Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 55 • septiembre 2006 • página 8
De todas las cosas de que puede haber duda
y del principio único y primero de todo posible
conocimiento teologal
Meditación primera
1. Siempre he sido muy reacio a exponer de palabra o por escrito mis opiniones sobre los artículos de fe y moral y en este punto he seguido prudentemente las ideas y costumbres universalmente admitidas. Pues si alguna vez toco estos temas en mis meditaciones, no escribo allí de una entidad santa y venerable, sino de un eslabón en la cadena del método de mi ciencia física, de un resorte de mi interrogación y una garantía de cuanto conozco con toda claridad y distinción. Y todavía ahora me sigo preguntando si este permanente y obstinado silencio ante el mundo teologal, muy semejante al de los filósofos que llaman deístas o librepensadores, es efecto de la reverencia que me merecen cuestiones demasiado altas y difíciles, o más bien de la cobardía que inspiran unos lectores a los que únicamente hablo de cuanto quieren oír.
Y a esta última razón, que los moralistas dicen respeto humano, atribuiría exclusivamente mi comportamiento, si no hubiese caído en la cuenta de que los creadores y reformistas de las grandes religiones, de los que yo estoy infinitamente lejano, mantienen un parecido silencio. Más aún, quienes han conseguido escalar por cualquiera de sus infinitas caras el monte altísimo con que se figura la divinidad son llamados místicos, una palabra que traducida del idioma griego significa a la letra, especialistas en lo oculto.
2. Es de sobra sabido que el pueblo de Israel, no sólo prohíbe en sus mandatos más solemnes dar nombre al Santo y representarlo a través de imágenes trazadas por pintores o esculpidas a cincel, sino que además incluye en el mismo crimen de idolatría la adoración en espacios de la naturaleza, que de alguna manera localizan y circunscriben a su objeto de culto. Y cuando en el momento decisivo de su historia Moisés pregunta ante la zarza ardiendo cómo se llama quien le envía a liberar a los hebreos de la tiranía de Egipto, aquel misterioso desconocido le dice que él es simplemente quien es, y así consigue ocultar para siempre su nombre.
El apóstol Pablo, predicando en Atenas, no puede disimular esta forma de pensar propia del judaísmo, considera ídolos nefandos todas las estatuas que llenan de belleza la Ciudad y anuncia el Evangelio ante un altar sin figura ni nombre, dedicado a un dios desconocido. Y los apologistas de la iglesia de los primerísimos siglos, empezando por el gran Justino y terminando con Clemente y Orígenes predican del Padre con voz unánime que es invisible, innombrable, absolutamente libre y en resumen ajeno en su esencia y sus actos a toda determinación. Nada tiene de particular por eso que los solitarios de oriente y occidente hayan encontrado en el desierto o en la montaña el lugar privilegiado para su experiencia religiosa.
Por contraste con todos ellos me llama mucho la atención, no sólo la interminable cadena de proposiciones con que los teólogos profesionales desarrollan y hasta agotan su pretendida ciencia, sino los razonamientos con que los muchos filósofos modernos convierten al Ser Supremo en una entidad impersonal, o simplemente niegan su existencia. A toda esta contradictoria palabrería se podría aplicar la sentencia de Nicolás de Ultracuria, para quien las dos proposiciones que afirman y niegan indicativamente el objeto de la teología dicen en el fondo lo mismo.
3. Todas estas consideraciones, como también esos modelos de comportamiento sirvieron de excusa a mi natural y casi patológica timidez para mantener hasta el día de hoy un silencio absoluto. Sin embargo ahora, cuando tengo una perspectiva lo suficientemente amplia de mi existencia y de sus vivencias, y cuando además he escuchado o leído las versiones más diferentes y contrarias sobre el tema teologal sin pararme ante prejuicios de secta o de escuela, parece llegado el momento de poner negro sobre blanco mis reflexiones, aunque sólo sea para la lectura de los escasos e ilustres ingenios, que quieren conocer el camino de mi vida y pensamiento.
Desde mi nacimiento y sobre todo desde mi primera juventud he sido educado con todo rigor en la religión cristiana católica, en el más ilustre colegio de la Compañía. Y a ello contribuyeron por igual la seguridad con que mis maestros excluían toda doctrina distinta de la escolástica más ortodoxa, y mi propia juvenil docilidad, que admitía fácilmente cualquier proposición de fe, por muy dura y exigente que se presentase a la razón. En cuanto a la teología moral, se concentraba en la existencia personal más íntima, y no me era difícil por el sosiego de mi carácter cumplir de forma convencional todos los mandamientos que se me imponían.
Si ya en estos primeros pasos de la vida mi religión se hubiera reducido a la aceptación de una doctrina y unas prácticas públicamente establecidas y por decirlo así oficiales, no tendría que darme ahora cuenta y razón de mi personal y propia forma de pensar y ser, y únicamente presentaría un pliego de cargos contra una educación imperativa que puede ser causa de una serie de inhibiciones y conflictos tan penosos como secretos. Pero siempre he tenido la virtud, o si se prefiere el capricho, de ser explorador solitario de las situaciones y circunstancias más diversas, y esta extraña vocación convirtió en una aventura llena de sorpresas lo que en principio era sólo la pública y ciega confesión de un catecismo.
4. Puede parecer una impertinencia y hasta un ejercicio de vanidad esta relación de los episodios y experiencias personales de mi vida, y así sería en efecto si tuviera intención de desarrollar una disertación académica ante un círculo imparcial de estudiosos. Pero como sólo trato de reflexionar sobre mí mismo y de poner en claro mediante esta meditación el complicado castillo de mis vivencias, de ellas forzosamente tengo que partir. Y me ha parecido necesario poner además de relieve el constante conflicto en que yo vivía, por efecto de unas doctrinas rígidamente ortodoxas y una personalidad al mismo tiempo dócil y caprichosa.
Cuando empecé mis estudios de Derecho y cuando después me enrolé en el ejército para recorrer toda Europa y conocer a sus más eminentes ingenios, tuve una consciencia cada vez más aguda de esta contradicción que arrastraba ya en mis primeros años escolares, y me preguntaba cuál sería su solución. El camino más sencillo consistía en prescindir en bloque del mundo teologal, en vista de las doctrinas muchas veces extravagantes que le servían de marco. Pero no juzgué del todo prudente esta negación apresurada, pues era muy posible que debajo de todas esas creencias inciertas apareciese –si prestaba la suficiente atención– un principio verdaderamente primero de la ciencia de lo santo.
Casi por las mismas razones me pareció por una parte muy cómodo y por la otra verdaderamente temerario, aceptar definitivamente todas las proposiciones de los predicadores y teólogos, con el pretexto de que son cimiento o por lo menos andamio de un mundo oculto pero real. Me daba cuenta de que por este camino, estaría expuesto a caer en supersticiones o a admitir como verdaderas, proposiciones dudosas. Y en el mejor de los casos no podría establecer una jerarquía entre los principios más seguros y las verdades derivadas.
5. En vista de estas dificultades, me decidí a seguir el mismo procedimiento que había adoptado para refundar la filosofía primera, y cuidé de poner en orden mis ideas, partiendo de las que son enteramente indudables y derivando de ellas todas las demás por pasos sucesivos y seguros, sin añadir una sola de que pueda haber controversia. Me pareció que esto era del todo necesario, porque el desorden y contradicción de mis primeras vivencias se prolongaba, por lo que sabía, en una teología excesivamente complicada, y más allá de los límites de la religión católica, en un universo de creencias y de contracreencias tan variadas como segura está cada una de ellas de ser dueña exclusiva de la verdad.
Para emprender el camino que me señalaba el nuevo método de investigación me era preciso en un primer momento poner en entredicho todas las proposiciones sobre las que pueda tener la más mínima duda y tratarlas como si fuesen puras ficciones de mi pensamiento. A través de este proceso de eliminación esperaba llegar –si es que llegaba– a un principio cuya verdad se me impusiese, quisiera o no quisiera, con tal fuerza que ni fingidamente podría dudar de él. De esta manera evitaba la pretensión de aquellos espíritus verdaderamente veloces, que son capaces de solucionar afirmativa o negativamente cualquier cuestión antes de haberse interrogado por ella.
6. Me di cuenta enseguida de que el ejercicio de este método de inquisición que tiene su origen en una duda universal era mucho más razonable y sensato si se trata de fundamentar una teología en vez de encontrar el principio absolutamente primero de todo posible conocimiento. En este último caso me vería obligado a hacerme violencia, poniendo en cuestión el mundo diario del que al parecer tengo evidencia inmediata y directa gracias al testimonio de mis ojos y de los otros sentidos. Ciertamente puedo imaginar que cuanto veo y oigo no tiene más realidad que el contenido de mis sueños y de mis estados de alucinación, y puedo suponer que la imperfección de mi naturaleza o el poder de un agente exterior a ella me someten a un perpetuo engaño. Pero en todos estos casos mi duda, aunque anula la posibilidad de una certeza verdaderamente primera, es puramente fingida y tiene que combatir constantemente contra la tendencia, al parecer invencible, de afirmar mi mundo.
Lo mismo sucede con los primeros principios de las matemáticas, desde los que se infieren demostrativamente todas sus verdades derivadas, con una seguridad que llena de orgullo a quienes profesamos esas ciencias. Pues tales hipótesis son construcciones mentales totalmente exactas, por cuanto no imitan un modelo previo, y los razonamientos a que dan origen participan de su exactitud y necesidad lógica. Es verdad que la inteligencia de los más ilustres ingenios es naturalmente limitada y la puedo imaginar llena de errores, lo mismo en el comienzo que en el desarrollo del lento camino de su discurso. Pero sólo fingiendo de manera caprichosa esta especie de sueños y como alucinaciones mentales seré capaz de poner en cuestión este universo de ideas, tan firme en un nivel de conocimiento como en otro están los objetos sensibles.
En cambio las entidades que forman parte del mundo teologal y las proposiciones desde las que se desarrolla la correspondiente ciencia, me parecen tan sumamente dudosas que en este caso –al revés de lo que sucede con la percepción de los sentidos o con los razonamientos de los matemáticos– sólo haciéndome violencia y de forma artificial puedo afirmar o negar algo categóricamente. Y lo que todavía es más admirable, cualquier argumentación, todo lo cuidadosa que se quiera, en favor o en contra de este universo tercero, difícilmente consigue extirpar la natural tendencia a ponerlo en cuestión.
7. Me convencí en resumen de que la duda universal por la que se intenta fundar la filosofía y las ciencias es un instrumento artificial de conocimiento, o utilizando otras palabras, un método. Mientras que esa otra duda teologal, no sólo sirve para poner en orden mis ideas, empezando por las más claras y distintas y siguiendo sistemáticamente por todas las demás, sino que además es la actitud natural y primera con que me enfrento a un mundo que en principio parece escapar –como decía el breve catecismo que aprendí en mi infancia– a toda evidencia.
Me parece que este largo prólogo es más que suficiente para justificar mi decisión de poner en entredicho aquellas proposiciones cuyo valor sacral pudiese poner en duda, e incluso de tratarlas como si fuesen del todo falsas. Y no porque tenga hacia ellas una particular enemistad, sino porque no quiero que su presencia estorbe o tape la contemplación aislada del primer principio indudable del conocimiento, en caso de que ese principio verdaderamente exista. Ahora sólo he de procurar que esa enumeración sea tan clara que esté al alcance de cualquier inteligencia común, y tan completa que abarque todas las vivencias y razonamientos cuestionables sin añadir ni quitar a la suma ni siquiera uno de ellos.
Por otra parte no voy a exponer todas estas cuestiones en el mismo orden en que se me aparecieron a lo largo de mi vida, pues me doy cuenta de que esta descripción sería tan interminable como confusa. Prefiero seguir el método de los matemáticos, cuando prescinden de las mil aventuras mentales que acompañan a sus investigaciones y siguiendo una rigurosa lógica organizan sus razonamientos desde principios inmediatos y evidentes hasta verdades derivadas igualmente necesarias. Y veré si puedo construir, siguiendo ese modelo un sistema teologal, tan sencillo e incuestionable en sus principios como variado en sus consecuencias.
8. Puedo entonces empezar mi camino poniendo en duda el valor de todas aquellas experiencias que desde mi juventud fueron las compañeras de mis aventuras de soledad y meditación. Es verdad que gracias a ellas adquirí un sosiego y una libertad interior que no puedo negar, aunque sólo sea porque fui su testigo y su beneficiario directo y privilegiado. Y también es verdad que esta reflexión mental fue descubriendo dentro de mí un espacio y un mundo del todo diferente al que mis sentidos y los cuidados de mi vida diaria trazaban alrededor.
Pero sería muy atrevido afirmar la realidad de cuanto es objeto de estas vivencias, aunque sean muy intensas y sus resultados para mi vida muy positivos. Pues –para no buscar razones más complicadas– conozco infinidad de personas, que permanentemente poseídas de un estado de euforia, hasta tal punto disfrutan de su mundo interior, que proyectan este optimismo sobre todo lo que les rodea, sin que cuanto sienten por fuera o por dentro tenga más existencia que los puros productos de su imaginación. Quienes por el contrario tienen un ánimo deprimido se hacen tan insoportables para ellos mismos que con gran frecuencia se dan muerte, huyendo de lo que les parece un infierno pero sólo es la proyección de su mente perturbada.
Es posible además producir artificialmente un número casi infinito de experiencias internas por medio del uso de drogas cuyos efectos son cada vez más conocidos. Quienes consumen el opio, traído por los mercaderes de la China y extraído del jugo de las adormideras, entran al parecer en sueños tan llenos de placidez que sólo se diferencian del paraíso por el carácter irreal de sus vivencias. Y he oído hablar de otras sustancias tan admirables, que una mente común, afectada por ellas y ajena a toda preocupación religiosa, tiene vivencias por lo menos lejanamente semejantes a las de los más grandes místicos.
9. Por todo esto no me pareció nada extraño, sino al revés más bien sensato, poner en duda el valor objetivo de las experiencias que acumulé desde mi juventud. Me di cuenta además de que, mientras mi percepción del mundo externo era común con la de los demás hombres y estaba por eso mismo garantizada por un número infinito de testigos tan independientes como unánimes, sólo yo asistía en solitario a un universo interior, cerrado a cualquier otra mirada que lo controlase, y por eso mismo muy semejante al contenido de los sueños o los efectos de una alucinación.
Me enteré además a través de la lectura de la historia de las religiones que estas experiencias son tan frecuentes como diversas y hasta contradictorias, de tal forma que no existe una doctrina que no esté avalada por el testimonios de varones tan llenos de sabiduría como de santidad. Y estando yo mucho más expuesto que todos ellos al error, no puedo pretender que unas vivencias, producto tal vez de una imaginación desbocada o del amor propio, sirvan de criterio infalible y único de verdad, simplemente por ser mías.
Y como hace falta un número infinito de pruebas, no sólo para sacar una verdad en limpio, sino también para levantar la liebre de una cuestión verdaderamente fundamental, todavía tuve la paciencia de meditar en muchos hombres de ciencia, que experimentan la ausencia de cualquier referencia trascendente y a pesar de este desconocimiento o negación son capaces de desarrollar un pensamiento libre y una conducta responsable. Ciertamente los sentimientos de angustia o de sosiego que les acompañan en su existencia, son tan reales y merecen en principio el mismo crédito que el mundo interior del monje o del solitario.
10. Puedo pensar, sin embargo, que todas estas vivencias internas son una prueba evidente de que hay dentro de mí una realidad distinta del cuerpo, a la que los filósofos y los teólogos llaman alma o espíritu, o si se quiere yo pensante. Debo entender además que el instrumento de esta consciencia no son los órganos de los sentidos ni su objeto el mundo exterior distribuido en un espacio mensurable, y que en consecuencia, según la breve y admirable sentencia de Agustín, el alma, por el mero hecho de ser incorpórea, «ad seipsam per seipsam novit».
Puedo pensar también que una realidad interior a sí misma como es el pensamiento, desarrolla una actividad y por decirlo así tiene una vida del todo distinta e independiente del cuerpo con su figura extensa y su movimiento mecánico. Y como el carácter de una acción no sólo coincide del todo con la forma de ser de la entidad de donde surge, sino que además manifiesta claramente la relación externa de esa entidad hacia cuanto no es ella, no me parece de ninguna forma absurdo que eso que llamo alma o espíritu sea en su esencia capaz de subsistir por sí mismo.
Me doy cuenta de que cuanto estoy diciendo tiene todavía muy poco que ver con el mundo teologal, porque todos esos razonamientos son más bien propios de un género de filosofía, que de una forma puramente especulativa define la vida y la muerte como una conjunción o una separación del pensamiento y del cuerpo extenso. Pero muchas religiones orientales, y en la misma Grecia primero Pitágoras y después el divino Platón dan un paso más y consideran que los espíritus capaces de liberarse de la materia a través de los procedimientos proporcionados por las diversas escuelas de ascética, son del todo puros, y en este preciso sentido, sagrados.
11. Eso explica, me parece a mí, primero la introducción y luego la pervivencia y la creciente importancia que alcanza en occidente el dogma llamado de la inmortalidad. Porque la predicación del Evangelio utiliza el lenguaje y por consiguiente la forma de pensar de la filosofía griega, y al mismo tiempo se cruza con la rica experiencia interior de los solitarios del desierto alejados de toda preocupación corporal. Pero a pesar de esa multitud de testigos que con su vida o su pensamiento hablan en favor de esa entidad alma o sagrada y de su vida independiente del cuerpo, me es preciso otra vez poner en cuestión esta proposición teologal, para ver si es absolutamente indudable y primera.
Es ahora cuando empiezo a darme cuenta de lo bien que hice al seguir este camino de la duda metódica, dejando entre paréntesis cualquier vivencia o doctrina religiosa, aunque sea muy consoladora y su seguimiento casi universal. Porque este mismo dogma de la pervivencia de los espíritus es de suyo cuestionable y no necesito hacer fuerza a la imaginación para suprimir artificialmente una certeza que ni yo ni nadie posee, mientras estamos caminando por la vida. Y aunque añada unos argumentos a otros en una cadena interminable nunca alcanzaré, ni siquiera de forma indirecta, la puerta de salida de este laberinto.
Conozco además a muchos e ilustres filósofos, que ante la complicación de este tema, el desconocimiento irremediable de un futuro que por naturaleza escapa a la evidencia y la permanente controversia entre escuelas igualmente dignas de fe, tienen la prudencia de suspender el juicio. Esa saludable actitud me demuestra bien a las claras que la duda acerca de la inmortalidad no es un capricho extravagante ni una imaginación transitoria, y que no debo avergonzarme de compartir esta forma de pensar, tanto más cuanto que en mi caso está destinada a poner de relieve un primer principio que sea verdaderamente firme e indudable.
12. Lo que todavía me parece más asombroso es que, no sólo los filósofos, sino las mismas escuelas teológicas afirman o niegan, según sean sus creencias, ese principio de la independencia y la inmortalidad del alma. Y como los varones que profesan cada doctrina son igualmente eminentes en sabiduría y en piedad, su misma multiplicación de pareceres me invita y hasta me obliga a guardar una reserva tan prudente como radical. Por eso juzgo que es verdaderamente admirable la actitud del gran Buda, quien respondía con un obstinado silencio si alguno de sus monjes le interrogaba sobre la subsistencia de los espíritus de los hombres justos.
Si por ejemplo yo creo que hay en mí un principio totalmente separado de la materia, forzosamente creeré también que tendrá una vida propia, o contaminada por los cuerpos que le sirven de prisión, o definitivamente establecida en su domicilio astral. Y esta fe en un alma inmortal, con infinitos matices y variantes profesan todos los orientales y sus discípulos griegos, hasta el punto de quedar incrustada como un cuerpo extraño en la revelación judeocristiana y mantener todavía una existencia desvaída y como muerta en la doctrina de los filósofos.
13. Pero cuando leo los primeros libros de la Biblia, que todavía no han recibido la influencia del helenismo, descubro en ellos otro género de piedad. Pues cada individuo humano, o como ahora decimos, cada persona, es de suyo una unidad que sólo de forma caprichosa se puede descomponer en entidades imaginarias más o menos valiosas. Lo que cuenta en este hombre uno es su buena o mala voluntad y más concretamente la decisión de seguir fielmente la alianza pactada entre el Santo y su pueblo –en cuyo caso se le prometen bendiciones por cierto muy humanas– o por el contrario, la desobediencia a los mandamientos de la Ley, que igualmente está acompañada de graves amenazas contra la vida y libertad del pecador.
Esto explica –me parece a mí– que esos primitivos documentos bíblicos desconozcan y a veces nieguen la existencia de un alma separable de los cuerpos, y lo más admirable, que la secta de los saduceos herederos del sacerdocio se atengan a una interpretación rigurosa de los libros santos sin quitar ni añadir nada a cuanto en ellos está escrito. Por eso en violenta polémica con los rabinos fariseos, dicen que no hay vida futura ni ángel ni espíritu, pues el reino de los Cielos está destinado a existir en la tierra en medio de un pueblo, elegido por gracia entre todos los demás de la tierra.
14. Ya sé que los fariseos, al parecer los israelitas más rigurosos en el cumplimiento de la ley y más leales a la alianza, defienden la inmortalidad, no sólo de los justos sino también de los impíos, y además introducen a los ángeles como ministros de ese futuro juicio universal y ejecutores implacables de sus sentencias. Pero cuando reflexiono más atentamente sobre su doctrina, caigo en la cuenta de que toda esta complicadísima escenografía sirve en realidad para poner todavía más de relieve la unidad esencial del hombre, que está destinado a renacer íntegramente, sin que haya en él diferencia ni separación entre su cuerpo y su espíritu.
Lo que todavía me llena más de perplejidad, es que ahora, cuando los descubrimientos de la ciencia hasta tal punto han cambiado la figura del mundo que hacen no sólo imposible sino del todo impensable el teatro y el escenario donde tendría lugar la representación de esa vida nueva, las iglesias cristianas siguen confesando obstinadamente en su credo el dogma de la resurrección de los muertos, mientras que la subsistencia de espíritus separados es una proposición secundaria que se refiere a un estado del hombre incompleto y provisional. Esa posición incómoda y ambigua en que se mueve la teología que yo mismo conocí, me parece, junto a la constante contradicción de filósofos y teólogos y la imposibilidad de un conocimiento cierto por vía de evidencia o demostración, razón más que suficiente para poner en duda el principio según el cual hay en el hombre una entidad alma, sagrada e inmortal.
15. Pero en fin, aunque con mucha facilidad puedo poner en cuestión el valor objetivo de mis vivencias internas y la realidad del principio que se expresa a través de ellas, todavía me falta por ver si la idea de un ser santo, que penetra mi vida y su mundo y al mismo tiempo los trasciende por su propia pureza se corresponde con la realidad, y si está correspondencia merece el respeto de un principio absolutamente indudable. Y debo procurar antes de nada, que al hacerme esa pregunta no quede suelto ningún cabo, y estar en consecuencia muy seguro de que hablo de algo o alguien que además de tener un valor sagrado es efectivamente existente.
Cuando hago un repaso por los pueblos de la tierra me es fácil comprobar que todos ellos tienen un agudo sentido de lo santo, pues a ello dedican su vocabulario más solemne y secreto y sus edificios más nobles y solitarios. Puedo también darme cuenta de que este horizonte sacro se contrapone al público y profano y es además anterior a cualquier especulación teológica. Sin embargo debo admitir que tan universal pensamiento y veneración no me aseguran la realidad de su objeto, que puede ser la simple figuración de una apariencia. Así sucede con los ídolos que los hombres construyen con pintura y madera, o con el material mucho más sutil de su imaginación y sus ideas.
Debo reconocer que cuando los pueblos tratan en su lenguaje y en sus costumbres con los dioses santos, saben bien de qué están hablando, aunque no tengan la certeza de que efectivamente exista cuanto expresan con sus pensamientos y sus palabras. Mucho peor me parece el destino de los teólogos y los filósofos, cuando pretenden demostrar una realidad que no se corresponde con lo que los demás hombres y ellos mismos en trance de devoción adoran. Porque hablar del ser supremo, del motor inmóvil y la primera causa, o si se prefiere del ente necesario y perfecto, tanto tienen que ver con la piedad, como una larga y complicada argumentación matemática con el ejercicio del canto y la música en momentos de euforia colectiva.
16. Si alguno de esos doctores en teología natural está convencido de la existencia de una entidad primera gracias a un pretendido razonamiento apodíctico, sea enhorabuena para él. Pero yo le pediría que comprobase su descubrimiento mediante una experiencia tan fácil como provechosa para su alma. Pida perdón por sus culpas a la causa de de las causas, implore piedad al motor inmóvil en momentos de grave necesidad o en fin, alabe la justicia del ente perfecto. Porque si esto hace se dará cuenta de que sus palabras no tienen el menor sentido, ni por lo que quieren decir –ya que mezclan ideas pertenecientes a mundos totalmente distintos– ni por la misma forma de expresión, que quiere ser al mismo tiempo una indicación y una invocación.
De todo esto concluyo que la duda acerca de la realidad objetiva de la divinidad es, no sólo posible, sino muy razonable y hasta cierto punto necesaria. Y cada vez me confirmo más en esta idea al considerar que quien pone en entredicho la existencia del mundo físico y de los demás hombres –en caso de que tan raro ejemplar se pueda encontrar en la vida diaria– será objeto de lástima y de burla, como afectado de una gravísima enfermedad mental. Mientras que si alguien desconoce o se atreve a negar a los dioses santos, o cree que son sólo una proyección de nuestras ilusiones y nuestra figura humana, su opinión es respetada, y él mismo admitido al trato y conversación común.
Si a pesar de todas estas razones un creyente verdaderamente leal sostiene que esa entidad plenamente santa tiene realidad y una realidad hasta tal punto evidente que está muy seguro de ella, debe concederme por lo menos que es posible dudar, aunque sólo sea con la imaginación, de esa proposición pretendidamente primera. Por consiguiente, cuando quiera aplicar un método de conocimiento del todo riguroso, ha de retroceder a otro principio que sea absolutamente indudable, y dejar en paréntesis sus vivencias religiosas más elementales y –por muy extraño que ello les parezca– la misma fe en la existencia de un principio supremo.
17. Para quedar del todo satisfecho a la hora de plantearme esta última cuestión, debo consultar todavía las doctrinas religiosas más ilustres por el número de sus seguidores, por la sabiduría de sus enseñanzas y la santidad de sus costumbres hasta darme cuenta de que esta creencia en un dios trascendente no es esencial en buena parte de ellas. En el hinduismo toda la realidad, igual los hombres que los demás seres vivos y las abundantes divinidades de su panteón están arrastradas con la rueda de la reencarnación. Y hasta tal punto ello es así que sólo los escasos filósofos materialistas que se oponen a este principio del samsara están allí alejados del todo de cualquier fe y son llamados por eso mismo «negadores».
Ahora recuerdo que también el budismo admite ese remolino de vidas sucesivas, que empieza desde abajo en los animales y demonios, sigue en el hombre y culmina en los genios superiores, en un proceso tan interminable como doloroso. Pero me llama la atención que sólo quien se libera de sus deseos y alcanza el estado que ellos llaman Nirvana consigue superar definitivamente la calamidad de la reencarnación, dejando atrás a los mismos dioses. Además he observado que el propio Buda guarda un silencio obstinado cuando le preguntan sobre una realidad teologal positiva, y explica la continua trasformación del universo por simples leyes mecánicas de una materia indestructible.
Pero incluso aquellas religiones que afirman la existencia de divinidades personales separadas del mundo son tan distintas en sus credos que ellas solas, sin necesidad de ningún otro argumento me obligan a poner en duda este pretendido principio teologal. He tenido siempre una admiración sin límites por la forma de pensar de los griegos antiguos y por eso mismo me llena de perplejidad su panteón politeísta, que iguala en la figura, en las vidas y hasta en la depravación de sus costumbres a los inmortales con los desgraciados humanos. En cambio sus autoritarios y polémicos enemigos persas combinan la creencia en un Señor Sabio con la realidad de dos principios opuestos en perpetua guerra.
18. En fin, es verdad que desde Abraham y más todavía desde Moisés se predicó primero a los hebreos y después a los cristianos y mahometanos una religión decididamente monoteísta. Pero cuando consulto la Biblia observo que los judíos, lejos de aclamar la soberanía del Santísimo como algo del todo indudable y evidente, se olvidan continuamente de él y adoran los ídolos de los otros pueblos, de tal forma que ni siquiera los milagros más imponentes son suficientes para que abandonen esta actitud de permanente incredulidad. Y estando yo privado de esos auxilios extraordinarios no es extraño que cuanto se cuenta en sus escrituras sea en principio, para mí y para los que estén en mi caso, algo por lo menos cuestionable.
Por la misma razón debo dudar del contenido de los libros santos de las grandes religiones, lo mismo si pretenden revelar la Palabra Original o la sabiduría de un hombre iluminado. Pues en el primer caso daría por supuesta la realidad de un principio santo y trascendente, a pesar de que acabo de ver por mil modos y maneras que no me es posible considerar esa realidad como algo incuestionable. Y en el segundo caso tendría que admitir por lo menos la existencia, también dudosa, de una entidad sagrada, situada esta vez en el interior de cada uno de nosotros y libre del torbellino del mundo exterior. Además la misma diversidad en la forma y contenido de estos documentos y la venerable autoridad con que todos están revestidos me ayuda a mantener ante ellos una prudente reserva para no hacer en principio contradicción a ninguno.
Y para que esta duda sobre las proposiciones teologales sea del todo universal y primera, necesito incluir en ella las máximas de conducta de todas las doctrinas, tanto las que se refieren al trato exterior con los demás hombres como aquellas otras que se preocupan de arreglar el mundo secreto de cada uno, pues unas y otras forman parte de los libros revelados y son en cierta forma sus últimas consecuencias. En cuanto a mí, cuando termino esta enumeración de los principios de que puede haber la más mínima duda haciendo tabla rasa de todos ellos, quedo totalmente perplejo, pues después de tan escrupulosa limpieza me parece imposible descubrir una verdad del todo incuestionable y evidente para que sirva de punto de partida seguro a cualquier conocimiento del universo de lo santo.
Meditación segunda
1. Después de terminar mi primera meditación, reflexionando sobre cuanto en ella había escrito, me pregunté si mi decisión de poner en cuestión los más altos misterios, y de llegar por mí mismo a una verdad evidente que se impusiera a las infinitas escuelas de teología y a quienes desconocen o niegan a los dioses santos, no sería una pretensión tan estúpida como presuntuosa. Y todavía me preocupaba más la idea de que mi esfuerzo por alcanzar un principio indudable pudiese tener el efecto indeseado de eliminar toda experiencia teologal, que por su propia esencia me parecía misteriosa y secreta.
Por todo ello interrumpí la marcha de mis meditaciones durante unos cuantos meses y hasta estuve tentado de olvidar cuanto había pensado y escrito, para así poder dedicarme con toda libertad y sin ninguna inquietud a otros temas, al parecer mucho más humanos y asequibles, de historia de las ciencias y de la filosofía. Y si no lo hice fue gracias a unas cuantas consideraciones, que pueden ser como el prólogo o si se quiere la puerta de entrada de esta segunda meditación.
2. Pensé en primer lugar que el criterio que diferencia el universo de lo sagrado, de todas las otras cosas que diariamente me rodean y me urgen, no tiene que ser necesariamente la evidencia, sino más bien la propiedad de estar dotado de valor infinito y aparecerme así sin ningún género de duda. Y ahora veo que estas dos formas de ser que por convención llamo lo santo y lo profano, no se cruzan ni interfieren entre sí, ni se pueden reducir una a otra, y me parece posible tener experiencia de ambas, si me cuido bien de elegir puntos de partida lo bastante sólidos, para seguir desde ellos ese doble camino.
Después me fijé en que era, no sólo posible sino conveniente y hasta inevitable, poner en orden todas mis vivencias teologales de tal forma que desde un principio del todo indudable, si es que ese principio efectivamente existe, pueda por pasos sucesivos y seguros deducir las verdades de un catecismo elemental. Y en esto me comporto de forma muy parecida a aquellos teólogos, tan antiguos como ilustres, que buscaron al elaborar su ciencia, lo que ellos llamaban la inteligencia de la fe.
Después de pensar esto no me pareció tan atrevido y lleno de presunción el intento de poner en cuestión cualquier proposición referida a lo santo incluso las más fundamentales. Porque mi duda no pretende eliminar una afirmación o la negación correspondiente, ni tampoco desafiar a teólogos o filósofos a un juicio ante el tribunal neutro e impersonal de la razón, sino únicamente poner a prueba la firmeza y seguridad de mis proposiciones teologales, con la esperanza de encontrar por lo menos una tan indudable, que sea un principio absolutamente primero.
3. Puedo hacer ahora sin temor, el resumen de mi primera meditación y llegar a la conclusión por cuanto en ella dije y pensé, de que ni la vivencia religiosa más intensa y positiva, ni la existencia de una entidad alma y sagrada, que es inmortal por no pertenecer al mundo de la extensión y por tener un ser y una actividad del todo subsistente, ni en fin la realidad única o plural de los dioses santos, son verdades que resisten a cualquier duda. Y por consiguiente no es una impiedad dejarlas de lado, porque con esta limpieza al parecer excesiva sólo quiero buscar, dentro del ámbito teologal, un principio tan sólido que permanezca siempre absolutamente cierto.
Gracias a estos pensamientos salí del estado de perplejidad y de inquietud en que durante mucho tiempo había quedado, y pude continuar por el camino que me había trazado desde un principio en línea recta. Pero antes de emprender esta segunda andadura me pareció prudente y hasta necesario, averiguar qué obstáculos podría encontrar a mi paso y cuál sería la pendiente que habría de remontar y si era muy difícil o imposible de subir.
4. Por lo que se refiere al conocimiento de las realidades físicas y mentales, no veo ninguna dificultad en encontrar una verdad que sea absolutamente primera, pues todas ellas se derivan de las vivencias de la existencia común. Y por eso no tiene nada de particular que mis propios pensamientos se me aparezcan como algo inmediatamente evidente, pues sólo necesitan completarse con la referencia a un mundo de objetos y a las propiedades claras y distintas que percibo en ellos.
En cambio el descubrimiento de un panorama que tenga un valor infinito y que por eso mismo merezca el nombre de sagrado me parece algo absolutamente inalcanzable para la razón humana. Porque lo mismo si miro a mi interior y a los afectos e ideas de mi naturaleza, que si recorro uno por uno los demás seres inertes o vivos, por todas partes veo un mundo limitado. Y me atrevo a decir que este es el motivo principal por el que la ciencia se arriesga a dominar la naturaleza sin ninguna referencia ética y siguiendo únicamente el criterio de la utilidad y la eficacia.
Pero lo que todavía me parece mucho más difícil de encontrar, y casi estoy por decir que imposible, es una entidad tan extraña que tenga de suyo un valor infinito y actual y que además de este doble carácter real y sagrado, sea algo absolutamente indudable para mi entendimiento. Y me doy cuenta de que la ausencia de este primer principio tan sólido que resista a cualquier duda haría del todo impensable una ciencia teologal.
Y cuando considero despacio todas estas dificultades que una tras otra se acumulan en mi camino, por segunda vez me viene la tentación de abandonar una empresa al parecer imposible. Pero me detiene el pensamiento de que mis vivencias teologales y mucho más las de todos los pueblos en cualquier tiempo y lugar sólo tienen sentido cuando hacen experiencia de un mundo sagrado. Y el hecho de no encontrar alrededor de mí nada que tenga un valor infinito, lejos de desanimarme, me excita a buscar por todas partes para ver si aparece esa extraña y secretísima forma de ser.
5. Primero que otra cosa voy a hacer un inventario de cuantas realidades tengo en mi presencia, y si después de discurrir por todas ellas descubro que pertenecen sin excepción a un mundo limitado, tendré que llegar a la conclusión de que las diversas escuelas de teología y mística son producto de una ilusión o todo lo más de una fe ciega. Porque no sólo desconocen la naturaleza, sino incluso la realidad su objeto
Algunos acontecimientos del universo físico parecen tan extraordinarios y tan inalcanzables o amenazadores, que inspiran un horror sagrado a los hombres de las civilizaciones más eminentes. Los griegos creían que el rayo y los otros meteoros que acompañan a la tempestad, o las olas irresistibles del mar, son efecto de la cólera de Zeus, de Poseidón y de los otros dioses. Y como el Sol, la Luna y los demás astros se mueven de forma regular e inteligente, y están además en una dimensión que excede infinitamente el estrecho círculo de nuestro mundo diario y los más poderosos esfuerzos de nuestra imaginación, los sabios más ilustres hicieron del cielo donde están, el lugar sagrado por excelencia. Pero ya en este siglo, la indiscreta curiosidad de los científicos ha descubierto que los fenómenos físicos son fácilmente explicables por causas, y que la naturaleza de todos ellos, incluso los que parecen más extraordinarios, es siempre la misma. Y algunos astrónomos usando anteojos de observación cada vez más precisos, han comprobado que las estrellas, los planetas y el Sol, y la misma Tierra con los cuerpos que la integran, son partes del mismo universo y dirigen sus movimientos de acuerdo con leyes tan sencillas como generales. Y de esa forma los dioses santos abandonaron de mala gana su casa celeste, y el conjunto entero de la realidad física perdió su carácter sacral.
6. Tampoco veo en la naturaleza del hombre nada que merezca la veneración y el respeto, o que por lo menos inspire un horror sagrado. Es cierto que los orientales y el mismo pueblo judío creyeron que el enfermo era un pecador, y que los males que muchas veces afligen nuestro cuerpo eran efecto de una culpa tal vez oculta y hasta de una posesión por espíritus impuros. Pero la ciencia médica de los griegos demostró hasta la evidencia que tanto la salud como la enfermedad están producidas por causas naturales, y en este sentido son procesos del todo iguales a los acontecimientos externos del mundo físico.
También es verdad que en la actividad humana más elemental y en los vuelos más sublimes del pensamiento, veo siempre unidos la máquina de mi organismo con diferentes estados de consciencia, que de ningún modo se pueden reducir a pura extensión. Pero cuando reflexiono sobre esa otra dimensión de mi naturaleza, compruebo que su fuerza sólo consiste en la capacidad de hacer frente el mundo común mediante la percepción, el recuerdo, la imaginación, la inteligencia, la voluntad y todas las demás formas de pensar, que por su propia naturaleza tienen un carácter limitado y profano.
7. Pero aunque yo no descubro ningún principio sagrado en el mundo físico ni al parecer dentro de mí mismo, todavía tengo la esperanza de llegar al conocimiento de una entidad primera por unos razonamientos sencillos, como hicieron los teólogos de las tres religiones en la Edad Media. Sin embargo, dejando aparte lo incierto de esas demostraciones, pronto caigo en la cuenta de que todas ellas terminan en un principio tan impersonal como la lógica que les sirve de andamio. Por lo demás el primer origen de todas las cosas, o la causa incausada o la inteligencia ordenadora, siguen perteneciendo –de acuerdo con la penetrante observación de Aristóteles– a la naturaleza, igual que el general pertenece al ejército.
Tengo que decir además de esto, que someter este principio primero al juicio de la razón, lo pone por debajo de ella y anula todavía más su carácter sagrado. Hasta tal punto, que aunque estuviera del todo seguro de su realidad, a la hora de decir cuál es su esencia no me quedaría otro recurso que proyectar hasta el máximo mis menguadas propiedades de entender o de querer, haciendo de él un infalible profesor de geometría, un relojero universal, tan seguro como anónimo, o un déspota tan poderoso como solitario. Y no puede ser de otra forma, pues partiendo de un universo de realidades desprovistas de valor absoluto, por ningún camino se conoce, directa o indirectamente, el principio que las trascienda.
Me doy cuenta de que el resultado de esta investigación es del todo negativo y capaz de desanimar al espíritu más atrevido, pues no veo alrededor, ni en los cuerpos físicos, ni en mi propia naturaleza, o en el desarrollo de mis ideas, nada más que entidades profanas. Y me parece imposible que cualquiera de estas realidades, limitadas por sus efectos y mínimas por su valor, sea el primer principio y como el punto de apoyo encargado de sostener el inmenso peso de una ciencia teologal.
8. Sin embargo, tal vez yo mismo, que estoy escribiendo ahora sobre un tema al parecer inalcanzable para mis fuerzas, sea algo mucho más grande de cuanto nunca he podido pensar. Porque en primer lugar estoy certísimo de que tengo –a diferencia de los demás seres, inertes o vivos– una biografía, situada entre los dos límites insuperables de mi nacimiento y mi muerte. Y estoy también seguro de que no la comparto con ningún otro, ni por sucesivas reeencarnaciones, como creen los orientales, ni por tener parte de forma impersonal en una especie y una inteligencia común.
Cuando reflexiono sobre todas las demás cosas que conforman el universo, caigo en la cuenta de que su naturaleza y su actividad son repetitivas, de tal modo que ninguna de ellas tiene, rigurosamente hablando, un ser propio e insustituible. Y por eso, creo yo, el observador puede multiplicar y controlar todas sus experiencias, llegando a un conocimiento cada vez más detallado y preciso, y a un dominio creciente de la realidad.
Pero volviendo otra vez a mí mismo, quiero decir al tiempo de mi existencia, compruebo que tiene una forma de ser única, y por eso mismo distinta de todas las realidades que se han sucedido en los siglos infinitos o se extienden en el espacio inmenso. Y cuando reflexiono todavía con mayor atención, percibo como un principio del todo indudable que mi vida no sustituye a las demás, ni siquiera se repite a sí misma, o lo que es igual, que yo no puedo de ninguna forma vivir por otro, sino únicamente por mí mismo, y eso una sola vez en toda la eternidad.
9. Por todo lo que llevo diciendo no puedo dudar de que esa realidad, tan cercana a mí, es incomparable e inmensa, y no por estar infinitamente por encima de todo lo demás, sino por otra cualidad todavía más admirable. Pues como es algo del todo único, no puede admitir a su lado nada que le sirva ni lejanamente de término de comparación o de patrón, siquiera sea mínimo, de medida. Y cuanto más miro y remiro a esta mi vida, tanto más cierto estoy de que todos esos prodigios no son una pura apariencia y una alucinación, sino todo lo contrario, una verdad que se impone con la fuerza de un principio absolutamente primero.
Es también para mí del todo evidente que el valor de cada cosa depende de dos factores que mutuamente se complementan. Uno de ellos es el nivel a que llega su forma de ser, y por eso no me extraña que una realidad dotada de pensamiento como es al parecer mi vida enfrentada a su mundo, supere a todas las demás naturalezas insensibles y ciegas que llenan el universo. Pero si además este ser es tan sumamente raro, que nada ni nadie lo puede compartir ni sustituir, ni él mismo se repite, entonces al no estar limitado ni externa ni internamente tiene con toda seguridad un valor infinito.
Para que mi admiración y respeto por la realidad de mi existencia sea algo todavía más indudable voy a reflexionar sobre sus límites, y antes que nada sobre mi nacimiento. Al llegar aquí descubro una propiedad que me llama poderosamente la atención, y que me diferencia de cualquier otro ser vivo más todavía que la imaginación, el pensamiento o el dominio de la naturaleza. Pues aunque por capricho atribuyese una consciencia, por muy rudimentaria que fuese a los animales más semejantes a mí, ya no puedo dudar de que desconocerían ese momento privilegiado en que empiezan a existir, y en ese sentido debo decir que no tendrían nacimiento en tanto que individuos y su única vida sería la vida de la especie.
10. Pero en cuanto a mí, no sólo soy el agente y el testigo directo y único de mis actos, sino que con la misma seguridad y sin que haya ningún resquicio para la duda, puedo afirmar que, igual que ahora estoy viviendo, hubo un tiempo casi infinito en que no era nada. Y por eso mismo es forzoso que haya empezado a existir y todavía más que me distinga de todos los demás hombres que en el mundo han sido y de quienes todavía conviven conmigo. Y me doy cuenta de que el nacimiento, no sólo ha sido para mí un límite infranqueable, sino además aquel suceso que me individualiza y hace de mí una persona.
Cuando reflexiono con mayor atención sobre este episodio absolutamente primero de mi vida empieza a dominarme un terror sagrado. Pues descubro que además de ser mi única oportunidad de existir en toda la eternidad, no sucede de acuerdo con un proceso necesario de causas, y sólo ha sido un hecho contingente que muy bien pudo no haber llegado a ser. Y todavía debo decir que si esa posibilidad no se hubiese consumado en su hora precisa, entonces mi vida sería, no sólo irreal, sino imposible del todo y para siempre.
Puedo llevar mucho más lejos estas consideraciones, al pensar que mi nacimiento ha sido el producto de una combinación de pequeñísimos seres vivos, tan azarosa que entre un número infinito de ellas sólo una pareja han podido definir mi forma individual y todo cuanto soy desde un principio. Y además para que esto sucediese hizo falta que en los siglos de siglos de la historia y entre los habitantes de pueblos innumerables, precisamente un hombre y una mujer determinados coincidiesen en tiempo y lugar y afectos, cosa tan extraordinariamente difícil que, de acuerdo con las leyes de la probabilidad, se mide por una fracción prácticamente igual a cero.
11. Y por si todo eso fuera poco, todavía tengo que admirar cómo en el curso de innumerables generaciones el azar ha ido eligiendo poco a poco mediante una lotería igualmente prodigiosa, a cada uno de los eslabones individuales de la cadena muchas veces milenaria de mi linaje. [ Y añadir además las mutaciones caprichosas, también infinitamente improbables, por las que los seres vivos han ido evolucionando, según dicen los biólogos y el sentido común más elemental, hasta llegar a mi especie. Y en fin el proceso, verdaderamente increíble, por el que la materia inerte, caminando a contracorriente de las leyes físicas secundarias, se convierte en un organismo, adquiriendo información y entregando a cambio, una cantidad equivalente de energía. ]
Siempre he oído que el milagro es un suceso tan excepcional que no se puede calcular por el patrón de las leyes ordinarias de la naturaleza, y en este sentido me parece que el nacimiento por el que yo, igual que todos los hombres, empezamos la vida es el más imprevisible y hasta el más increíble de los acontecimientos físicos. Y ahora caigo en la cuenta de que no hace falta este larguísimo razonamiento para estar cierto de una verdad tan elemental, pues todos los días experimento una sorpresa y un respeto infinitos a la vista de un niño recién nacido, y un horror igualmente sagrado cuando alguien desprovisto de imaginación interrumpe de forma violenta la vida oculta de quien todavía no ha visto la luz.
12. Pero aunque conozco, y eso sin ninguna rendija de duda, que mi vida es una realidad que no se puede sustituir, ni siquiera repetir, y también que mi nacimiento es un acontecimiento igualmente único y excepcional, estoy también muy cierto de que mi otro límite final, es decir la muerte, forzosamente ha de llegar, aunque me son del todo desconocidos el lugar, el tiempo y las circunstancias de su llegada. Por eso la descripción de mi existencia sería incompleta y hasta infiel si no atendiese a este destino final, cosa tanto más necesaria cuanto que sobre él discuten interminablemente con argumentos iguales las escuelas de filosofía y las doctrinas teológicas más diversas, que se internan atrevidamente en laberintos al parecer sin salida posible.
Y dejando de lado todas estas opiniones, propias de ingenios más sutiles que el mío, compruebo, sin que haya lugar a duda, que mi muerte no tiene la forma de ser de un hecho físico, ni de un acontecimiento de mi vida al que asisto de buena o mala gana, ni siquiera de un puñado de alternativas, entre las que elijo una, marginando todas las demás. Y como de ningún modo puedo estar presente a ella, ni mucho menos agotar ese momento supremo, siempre es para mí una realidad insuperable, o si se prefiere un futuro absoluto.
13. Pero sobre todas estas evidencias, todavía me admira más la consideración de que la vivencia de ese último horizonte actúa hacia atrás sobre cada uno de los momentos de mi tiempo, suprimiendo su carácter de hecho consumado y afectándole de una forma de ser puramente posible. Y así, frente a quienes definen la muerte como un hecho que está más allá de la vida, prolongándola o anulándola, suspendo el juicio y en cambio, sin miedo al juego de palabras, ni mucho menos a la banalidad, afirmo que mi vida es una posibilidad más acá de la muerte.
Me parece indudable que cuando mi existencia hace frente a ese plazo final, deja de ser algo del todo terminado y se trasforma en una interminable espera, o usando un lenguaje menos barroco y más llano, en un puro proyecto. Y ahora me explico el sentido de aquel texto del apóstol Pablo, que invita a dejar el hombre viejo –esto es lo que ya somos– y a sustituirlo por otro tipo de hombre, llamado a inventar a cada paso lo que todavía no es.
14. Pero sucede además que este plazo definitivo me obliga a elegir –pues no tengo tiempo para ser todas las cosas– entre infinitas alternativas, decidiéndome sólo por una y marginando todas las demás. Y de esta forma mi existencia, al revés de cuanto sucede con los otros seres vivos, que siguen monótonamente la conducta común a toda la especie, es más que nunca una posibilidad única. Y por consiguiente tiene doblemente valor infinito y es inapreciable, tanto por su milagroso comienzo como por esa firma final.
Y al llegar aquí, otra vez he de reflexionar sobre todas estas vivencias, para ver si se pueden poner en cuestión. Pero por más vueltas que doy a mis razonamientos en torno a ese momento final de mi vida, debo admitir que conozco esas propiedades con absoluta certeza, sin que tampoco ahora me alcance la más mínima duda, siquiera sea fingida, sobre una forma de ser tan extraña y al mismo tiempo tan cercana a mí.
También ahora podía haberme ahorrado toda esta complicada exposición, y prestar atención a lo que siento, igual yo que todos los hombres, en presencia de quien pasa por el trance único e inevitable de la muerte. Porque siempre asistimos a esta última escena de su vida con un silencio ritual y guardando un respeto verdaderamente sagrado ante un individuo que agota su única posibilidad de ser. Y me llama también mucho la atención cómo los defensores de doctrinas al parecer inconciliables, rinden sin excepción, universal homenaje a quien acaba de morir, y acompañan sus restos en solemne procesión y hasta se preocupan de dar sentido a su existencia, renovando todos los años su memoria.
15. Pero, dejando aparte el nacimiento y la muerte, que llaman primero que nada la atención de los filósofos y los teólogos, puedo reflexionar sobre cada uno de los momentos que llenan el espacio de mi existencia y llego entonces a conclusiones igualmente sorprendentes. Y primero que nada advierto, cómo no sólo soy el único ser vivo que conoce con seguridad que he nacido y que moriré, pues además sé que en cada instante y de forma misteriosa pero verdadera, retengo todo mi pasado y anticipo mi futuro, y por eso mismo soy entre todos los animales el único que está sujeto al tiempo.
Parándome en cualquier momento de mi existencia puedo comprobar sin que haya ninguna rendija de duda y sin necesidad de emprender inútiles discusiones metafísicas, que sólo una vez llega a ser, pero después de ese instante pasa, anulándose y convirtiéndose en imposible. Sucede entonces que cada una de las partes del tiempo de mi vida tiene la misma forma de ser y las mismas propiedades que el conjunto al que pertenece. Y ahora que reflexiono con más atención, me doy cuenta de que necesariamente ha de ser así, pues de otra manera yo que estoy viviendo, sería una realidad del todo monstruosa y contradictoria, como una extensión compuesta de elementos inextensos o un pensamiento hecho de seres no pensantes.
Meditando entonces sobre este instante en que ahora mismo estoy, me doy cuenta de que en él se concentran todas las admirables cualidades de mi entera existencia, y en consecuencia es único y nunca se repetirá, y una vez que desaparece ninguno de los tiempos futuros podrá sustituirle. Y de ahí deduzco que es tan raro y tan valioso como una piedra preciosa de que sólo hubiese un ejemplar en todo el universo, pues ese maravilloso diamante no cambiaría en muchos días y años y siglos, y en cambio la vivencia que tengo en este momento es tan pasajera que únicamente existe en un mínimo segundo, y eso a cambio de hacerse imposible para siempre jamás.
16. También me doy cuenta de que el propio acto que ahora realizo es todavía más inexplicable por su principio que la aparición de mi existencia. Porque en primer lugar está precedido de una sucesión infinita de causas contingentes donde trabaja por igual la coincidencia caprichosa de los acontecimientos naturales y los azares, todavía mayores, de la historia. Pero a todos ellos tengo que añadir la decisión por la que elijo ahora una posibilidad entre mil, marginando y haciendo imposibles todas las demás. Y hasta qué punto ese camino que tomo está indeterminado bien me lo demuestran las innumerables formas de vida que a lo largo de muchos siglos adoptaron los demás hombres, y las que yo mismo he seguido en circunstancias muy semejantes.
Así pues, no sólo mi entera existencia, sino todas sus partes, por muy pequeñas que sean, son únicas e incomparables y sorprendentes sobre toda ponderación. Y a esto sin duda aluden los teólogos oficiales, cuando llevados de su irresistible vocación a complicar las cosas más sencillas, afirman que cada uno de los momentos por que atraviesa mi vida será juzgado por Dios. Porque traducidas estas palabras desde su lenguaje al de la evidencia inmediata, quieren decir simplemente que todo mi tiempo tiene un valor o un contravalor absoluto. Y aunque estas propiedades parezcan imposibles, son no sólo reales sino indudables y por eso ofrecen un seguro punto de partida a cualquier conocimiento.
Alguien podría oponerse a estos principios diciendo que están al alcance de los hombres más ignorantes, pues nadie hay tan insensato que pueda dudar de que vive, y por lo mismo ya ha nacido y está al morir. Y de esta forma los largos y complicadísimos razonamientos que en esta meditación he utilizado, en vez de fundar un profundo sistema de teología, como primero prometían, sólo producen verdades triviales a fuerza de ser evidentes, y me recuerdan mucho la fábula de aquellos gigantescos montes que en trance de parto sólo pudieron parir un ridículo ratón.
17. A todo lo cual debo contestar que así es y no puede ser de otra forma. Porque si bien lo pienso, un principio absolutamente indudable por necesidad es universalmente conocido, sin que lo puedan poner en cuestión las doctrinas más revoltosas, y sin que esté prohibida su comprensión a la inteligencia más ciega. Y también pienso que aquella sentencia del Evangelio según la cual la sabiduría se revela a los humildes y se oculta a los poderosos, no quiere primero y principalmente hacer justicia en favor de los débiles, sino más bien expresar con la mayor claridad y contundencia cuál tiene que ser el comienzo del camino de toda ciencia teologal.
Y tomando como punto de partida este principio tan modesto como indudable, puedo yo desde él seguir el hilo de mis razonamientos y estar seguro ya ahora mismo de que forzosamente ha de coincidir con la fe de la gente más sencilla. Porque aunque la doctrina de todas las religiones y en particular de la cristiana católica mejor conocida por mí, está compuesta de difíciles teologúmenos tanto más fundamentales para las autoridades que las formulan como inaccesibles a la razón, las gentes comunes han seguido un camino mucho más seguro y llano, desarrollando también ellos a lo largo de la historia su particular teología.
Y por eso nada tiene de particular, me parece a mí, que siguiendo las ideas más elementales celebren de mil modos el nacimiento de un hombre, y que así mismo recuerden su muerte, no sólo de continuo en el signo de la cruz, sino también en procesiones y autos teatrales igualmente inspirados por la devoción popular. Y me asombra que el protagonista de esos dos momentos no sea un guerrero eminente, ni un conductor de pueblos, ni siquiera un contemplativo o un misionero genial, sino un hombre cualquiera, que anuncia de forma expresa cómo su vida primero y luego la de todos los humanos, tiene un valor infinito y pertenece por eso mismo al ámbito de lo sagrado.
18. Al llegar aquí me parece prudente hacer una parada y recordar mis razonamientos, para ver si en cualquier momento, empujado por la precipitación o por viejos prejuicios, pude caer en el error o por lo menos admitir como verdadera una proposición dudosa. Pero muy pronto me doy cuenta de que tanto una cosa como otra son imposibles, porque todas las proposiciones que hasta ahora he dicho y repetido se reducen a afirmar, por activa y por pasiva, que efectivamente estoy viviendo y que mi vida es una realidad que no se puede sustituir ni repetir y que por eso mismo es única e incomparable y tiene en sí misma un valor absoluto.
Y como esa verdad del valor absoluto de mi vida está tan presente a mi razón y mis sentimientos que aventaja en evidencia las más altas consideraciones de cualquier doctrina teológica y resiste imperturbable los ataques de los filósofos más escépticos, como además está de acuerdo con la vivencia universal de los hombres comunes, y como en fin da razón del prodigioso azar de mi nacimiento, del paso de cada momento de mi tiempo y del horizonte cierto e inalcanzable de mi muerte, por todo ello me pareció que podía tomarlo sin ningún temor como el primer principio del saber teologal que estaba buscando.
Del singular error de los teólogos, que en vez de decir, Sí o Amen, dicen Dios, y de la identidad del mundo teologal con la de nuestra propia existencia, no haciendo separación entre los dos
Meditación tercera
1. Siempre he estimado la prudencia como la primera de las virtudes, lo mismo en mi vida pública que en la solitaria marcha de mis reflexiones. Gracias a ella he conseguido mantener un sosiego constante, a pesar del acecho de los necios y del excesivo celo de unas autoridades demasiado convencidas de tener en exclusiva la verdad. Y con tan grandísimo cuidado sigo esta cautelosa forma de ser que no la abandono ni siquiera a la hora de ordenar en secreto mis pensamientos. Porque acostumbro a ponerlos por escrito, encerrarlos en un cajón con triple llave, dejarlos reposar largo tiempo y someterlos a una segunda lectura. Así me convierto en crítico de mis propias ideas, que puedo ver, por así decirlo, desde fuera antes de sacarlas a la luz pública. Porque si no tomo esta precaución, bien pudiera suceder que cuanto aparece indudable para mí mismo en el nacimiento y desarrollo de mi meditación, no tenga la misma validez ante el juicio de este segundo y más alto tribunal.
Y ahora que vuelvo a leer las conversaciones que hemos mantenido y que guardé después por escrito, veo con satisfacción que casi todas ellas tienen el mismo grado de evidencia y no merecen que se les cambie un solo punto. Pero en cambio esta tercera meditación sobre el primer principio, a pesar de que contempla una serie de ideas tan nuevas como provechosas, no me parece indudable, y más bien me recuerda un difícil tratado de escolástica, tanto más peligroso cuanto que sus razonamientos son tan sutiles como resbaladizos. Y cuando comparo su incertidumbre con la seguridad de mis primeros pensamientos, experimento la necesidad de hacer una revisión a fondo de su contenido, aunque haya que someterlo a una enérgica poda.
2. Pero antes de nada, quiero averiguar las causas de que mi reflexión, en vez de proporcionarme un punto de partida evidente e indudable, esté sometida a la inseguridad, de forma que aparezca como un cuerpo extraño en la marcha cierta de mis demostraciones. Y cuando más lo pienso mejor entiendo la razón de mi perplejidad y mi desconcierto, porque en vez de mantenerme dentro de mi existencia, me lancé imprudentemente fuera de ella, pasando por alto las evidencias que en mi segunda meditación había cosechado.
Y de esta forma no pude seguir mi camino ni encontrar una proposición que –igual que me sucedió con el nacimiento, la muerte y cada uno de los momentos de mi tiempo– no pudiese dudar, ni siquiera fingidamente. Y para mantenerme fiel a mi método, decidí retroceder otra vez a la consideración de mi propia vida bien segura, pero también de las actitudes que podía adoptar ante el mundo, y que me parecen igualmente evidentes.
3. Al llegar aquí me di cuenta de un grave equívoco en que han caído tanto los teólogos que desarrollan un saber para ellos supremo, como los filósofos que niegan la existencia del primer principio, porque todos ellos mantienen una actitud teórica e indicativa, despreciando todas las demás, y sustituyéndolas por una cadena de razonamientos, al parecer imparables.
Y esa actitud teórica, que pretende decirme cómo las realidades teologales son o no son, nada tiene que ver con la piedad o la impiedad y se parece más a una enciclopedia que en el mejor de los casos me puede proporcionar un saber exhaustivo. Y ahora me explico por qué cada una de las teologías o antiteologías niega con tanto encono y seguridad a todas las demás, pues como está en posesión de ese libro verdaderamente definitivo puede prescindir de todos los otros. Y puedo justificar también por qué los intérpretes de una religión revelada, la traducen a una serie de dogmas, adoptando una actitud teórica construyendo su particular enciclopedia, y haciendo que los fieles aprendan, repitan y crean ese conjunto de acontecimientos prodigiosos, que a pesar de toda su majestad están tan alejados del mundo teologal como la tierra del cielo. Y tan orgullosas están las autoridades de su saber que ponen la felicidad del hombre en el frío conocimiento de una primera causa capaz de explicar toda las realidades del universo.
4. Pero esta actitud teórica, que es tan propia de la física, de las matemáticas, de la venerable filosofía, y hasta de la teología con su presunción de gaya ciencia, no es la única con que puedo hacer frente al mundo. Para no complicar demasiado mi exposición y quedarme con unas escasas disposiciones, que a fuerza de repetirse son lugares comunes, experimento una actitud admirativa o estética ante un paisaje de suprema belleza o ante una obra de arte consumada. En este caso no pretendo dar razón ni conocer o explicar el mundo, pero no por eso pierde valor mi sentimiento de admiración.
Y en la medida en que soy un sujeto de la vida moral, también puedo tomar una actitud imperativa, lo mismo si obedezco a un legislador supremo que a los dictados universales e inapelables de mi razón. Y otra vez hay que decir que, aunque esta disposición de mi ánimo esté muy lejos del conocimiento o de la admiración estética, es igualmente digna de respeto, además de que es actual y evidente.
Todo este larguísimo prólogo demuestra que dentro de mi existencia caben, además de la teoría, una serie de actitudes igualmente evidentes. Ahora sólo me falta preguntar si además de la admiración ante la belleza, del respeto a la ley moral y de otras disposiciones derivadas, pero igualmente actuales e indudables, habrá lugar en mi vida para una actitud teologal.
5. Antes de nada voy a repasar las actitudes que mantienen los seguidores de las distintas comunidades teologales, para después sacar factor común, como decimos los matemáticos. Para eso basta con atender a las más universales por el número de sus fieles, las más ilustres por sus doctrinas y las mejor conocidas por mí. Porque los sufíes mahometanos, los maestros de zen orientales, los seguidores cristianos de la devotio moderna, los monjes budistas y los sannyasis hindúes, a pesar de la contradicción de sus enseñanzas, siguen una actitud sorprendentemente parecida.
Para empezar, todos ellos buscan la soledad por los medios más contundentes. Y así los monjes budistas se refugian en sus monasterios evitando hasta la pregunta por el destino de los justos y la existencia de cualquier entidad trascendente. Y los maestros de zen guardan un parecido silencio, porque según ellos quien habla no sabe y quien sabe no habla. Los cristianos del siglo XIV se retiran a sus celdas y allí aprenden en sus libros lo que ellos llaman el desprecio del mundo. Otros místicos, sufíes o cristianos, tienen su morada en los desiertos, sin conocer la conversación con los hombres comunes durante muchos años, tal vez durante toda la vida. Y los sannyasis, llegados a la última etapa de las cuatro que componen su existencia, aprenden a despegarse del mundo y de todas sus preocupaciones, liberándose del ciclo de las encarnaciones y del pesado destino heredado de una vida pretérita interminable.
6. En resolución, todos estos hombres religiosos, con las inevitables variantes, dan la espalda a las cosas y se refugian en su propia intimidad. Y así podríamos decir que su actitud común es la negación del mundo, entendido como horizonte de la existencia. Y esta misma actitud seguiría yo, si no tuviese una cualidad tan extraña y sorprendente que necesariamente debo hablar de ella.
Desde que comencé a desarrollar mi método y mis meditaciones, y todavía mucho antes en mis años de aprendizaje con los padres de la Compañía he alcanzado tanta aversión a los lugares comunes que no sólo los paso por alto, sino que encima de eso he adoptado la extraña costumbre de contradecirlos por sistema, y donde ellos dicen blanco, yo digo negro, y quedo totalmente convencido de tener la verdad. Y así cuando en mi juventud leí cierto libro de Copérnico, que acababan de introducir en el Índice, seguí sus doctrinas astronómicas ocultamente, pero con tanto más entusiasmo cuanto que anulaban todos los tratados clásicos, desde Tolomeo a los monótonos escolásticos medievales.
Pues lo mismo me sucede ahora cuando reflexiono sobre esa actitud negativa que siguen unánimemente todas las comunidades religiosas cuando se presentan como modelo de santidad. Estoy decidido a desconocerlas y contradecirlas, y así donde ellas niegan el mundo, yo estoy dispuesto a afirmarlo de forma incondicional, poniendo en esta afirmación universal mi propia actitud teologal. Y además traslado esta afirmación a mi propia vida y la de los demás hombres, cualquiera que sea su estado y condición y la infinita serie de oficios que la naturaleza o la disciplina les enseñó.
7. Antes de seguir adelante, y para no entrar en discusiones tan estériles como ociosas, debo reflexionar qué sentido tiene para mí esta afirmación, que uso de forma tan continua como despreocupada. Y poniendo atención me doy cuenta de que en uno de sus sentidos no tiene que ver con los juicios afirmativos de la ciencia física, ni tampoco pretende alcanzar la verdad, a través de un conjunto de creencias, aseguradas por un testigo infalible.
Porque esta misma palabra afirmar quiere además decir que sí al mundo y a la vida con todo cuanto tienen de adverso o favorable, y por esa disposición positiva de mi ánimo tomo la palabra, cuando considero una pareja de sinónimos la afirmación del mundo y la actitud teologal. Y recuerdo las palabras de la oración más breve y más dura que he tenido ocasión de escuchar. Por todo lo que ha sido, gracias. Por todo lo que será, sí.
8. Ahora que he conseguido dar ese primer paso y despejar el sentido de la actitud teologal afirmativa, me doy cuenta del complicado laberinto en que entran los teólogos clásicos, pues construyen su ciencia, empezando por el final y dando marcha atrás como dicen que hacen los cangrejos, y no sólo ellos, sino sus ilustres imitadores humanos. Y así, primero de nada, se lanzan atrevidamente a demostrar la existencia del primer principio con una serie de argumentos tan débiles que merecen la contestación de sus adversarios librepensadores. Y en un segundo momento le dan un nombre capaz de definir su esencia, y unas propiedades tan abundantes como superlativas. Y al final de su andadura, sin abandonar su actitud teórica, pretenden que sea el principio de la vida de piedad.
Y no necesito pensar mucho para darme cuenta de que he de seguir un camino rigurosamente inverso, imitando al gran Anselmo, que primero de nada adopta una actitud de invocación, en un segundo momento da nombre al sujeto invocado, a través de una fórmula tan compleja como admirable, y finalmente demuestra su existencia precisamente a partir de su nombre. Conservando un orden igual en mis ideas empiezo afirmando incondicionalmente el mundo, y en eso quedamos en que consiste la actitud teologal. Y después buscaré la modalidad nominal que es expresión segura de mi afirmación y en un tercer momento deduciré sus propiedades tanto más admirables cuanto que están por encima de toda definición y de todo ser.
9. La afirmación y aceptación de mi mundo y mi vida no se corresponde con la simple enumeración de un proceso horizontal de causas y efectos, tal como lo explican las ciencias de la naturaleza, y primero de todas la física, sino que es algo mucho más complicado. Si me fijo bien, no tardo en descubrir que se compone de dos polos con propiedades opuestas y complementarias. Y trasladando el lenguaje abstracto de las matemáticas y en particular de la geometría a la conversación común, puedo decir que la actitud teologal, se proyecta verticalmente sobre el mundo y adquiere su valor en planos distintos y complementarios.
De esta forma la actitud teologal afirmativa permanece invisible, y con relación al mundo se comporta como las palabras de un idioma cualquiera, porque yo no soy consciente de ellas cuando hablo o leo, pero me sirven para conocer directamente las cosas que significan. Y lo mismo sucede con la luz o el aire, que desaparecen ante mis ojos, pero son diáfanos y causa de una universal iluminación. Y en resolución todas estas imágenes me ayudan a aclarar cómo será el principio de mi actitud en la medida en que, permaneciendo también oculto, se abre a una afirmación incondicional del mundo y de la vida.
Y después de reflexionar sobre estas propiedades admirables, me pareció llegado el momento de averiguar qué modalidad nominal corresponde a este principio de mi afirmación, o utilizando el mismo camino de Anselmo cuál es el nombre del horizonte de mi invocación y mi actitud teologal. Porque si no doy este segundo paso mi investigación quedará frustrada y no podré dar cuenta de su esencia y de su ser.
10. Voy a considerar los nombres que los teólogos más ilustres de las tres religiones y los de las otras comunidades han dado a la divinidad, como también las fórmulas más o menos complicadas con que definen su relación con el mundo. Y así podré eliminar todos aquéllos que no correspondan a la actitud teologal, en la esperanza de encontrar una fórmula tan sencilla que se ha dejado pasar por alto, por su misma evidencia.
En primer lugar debo dejar de lado todos los nombres sustantivos, tales como ser realísimo, ens a se, primer principio, causa causarum, ordenador del mundo, fin último, y los demás con que le adornan los teólogos. Pues estas expresiones indican una naturaleza determinada, ya que por muy alta que se piense, no puede ser ni más ni menos de lo que es. Por lo demás mi actitud ante este principio, cuya existencia queda demostrada racionalmente es puramente teórica y de ninguna forma teologal.
Por la misma razón debo excluir todos los nombres propios, como Dios, Allah, Yahveh, Elohim, o cualquier otro, pues nombrar o numerar una cosa es tanto como dominarla y convertirla en objeto. Y una vez más me admiro de la sabiduría del mandamiento de los judíos, que prohíbe figurar a Dios, no sólo por imágenes sensibles, sino también por su nombre. Y el evangelio traslada el mandamiento a los espíritus impuros.
11. Tampoco es suficiente usar una colección de adjetivos todo lo abundante y superlativa que se quiera para encontrar una modalidad nominal que se corresponda con la actitud teologal. Porque cada uno de ésos adjetivos, como omnipotente, justísimo, eterno, impasible, supremamente vivo, sabio y bueno, y otros muchos innumerables, sólo sirven para llenar pesados libros de teología, que en el mejor de los casos proporcionan a sus lectores un conocimiento indicativo, igual en esencia al de cualquier ciencia, aunque infinitamente menos seguro.
Mucho peor es utilizar un nombre que corresponda a un verbo, como crear, sacar de la nada, predestinar. Porque en todos estos casos el sujeto de la acción tiene un valor tan definitivo sobre el universo y sobre la libertad, que ante su majestad puede decirse que ya nada vale la pena. Y así habría que cambiar la sentencia según la cual Dios creó al mundo y al hombre de la nada por otra rigurosamente inversa, pues la pura presencia de Dios convierte en nada al hombre y al mundo.
Al llegar aquí parece que me debo retirar de una empresa imposible, pues no encuentro ninguna modalidad nominal que sola o en composición con otras corresponda a mi primera actitud teologal. Pero, como ya me sucedió en la segunda meditación, es posible que ese nombre esté oculto, no por la infinita excelsitud y lejanía de su objeto, sino al contrario, por su proximidad a mi lenguaje y mi pensamiento. Y debo investigar hasta lo más evidente, no me vaya a suceder como al hombre del apólogo oriental, que recorrió enormes distancias sin poder encontrar en ninguna parte su asno, precisamente porque estaba sentado sobre él.
12. Quienes me conocen, saben muy bien que mi inteligencia es increíblemente lenta, hasta tal punto que cuando discuto verbalmente con alguien, casi siempre quedo sin argumentos, aunque se trate de un problema de filosofía primera o de matemáticas en que me he ejercitado constantemente a lo largo de la vida. Y me indigno conmigo mismo, porque pasada más de una hora de aquel fracasado diálogo, me vienen a la cabeza una serie de pruebas decisivas que me dan de sobra la razón, cuando mi rival dialéctico ha desaparecido hace tiempo, llevando la corona del vencedor. Y por eso prefiero elaborar mis pensamientos en la soledad de mi celda, y comunicarme por escrito –que ahí sí llevo ventaja– con los ingenios más eminentes.
Pero esta lentitud de mi pensamiento se ve compensada de sobra con otra cualidad complementaria. Porque cuando entiendo definitivamente una proposición y la paso a la memoria, allí me queda instalada, tal vez durante toda mi vida. Y si me planteo una cuestión cualquiera mucho después y los demás la dan por cerrada, experimento cómo mis recuerdos llaman a la puerta imperiosamente y solicitan mi atención. Y también en esta ocasión me acordé de una sentencia que había leído repetidamente, pero que siempre había pasado por alto por su condición, aparentemente impensada y fortuita.
13. Y ahora que la repaso me doy cuenta de que para descubrir un nombre que se corresponda con mi actitud teologal, no necesito estudiar la increíble complicación de los sistemas de los teólogos antiguos o medievales, ni admirar el movimiento de las esferas celestes, la configuración del universo o la disposición de los órganos de los seres vivos, pues me basta proclamar, como hace Pablo en el inicio de la segunda carta a los corintios, una breve y contundente afirmación, un sí absoluto y universal, o como dicen los fieles más simples, alejados de las confusas doctrinas de las autoridades, un amén.
Y no podía ser de otra forma, porque como la actitud teologal se corresponde con una afirmación del mundo, necesariamente empieza y termina en esta brevísima fórmula, que ha pasado inadvertida a las inteligencias más ilustres por su misma sencillez. Pues tanto los que están a favor como en contra de la teología, en vista de la importancia del tema y de la excelsitud de su pretendida ciencia, escriben larguísimos y tediosos libros, sin llegar a conclusiones definitivas.
14. Y cuanto más lo pienso más me admiro de la profundidad de esta sentencia de Pablo, porque ella, mejor que ninguna otra, respeta la indeterminación del nombre que corresponde a la actitud teologal. Pues este «sí» no dice nada de él mismo, y por ello está –como dijeron en el pasado algunos meditadores eminentes– por encima de toda esencia y de toda definición. Y se equivocan los teólogos que persiguen un objeto directo de sus palabras y sus pensamientos, porque esta afirmación permanece invisible aunque se proyecta directamente sobre el mundo. Y volviendo otra vez a esa expresión, tanto más rica cuanto más sencilla, compruebo cómo excluye de golpe, no sólo todas las determinaciones definidas internamente por una naturaleza, sino también las acciones proyectadas sobre un universo exterior. Y siguiendo siempre esta actitud teologal me atrevería a sustituir a un ente realísimo, que a través de un misterioso acto de voluntad y por un proceso difícil de entender crea un universo de existencias, por un afirmador de todas las cosas, que encuentran en él su sentido.
Pero además me parece, no sólo imposible, sino además falta de sentido la pretensión de establecer un juicio de existencia, positivo o negativo, sobre esta afirmación en que se funda la actitud teologal. Porque, aunque en ella están contenidos el sentido de mi vida y de su mundo, y la de otros universos y proyectos infinitos, sin embargo, considerada formalmente en sí misma, está colocada, no sólo más allá de toda esencia y definición, como dije hace poco, sino también por encima de todo ser.
Y después de esto, reflexionando que este «sí» es el nombre más sencillo y rico en sentido que pude encontrar, que a pesar de ser una afirmación universal mantiene el secreto de su esencia y de su ser, que los hombres comunes lo repiten de continuo, evitando la complicada jerga y los pretenciosos razonamientos de las autoridades oficiales, decidí tomarla como llave maestra de mi actitud teologal. Y que es la más sencilla y la más cercana a nosotros, bien lo dice otra sentencia complementaria, que me viene a la memoria: «No quieras subir al cielo ni descender al abismo, porque la palabra está muy cerca de tí, en tu boca y en tu corazón».
15. Todavía me queda considerar el universo a que hace referencia esta afirmación universal, y otra vez he de andar con sumo cuidado. Pues si me limito a afirmar la existencias de cada una de las realidades, o de todas ellas juntas, otra vez quedo sometido a un lenguaje indicativo y alejado de la actitud teologal. Y si sustituyo esta afirmación por un primer principio de la existencia, claramente veo cómo el universo en tero y mi propia vida, quedan anulados y pierden todo su valor. Y ahora me explico por qué las doctrinas que en los siglos pasados y sobre todo en éste último, describen las hazañas de los hombres más ilustres y elaboran una ciencia del mundo físico cada vez más perfecta por sus principios y sus efectos, dejan en segundo plano al universo teologal, que en las universidades de la Edad Media acaparaba toda la atención de los estudiosos. Pues mientras la teología no experimente un giro radical será incompatible con el desarrollo de las humanidades, las matemáticas y la ciencia de la naturaleza.
Y por eso me lleno de asombro cuando veo que esa nueva fórmula por otra parte tan simple, no sólo no suprime el mundo, sino que por el contrario le da pleno sentido. Hasta tal punto que mientras este «sí» permanece oculto y lleva una vida que podría llamarse humilde, sin embargo el universo afirmado por él, adquiere un valor supremo. Y no encuentro ninguna contradicción ni incompatibilidad entre una dedicación a la ciencia del universo y esa afirmación, donde el valor de las cosas vuelve a aparecer de forma superlativa. Porque el mundo universo ya no es sólo el objeto de una teoría y de sus aplicaciones prácticas tan admirables como provechosas para los hombres, sino que además es digno de un respeto incomparable. Y la correspondiente actitud teologal ya no lo contempla como una entidad indiferente o negativa, sino como algo que existe en plenitud.
16. Gracias a esta sencilla afirmación puedo desmontar el complicado aparato de las teologías de las tres religiones, que toman a la primera causa como objeto de estudio, y después de establecer su existencia, deducen sus propiedades internas e investigan su acción sobre las causas segundas y su intervención en la vida de los hombres. Porque como su actitud es puramente teórica, no se diferencia en nada del matemático o del físico, como no sea que al juzgar al principio primero, hacen de él una cosa, con resultados ciertamente catastróficos. Y no sólo ellos, sino quienes de una u otra forma ponen en duda o niegan esa entidad suprema, mantienen la misma disposición teórica, pues la someten a un juicio indicativo y hacen de ella –aunque con resultados negativos– objeto de su filosofía. Y como también ellos pasan por alto esta afirmación casi imperceptible que da sentido a todas las cosas, y toman al ser supremo como tema directo de su negación, su conversación suele ser tediosa, porque están siempre hablando, directa o indirectamente, de teología.
En cambio este otro lenguaje, no sólo es el más simple, el más universal por su alcance y el más incondicional, sino que además empieza y termina en una simple afirmación, y funciona como un foco de luz, que en sí mismo permanece oculto, pero es capaz de iluminar todo su horizonte. Y en resolución, gracias a esta actitud, mi vida y su mundo ya no son una realidad opaca e indiferente, sino que adquieren pleno sentido.
17. Voy a reflexionar, como de costumbre, sobre el contenido de esta tercera meditación para ver si los prejuicios de escuela o la costumbre secular de seguir ciegamente un catecismo me han impedido llegar a proposiciones verdaderas o por lo menos del todo evidentes. Pero estoy verdaderamente perplejo, porque en vez de sortear difíciles silogismos escolásticos y llegar a conclusiones tan inciertas como discutibles, todo mi discurso se reduce a caer en la cuenta, de que la afirmación del mundo es sin lugar a duda, una actitud teologal, que se funda en un sencillo «sí», ajeno a toda determinación y todo juicio de existencia. Y si alguien queda insatisfecho y exige una demostración escolar de la existencia de un primer principio, solo puedo decirle que, aunque esa proposición fuese tan evidente como un teorema matemático, hasta el punto de que todos los hombres estuviesen ciertos de él, y se pudiese calcular con máquinas, tal como había soñado el gran Raimundo Lulio, este consentimiento universal no tendría nada que ver con la actitud teologal, y en el mejor de los casos sería un conocimiento teórico, incapaz de dar sentido a mi existencia y a su mundo.
Meditación cuarta
1. A medida que voy avanzando en mis reflexiones, continuamente recuerdo mi larga y feliz estancia en las Provincias Unidas y sobre todo las Meditaciones que allí compuse y que ahora me sirven de modelo para desarrollar el saber teologal. Es verdad que entonces hablaba de la ciencia física, basada en la extensión y medida por el análisis geométrico. Pero el camino que seguía en aquella ocasión se puede trasladar de un conocimiento a otro, pues los dos tienen la misma sencillez y orden y progresan por pasos sucesivos, desde un principio seguro hasta verdades necesariamente derivadas de él. Por eso, me parece que más de la mitad de mi proyecto está ya realizado, pues dispongo de un mapa precioso y de una brújula que me proporciona la dirección cierta.
Y de la misma forma que al hablar de un conocimiento profano, situaba en el sujeto pensante el principio indudable de la ciencia, y en la idea de un ser perfecto el resorte de la interrogación y la garantía de verdad de cuanto se aparece clara y distintamente, también ahora pongo el punto de partida del saber teologal en el valor incomparable de mi vida, y veo cómo se prolonga en una actitud que a través de un simple «sí» afirma incondicionalmente su mundo. Ahora sólo me falta completar ese camino, y lo mismo que entonces aplicando el criterio de la evidencia establecía que el objeto de la física es la cosa extensa, debo investigar cuál es el contenido de ese mundo que se aparece a mi existencia como el horizonte propio de lo santo.
2. Inmediatamente me doy cuenta de la dificultad de esta nueva tarea, que acabo de echar sobre mis hombros. Pues si quiero mantenerme fiel al método que desde el primer momento he adoptado, debo exigir que el contenido de ese mundo teologal tenga también un valor infinito, porque de otra forma no se correspondía con la posibilidad única de mi vida y con la actitud que le afirma de forma incondicional. Y ahora sí que me encuentro perplejo, pues por más que mire a mi alrededor sólo veo realidades limitadas en el espacio y cambiantes en el tiempo y del todo contingentes. Y ni siquiera el universo entero, que es sólo un agregado de sustancias limitadas, está libre de esta condición.
Pero además me encuentro con una serie de obstáculos añadidos, sobre los que he reflexionado brevemente en mi primera meditación. Es evidente, según lo que dejé escrito allí, que cuando la ciencia trata del universo físico y de los mismos procesos vivientes, da por supuesto que estas entidades son repetibles y por eso pueden ser objeto de una observación controlable y de un experimento. Y como todo cuanto admite repetición tiene un valor limitado y mínimo, me parece que el conocimiento científico me fuerza a renunciar al mundo propio del saber teologal
Por otra parte, debo considerar que ese extrañísima forma de ser ha de tener propiedades análogas a la vida y a mi actitud afirmativa frente a ella. Y no sólo será imposible de sustituir y repetir y para decirlo de una vez incomparable y única, sino encima de todos estos imposibles prodigios, plenamente actual. De tal forma que no podría situar al mundo teologal en un futuro, por muy lejano que esté y muy diferente que sea a las circunstancias alegres o penosas que me rodean, sino –aunque esto sea muy difícil de admitir a una inteligencia medianamente razonable– en el mismo presente en que ya estoy.
3. Y es hora de recordar cómo en mi segunda meditación decía que una duración prolongada por un tiempo interminable, como la suponen los teólogos clásicos, sólo es en cada uno de sus momentos, una realidad potencialmente indefinida, mientras que esta existencia que ahora llevo en mi cuerpo es una posibilidad actual e infinita por su valor. Y de la misma forma, aquellos ilustres varones –mezcla de filósofos, poetas y políticos– imaginan un futuro lleno de dolores insoportables para unos y consuelos inagotables para otros. Sin embargo habría que encontrar, si se pudiera, un mundo actual al que haga frente esta vida en la que ahora estoy, tanto más cuanto que ese porvenir por muy grande que se suponga, es en último término, una realidad limitada en cada uno de sus momentos.
Pero además de ser incomparable y actual, el mundo teologal debe cumplir, de acuerdo con el método que desde el principio decidí seguir, otra condición que parece condenar definitivamente mi búsqueda al fracaso. Porque desde el comienzo de mi investigación he exigido que el primer punto de partida de mi teología fuese tan evidente que de ninguna forma pudiese dudar de él, ni siquiera fingidamente. Y después de poner en cuestión hasta donde pude todos los pretendidos principios de valor infinito que había recibido y yo mismo experimenté, me di cuenta de que entre todos ellos sólo mi presente existencia se me aparece como algo de todo punto indudable.
4. Y ahora me doy cuenta de que esa misma condición tendría que cumplir el mundo a que hace frente mi experiencia teologal. Porque si no sucediese así el conjunto de mi método quedaría manco, o lo que es mucho peor, sería contradictorio. Y aunque hubiese descubierto en la posibilidad de mi existencia subjetiva un punto de partida indudable, todavía me falta para completar mi teología, un universo objetivo que tenga análogo valor y que de ninguna forma pueda yo poner en cuestión por más que lo pretenda. Y en resolución este mundo debería ser infinito, actual y evidente, y al parecer tan imposible de encontrar que más me valdría renunciar desde ahora a tan extraña quimera.
Y cuando ya estaba dispuesto a cerrar esta cuestión, y enumerando cuidadosamente el contenido de todas las escrituras sagradas y de mis propias ideas, declarar sin temor a dudas que no hay un mundo santo que se corresponda con mi cierta y actual e incomparable existencia, me vino a la memoria el primer libro de la Biblia hebrea que tantas veces había leído. Y como estoy obligado a no dejar ningún cabo suelto y asegurarme mil veces de que sigo el buen camino, otra vez volví a recordar aquella narración.
Porque allí se cuenta cómo en el principio el viento salido de la boca de Elohim fue formando los cielos y la tierra, y después las plantas y los animales según su especie. Y sobre todo se anuncia que al final de este proceso azaroso y lleno de prodigios, dio origen a la pareja humana y la situó en un paraíso terreno para que allí tuviesen una vida plena ellos y sus hijos y descendientes. Y si hago caso a todo ello, necesariamente debo admitir que por lo menos en este primer plan divino, sin duda el más genuino y auténtico, nuestro mundo sacral estaba en un lugar privilegiado de la tierra.
5. Ya me estoy dando cuenta de que la lectura de estos documentos tan inseguros para la razón y tan ajenos a toda evidencia me ha obligado a abandonar el método con el que he obtenido tan buenos resultados en mis anteriores meditaciones. Pero por mas que quiero evitar el curso desviado de mis pensamientos y construir de nuevo mi saber teologal y su mundo desde principios indudables, continuamente vuelvo a desandar lo andado, todavía no sé por qué, y a cambiar el antiguo rigor de mis argumentos por la caprichosa brillantez de un mito. Y así casi al llegar al ecuador de esta quinta meditación, compruebo, lleno de irritación conmigo mismo, que en vez de progresar en mi pensamiento, no hago más que retroceder penosamente hasta llegar a los balbuceos de mi primera infancia.
Y cuando ya había decidido en vista de estas consideraciones, renunciar a lo que parecía cada vez más una pérdida de tiempo, se me ocurrió pensar caprichosamente que todos los hombres conviven ahora en un universo totalmente distinto a aquel fingido paraíso terrenal. Y entonces descubrí de golpe, gracias a una reflexión venida por sorpresa y a medida que la repetía más evidente e indudable, que estaba muy engañado, pues esos dos mundos, el que yo estaba leyendo en el primer libro de los hebreos y este que vivo en mi actualidad, no sólo son semejantes, sino hablando con toda precisión, rigurosamente idénticos.
6. Porque cuando leo la narración del Génesis y retrocedo hasta el sentido del original arameo, puedo interpretar sin demasiada dificultad cómo Adam, es decir el hombre sin más, habita desde su origen en un jardín, regado por un agua manantial primitiva, que después se distribuye en los cuatro grandes ríos de los orientales. Y me doy cuenta también de que este jardín o paraíso, donde crece una vegetación innumerable y unos árboles tan variados como placenteros, está situado en medio del Edén, que con número singular y nombre propio significa siempre en el idioma bíblico el Desierto único e infinito que todo lo rodea.
Y comprendo muy fácilmente cómo aquellos pueblos nómadas, que habitaban en el Oriente Medio y llevaban de un lado a otro sus ganados antes de asentarse en una tierra fértil que según una expresión tópica manaba leche y miel, entendían ese privilegiado lugar de residencia, donde Elohim colocó a la primera pareja humana, como un gran oasis. Y sólo ese lugar puede ser el mundo teologal, pues es absolutamente distinto de los desiertos áridos que por todas partes se extienden, y en consecuencia es único e incomparable, igual que la vida de aquellos dos hombres originales.
Lo que me deja del todo asombrado es la consideración de que mi existencia, esa misma que ahora llevo en mi cuerpo y de la que he hablado tan larga y admirativamente en mi segunda meditación, ha nacido en un punto del universo igualmente único. Porque para empezar, alrededor de esta tierra que es mi residencia, sólo veo un espacio inmenso, donde no hay lugar para ningún ser vivo, ni siquiera para una sola molécula de materia biológica. Y a ese ámbito que se extiende millones de millones de kilómetros le conviene verdaderamente el nombre de desierto, tomado en un sentido propio y absoluto, y no figurado ni parcial.
7. Pues por mucho que los astrónomos de observación han investigado con la ayuda de sus anteojos, tan prodigiosos y perfectos que son capaces de multiplicar por mil el tamaño de los planetas y de hacerlos treinta veces más próximos a nosotros que si los contemplásemos con la visión natural, sólo han encontrado en ellos una aridez y un silencio total. Y no puede ser, me parece, de otra forma, pues la cortísima distancia de esos cuerpos al sol o su inmensa lejanía son causa de una temperatura tan insoportable por más o por menos, que hace imposible, no sólo la vida más humilde sino también sus condiciones elementales, Y por eso compruebo sin ningún género de dudas que el desierto más espantoso de la tierra es, comparado con la totalidad de este inmediato universo, como una primavera infinitamente florida.
Y si quisiera trasladarme más allá del espacio donde domina el sol, entonces entraría en el vacío más absoluto. Pues aunque el cielo estrellado que ahora contemplo es más brillante que cualquier fuego de artificio creado por los hombres, y aunque en él puedo imaginar los más bellos cuadros y hasta las aventuras de los héroes y de los dioses antiguos, sin embargo cuando considero más de cerca ese sublime espectáculo debo confesar que es una pura apariencia, del todo vacía de contenido.
[Y para caer en la cuenta de esto me basta con pensar en que la estrella más cercana, dista de la tierra y de nosotros los hombres varios años de luz. Y cuando considero los segundos que caben en esos años y el espacio que un rayo luminoso recorre en uno solo de esos segundos, forzosamente debo admitir que esa distancia es incalculable y en la práctica imposible de alcanzar, aunque un proyectil imaginario pudiese correr tanto como el más veloz de los planetas. Y de todo esto deduzco que más allá de este desierto que inmediatamente rodea a la tierra, hay una desolación mucho más espantosa e inmensa, como que su magnitud, comparada con la masa de todos los cuerpo es –para abreviar– prácticamente infinita.]
8. Y cuando medito sobre el mundo descrito por los primeros libros de la Biblia y sobre este otro que ha descubierto a través de mil experimentos la astronomía más reciente y más segura, muy pronto caigo en la cuenta de que uno y otro vienen a ser el negativo de las teologías clásicas. Porque todas ellas afirman que cuanto hay sobre la tierra está sometido al nacimiento, a la muerte y a un perpetuo cambio, y por eso tiene un ser disminuido y un valor mínimo. Pero los astros, dotados de un movimiento constante y uniforme y eterno, merecen ser por eso la residencia de los hombres bienaventurados y de los mismos dioses, o por lo menos su modelo de vida.
Y por eso me llama poderosamente la atención este singular saber teologal que invierte el orden de las cosas y se atreve a colocar en la tierra el paraíso, y todavía me admira más la consideración de que cuanto rodea a este oasis, verdaderamente único, es una inmensa desolación, parecida a la que describe la ciencia más rigurosa al hablar del cielo con todos sus astros. Y por todas estas razones me he decidido a seguir este camino, que hace muy poco me parecía infantil e impracticable.
Y para eso no necesito suponer, como hacían los antiguos y los mismos teólogos de la Edad Media, que ese jardín primero está en un lugar de la tierra oculto para siempre a la mirada de los hombres y vigilado además por la poderosa espada de un querubín. Ni tampoco me hace falta admirar la aventura de Colón, que en su tercer viaje quiso alcanzar el paraíso y hasta creyó estar en su cercanía por la dulzura del agua, la templanza del clima, la belleza del paisaje y la proporción de los cuerpos de los indios salvajes que encontraba. Porque en este caso vuelvo a abandonar el camino seguro de la ciencia y corro el peligro de ser víctima de los delirios de una imaginación caprichosa.
9. Pues, si bien lo pienso, no hace falta que este jardín primero sea diferente de la tierra misma. Antes bien, debo creer que una forma de ser como es la existencia humana, sólo puede tener una residencia adecuada en un punto del universo igualmente único y por lo mismo incomparable con todo cuanto lo rodea. Y cuando hace mucho tiempo, ya en mi segunda meditación, para ilustrar el valor de mi posibilidad de vivir, hablé por modo de ejemplo de una piedra preciosa que no tuviese igual en todo el universo, no se me había ocurrido pensar en la Tierra. Pero ahora me doy cuenta de que sólo ella cumple esa extraña condición, pues los demás planetas y las estrellas son, mirándolo bien, tan parecidas entre sí como los granos de arena, y por eso vienen a ser el desierto en el que está este oasis verdaderamente feliz.
Y primero de describir las maravillas de esta casa donde ahora estoy junto a los otros hombres, voy a ver si cumple aquellas exigencias que, según el método adoptado por mí desde el principio, son propias del mundo teologal y que me parecían al comienzo de la meditación no sólo imposibles, sino del todo impensables. Y en primer lugar he de considerar que la tierra, como mi vida, es algo único, y tan distinto a cualquier otra región del universo, que ni siquiera tolera ninguna comparación, y todavía más, no se puede repetir ni sustituir, y en resolución tiene por todas estas propiedades un valor también infinito.
Y he de admitir además, que este universo teologal no es algo futuro ni lejano, sino plenamente actual. Pues si alguien con pujos de científico conjetura que hay otros innumerables mundos, que tenga en cuenta que estoy hablando de la que ahora es de hecho nuestra común vivienda y que tiene muy poco o ningún sentido imaginarme desde ella otros mundos físicamente inaccesibles. Pues sucede además que, mientras esos otros oasis, situados en el inmenso desierto de los cielos y separados de mí por distancias infinitas, son algo no sólo dudoso, sino puramente hipotético, en cambio esta tierra en la que habito es tan segura que ni siquiera fingidamente puedo dudar de ella.
10. Ya desde ahora tengo que esperar que esta realidad única, actual e indudable que sin ningún miedo puedo tomar por mi mundo teologal, ha de cumplir condiciones admirables y casi increíbles. Pues empezando por lo más elemental, su distancia al sol está calculada al milímetro, si tengo en cuenta las grandes magnitudes que miden todos los cuerpos del sistema solar. Y de esa forma, por oposición a cuanto sucede en los demás planetas, incluso los más vecinos, la temperatura que hay en su superficie está dentro de una estrechísima franja, que permite la aparición y el desarrollo de la vida.
Pero además me informo de que por un azar admirable ese cuerpo verdaderamente privilegiado tiene una masa capaz de retener una aire respirable, que no está mezclado con otros gases letales. Y posee también aguas saludables en proporción suficiente y una corteza sólida adecuada para soportar la población de seres vivientes terrestres. Y como su órbita es casi circular y el movimiento de rotación alrededor de su eje lo bastante rápido, me doy cuenta de que ni entre las estaciones de su giro anual ni entre el día y la noche hay una diferencia de temperatura apreciable, y así la adaptación a un medio ambiente estable es muy fácil y hasta agradable.
Por esto nada tiene de particular que esta vivienda esté decorada con la alfombra verde de las hierbas y los árboles, en número y variedad infinita. Y que en ella se originen toda clase de animales, y no sólo los peces que tienen su residencia en el agua del mar o de los ríos, sino también las incontables especies que respiran el aire, tanto los habitantes de la tierra firme, como los capaces de elevarse al cielo, gracias a la prodigiosa máquina de su organismo. Y como por efecto de la forma de la tierra y del movimiento oblicuo de su trayectoria, el clima varía en los diferentes puntos de la esfera y en los sucesivos momentos de su movimiento alrededor del sol, todos estos seres vivos tienen en su figura y en su ciclo vital una admirable diversidad.
Y por todo esto, en este domicilio común a todos los hombres puedo contemplar los espectáculos más variados e imponentes, y caigo en la cuenta de que quienes imaginaron el paraíso primero necesariamente han debido tomar la materia de su cuadro de ese original infinitamente más rico. Porque en esta piedra preciosa verdaderamente única en todo el universo veo al mismo tiempo océanos inmensos, selvas de vegetación cerrada, ríos y prados amenos, montañas altísimas donde no alcanza el pié ni casi el ojo humano, desiertos espantables, islas perdidas, todo lleno de cientos de miles de especies de plantas y animales. Y hasta tal punto me dejó suspenso esta larguísima contemplación, que la Tierra me pareció fuera de toda duda, no sólo la vivienda donde me ha tocado existir, sino además ese mundo teologal que hace poco juzgaba imposible encontrar.
11. Ya estoy oyendo cómo los entendidos de todo género, critican desabridamente estas consideraciones y se ríen de mi pretensión de situar el paraíso en la Tierra y hasta de identificarlo con ella. Y necesariamente habré de prevenir estos ataques que me llegan de mil lados y quieren echar abajo a través de las más variadas razones mi supuesto descubrimiento. Y lo que todavía es más grave, esta burla es universal, porque viene de los teólogos que menosprecian el mundo terrenal y de los filósofos que niegan lo sagrado, y así corro el peligro de convertirme, según la expresión de Pablo, en escándalo para los judíos y necedad para los gentiles.
Y para resolver todas estas dificultades, voy a emplear el mismo método que tantos resultados me dio al enfrentarme con retorcidas cuestiones de matemáticas. Primero voy a dividir el problema, en principio sumamente confuso, en las varias partes de que se compone, y lo mismo haré con cada una de ellas, hasta el momento en que tenga de sus últimos elementos una idea clara y distinta. Y después de esto, nada me impide recomponer punto por punto el conjunto inicial, que gracias a mi labor de análisis es ya objeto de inteligencia y escapa a toda duda y contradicción.
12. De esta manera, tengo que dirigirme primero a quienes se extrañan de la situación de la Tierra y de sus movimientos, tal como la he expuesto a lo largo de esta meditación. Pues todavía es doctrina universal que esta vivienda de los hombres, por una disposición natural y necesaria del mundo físico, donde no hay lugar para el azar, está situada en su centro, mientras que el Sol, la Luna y los demás astros, giran alrededor con movimiento circular e interminable, y de ello son testigos, al parecer, todos nuestros ojos. Y sería sumamente injusto si no atribuyese las ideas de mi astronomía a un sabio italiano, recientemente muerto, que gracias al uso de sus portentosos instrumentos de observación consiguió comprobar sin lugar a dudas que la Tierra rueda en torno a su eje con un movimiento diario y además acompaña a los demás planetas en su giro anual alrededor del Sol
Y yo mismo, que ahora comunico estas doctrinas de palabra y a escondidas a personas tan ilustres y generosas como escasas, tenía ya prácticamente acabado, hace casi treinta años, un tratado inspirado precisamente en esas ideas. Pero cuando tuve noticia de que la más alta autoridad de la Iglesia Católica Romana censuraba a su autor, como no quería que nadie me perturbase y me obligase a abandonar el sosiego y el retiro, que siempre han sido para mí los bienes más preciados, interrumpí prudentemente su publicación en espera de tiempos mejores para la libertad de pensamiento. Porque tengo la firme confianza de que con el paso de los años, no sólo los científicos sino la gente común, aceptará de forma unánime estos principios, tan sencillos en su formulación como ricos por sus consecuencias.
13. Pero inmediatamente se me presentó una segunda cuestión, mucho más grave, pues quienes hablan del paraíso, aunque sea terrenal, pretenden que su realidad ha de ser perpetua, sin que nada ni nadie pueda frustrar esta esperanza de futuro. Y como al parecer la vida de quienes habitamos la Tierra está sometida a la decadencia y a la muerte física, no queda otro remedio, me parece a mí, que renunciar a la ilusión de un mundo teologal interminable. Y cuando iba a dar ese paso experimenté la sensación de haber pasado por alto, hace muy poco tiempo unas palabras verdaderamente decisivas, y mirando a mi alrededor sólo pude ver los Diálogos de Galileo, como pidiendo la voz.
Y ahora, cuando los releo con mayor atención, caigo en la cuenta de que sus desarrollos científicos son muy elementales y se pueden explicar sin dificultad a ciudadanos comunes. Pero la teología que expone ya en su primer libro tiene que esperar muchos años y siglos para ser divulgada. Pues dice allí literalmente que la Tierra es admirable y llena de nobleza, precisamente por las infinitas mutaciones y generaciones que tienen lugar en ella, sin las cuales sería una soledad de arena o una inerte masa de jaspe. Y dice además, que quienes ahora tienen tanto amor a una vida terrena incorruptible, deben pensar que si en la plenitud de los tiempos los hombres hubiesen alcanzado una existencia libre de la generación y de la muerte, a ellos no les habría tocado nacer. Y ahora recuerdo que el apóstol Pedro en su segunda carta, escrita a los terceros descendientes cristianos, explica la duración al parecer indefinida del mundo y el aplazamiento de su momento final por una disposición de la paciencia de Dios, para que todos vayan a penitencia, y para que nosotros, pienso yo, hayamos tenido la oportunidad de existir.
14. Sólo me queda una última cuestión por analizar, para dar solución a este problema, que me parecía tan difícil. Pues aunque me parece que este paraíso de los hombres y su casa común tienen una forma de ser que no admite comparación con ninguna otra realidad, también debo admitir sin que haya lugar a duda, que no hemos desarrollado positivamente las innumerables potencialidades que desde un principio tienen nuestra vida y su mundo. Y en este sentido sí puedo decir que desde un principio estamos encerrados en la frustración.
Pero tampoco me parece que esto tenga demasiada novedad, porque los libros mismos de los hebreos me hablan de un paraíso perdido, de donde hemos sido expulsados. Y para eso no se necesita que quede oculto en una selva impenetrable y vigilado por guardianes armados y severos. Porque es mucho más sencillo suponer, o mejor caer en la cuenta hasta no quedar duda de ello, de que la tierra original y feliz está separada de los hombres y oculta a su mirada por nuestra universal estupidez.
Y cuando pienso en los otros libros hebreos que forman el Nuevo Testamento y son como la continuación de esta aventura de la primera pareja humana, compruebo como todos, cada uno desde su particular punto de vista están imaginando una nueva tierra que sustituya al paraíso. Y no sólo esto, sino que elevan este universo restaurado y vuelto a su primitiva pureza a la categoría teologal pues usando un vocabulario en extremo variado, lo identifican con el reino de los cielos. Y retiran de él toda violencia y opresión, hasta tal punto que las espadas se convertirán en arados y los lobos jugarán con los corderos.
15. Y no me hace falta situar ese lugar en Jerusalén, como hacen los profetas, ni poner a su cabeza un rey ungido, ni menos todavía hacer desfilar a todas las naciones para rendirle homenaje. Porque puesto a imaginar la universal restauración del paraíso primero y de acuerdo con cuanto pensé en esta misma meditación, me parece que el reino teologal ha de extenderse a la tierra entera, y sus ciudadanos seremos todos los hombres sin distinción, tan pronto como caigamos en la cuenta de la forma de ser incomparable de nuestra existencia y de su residencia única y común. Pues estoy seguro de que si llega tal momento por un nuevo y prodigioso azar de la historia, cada uno de nosotros descubrirá en su vida en forma de posibilidad ese mundo de valor infinito.
Al terminar esta quinta meditación y siguiendo el método que desde el principio he adoptado, me parece obligado hacer una reflexión sobre cuanto dije en ella, para ver si mi imaginación y mis prejuicios han introducido de contrabando alguna falsedad, o si cualquiera de sus extremos se puede poner en duda, aunque sea fingidamente. Pero otra vez caigo en la cuenta de que tal cosa no es posible, porque sólo he dicho a lo largo de esas líneas que mi casa y la de los demás hombres es la tierra y que está rodeada por todas partes de un desierto total y que en fin al ser única tiene, igual que mi vida, un ser y un valor incomparable.
Por otra parte considero que la contemplación de ese mundo teologal no me hace perezoso ni contentadizo, como si ya estuviese en posesión de sus infinitas posibilidades. Antes bien, al darme cuenta de que su olvido me ha alejado de él, hasta el punto de que está fuera del alcance de mis deseos y de mi mirada, experimento la necesidad de trabajar en la restauración de esta tierra primera y de volver a encontrar este paraíso perdido, siguiendo un camino tan fácil de pensar por su sencillez como difícil de poner en práctica. Y también esta moral elemental destinada a poner paz en todas las cosas, es tan simple como indudable y universalmente admitida por los hombres comunes.
Cómo el más seguro catecismo cabe en las catorce líneas de un soneto, y de la ausencia de toda ética a cambio de la existencia de un criterio de acción, tan indudable como actual
Meditación quinta
1. Muchas veces me he topado a lo largo de mi vida con hombres y mujeres que por una u otra causa me contradecían en mi forma de ser y de pensar y que además de esto, eran en extremo conflictivos. Pero como yo soy de naturaleza más bien tímida y como además cualquier guerra o guerrilla me pareció siempre oficio de mentecatos, he procurado convivir en paz con ellos, y con mayor o menor dificultad lo he conseguido casi siempre. En cambio si alguna vez tuve la desgracia de cruzarme con alguien que en su profesión, en su conducta y en sus ideas fuese mediocre, inmediatamente puse tierra por medio y procuré no tratarlo y no cruzarme siquiera con él.
Y cuando ahora reflexiono sobre este comportamiento mío, al parecer extraño y hasta extravagante, me doy cuenta de que no es efecto del odio, ni tampoco del desprecio, sino pura y simplemente del miedo. Porque ya he experimentado demasiadas veces cómo las formas de vida excelentes, las sociedades hazañosas e ilustres y los castillos de ideas perfectamente pensados, han venido a menos tan pronto como sufrieron la acción constante de esos dañinos roedores. Y como además nadie se fija en ellos, ni mucho menos los envidia por su propia pequeñez, pueden invadir impunemente los más preciosos palacios.
2. Y es forzoso, me parece a mí, que también el saber teologal se vea afectado por tan temibles medianías. Porque veo cómo las comunidades eclesiales de cualquier religión, después que pasa el tiempo de la inspiración primera, tienden a organizarse en una forma jerárquica, tan inflexible como privada de imaginación y de iniciativa. Y veo también que los fieles de a pié se limitan a cumplir un código de leyes formalmente muy parecido, sino igual, a los ordenamientos de derechos de las sociedades civiles completados con su sanción correspondiente.
Y me es muy fácil comprender cómo los teólogos participan doblemente en esta ceremonia de la mediocridad. Pues su doctrina sirve para justificar el orden jerárquico en que según ellos se funda la continuidad de las iglesias y para establecer los mandamientos a que han de atenerse exactamente todos los creyentes sin desviarse un punto por más o por menos. Pero además de esto pretenden investigar los más altos misterios, encerrándolos en los estrechos límites de sus humanos razonamientos.
3. Cuando me pongo a considerar qué sentimiento es la base de esta pobre teología, no tardo ni siquiera dos segundos en darme cuenta de que es la pasión del miedo. Porque me parece que la amenaza de sufrir castigos enormes y de perder bienes inapreciables produce tan universal espanto que por fuerza será un juego de niños garantizar la obediencia de todos a los pastores que dirigen la comunidad y a las leyes marcadas por los representantes de la divinidad. Y si alguien me dice que de esta forma queda del todo anulada cualquier iniciativa verdaderamente creativa y libre, tengo que contestarle que no se puede pedir al miedo lo que de ninguna forma puede dar..
Es muy cierto que los más grandes místicos de cualquier religión censuran esta teología mediocre, o –como ellos mismos dicen con exquisita educación– imperfecta. Pero como son muy pocos y su camino áspero y difícil, y como en cambio la gran multitud que les rodea va cuesta abajo, siguiendo una senda fácil y muy llevadera, y en fin libre de excesivas exigencias, me parece casi inevitable que en cualquier comunidad eclesial tenga la medianía asegurada permanente habitación.
4. Tengo que considerar ahora con toda atención los principios fundamentales de esta temerosa teología. Pues para empezar no adoptan una actitud teologal en forma de afirmación gozosa y valiente del mundo, sino por el contrario una renuncia a todas las cosas y al mismo tiempo un temor a un monarca poderosísimo, que promulga mandamientos en forma de edictos y asegura su cumplimiento con la amenaza de castigos y la esperanza de premios infinitos. Y me doy cuenta ahora de que en esta doctrina sólo el miedo es causa de mis actos, porque ante la realidad de este ser supremo en quien de hecho está ya cumplido plenamente cuanto hay de positivo y valioso, debo pensar con razón que ni a mí ni a nadie le queda por hacer algo que valga la pena.
Cuando me paro a pensar sobre la conducta moral de quienes están sometidos a esta teología del miedo, pronto caigo en la cuenta de que está privada de espontaneidad, pues obedece a un imperativo y una coacción externa más o menos violenta. Y de esta forma hace diferencia entre sus temerosos seguidores, –que nada más que por esto son ya considerados justos– y los que siguen otras confesiones o sectas, cada una de ellas con su propio código de comportamiento. Y si me fío de este rudimentario principio, yo igual que otro cualquiera, podría decir que es mala y por ello debe ser prohibida cualquier doctrina distinta a la que cada uno profesa.
Pero la pasión del miedo no se detiene aquí, pues la reflexión más superficial me enseña que la teología correspondiente a cada confesión religiosa separa a los hombres en justos y pecadores, según que obedezcan punto por punto a su ley o por el contrario traspasen atrevidamente los mandamientos del juez supremo. Y es tan elemental y rudimentaria esta dualidad ética que no hay edad de la vida ni circunstancia real o imaginaria a la que no se aplique. Porque yo mismo recuerdo cómo desde mi primera edad he leído o contemplado historias y narraciones, donde hombres y mujeres llenos de virtud y de inocencia han sufrido el continuo acoso y engaño de enemigos malignos, que a pesar de su perversión no pudieron evitar un final desventurado.
5. De todas formas juzgo que esta ética infantil de los buenos y los malos tendría justificación y hasta cierta grandeza, si la conducta de cada uno fuese del todo incondicional. Pero tal como yo la veo, depende de la amenaza de gravísimos daños o del deseo de bienes inapreciables, y no puedo distinguirla, por más que quiera, de cualquier profesión mercenaria. Y para mí que quien así actúa no es ni un punto superior a un ciudadano cualquiera que cumple las leyes para evitar la sanción establecida por la comunidad política, o a un calculador comerciante que entrega su mercancía a cambio de beneficios, tanto mayores cuanto más lejano sea su cumplimiento en el tiempo.
Y muy poco importa, me parece, que ese doble destino afecte a mi alma, que inmediatamente después de la muerte será feliz o desgraciada según se haya liberado de la materia o continúe ligada a ella. O que la divinidad, en funciones de juez poderosísimo y absoluto, sancione a mi espíritu, pesando las obras buenas o malas que han definido su vida. O que en un futuro lejanísimo y en un escenario difícil de imaginar los hombres renazcan en cuerpo y alma para recibir premios y castigos. O que en fin –tal como creían los judíos de la secta de los saduceos– los justos experimenten ya en esta vida la felicidad, porque son ricos, están llenos de salud y tienen abundante descendencia. Pues en todos estos casos y en muchos otros semejantes, nos sometemos a la obediencia por medio de la misma pasión del miedo.
6. Lo que más me admira de todas estas doctrinas es su absoluta incertidumbre. Porque yo esperaba que un motivo tan fácil de entender y de sentir como es este del miedo fuese el origen de una teología igualmente sencilla, indudable y en fin universalmente admitida. Pero ya veo que no es así y que más bien sucede todo lo contrario, pues cuanto más espantables son los castigos y admirables los premios que se anuncian, tanto más inciertos y dudosos me parecen. Y como dije en la primera meditación, no necesito en este caso ponerlos en cuestión artificialmente, porque veo que se escapan por su misma naturaleza a cualquier evidencia.
Y ahora que lo pienso, caigo en la cuenta de que necesariamente debe suceder así. Porque ese sentimiento del miedo toma en consideración los bienes y los males futuros y dirige la conducta temerosa para que evite unos y alcance los otros. Y por eso, cuando se trata de convertir el camino entero de mi existencia, es forzoso que todas estas esperanzas y amenazas se sitúen en un espacio y un futuro tan lejano, que trascienda cada uno de sus momentos, y sea inaccesible a todo conocimiento y a toda vivencia.
7. Y me doy cuenta de que esa doctrina es, sobre pobre y dudosa, increíblemente complicada. Porque si considero las difíciles narraciones sobre el ciclo de salvación y condenación, y los inciertos teologúmenos que se refieren a mi doble destinación feliz o desventurada y que de una u otra forma oponen mi libertad a la predestinación, y si encima de esto recuerdo el dualismo de las escuelas gnósticas en sus infinitas variantes, o la ley hebrea y los apocalipsis rabínicos, o en fin los preceptos y técnicas preparados para liberarme de este mundo de sufrimientos, en todos los casos veo que entro en laberintos tan retorcidos como difíciles de salvar.
Y no puede ser de otra forma, porque como todas estas amenazas y esperanzas que cruzan el entero universo y mi vida misma pertenecen a un futuro absoluto y no tienen un fundamento que por su evidencia escape a cualquier duda siquiera sea fingida, es siempre posible que los teólogos construyan sobre tan débil cimiento los castillos de ideas más contradictorios, sin que ninguno de ellos pueda imponerse definitivamente a los demás. Y sería por mi parte un gran despropósito entrar en este ilustre patio de vecindad, donde tropiezan unos con otros los razonamientos más inseguros y retorcidos, sobre todo ahora que he descubierto un catecismo compuesto de principios escasísimos, indudables y llenos de sencillez.
8. Y por si todo esto fuese poco, me llama mucho la atención que esta forma de entender la teología, además de insegura y complicada, no tiene en cuenta mi propia forma de ser, que como ya tengo escrito en meditaciones anteriores, es la posibilidad. Porque la amenaza de gravísimos males, o por el contrario el deseo de un futuro del todo feliz, de tal forma condicionan mi conducta que la proyectan en una u otra dirección disminuyendo en menor o mayor grado la indeterminación de mi vida y de cada uno de sus momentos. Y no me parece digna de digna de Dios, ni siquiera de mí, esta doctrina según la cual mis actos están sometidos a una rigurosa contabilidad y sancionados por un monarca absoluto de forma definitiva e irrevocable
Me parece que todos estos razonamientos son más que suficientes para dejar de lado una doctrina que tiene por principio la pasión del miedo y por resultado unos pensamientos increíblemente complicados y una conducta limitada y mediocre. Y estoy además bien persuadido de que, mientras no aplique mi método igual que hice en las anteriores meditaciones, nunca podré llegar a unas evidencias primeras del todo indudables. De esa forma cualquier proposición teológica seguirá siendo sumamente dudosa, porque al no tener ninguna de ellas fundamento firme, están expuestas todas a mil contradicciones.
9. Por eso tengo que poner el mayor cuidado en no apartarme ni un solo punto de las evidencias que me proporciona la consideración de mi existencia insustituible, y mi actitud de afirmación incondicional del mundo. Porque estoy convencido de que, manteniéndome fiel a este punto de partida inicial, podré poner en paréntesis la doctrina con la que los teólogos profesionales pretenden controlar mis pensamientos y mi conducta a partir de principios tan trascendentes como inciertos y complicados.
Y ahora me vienen a la memoria mis años escolares, cuando estudiábamos esta ciencia de la teología. Porque sucedía que mis profesores eran clérigos de la Compañía de Jesús y los tratados de teología seguían al pié de la letra el método y la doctrina de la escolástica tardía, y tanto los principios de fe como las proposiciones derivadas eran numerosas y complicadas. Y recuerdo también cómo abundaban los alumnos que por su despreocupación o por la dificultad del tema, no llegaban a entender las verdades más elementales, o las echaban pronto en olvido. Pero todos, incluso los más torpes o perezosos, reteníamos en la memoria y continuamente recitábamos, un cortísimo poema, que aseguraba la entrega incondicional a Dios, cualquiera que fuese nuestra esperanza de futuro.
10. Lo que más me admira de aquel soneto, que de forma tan universal y espontánea habíamos asumido y lo que me decide a pararme en él, no es sólo la sobriedad de su doctrina, sino además la decisión de dejar en suspenso las proposiciones que no pertenecen a la esencia del saber teologal. Y desde luego que no las niega, pero las somete a una crítica todavía más radical, cuando dice que su inexistencia no afectaría ni siquiera un punto a sus vivencias religiosas más auténticas, ni mucho menos a su conducta. Y por todo ello me parece una brújula preciosa para no perder el norte de mis pensamientos.
Y repasando ya con toda atención ese catecismo –el más breve que conozco y puedo recordar– descubro cómo repite por tres veces que ni el miedo ante la amenaza de castigos, ni el deseo de premios inapreciables tiene nada que ver con sus vivencias teologales, y que por lo mismo muy bien puede prescindir de ellos como de algo accidental. Y concluye, con palabras infinitamente superiores a las mías, que aunque no hubiese para él ninguna esperanza de futuro, todavía encontraría un valor absoluto y un sentido en esta misma existencia presente.
Y cada vez me admiro más de que este brevísimo poema y mi propio método, a pesar de seguir caminos bien distintos, coinciden en su momento final. Pues yo puedo poner en paréntesis cualquier destino futuro, situado más allá de la frontera del espacio y el tiempo de mi propia existencia individual. Y también este catecismo deja en un segundo plano cualquier consideración mercenaria de una recompensa o cualquier amenaza de un castigo, y por ello viene a repetir indirectamente que el núcleo del saber teologal se mantendría totalmente intocable aunque desapareciesen de la vista esos misterios ultimísimos.
11. Pero esta coincidencia entre una vivencia que prescinde del miedo y lo suprime del horizonte de la existencia, y un método que igualmente exige una evidencia inmediata y deja entre paréntesis cuanto tenga una mínima rendija de duda, no sólo afecta a las proposiciones –al mismo tiempo temerosas e inciertas– que trascienden a mi vida actual, tan segura como incomparable, sino además al enorme aparato doctrinal que les sirve de fundamento. Y para comprobar esto no necesito ir muy lejos, sino simplemente dar un repaso a la misma teología clásica que en una de sus variantes alguna vez me enseñaron.
Y en ella puedo dejar de lado, como algo inesencial a una vivencia teologal, la historia de la condenación del género humano, el nacimiento milagroso del Salvador y su exaltación después de la muerte, los prodigios con que expulsaba a los espíritus impuros o curaba a quienes tenían fe, la iglesia ordenada jerárquicamente, los sacramentos que distribuye y los santos que venera. Y también puedo prescindir de la inmortalidad del alma, del fin de todas las cosas, de la vuelta del Hijo del Hombre para juzgar al mundo en presencia de los ángeles, y del reino eterno que compartirá con los justos.
Y vuelvo a decir que para dejar de lado todas estas proposiciones, no hace falta negarlas, sino sólo advertir que no pertenecen al centro del mundo de lo santo. Y ahora necesito encontrar una verdad, que además de resistir cualquier duda, sea real o imaginaria, tenga la virtud de hacer evidente la misma esencia de la actitud teologal, Y yo no osaría seguir este camino tan arriesgado si no supiese por una repetida experiencia que después de esta universal negación puedo encontrar una nueva y más rica forma de ser, que primero estaba oculta.
12. Y de nuevo tengo que pararme en la estrofa central del ese soneto anónimo –es una simple frase de cuatro versos– para descubrir ese punto de apoyo esencial, oculto detrás de toda la complicada tramoya teológica que sirve de fundamento a la doctrina de la doble destinación. Pues lo que da a la existencia insustituible y única un valor literalmente infinito, elevando al rango de pura posibilidad cada uno de sus momentos, es la aceptación expresa de la muerte y su proclamación. Y sólo gracias a esta palabra de la cruz quedo libre para inventar incondicionalmente mi propio destino.
Compruebo además que este brevísimo catecismo, que me invita a enfrentar la muerte desde dentro de mi existencia, casa admirablemente con el resto de mis proposiciones teologales. Pues para empezar, ya en mi segunda meditación he descrito ese plazo final como un horizonte ultimo, que convierte a mi vida y a cada uno de sus momentos en un todavía interminable. Pero después, al preguntarme por una actitud teologal, me di cuenta de que encerraba una principio invisible y muy simple, a través del cual es formalmente posible una afirmación incondicional de mi mundo. Y hace poco en la cuarta meditación he colocado ese mundo sagrado, no en el inmenso desierto de los cielos, sino en este oasis terrenal, que sirve de habitación y escenario a los proyectos infinitos de los hombres. Y ahora sólo me queda decir que mi tiempo no descansa en la rueda de los siglos, ni en un entendimiento común a todos los humanos, ni en un destino feliz, inferior a la libertad que lo merece –como lo es el efecto con relación a su causa– sino pura y simplemente en su propio valor.
Y todavía me confirmo más en esta idea cuando reflexiono sobre la forma como la gente común construye su propia teología, bien alejada por cierto de los silogismos y los considerandos. Pues bien veo que esa devoción popular pasa de largo o se olvida de todas las conmemoraciones que las autoridades de la Iglesia, asesoradas por sus teólogos oficiales, introducen en el calendario, por mucha importancia doctrinal que tengan a los ojos de los sabios y prudentes. Pero en cambio recuerda y celebra de mil modos y maneras a través del arte, de la música y de procesiones o representaciones teatrales, cómo esta muerte modélica de un hombre adquiere a los ojos de todos un valor infinito.
[El soneto anónimo «A Cristo crucificado» fue publicado por primera vez en la obra de Antonio de Rojas: «Vida del espíritu para saber tener oración con Dios» del año 1628, pero su fecha de redacción es anterior y su origen incierto. La composición se ha atribuido ( entre otros muchos posibles autores) a Ignacio de Loyola, y el conocimiento que los jesuitas de La Fleche y sus alumnos, entre ellos el propio Descartes, tienen de él es, un argumento a favor a favor del fundador de la Compañía. El contenido de la composición, de máxima concisión y sobriedad hace gravitar en torno al «escándalo de la cruz» a todo el mundo y toda la actitud teologal.]
Meditación sexta
1. Ya estoy terminando la larga escalada del saber teologal, pero por muy avanzado que esté en el camino y por pocos que sean los obstáculos que me quedan por salvar, no me puedo detener en mi carrera. Porque si en este último tramo desfallezco y no alcanzo la meta, quedaré descalificado, y de nada me habrá servido todo el esfuerzo que hasta ahora a lo largo de seis meditaciones he soportado. Y en cierta forma, la reflexión que me queda por hacer es la más importante, porque su solución, precisamente por ser la final, justifica y da sentido a todas las anteriores.
Pues hasta ahora he atravesado laberintos muy complicados y he tratado los temas de la teología primera, pero todavía tengo que discurrir sobre la vida moral, que es la derivación última y el punto más concreto de esta doctrina. Y no me extraña que casi todos los pueblos hayan puesto en el primer plano de sus preocupaciones teologales este código de conducta, pues si aquellos altísimos principios quedan separados de las consecuencias que en función de ellos debo seguir en todos los momentos de mi vida, serán algo hueco y vacío. Y en sentido parecido se expresa quien dijo sabiamente que la fe sin obras está muerta en sí misma.
2. Al llegar aquí me doy cuenta del abismo que desde el punto de vista del conocimiento media entre los primeros principios de la teología, forzosamente sujetos a la duda y tan diferentes como contradictorios, y estos mandamientos comunes a todas las religiones cuando no pretenden imponerse fanáticamente en exclusiva. Porque el respeto a los demás hombres, la piedad hacia los padres, la fidelidad de la pareja, el horror a la mentira y la veneración a las cosas sagradas son lugares comunes de todas las conductas morales cualquiera que sea el credo religioso sobre el que se apoyan.
Y si bien lo pienso, no puede ser de otra manera, porque si no existiese un lazo de unión entre hombre y mujer, padres e hijos y entre todos los semejantes, y si una actitud falsamente tolerante permitiese el robo, la mentira, la mortandad y toda clase de libertinaje, entonces la vida en común sería imposible, la sociedad se desharía en mil trozos y nadie sería capaz de recomponer esta preciosa pieza de porcelana. Y nada tiene de particular por ello que los miembros de cualquier grupo humano guarden celosamente ese código de conducta, mantengan hacia él una veneración religiosa, lo atribuyan a un legislador iluminado y lo trasmitan de generación en generación.
3. Por eso las sociedades someten a severa sanción a sus miembros, cuando no se adaptan a los mandamientos que ordenan la familia, la propiedad y la vida de un pueblo. De tal forma que quienes por su espíritu áspero, su ignorancia o su inclinación congénita a la maldad son incapaces de guardar espontáneamente respeto a la tradición y las leyes, se ven forzados a ello por la pena que les aflige. En cambio quienes en la paz o en la guerra defienden la ciudad y exaltan su imagen reciben el premio y el homenaje de sus agradecidos conciudadanos.
Pero esta sanción legal, gracias a la cual las sociedades son capaces de integrar a los individuos más rebeldes y los comportamientos más caprichosos, nada tiene que ver con la existencia de una ética, derivada directamente de un sujeto y un mundo único e incomparable, y de una actitud teologal que afirma incondicionalmente todas las cosas. Por ello no aciertan en absoluto quienes llaman a la sociedad sometida a leyes, Estado religioso, ni menos todavía quienes en plena Edad Media distinguen a los cristianos, los árabes y lo judíos, porque según ellos guardan distinta Ley.
4. No necesito pensar demasiado para darme cuenta de que en este momento final de mi andadura voy a encontrar las mismas trabas, y acaso mayores que en cada uno de mis pasos anteriores. Y lo que todavía es mucho más grave, ahora me siento obligado a seguir adelante y rematar mi tarea, si es que puedo. Porque después de haberme atrevido a investigar los principios del saber teologal, que por su carácter sacra parecían inalcanzables a una mente medianamente lúcida, sería por mi parte gran cobardía suspender la indagación al término de tan largo camino.
Otra vez me veo atrapado en mil dificultades, que yo mismo me he buscado. Porque después de haber descubierto en mi propia existencia el sujeto primero del saber sagrado y de indagar por la actitud teologal que coincide con la afirmación de todas las cosas, he conseguido describir la tierra como universo sagrado y primer paraíso. Y estoy asombrado de que todavía me quede paciencia para descubrir una conducta que se corresponda con todo este mundo sagrado. Pero esta vez hago solemne y firmísima promesa de que mi meditación será la final, y de que tras confirmar los principios y las consecuencias de una moral absoluta –si es que esa moral efectivamente existe– cerraré el círculo de mis pensamientos.
5. De todas formas algo sí llevo adelantado. Porque en todas y cada una de mis meditaciones anteriores he seguido los mismos pasos, hasta llegar a una verdad imposible de negar. Y primero de nada he establecido las propiedades –por cierto muy difíciles de admitir para una inteligencia vigilante, y más difíciles todavía de merecer el consentimiento de todos los pueblos– de los primeros principios del saber de la teología.
Y después de esto, siguiendo el método ensayado hace muchos años por mí, he ido repasando todas las realidades de que tengo noticia, y eliminando como si fuesen del todo falsas cuantas no reúnen las propiedades previamente establecidas por una mente temerosa y vigilante. Y al final de esta universal depuración he tenido la suerte de encontrar unas escasas proposiciones, que además de pertenecer al mundo de lo sagrado, están fuera de toda duda. Voy a hacer lo mismo con mi conducta y si finalmente doy con una que cumpla esos mismos caracteres, y dé razón de una moral segura, me tendré por el más afortunado de todos los hombres.
6. Lo primero de todo, tengo que establecer las propiedades de esa ética, que esté conforme a mi forma de ser, a mi mundo y a la afirmación primera de todas las cosas. Y digo que sus principios han de tener un valor incomparable e infinito, pues de otro modo no tendría correspondencia con la vida teologal, que se haría monstruosa y contradictoria. Pero mi caso es mucho más grave, porque después de haber puesto en medio de grandes dificultades los primeros principios del saber y la actitud teologal, sería una gran necedad renunciar a la única pieza que falta para llenar la teología y considerar que no existe una moral de valor absoluto y que en fin, toda mi laboriosa construcción mental no me habría servido de nada.
7. Pero por otra parte ya estoy empezando a echar sobre mí toda clase de maldiciones, por meterme por cuarta vez en un laberinto sin salida. Porque además de tener una existencia incomparable, una actitud incondicional y un mundo único, ahora tengo el capricho de encontrar un comportamiento que no está sujeto a ninguna condición y que por lo eso mismo ha de ser de valía infinita. Y las aventuras que he tenido en las otras meditaciones no me han enseñado a ser prudente, sino al revés, atrevido sobre toda ponderación.
Además, –siempre de acuerdo con el método que desde un principio decidí seguir– este punto de apoyo de la vida moral, tiene que ser algo, no sólo único e incomparable, sino también actual, de tal forma que no se debe buscar en un mundo futuro, feliz o desgraciado, sino en esta misma existencia, que ahora llevo sobre la tierra. Y por si eso fuera poco, ese talismán prodigioso ha de ser capaz de dar razón de cada uno de mis momentos y de orientarme sin posibilidad de error en las circunstancias innumerables e infinitamente cambiantes de mi vida. Pero todavía tengo que cumplir una tercera condición, pero es tan exigente que de muy buena gana abandonaría la partida, si no estuviese acostumbrado a pasar por trances parecidos en las meditaciones de filosofía primera y en estas conversaciones con la más ilustre persona del reino. Porque mi conducta, además de ser infinita y actual, encima de todo esto precisa ser tan evidente que ni siquiera fingidamente puedo dudar de su valor.
8. Y voy a empezar a investigar por esa moral al mismo tiempo infinita, actual e indudable, poniendo en cuestión los principios de todas las éticas, por muy antiguas y venerables que sean y por muy ilustres creadores y defensores que tengan. Y como es mi costumbre, si en esa inquisición no encuentro un comportamiento que reúna tan dificilísimos caracteres renunciaré a toda actividad y me instalaré en un quietismo. Pero si borrando las morales inciertas e inactuales de fines limitados tengo la fortuna de dar con un principio que me exija con toda evidencia cumplir aquí y ahora proyectos de valor infinito, daré por terminadas, sin apelación, mis meditaciones.
Cuando repaso las historias de la filosofía, compruebo que sus sistemas de moral son tan diversos en especie como infinitos en número. Pero puedo separar fácilmente del montón, unos pocos de ellos, que buscan el placer inmediato, o por lo menos el estado de sosiego que acompaña a la ausencia de dolor moral y de preocupaciones. Porque, aunque sus principios y consecuencias son actuales e indudables, sin embargo están sometidos a la limitación y a la contingencia y no tienen una finalidad que verdaderamente pueda ser calificada de infinita por su valor. Me doy cuenta además de que esas éticas está cerradas en el círculo de una individualidad, por todo lo cual no se corresponden con los principios teologales que cuidadosamente he trazado: y a este grupo pertenecen sin duda los cirenaicos y la escuela de Epicuro. Otras éticas, ciertamente más generosas, ponen su objetivo en la felicidad de quienes habitan en las ciudades. Pero cuando reflexiono atentamente sobre el carácter de esa felicidad, tal como lo trasmiten los pensadores más eminentes, caigo en la cuenta de que consiste en la salud, la riqueza bien adquirida, el prestigio y la amistad de los vecinos y el homenaje de los conciudadanos. Cosas todas ciertamente muy deseables, pero que de ninguna forma tienen valor infinito, ni cuando pertenecen a un individuo, ni tampoco cuando disfruta de ellas una comunidad dichosa.
9. Después de esto tengo que suprimir todas las teologías morales, cuando cada una a su manera, proclaman los decretos de un monarca omnipotente, situado más allá de los límites del universo y del tiempo de nuestra común existencia. Porque yo no tengo evidencia de esa voluntad trascendente, ni sus principios forman parte de mi mundo, ni los mandamientos que se derivan de ellos están fuera de toda duda. Pero además las sanciones con que esa voluntad todopoderosa se aplica a premiar o castigar mis actos no son actuales, porque se trasladan a un mundo futuro, al parecer bien distinto de mi existencia terrenal, y son premios o castigos sólo potencialmente infinitos, que tienen por efecto forzar a la obediencia a través de un sentimiento servil. Y quedo lleno de espanto cuando compruebo que mis consideraciones, no sólo ponen en cuarentena cualquier sistema extraído de finalidades puramente humanas, sino que se oponen a los teólogos más ilustres, cuando quieren establecer el fundamento de la vida moral.
10. Y ahora recuerdo el singular efecto que me produjo –ya en mi residencia en las Provincias Unidas– la lectura del tratado del gran Hugo Grocio, que lleva por título «De Iure belli ac pacis». Porque dándose cuenta aquel ilustre varón de la inanidad de una moral y un derecho, que tiene por principio el conocimiento de una voluntad omnipotente, decide construir su sistema de leyes, sobre la naturaleza humana, que permanece igual a sí misma aun en el supuesto de una negación de la teología, o tomando su misma feliz expresión «etsi daretur Deum non esse».
Pero ni siquiera este extraño saber teologal, que prescinde de un principio exterior y absoluto de las obligaciones del hombre se puede sostener fuera de toda duda. Porque parte del supuesto, por lo menos dudoso de que el hombre, igual que las plantas o los animales, tiene una naturaleza determinada, cuyas máximas debe seguir. Y esta proposición, ni es evidente, ni explica los movimientos de mi libre albedrío, ni tiene un valor infinito, ni está plenamente realizada y es actual. Y en resolución, por más que lo busco, no encuentro por ninguna parte un principio incomparable, actual y totalmente indudable de mi vida moral.
11. Cuando borré todas estas éticas, tan impersonales como artificiosas, pensé si no sería prudente volver a reflexionar sobre mí mismo, puesto que allí había encontrado el principio de un saber teologal. Y otra vez caigo en la cuenta de que la vida, en cada uno de sus momentos es, no sólo algo lleno de evidencia y actualidad, sino encima de todo esto, una posibilidad verdaderamente incomparable y por eso mismo el principio más firme para montar sobre él una actividad moral, tan segura como flexible.
Y ahora me doy cuenta de que esta existencia terrenal que llevo en el cuerpo puede ser, el criterio seguro de mi paso por el mundo. Y si me aparto de ella y la pierdo de vista, quedaré del todo perdido, como una nave privada de su brújula; lo que es peor, condenado a seguir un camino fijo, sin apartarme un punto a derecha e izquierda, como esos carros que están limitados en sus movimientos por la estrecha cinta de una carretera.
12. Y cuando miro a mi alrededor, no puedo negar la existencia de otros hombres que conviven conmigo, ni siquiera ponerla en duda, por mucho que lo intente. Pero además compruebo que son semejantes a mí, pues igual que yo, tienen una única posibilidad de existir, y por eso mismo su valor es infinito. Y experimento esta cualidad al parecer incomprensible, en los momentos en que por un azar puedo ser testigo de su nacimiento y muerte, porque es entonces cuando me doy cuenta de que son insustituibles y su existencia no puede repetirse y tienen las mismas extrañas propiedades que ya he descubierto en mí mismo en la segunda meditación.
Y cuando estos hombres semejantes están presentes inmediatamente y son por eso mismo actuales, los llama la Biblia prójimos, que vale tanto como decir cercanos o también hermanos, pues pertenecen a un mismo pueblo, lugar y tiempo. Y como los oráculos del Antiguo Testamento se refieren a Israel, cuando sus libros hablan del prójimo sus palabras se refieren exclusivamente al pueblo elegido y a cuantos pertenecen a él. Pero cuando una universal revelación niega el privilegio singular de ese pueblo y cuando la violencia de los romanos destruye su templo y dispersa a sus gentes, la condición de actualidad y proximidad se trasfiere a todos los hombres.
13. Ahora sólo me falta saber –después de afirmar mi existencia y su principio– como me debo comportar con mis semejantes, puesto que tienen mi condición de ser indudables, infinitos en valor y potencialmente presentes. Y me doy cuenta enseguida de que no puedo poner ninguna condición en mi conducta hacia ellos, ni exigir un premio, o la seguridad frente a cualquier castigo, por muy grandes que sean, pues esto equivaldría a limitar una realidad de suyo incomparable.
En resolución, si el objeto de mis actos son los demás hombres, iguales que yo en dignidad, no me queda más remedio que admirar la sabiduría de la brevísima sentencia que en mis años de estudio continuamente repetían los padres de la Compañía, cuando con tres palabras señalaban el camino que cada uno debe seguir y que se resume en amar al prójimo. Porque amar quiere decir tanto como ser sujeto de una acción incondicional y por eso ser dueño del propio destino, sin quedar determinado por mandamientos y sanciones externas. Y cuando digo prójimo quiero significar una forma de ser incomparable, no sujeta a dudas y potencialmente presente. Así que esa sentencia une el sujeto de la vida moral, su primer principio y el término de su acción con toda claridad y respetando la claridad y coherencia de mi pensamiento.
14. Pero todavía tengo que establecer –si es que puedo– el criterio de mi comportamiento con relación a los demás. Porque decir que debo amarles es algo demasiado vago y confuso para orientarme en cada uno de los momentos de mi vida y para dar de lleno en el blanco de mis acciones. Y pedir de nuevo ayuda a los principios de una ética recibida, yo no sé cómo, desde el cielo o trasmitida por la autoridad de un iluminado, es renunciar otra vez a la evidencia inmediata. Además de que sus leyes son por definición generales e inflexibles y no pueden servir para una forma de ser continuamente cambiante como es mi existencia en relación con la de otros hombres.
Alguien puede decir, en vista de todo eso, que no existe un sistema de ética que sirva por lo menos de criterio de mis actos. Y para espanto de los moralistas y desesperación mía, que veo alargarse indefinidamente mi saber teologal digo que tiene toda la razón del mundo, y que debo buscar en otro principio al parecer inalcanzable, la medida de mi comportamiento hacia los otros hombres. Pero esta medida debe tener los mismos caracteres, que hasta ahora ha ido descubriendo en las otras categorías del saber teologal.
Sólo veo una cosa actual e indudable, y por si eso no bastase, también infinita en valor y variable en cada momento de mi tiempo, y es el grado en que me abrazo incondicionalmente a mí mismo. Y si lo pienso bien, este amor propio es un perfecto termómetro de cuanto debo hacer o dejar de hacer en mis relaciones con los demás. Y esta medida es además doblemente valiosa porque en primer lugar no abandona el universo inmediato y sólido de mi vida, pero además puede prescindir de cualquier código moral o religioso, promulgado en forma de edicto, y sustituirlo por un principio respetuoso de mi libertad, y tan sencillo en su esencia como rico en consecuencias.
15. Esa sabia proposición según la cual debo amar al prójimo «como a mí mismo» no es un principio del que se puedan deducir por vía de demostración verdades morales derivadas, pero a pesar de ello no me parece que esté totalmente vacía de contenido. Porque cada uno de nosotros, sabe muy bien, sin necesidad de ninguna teoría, cómo tiene que amarse a sí mismo, y por ello puede orientar su actividad con relación a sus semejantes en cualquier situación concreta. Y debo tener en cuenta que el valor absoluto que atribuyo a mi existencia, se traslada a los demás hombres que me rodean, de tal manera que todos merecen y exigen una conducta proporcionada a su condición.
Voy a dar fin a mis meditaciones de teología primera, pero si quiero mantenerme fiel al método y cumplir puntualmente todas sus reglas, tengo que enumerar uno por uno los pasos que he seguido y los escasos resultados que a través de ellos he alcanzado, para ver si hay alguno que no sea del todo indudable. Porque, aunque yo hice esto repetidamente y tuve buen cuidado de poner a prueba las verdades que sucesivamente obtenía para estar muy seguro de su evidencia y de su resistencia a los ataques más extravagantes y violentos, me parece que no está de más completar esta continua precaución con una visión de conjunto. Y quiero ser semejante a esos contables, que después de controlar a diario todas las entradas y salidas de dinero con gran minuciosidad, todavía al final de cada mes hacen arqueo en el banco para comprobar que no falta ni sobra un solo céntimo.
Y no me parece que necesite emplear muchas horas, ni siquiera minutos para alcanzar una certeza última y total de mis reflexiones en torno a este saber teologal. Pues toda la trama de mi discurso consiste en poner en evidencia que estoy viviendo y que mi existencia es una posibilidad de valor infinito porque no admite repetición ni sustitución, y que una actitud teologal abierta a la afirmación universal es tan sencilla como posible. Debo añadir que estoy sobre la tierra, un paraíso situado en el desierto inmenso que todo alrededor la rodea, y que por fin yo mismo soy el principio incondicional y el criterio actual y cambiante de la conducta que debo seguir con quienes coexisten conmigo y son de mi misma condición.