastrosa Guerra de la Independencia, si bien no fue no el primero, como hemos visto, sí fue el más notorio y el de mayor trascendencia, no por el propio Riego, que solo mandaba un batallón, sino porque todo el Ejército español se sublevó poco después, como estaba acordado, hacía ya mucho tiempo, en los cuartos de banderas y en las logias masónicas, y ello tuvo por consecuencia final obligar a Fernando VII, tras numerosas vicisitudes, marchas y contramarchas, a restablecer la Constitución gaditana de 1812, aunque solo fuera por un periodo de tres años. Este pronunciamiento, en realidad, tuvo otras cabezas visibles, u ocultas tras los mandiles masónicos (Vidal, C. 2005: 126) que la del entonces poco significativa del teniente coronel Riego, pero la Historia tiene también sus caprichos y quiso que, al fin de las numerosas vicisitudes que se sucedieron, se mitificara al héroe Riego quien, en realidad, solo fue la punta visible del enorme iceberg masónico organizador y responsable del pronunciamiento de las Cabezas de San Juan y de los que poco después se sucedieron por toda España..

Tuvo además y principalmente este pronunciamiento de Riego, influencias absolutamente negativas en la guerra colonial americana porque, a causa del alzamiento de Cabezas de San Juan, hubo de suspenderse el envío de tropas a América, donde había estallado el movimiento anticolonial y los ejércitos realistas se batían en retirada ante los caudillos criollos San Martín y Bolívar. Esto representó la pérdida de grandes territorios y, prácticamente la liquidación del Imperio Español, que se vio a partir de entonces reducido a Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Sin embargo la sublevación del entonces teniente coronel Riego, fue un asunto entre militares y la población civil no tomó partido en ella.

Todo surgió porque en el Ejército y en las logias masónicas (muchos oficiales, como el propio Riego, eran masones) había un fuerte malestar por la exclusión de los liberales del gobierno. En aquellos tiempos de rivalidad enconada entre liberales y absolutistas, la obtención del poder por una de las facciones significaba la muerte política de la otra, que quedaba totalmente excluida de cualquier parcela de mando y había de pasar o a la inacción pacífica o a la clandestinidad militante. Pero no fueron solo cuestiones ideológicas las causas determinantes del pronunciamiento. Hubo otras, más de tejas abajo, básicamente intereses comerciales, que sí que tuvieron una directa y determinante influencia en la sublevación de las tropas que estaban acantonadas en Sevilla, uno de cuyos batallones mandaba el militar asturiano. Eran estas de descontento entre los militares profesionales y, sobre todo por un sentimiento contrario a la guerra colonial americana, influido y alentado por Inglaterra.

Las sociedades secretas, ya fueran algunas de ellas logias masónicas strictu sensu, o estuvieran formalmente y como tales constituidas, se producían y comportaban en fiel y estulta obediencia a las órdenes del Grande Oriente y a las de Inglaterra{4}, cuyos intereses comerciales con Hispanoamérica veían su oportunidad en la ayuda a los rebeldes San Martín y Bolívar, por lo que trabajaban en la sombra para que aquellos territorios lograsen la independencia. Como dice Mauricio Carlavilla:

«Tanto masón era Bolívar como Riego, y todos ellos y sus seguidores obedecían a una autoridad omnipotente, al supremo y oculto poder masónico, aliado a los enemigos seculares de España: a los pueblos anglosajones» (1959:109){5}

Se atribuye pues, con razón, a la masonería una influencia decisiva en la ruptura de América con España. No es propósito de este estudio exagerar las cosas y demonizar absolutamente el entramado de la masonería internacional, la cual, por otra parte, tiene sus adeptos y defensores y, como cualquier otro movimiento asociativo, sus luces y sus sombras, pero en el caso que nos ocupa y a fuerza de exagerar sus críticos sobre la influencia perniciosa de la masonería en la historia contemporánea española, se cae ahora en la exageración igualmente perniciosa de negar dicha influencia minusvalorando sus demostradas connivencias desde el comienzo del siglo XIX con los designios de Inglaterra. (La Cierva, R. 1997:601)

No podía Inglaterra ayudar directamente y a cara descubierta a los insurgentes americanos, pues su tratado de alianza con España tras la guerra de la Independencia, la obligaba a no facilitarles armas ni equipamiento, por eso el gobierno inglés favorecía bajo mano la actividad de la masonería que se había infiltrado en el ejército español. Era este a la sazón y como producto de la Guerra de la Independencia mayoritariamente liberal, al revés que el tradicional y aristocrático salido de las Academias y Reales Compañías de Guardias de Corps, o de Compañías de Cadetes de los regimientos más elitistas, de ellas provenían generales como Palafox, Castaños, Ballesteros, etc. que estaban más identificados con el conservadurismo del Antiguo Régimen.

Pero en el nuevo ejército, nacido como decimos de la Guerra de la Independencia, era donde muchos paisanos y patriotas exaltados, procedentes del voluntariado guerrillero, habían hecho carrera y alcanzado altos grados militares, como Espoz y Mina, por ejemplo, y tenían una visión política distinta. Así pues, esta nueva hornada de militares de fortuna, simpatizaba plenamente con las ideas liberales y había sido ganada por las Sociedades Patrióticas y más aún por las secretas, entre las que destacó, ya en la preparación del pronunciamiento, el propio Conde de la Bisbal, José Enrique O´Donnell, nombrado General en Jefe de las fuerzas que habían de ir a América a combatir contra los insurgentes. Otros distinguidos masones como Mendizábal, Istúriz o Alcalá Galiano, desde fuera del Ejército, conspiraban también para perfilar el golpe militar.

Ya entonces, la masonería como reconoció en su tiempo el Marqués de Miraflores, había perdido su inicial y evanescente sentido filantrópico, sustituyéndolo por el más pragmático y concreto de alcanzar objetivos prácticos y netamente políticos (Martínez de Velasco, A.1990:117). De este modo se fueron estableciendo logias en cada unidad militar y se había creado un ambiente claramente opuesto a la intervención en América, para lo que sirvieron como pretexto a sus fines ocultos, estos tres argumentos: uno el mal estado de los barcos, otro, las crueldades de los nativos y criollos para con los combatientes realistas y, el mejor manipulado de los tres, que era la vuelta al régimen constitucional instaurado por las Cortes de Cádiz.

Esta revolución constitucionalista, según los conjurados, al obligar al rey a volver al sistema previo a su vuelta a España, propiciaría un idílico estado de paz, prosperidad e, incluso, de entendimiento pacífico y fructífero con nuestras colonias del otro lado del Atlántico, que literalmente y según habían establecido las cortes gaditanas, también eran España, y por virtud de la nueva situación que habría de crearse, volverían a la obediencia española y se acabaría felizmente la subversión americana. Todo ello, como se ve, pobre argumentación para que los dirigentes de la revolución alcanzasen la comprensión y el beneplácito del pueblo, cuando lo que en realidad pretendían los dirigentes ocultos eran dos fines concretos: hacerse con el poder y procurar la independencia americana a favor de los intereses británicos.

José María García León en una interesante monografía, titulada La Masonería Gaditana, confirma el hecho de que numerosos agentes americanos, en connivencia con los masones y por obvios intereses económicos, prestaron gran ayuda y colaboraron con el movimiento subversivo. De dicha obra entresacamos los siguientes párrafos:

«Lo cierto es que por dichos años residía en Cádiz un potentado comerciante bonaerense, Andrés Argibel, quien partidario de la independencia de la provincia del Río de la Plata, logró establecer contactos con el conde de La Bisbal. En relación con la fingida sorpresa que se llevó el conde cuando los sucesos del Palmar del Puerto, fueron detenidos y desterrados de Cádiz, dos americanos, acusados de actividades conspiratorias relacionadas con el movimiento independentista. Posteriormente por medio de una orden judicial fue registrada la casa de un rico comerciante peruano, Nicolás Achaval, a fin de aclararse una importante suma de dinero que este había recibido procedente de Gibraltar […] Después se supo que con ocasión del pronunciamiento de Riego, tanto Argibel como Lezica, contribuyeron al mismo con mil pares de zapatos y doce mil duros, hecho que puso muy al descubierto la protección de los americanos al alzamiento de las tropas […] En una línea muy parecida se expresan otros historiadores hispanoamericanos. Así Santiago Arcos apunta que un verdadero pánico se apoderó de la ciudad de Buenos Aires cuando se supo que una fuerza expedicionaria se estaba preparando para salir de España. Si bien este temor quedó apaciguado al saberse que Puyrredón había enviado una considerable cantidad de dinero a los masones españoles. También Léon Suárez viene a confirmar la vital actuación de Puyrredón resaltando su audacia e inteligencia al realizar una activa propaganda para evitar un embarque que les podía resultar funesto. Añade que tanto Argibel como Lezica, desde Cádiz, se movieron clandestinamente con mucha eficacia, dando sin límite alguno cuanto dinero estimaron conveniente.» (Op. cit. pp. 6 y 7)

El ejército destinado a aquellas tierras, estaba compuesto de unos 15.000 hombres, la inmensa mayoría de los cuales eran veteranos de la Guerra de la Independencia y estaban muy reacios a embarcarse rumbo a lejanas tierras para luchar en una guerra de la que sabían poco y nada bueno. Así Riego, enviado a Sevilla para reunirse con el Ejército del Conde la Bisbal y embarcarse hacia América con su batallón, siguió junto con sus compañeros, la orden de las logias que estimaban había llegado el momento apropiado para sublevarse proclamando a la vez la Constitución de 1812, pues surgieron diversas causas que hacían más viable el intento, pero esta proclamación constitucional frente al sistema absolutista de Fernando VII, fue más el motivo ideológico esgrimido ante unas tropas proclives a aceptarlo, que la causa real del pronunciamiento.

Riego, dirigió a estas tropas su proclama en tal sentido, pues literalmente, les decía el 1 de enero de 1820 que:

«Mirando por el bien de la Patria y de las tropas he decidido tomar las armas para impedir que se verifique el embarque proyectado y establecer en nuestra España un gobierno justo y benéfico que asegure la felicidad de los pueblos y de los soldados»

Presentaba así, torticeramente, los objetivos del golpe en este curioso y parcial orden, azuzando el descontento de la tropa, ya de por si renuente a la aventura americana por temas sobradamente conocidos, haciendo otras manifestaciones como la siguiente:

«los militares del ejército expedicionario deben estar convencidos de los peligros que corren si se embarcan en buques medio podridos, aún no desapestados, con víveres corrompidos, sin más esperanzas para los pocos que lleguen a América que morir víctimas del clima, aún cuando resultaran vencedores en la guerra»

De esta manera y con estos argumentos consiguió motivar y atraerse a la tropa a lo que probablemente era su fin principal, o sea, persuadir a sus soldados de que entre tanto reinara la tiranía en España, no habría que esperar remedio a los males enormes que nos aquejaban y que solamente podríamos ser felices bajo un gobierno moderado y paternal. No en el sentido del paternalismo que entendía Fernando VII, sino en el que propiciaría una Constitución sabia y justa, garantizadora de los derechos de todos los ciudadanos, es decir, la mitificada de 1812. Las circunstancias, pues, habían puesto en manos de Riego unos hombres mucho más motivados que los que habían participado en intentonas anteriores como las de Mina, Porlier o Lacy, pero eso, por sí solo, tampoco fue determinante ni definitivo para el triunfo de la revolución (Guerrero Latorre, A. 2004:90)

El protagonismo del golpe hubiera correspondido al coronel Quiroga, superior inmediato de Riego, pero se retrasó un día y fracasó. El General O´Donnell, después nombrado Capitán General de Andalucía, que desde 1819 mandaba el ejército que iba destinado a América, sabedor desde siempre que existía una conjuración masónica, pues él era uno de los iniciados y comprometidos, y pareciéndole el momento oportuno para cambiar de bando –cosa que hizo numerosas veces– se apresuró a detener a los jefes más caracterizados del movimiento, como eran Evaristo San Miguel, el propio Riego y el coronel Antonio Quiroga. A pesar de estas detenciones y de que por ellas el gobierno le otorgó la Gran Cruz de Carlos III, no logró, o probablemente no quiso, dado su maquiavelismo y su constante doble juego, desactivar el golpe. Su conducta al respecto está históricamente clara ya que en 1820 determinó sumarse al propio alzamiento de Riego. Pese a ello, no gozó tampoco nunca de la confianza de los liberales y acabó sus días expatriado en Francia.

Aquí comenzó una especia de paseo militar por Andalucía de Riego, con su batallón, proclamando la Constitución de Cádiz pueblo por pueblo (González Cuevas, P. 2000:79) y perseguido (teóricamente) por el de La Bisbal quien no acaba de presentarle batalla.

Se dio el caso, insólito para los no iniciados, que gubernamentales y sublevados eludieron todo enfrentamiento y el pueblo veía pasar las tropas de los unos y de los otros, escuchaba sus proclamas que prometían libertad y progreso, sin adherirse a ninguna de las dos facciones, ni tomar partido por nadie, ni mostrar siquiera el menor entusiasmo. El pueblo, en realidad, odiaba la Constitución de Cádiz (Espoz y Mina, F. 1851:339, vol. IV) y veía con gran simpatía a Fernando VII, a quien aclamaba de forma entusiasta. Así Riego peregrinó por toda Andalucía tratando de ganarse adeptos para su causa sin lograr nada por parte de la población civil y, cuando ya estaba a punto de darlo todo por perdido, casi dispersadas sus fuerzas que se habían alejado hasta Extremadura, en cuyas sierras se refugiaron los pocos hombres que no desertaron, esperando lo peor, he aquí que estalla otro motín militar en La Coruña, de igual signo político y preparado por las mismas fuerzas ocultas que el de Las Cabezas de San Juan y, por fortuna para los liberales, se extendió por casi todas las guarniciones del país, sin que tampoco el pueblo se implicara en la corriente subversiva. El rey, que había visto cómo el general O´Donnell, conde la Bisbal, había fracasado en el intento de detener el pronunciamiento de Riego y cómo había posteriormente evitado la confrontación con los sublevados sumándose a ellos (Espasa, vol.39:720), pensó que el movimiento al no contar con el apoyo popular, podría desintegrarse, pero no contaba con el nuevo pronunciamiento que vino a consolidar el grito de Cabezas de San Juan. El día siete de marzo llegó a Madrid la noticia de este nuevo contratiempo y se formaron manifestaciones ante el palacio real. El rey mandó reprimirlas al general Ballesteros quien se negó a obedecer, pues entendió, como otros muchos militares, que el futuro era más seguro poniéndose también al lado de los sublevados. Todo este tejemaneje, cocinado en las salas de banderas de los cuarteles y en las tenidas de las logias masónicas, y por lo tanto con un entramado puramente militar, obligó a Fernando VII a jurar la constitución de Cádiz el día 8 de Marzo de 1820 y tuvo a bien, durante el trienio que siguió, guardarse los resentimientos que la actitud de los militares le había procurado. No obstante, cuando se vio apoyado por otro ejército, merced a la ayuda del absolutismo internacional y otra vez dueño de los resortes del poder, lo primero que hizo fue acusar a Riego de alta traición y mandarlo ahorcar, cosa que se ejecutó puntualmente en la Plaza de la Cebada de Madrid, el día 17 de Noviembre de 1823. Y ello fue así, no solo por venganza personal del monarca, sino también atendiendo a su propia real seguridad porque Riego, que era ya Capitán General, era un militar prestigioso que, con los apoyos de los correligionarios masones y liberales, muy bien podría volver a las andadas y era mejor eliminarlo.

Sin embargo, hemos de hacer un inciso, aunque breve, a propósito de Fernando VII, el rey contra el que, en definitiva, luchó y persiguió Riego.

Fernando, en rigor y visto con la perspectiva de su propio tiempo, no fue el déspota empecinado que con machacona insistencia nos ha transmitido la historiografía liberal. Era un hombre de gustos sencillos hasta la austeridad, contrariamente a las afirmaciones que sobre él se han hecho. Era muy querido de sus servidores, tanto por su campechanía como por su poca exigencia en el servicio. Por su propia naturaleza y por las circunstancias que rodearon su educación, era un contemporizador y poco firme de carácter, pero en absoluto desposeído de talento. Desde el principio de su reinado y aún antes, se convenció de que el liberalismo era impopular entre las masas (Carr, R. 2003:127) y la fidelidad de sus súbditos le tenía convencido de su misión histórica y de la legitimidad de su poder absoluto.

Cuando decide, a su regreso del exilio, abolir la Constitución de Cádiz, lo hace porque el clamor popular y, más concretamente el llamado Manifiesto de los Persas, que un grupo de diputados de las propias Cortes de Cádiz así se lo demandan (Rodríguez Alonso, M.1998:50).

Otro episodio que merece ser considerado es el de su regreso a Madrid en 1824, tras el Trienio Constitucional. Provocado por la sublevación de Riego y Quiroga. Este viaje fue apoteósico y tal como el mismo rey dictó a su secretario en un memorando:

«En todas las grandes poblaciones y a distancia de un cuarto de legua, el pueblo desenganchaba las mulas del coche y se obstinaba en ponerse a tirar de él. A nuestra llegada y sin dar lugar a que descansásemos, se nos presentaba al besamano y felicitaban a toda la familia real por el feliz y deseado acontecimiento de nuestra libertad, todas las clases del estado»

Tan era esto literalmente exacto que en la localidad de Pinto, ya cerca de Madrid, el entusiasmo popular llegó incluso a utilizar para pasear al rey por las calles, un carro que se empleaba solo para llevar al Santísimo Sacramento (Martínez de Velasco, A. 1990:132-133)

* * *

Ya hemos examinado en extenso qué motivó a Riego el sumarse a la conspiración y pronunciarse y los avatares que sufrió a lo largo de su peregrinaje por tierras andaluzas y también sabemos que tras aquel fracaso, disuelto por las múltiples deserciones su ejército y cuando ya Riego estaba a punto en Extremadura de evadirse a Portugal, tratando de salvar la piel, a finales de febrero los pronunciamientos de La Coruña, Ferrol, Vigo, Zaragoza y Barcelona, se identifican con el grito de Cádiz y el versátil Conde de La Bisbal, precisamente él, proclama en Ocaña la Constitución de 1812.

A partir de este momento, en que Fernando se ve obligado a jurar al Constitución gaditana, empieza la glorificación de Rafael del Riego y él empieza a mostrar su carácter inconsecuente e impolítico. A grandes rasgos, suceden así las cosas: Riego es llamado a Madrid por el rey, para congraciarse con el y para nombrarle Capitán General de Galicia. Es recibido en Madrid como el gran héroe de la revolución y él se envanece hasta el extremo, de modo que tras su conversación con Fernando VII, se pavonea por todas las Sociedades Patrióticas, como el Café Lorenzini, la Cruz de Malta o La Fontana de Oro, donde imprudentemente propala su conversación con el monarca y da a conocer cuanto debía de reservar para sí y para su mejor promoción y mayor provecho de España. No contento con esta imprudencia, increpa a los ministros, les dice literalmente que le deben a él el ser lo que son y que se comportan de forma innoble con los héroes del Ejército de la Isla. Intenta presentarse en las Cortes y hacer allí un discurso demagógico, erigiéndose en caudillo del pueblo y en encarnación viviente del espíritu de la Constitución. Para mayor INRI, acepta el homenaje populista que se le tributa en el Teatro del Príncipe y allí da rienda suelta a su verborrea inoportuna y, entre otros cánticos improcedentes, se entona aquella canción grosera del Trágala, que no podía por menos de molestar a tantos, lo que produjo, como gota que colma el vaso de la paciencia del gobierno, su destitución de la recién nombrada capitanía general de Galicia y es enviado de cuartel a Oviedo; lo que viene a ser, poco más o menos, desterrado.

La suerte, que es cambiante, hace que un nuevo gobierno liberal le nombre Capitán General de Aragón y allí repite sus imprudencias y sus banalidades implicándose en movimientos republicanos, inmiscuyéndose en asuntos de Francia que hicieron a aquel país protestar ante el gobierno de España por las actuaciones y tratos de Riego con revolucionarios franceses. Se enemistó, además, con el Jefe Político de Aragón, el brigadier don Francisco Moreda, hombre de mérito y militar constitucionalista sincero. Le usurpó sus funciones, se le opuso en cuestiones que eran competencia exclusiva de la Autoridad Civil, ejerciendo actos de propaganda, como una especie de predicador laico, por los pueblos de la región y granjeándose aún más la enemistad del rey, con quien ya desde sus imprudentes actos en Madrid estaba muy a malas, y que, consecuentemente, acabó por suspenderlo del cargo.

De sus andanzas por Córdoba y Málaga, de los desatinos y crueldades que allí comete, de las muchas y muy graves imprudencias, desplantes y engreimientos; de su prepotencia ostentosa y pueril, a la vez que malvada, solo ofreceremos una muestra, por cierto muy significativa, de su talante impertinente, engreído y frívolo.

Haciendo oídos a una calumnia malintencionada de un cura irresponsable, sin pararse a comprobar la dudosa veracidad de su relator, arremetió contra el obispo de la diócesis, en un discurso que pronunció en el balcón del Ayuntamiento, llamándole traidor e indigno, por impedir a los sacerdotes de su diócesis el aleccionamiento de los feligreses en los principios constitucionales, lo cual no era cierto. Cuando acabó su soflama les dijo a sus oyentes y a los ediles municipales que se fuesen a rumiar cuanto había dicho, con lo que estos, tomándolo muy a mal, dijeron que habían sido tratados como bestias. Del ayuntamiento salió rodeado de una multitud vociferante de aduladores encanallados que le jaleaban. A poco se encontraron a pobre maestro de capilla que pasaba por servil, aunque era simplemente un pobre hombre y, obligándole a cantar el trágala, le propinaron patadas y bofetadas, de cuyo resultado se murió a los pocos días. Todo ello lo relata en sus memorias Alcalá Galiano con lujo de detalles, en los que no entraremos, pero que nos llevan a concluir que en otro tiempo y con otros condicionantes políticos haría tiempo que Riego se encontraría en prisiones militares.

Como pequeña muestra, reproducimos el siguiente párrafo de las tantas veces citadas memorias de Alcalá Galiano, quien reconociendo en Riego ciertas cualidades, no deja por ello de fustigar su insensatez:

«Riego, en general, era piadoso; pero en Málaga, contra su costumbre, hubo de verter sangre, y si la que corrió no fue del todo inocente, el acto de derramarla era injusto y loco, no observándose en los procesos las debidas formas, y siendo en aquella hora la crueldad el peor medio posible para mejorara la situación de los negocios». (Memorias, cap. XXIV)

Solamente el hecho de que las masas incultas e ingenuas, algunas también malintencionadas, aclamasen a Riego como un símbolo de la constitución de 1812, contuvo al gobierno, por un tiempo, en tomar medidas represivas contra él. Sin embargo nadie puede por mucho tiempo estar a mal con quien tiene la autoridad suprema, más aún cuando la gloria que se apoya en la plebe es siempre efímera e inconstante.

No podemos extendernos más en el análisis del personaje, pero sí diremos que en las elecciones a cortes del final del trienio, consiguió un acta de diputado por Asturias, pues aún su populismo dio para ello y gracias también a la propaganda, mejor o peor intencionada de los liberales exaltados los cuales quisieron hacer de él el monigote que se partiera el rostro por la idea liberal, en tanto que hombres más inteligentes, las verdaderas cabezas pensantes y rectoras del liberalismo, como eran, por ejemplo, Istúriz y Mendizábal, dejaban a Riego la popularidad mientras ellos movían los hilos de todas las tramas y quedaban limpios de cualquier crítica. Así, la última hazaña de Rafael del Riego, siendo presidente de las Cortes a la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis, es arremeter contra el rey y votar por el criterio de suspenderle de sus funciones considerándole demente y confinándole en Cádiz contra su voluntad. Finalmente, tras la toma de Santi Petri por el Duque de Angulema y sitiados en Cádiz las tanto las Cortes como el Ejército liberal por las fuerzas francesas, pide Riego que le se den mil hombres y cien mil ducados con los que se compromete a levantar partidas liberales en Andalucía para hostigar a los franceses y a los realistas y tratar de levantar el cerco. Como no lo consigue, pues ni hay hombres ni dinero, ni tampoco ya la suficiente confianza en sus capacidades militares, se va de la Isla con dos oficiales, francés uno y piamontés el otro y, para conseguir los fondos que le fueron negados, nada mejor se le ocurre que saquear iglesias incautándose de cuantos objetos de valor había en ellas, tales como copones, de oro y plata, custodias y otros objetos del culto, aumentando así todavía más con sus expolios el recelo y la desconfianza que el clero y los realistas sentían por los liberales en general y por él en particular.

A pesar de tales hazañas, no consigue ni levantar partidas ni que le siga nadie y así decide fugarse a Extremadura, tal como lo había hecho tres años antes, para pasar a Portugal y ponerse a salvo. Pero esta vez comete el error de dar quince onzas de oro a un porquerizo para que le sirva de guía; este dándose cuente de quien se trata le denuncia a una compañía relista que le detiene por la noche en un cortijo en que estaba refugiado sin que ni Riego, ni sus dos oficiales, compañeros de la desafortunada aventura, opusieran la menor resistencia.

A partir de aquí el héroe se desmorona como un castillo de naipes. Ruega al oficial que le prende que no le haga daño. Para ello le ofrece, cobardemente, cuanto dinero llevaba encima y, para colmo de abyección, le pide que le abrace como a un compañero de armas. Esta conducta extraña y poco acorde con la legendaria valentía del personaje que era aclamada y celebrada en himnos y coplas por toda la España liberal, encontrará explicación científica más de un siglo después, cuando la psicología clínica y la psiquiatría, ya bien avanzado el siglo XX, demostrará experimentalmente que cuando personajes de débil carácter y escasa firmeza moral son atacados, secuestrados o sometidos a una presión psíquica que los deja inermes e indefensos frente a la agresión sufrida, desarrollan paradójicamente un sentimiento de mansedumbre y sometimiento y aún de admiración hacia sus captores y secuestradores; incluso buscan en ellos contra toda lógica una protección que, obviamente, no les proporcionan. Es el llamado modernamente “Síndrome de Estocolmo”, que llega a veces a la identificación del preso con el carcelero o a la víctima con las ideas del secuestrador, siempre, como queda dicho por deficiencias de personalidad, por falta de convicción y de firmeza en las propias ideas y, en suma, son un claro signo de debilidad.

Sin embargo ello no empece al hecho de que las calamidades legales, el rigor y las penalidades que sobrevinieron a Riego tras su captura, estuvieran en perfecta consonancia con la magnitud de sus delitos. Existe una especie de transposición en el tiempo y en las leyes y así, contra toda lógica, se juzga a Riego, no por el levantamiento y la sedición de Cabezas de San Juan, que constituyeron una manifiesta serie muy grave de delitos de traición, desobediencia militar, sedición, rebelión y un largo etcétera de cargos, todos de tal entidad que con arreglo al Código de Justicia Militar de la época eran más que suficientes para condenarlo a la pena capital. Sin embargo, tres años después y, por tanto aún no prescrito aquel acto delictivo, se le juzga y condena por su conducta para con el rey que, en rigor, estuvo plenamente adecuada a la ley vigente, pues como presidente de las cortes, ante la invasión de una potencia extranjera, se comportó, tanto como prescribía la entonces vigente Constitución de 1812, como por los acuerdos de la mayoría de la cámara, todo ello con escrupulosa sujeción a la legalidad.

Pero lo cierto es que sometido a un proceso por parte del nuevo gobierno absolutista, se le negaron las más elementales garantías procesales de forma inicua. Dicho proceso fue una farsa legal indigna; en el, por parte del juez instructor, se conculcaron todas las normas, se le negaron pruebas, se le dejaron de admitir documentos y testimonios que, en rigor, tenía perfecto derecho a presentar (Tuero Bertrand, F.1995: 70). Es decir, Riego hubo de sufrir en su persona las mismas injusticias procesales que él cometió con otros en Málaga. Pero, como reza el adagio castellano, dos cosas mal no hacen una bien, y por ello no tiene ninguna disculpa histórica el hecho de que Riego fuera al juicio condenado a muerte de antemano y es justo reconocerlo así.

Sin embargo tampoco en este último acto de su vida estuvo Riego a la altura ni de su autoestima, ni de su fama de héroe. Cuando se le notifica la sentencia, lejos de comportarse con dignidad, escribe, ante fedatario público, una vergonzosa carta pidiendo perdón a Dios y al Rey por su comportamiento indigno y reconociendo, a ver si con ello salva la vida, cuantos crímenes se le habían imputado. A pesar de ello no se produce el indulto y el tribunal, obedeciendo órdenes del vengativo Fernando VII, manda que se le conduzca al suplicio arrastrado en un serón por las calles de Madrid, para hacer su muerte más infamante y más cruel. Este es el vil comportamiento del rey, su sangrienta e inhumana venganza, única cosa que nos hace mirar con cierta indulgencia al reo. Finalmente muere en la horca sin dignidad ni decoro, llorando como el niño que era en el fondo, pues como dice Alcalá Galiano:

«Tal era el hombre a quien había encumbrado la revolución, ambicioso meramente de aplausos, pero de esto en grado excesivo y desvariado y que por lo mismo que no codiciaba grados, títulos ni riquezas, era más difícil de tener contento, siendo tan embarazo continuo a quienesquiera que gobernasen la España en aquellas horas» (Memorias, cap. XXIV).

Y Pérez Galdós apostilla:

«Un noble morir habrá dado a su figura el realce histórico que no pudo alcanzar en tres años de agitación y bullanga … la retractación del héroe de las Cabezas fue una de las más ruidosas victorias del bando absolutista…Aquel hombre famoso, el más pequeño de los que parecen ingeridos sin saber cómo, en las filas de los grandes, mediano militar y pésimo político, prueba viva de las locuras de la fama y usurpador de una celebridad que habría encuadrado mejor a otros caracteres y nombres condenados hoy al olvido, acabó su breve carrera sin decoro ni grandeza.» (El Terror de 1824, p.1715)

Finalmente, para concluir con los testimonios de los literatos que han tratado la figura de Riego, acotamos con el siguiente párrafo de Pío Baroja, nada sospechoso, por cierto, de no ser, como también lo era Galdós, un liberal de cuerpo entero:

«Quería que la libertad española se debiera exclusivamente a él, quería que su figura fuese predominante, pero de Riego se hablaba entre los hombres de orden como un botarate incapaz y pintaban a Riego como un mequetrefe ridículo» (1947:399-465)

Pero la leyenda es contumaz, y pese a todo cuanto queda dicho, las coplas populares, con la misma música ramplona y al ritmo de polca del Himno de Riego, siguen cantando las glorias del héroe y diciendo, aún en los tiempos actuales:

Aunque Riego murió en el cadalso
No murió como infame y traidor
Que murió con la espada en la mano
Defendiendo la constitución…

Lo cual es falso de toda falsedad.

Si España hubiera sido un país en el que la legalidad se hubiera respetado más, si la malhadada Guerra de la Independencia, entre las innumerables calamidades que nos trajo, no hubiera llenado a España de militares y de militarismo, o simplemente si el general José Enrique O´Donnell, paradigma del chaquetero y del traidor, hubiera sido un militar digno, a Riego y a sus compañeros, al pronunciarse y negarse a embarcar para América, se les hubiera detenido, como sin duda pudo hacerse (y de hecho se hizo con algunos), se les hubiera formado Consejo de Guerra Sumarísimo, se les hubiera fusilado conforme a las ordenanzas militares de Carlos III y nos hubiéramos ahorrado una revolución, un héroe de pacotilla y, lo que es más importante, no se hubiera consumado la pérdida de un imperio colonial que nunca debía de haberse perdido porque el refuerzo que se enviaba a los ejércitos realistas americanos de 15.000 hombres concentrados en Andalucía, hubieran supuesto la derrota de los rebeldes criollos, que eran en realidad una minoría. Existía además en todo la América colonial un sentimiento popular de españolidad que la ligaba sentimentalmente a la metrópoli. A mayor abundamiento, de allá venían el oro y la plata de que tanto necesitaba nuestra hacienda en aquel momento de penuria y de desolación. Las vías políticas, como lo hicieron un siglo después, y no las militares, hubieran acabado con el absolutismo y con las dictaduras militares, desde luego, de otra manera menos violenta que como siguió sucediendo con breves interregnos de precaria constitucionalidad, a todo lo largo de los siglos XIX y XX, pronunciamiento tras pronunciamiento y guerra civil tras guerra civil, todo por causa de la hipertrofia militar, mucho más que de las ideologías, a las cuales, dicho sea de paso, también les corresponde una no pequeña dosis de culpabilidad.

El juicio final sobre Riego puede resumirse en pocas palabras: Un mal estudiante, un niño malcriado y caprichoso, vano y de escasa entidad moral, un aventurero, un masón de obediencia ciega al Grande Oriente Inglés, un traidor, por lo tanto, a su patria, traición que enmascaró con una defensa extemporánea de la Constitución de 1812, vano y fútil motivo que, aún sin saberlo Riego y actuando probablemente como mero muñeco cuyos hilos movían otras manos, no pretendía otra cosa que la toma del poder por los liberales y la independencia de las colonias americanas. Un irresponsable en suma, valeroso en las acciones de guerras, más por vanidad que por otra virtud más acendrada como el amor a la patria o al Ejército, y finalmente, un cobarde en las acciones serias, en las que hay que estar a la altura en que a cada uno le ha colocado la fama. Únicamente puede decirse algo en su defensa; es decir, en la defensa de su inmadurez y ello es que contaba solo con treinta y ocho años… demasiada poca edad para asimilar los honores y triunfos de pacotilla que le tributaba un pueblo ignorante y movilizado por los intereses de manos ocultas que pretendían el poder para ellas y dejaban la efímera gloria y el liviano aplauso del populacho para Riego. Sin embargo, algo más hemos de decir en su favor. Como afirma Andrés Borrego en su libro La España del siglo XIX, (p.380) aún siendo un exaltado, frente a las sugestiones de sus partidarios en el año 1823, se negaba a convertirse en dictador… (Cit. Llorens, V.1979:103)

En tanto, el pueblo, ausente de toda preocupación política decía: ¡Vivan las caenas!. El rey, por el contrario, sintiéndose ya seguro en su poder absoluto y eliminados sus enemigos más notorios, al notificársele oficialmente el ajusticiamiento de Riego, se dice que exclamó lleno de júbilo: “¡Liberales: Gritad ahora viva Riego!” (Espasa, vol.51:514).

Muerto Fernando VII, el panorama de las conveniencias políticas dio un giro copernicano. El país se divide entre los partidarios de Don Carlos y los de Isabel II. Los de aquel, por coherencia política, eran absolutistas, los de ésta liberales y además, más numerosos, de modo que el carlismo, desde sus inicios, fue considerado una facción y, en realidad y dados los vientos que corrían por el mundo, no era pensable continuar con un sistema que no era sino la perpetuación de Antiguo Régimen. Así la Reina Gobernadora, queriendo lógicamente consolidar el trono de Isabel, optó por el liberalismo, aunque en su fuero interno costase creer que era una sincera liberal.

Ello le obligó, para granjearse las simpatías del bando que apoyaba a su hija, a proceder a la rehabilitación de Riego y de su memoria y así el 31 de octubre de 1835 promulgó un real decreto cuya parte dispositiva rezaba así:

«Por tanto, en nombre de mi augusta hija la reina Doña Isabel II decreto lo siguiente:
Artículo 1.º El difunto general Don Rafael del Riego es repuesto en su buen nombre, fama y memoria.
Artículo 2.º Su familia gozará de la pensión de viudedad que le corresponda según las leyes.
Artículo 3.º Esta familia queda bajo la protección especial de mi amada hija Doña Isabel II, y durante su menor edad bajo la mía.
Tendréislo entendido, y lo comunicaréis a quien corresponda. Está rubricado de la real mano.- En El Palacio de El Pardo a 31 de octubre de 1835.- A Don Juan Álvarez y Mendizábal, Presidente Interino del Consejo de Ministros» (Tuero Bertrand, F. 1995: 114-115)

Toda una lección de política práctica y de cambio de postura ante las circunstancias. El propio Rawls, fundador un siglo después de la escuela americana de Ciencia Política conocida con el nombre de “Pragmatismo Político”, no hubiera sido capaz de mejorar aquella decisión acomodaticia a las circunstancias del momento.

La Segunda República (como también lo hizo la primera) aún mitificó más a Riego, convirtiéndole en un símbolo de la libertad contra la tiranía. Así adoptó el Himno de Riego como himno oficial de España. Aquella piececilla de música ramplona y cuya letra tópica y mediocre tampoco brilló a la altura de su autor, el insigne historiador y bravo militar, también asturiano, D. Evaristo San Miguel, se convirtió inmerecidamente en himno nacional.

Ni Riego ni su himno se merecían tanto honor. Aquella elección de música y de personaje emblemático, constituyó una premonición de mediocridad política que aquí apuntamos, pero que ahora no es nuestro propósito considerar in extenso.

Bibliografía y fuentes

Alcalá Galiano, A., s/f.: Memorias. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. [Página. www. de la Universidad de Alicante. Fundación M. Botín] <Consulta 24-03-2006>

Baroja, P. 1947.: Memorias de un hombre de acción. Obras Completas. Aguilar, Madrid.

Carlavilla, M., 1959.: Antiespaña, Nos, Madrid.

Carr, R, 2003.: España, 1808-1975, Ariel Historia, Barcelona

Cierva, R. de la, 1997.: Historia total de España, Fénix, Madrid.

Escalera, E. 1865.: Crónica del Principado de Asturias, en Crónica General de España (Cap. IV pp 157-166), Ronchi, Vitturi, Grilo. Madrid.

Ferrer Benimeli, J.A. 1982.: El contubernio-judeo-masónico-comunista. Ed. Istmo, Madrid.

García León, J.M. 2006.: La Masonería Gaditana, desde sus orígenes a 1833 [http..//www.infocadiz.com/libros/Masonería.htm] <Consulta 12-04-2006>

González Cuevas, P. 2000.: Historia de las derechas españolas. De la ilustración a nuestros días, Biblioteca Nueva. Madrid.

Guerrero Latorre, A. 2004.: Historia Política 1808-1874 (Historia de España XVI), Istmo, Madrid.

Espasa Calpe, S.A. 1973.: Enciclopedia universal ilustrada europeo americana, Madrid.

Espoz y Mina, F. 1851.: Memorias (Escritas por él mismo y publicadas por su esposa Juana María deVega) Imprenta Rivadeneira, Madrid.

Lafuente, M. 1890.: Historia General de España, Montaner y Simón, Barcelona.

Llorens, V. 1979.: Liberales y románticos. Castalia, Valencia.

Marañón Posadillo, G.1962.: Las Ideas Biológicas del Padre Feijoo, Espasa Calpe, Madrid.

Martínez de Velasco, A. 1990.: Manual de Historia de España, vol. V, Historia 16, Madrid.

Pérez Galdós, B. 1943.: El Terror de 1824. Hernando, S.A., Madrid.

Rodríguez Alonso, M. (Editor) 1998.: Los manifiestos políticos en el siglo XIX (1808-1874). Ariel Prácticum, Barcelona.

Tuero Bertrand, F, 1995.: Riego, proceso a un liberal. Nobel, Oviedo.

Vidal Manzanares, C. 2005.: Los Masones, Planeta, Barcelona.

Notas

{1} Esta fórmula, en la actualidad, se ha extrapolado, por parte de cierta izquierda no muy ilustrada, hasta algo tan radical como: republicanos igual a amantes de la democracia y de la libertad y monárquicos igual a reaccionarios y amantes de la dictadura.

{2} Se refiere el autor a los prolegómenos del pronunciamiento de Cabezas de San Juan

{3} La abolición de la Constitución de Cádiz y el carácter de Fernando VII, que también la Historia ha manipulado, merecen una reflexión que no cabe en la brevedad de este artículo, pero ni Fernando fue el tirano que se nos ha transmitido, ni la abolición de la constitución del 12 un acto meramente arbitrario.

{4} Es muy ilustrativo al respecto el libro de José María García León, titulado “La Masonería Gaditana, desde sus orígenes hasta 1883”. Véase especialmente el capítulo V (Quórum Editores, Cádiz)

{5} Mauricio Carlavilla, self made man, que fue policía durante la dictadura del general Franco, es un autor mediocre y de los que hoy se llaman políticamente incorrectos; no obstante se le cita aquí porque, pese a su poco predicamento, expresa con vehemencia una opinión en la que abundan otros autores de mayor prestigio como César Vidal, Ricardo de la Cierva o José Antonio Ferrer Benimeli.

 

El Catoblepas
© 2006 nodulo.org