Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 57, noviembre 2006
  El Catoblepasnúmero 57 • noviembre 2006 • página 13
Artículos

Happy ante el espejo:
mentes, conducta y etología cognitiva

Iñigo Ongay

A partir de los hallazgos de un grupo de etólogos norteamericanos con la elefanta «Happy» se ofrecen algunos comentarios ontológicos y gnoselógicos acerca de diversos desarrollos recientes de la llamada «etología cognitiva»

1. Elefantes, delfines y chimpancés: la «mente animal» ante el espejo

A finales de Octubre de 2006 un eminente equipo de etólogos comandados por el famoso primatólogo Frans de Waal del Centro Robert Yerskes de la Universidad de Emory (Atlanta, Georgia) informaban a la revista Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de Ciencias de EUA de sus observaciones relativas a la conducta de «Happy», una hembra de elefante asiático (Elephas maximus, según la nomenclatura binaria linneana), que parecía haber reconocido su propia imagen especular ante un espejo de 2,5 metros de lado situado por los investigadores en el hábitat del mamífero. De hecho, de un grupo de elefantas – llamadas Happy, Maxime y Patty– procedentes del zoológico del Bronx, sólo la «dichosa Happy»{1} habría sido capaz de superar lo que en etología se conoce como «prueba de la marca», tratando de este modo de limpiar una mancha de pintura en su frente orientándose para ello por la imagen reflejada en el espejo, y ello por mucho tampoco, los restantes sujetos hubiesen reaccionado ante «su imagen» como si de otro individuo de la especie se tratase (por ejemplo, desarrollando etogramas «agonísticos» de ataque o de fuga, pero también repertorios conductuales de «juego», de «cortejo»), con ello, como lo rubrica el propio Frans de Wall, estos paquidermos irrumpían, de modo acaso no tan inopinado, «en la élite cognitiva del reino animal», sugiriendo incluso los autores del informe «una evolución cognitiva convergente (respecto de los primates), posiblemente relacionada con la complejidad social y la cooperación» teniendo ante todo en cuenta la estructura jerárquica de las manadas de elefantes tal y como se desenvuelven en su entorno ecológico. En este sentido, nos dice Joshua Plotnik, otro de los firmantes del informe publicado en Proceedings que «La complejidad social del elefante, su bien conocido comportamiento altruista y, por supuesto, su gran cerebro le convertían en una especie lógica para la prueba frente al espejo.»{2}

Ahora bien, ¿qué otras especies aparecerían inclusas en semejante «élite cognitiva» a la que se refiere Frans de Waal? A juzgar por los resultados arrojados por los estudios más recientes, otros miembros de este «selecto club» parecerían serlo los delfines{3} por caso, pero también los orangutanes (aunque curiosamente no tanto los gorilas{4}) y como es habitual en estos casos, los chimpancés comunes y los bonobos.

En particular fue precisamente Gordon Gallup Jr. y su equipo de colaboradores quienes a partir de 1969 comenzaron a observar la conducta de chimpancés comunes preadolescentes situados ante espejos de cuerpo entero. Según nos lo trasmite este investigador, aunque tales animales comenzaran por reaccionar como si la imagen especular correspondiese a otro individuo, muy pronto pudieron aprender a utilizar el espejo para observar sus propias muecas –por ejemplo, su «cara de juego»–, para explorar el interior de la boca o para efectuar conductas de auto-aseo y espulgamiento. Todo ello, vendría, al decir de Gallup, a apuntalar la presencia de «autoconciencia» en estos primates, una «autoconciencia» por lo demás, central en la adquisición de lo que los psicólogos cognitivos denominan «teoría de la mente» –para muchos dicho sea de paso (pensamos ahora en el filósofo americano Daniel Dennet{5}), el criterio decisivo de «personalidad»– esto es, la atribución empática de «estados mentales subjetivos» a otros sujetos de la misma o de diferente especie. En efecto;

«(...) los organismos conscientes de sí mismos están en una posición única que les permite utilizar sus experiencias como medio de representarse las de otros. Cuando se ve a alguien en una situación parecida a otra que yo ya he vivido, se supone automáticamente que su experiencia será similar a la propia. Aunque puede que sea cierto que no hay dos personas que experimenten el mismo acontecimiento de la misma manera exactamente, como miembros de la misma especie que somos compartimos los mismos mecanismos sensoriales y neurológicos; luego tiene que haber una considerable coincidencia entre las experiencias de unos y de otros. Es más, una vez que se sabe cómo influyen los acontecimientos externos en los estados mentales propios (y viceversa), pueden crearse modelos de los estados mentales de los demás. Pongamos un ejemplo. Imagínese que un perro vuelve a su casa un día claramente alterado y con espinas de puercoespín clavadas en el hocico. Su dueño puede llevarlo al veterinario para que le quite las espinas o tratar de extraérselas él mismo usando unas pinzas. Si optara por lo segundo, lo pasaría muy mal durante el proceso, pues aunque no experimentase dolor directamente, a medida que tirara de las espinas y contemplara la reacción del perro, le sería virtualmente imposible no compadecerse de él. Es decir, utilizaría su conocimiento previo del dolor como modelo de las vivencias manifiestas del perro. ¿Cómo respondería a esta situación otro perro que no tuviese nada que ver con el primero? A quienes tienen animales de compañía les sorprenderá saber que, como atestiguará cualquier veterinario, los perros no muestran ninguna emoción ante el dolor y el sufrimiento de otros perros que no sean de su familia. Sospecho que sus sensaciones de dolor serán muy parecidas a las nuestras, pero como no tienen ni idea de su propia identidad, no pueden usarlas como modelo de las experiencias dolorosas de otras criaturas. Podrían por supuesto, reaccionar ante los aullidos.»{6}

Y ciertamente, como sostiene Gallup, la cuestión reside en este contexto en el hecho de que los sujetos operatorios incapaces de «reconocerse» ante el espejo (como el perro del ejemplo que acabamos de citar, o también como los macacos rhesus, los macacos japoneses o los monos verdes{7} sin perjuicio de su admirable inteligencia), procederían en lo referente a la «atribución de estados mentales ajenos», a la manera en gran medida, de los «psicólogos conductistas radicales», es decir, procederían tales animales como si estos «estados mentales internos» simplemente no existiesen. Sin embargo, los chimpancés, capaces de concebirse «a sí mismos», podrían en este contexto, actuar como avisados «psicólogos cognitivos» a los que les fuese dado «inferir» los «contenidos subjetivos» propios de las «mentes» de terceros organismos. Gordon Gallup Jr. interpreta en efecto, de esta manera, observaciones como las siguientes, por lo demás llevadas a cabo haciendo uso de rigurosos protocolos experimentales de «doble ciego» (con lo que nadie podrá, en modo alguno, atribuir semejantes resultados al «efecto Hans»):

«Una prueba adicional de la sintonía cognoscitiva de los chimpancés deriva de un experimento de resolución conjunta de problemas entre personas y chimpancés, teniendo asignadas diferentes tareas unas y otros. Por ejemplo, un chimpancé tenía que tirar de un asa para poder alcanzar los cuencos de comida, pero no podía ver cuál era el que estaba lleno, cosa que sí podía hacer la persona, que por su parte no podía alcanzarlos, por lo que su misión era señalar el recipiente correcto. Los chimpancés eran capaces de intercambiar los papeles con las personas sin que empeorase la eficacia, mientras que los macacos no dieron ninguna prueba de haber entendido la situación cuando se producía el cambio.»{8}

Sin embargo, otros estudiosos –en particular pensamos en Daniel J. Povinelli– han venido discutiendo tales conclusiones en base a otros resultados diferentes arrojados por tests de resolución conjunta de problemas entre humanos y chimpancés según los cuales estos últimos no habrían ofrecido el menor indicio de comprender, por caso, el hecho que terceros sujetos también ven{9} o de haber adquirido la distinción entre «vidente» e «invidente» en relación a individuos humanos con vendas en los ojos, &c. Povinelli, en esta dirección, ofrece una interpretación más sobria, más parsimoniosa (en el sentido diríamos, del «Canon de Morgan» en Psicología comparada») del significado del «reconocimiento ante el espejo» por parte de los primates: y es que en efecto, al decir de este etólogo, más apropiado y mucho más «económico» sin duda, que asignar a los chimpancés o a los orangutanes, un «concepto psicológico» de «sí mismos» (al modo de Gallup), parecería, en todo caso, atribuirles un «concepto cinestésico»{10} acerca de los movimientos de sus propios cuerpos cuando estos mismos resultan reflejados por una imagen especular. Véamoslo:

«Cuando los chimpancés y los orangutanes se ven a sí mismos en el espejo, establecen una relación de equivalencia entre las acciones que ven en el espejo y las suyas propias. Cada vez que se mueven, la imagen especular. Extraen la conclusión de que cualquier cosa que es cierta para la imagen especular también se cumple para sus propios cuerpos y viceversa. Es así, como estos simios pueden pasar la prueba del espejo mediante la correlación de las marcas coloreadas de la imagen especular con las de sus propios cuerpos. Pero su conclusión no es: '¡ Eso soy yo!', sino más bien: '¡Eso es lo mismo que yo!'»{11}

2. La remoción de las «mentes animales»: consecuencias del «conductismo radical»

Ahora bien, sin perjuicio de tales controversias, ellas mismas incrustadas en gran medida entre los límites del eje pragmático del espacio gnoseológico de la etología en cuanto que un tal eje incluye también, y muy particularmente, la espesa masa doctrinal generada «espontáneamente» por los propios etólogos cuando «reflexionan» sobre su campo (aunque precisamente estas «reflexiones», en tanto que constitutivas de la «capa metodológica» de tales cercos categoriales hayan de quedar necesariamente neutralizados, segreagados, respecto de los «teoremas» que resulte hacedero construir, si es que al menos, estos mismos han de aparecer como « verdaderos teoremas», es decir «verdaderas identidades sintéticas sistemáticas» del campo operatorio de la etología){12}, sin perjuicio de tales controversias –decimos–, es lo cierto que la situación dibujada por estos desarrollos etológicos concernientes a la prueba del «auto-reconocimiento ante el espejo» involucra de algún modo, un agudo contraste con respecto al «estado» en el que había tradicionalmente quedado la «Psicología del Aprendizaje» al menos desde el establecimiento de la «ley del efecto» por parte de Edward Lee Thorndike. Y es que en efecto, la introducción de esta ley, de la mano de la escrupulosa «parsimonia» morganiana{13} (frente al «método anecdótico» propia de la Psicología Comparada de Romanes), habría, por así decir, abierto en Psicología animal y comparada el «reinado de los rat-runners» (para decirlo haciendo uso de la fórmula de Tolman{14}), los «corredores de ratas» –en los «laberintos de elección múltiple»– bajo cuyos principios, cada vez más rígidamente «reaccionaristas», todo vestigio de «estado subjetivo» (ontológicamente segundogenérico) habría de quedar directamente «barrido» del entorno de la psicología experimental, hasta llegar a concebir a los «sujetos operatorios» estudiados, como una suerte de «máquinas de aprendizaje pasivo»{15} –pensamos ahora sobre todo en el mecanicismo watsoniano– en el fondo no tan diferentes a los «brutos» propios del automatismo defendido por Gómez Pereira o por Descartes siglos antes de la entrada en escena del darwinismo. Ahora bien, esta forma de recortar la escala gnoseológica de la categoría psicológica –acaso la única vía practicable una vez que la limpia e implacable «crítica conductista» al «introspeccionismo» se hubo abierto camino– habría conducido, en cambio, a la propia psicología experimental a una situación desde la cual ya no resultaba posible por más tiempo «reanudar», desde sus propias bases, el «programa psicológico» evolucionista que Charles Darwin inaugurara en obras como La Expresión de las Emociones en los Animales y en el Hombre{16} consumándose así una cierta fisura (intercategorial) entre «psicólogos» (para abreviar, conductistas: Thorndike, Watson, B. F Skinner, &c.) y «naturalistas curiosos» (para abreviar, etólogos: Lorenz, Tinbergen, Eibl Eibesfeldt, &c.). Luis Aguado Aguilar describe de modo bien diáfano la cuestión:

«A pesar de las divergencias teóricas y metodológicas entre los diferentes enfoques adoptados en cada momento, el hilo conductor de la psicología comparada durante su siglo de existencia ha sido el supuesto de la continuidad evolutiva en lo mental o, lo que es lo mismo, la aplicación del programa darwinista a la psicología. Sin embargo, la influencia de la teoría de la evolución apenas se ha dejado sentir en otras áreas de la psicología, a pesar de que sea esta una ciencia cuyo objeto final es la explicación de la conducta de los organismos. Esta carencia ha sido común tanto al conductismo, cuya base empírica procedía de la investigación animal, como a la psicología cognitiva, de fuerte carácter antropocéntrico. Mientras que el conductismo eliminó en la práctica toda referencia a las diferencias entre especies, al insistir en el estudio exclusivo de procesos generales de aprendizaje, válidos para cualquier especie o situación, la psicología cognitiva corre el riesgo de promover una distinción radical entre el hombre y el resto de las especies al centrar sus esfuerzos en el estudio de los procesos cognitivos humanos. Conductismo y psicología cognitiva coinciden en la negación más o menos explícita de la relevancia de las explicaciones cognitivas de la conducta animal; el conductismo negando expresamente el papel de los procesos cognitivos en la causación de la conducta, sea animal o humana (...) y la psicología cognitiva fomentando la idea de que los procesos cognitivos son una característica exclusiva del hombre.»{17}

Pues muy bien, precisamente al «desembarazarse» (operación barrer) de tales «contenidos mentalistas» (por ejemplo: «intenciones», «proposiciones», pero también «drives» por no hablar de «instintos», &c) consignados ahora –por Watson o por Skinner– como auténticas «texturas basura» del campo categorial de la psicología, el conductismo (y ello particularmente en su versión skinneriana) logró sin duda «arrojar por la borda», tal y como apostilla Tomás R. Fernández, el «máximo de contradicciones y el máximo de problemas»{18} delimitando así del modo más claro, el rasante fenoménico (beta operatorio) que hemos de considerar más ajustado al contorno categorial psicológico{19} en cuanto que este mismo, permanece organizado operatoriamente en torno a la «conducta» de los organismos estudiados en la teoría del aprendizaje (y no, por ejemplo, en modo alguno, en torno al concepto de «conciencia», o al concepto de «mente», o de «experiencias inmediatas» &c, como ocurría en el caso de las escuelas psicológicas «introspeccionistas»: incluimos aquí desde luego, a Wilhem Wundt con su psicología fisiológica ) ; con todo, este «despejamiento» del rasante categorial de la categoría psicológica, ¿a qué precio se lleva a cabo?: sólo al precio de «tirar» –diríamos– al «niño» junto con el «agua sucia» del mentalismo, puesto que, y en esto nos parece reside la cuestión más importante, a lo largo de esta progresiva «evacuación» de contenidos, el «conductismo radical» (o lo que en este contexto es casi equivalente: Skinner) no tuvo empacho –ni podía tenerlo, gnoseológicamente– en poner entre paréntesis al «organismo» entero junto con su «especie mendeliana» e incluso al límite, y esto ya es paradójico, junto con su propia «conducta» dado ante todo que, cabría preguntarse, ¿significa algo el concepto de «conducta» –no decimos el de «movimiento», concepto de factura operatoria completamente distinta– enteramente al margen de toda referencia a «drives», «causas finales prolépticas», «teleología», &c.? No lo creemos. Y por eso, nos parece, Skinner nunca llegó a cruzar ese límite, al menos en el ejercicio.{20}

Sea lo que sea de esta situación –que aquí no podemos si no caracterizar de un modo evidentemente abrupto–, es lo cierto que el «conductismo radical» comenzó a «resquebrajarse» en su radicalismo a partir prácticamente del momento mismo de su formulación, y esto no sólo por la aparición a partir de los años 50 de «neo-conductismos», «conductismos cognitivos» o «conductismos propositivos» varios (Tolman y Hull son los nombres más obvios en este contexto) que incluían trámites como la admisión de «mapas cognitivos», «variables intervinientes», intercalación de tramos «fisiológicos», &c ante los que Skinner hubiese pronunciado –con toda razón– un sonoro «Vade retro», sino también –y sobre todo– por la circunstancia de que desde el interior mismo del propio «conductismo radical» los propios organismos, encerrados en sus «cajas de Skinner», comenzaron a mostrar «malas conductas» (como las palomas de los Breland), «fenómenos de aversión condicionada al sabor» (como las ratas de Koelling), «estímulos facilitadores» (aquí los experimentos de Holland o Rescorla, también con roedores), «aprendizaje de reglas generales» (las pruebas de Harllow con macacos) o incluso «mapas visuales» (como los que muestran aves acaparadoras tales como pueda serlo el cascanueces de Clark pongamos por caso){21}.

3. La etología cognitiva y los estudios sobre las «mentes animales»

Y si esta ruptura iba por lo tanto, abriéndose paso en el seno de la «Psicología del aprendizaje», ¿qué no estaría ocurriendo al mismo tiempo del lado de la etología? Lo siguiente: en 1976 el investigador norteamericano Donald Griffin sacaba a la luz, bajo el título de The Question of Animal Awareness, una obra que, en virtud de sus repetidas apelaciones a la temática de las «mentes animales», la «conciencia animal» o –para decirlo con L. Büchner– la «vida psíquica de las bestias», parecía llamada a desbordar por entero los límites de la «parsimonia morganiana» en psicología animal y comparada tal y como esta misma había sido reinterpretada (incluso, dicho sea de paso, de un modo no demasiado fiel a las intenciones del propio Morgan{22}) por la tradición conductista. James L Gould y Carol Grant Gould nos ponen certeramente sobre aviso de esta circunstancia, del modo siguiente:

«(el tabú conductista contra la investigación sobre la capacidad de pensar de los animales) No comenzó a erosionarse hasta la publicación en 1976 de un libro muy provocativo y controvertido: The Question of Animal Awareness (La cuestión de la conciencia animal), de Donald R. Griffin. Como a la mayor parte de nuestros colegas, formados en la atmósfera intelectual del «no preguntes, no cuentes» de los tres primeros cuartos de siglo, nos sorprendió al principio que alguien se arriesgara a plantear este tema, peligroso desde el punto de vista académico, y menos aún alguien con el distinguido historial científico de Griffin.»{23}

Y en efecto, con la aparición de este libro y de otras obras posteriores de Griffin (por caso, y particularmente, la titulada Animal Minds, en 1992) suele sostenerse que hace su irrupción la «Etología cognitiva» como tal disciplina categorial en el conjunto de las «ciencias de la conducta», una disciplina ciertamente que pareciera pretender «saltar», por así decir, sobre la introducción del Canon de Morgan, re-estableciendo de algún modo la perspectiva presente entre los pioneros de la «Psicología comparada» darwinista tales como puedan serlo Romanes o incluso Ludwing Büchner, entre otros naturalistas del XIX. Decimos esto, en atención ante todo a la sorprendente multiplicación de «anécdotas» acerca de las operaciones de diferentes especies de animales en cuya exposición se entretiene Griffin a fin de atestiguar con ello –frente al conductismo–, la pertinencia gnoseológica de los contenidos mentales «internos» de los animales no humanos, de su «vida subjetiva» («emociones», «propósitos», «intenciones», «cálculos» de diverso tipo, &c.). Ahora bien, ¿no representa todo esto una suerte de retorno al «método anecdótico» empleado por G. J. Romanes en trabajos pioneros como pueda serlo Inteligencia Animal de 1882? Con ello, y en esto nos parece que descansa lo más curioso del asunto, no sólo estaba separándose Griffin –y con él, los restantes cultivadores de la «Etología cognitiva»– de los presupuestos del behaviorismo, sino también, y no en menor grado, de la pauta de la propia etología clásica (por ejemplo de la etología de I. Eibl Eibesfeldt) ya que esta misma, habría tendido a definirse como «estudio comparado de la conducta», y no tanto –o más bien, en modo alguno– como una suerte de investigación acerca unos supuestos y fantasmagóricos (en cuanto inaccesibles gnoseológicamente) estados «mentales», aunque estos queden inferidos a partir de la conducta operatoria de los sujetos temáticos del campo. En este sentido, cabe advertir, que el propio programa «psicológico» (en realidad, etológico diríamos, o al menos proto-etológico) de Darwin en modo alguno podía ocuparse, por así decir, de las «emociones» por sí mismas (cosa sólo posible desde una metodología introspeccionista que Darwin por supuesto rechazaba) sino sólo de ellas, a través, precisamente, de la intercalación de la expresión, es decir por medio de la intercalación de la «conducta», o lo que es lo mismo, de las operaciones de los sujetos corpóreos que constituyen los términos del campo de la etología. Con esto, Darwin instaura la escala del «estudio comparado de la conducta» tal y como será, décadas más tarde, cultivado por N. Tinbergen o por I. Eibl Eibesfeldt. Nos dice Tomás R. Fernández Rodríguez en su introducción a La Expresión de las Emociones:

«Fueron los etólogos, biólogos de la conducta, quienes, como ya dije antes contribuyeron más a que se volviera a recordar esta obra, cuyas aportaciones se consideran hoy muy diversas: no sólo mostraba la necesidad de poner a la conducta en la base de la adaptación de los organismos al medio, pues de lo contrario el estudio de la evolución se parece demasiado al registro fósil, sino que a través de su insistencia en la expresión (más que en la emoción como estado interno) supo acertar con unos métodos descriptivos de las acciones que ponen casi el carácter exacto de la etología moderna.»{24}

Frente a ello, insistimos, la «Etología cognitiva» se postula como una disciplina centrada en el estudio de la «mente animal». Veamos cómo lo señala Griffin:

«Al contrario de la opinión pesimista, ampliamente extendida, de que el contenido del pensamiento animal es, sin remisión, inaccesible a la investigación científica, los signos comunicativos usados por muchos animales proporcionan datos empíricos sobre la base de los cuales podemos razonablemente, inferir muchas cosas acerca de sus experiencias mentales subjetivas. Dado que la mentalidad es una de las capacidades más importantes que distinguen a los animales vivos del resto del universo conocido, tratar de entender las mentes animales es incluso más estimulante y significativo que elaborar nuestra imagen de la adaptación inclusiva o descubrir nuevos mecanismos moleculares. La etología cognitiva nos presenta uno de los supremos retos científicos de nuestro tiempo, y nos reclama nuestros mejores esfuerzos de investigación crítica e imaginativa.»{25}

Ahora bien, de esta manera, ¿no está la «Etología cognitiva» y tales estudios sobre «las mentes animales» (incluidos por supuesto, los estudios sobre la «Teoría de la mente» o sobre el «reconocimiento ante el espejo») reproduciendo muy de cerca los pasos dados en su tiempo, por el conductismo propositivo de Tolman o de Hull a la búsqueda de «variables intermedias» entre el «estímulo» y la «respuesta»? Y si es así, ¿no resultará obligado concluir que tales planteamientos adolecen de un «mentalismo» evidente? Expliquémonos.

Desde las coordenadas del Materialismo Filosófico, podemos desde luego admitir ampliamente a la crítica conductista al introspeccionismo (y ello incluso, por supuesto, justificando gnoseológicamente los embistes skinnerianos contra los neoconductismos, la psicología cognitiva, el concepto de «variables intervinientes», &c.) el hecho, de que los «estados mentales internos» a los que se refiere Griffin en párrafos como el citado, son en efecto, «incognoscibles» y por así decir, «privados» y por lo tanto gnoseológicamente irrelevantes, enteramente impracticables por decirlo así, a no ser, naturalmente, que tales «estados internos», comparezcan como dados apotéticamente en el contexto mismo de «presencia a distancia» en el que se dibuja necesariamente la «conducta de los organismos» –incluida aquí su «conducta verbal»–; esto es, justamente, a la escala fenomenológica y «beta operatoria» que, desde la Teoría del Cierre Categorial de Gustavo Bueno, atribuye Juan Bautista Fuentes a la Psicología científica en su introducción al libro de Brunswkik{26}; ahora bien, precisamente en ese caso, semejantes «estados mentales», aunque comenzasen entonces a hacerse fenomenológicamente presentes en el rasante gnoseológico de las ciencias de la conducta, dejarían por lo mismo de aparecer como «internos» («internos», cabría preguntarse, ¿respecto a qué?, ¿respecto al cráneo que protege la masa encefálica?{27}). Antes al contrario, tales «estados mentales» sólo considerándose como completamente «exteriores» (es decir, en el fondo como engarzándose entre tramos muy concretos de la conducta operatoria propia de sujetos corpóreos dotados de músculos estriados, pero también de extremidades, receptores sensoriales, glotis, &c.), podrían empezar a quedar incorporados en la textura fenoménica de los contenidos de tales ciencias de la «conducta» puesto que, si cabe hablar así, en el «interior» de los organismos (cuando hemos perforado la dermis, como necesita hacer, dicho sea de paso, el fisiólogo) sólo tienen lugar las relaciones paratéticas de las que da cuenta la fisiología. Con ello, la conclusión que se hace prácticamente inevitable, creemos, es ante todo que en principio no cabe una «Psicología introspectiva» como tal disciplina categorial con sentido gnoseológico preciso, entre otras cosas porque ontológicamente no se ve, a qué «lugar» (insistimos: ¿al interior del cerebro?) habría que dirigir tal «introspección».

4. Final

Sin embargo, todo ello no impide que los textos de estos «etólogos cognitivos» –empezando por Griffin– o el trabajo experimental sobre el «reconocimiento ante el espejo» llevado a cabo con elefantes, gorilas o chimpancés, pero también las investigaciones, en el campo o en el laboratorio, sobre los «lenguajes animales», &c, &c., hayan venido a poner de manifiesto algo que desde luego ya sabían Lorenz o Timbergen, y antes que ellos W. Köhler, y antes todavía Douglas Spalding o Charles Darwin, a saber: la necesidad de reintroducir entre los mismos límites del contexto apotético-distal (es decir, no en modo alguno, interno como podría sostenerse desde una interpretación mentalista o introspeccionista coordinada ontológicamente con un formalismo segundogenérico) en el que se define justamente el cuño gnoseológico del concepto de «conducta etológica», operaciones que resultan simplemente irreductibles desde presupuestos automatistas de cualquier tipo, operaciones en suma, que aparecen como «racionales» o al menos como «raciomorfas», en la medida en que reproducen «razonamientos» tan sutiles como los siguientes:

«Un caso de expectativa relativamente simple es demostrado por la habilidad de numerosos animales, incluyendo muchos invertebrados, para aprender que la comida está disponible en un cierto lugar y en una hora determinada del día. Ellos típicamente, regresan a ese lugar a la hora apropiada o poco antes, durantes días subsecuentes y pueden continuar, si bien con regularidad decreciente, incluso después de muchos días en los que no se ha encontrado la comida en el lugar.»{28}

Y es que es sólo propiamente negando la condición racional de la conducta etológica de los individuos humanos (a los que sin duda, tampoco podemos, desde el Materialismo Filosófico, atribuir «conciencia de sí» y otras hipostatizaciones mentalistas del estilo) que resultará posible resolver por la vía negativa el añejo problema de la «racionalidad de los brutos» (para decirlo haciendo uso de la fórmula de Feijoo). De hecho, la etología misma es el campo categorial que, triturando de modo tan contundente como definitivo cualquier resquicio del «mecanicismo pre-etológico» (incluso lo que de tal mecanicismo hubiese podido sobrevivir en el seno de versiones del conductismo como la de Watson, &c), hace pie sobre el reconocimiento a los animales no humanos de su condición de sujetos operatorios dotados de «entendimiento» y de «voluntad», de vis apetitiva y de vis cognoscitiva ; una disciplina en suma, fundada, por su ejercicio, –como lo mantiene Gustavo Bueno– en el «reconocimiento práctico de un eje angular»{29} capaz de albergar entre sus límites «inteligencias» y «voluntades» no humanas realmente existentes. Al margen de tales «inteligencias» y de tales «voluntades» –vinculadas además, por razones de continuidad evolutiva, con las mismas «inteligencias» y «voluntades» que son propias de los hombres en cuanto que proceden de la transformación filogenética de otras especies lineanas– lo que comenzaría por desvanecerse con plena radicalidad es, entre otras cosas, el propio concepto de «conducta» imbricado inextricablemente en la noción de «selección natural» sobre la que pivota la evolución orgánica. Aduce Gustavo Bueno en su obra Televisión: Apariencia y Verdad:

«La concepción geneticista de la herencia (la «herencia dura» de Weissmann, que deja de lado los «factores ambientales»), supo incorporar los factores evolutivos procedentes del medio, y no ya sólo del medio estructural, admosférico, jídrico, electromagnético, sino los factores constitutivos del medio ligados al mundo apotético. En este mundo, precisamente, es en donde se dibujan las conductas etológicas. No es de extrañar que una de las cuestiones más importantes que tiene pendientes la teoría de la evolución sea la de dar cuenta de los mecanismos según los cuales las conductas etológicas de los individuos (que se mueven en un mundo apotético) pueden influir sin arruinar el «principio de Weissmann», es decir, sin acogerse a mecanismos mágicos, sobre la evolución orgánica.»{30}

Efectivamente es precisamente éste, el problema diríamos de la «conexión» entre la «conducta operatoria» de los organismos (es decir, vistas las cosas desde el plano ontológico, la intercalación de M2) y su propia «evolución orgánica» (ontológicamente primogenérica como es obvio), el lugar en el que se abre camino la verdadera «madre del cordero» en lo concerniente a la interpretación filosófica de la evolución darwinista{31}. Pero nosotros no podemos seguir por aquí en la presente ocasión.

Notas

{1} Un nombre por cierto, que ya de suyo nos da buenas pistas acerca de la teoría etologista (anantrópica diríamos) que tales científicos están manejando de manera espontánea, una doctrina según la cual el «principio de la felicidad» podría desbordar el campo antropológico, invandiendo dominios anantrópicos (sean teológicos, sean, como en este caso, etológicos o zoológicos) de suerte que, no podría ya decirse (salvo acaso, cayendo reos de un antropocentrismo o si se prefiere de un «especieísmo» enteramente inexcusable) que el «campo de la felicidad» queda incluido en el campo antropológico puesto que, ateniéndonos a tal etologismo, la inclusión verdadera sería más bien la recíproca. Como señala Gustavo Bueno en su obra El Mito de la Felicidad: «Es evidente que quienes circunscriben el campo de la felicidad al círculo de las cosas humanas –excluyendo de ese campo a los animales linneanos, a los animales no linneanos, a los espíritus puros y a Dios– tendrán que considerar el campo de la felicidad como una parte, y acaso como una pars totalis, del campo antropológico. Pero quienes la necesidad de extender el campo de la felicidad a los animales («también los animales, al menos los grandes simios, tienen derecho a una vida feliz», es una fórmula que podría resumir las propuestas del Proyecto Gran Simio) y, sobre todo, quienes mantienen la doctrina teológica tradicional, según la cual sólo Dios es el ser que es feliz por esencia, y de un modo necesario y sempiterno, no podrán admitir la reducción del campo de la felicidad al campo antropológico, puesto que la felicidad tendrá que ser reconocida también en el campo zoológico y en el campo teológico.», vid Gustavo Bueno, El Mito de la Felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, págs. 42-43. Puede también rastrearse una doctrina etologista de la idea de «felicidad» en una de las últimas muestras de la «literatura felicitaria», a saber, el libro de Desmond Morris, La Naturaleza de la Felicidad, edición española en Planeta, Barcelona 2006.

{2} L. A. Gámez, «El elefante ante el espejo», en El Correo, Martes 31 de octubre de 2006, pág. 73. Más información, en la prensa diaria española, acerca de estos resultados etológicos la ofrece por ejemplo, Javier Neira en La Nueva España, Miércoles 1 de noviembre de 2006: «Los elefantes se ven en el espejo.»

{3} Consúltese para el caso de los delfines, el artículo de Diana Reiss y Lori Marino del Acuario de Nueva York, en Proceedings of the National Academy of Sciences, «Self recognition in the bottlenose dolphin. A case of cognitive convergence», PNAS 98 (2001), págs. 5937-5942, disponible on line en http://pnas.org

{4} El primatólogo Gordon Gallup, uno de los pioneros en este tipo de investigaciones, explica este fracaso de los gorilas en la «prueba del espejo» del modo siguiente: «Los gorilas evitan mirarse unos a otros directamente a los ojos de forma natural, así que una posible razón de su fracaso en esta prueba sería que evitaran mirar fijamente a su reflejo y así nunca aprenderían a reconocerse a sí mismos. Daniel J. Shillito, Benjamín B. Beck y yo mismo verificamos esta hipótesis basándonos en una técnica desarrollada por James R. Anderson. Requiere un par de espejos colocados juntos en un ángulo tal que hace imposible mirar directamente al reflejo. Aún así, ninguno de los gorilas dio muestras de reconocerse a sí mismo, ni siquiera uno que tuvo delante los espejos durante más de cuatro años.», cfr Gordon Gallup Jr., «A favor de la empatía animal», en Inteligencia Viva. Temas de Investigación y Ciencia, nº 17, págs. 86-87.

{5} Remito al lector al trabajo, ya clásico, de D. Dennet que lleva por titulo «Conditions of personhood», en su libro Brainstorms: Philosophical Essays of Mind and Psychology, Bradford Books, Cambrigde 1976, págs. 267-285. En general también Antoni Gomila en su «Personas primates» (en José María Gª Gómez Heras, Ética del Medioambiente, Tecnos, Madrid 1997, págs. 191-204) o incluso Paola Cavalieri (The Animal Question. Why nonhuman animals deserve human rights, Oxford UP, Oxford 2001, particularmente págs. 117-119) aluden a este tipo de criterios (criterios, compruébese, además, enteramente mentalistas: posesión de una «teoría de la mente», pero también «intenciones de segundo grado», &c.) en el tratamiento de la idea de «persona», con lo que unos tales planteamientos no se mueven ni un milímetro de la consideración de esta idea bajo un formato lógico «autotético» (no alotético) sobre la base de la predicación distributiva de unos atributos (psicológicos, genómicos, etológicos, &c.) u otros, &c. Para una crítica de estas concepciones de la idea de «persona», debe leerse el capítulo 3 («Sobre los derechos de los simios») del libro de Gustavo Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las Maravillas, Temas de Hoy, Madrid 2006, págs. 127 y ss.

{6} Op. cit., pág. 88.

{7} Así al menos, lo atestiguan dos de sus mejores conocedores, nos referimos a Robert M. Seyfarth y Dorothy L. Cheney. De ambos etólogos, puede verse el trabajo, «Mente y significado en los monos», en La Conducta de los Primates, Temas de Investigación y Ciencia, nº 32, págs. 56-63

{8} Gordon Gallup Jr., op. cit., pág. 89.

{9} Para ello, consúltese Daniel J. Povinelli, «En contra de la empatía animal», Inteligencia Viva, Temas de Investigación y Ciencia, nº 17, págs. 91-96.

{10} Esta distinción entre «concepto psicológico»/«concepto cinestésico» la hemos obtenido de Daniel J Povinelli, op. cit., pág. 95.

{11} Op. cit., pág. 95.

{12} Sobre la distinción «capa básica/capa metodológica» del cuerpo de las ciencias véase Gustavo Bueno, TCC, vol 3, Pentalfa, Oviedo 1993, págs. 126-132.

{13} Y es que la influencia del autor de Hábito e Instinto es, a este respecto, capital en la formación de los intereses del propio Thorndike. Ciertamente, Thorndike habría conocido a Morgan ya en el año 1896 con ocasión de la conferencia pronunciada por este último en la universidad de Boston ; así al menos nos lo trasmite William H Thorpe en su Breve Historia de la Etología, Alianza, Madrid 1979, pág. 73. Precisamente sólo dos años más tarde (1898), Thorndike daría a la imprenta su artículo «Animal Intelligence: an experimental study of the associative processeses in animals», trabajo visto a la luz en el suplemento nº 2 de la Psychological Review Monograph y en el que ya se hacía, como es natural, un uso exhaustivo del trabajo experimental (de signo asociacionista) con gatos y palomas atrapados en «cajas problemas», algo que sería característico del psicólogo norteamericano a lo largo de toda su carrera. Y ciertamente podemos decir, que ello marca el punto de arranque del despliegue de la «psicología del aprendizaje» como tal ciencia categorial.

{14} Hemos extraído esta expresión tolmaniana de Francisco Tortosa Gil (ed), Una Historia de la Psicología Moderna, Mc Graw Hill, Madrid 1998, pág. 329.

{15} Véase por ejemplo, James L. Gould y Carol Grant Gould, «El raciocinio animal», en La Inteligencia Viva, Temas de Investigación y Ciencia nº 17, pág. 74 y ss.

{16} Justamente el traductor de esta obra al español, Tomás R. Fernández Rodríguez, ha insistido en repetidas ocasiones en este problema, consúltese sin ir más lejos sus «Consideraciones preliminares» al citado libro de Darwin (en Alianza, Madrid 1984), pero también su excelente trabajo «Conductismo y etología», publicado en Estudios de Psicología, nº 1 (1980), pág. 43.

{17} Cfr Luis Aguado Aguilar «Problemas y métodos de la cognición comparada», en L. A. Aguilar (comp.), Cognición Comparada: Estudios experimentales sobre la mente animal, Alianza, Madrid 1990, págs. 17-18.

{18} Tomás R. Fernández y Matías López Ramírez han dado cuenta de este drástico «despejamiento», si cabe hablar así, que es característico del «conductismo radical» en su artículo, «Adaptación, cognición y límites biológicos del aprendizaje», en Luis Aguado Aguilar (comp.), op. cit., págs. 85-111, de la cita, pág. 91.

{19} vid Juan Bautista Fuentes Ortega, «¿Funciona de hecho, la psicología empírica como una fenomenología del comportamiento?», introducción a E. Brunswik, El marco conceptual de la Psicología, Debate, Madrid 1989, págs. 7-77.

{20} Hemos intentado reconstruir toda esta problemática en nuestro trabajo, «Conductismo y etología 45 años después», en El Catoblepas, nº 50 (abril 2006), pág. 13.

{21} Conductas de este tipo por cierto, las habían venido observando, «en el campo», los etólogos durante muchos años, e incluso con insectos, abejas, avispas, &c, &c Como botón de muestra recomendamos al lector que se detenga sobre las investigaciones de N. Tinbergen acerca de la «conducta de reconocimiento de lugar» por parte de la avispa cavadora (Philantus triangulum) contenidas en su libro Naturalistas Curiosos, Salvat, Barcelona, 1986

{22} Dado entre otras cosas que «(…) la teoría emergentista de Morgan no postulaba por supuesto, ningún tipo de reduccionismo, como si todo hubiera de ser tragado por un mecanismo simple, sino un prudente respeto a todos los estratos de las actividades orgánicas.», cfr Tomás R. Fernández y Marías López Ramírez, op. cit., pág. 85

{23} James L. Gould y Carol Grant Gould, op. cit., pág. 74.

{24} cfr Tomás R. Fernández Rodríguez, «Consideraciones preliminares», págs. 18-19.

{25} cfr Donald R. Griffin, Animal Minds, University of Chicago Press, Chicago 1992, pág. 260.

{26} Cfr Juan Bautista Fuentes Ortega, op. cit.

{27} Por vía del ejemplo: no cabe, nos parece, suponer que echando mano de operadores tales como puedan serlo por ejemplo, la tomografía axial computerizada, la tomografía por emisión de positrones, la resonancia magnética funcional, entre otros mecanismos puestos a punto precisamente con vistas obtención (la construcción) de imágenes neurales correspondientes al funcionamiento del sistema tálamo-cortical de sujetos experimentales in vivo (véase en este contexto, como muestra, Philip Ross, «Técnicas de observación cerebral», en, Investigación y Ciencia, nº 326, septiembre de 2003, págs. 46-49) hagan adelantar si quiera «un milímetro» programas «etológico cognitivos» como el de Griffin dado que lo que tales imágenes posibilitan es ante todo, operar con términos entre los que se establecen relaciones de contigüidad (por ejemplo: descargas de acetilcolina o de glutamato, vertidos de trifosfato de adenosina, &c.) los cuales, a su vez, presuponen una escala de presencia geométrica proximal. Respecto de tales términos y de tal escala, como es natural, carece de todo sentido hablar de operaciones.

{28} Donald R. Griffin, op. cit., pág. 122.

{29} Véase Gustavo Bueno, «Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados», en El Catoblepas, nº 43 (septiembre de 2005), pág. 10

{30} cfr Gustavo Bueno, Televisión: Apariencia y Verdad, Gedisa, Barcelona 2000, págs. 237-238.

{31} Resulta enteramente imprescindible en este punto, el estudio detenido del impresionante análisis de Pedro Insua Rodríguez, «Biología e individuo corpóreo: el problema del «sexto predicable» I y II, aparecidos respectivamente en El Catoblepas, nº 41 (julio de 2005) y nº 51 (mayo de 2006)

 

El Catoblepas
© 2006 nodulo.org