Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 54 • agosto 2006 • página 19
Sobre el libro de Geoffrey Parker, La revolución militar,
Editorial Crítica, Barcelona 1990
El destino de las naciones se decide en los campos de batalla. La dialéctica de Estados es superior causalmente y en potencia a la dialéctica de clases. Estas elementales afirmaciones no las consiguen digerir los marxistas. De ahí su debilidad política y de ahí sus errores en 1914. Las clases obreras nacionales apoyaron a sus respectivas naciones políticas para escándalo de Lenin, quien se limitó de forma moralista a despotricar contra la socialdemocracia y contra el revisionismo burgués de las clases obreras de los países de Europa Occidental. «Es muy difícil encontrar un decenio, antes de 1815, en el que al menos no tuviera lugar una batalla» (pág. 17). Por eso entiendo que este es un buen libro de historia. Las guerras son el elemento que transforma y altera las naciones y los continentes. La historia debe ser a mi juicio historia política, pero claro, como la guerra es la continuación de la política por otros medios como dijo Clausewitz, está claro que la historia debe ser también historia militar, estratégica, la historia de las guerras y de las batallas. Ha habido unas 15.000 guerras a decir de Raymond Aron y ¿cuántas revoluciones?
El presente libro analiza las transformaciones militares que tuvieron lugar en Europa entre 1500 y 1789 y que permitieron el desarrollo de las fuerzas armadas, del Estado y de los imperios coloniales europeos. En este libro, Parker no busca hacer una historia general del arte de la guerra ni un estudio económico de las repercusiones de las guerras y del crecimiento de los ejércitos sobre la sociedad europea. Más bien, por el contrario, afirma Parker:
«Yo me he dedicado al estudio de los elementos de la historia militar europea que arrojan luz sobre un problema distinto: ¿qué hizo exactamente Occidente, que era al principio tan pequeño y deficitario en la mayoría de los recursos naturales, a fin de compensar estas deficiencias por medio de su superioridad en el poder militar y naval?» (pág. 21).
La difusión de las armas de fuego fue decisiva en la revolución militar. Aparecieron problemas logísticos producidos por la construcción de nuevas fortificaciones. Los ejércitos aumentaron constantemente de tamaño durante la Edad Moderna. Se produjo también una verdadera carrera de armamentos entre las diversas potencias europeas. Esta carrera de armamentos se desarrolló por tierra y por mar. La revolución militar ofrecía la posibilidad de una expansión imperialista. La revolución militar se extendió por Europa y alcanzó a Asia, América, África. Sólo el Extremo Oriente se resistía a la expansión imperialista europea, pero tal resistencia cedió en el siglo XIX con la revolución industrial, que supuso una acelerada y radical modernización militar.
En el fondo la revolución militar en la Edad Moderna y sobre todo, la Revolución Industrial en el siglo XIX han permitido a Europa Occidental dominar la mayor parte de los continentes.
Con el desarrollo de la artillería, las fortificaciones medievales perdieron sentido, eficacia. Esto obligó a construir nuevas fortificaciones. El nuevo tipo dominante de fortificación es el bastión. Esto hace que las guerras modernas sean guerras de asedio. Los asedios solían ser largos. «Era normal que la toma de una plaza fuerte defendida por la trace italienne requiriese varios meses, si no años, y había que erigir y guarnecer un conjunto de obras de asedio, hasta que o bien los defensores se rendían por hambre, o bien las trincheras podían acercarse tanto a las murallas que era posible cañonear a corta distancia y dar el asalto, o bien se podían excavar túneles bajo un bastión e instalar en ellos minas de pólvora» (pág. 32). Entonces esto hacía las guerras largas y la ofensiva y la defensiva eran equivalentes, se equilibraban entre sí. «Por tanto, tras el Renacimiento, la mayor parte de Europa occidental parecía anclada en un sistema militar en el que la ofensiva y la defensiva estaban casi exactamente equilibradas» (pág. 35).
La revolución militar afectó también a las campañas militares. «Porque la revolución en la guerra de sitio durante el Renacimiento fue acompañada por una revolución de la guerra en campaña, a medida que las tácticas que recurrían al empleo directo de la fuerza bruta (cargas frontales, lucha cuerpo a cuerpo) eran sustituidas por el empleo de las armas de fuego. La transición comenzó, como ocurrió con el cambio de tipo de fortalezas, en el siglo XV, y también tuvo lugar en Italia» (pág. 36).
La revolución militar abarca: el uso de la artillería, la construcción de nuevas fortificaciones, el uso creciente de las armas de fuego, el predominio de la infantería sobre la caballería, nuevas tácticas militares y el incremento constante de los ejércitos permanentes. «La revolución militar a principios de la Europa moderna tenía pues, diversas facetas. Primera, el perfeccionamiento cualitativo y cuantitativo de la artillería en el siglo XV acabó por transformar el trazado de las fortificaciones. Segunda, el creciente predominio del proyectil en la batalla (mediante los arqueros, la artillería de campaña o los mosqueteros) produjo no sólo el declinar de la caballería en provecho de la infantería en la mayor parte de los ejércitos, sino también la aparición de nuevas disposiciones tácticas que aumentaban las posibilidades de hacer fuego. Estos nuevos modos de hacer la guerra fueron acompañados, sobre todo, por un notable aumento en el tamaño de los ejércitos» (pág. 47).
También, más adelante, Geoffrey Parker insiste en ello: «A modo de conclusión: a comienzos de la Europa moderna, el arte de la guerra se transformó, sin duda alguna, a causa de la evolución habida en tres importantes aspectos, relacionados entre sí: un nuevo modo de usar la pólvora, un tipo nuevo de fortificaciones y el aumento en el tamaño de los ejércitos. El ritmo de la evolución fue mucho más lento de lo que alguna vez se pensó, y su repercusión, mucho menos general. La mayor parte de las guerras que tuvieron lugar en Europa antes de la Revolución francesa no concluyeron mediante una estrategia de exterminio, sino (utilizando palabras de Hans Delbrück) mediante una estrategia de desgaste, por medio de una paciente acumulación de pequeñas victorias y un lento desgaste de la base económica del enemigo» (págs. 69-70).
Las guerras de la Edad Moderna fueron pues guerras largas: «Todas las guerras clásicas de la era de la revolución militar fueron 'guerras largas', formadas por numerosas campañas y 'acciones' independientes» (pág. 70).
Las guerras se hacían cada vez con ejércitos más numerosos y eran cada vez más costosas. «Es en estos aumentos en el número y en el coste donde reside la explicación principal de su larga duración: el pensamiento estratégico había quedado aplastado entre el constante aumento en el tamaño de los ejércitos y la falta relativa de dinero, equipo y alimentos. En la era de la revolución militar, la habilidad de los gobiernos y de los generales para sustentar la guerra se convirtió en el eje alrededor del cual giraba el resultado de los conflictos armados» (pág. 70).
A pesar del incremento del gasto y del tamaño de los ejércitos, muchas veces, a pesar también de las victorias militares, las guerras proseguían indefinidamente, las victorias no necesariamente traían la paz. «Ni siquiera con ejércitos más numerosos podían alcanzarse los objetivos políticos de los gobiernos en guerra con las limitadas estrategias militares utilizables. Como sucedía antes, la mayoría de las grandes guerras no eran decisivas. Los Estados de la primitiva Europa moderna habían descubierto cómo sostener grandes ejércitos pero no cómo conducirlos a la victoria» (pág. 116).
Por ello es por lo que a partir de finales del siglo XVI se desarrollaron las hostilidades también en el mar y por lo que la revolución militar también afectó a la marina.
«Esta es una de las razones por las que, a partir de finales del siglo XVI, las hostilidades entre las grandes potencias no sólo se dirimieron en el continente europeo, sino también en el mar e incluso en ultramar. Cuanto más estancado se mostraba el combate terrestre, más intentaban los principales países buscar la decisión mediante la fuerza naval» (pág. 116). El dominio de los mares conoció entonces el triunfo de la revolución militar a decir de Parker: «A partir del decenio de 1650, apenas hubo guerra alguna en Europa que no se desbordase hacia una lucha por el dominio de los mares y, aún más allá, hacia una contienda por el poder y la influencia en ultramar. También allí descolló el triunfo de la «revolución militar» (pág. 117).
En el centro de la revolución militar marina estaba la artillería, el cañón. Esto permitió la expansión militar europea por todo el mundo.
Los barcos europeos inicialmente utilizaban la táctica militar consistente en la embestida y el abordaje. El cambio consiste en utilizar la artillería para hundir a los barcos enemigos.
Las guerras en el mar a partir del siglo XVI, hace nacer las flotas de guerra nacionales capaces de hacer la guerra a gran distancia de la metrópoli. «La violenta y prolongada rivalidad naval de los Estados europeos del Atlántico, durante el siglo siguiente a 1588, había hecho surgir las flotas de guerra capaces, tanto por el número de sus barcos como por el tipo de éstos, de perseguir objetivos estratégicos lejos de la metrópoli. Los nuevos navíos de línea eran hacia 1688 aptos para operar en el Caribe, en el océano Índico y en el Pacífico, a fin de lograr tanto la superioridad táctica como la estratégica» (pág. 144).
Los efectos de la revolución militar afectaron a todo el mundo, porque posibilitaron la expansión militar europea. «Si se desea abarcar plenamente la dinámica de la expansión europea en ultramar, es esencial estudiar el cambiante equilibrio militar entre Occidente y el resto del mundo» (págs. 160-161). Está claro que la revolución militar inclinó decisivamente la balanza a favor de la fuerza europea, de su supremacía militar.
Parker afirma que «Hacia 1650, Occidente había logrado ya el dominio militar de cuatro zonas distintas: la América central y del nordeste, Siberia, algunas zonas costeras del África subsahariana y las islas del sureste asiático. Aunque estas regiones y sus habitantes eran, indudablemente, diversos, su experiencia de los invasores europeos fue idéntica, en un aspecto esencial: descubrieron que los hombres blancos luchaban de un modo sucio y (lo que era mucho peor) luchaban para matar.» (pág. 162.)
Los pueblos indígenas de América, Siberia, Africa negra y sudeste asiático perdieron su independencia por ser incapaces de adoptar la tecnología militar occidental. El Islam no pudo adaptar la tecnología militar occidental a su sistema militar. En cambio, China y Japón, consiguieron hasta el siglo XIX mantener a raya al imperialismo occidental.
«Si, según lo expuesto, los pueblos indígenas de América, Siberia, el África negra y el sudeste asiático perdieron su independencia porque parecían incapaces de adoptar la tecnología militar occidental, los del mundo musulmán sucumbieron aparentemente por no poderla adaptar a su propio sistema militar. Por el contrario, los pueblos del este de Asia fueron capaces de mantener a raya a Occidente durante todo el período inicial de la Edad Moderna porque al parecer, conocían ya las reglas del juego» (pág. 186).
Sólo con la tecnología de la revolución industrial, pudo someterse también el este de Asia en el siglo XIX, gracias a la artillería de acero, el barco de vapor y los cipayos. «De modo que China y Japón se mantuvieron sin ser casi desafiados por los europeos durante el siglo XVIII, y tampoco se amenazaron entre sí. El «orden mundial» propio de China y de Japón permaneció intacto hasta que las naciones industriales de Occidente pusieron en acción contra ellos los barcos de vapor, la artillería de acero y los cipayos, a mediados del siglo XIX. No cayeron ante la revolución militar.» (págs. 196-197.)
En Europa el sistema militar moderno duró hasta la Revolución Francesa. «Cuando moría Federico en 1786, sin embargo, el sistema militar de la primitiva Europa moderna estaba claramente cambiando» (pág. 202).
Nuevas transformaciones hicieron su aparición. «Estas tres transformaciones (el empleo de tropas ligeras y escaramuceadotas; la implantación de las divisiones y la adopción de una estrategia de mayor movilidad; y la creación de una artillería de campaña rápida y potente) se combinaron después de 1793 con otra revolución en el volumen del personal militar. Una vez más los franceses se anticiparon» (pág. 206).
El espectacular aumento de los ejércitos durante la Revolución francesa hacía que se pudiera asaltar a las fortalezas con relativa eficacia y rapidez. Se había producido otra revolución militar. A partir de ahora, con Clausewitz, el objetivo de la guerra pasa a ser la aniquilación del enemigo. Lo mismo ocurrió en el plano naval. Gran Bretaña pasó a tener más barcos que sus competidores todos juntos.
«Ahora el Occidente se había realmente engrandecido. De un modo que pocos podían haber anticipado, la continuada preocupación de los Estados europeos por luchar entre sí por tierra y por mar había producido, por fin, unos magníficos dividendos. Gracias, sobretodo, a su superioridad militar, basada en la revolución militar de los siglos XVI y XVII, las naciones occidentales habían conseguido el nacimiento de la primera hegemonía global de la Historia.» (pág. 209.)
El libro adopta una perspectiva, que a mí, por mi parte, me parece fundamentalmente correcta, diferente a la perspectiva tradicional del materialismo histórico marxista y enfoca la historia como la historia de las guerras, de los conflictos internacionales como motores de la historia. Las grandes transformaciones mundiales, políticas han sido ocasionadas por las guerras, los conflictos entre Estados. La dialéctica entre Estados es superior en potencia a la dialéctica entre clases. La historia es la lucha entre Estados, más bien que la lucha de clases.