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El Catoblepas, número 57, noviembre 2006
  El Catoblepasnúmero 57 • noviembre 2006 • página 8
Del pensamiento occidental

Las escuelas occidentales

José Ramón San Miguel Hevia

Los pensadores de la Magna Grecia y de Sicilia
y su contribución al desarrollo de la astronomía y de la medicina

Cuando los medos consiguen dominar las costas del Asía Menor, el mapa político de la antigua Grecia sufre una brusca mutación. Las ciudades jónicas ven que su aventura naval entra en una decadencia tan lenta como imparable. Sus marinos ya no pueden comerciar con la burguesía urbana de la delta del Nilo después que Cambises derrota a la dinastía saita e incorpora Egipto a su Imperio. Lo que es mucho más grave, Darío el Grande domina los estrechos que dan paso al Ponto Euxino y bloquea toda la comunicación entre Mileto, sus antiguas colonias y las factorías que se extienden a lo largo de grandes ríos de Europa.

La Grecia continental por oriente y Sicilia por occidente está llamada a sustituir a los jonios de Asia, pasando poco a poco a primer plano. Pero a finales del siglo VI y principios del V son zonas de alta tensión, que sufren la doble y complementaria amenaza de los persas y los cartagineses. Esta misión fronteriza, tan gloriosa como ingrata, impide desarrollar con plena libertad una forma de vivir y de pensar propia antes de las dos victorias gemelas de Salamina y de Himera, ya en el 480.

Mientras tanto las ciudades del golfo de Tarento, en el empeine de la península itálica, van a ocupar un lugar privilegiado desde el punto de vista político, económico y cultural. Están situadas en el centro mismo del Mediterráneo, viven alejadas del peligro bárbaro y su origen aqueo les hace, hasta cierto punto, neutrales en los conflictos entre los medos y los demás helenos. En esas condiciones, Síbaris y su antepuerto de Laos en el Tirreno, Metaponto y Crotona forman una confederación político-religiosa a la sombra del santuario de Hera, la antigua diosa de Argos.

Como estas comunidades son prácticamente equidistantes de los pueblos que costean el gran mar, tienen relaciones pacíficas con todos ellos. Por otra parte su densidad de población y su cercanía las convierte pronto en el emporio económico del occidente. La mayor parte de las noticias que los historiadores antiguos trasmiten sobre Síbaris y su descomunal opulencia son desde luego pura leyenda, pero lo que quieren decir a través de esa caricatura es rigurosamente cierto. Cuando a finales de siglo la confederación se deshace por efecto de una guerra civil y la ciudad queda arrasada, los ciudadanos de Mileto guardan un riguroso luto oficial por la muerte de sus mejores clientes.

Pitágoras

Precisamente al golfo de Tarento –concretamente a Crotona– se traslada después del 540 un exiliado de la isla de Samos, descontento con la política que allí lleva Polícrates. Los testimonios sobre la vida de Pitágoras –su origen divino, los sermones a los habitantes de Crotona, la transmisión verbal de su pensamiento a los primeros discípulos, y su publicación progresiva a partir de la segunda o tercera generación– lo presentan como fundador de un nuevo evangelio, el de la ciencia. Pero este brillante lanzamiento publicitario impide saber con la mínima exactitud qué parte de la doctrina pertenece al maestro y cuál otra a las primeras escuelas.

Dos cosas son ciertas en todo caso. La primera que el área de influencia del pitagorismo llega hasta toda la Magna Graetia y la isla de Sicilia, de tal forma que ninguna escuela ni pensador itálico puede olvidar esta doctrina, aunque sea para criticarla en aspectos a veces decisivos. La segunda, que este nuevo saber abarca por su contenido la geometría y de acuerdo con ella las otras ciencias que dan proporción y armonía al mundo y al hombre, la astronomía, la música y la medicina. Además los filósofos occidentales que no están afectados por ningún conflicto político inmediato y urgente, pueden continuar el estudio de la naturaleza, siguiendo el camino marcado por los primeros jonios.

Los primeros pitagóricos

Las doctrinas de los pitagóricos, tal como las trasmiten los doxógrafos y sobre todo Aristóteles, son un puzzle de escuelas y de épocas distintas, que van desde mediados del siglo VI hasta bien entrado el IV a de C, pero precisamente por esto importa conocer el núcleo del sistema, que permanece inalterable a lo largo de esas dos centurias. En primer lugar los números enteros, identificados con los puntos de la geometría y con los átomos de la física, son el arkhé, el principio primero del que se componen todas las cosas. Todos estos puntos-átomos, pueden medir cualquier magnitud, porque están contenidos en ella n número de veces, siendo n una cantidad finita. La realidad, tal como la entiende la primitiva escuela, es un agregado discontinuo de indivisibles.

La primera dimensión, representada simultáneamente por las rectas de la geometría y por las cuerdas de los instrumentos musicales confirma brillantemente la ecuación entre los números y las cosas. El descubrimiento –seguramente debido al propio Pitágoras con la simple medición de las longitudes del monocordio– de que los intervalos básicos de la escala corresponden a relaciones entre los cuatro primeros enteros, es suficiente para confirmar la fe y el entusiasmo místico por las matemáticas.

La tetraktys, que se figura a través de diez puntos ordenados en forma de triángulo equilátero resume de golpe toda la estructura del número musical,

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pues comprende de abajo arriba una cuarta (4:3), una quinta (3:2) y una octava (2:1) –y los pitagóricos tienen tal veneración por este misterioso símbolo que sobre él hacen sus juramentos.

Igual que la línea se corresponde con los sonidos de la música, la superficie que es el producto de dos números –iguales en el caso del cuadrado y desiguales en una figura oblonga– es lo mismo que el color. El estudio de la geometría plana es otro de los grandes logros de Pitágoras y no es imprudente atribuir al propio maestro o a sus discípulos inmediatos, no sólo una investigación sobre los números pares o impares –siempre representados espacialmente– sino el mismo teorema del triángulo rectángulo.

Sin embargo las primeras consecuencias del gran descubrimiento son tan desagradables para los mismos pitagóricos, que están censuradas por la disciplina del secreto, propia de la primera comunidad. Se atribuye a Hipaso el hallazgo, o por lo manos la publicación indiscreta del teorema según el cual el lado y la diagonal del cuadrado forman un par de líneas tales que ningún número, por pequeño que sea, pueda medir a las dos. El descubrimiento de ese número irracional –justo lo que ahora se dice raíz cuadrada de dos– parece invalidar la teoría de que toda la realidad es un agregado discontinuo de un número determinado de puntos-átomos.

No parece que los pitagóricos de la segunda mitad del siglo VI hayan conocido todos los sólidos regulares, a pesar de que la leyenda les atribuye la gloria de este descubrimiento. Sí les pertenece en cambio la construcción de un cubo, que representa en el espacio el producto de tres números iguales, y probablemente de una pirámide formada por un agregado de cuadrados, que decrecen en magnitud de acuerdo con determinada ley. Desde luego, en este mundo de tres dimensiones el cuerpo más perfecto es la esfera, pues define la máxima regularidad de los volúmenes que se pueden inscribir en ella.

También ahora las escuelas del golfo de Tarento mantienen la correspondencia entre los sólidos geométricos y las realidades físicas, por lo menos en el ámbito concreto del mundo astral. Según ellos la tierra, el sol, los planetas y todas las estrellas son esféricas, porque exigen por su carácter más noble y divino tener la figura mejor. Además giran en torno al centro común manteniendo entre ellos intervalos análogos a los de la escala musical y componiendo una gigantesca sinfonía que el hombre no percibe, precisamente porque está desde siempre hundido en ella. Esta mística de la ciencia denuncia otra vez la proximidad a la primera predicación del maestro

Los primeros pitagóricos explican el origen del mundo a partir de un doble principio, masculino y femenino. Efectivamente el proceso es análogo al nacimiento y crecimiento de un ser vivo, tal como lo entiende la biología de mediados y finales del siglo VI. La semilla inicial procede íntegramente del macho, y situada luego en el interior de la hembra como en un recipiente, crece allí hasta alcanzar su plenitud de desarrollo.

Análogamente la primera unidad de donde todo surge está rodeada por el infinito y desde allí respira el vacío, identificado con el aire, creciendo hacia fuera y desdoblándose hacia dentro en los distintos seres que articulan la realidad física. El par cosmogónico masculino-femenino tiene según esto una conexión inmediata con la dualidad luz-tinieblas, o también lleno-vacío, a la que hace oscilar hacia un biologismo e incluso un animismo. Esta doctrina, indudablemente arcaica, tiene una importancia central a la hora de interpretar el Poema, que a su vez la aclara y la rectifica.

Tanto Pitágoras como sus seguidores sostienen enérgicamente la idea de la reencarnación del alma del hombre, que debe transitar desde un cuerpo a otro hasta que alcance su total liberación gracias a la contemplación de los números. Esta creencia está viva todavía en pensadores muy posteriores como Empédocles y el mismo Platón y permanece casi inalterable desde su formulación hasta el siglo IV.

Un poco más tardía, pero en todo caso anterior a Parménides, es la teoría de la escuela médica de Crotona, según la cual el alma es la armonía de potencias (dynámeis) opuestas. Alcmeón su creador tiene una fuerte individualidad y no puede ser encerrado en una escuela rígida y conventual, pero sus ideas son una prolongación y un complemento del pitagorismo. En rigor no hay ninguna contradicción entre sus tesis y las de sus maestros, pues la misma melodía puede trasponerse permaneciendo íntegra, a distintos instrumentos.

En fin, hay un texto atribuido a Filolaos, pero probablemente apócrifo, que por su carácter arcaico parece referirse a las primeras escuelas del golfo y que trasmite una teoría sobre el hombre y el ser vivo en general muy interesante. Según él nuestros cuerpos están hechos de lo cálido en todos sus miembros y esta propiedad luminosa y ardiente les obliga a respirar aire frío, que inmediatamente expulsan. Así pues el cuerpo vivo, igual que todo el mundo físico, es dual y está hecho de luz y tinieblas, lleno y vacío.

Parménides

En el área geográfica de la Magna Gretia, favorecida por una paz estable, una economía cada vez más rica y el impresionante florecimiento científico y filosófico representado por las primeras generaciones de la escuela pitagórica, aparece ya en el último tercio del siglo VI a de C. la figura de Parménides. Su Poema es tan seguro por su forma –está escrito en el lenguaje inequívoco de los hexámetros– como enigmático por su contenido, y merece desde siempre la atención fervorosa y polémica de todos los intérpretes.

Según Apolodoro, Parménides nace en el 540, justo en el mismo año de la fundación de Elea, y florece en el año 500 coincidiendo con el nacimiento de su mejor discípulo Zenón. Ahora bien, esta datación parece totalmente artificial, pues toma como puntos de referencia un suceso histórico colectivo y una cronología generacional, en la que cada filósofo entrega su relevo al sucesor en el momento de su floruit.

A falta de otra indicación precisa, vale más aceptar el testimonio de Platón, que reúne a los dos grandes maestros de Elea con Sócrates en las Grandes Panateneas, entre el 450 y el 445. Entonces Zenón tiene sólo cuarenta años, mientras que Parménides es un anciano, que ha cumplido ya los sesenta y cinco. Según esto su nacimiento se puede fechar aproximadamente entre el 515 y el 510 y su madurez en el 475.

Parménides nace y vive en Elea, una colonia fundada por los jonios focenses después de una larga marcha por mar huyendo de los invasores medos. La ciudad está situada en la Lucania, mirando al mar Tirreno, aproximadamente a unos cien kilómetros al sur de lo que ahora es Nápoles. Tiene dos barrios, uno al norte y otro al mediodía, separados por una puerta, estratégicamente colocada en el punto más estrecho de un desfiladero natural. Esta puerta arcaica, que sólo se puede cerrar desde el sur, proporciona una segunda y segura línea de defensa ante el eventual ataque de cualquier enemigo.

Elea está muy cercana a una gran línea comercial que va desde Mileto a Crotona y Síbaris, y desde aquí desemboca por carretera en Laos, junto al Mar Tirreno, para comerciar con los pueblos etruscos, burlando la vigilancia que la marina de Calcis mantiene sobre el estrecho de Mesina. Por el mismo camino llegan las ideas de los últimos epígonos de la filosofía jónica y de las primeras escuelas pitagóricas, esparcidas ya por todo el golfo de Tarento. El Poema de Parménides es, entre otras muchas cosas, un intento de revisión crítica de todos estos pensadores tan cercanos en espacio y tiempo.

Un texto de Platón sin pretensiones de precisión histórica dice que la escuela eleática comienza con Jenófanes «e incluso antes». Hay que compararlo con otro testimonio paralelo, según el cual Homero y Epicarmo son los fundadores de la doctrina seguida después por Heráclito. Como quiera que sea, Aristóteles, tomando la palabra a su maestro, sugiere a título de hipótesis que Jenófanes es el fundador de la escuela de Elea, y finalmente Teofrasto afirma categóricamente este origen y al mismo tiempo unifica artificialmente a los dos pensadores, convirtiéndolos en una especie de peripatéticos avant la lettre.

Esta tradición, cuyos eslabones es muy fácil seguir, no tiene el más mínimo fundamento histórico. Jenófanes lleva una vida errante, difícilmente compatible con el establecimiento de una escuela. Su actividad se centra en la isla de Sicilia y no en la península itálica. En fin y sobre todo, por el contenido de sus sátiras contra Homero, Jenófanes es un teólogo monoteísta que ataca a la mitología clásica, y no se refiere en ningún fragmento de su obra a cuestiones ontológicas o físicas.

En cambio es mayor y más creíble el número de citas que relacionan a Parménides con los pitagóricos. Soción, a quien sigue Diógenes Laercio, ha podido seguramente contemplar el templo que el filósofo dedica a Aminias, que lo ha convertido a la vida contemplativa. Este oscuro personaje del que no se conserva ningún fragmento ha pasado a la historia nada más y nada menos que por ser el maestro de Parménides. Por su parte Proclo, tomando como base la historia escrita por Nicómaco, lo sitúa en el área intelectual del pitagorismo y Jámblico lo incluye en su minucioso catálogo, junto a una pléyade de filósofos sobre todo de Crotona, Metaponto, Tarento y de las demás ciudades de Italia del sur y de Sicilia.

Resulta entonces que Parménides, por la época y lugar en que nace y por la educación que según los testimonios más seguros y numerosos recibe, cae dentro del área intelectual del pitagorismo. Esto no quiere decir que sea un miembro, siquiera sea disidente, de la escuela, ni que su doctrina sea un calco más o menos fiel. Sí quiere en cambio decir que el Poema sólo adquiere pleno sentido cuando se le sitúa en el contexto de los problemas y soluciones que los pensadores del golfo de Tarento adelantan en torno al mundo.

La dialéctica

El Poema escrito por Parménides y las aporías de Zenón son los primeros ejemplos de aplicación de la prueba dialéctica a la filosofía. Desde luego que los dos pensadores de Elea no sacan de la nada esta lógica de la palabra. Es muy probable que se hayan basado en la práctica de la argumentación forense o política, adaptándola a nuevos objetos de estudio. Esto supone un cierto desarrollo de la vida pública de las ciudades estado de Sicilia y la Magna Graetia, que en el primer cuarto del siglo V estrenan democracia.

Todo proceso dialéctico comienza por una interrogación, que plantea al interlocutor una alternativa cuyos dos miembros son contradictorios. La finalidad y el sentido de este interrogante inicial consiste en hacer expresa la opinión que defiende el virtual adversario y que va a servir de punto de partida a la discusión.

Pero al lado de esta opinión ajena, que lleva durante toda la argumentación dialéctica una vida en extremo agitada, esta primera pregunta deja en la sombra la propia doctrina. Es una segunda alternativa, contradictoria con la elegida por el rival, que permanece olvidada y como en estado de vida latente, y que únicamente queda sugerida al final por el resultado negativo de la hipótesis opuesta.

A partir de esta doctrina elegida por el adversario, se deducen con todo rigor sus consecuencias lógicas. Puede suceder que esas consecuencias sean todas falsas, que sean verdaderas pero contradictorias entre sí, o tercera posibilidad, que lleven a un callejón sin salida que deja intacto el problema inicial. En todos los casos el supuesto inicial queda totalmente falsado, y su negación verificada indirectamente.

Sólo queda por hablar del resultado al que llega la argumentación dialéctica. Porque no se trata de una demostración apodíctica cuya conclusión está internamente penetrada de necesidad de tal forma que su carácter factual queda totalmente absorbido y anulado por la total racionalidad del proceso. Tampoco del conocimiento de una realidad en sí y por sí a través de la intuición de un hecho puramente contingente y extraño a cualquier categoría formal.

La conclusión dialéctica es un extraño tertium quid entre los extremos de la prueba lógica y la intuición de la existencia. En primer lugar, por efecto de la reducción al absurdo del enunciado contradictorio, una proposición queda establecida como algo totalmente necesario porque su negación es imposible, pero por efecto del carácter indirecto de la prueba dicha necesidad aparece totalmente ajena y externa a la proposición. La escuela de Elea y en primer lugar Parménides introduce en la filosofía esta nueva y brillante forma de razonar.

El camino de la verdad

La introducción al Poema no está separada de su cuerpo, pues por su estructura anuncia alegóricamente el esquema general de una y quizás de las dos partes. Ciertamente el carro que lleva al filósofo y los dos caballos que le arrastran probablemente imitan los poemas de Hesíodo y en consecuencia son sólo un marco literario. En cuanto al escenario de la carrera parece una reproducción de la propia ciudad de Elea, del largo camino que comunica sus dos barrios siguiendo un desfiladero natural de norte a sur, y de la puerta de separación situada en su punto más estrecho. Pero esta brillante puesta en escena se complementa muy pronto con una serie de símbolos, cuyo sentido y mutua conexión son suficientemente claros, expresivos y dignos de atención.

«...las jóvenes Helíades, dejando atrás la casa de la noche, se apresuraron a llevarme a la luz, quitando con sus manos los velos que cubrían sus cabezas. Allí están las puertas de la noche y el día, sostenidas arriba y abajo por un dintel y un umbral de piedra. Elevadas en el aire se cierran con enormes jambas, cuyas llaves de doble uso guarda la severa Justicia. Pero las jóvenes doncellas con melosas palabras la convencen para que quite pronto de las puertas el fiador del cerrojo.»

En primer lugar, el poeta filósofo va dejando atrás la casa de la noche y avanza hacia la casa del día. El inicio y el término del camino son dos polos radicalmente opuestos entre sí, que se excluyen recíprocamente. Sería muy tentador ver aquí una representación del primer pitagorismo, tanto más cuanto que la luz y las tinieblas son precisamente los dos términos que trasladan al mundo visible el radical dualismo de la escuela.

Pero hay algo en todos estos símbolos que ya desde ahora aleja a Parménides de sus maestros. Ciertamente, los opuestos son dos, pero el camino del carro es único y avanza en busca de la verdad hacia uno de ellos, justamente la luz o la casa del día. Desde el punto de vista de la realidad ambos principios son iguales, pues se excluyen recíprocamente, y no admiten entre ellos un tercero, pero desde el punto de vista del conocimiento uno de ellos, la noche, queda fuera de juego.

Las doncellas Helíades que guían el carro, y que justo en el momento de llegar al día se quitan el velo de sus cabezas son una figura tan clara como brillante de los ojos, abiertos al despertar. Al ligar por medio de este nuevo símbolo al sueño con la noche y a la consciencia vigilante con el día, Parménides remacha todavía más la idea de que uno solo de los dos términos en oposición puede llevar al saber.

En su camino el carro encuentra, guardada por la vigilante Justicia, una enorme puerta situada entre la noche y el día. La disposición de esta puerta es muy curiosa. Por supuesto sirve para establecer una división tajante entre las dos casas, pero también las comunica directamente de tal forma que al salir de cada uno de ellas se entra sin más en la otra. Según esto, el día y la noche son disyuntos y complementarios, pues además de estar totalmente separados no existe nada que se interponga entre los dos.

Por lo demás esta separación está reforzada por la presencia de la vigilante Justicia. Esta diosa cumple en Grecia la función de mantener y restablecer el equilibrio cósmico situando a cada cosa en el lugar que corresponde e impidiendo que salga de él. Sus leyes son imperativas y establecen con inexorable necesidad el orden que todo debe seguir. Cualquiera de estos sentidos, y más todos juntos, sirven para subrayar y aclarar los símbolos y las ideas que Parménides desarrolla en la introducción del Poema.

Después que el carro cruza el umbral de la puerta y entra en la casa del día, una diosa anónima le da una larga bienvenida y le anuncia a través de ella una revelación al parecer decisiva. El tono solemne y dramático del Poema quiere dar a entender que se acerca a su momento fundamental.

«Pues bien, te voy a hablar, y tú escucha y trasmite mis palabras. Sólo dos son los caminos del pensar. Que el ser es ser y no es no ser es el camino de la evidencia y acompaña a la verdad. Que el no ser es necesariamente no ser, ese, te lo aseguro, es un camino inviable. Porque nunca podrás conocer lo que no es, ya que es imposible, ni expresarlo en palabras. Pues lo que se piensa, es.»

Lo primero que hace falta poner de relieve es el radical isomorfismo de la introducción y de esta primera parte del Poema. Efectivamente, también ahora aparece un par de opuestos, significados por los términos ser y no ser, lo mismo en modo infinitivo que indicativo. Estos opuestos duales se excluyen recíprocamente en la misma formulación del dilema, pero además para que el paralelo sea más completo la misma diosa se va a encargar de separarlos tajante y airadamente, calificando a los hombres que los mezclan de ignorantes, bicéfalos, sordos, ciegos y tribu sin criterio. Y todavía después, en el fragmento VIII reaparece la Justicia, la misma que guarda las puertas del día y de la noche, para asegurar esta incomunicación absoluta entre los dos principios.

Claro está que para el conocimiento sólo uno de los dos caminos es viable, el que deja atrás el no ser y va hacia el ser, mientras que el camino inverso es una vía cerrada. Ciertamente, en ninguno de los fragmentos, ni directa ni indirectamente, Parménides establece una cláusula existencial negativa con relación al no ser. Sólo dice que este extremo del dilema no se puede pensar ni expresar con palabras, hasta tal punto que el objeto del conocimiento queda totalmente identificado con el ser. De esta forma el Poema reitera en una aparente tautología todo lo que su preludio ha adelantado de forma simbólica.

Teofrasto, al comentar el dilema de Parménides y su inmediata continuación, no sólo excluye el pensamiento del no ser, sino también su misma existencia, pues es una pura nada (oudén). Las consecuencias de esta interpretación son verdaderamente catastróficas. Efectivamente, la negación existencial del no ser convierte a la realidad en un continuum único e inmóvil y hace de raíz imposible el mundo plural y cambiante. La presunta vía de la verdad se cierra sobre sí misma, eliminando la mera posibilidad de una ciencia.

No hay en los fragmentos, por ahora, asomo de esta reducción ontológica, pero sí hay en cambio una doble reducción metódica, porque el Poema elimina dos ódoi, dos caminos, o por imposibles o por contradictorios. Es inviable, en primer lugar el camino del no ser, porque es de suyo lo impensable y anónimo. Pero tampoco hay que seguir el otro camino que mezcla internamente el ser y su negación, y esta vez por tratarse de una conexión radicalmente contradictoria.

La dialéctica del ser

El dilema de Parménides no es el punto de partida de un razonamiento apodíctico, sino la proclamación de un doble enunciado, al parecer tautológico, que acusa de contradicción y de falsedad a sus negadores, cumpliendo en todo el contexto del Poema una función dialéctica. Los partidarios de la opinión contraria según los cuales la realidad, además de ser discontinua, es una mezcla inseparable de un principio positivo y otro negativo son en primer lugar los pitagóricos cuando afirman que el mundo respira el vacío circundante, creciendo hacia fuera y desdoblando las cosas hacia dentro. Son además los últimos jonios y en particular Anaxímenes de Mileto, que admite un doble proceso de condensación y rarefacción, según que el espacio interno del universo disminuya o aumente. Todos ellos desobedecen al enérgico mandamiento de la Justicia, que separa tajantemente al ser y al no ser.

«No fue (el ser) ni será, ya que es ahora unidad continua. Entonces ¿qué origen le vas a buscar? ¿Desde dónde creció?. No te voy a permitir que pienses o que digas que del no ser, porque el no ser no se puede decir ni pensar. Además, si procediera de la nada ¿ qué necesidad le impulsó a crecer después y no antes?. Así pues es preciso, o que sea en su totalidad o que no sea en absoluto. Y como tampoco puede ser verdadero que del no ser nazca algo a su lado, resulta que en ningún caso la Justicia permite que empiece o se anule, porque no afloja las cadenas que con toda firmeza retiene. La alternativa es clara : o hay ser o no hay ser, pero necesariamente se ha decidido abandonar un camino, que es impensable y anónimo (porque no es el camino de la verdad), mientras que el otro es presencia y evidencia... De esta forma queda suprimido su nacimiento y su destrucción es increíble.»

El fragmento octavo se estrena con una prueba indirecta en tres tiempos contra la cosmogonía pitagórica, que asimila el nacimiento y el crecimiento del universo con el de un ser vivo respirando el aire-vacío. Dos primeras aporías, representadas por otras tantas interrogantes, establecen la imposibilidad de pensar que el ser crezca a partir del no ser, una porque abandona el camino de la verdad y toma un sendero totalmente inviable, la otra porque mantiene intacto el problema inicial, embarcándose en un proceso al infinito. La aporía final excluye que el no ser dé origen a su lado al ser, esta vez por reducción al absurdo y en virtud de la separación recíproca de los dos principios, garantizada por la rígida Justicia. Finalmente, al quedar falsada la hipótesis cosmogónica, la teoría contraria que asegura la perennidad de los seres queda confirmada con toda necesidad.

La continuación del fragmento, y particularmente los versos 22 al 26, son un ataque a la discontinuidad y división interna del ser de acuerdo con el esquema de la prueba dialéctica. «No es divisible, pues es totalmente homogéneo. Porque si hubiese más aquí, ello interrumpiría su continuidad y si hubiese menos, entonces no estaría todo él lleno de ser. Así pues todo es continuo, ya que el ser está en contacto con el ser.» Esta nueva propiedad deja fuera de juego, no sólo la cosmogonía y la filosofía discontinuista de los pitagóricos, sino además el pensamiento de la escuela jónica tardía, concretamente de Anaxímenes.

Efectivamente, si el ser es lleno, continuo y homogéneo no se puede explicar el nacimiento, la trasformación y desaparición de las cosas por un proceso alternante de condensación y rarefacción. «Mira cómo las cosas están al propio tiempo dispersas y firmemente unidas ante la mente, que no permitirá que el ser abandone su carácter de ser, ni dispersándolo totalmente según un orden ni volviéndolo a reunir.» En todos estos fragmentos Parménides falsa una detrás de otra las alternativas de sus eventuales adversarios, que por uno u otro camino terminan tropezando con el dilema inicial.

Por otra parte el ser es inmóvil (akíneton), primero porque es internamente inalterable, de forma que su nacimiento, su anulación y hasta su trasformación cualitativa han quedado sucesivamente eliminados a través de la prueba dialéctica que cubre la primera parte del fragmento octavo. Pero además «como está contenido dentro de sí mismo, descansa sobre sí y allí mismo permanece de forma constante». Dicho en otros términos el ser es su propio tópos y en consecuencia su lugar interno es constante y rígido. Otras dos expresiones subrayan enérgicamente esta nueva propiedad: «Está inmóvil dentro de los límites de recias cadenas ya que la poderosa Necesidad lo retiene por medio de las ataduras que lo sujetan alrededor.»

La inmovilidad, entendida como rigidez, exige que los contornos del ser permanezcan siempre constantes, y que por consiguiente tenga un límite inalterable. El límite juega un doble papel, pues cierra al ser sobre sí mismo haciéndole completo y acabado y rechazando fuera de sus fronteras al impensable y anónimo no ser. Evidentemente, esta plenitud definitiva que es un nuevo argumento contra Anaxímenes, queda asegurada de forma indirecta. Si el ser fuese mínimamente deficiente le faltaría algo y estaría internamente afectado por su negación y si el no ser no fuese deficiencia absoluta forzosamente tendría que admitir la indeseable compañía de su opuesto.

El ser continuo y rígido tiene que ser además homogéneo en todos sus puntos, y para demostrarlo aparece otra vez la implacable dialéctica de Parménides. Efectivamente, sólo pueden hacerle perder su homogeneidad el no ser o el ser. Ahora bien, el no ser está radicalmente excluido del continuo, y por su lado el ser es del todo compacto, sin que haya en él un más o un menos. El paradigma de la esfera, igual desde su centro en todas direcciones, sirve para ilustrar su total coincidencia consigo mismo.

En esta última aproximación el ser queda caracterizado como un volumen compacto, un sólido, y todas sus demás propiedades están rigurosamente conexas entre sí formando un perfecto círculo lógico. Y no sólo excluyen la mera posibilidad de una cosmogonía de tipo pitagórico o jónico tardío sino que convierte en puros nombres lo que los hombres llaman nacer y morir, ser y juntamente no ser, lo mismo que la alteración del «tópos» y la variación de la superficie visible. La verdadera realidad es con relación a estas apariencias, ingénita e inmortal, continua, rígida y limitada.

Antes de entrar en la segunda parte del Poema conviene hacer un resumen negativo de la vía de la verdad. En primer lugar Parménides no dice en ella –y ha tenido muchas ocasiones de decirlo– que el no ser no exista. Sólo afirma solemnemente que no se puede ni pensar ni nombrar, más todavía que el ser y el no ser se excluyen recíprocamente, de tal forma que cada uno no puede admitir en su interior el principio contrario. De esta forma quedan falsadas las cosmogonías de los primeros pitagóricos o de los jónicos últimos y mortalmente herido el principio de discontinuidad.

En segundo lugar tampoco dice que el universo sea una realidad cardinalmente una. Dice que el ser, único objeto del pensamiento, es internamente continuo, indivisible y lleno, sin que haya dentro de él trozos de no ser que lo puedan hacer fragmentario y discontinuo. Por otra parte sólo si la idea de ser es una se pueden deducir todas sus propiedades a través de un riguroso razonamiento.

Y por fin Parménides no niega la realidad del movimiento. Sólo dice que el ser es internamente inalterable y que al estar contenido dentro de sus propios límites que no puede trascender, es rígido, limitado y compacto, de forma que cualquier trasformación de su tópos interno es absolutamente imposible. El punto de partida de la vía de la verdad, no es la inexistencia del vacío, del número y del movimiento, sino la recíproca exclusión del ser y del no ser. Y la necesaria conexión entre todos los fragmentos del Poema radica precisamente en este único principio.

La vía de la opinión

La segunda parte del Poema no pretende llegar a conclusiones lógicamente verdaderas, ni por medio de un razonamiento apodíctico ni negativamente a través de la prueba dialéctica. Sus afirmaciones relativas al mundo físico y al hombre son meros subproductos de la vía de la verdad, más concretamente, son la única posible explicación de las cosas, luego que el dilema ha condenado enérgicamente a todas las cosmogonías vigentes en la época.

Inmediatamente llama la atención y sorprende el paralelismo que guardan entre sí las distintas partes del Poema. En la introducción aparecen dos opuestos, la casa del día y la de la noche, que se excluyen recíprocamente y están tajantemente separados, bien entendido que sólo uno de ellos ofrece la posibilidad del conocimiento. En la vía de la verdad hay también dos caminos excluyentes, el del ser y del no ser, pero sólo uno de ellos es viable, porque el no ser no se puede pensar ni decir.

Ahora se repite una vez más dicho esquema. Las formas que configuran el mundo físico son también dos, la luz y la noche invisible, dos principios que se rechazan violentamente. Los mortales los juzgaron opuestos y les asignaron propiedades de raíz contradictorias, de un lado la luz etérea de la llama, sutil y totalmente igual a sí misma, y del otro la noche oscura, densa y cerrada.

Estas formas llenan entre las dos toda la realidad, sin que entre ellas exista una tercera. En la medida en que se excluyen mutuamente son totalmente contradictorias, pero en esa misma medida son también complementarias, pues nada se interpone entre una y otra. La semejanza entre tal dualismo y el que preside el resto del Poema es cada vez más acentuada.

Pero Parménides dirige en estos primeros fragmentos de la vía de la opinión una severa crítica a quienes defienden sin reserva esta doctrina. «Los hombres mortales –en ello justamente está su error– han decidido dar nombre a ambos principios, siendo así que no tiene sentido nombrar a uno exactamente de los dos.» El dualismo pitagórico pretende dar el mismo valor desde el punto de vista del conocimiento y la palabra tanto a la luz como a la tiniebla, que es de suyo invisible (adaê) e innombrable.

Justo ahora adquiere el Poema su total coherencia. Del mismo modo que en la introducción es uno solo el camino que va de la noche al día, del mismo modo que la diosa advierte después que el camino del no ser es inviable, también ahora al nivel del mundo visible, una sola forma tiene nombre. El Poema, tomando como base la doctrina dual de los pitagóricos, bascula decididamente hacia la columna donde están lo definido y la luz, porque sólo allí encuentra la inteligencia y la presencia de la verdad.

La teoría de las mezclas

La primera parte del Poema, justamente por su carácter dialéctico, describe por modo de negación las propiedades del ser. El ser no nace ni se anula, no es divisible ni condensable por ser continuo y compacto, no se mueve internamente, porque al estar contenido dentro de sus propios límites mantiene rígidamente su tópos. En una palabra, la vía de la verdad expresa, no lo que el ser es, sino lo que necesariamente no es.

Pero después de desarrollar este proceso dialéctico que anula las teorías filosóficas entonces al uso, y después de trazar el esquema de la vía de la opinión paralelo en sus líneas generales con el resto del Poema, la diosa que habla a Parménides da un paso más y promete revelar la ordenación de todas las cosas para que ningún hombre le aventaje en conocimiento. Así pues, la teoría que desde ahora avanza el filósofo tiene la pretensión de salvar todas las contradicciones que los primeros fragmentos lanzan contra sus rivales dialécticos y además quiere ser la única explicación auténtica de la realidad, de tal forma que quien la posee tenga un saber ciertamente insuperable.

Los últimos fragmentos del Poema son muy breves y no mantienen entre sí la continuidad de la introducción y de la vía de la verdad. Por otra parte se refieren a cuestiones en extremo diversas, desde la astronomía, la física, la embriología hasta la explicación del propio conocimiento. Sin embargo hay una teoría que se repite constantemente de modo directo o indirecto, ocupando más de la mitad de esta segunda parte y centrando todo su contenido. Según ella lo que por convención se llama nacimiento es en rigor una mezcla de elementos, que a distintos niveles de la realidad forman los cuerpos compuestos.

Efectivamente, dejando de lado las fragmentos 10 y 11 –que son la introducción y el anuncio del sistema astronómica que vendrá más tarde– todos los demás, desarrollan y aplican a las distintas realidades la teoría de las mezclas. En 12 Parménides presenta una maqueta del universo, que es el escenario donde reside y actúa la deidad central, que es principio del nacimiento y de la unión de los sexos, y en ese sentido su hijo y el primero de los dioses es precisamente Erôs. Una oportuna traducción al latín de Caelius Aurelianus describe los variados efectos de las mezclas de la semillas del varón y la mujer, y el carácter feliz o desventurado que el nacido adquiere en cada caso (18). Por fin el fragmento 16 se refiere al conocimiento humano, que es también la consecuencia del encuentro (krásis) de los elementos errantes.

Si es cierto que la teoría de las mezclas es el núcleo de la segunda mitad del Poema, entonces esta parte, no sólo es paralela por su esquema a la introducción y a la vía de la verdad, sino que también mantiene con ellas una rigurosa coherencia por razón de su contenido. En efecto una vez que la cosmogonía jónica tardía, con su doble proceso de condensación y dilatación queda eliminada, y después que la introyección del vacío en el ser continuo y compacto se ha demostrado absurda, no parece ilógico sino todo lo contrario presentar una doctrina que esté a salvo de todas las contradicciones anteriores. Parménides –y también los filósofos de Siracusa y de Agrigento– sustituyen el biologismo de los primeros pitagóricos por un atomismo teológico, que respeta la continuidad interna del ser y explica la formación de los compuestos mediante la acción de una deidad encargada de unir «los elementos errantes».

A pesar de todo, la vía de la verdad llega a conclusiones necesarias y rigurosamente racionales, mientras que los últimos fragmentos parecen la mera descripción de un factum, pero esto se debe al carácter polémico del Poema. El momento negativo de la prueba dialéctica es justamente aquél que concluye lógicamente, mediante una reductio ad absurdum de la opinión del adversario. Su momento positivo en cambio es la presentación de otra teoría, que en sí misma es puramente contingente, pero que se salva de cualquier contradicción. Y esos momentos juntos son como la cara y la cruz de una argumentación, que sólo queda acabada cuando integra a los dos.

La astronomía de Parménides sólo se conserva en un escuálido fragmento que aplica al mundo visible el dualismo de los opuestos luz-tiniebla, heredado de sus maestros pitagóricos, después de someter a una enérgica cura todos los prejuicios cosmogónicos. «Las coronas más estrechas –dice– están llenas de fuego puro y las que vienen después son una noche, donde corre una cuota de fuego. En el centro está la deidad que todo lo gobierna.» Hay que compararlo con un texto –atribuido a Filolaos, pero que con toda seguridad pertenece por su arcaísmo a las primeras escuelas del golfo de Tarento– según el cual el fuego es por naturaleza el elemento más noble, y está situado al mismo tiempo en el centro del mundo y en su periferia.

Sin embargo este esquema astronómico sólo interesa a Parménides porque es el escenario donde el dios dirige el gobierno de todas las cosas «pues al hacer que la hembra se junte con el macho y al revés el macho con la hembra, es el origen del apareamiento y del doloroso parto». Es oportuno comparar el texto con el testimonio de Simplicio, según el cual los miembros más auténticos de la Escuela ponen al fuego central en el interior de la Tierra, para que desde allí comunique a sus partes más frías el calor vital.

El texto fundamental de embriología explica el nacimiento por la unión proporcionada o malograda de opuestos, y en este sentido enlaza con la teoría de Alcmeón de Crotona, que ha definido a la salud como una isonomía o justo temperamento de los pares de potencias que configuran al cuerpo. «Cuando el varón y la mujer mezclan a la vez las semillas del amor, la fuerza que actúa en las venas a partir de sangres opuestas moldea cuerpos bien construidos, si guarda una exacta proporción. En cambio cuando estas fuerzas están en lucha al mezclarse las semillas, y no se hacen una en el cuerpo resultante de la mezcla, serán nefastas y maltratarán el sexo del niño que nace, por efecto de su doble origen». Según esto el carácter andrógino de ciertos individuos tiene su explicación y al propio tiempo pone de manifiesto la dualidad de los dos principios que se juntan para dar origen a un único ser.

Hay que pensar que en el pitagorismo el par cosmogónico y embriológico varón-hembra tiene dos funciones ontológicas diferentes, una positiva y negativa la otra. El universo figura un gigantesco ser vivo, que crece hacia fuera y se multiplica hacia dentro por introyección del vacío exterior, y análogamente la semilla del animal o del hombre procede íntegramente del varón y encuentra en la mujer sólo una residencia provisional. Es Parménides quien antes que nadie convierte al nacimiento en una mezcla, una krásis de principios complementarios, producida en el hombre y por extensión en todos los cuerpos compuestos por la imparable fuerza del amor.

También el conocimiento, incluso el intelectual, se explica gracias a la misma teoría de las mezclas, si se hace caso al fragmento 16. «En la medida en que cada uno mantiene la unión (krásis) de sus miembros errantes, en esa misma medida está presente a los hombres su entendimiento. Pues en todos y en cada uno de los humanos la configuración de sus miembros es lo mismo que piensa, y el pensamiento es lo lleno (pléon).» Según esto, la unión y la plenitud de todos los elementos de que el hombre está compuesto permite conocer lo que por naturaleza es indeficiente, mientras que su separación o su aflojamiento hacen que el pensamiento se desvanezca.

Tan ilustrativo como el propio fragmento es la lectura entre líneas de la incoherente glosa atribuida a Teofrasto. En principio supone que la krásis se efectúa entre dos entes elementales, la luz y la noche o lo frío y lo cálido, los dos igualmente positivos. Pero el texto de Parménides le obliga a hacer una serie de concesiones, entrando nada menos que seis veces y a propósito de otras tantas cuestiones independientes, en contradicción con la exégesis inicial. De ese modo uno de los dos principios, por supuesto la noche, se convierte al nivel del conocimiento en una entidad puramente negativa, hasta el punto de desaparecer al final del comentario, reducida a una deficiencia, (eclípsis), de luz. (Teofrasto comienza su glosa dando la misma importancia desde el punto de vista del conocimiento a los dos principios, pero casi inmediatamente admite que cuando predomina el fuego el pensamiento es mejor y más puro, de tal forma que el frío juega más bien un papel de equilibrio. Esta contradicción inicial se duplica cuando, inmediatamente después de la presentación del fragmento, dice que la memoria y el olvido son efecto también de la mezcla de esos dos elementos y de su dominio alternativo, dando a entender implícitamente que la plenitud del recuerdo corresponde a uno de ellos, y al otro en cambio la total vacuidad del olvido.)

Es muy difícil ponderar la importancia de Parménides en la historia de la filosofía griega. Por una parte representa un punto de inflexión y una ruptura dialéctica con la cosmogonía de los últimos jonios y de los pitagóricos. Además la teoría según la cual el ser es internamente inalterable, de forma que la composición del mundo sólo se explica por una yuxtaposición o mezcla puramente exterior, es el marco dentro del que estarán situados todos los pensadores del siglo V, lo mismo en Italia y Sicilia que más tarde en Atenas y en las ciudades del Egeo. El heredero inmediato y más fiel será, por supuesto su discípulo y amigo Zenón, pero también Empédocles acusará su impacto en una mayor lejanía geográfica y humana.

Pero a continuación –y esto es más grave– acusa a Parménides de que es incapaz de decidir si el hombre conoce o no conoce en caso de que el fuego y el frío se mezclen a partes iguales, con lo cual afirma una vez más de forma indirecta pero bien clara, que uno de los dos principios es totalmente negativo. En fin el frío o la noche pierden su nivel primero y desaparecen del todo, porque el cadáver, por oposición al hombre vivo, deja de ver la luz o de oír el sonido por deficiencia (eklípsis) del fuego. Afirmar que el muerto ve lo no luminoso y oye el silencio y que en consecuencia todo lo existente, es una contradicción definitiva.

Empédocles

Los testimonios conjuntos de Diógenes Laercio, Aristóteles y Simplicio permiten situar con la máxima aproximación el nacimiento de Empédocles en la segunda década del siglo V. Pertenece a una de las familias más ilustres de Akrágas una ciudad fundada por los rodios de Gela en la costa suroeste de Sicilia en el 580, que en su momento de mayor expansión llega a tener cincuenta mil habitantes. Por la época y por el lugar en que le toca vivir es verdaderamente privilegiado, pues su filosofía recibe la triple influencia de los pitagóricos, de Parménides y su escuela, y de los médicos de Crotona capitaneados por Alcmeón. Además tiene la oportunidad de asistir y de ser uno de los protagonistas del conflicto político que en su ciudad y en toda la isla mantienen los antiguos tiranos y oligarcas con los partidarios de las nuevas ideas demócratas.

La agitada y variadísima vida del filósofo novelada por la imaginación de Diógenes Laercio, adquiere relieve gracias al dominio insuperable de una actividad que los griegos ponen por encima de otra cualquiera y que define antes que nada al ciudadano, la palabra. El filósofo es el hombre público más venerado de Akrágas y sus oficios son verdaderamente regios –profeta, cantor, médico o príncipe– porque sabe hablar, y también escribir en prosa o verso, de modo verdaderamente magistral.

A pesar de su talante aristocrático organiza en Akrágas un movimiento popular contra la oligarquía, que sustituye por una magistratura trianual en donde tienen parte todos los ciudadanos. Cuando después de tiempo la tiranía amenaza con volver otra vez, convence al pueblo para que abandone sus diferencias y mantenga primero que nada la igualdad. Esta mezcla de altanería y de espíritu democrático recuerda a su contemporáneo Pericles con quien parece tener una relación lejana pero nada accidental. En efecto, Glauco asegura que pasó a la colonia de Turios inmediatamente después de su fundación por los atenienses en la Olimpiada 84 (444-441) y Apolodoro hace coincidir con esta fecha histórica nada menos que el floruit del filósofo.

De todas formas estas noticias son inseguras y sólo acreditan todas ellas juntas una determinada actitud política. No se puede dudar en cambio del testimonio de Aristóteles, que atribuye respectivamente a Zenón y a Empédocles el descubrimiento de las dos grandes técnicas de lenguaje de la democracia directa, la dialéctica y la retórica. El filósofo va a ser el modelo y el maestro de todos los oradores de Sicilia y sobre todo de Gorgias, que abrirá más tarde tienda en Atenas para dar sus lecciones y elevar el arte de hablar al rango de ciencia.

En cambio su otra actividad política –de ser cierta– es propia de un discípulo de los pitagóricos, que al aplicar su geometría a la organización de las ciudades se convierten en grandes urbanistas. Al parecer Empédocles, solicitado por los ciudadanos de Selinonte, cercana a Akrágas, consigue sanear los pantanos que la rodean, librándola de la peste y haciéndola habitable por medio de una complicada labor de ingeniería.

Pero el filósofo no se limita a ser dirigente político –su personalidad en este solo aspecto es ya extraordinariamente compleja–. Además es un fisiólogo insigne y el creador de una de las grandes escuelas clásicas de medicina. Su obra fundamental –Peri Physeôs– es en rigor un tratado de biología filosófica en dos mil versos y está dedicado a Pausanias, un médico eminente de Akrágas. Los escasos fragmentos que se refieren al mundo físico sirven para establecer una rigurosa homogeneidad entre los componentes de toda la realidad y los de cada ser vivo, y son al propio tiempo el escenario donde se va a representar el brillante espectáculo de la vida con todas sus variantes.

Su obra específicamente médica es también considerable si hacemos caso a Diógenes Laercio. Está escrita en prosa probablemente y se ha perdido o disuelto entre la inmensa enciclopedia del Corpus Hipocraticum. Pero se sabe con certeza que el maestro de Akrágas es, después de Alcmeón, uno de los primeros que han proporcionado un soporte teórico al arte de curar y que su teoría de los elementos es una de las aportaciones más fecundas y más duraderas a la fisiología y a la psicología de los temperamentos.

Empédocles se dedica también a la práctica de la medicina con resultados espectaculares y hasta milagrosos. Una serie de testimonios repetidos aseguran que ha sido capaz de volver a la vida –no se sabe bien en qué circunstancias– a una mujer «que ya no respiraba» en medio de la perplejidad y aun de la veneración de sus conciudadanos. Por otra parte sus ensalmos y encantamientos son el inicio de una técnica de curación por la palabra, una primitiva psicoterapia, que todavía resalta más su figura de taumaturgo. Además de estos tratamientos ciertamente teatrales, es seguro que su dominio de la teoría y de la aplicación al diagnóstico de enfermedades le convierten en un clínico del todo excepcional.

Finalmente el filósofo alterna sus actividades políticas y su dedicación a la medicina con la vocación de profeta y reformador. Su mensaje es ciertamente revolucionario, pues se opone de raíz a la religión tradicional, centrada en el sacrificio de los seres vivos y en la comida comunitaria de su carne. El derramamiento ceremonial de la sangre es justamente el símbolo de la caída de la humanidad y de toda la naturaleza bajo el dominio de la separación y del odio.

Empédocles quiere cambiar esta simbología religiosa y al propio tiempo invertir el sentido de la historia hacia una concordia de los hombres entre sí y de todos con la naturaleza. Precisamente las primeras comunidades pitagóricas son las pioneras de este movimiento, que tiene su expresión más elemental en la práctica de una enérgica dieta vegetariana y en la teoría de la emigración del alma, que por derramar sangre se fragmenta en cada uno de los individuos.

La segunda obra de Empédocles está escrita también en verso –un máximo de tres mil y probablemente menos de la mitad– y anuncia cómo ha de ser la vía de la liberación del hombre caído para volver a la unidad original. Además según varios testimonios se viste con el uniforme de profeta –manto de púrpura, cinturón de oro, corona de laurel y sandalias de bronce– y predica de boca la misma doctrina, a todos cuantos habitan en Akrágas y sus contornos. Y las estrafalarias versiones de su muerte permiten por lo menos conocer la inmensa veneración que todos sus conciudadanos le profesan.

La naturaleza

La obra de Empédocles que después los doxógrafos bautizan con el nombre tópico de «Peri Physeôs» está fuertemente influida por el maestro Parménides. Sus espléndidos hexámetros siguen la misma forma métrica del Poema, aunque con un estilo infinitamente más variado y barroco que el modelo. El vocabulario y los conceptos puntuales son también comunes en muchos puntos: el carro y la Musa de la introducción, los ojos y oídos y lengua como instrumentos del conocimiento primero, la esfera original, los «mortales», los necios que anulan lo que es.

Pero sobre todo, los dos filósofos poetas coinciden en los principios, complementarios entre sí, que vertebran su pensamiento. En primer lugar el ser es, no solamente ingénito e inmortal, sino también internamente inalterable, porque no es afectado en ningún sentido por el no ser. En consecuencia, la aparición y desaparición de las cosas y todas sus trasformaciones son en realidad una mezcla o una separación. El origen de esta composición en rompecabezas del mundo físico es un dios, Erôs en el Poema, Philía o Afrodita en la fisiología de Empédocles.

Los dos tratados se diferencian a partir de este común punto de partida por su esquema general y por su contenido. Mientras que el Poema desarrolla en la vía de la verdad mediante pruebas dialécticas todas las propiedades del ser en recíproca conexión, Empédocles se limita a subrayar en pasajes tan breves como contundentes los resultados de la investigación de Parménides, y en particular la imposibilidad de que nada comience ni se anule. «De lo que en modo alguno existe es inconcebible que nazca nada y que lo existente desaparezca por completo es tan imposible como increíble» (12).

En cambio la teoría de las mezclas, cuyas líneas generales trazan los escasos y escuálidos fragmentos de la vía de la opinión, tiene en Empédocles un tratamiento reiterativo y –si no fuese por la brillantez de sus hexámetros– monótono. Los textos son en este punto tan precisos como abundantes, y hasta se puede decir que la mayor parte de la fisiología del médico de Akrágas es una formulación central o una aplicación a cada viviente y a cada función biológica de esta hipótesis inicial.

El contenido de estos dos poemas complementarios es también distinto. El ser de Parménides es plural para las sensaciones pero conceptualmente uno, hasta tal punto que sus propiedades se derivan lógicamente de su simple afirmación y de la correspondiente negación del no ser. En cambio Empédocles admite hasta cuatro seres elementales –la tierra, el agua, el fuego y el aire– cada uno de ellos ingénito, indestructible y cualitativamente inalterable.

Por otra parte la divinidad encargada de organizar la composición del universo a partir de estos principios no es simple como en el Poema, sino dual. Al lado de la Philía, cuya función es juntar elementos distintos para formar un compuesto complejo –igual que las letras del abecedario o los cuatro colores de la pintura en Grecia– hay una fuerza opuesta que es la responsable de la separación y de la muerte. La Philía y el Neíkos –discordia, enemistad o repulsión– mantienen en toda la realidad y en cada ser vivo un equilibrio inestable, y en correspondencia un movimiento oscilante según que predomine uno u otro de los dos.

Empédocles imagina el escenario donde se desarrolla el espectáculo de la vida bajo la figura de un huevo cósmico, rigurosamente homogéneo con los infinitos seres mortales que en él montarán su representación. El Esfero, a pesar de su nombre, no es tan sencillo como el universo de Parménides, compuesto sólo de anillos alternantes de luz y de tiniebla invisible. Al contrario que su modelo encierra ya los cuatro elementos y al lado de ellos las fuerzas o divinidades opuestas del Amor y de la Discordia.

Sólo unos pocos y breves fragmentos de Empédocles, así como el testimonio balbuceante de los doxógrafos permiten conocer la estructura del Esfero inicial con una cierta aproximación. La tierra y el agua ocupan el centro, mientras que el aire y el fuego se desparraman alrededor, y estas dos parejas de elementos son semejantes a la yema y la clara del interior del huevo. En cuanto a su parte exterior, su cáscara, está formada por aire sólido, efecto según unos del calor, como el barro, según otros del frío, como el hielo. En fin, también la Philía y el Neíkos se distribuyen sus papeles de forma igual en esta primera organización del universo, pues una separación o a la inversa, una mezcla total de los elementos, son dos extremos igualmente acósmicos.

Empédocles describe cómo en este escenario inicial la vida se desarrolla en sus infinitas formas en un proceso doble y alternante. Esta vez los textos son amplios y tan numerosos que el poeta tiene que emplear un vocabulario casi selvático para no caer en la monotonía. Llama a los seres primeros raíces, elementos, inmortales, divinos, y les asigna diversos nombres propios, tomados de la mitología.

Los fragmentos 8 y 9 en la seriación de Diels establecen de forma expresa que ni los primeros principios por su carácter inalterable y perenne, ni tampoco los seres compuestos nacen y mueren, hablando con un mínimo rigor. Pues lo que los hombres llaman nacimiento –y a esa convención se acomoda el filósofo– es sólo una mezcla y la muerte es la separación de lo que previamente estaba mezclado. La misma idea se retoma en 21: «todos son iguales en dignidad, pero al entremezclarse unos con otros se convierten en una cosa distinta cada vez, sin dejar nunca de ser ellos mismos» y en 23 que compara esta composición con las tablas votivas que componen los pintores griegos, combinando precisamente cuatro colores.

Uno de estos elementos llama poderosamente la atención, y es precisamente el aire. Los pitagóricos lo identifican con lo invisible –las tinieblas– y también con el vacío, y Parménides parece situarlo en la tabla de la noche y del no ser. En cambio Empédocles afirma de forma expresa y tajante su existencia y corporeidad, y las asegura mediante sus observaciones sobre la pipeta, que retiene los líquidos o los deja caer por los agujeros del fondo, según que se tape con la mano o se descubra, permitiendo que el aire presione.

Empédocles se va a enfrentar con una difícil alternativa, pues el universo físico no admite el vacío, pero tampoco parece una unidad compacta. La solución –a medio camino entre el discontinuismo de los pitagóricos y el continuismo de los eleáticos– es tan heterodoxa como el propio filósofo. Los elementos no se mezclan yuxtaponiéndose, sino entrelazándose mutuamente. En este proceso cada uno de ellos puede ser considerado desde dos puntos de vista complementarios e inconciliables. O bien activamente como una nube discontinua de corpúsculos, o bien pasivamente como un continuo taladrado de agujeros. Por eso el ambiguo fragmento 13 dice que ninguna parte del todo está vacía, ni tampoco demasiado llena.

En todo caso Empédocles construye esa extraña teoría pensando en los seres vivos y en sus funciones. Explica concretamente el mecanismo complementario de la circulación de la sangre y la respiración a través de un proceso semejante al de la pipeta, que deja pasar el agua por sus poros sólo cuando el aire exterior no hace presión. Considera análogamente a los sentidos como unos filtros adecuados para recibir en cada caso una nube de corpúsculos de distinto tamaño y forma. Su vocación de fisiólogo y de médico aparece en casi cada uno de los versos de su poema.

Los cuatro principios de todas las cosas están sometidos a dos fuerzas contrarias, también inmortales y divinas, que producen en el cosmos un doble movimiento alternante e inverso. La nueva idea está generosamente documentada en el Peri Physeôs en largos pasajes, paralelos y reiterativos, sobre todo el 17, 20 22, 26 y 35 en la seriación de Diels. El nacimiento y la destrucción de los seres mortales sigue un doble camino, pues primero se combinan todos los elementos bajo la acción de Philía, y después en sentido inverso se vuelven a separar movidos por la Discordia funesta.

De esta forma, en la medida en que lo uno se genera a partir de lo plural, y en un segundo momento la fragmentación del uno vuelve a la pluralidad, en esa medida los seres mortales, están sometidos al nacimiento y la muerte. Pero en cambio los elementos de que están compuestos, las dos fuerzas contrarias del Amor y del Odio y el mismo movimiento alternante que producen precisamente por ser contrarias, todo esto permanece inalterable e igual, bien sea por su propia naturaleza o por su carácter circular.

Empédocles llama en la mayor parte de los casos al dios o fuerza que integra a los cuerpos mortales Amistad, pero alterna este nombre propio con otros muy sugestivos –Afrodita, Cipris, Gozo, Harmonía– que recuerdan al Daímon de Parménides y en menor medida a la doctrina del alma de los pitagóricos y de Alcmeón. Efectivamente la Philía es una fuerza independiente de los compuestos en los que se hace presente, y su efecto es la unión de los elementos contrarios y su perfecta integración en una unidad superior. Hay que tener en cuenta por consiguiente que esa causa primera de la unión trasciende por su mismo carácter causal la armonía que es su efecto propio.

El ámbito de acción de la Philía abarca sobre todo, según testimonio de los fragmentos, al mundo de los seres vivientes. Su progresiva penetración en el universo hace que los complementarios se deseen y crucen y sean causa –igual que en el Poema– del nacimiento. Pero si además las raíces opuestas en vez de separarse siguiendo cada una su camino se integran en unidad, el nuevo ser crecerá hasta llegar a la plenitud de la vida floreciente. La Amistad explica así la aparición de cada una de las formas de vida –la infinita diversidad de las plantas, los peces y moluscos, las aves y las fieras, los varones y las plañideras mujeres– y también la formación de los órganos y de sus funciones biológicas –los huesos, la sangre y la carne, los incansables ojos, la respiración y hasta el pensamiento–. Por su contenido la obra del filósofo de Akrágas es un tratado sobre la physis, más exactamente una fisiología en el actual sentido de la palabra.

Lo que Empédocles llama Neíkos, significa por su esencia Odio y por sus efectos innumerables Discordia. Esta fuerza, opuesta y complementaria a la Philía, se encarga entre otras cosas de separar a los elementos que configuran un ser vivo, causando su enfermedad y muerte. No se trata de algo episódico y sin importancia, sino de un concepto decisivo y hasta diferencial. Quien prescinda de él volverá con unos pocos arreglos a la teología de las mezclas, tal como está insinuada en el Poema y después desarrollada por los filósofos de Siracusa.

En cambio, la existencia de dos fuerzas contrarias en conflicto que sucesivamente predominan, imprimen un movimiento cíclico y pendular al universo. De esa forma dan razón de su eternidad, de sus estaciones alternantes y sucesivas, del proceso reiterativo de la vida y la muerte, y todavía más, del círculo interminable de las reencarnaciones. De este último tema escribe Empédocles en su segundo gran poema –Las Purificaciones– inspirado en la doctrina religiosa de los pitagóricos acusmáticos.

La reforma religiosa

Efectivamente, la Philía y el Neíkos no limitan su acción al universo de la biología, sino que tratan de explicar los momentos, también pendulares, de la historia. Es precisamente en esta dimensión nueva donde se inscribe todo el ambicioso y sugestivo programa de reforma religiosa, predicado por Empédocles y recogido en los escasos pero claros fragmentos que tratan de la liberación espiritual del hombre.

La primitiva Edad de Oro de los hombres está marcada por el signo de la concordia de cada uno con los otros y de todos juntos con la naturaleza, y simbolizada por una religión –totalmente opuesta a la mitología helena– donde estaba totalmente proscrito el sacrificio de sangre. «No estaba entre ellos ni el dios Ares ni Kydoímos ni Zeus el rey ni Krónos ni Poseidón, porque sólo reinaba Cípris. Se aseguraban de sus favores con ofrendas piadosas, con dibujos de animales y con perfumes de exquisita fragancia, quemando mirra pura e incienso oloroso y dejando caer al suelo libaciones de rubia miel. La sangre de los toros no inundaba el altar, pues la mayor abominación para los hombres era arrancarles la vida para devorar sus nobles miembros» (128). Naturalmente que este estadio inicial y feliz se desarrolla bajo el dominio de la Philía, representada por Cípris o Afrodita, que integra en unidad a todas las realidades complementarias que constituyen la humanidad y su mundo.

Los protagonistas de esta edad feliz son «los dioses que viven mucho tiempo, ricos en honores». No tienen desde luego una existencia eterna, igual que los cuatro principios y las dos fuerzas contrarias que actúan pendularmente. Pero el predominio casi total que entonces ejerce Philía sobre Neíkos proporciona al universo y a sus habitantes una existencia larga y estable.

El pecado original que obliga a abandonar este paraíso está simbolizado por el sacrificio sangriento que es la ceremonia central de la liturgia recién estrenada, y la síntesis de la nueva forma de vivir y de entender las cosas. Al poner su confianza en la funesta Discordia el hombre rompe la continuidad y olvida el parentesco de todos los seres vivos y se separa bruscamente de la naturaleza. El crimen es tanto más nefando cuanto que se prolonga en la comida ritual de la carne, algo que Empédocles, siguiendo la tradición del primer pitagorismo condena severamente y sustituye por una dieta más que vegetariana.

La aparición de Neíkos afecta además al interior de cada hombre y de cada mortal, porque fragmenta en mil trozos la armonía universal. Ciertamente, la Philía mantiene dentro de todos los vivientes la proporción de los elementos, pero en la medida en que está contaminada por la Discordia se dispersa en infinitos seres, que sólo pueden existir sucesivamente en las formas de vida más contradictorias. Empédocles acusa la doble influencia de Alcmeón y de los pitagóricos primeros, pues dice simultáneamente que el alma es una armonía, pero tiene que vagar todo lo que dura un ciclo cósmico, sin encontrar un asiento definitivo, «por poner la confianza en el Odio funesto».

Pero se acerca el momento y con Empédocles es ya llegado, en que la humanidad y toda la naturaleza de los seres vivos abandonen el dominio de Neíkos y vuelvan al paraíso perdido. La avanzadilla de esta edad dichosa, su primer apóstol y evangelista, es un hombre de inmenso saber –casi con toda seguridad Pitágoras– que cuando concentra su espíritu es capaz de recordar los acontecimientos de diez o veinte generaciones humanas (129). Después de él aparecen unos individuos excepcionales que –igual que el filósofo de Akrágas– «están destinados a renacer como dioses llenos de honor» (146).

Al revés que sus maestros pitagóricos que por lo menos en la primera generación forman un estamento cerrado y no permiten que sus secretos salgan fuera de los muros de la Escuela, Empédocles es un predicador popular que dirige sus palabras a todos sus conciudadanos. «¡Amigos que habitáis la ciudad que se despereza a lo largo del rubio Akrágas en lo más alto de la villa! A vosotros saludo, porque os dedicáis a nobles acciones, sois un abrigo hospitalario para el extranjero y no conocéis la bajeza.» El contenido de su predicación, que no se conoce con detalle, coincide con todas las actividades que desarrolla en su azarosa vida, y son un buen resumen de su pensamiento. «Me sigue una multitud de millares y me preguntan dónde está el camino de su provecho. Unos necesitan oráculos, otros tratan de oír la palabra que los libre de las enfermedades, pues desde hace tiempo están sometidos a espantosos dolores.»

 

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