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El Catoblepas, número 58, diciembre 2006
  El Catoblepasnúmero 58 • diciembre 2006 • página 8
Del pensamiento occidental

El medismo

José Ramón San Miguel Hevia

El conflicto entre helenos y persas, donde se demuestra que ni siquiera los filósofos griegos pueden declararse inocentes del crimen de colaboracionismo

El año 546 el general medo Harpago, en nombre de Ciro, conquista todas las ciudades estado del Asia Menor y las anexiona al imperio del Gran Rey. Desde ese momento coexisten y se hacen frente a uno y otro lado del Egeo las formas políticas y las ideologías más discordes y contradictorias. Los persas defienden un monoteísmo radical y agresivo, que es el fundamento de una monarquía con pretensiones de universalidad. Por otra parte los helenos, desperdigados en miles de islas y ciudades costeras totalmente independientes, mantienen una religión y una política plural y libertaria, cuyo catecismo cantan la Iliada y la Odisea.

Casi medio siglo después, justo en el 500 antes de Cristo, las ciudades estado del Asia Menor, capitaneadas por Mileto, se sublevan contra la dominación de los medos y consiguen que los atenienses, en una decisión de incalculables consecuencias, hagan causa común con ellos. Este gesto, unido a la tensión política e ideológica entre los griegos y el gran imperio oriental, es la causa remota de las dos guerras médicas, que se cierran en el 490 y el 480 con una doble victoria de Atenas y sus menguados aliados sobre los ejércitos de Darío y Jerjes.

Los protagonistas de este largísimo conflicto no mantienen siempre ni en todas partes una identidad política y cultural químicamente pura. Existen en el mundo griego ciudades enteras, y por supuesto instituciones e individuos, afectados en mayor o menor grado por la forma de ser y de pensar de los persas. Los historiadores clásicos reservan para esta actitud –según los tiempos y lugares universalmente asumida, sólo tolerada o perseguida y condenada– el título de medismo. Conocer a fondo a sus pensadores más ilustres es el mejor medio de vivir desde dentro de la filosofía esta apasionante contradicción histórica.

Heráclito de Efeso

Heráclito nace y vive en Efeso, una ciudad de la costa del Asia Menor, situada aproximadamente en el mismo paralelo de Atenas y frontera a la isla de Samos. Está situada a mitad de camino entre Mileto al sur y Colofón, Clazomene y Focea al norte. Una consideración apresurada la colocará, sin más averiguaciones, entre las comunidades jónicas orientales, donde por primera vez nace y se desarrolla la filosofía.

Sin embargo hay que decir que la estructura socio económica y el destino histórico de todas estas comunidades son muy diferentes. Mileto, y en menor grado las islas vecinas y la mayoría de las ciudades, tienen una fuerte vocación marinera y la desarrollan navegando hacia el Mediterráneo y el Ponto Euxíno, comerciando y creando colonias y estableciendo lazos económicos con los puertos que bordean el Gran Mar.

En cambio dos ciudades, precisamente Colofón y Efeso, están desde siempre integradas en la política y la economía de los grandes imperios asiáticos. Sus templos, el Clárion y el Artemísion, están dedicados a dos divinidades, Apolo y Artemisa que vienen de Oriente, igual que sus enormes depósitos de oro. Además no toman parte en el festival panjónico de las Apaturias, ni adoptan el régimen de cuatro fratrías. En rigor sólo se parecen al resto de los jonios en su lejano origen y en su idioma griego, por otra parte común a todos los comerciantes del Egeo.

Aunque la cronología de los filósofos presocráticos es casi siempre un enigma, en el caso de Heráclito ningún testimonio contradice a Diógenes Laercio que coloca su «floruit» aproximadamente en el año 500 a. de C. y por consiguiente su nacimiento en el año 540. En cuanto a su muerte, Apolodoro la fecha en el 478, pero es casi seguro que el filósofo ha vivido algunos años después de esta fecha crítica desde el punto de vista biológico –justo los sesenta años– e histórico, la batalla de Micala y la liberación del Asia Menor.

Antes del nacimiento de Heráclito, Efeso –igual que Colofón– han sido, primero los antepuertos por donde las caravanas de Babel desembocan en el Mar Egeo, comunicando al Asia con el mundo griego. Cuando Gyges y sus descendientes hasta Creso fundan y organizan el imperio lidio, que abarca todos los pueblos al occidente del río Hálys, todavía las mismas dos ciudades son las salidas al mar de su capital, Hybea. Por otra parte los reyes Mermnadas pactan con los mayores banqueros de Efeso, les entregan sus hijas en matrimonio, y apoyados en el partido oligárquico, alcanzan el potencial económico suficiente para consumar su golpe de estado y perpetuar su dinastía.

Cuando por fin los medos, tras vencer a Creso de Lidia, van sometiendo a todas las ciudades costeras del Asia Menor, algunas, como Teos y Focea, rechazan la nueva forma de vida hasta el punto de que muchos de sus habitantes emigran a la Magna Graetia o a Tracia, otras, como Mileto, pactan con los persas y quedan en régimen de semiautonomía, y las demás son anexionadas de buen o mal grado. En todo caso los monarcas aqueménides gobiernan la Jonia asiática sobre la base geopolítica y económica heredada de los babilonios y los lidios.

Aunque la conquista de Babel, de Lidia y de Egipto es obra de Ciro y de su sucesor Cambises, le toca a Darío –precisamente contemporáneo de Heráclito– la tarea de organizar política, social y económicamente ese confuso conglomerado de razas, lenguas, religiones y sistemas políticos que integran sus dominios. Allí donde sea posible cimentará la soberanía de la dinastía aqueménide, no sobre un pasajero azar histórico o discutibles derechos de conquista, sino sobre la voluntad inflexible de los dioses.

En amplias zonas del imperio tiene la suerte de encontrar una doctrina fuertemente arraigada que justifica desde el punto de vista religioso una teoría monárquica al menos potencialmente universal. En Media y Persia reina por la voluntad de Ahura Mazda, en Babilonia es delegado del dios Marduk, y en Egipto la personalización de Ammón. Como Darío es, además de un ferviente monoteísta un gobernante muy inteligente y hábil, sabe adaptarse a todas las variantes culturales que fundamentalmente coinciden con su propia forma de entender el mundo.

En cambio otros pueblos sometidos a los persas, por ejemplo los jonios, plantean problemas mucho más complejos, pues no tienen una teoría política que justifique la dominación de un solo señor. Darío establece en este caso un sistema de vínculos de dependencia, que se parece más que a nada a una monarquía de tipo feudal.

Este vasallaje se formaliza con la solemne ceremonia por la que se entrega al Gran Rey el agua y la tierra, y se materializa en el cumplimiento de dos obligaciones centrales, contribuir con sus riquezas al tributo que la satrapía de Sardes –la antigua Hybea– paga anualmente al Rey y acompañar a éste en sus campañas de guerra. A cambio de esta doble obediencia los persas aseguran al señor nombrado por ellos el dominio de una ciudad o un territorio.

Heródoto da una información verdaderamente generosa de todos estos vasallos, que con frecuencia comandan personalmente el ejército o la armada de su ciudad. En Asia están Artemisa de Halicarnaso, Histieo y Aristágoras de Mileto, Laodamas de Focea, Aristágoras de Kime. Ya en el Helesponto, Dafnis de Abydos, Hipódoco de Lampsaco, otra vez Aristágoras de Cízico y Aristón de Bizancio. Y en las islas, Eaces y Silosonte de Samos, Estratis de Quíos, Coes de Mitilene, Licoreto de Lemnos, Gorgo de Salamina en Chipre y Esteseonor de Curio. Todo esto sin contar a los reyes tiranos de Macedonia, Tesalia y Beocia ya en el corazón de la Grecia europea.

En este complejo y variadísimo mapa político, Efeso y Colofón cumplen un papel decisivo. En primer lugar, Darío respeta la situación que las dos ciudades tenían en tiempo de los babilonios y los lidios, y las integra totalmente en su imperio. La comunicación de Efeso con Susa a través de la Gran Vía Real garantiza esta proyección hacia el oriente.

Además el Gran Rey dota a los dos templos, el Clárion y el Artemísion, de clero perteneciente a la tribu meda de los magos. No se trata simplemente de sacerdotes que ofician un ritual, porque la principal razón de estar en estos puntos claves de la Jonia es la predicación de una doctrina que se cruza con el primer mazdeísmo y lo complementa.

Por otra parte, Darío envía, sobre todo al Artemísion, enormes cantidades de oro, gracias a lo cual potencia todavía más el papel de la banca de Efeso. Mientras sigue en auge el prestigio político y religioso y el poder económico de estos templos, los otros santuarios del Asia Menor, extraños al pensamiento y a la economía de los medos, entran, cada vez más, en declive.

Este sistema feudal, bajo el imperio supremo y único del Rey de Reyes y basado en una doctrina monárquica monoteísta, está sometido a una evolución interna, donde son decisivos los factores de tipo económico. Efectivamente, la dominación persa es a la larga ruinosa para los jonios del Asia Menor, sometidos a un fuerte tributo que pagan al sátrapa de Sardes en función de recaudador de impuestos. Además tienen que sufrir en condiciones de inferioridad la competencia comercial de los fenicios, que gozan de la protección del poder establecido, y para remate su principal base comercial, Naucrátis, y su comunicación con el Ponto Euxino a través de Bizancio quedan anuladas por las conquistas de Cambises y Darío. Los señores de la Jonia mantienen un difícil equilibrio entre la obediencia debida a sus dominadores orientales, cada vez más susceptibles, y la presión creciente del partido popular.

Esta situación deriva, a finales del siglo VI, hacia una rebelión cuyo centro es el mismo Mileto. Los tiranos de las demás ciudades que no se rebelan contra el Rey son depuestos de forma más o menos violenta, y la democracia se restablece, por lo menos formalmente. La sublevación consigue resultados iniciales más brillantes que eficaces, porque los persas resisten en la ciudadela de Sardes, reconquistan Chipre con la ayuda de los antiguos señores de la isla, y por fin dividen y vencen a la armada coaligada de los jonios.

Darío toma dos medidas radicales y de signo opuesto para evitar que se vuelvan a levantar los griegos. Una, someter a Mileto a una durísima represión, asolando la ciudad y deportando a los supervivientes a la orilla del Tigris en una medida que recuerda los ucases más violentos de los reyes asirios y babilonios. Otra, convertir a las tiranías en gobiernos populares y al sistema feudal en una confederación bajo el protectorado del Gran Rey. A cambio del tributo y de la ayuda a Persia en caso de guerra, el sátrapa de Sardes garantiza la paz interna de todas las ciudades de Jonia.

Es difícil saber con exactitud hasta qué punto y momento está vigente este régimen político. Es posible que los dos sistemas, el primitivo vasallaje y la confederación bajo protectorado medo, se hayan entrecruzado y alternado en el tiempo. En la descripción de la batalla de Salamina y de sus preliminares Heródoto hace reaparecer a la cabeza del ejército y de la armada de cada ciudad a un señor, vasallo del Rey de Reyes.

En todo caso, queda muy clara la situación política y económica del Asia Menor griega bajo Darío y Jerjes. Esta situación se interrumpe bruscamente cuando en el año 478 la flota conjunta de atenienses y espartanos derrota a los persas en la península de Micala, liberando a todas las ciudades jónicas.

Como era de esperar, Colofón y sobre todo Efeso guardan a lo largo de este complicado proceso político una conducta atípica. Son las dos únicas ciudades favorables a Darío, y al propio tiempo los reductos ideológicos del medismo, más concretamente del monoteísmo mazdeista. Por lo demás no son vasallos tributarios, sino al revés, bancos internacionales que reciben depósitos abundantes de oro en sus dos templos. Tampoco toman las armas a favor del Gran Rey, y sus señores no aparecen en el largo desfile de personalidades que precede a la batalla de Salamina. Parecen más bien puertos francos desde donde el comercio y las ideas político - religiosas del oriente se proyectan hacia el Mediterráneo, o si se quiere dos ciudades sacras o dos santuarios que se prolongan en una ciudad.

Precisamente en esta situación histórica y en esta circunstancia bien concreta y definida florece Heráclito de Efeso. La comunidad donde vive está culturalmente escindida entre una minoría de ilustrados medistas, pertenecientes a la nobleza, y la inmensa mayoría del pueblo, que permanece fiel a la religión y a la cultura tradicional expresada en los cantos homéricos. Es fácil, casi inevitable que esta división derive hacia un conflicto más o menos violento incluso en una ciudad tan contumazmente pacifista.

Biografía

Conviene ser prudentes a la hora de trazar la biografía de cualquier filósofo griego, mucho más si es anterior a Sócrates, porque la leyenda se cruza con la realidad de forma caprichosa. Esta prudencia y sobriedad deben ser máximas en el caso de Heráclito por la aparente extravagancia de su conducta y de sus ideas. De todas formas sí se puede saber algo con certeza, empezando por su ascendencia y nacimiento.

Heráclito pertenece a la familia de los Andróclidas, que son monarcas durante varios siglos y que fomentan la gran banca, centrada en el santuario de Artemisa. Cuando la oligarquía de Efeso, en alianza con los Mermnadas los desplaza de los centros efectivos del poder, mantienen todavía el título, porque la identidad de la ciudad está simbolizada y sacralizada en los herederos del linaje más antiguo y noble.

El filósofo está llamado a ser rey en Efeso, pero renuncia al honor, que pasa a su hermano. No se trata de una abdicación heroica ni de un abandono desidioso –el papel de los Andróclidas es honorario y puramente ritual– sino de rechazar juntamente la liturgia oficial de la «pólis» y el símbolo del patriotismo y la solidaridad cívica. La anécdota –casi seguramente falsa– según la cual Heráclito se niega a dar leyes a sus conciudadanos apunta en este mismo sentido.

Durante toda su vida –y los fragmentos dan de ello testimonio variado y abundante– Heráclito ataca muy duramente a sus vecinos más inmediatos, los habitantes de Efeso. El texto más amplio y expreso es el 121, probablemente posterior al año 478, pues critica la decisión típicamente democrática de condenar al ostracismo a Hermodoro, uno de los varones más valiosos de la ciudad. «Que no haya nadie –dice el decreto– que sobresalga entre nosotros, y si lo hay que busque otro sitio cualquiera y otros hombres.»

Este igualitarismo del pueblo de Efeso está en radical oposición con el talante político de Heráclito, partidario de una minoría selecta y hasta de «uno solo, con tal de que sea el mejor». En su indignación recomienda a sus insensatos conciudadanos que se ahorquen y entreguen la ciudad a los niños.

El fragmento 125 subraya esta actitud de hostilidad, probablemente en el mismo tiempo y circunstancias. El filósofo finge desear que la sosegada opulencia, que Efeso goza durante toda su historia se prolongue en el futuro: «Que la riqueza no os falte nunca, efesios, para se vea con claridad que sois perversos». Esa perversión de sus vecinos es doble, igual que la del dios de la abundancia Plutón, pues por su inteligencia son ciegos y por su conducta torcidos.

Según Diógenes Laercio la muerte de los filósofos antiguos tiene que ser irremisiblemente extravagante. Heráclito no es desde luego una excepción. Al contrario, condensa una serie de detalles tan abundantes y pintorescos que lo convierten en una auténtica cabeza de clasificación funeral. Por eso mismo hace falta suprimir cuidadosamente todas aquellas peripecias y detalles que están tomados de los mismos fragmentos o que son un eco de la leyenda formada en torno al filósofo.

En primer lugar hay que dejar de lado la enfermedad a la que se atribuye su muerte, concretamente la hidropesía. Con toda seguridad se trata de una anécdota inventada, que glosa el fragmento 36: «para las almas es muerte el convertirse en agua» y todos los pasajes análogos. El acertijo que propone a los médicos «si pueden cambiar una inundación en una sequía» es otra ilustración anecdótica del carácter de Heráclito, al propio tiempo enigmático y enemigo de la ciencia de los helenos.

Sorprende en cambio el ritual con el que prepara, ante la proximidad de la muerte, sus propios funerales, porque nada hay en los fragmentos ni siquiera en la leyenda que justifique detalles tan concretos y tan extraños. En los cuatro documentos que testimonian la enfermedad de Heráclito el estiércol de vaca aplicado en forma de cataplasma es el elemento catártico. Además en dos de esos textos la medicación tiene efectos catastróficos, porque el cuerpo irreconocible es devorado por los perros. Sin pretender explicar por ahora esa rara liturgia, sí se puede concluir negativamente que el filósofo, por su nacimiento, y su actitud política pero también por su muerte, vuelve la espalda a las tradiciones, a los usos y a la conducta de sus conciudadanos.

Sin embargo, lo más interesante y documentado de la biografía de Heráclito es la actitud de distanciamiento que mantiene frente a sus conciudadanos y la recíproca hostilidad que los habitantes de Efeso primero y todos los heenos después, incluidos los historiadores tardíos, demuestran hacia él. En este punto los testimonios son tan abundantes como coherentes.

En principio el filósofo desprecia profundamente a sus oyentes o lectores, que cuando se encuentran con las palabras de verdad no las entienden pero se imaginan entenderlas, y viven así como si tuviesen una sabiduría propia. Según los fragmentos estos insensatos son semejantes a los sordos, a los hombres dormidos, a los borrachos, a los niños que recitan dócilmente la doctrina que sus maestros les repiten. En último término sus opiniones son también como juegos de niños. En todas estas comparaciones está implícita la idea de que la mayoría de los hombres viven en un mundo ilusorio, ajeno al discurso verdadero, o según la propia fórmula de Heráclito en un «mundo propio».

Todos estos hombres, a pesar de su pretendido linaje «tienen alma de bárbaros» y una moral muy distinta del auténtico universo de valores. En este sentido es contundente el fragmento 29: «Los más nobles anteponen el honor eterno a lo que está llamado a morir. En cambio la mayoría se hartan como animales». Una serie de textos glosan esta idea central, con muy poco cariño para la mayor parte de quienes conviven con Heráclito.

Efectivamente, los cerdos prefieren la suciedad al agua limpia, y desde luego los asnos van antes a la paja que al oro. Pero si la felicidad consistiera en el placer del cuerpo serían felices los bueyes al comer algarrobas. También ahora los cerdos, los asnos y bueyes figuran a los ciudadanos comunes, de los que Heráclito se separa por su actitud agria y altanera. En este punto los fragmentos son no sólo coherentes, sino reiterativos y hasta monótonos.

El rechazo a sus compatriotas va acompañado de la afirmación del valor de los nobles, aunque desde luego son una minoría. El fragmento central es el 49 en la edición de Diels: «Para mí uno solo vale tanto como mil, con tal de que sea el mejor». Desde este texto se puede entender el elogio que hace de Bías de Priene, acaso el único heleno al que no desprecia ni insulta. Primero porque «su fama es mayor que la de los demás hombres», y después porque –igual que Heráclito– cree que la mayoría es de baja ralea.

Este talante aristocrático se refleja en su lírica apología de quienes mueren en la guerra, pues los dioses y los hombres les dan gloria. Y se refleja también en la defensa, a veces implícita, a veces expresa, de una forma política donde los menos, o quizás uno solo marcan el paso a los demás. Sin entrar en mayores complicaciones por ahora, sí se puede decir que Bías y Hermodoro son dos ejemplos, logrados o fallidos, de este gobierno de los más excelentes.

Se conoce la actitud de los efesios y los demás jonios ante Heráclito por las noticias de sus biógrafos y no por los fragmentos. Pero, tanto si los historiadores transcriben fielmente los hechos como si traducen libremente en sus relatos la forma de reaccionar de los helenos, queda claro que sus escritos revelan un rechazo total a la figura humana, política e intelectual del filósofo, como justa respuesta a su desprecio.

Cuando le piden leyes para Efeso, va al Artemísion a jugar con los niños, porque este juego le parece una ocupación más digna que legislar para tontos. Después se hace solitario, misántropo y vegetariano, y de comer hierbas le viene la hidropesía de que morirá. Los detalles pintorescos que rodean su enfermedad, muerte y funeral rematan una biografía que no está escrita precisamente por admiradores. Es cierto que todo o casi todo es pura leyenda, pero como sus episodios tienden unánimemente a desvalorizar su figura es evidente que la actitud colectiva que da origen a esta leyenda es claramente hostil.

La actitud intelectual

El ataque a la figura humana de Heráclito se prolonga en una hostilidad a su propio perfil intelectual. Nadie le entiende, ni los ciudadanos comunes de Efeso, ni los científicos o filósofos posteriores que interpretan sus fragmentos, y por eso pasa a la historia del pensamiento con el adjetivo nada glorioso de «el oscuro».

No conviene minimizar este detalle. Decir, como Aristóteles, que su oscuridad es efecto de que los escritos están mal puntuados es una solución demasiado cómoda. En rigor un pensador sólo es incomprensible cuando habla un lenguaje o utiliza unas categorías mentales extrañas a la comunidad que los recibe, y tal parece ser el caso de Heráclito. Los griegos asimilan y hacen suyas doctrinas tan difíciles como las de Pitágoras, Parménides o Empédocles, e incluso cuando las malentienden reconocen en ellas su propio mundo de ideas. No sucede nada de esto con el pensador de Efeso, que parece un cuerpo extraño dentro del armónico y gradual desarrollo del pensamiento antiguo.

La oscuridad de Heráclito es por otra parte mucho más profunda de lo que parece a primera vista, porque resulta que tampoco él entiende la ciencia y la filosofía helena, ni quiere entenderlas. Y como parece un pensador privado de todo contexto cultural, sus biógrafos dicen de él que no tuvo ningún maestro y que es autodidacta. Es lo menos que pueden decir, sobre todo teniendo a la vista otra buena batería de fragmentos.

Todos ellos dan abundante testimonio de la actitud de Heráclito ante toda la cultura griega, y primero que nada ante la religión mitológica que aborda equivocadamente cuestiones fundamentales. Los que invocan a un templo son iguales que los hombres que gritan a una casa vacía, porque las estatuas de los dioses son imágenes privadas de realidad. Y los que después de haber derramado sangre pretenden anular este crimen por medio de un sacrificio de expiación se parecen a quienes pretendan limpiar el barro con el barro. Sólo los nobles de verdad –y son unos pocos entre miles– ofrecen holocaustos que no son puramente materiales.

También la adivinación, ligada en la cultura griega a la religión tradicional y concretamente a determinados santuarios que desde tiempos remotos adquieren una gran importancia política, merece el desprecio del filósofo, porque, según el fragmento 92, «La Sibila, con palabra delirante dice cosas sin sentido». Y finalmente, una de las costumbres más entrañables de los griegos, el enterramiento, es brutalmente rechazado. «Los muertos deberían arrojarse, y pronto, igual que se hace con la basura» (96).

La censura de la religión oficial y su mitología implica casi necesariamente la defensa del monoteísmo. Heráclito es, junto con Jenófanes, la primera figura histórica griega que afirma la existencia de un solo dios, frente a las infinitos ídolos que adornan todas la ciudades de Grecia. Y habrá que esperar a la madurez de Anaxágoras y todavía más tarde a Platón y Aristóteles pera encontrar una teoría que encaje sin demasiada dificultad en su mismo esquema.

Al revés que Jenófanes, cuyo monoteísmo es fuertemente crítico, Heráclito califica positivamente a la divinidad a través de unos pocos pero decisivos atributos. El fragmento 11 habla de que dios, en singular, tiene cuidado de todas y cada una de las cosas animadas, y el 108 afirma de forma expresa –cosa mucho más importante– su trascendencia, porque «está separado de todo». En fin toda una constelación de textos que son independientes entre sí pero coinciden en su sentido central (50, 78, 79, 83, 102) le dan nombre propio, diciendo de él que es «to sophón», lo sabio, bien entendido que no se trata de una propiedad externa sino de la esencia misma del dios uno. Cualquiera que sea el contexto histórico y cultural de esta teología, no se corresponde ni con el politeísmo heleno, ni con los primeros descubrimientos de los jonios, ni tampoco con los sistemas plenamente desarrollados de los pitagóricos.

También Heráclito critica la poesía griega y más concretamente las dos grandes epopeyas homéricas que son su más exacta y brillante expresión. Durante los siglos X y IX a. de C. nacen una serie de himnos, que se engarzan entre sí y van tomando forma a lo largo de tres centurias. Que sean obra de un individuo genial, de un equipo de aedas o de los dos factores superpuestos no importa demasiado. Sí interesa en cambio y mucho saber que mientras reina en Atenas Pisístrato, la Iliada y la Odisea se fijan en lenguaje escrito, y desde entonces se recitan cada cuatro años en las Panateneas como libros canónicos de la ciudad y de Grecia.

Por consiguiente, durante los últimos años del siglo VI y el comienzo del V, no sólo hay en todo el ámbito del Egeo una fuerte tensión política, sino además la correspondiente polémica ideológica. Mientras que desde el Asia Menor y más concretamente desde Efeso y Colofón los monarcas aqueménides lanzan su llamado a una religión monoteísta y a una monarquía universal de derecho divino, Atenas predica, a través de los épos homéricos un politeísmo y un cantonalismo político. Nunca o casi nunca se han enfrentado en la historia sistemas de pensamiento tan contradictorios, y sería una frivolidad interpretar la enemistad de los persas hacia los helenos como efecto de un rencor o de una especie de manía persecutoria de un personaje tan estable y tan flexible como Darío el Grande.

El ensañamiento de Heráclito hacia Homero parece excesivo a quien no está al tanto de esta compleja y conflictiva situación, pero tiene la ventaja de su absoluta claridad. Dejando de lado la brevísima y ambigua referencia: «Homero es un astrólogo» (105), que tanto puede ser un insulto como un elogio, hay otros fragmentos cuyo sentido es inequívoco, y al frente de todos el 42: «Hace falta retirar a Homero de los certámenes y además azotarlo». La razón de este exilio y estos azotes está en que el poeta presenta un mundo de héroes y dioses muy alejado del universo religioso del filósofo, y también en el modo fuertemente individualista de entender la relación entre los hombres, continuamente presente en las dos epopeyas.

Otro fragmento, el 56, introduce una adivinanza más bien anodina, pero jugando con el sentido de la palabra «Homéros = ciego» pronuncia una dura sentencia contra el poeta y contra todos sus seguidores: «En todo lo referente al conocimiento de lo visible, la gente se engaña, igual que el Ciego, que a pesar de todo era el más inteligente de todos los helenos». En relación con este texto hay que situar el 105: «obedecen a poetas populares y la plebe es su maestra, y sin embargo la mayoría es vil, y sólo unos pocos son nobles».

También Heráclito ataca directamente a Arquíloco, y de modo indirecto, pero reiterativo al otro gran poeta de la época arcaica, Hesíodo. Su acumulación de conocimientos no proporciona auténtica sabiduría, sino sólo un conocimiento superficial minucioso y exhaustivo de los años, los meses y sobre todo los días venturosos y desgraciados. Pero a la naturaleza le gusta esconderse, y por eso los auténticos sabios son iguales que los buscadores de oro, porque no investigan a cielo abierto sino en profundidad, y sólo así pueden encontrar algo verdaderamente nuevo.

En el caso de Hesiodo, su mirada superficial confunde y desorienta a quienes reciben su palabra. Por una parte el poeta clasifica los días en fastos y nefastos de acuerdo con una complicada casuística, cuando en realidad «todos los días son iguales» (106). Pero esta inútil acumulación de datos sirve para disimular una ignorancia radical, que separa tajantemente al día de la noche, y no cae en la cuenta de que son dos momentos sucesivos de una misma alternancia temporal. Quien los distingue no los conoce bien, pues son «una sola cosa» (57). La glosa de Séneca: «cualquier día es igual a otro, porque la noche gana lo que el día pierde», recoge en una única idea los dos textos.

Heráclito vive a menos de cincuenta kilómetros de Colofón, Samos y Mileto, que sigue comerciando a través del mar con los emporios de la Magna Graetia. Por eso mismo conoce a Jenófanes, a Pitágoras, a Hecateo, y por supuesto al viejo Hesíodo, y establece entre los cuatro una relación, al mismo tiempo de semejanza y de contraste. «La acumulación de conocimientos (polimathía) no enseña a entender. Porque habría enseñado a Hesíodo y a Pitágoras, tanto como a Jenófanes y Hecateo».

Heráclito distribuye a todos estos poetas y pensadores, dotados de amplios conocimientos, en dos parejas contrapuestas. Hesíodo y Pitágoras, ligados a la tradición helena, organizan cuidadosamente el universo en el tiempo y el espacio de acuerdo con una tabla de genealogías y de formas geométricas mensurables. Jenófanes y Hecateo critican en profundidad a la cultura griega y particularmente el politeísmo antropomórfico y la mitología. Todos los cuatro tienen «polimathía», pero eso no es suficiente ni los iguala, pues la sabiduría radical de unos contrasta con el conocimiento superficial aunque exhaustivo de los otros.

Heráclito que incluye a Pitágoras entre los que acumulan conocimientos sin profundizar en ellos, envuelve además en una misma censura al filósofo, a su escuela y a todos loa pensadores más o menos influidos por ella. Efectivamente la «polimathía» se prolonga en una conversación trivial e interminable y en ese sentido el fragmento 81 llama al filósofo de Samos «abuelo de la charlatanería». La probable negación del hemisferio austral (120) está dirigida también contra la astronomía de los pitagóricos, y la actitud, que según los biógrafos guarda durante su extraña enfermedad es una burla hacia la medicina de Crotona y de las otras escuelas itálicas que empiezan a florecer.

En resumen, Heráclito no encaja en la sociedad griega de su tiempo, y no es tampoco un profeta que se adelanta a su época pero que entrevé las líneas maestras del futuro y sobre esas líneas adivinadas va escribiendo su mensaje. Parece un pensador expulsado de la historia colectiva de su pueblo, precisamente en el momento en que ese pueblo está comenzando una lucha política e ideológica contra un sistema de gobierno y de pensamiento que amenaza su propia existencia.

El carácter formal de su mensaje

El primer fragmento en la seriación de Diels –y probablemente en la obra original– sirve de prólogo a todos los demás. «Los hombres siempre están alejados de esta palabra (lógos), lo mismo antes que después de haberla oído. Y aunque todo sucede de acuerdo con ella, parece que nadie cae en la cuenta». «Lógos» significa aquí «este discurso», o más exactamente «estas palabras», independientemente de que las pronuncie o no Heráclito. Porque «el sabio que escuche, no a mí sino a la Doctrina, descubrirá que todo es uno» (58).

Interesa, antes de nada, saber con precisión cuál es el carácter formal del mundo al que apunta esa Palabra. Por una parte el filósofo afirma que «es necesario atenerse a lo común» (2), en conexión con un conjunto de fragmentos concordantes, sobre todo el 89: «Hay un kósmos (una armonía visible), que es el mismo para todos los hombres despiertos. « En 113 y 114 compara al Lógos con ley y con las murallas, que definen un ámbito universal y único para todos los ciudadanos.

El mundo común no es algo que se conozca a primera vista, porque exige una tenaz inquisición. Según esto, la Palabra no describe las cosas en superficie, pues «la naturaleza quiere estar oculta» (123). El conocimiento auténtico, o lo que es igual, el corte en profundidad de una realidad aparentemente banal, es ingrato y duro, y Heráclito lo compara, en una semejanza muy adecuada con la tarea de los buscadores de oro, que «cavan muy hondo en la tierra pero encuentran muy poco». A pesar de toda esta dificultad, es necesario seguir la búsqueda y esperar, porque paradójicamente «sólo los que esperan pueden encontrar lo inesperado».

Heráclito insiste enérgica y repetidamente en esta dimensión inquisidora de la Palabra. Principalmente porque los sujetos que inquieren y hablan, «los que quieren saber (filósofos) tienen que estar atentos a muchas cosas « y no fiarse de las tradiciones, porque los ojos son testigos mucho más fieles que los oídos. También es verdad que, aunque la vista y el oído proporcionen los conocimientos más estimados, son inútiles «para quienes tienen alma de bárbaros».

Así pues, el mundo alcanzado por la Palabra es comunicable a todos. Para llegar a una comprensión adecuada y plena de su forma es preciso compararle con el otro mundo de la ilusión. Pues los hombres pueden renunciar, y de hecho renuncian en su inmensa mayoría, a este universo común y se encierran en el suyo propio, que se convierte así en su auténtica realidad.

«No conocen más que apariencias, pero las retienen con toda firmeza», dice aproximadamente el fragmento 28. Un poco antes, en el 17, hay algo parecido. «Muchos, cuando se encuentran (con la Palabra) no la comprenden, y cuando la oyen no la entienden, pero sin embargo dicen para sí que la han comprendido». Es esta mala inteligencia, unida a la pretensión de estar en la verdad, lo que cierra al hombre sobre sí mismo, y convierte al mundo propio en algo absoluto, más todavía, absolutamente falso.

Para resaltar esta falsa vivencia, Heráclito introduce por primera vez en la historia de la filosofía la paradoja del dormido que sueña. Es uno de los temas más frecuentes de los fragmentos, pues una ojeada nada más que superficial descubre siete citas independientes, que de modo más o menos directo aluden inequívocamente al tema.

Esta vez el filósofo, tomando como base su perpetua requisitoria social contra los helenos, descubre dos tipos opuestos de mundo que funcionan ya en el nivel ontológico: el de los hombres despiertos que es real, y el de los dormidos que es una pura ilusión del sujeto. Las otras semejanzas, que subrayan todavía más el desprecio a sus compatriotas, la embriaguez, la sordera, la infancia, completan esta contraposición central entre la vigilia y el sueño y definen ya con toda claridad el carácter formal del mensaje de Heráclito. Sólo falta saber cuál es su contenido.

La teología

Produce extrañeza ver en los escasos fragmentos de un filósofo jónico arcaico las líneas maestras de un pensamiento que sólo mucho más tarde aparece en la filosofía griega. Por eso mismo hay que preguntar cuál es el sentido general de la teología monoteísta de Heráclito, cosa tanto más fácil cuanto que nada menos que diez textos independientes están totalmente de acuerdo.

Lo que en primer lugar define al único dios es precisamente la sabiduría. «El solo, el único sabio, quiere y no quiere llamarse Zeus» (32), completa su sentido en 41: «Sólo el Único es sabio». Esta sabiduría adquiere el máximo relieve cuando se compara con nuestra limitada ciencia, según otros textos reiterativos. «La naturaleza humana no tiene inteligencia, pero la divina en cambio sí» (78). Por eso la divinidad llama niños a los hombres (79), porque el más inteligente de ellos parece un mono cuando se le pone al lado de dios (83).

Por otra parte esta sabiduría aparece acompañada y potenciada por la trascendencia. Así en 108 que dice aproximadamente: «ninguno de cuantos escuché fue capaz de reconocer que lo sabio (tò sophón) está separado de todo. « Y en 114 la ley divina trasciende todas las otras leyes humanas.

Es inútil buscar en los primeros filósofos griegos una doctrina que afirme netamente la unidad, la trascendencia y la sabiduría del dios, porque los científicos jonios o itálicos se interesan por el mundo físico y nunca intentan elaborar una teología. Pero en Efeso en la época de Darío y en el mismo Artemísion, donde según la tradición el filósofo depositó su libro, los monarcas aqueménides cruzándose con la tribu meda de los magos, predican un sistema teológico que puede servir de marco a este monoteísmo. Cuesta trabajo admitir, aunque no existieran otros datos que ese simple testimonio de la historia, que Heráclito haya permanecido libre de la influencia de una poderosa doctrina teológica y moral, que se anuncia a pocos metros de los lugares donde vive y piensa.

El dios de esta nueva religión es Ahura Mazda, a la letra señor sabio, que los helenos traducen libremente por Zeus. Heráclito advierte que este nombre no le conviene totalmente, porque a pesar de ser una deidad suprema, los atributos de Zeus, proyectados por la imaginación antropomórfica de los griegos, son radicalmente distintos de los de Ahura Mazda. Por eso la traducción del filósofo es mucho más exacta: «tò sophón» o mejor «én tò sophón», es decir, el Único sabio.

Esta sabiduría tiene una inmediata manifestación externa en el universo, donde proyecta su plan (gnóme), dirigiendo todos sus movimientos. El fragmento 64 «el rayo lo guía todo» insinúa su acción directiva sobre todas las cosas, pues en la mitología griega el rayo se asimila a Zeus, que tiene su corresponsal en Ahura Mazda. Finalmente es muy probable que 16 «¿Cómo ocultarse a lo que no desaparece?» aluda a la vigilancia que la divinidad suprema y única ejerce sobre la totalidad de los seres.

En esta teología de Heráclito ocupa un lugar clave la Justicia, que lo ordena todo, desde el mundo físico hasta el moral. Según el filósofo, procede del único sabio y se corresponde en la religión meda con Asa, cuyo padre es también Ahura Mazda, y en la mitología griega con Diké, que es la hija de Zeus. En cuanto a los héroes o los dioses helenos tienen sus análogos en los Frávasis del mazdeísmo, que como servidores de Asa orientan el curso de los astros y vigilan a vivos y muertos.

Los escasos fragmentos cosmológicos de Heráclito son una prolongación de su teología, elaborada al parecer de acuerdo con el modelo mazdeista. Efectivamente, según el testimonio de Heródoto, tan inexacto como luminoso «los iranios llaman Zeus (o Dios) a la bóveda del cielo», es decir, traducen y representan sensiblemente su monoteísmo por un monarquismo celeste. Este mismo camino parece seguir el filósofo en un texto central que abarca los fragmentos 30 y 31 en la seriación de Diels.

Según ellos, el cielo común a todos es una entidad eterna, que no ha sido producida por la mano de un hombre o un dios. Es desde luego un fuego constante, ordenado y rítmico, que se enciende y apaga de acuerdo con pautas precisas en dos momentos alternantes y sucesivos, de una parte el Sol, de la otra las demás estrellas, que producen las noche. La continuación del fragmento es sumamente confusa, pero por lo menos confirma reiteradamente la existencia de puntos de inflexión (trópai), de ese fuego y de modo indirecto su oscilación repetida entre límites inalterables.

La cosmología de Heráclito no es sólo una prolongación de su teología, sino además y sobre todo un prólogo a su teoría política. En rigor su escrito «no trata de la naturaleza, sino de la ciudad y los desarrollos naturales están puestos allí a título de ejemplo» (Diódoto). En este sentido el texto más significativo y reciente es el papiro Lerveni, que unifica y da sentido a los fragmentos 3 y 94 de Diels. «El Sol gobierna el mundo aunque sólo tiene la medida de un pié humano, pero no puede salirse de sus límites. Pues si traspasase las estaciones del año (kairoùs eniautoû), lo descubrirían las Erinnias, agentes de la Justicia. « La segunda parte del pasaje repite y confirma la doctrina contenida en 30 y 31, describe un proceso interminable y encauzado, y al propio tiempo completa la teología, proporcionándole un calendario.

Pero la primera parte es con toda probabilidad un breve y contundente manifiesto político, disimulado en el lenguaje críptico propio de Heráclito. Del mismo modo que el Sol, a pesar de tener la anchura de un pié humano, es capaz de dirigir todo el universo, así también un solo hombre gobierna todos los pueblos de la tierra. El monoteísmo mazdeista y el monarquismo de los cielos tienen su correlato político en el imperio del Rey de Reyes cuya voluntad individual crea leyes de alcance universal y definitivo. Un bajorrelieve de la tumba de Darío ilustra brillantemente este juego de correspondencias, pues allí aparecen juntos el propio monarca aqueménide adorando el fuego sagrado, el Sol iluminando la escena al aire libre y la imagen de Ahura Mazda dominando el conjunto.

La teología de Heráclito, prolongada en un calendario astral, es también un modelo político en dos sentidos. En primer lugar hace mención expresa de una nueva divinidad,

Diké en el vocabulario de los griegos y de Heráclito, Asa en la teología de los iranios. La Justicia cumple en estos dos sistemas de pensamiento y de vida una doble función. Es primeramente la encargada de señalar al Sol, la Luna y los astros sus ritmos alternantes de movimiento, de acuerdo con una medida exacta e inexorable. En este sentido actúa a nivel cosmológico.

Pero esta misma Diké cumple otra función paralela a la anterior, en el nivel político y moral. Es ella, en efecto, la que marca las pautas y las normas de conducta y la que por modo oblicuo censura a quienes cometen errores. El documento central es el fragmento 28: «El mejor de todos ellos sólo conoce apariencias y a ellas se atiene firmemente. Pero Diké descubrirá a los mentirosos y a los testigos de mentiras. « Según esto la mayoría de los hombres que vive encerrada en un mundo ficticio y que está generosamente representada por los ciudadanos de Efeso, del Asia Menor y de toda la Hélade se corresponde con los dragvants del mazdeísmo, es decir, con los que según la religión meda no están en la verdad, y consiguientemente son injustos e infieles.

Por otra parte esta teología política no cabe en los estrechos límites de la ciudad griega, pues se extiende más allá y por encima de toda legislación positiva. Eso quiere decir –y en este punto Heráclito es contundente– que hay una norma suprema, válida para todos los hombres y pueblos. «Todas las leyes humanas derivan de una que es divina. Manda cuanto quiere, vale para todos y trasciende a todas las demás». En menos de dos líneas el fragmento 114 señala nada menos que cinco propiedades centrales de la ley del dios supremo y de su vicario en la tierra, la unidad, el carácter supremo y universal, la omnipotencia y finalmente la trascendencia.

La teología, convertida en un modelo político, desemboca por fin en el fragmento 33: «También es ley obedecer a uno solo. « El texto está dentro de una constelación de ideas que ponen al mejor por encima de la mayoría, y va contracorriente de la forma de pensar de los griegos. En todo caso es una vez más coherente con el monoteísmo de Heráclito, con su monarquismo celeste, con su ética y hasta con su teoría del conocimiento, que postula un solo mundo objetivo, común para todos los hombres despiertos. Teniendo en cuenta además que el filósofo vive bajo un régimen autocrático que parece aceptar y defender, salta a la vista la consistencia de todo su pensamiento y de su actitud existencial.

La teoría del tiempo

Interesa ahora saber qué principio organiza la estructura del universo y su proceso temporal, pues la sola presentación de un monoteísmo, de un monarquismo celeste y una autocracia a ras de tierra no bastan para dar cuenta del complicado desarrollo de la realidad, ni para describir sus momentos.

Por supuesto que ese principio no está a la vista ni puede ser objeto de una investigación superficial, aunque sea exhaustiva. Esto es tanto como volver a la «polimathía» y olvidar que la naturaleza tiene el capricho de ocultarse. La armonía suprema es mucho más profunda que la que se manifiesta inmediatamente (54).

Efectivamente, según textos expresos y repetidos de Heráclito, el conflicto subyace a la realidad y explica su desarrollo. «Todo tiene su origen en la discordia», dice ya en el fragmento 8, y más bellamente después: «La guerra (pólemos) es el padre de todas las cosas» (53), o también «la guerra es común a todos» (80).

Todo conflicto exige en primer lugar dos principios contrarios entre sí y además un choque de esos dos principios actuando cada uno en sentido opuesto al otro. El resultado de este enfrentamiento puede ser el predominio total de un contrario, el mantenimiento de un equilibrio y una tensión inestable entre ambos, o finalmente su alternancia sucesiva, indefinida y circular.

Para saber más precisamente en qué consiste ese conflicto que está oculto debajo de la realidad aparente hay que prolongar el fragmento 80, que en su última parte dice que «la guerra es justicia y todo nace de guerra y de necesidad». La Justicia en la primera literatura jonia no es un equilibrio estable de todas las cosas que componen el mundo, sino al revés un desequilibrio perpetuamente compensado y perpetuamente renovado en movimiento pendular o más exactamente cíclico. En este sentido la Diké es alternancia de opuestos y por lo mismo discordia, y a la inversa, esa discordia de contrarios es mutua compensación, y en consecuencia Diké.

Sucede además que ese constante movimiento obedece a la necesidad y no al azar o al capricho. A ese carácter de necesidad –que ahora podría llamarse racionalidad– llama Heráclito armonía. Bien entendido que es una racionalidad y armonía tan definitiva y cerrada sobre sí misma que no admite ni puede admitir otro principio ni otra explicación más radical. Una constelación abundantísima de fragmentos concreta con variedad, independencia y claridad esta idea central, completando los textos anteriores.

Algunos ejemplos son muy claros y, por lo menos en apariencia, banales. «Son comunes el principio y el fin de la circunferencia del círculo» (103), o bien «el camino hacia arriba y hacia abajo es único e indistinto» (60). O también un tercero que resume los otros dos. «El movimiento de los rodillos, recto y curvo, es uno y el mismo». En todos estos casos los modelos están tomados de la geometría o de artificios creados por el hombre.

También la cosmología de Heráclito ofrece una generosa serie de semejanzas de esta alternancia de contrarios. Por supuesto que el cielo, común a todos, es fuego que se enciende y se apaga medidamente, que el mar está oscilando constantemente entre dos límites (31). Pero también «el día y la noche son lo mismo», en cuanto momentos sucesivos de un proceso, medido con toda exactitud y determinado con necesidad. Por eso las estrellas piden sitio al sol para que no sobrepase sus medidas, y las encargadas de vigilar este relevo son precisamente «las Erinnias, las servidoras de la Justicia» (94).

Hay una serie de fragmentos de Heráclito que se han hecho tópicos y se prestan fácilmente a malentendidos. Los textos, escasos pero decisivos, en que se compara la naturaleza de las cosas con el discurso de un río, tienen dentro de su propio contexto un sentido preciso e inequívoco. Quieren decir –y el río mejor que nada simboliza esa doble dimensión de movimiento y de orden– que la realidad universal transita constantemente dentro de unos cauces rigurosamente señalados.

En cuanto a los textos dedicados al fuego –dejando de lado el 30 y 31 que marcan los ritmos y el calendario de la liturgia astral– están todos en conexión con la idea –tan extraña para nosotros como tópica en Heráclito y en la filosofía meda– de definir a las cosas y a los espíritus por la exhalación y el aroma que es propio de cada uno. En el fragmento 67 el fuego, mezclado con las especias, «toma nombres de acuerdo con los distintos aromas». Esta misma idea se amplía después: «el fuego y las cosas se trasmutan recíprocamente, igual que el oro y las mercancías» (90). Por eso mismo «si todas las cosas se volviesen humo todavía las narices las conocerían» (7).

La corta frase «pánta rei» no está en los fragmentos, y bien parece un intento de resumir un aspecto central de la doctrina de Heráclito particularmente nuevo para la mentalidad helena. La traducción «todo fluye» o «todo está en proceso» enuncia una trivialidad con la que todos, griegos o no griegos, filósofos o profanos, están de acuerdo. En cambio la traducción «todo pasa», a la vez que enlaza con la metáfora del río, descubre una nueva dimensión temporal de la realidad, y sirve para introducir tres pares de opuestos, que dibujan la alternancia sucesiva de los momentos del tiempo.

Estas tres parejas están todas presentes en el fragmento 88: «Es siempre uno e indistinto con relación a nosotros lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo, pues lo primero se trasforma en lo segundo y lo segundo en lo primero». El par sueño vigilia aparece todavía en otras dos ocasiones, y en ambas está en relación con la pareja muerte vida: «el que vive se continúa en el que muere, igual que el despierto se continúa en quien duerme» (26).

Todavía el fragmento 21 insiste en este paralelismo con gran brillantez: «Como muerte es cuanto vemos al despertar. Pero cuando dormimos, sólo sueño». Según esto, quien despierta tiene conciencia de haber dormido y ese tiempo pasado le parece semejante a la muerte, y su despertar una vuelta a la vida. En cambio quien duerme no tiene vivencia de su estado, y en consecuencia sus sueños no son más que una pura ilusión.

Queda por ver cómo se comporta la pareja vida-muerte en este proceso circular y constante. Según el fragmento 77 «nosotros vivimos la muerte de las almas y las almas viven nuestra propia muerte», donde alma significa tanto como soplo o aliento vital. El texto se repite y amplía en 62: «los inmortales son mortales y los mortales inmortales, viviendo la muerte de unos, muertos de la vida de otros». En ambos casos se apunta a una constante alternancia de generaciones, donde cada una vive a costa de la muerte de la anterior y queda muerta para que viva la siguiente.

Uno de los sentidos de la palabra «inmortales» en Heródoto y después en Grecia sirve para reforzar o por lo menos para aclarar esta interpretación. Los historiadores llaman inmortales a los miembros del más selecto cuerpo de ejército persa, cuyos sucesores están determinados con toda precisión antes de su muerte. Y de un modo general se llamará en griego inmortal (áner athánatos), a cualquier funcionario que tenga asegurada y definida por herencia o de cualquier otra forma la sucesión.

Según esto, el paralelo entre los pares vigilia-sueño, muerte-vida, sólo queda completo con la aparición de la tercera oposición joven-viejo, que hace directa referencia a la sucesión de generaciones. Todavía más directa y expresamente alude a esta alternancia el fragmento 20: «Entrados en la vida aceptan su destino mortal, y dejan detrás de sí hijos, que engendran otros destinos mortales».

El fragmento 52 describe el ciclo entero generacional (áion). «Es un niño que juega (paídson) a tres en raya (pesseuon). ¡El niño ha coronado!» El vocablo «paídson» se presta a un doble sentido muy usado por Heráclito, pues directamente significa «jugar», y de modo oblicuo «hacer el niño» o engendrar. La jugada que corona, cierra triunfalmente el juego. El resto de los pasajes del filósofo y las mismas informaciones de los doxógrafos invitan a dar a la generación (y al texto) una estructura ternaria, porque sólo se cumple cuando el miembro central generado es a su vez capaz de engendrar.

El calendario

La armonía oculta es para Heráclito un conflicto circular donde la recíproca compensación de contrarios determina la marcha de toda la realidad. Este ciclo se presenta primero como un movimiento astral, señalado con absoluta necesidad en sus puntos de inflexión. Pero se presenta además como una sucesión también reiterativa y medida de principios temporales opuestos. Son la vigilia, que se continúa y se inicia en el sueño, la vida que termina en la muerte y es principio de otra vida, y en consecuencia el círculo de las generaciones, representado por la pareja joven - viejo.

Estas dos series son rigurosamente isomorfas y recíprocamente transportables. La traducción del ciclo temporal al movimiento medido de los astros es justamente una cronología. El fragmento 67 señala sus pautas cuando aproximadamente dice: «Dios es día y noche, invierno y verano... carencia y plenitud. « La pareja formada por el día y la noche, el par estacional invierno-verano, y finalmente la carencia y la plenitud, que juntas señalan el comienzo y la consumación de cada año, marcan esta correspondencia.

Según el calendario de Darío, que probablemente estaba vigente en todas las ciudades jonias, y desde luego en Efeso y Colofón, el día de Año Nuevo, el Nauroz figura el momento en que Ahura Mazda creó al mundo y al hombre. Así pues el universo, es decir la totalidad de todas las cosas o por lo menos el período histórico en que ahora se vive, ha tenido un principio, representado, de acuerdo con el ritmo de las estaciones, por el solsticio de invierno.

Pero ese mismo calendario conoce un segundo día de Año Nuevo, situado en el otro solsticio de verano, en el apogeo del sol y en pleno florecer de la vida vegetal y animal. Este día, dedicado a Mitra, representa la consumación de cada ciclo histórico autónomo, la plenitud de los tiempos. De esta forma el movimiento diario y anual del sol es imagen del acontecer del tiempo universal, que así se convierte en una totalidad organizada en un antes y un después, dotada de un inicio y un término absolutos.

Este Gran Año tiene en el mazdeísmo aqueménide tres caracteres centrales. En primer lugar es un ciclo que afecta simultáneamente al mundo físico y humano. Su antecedente inmediato, el Mahayuga de la India, se compone de cuatro Yugas o estaciones, que diferencian la vida de los hombres en longitud, sabiduría y bondad. Hay generaciones, y por lo tanto Yugas ilustrados y tenebrosos, que se corresponden con los días y meses luminosos y cálidos, o al revés, fríos y oscuros, del año solar. El Irán admite también cuatro edades, de oro, plata, acero y mezcla de hierro, y esta articulación histórica es relativamente antigua y semejante a la india.

En segundo lugar, el tiempo está proyectado lineal e irreversiblemente hacia un término final. Cada uno de los ciclos históricos, organizados en edades igual que el año en estaciones, es autónomo e independiente en su desarrollo. La historia cósmica y humana, es única y tiene una duración de nueve mil años en el mazdeísmo, que se estiran hasta doce mil en el zervanismo.

El fin de cada ciclo histórico autónomo llegará a través del fuego. No se trata de una catástrofe que aniquile el mundo, sino justamente de lo contrario, la llegada de la era cálida y luminosa donde todo alcanza su perfección de vida, inteligencia y bondad. Los historiadores están de acuerdo en que la teoría de la «ekpyrosis» como fin del mundo tiene su origen en los magos occidentales y se divulga gracias a los estoicos. Ahora bien, el eslabón que une esos dos extremos de la cadena es precisamente Heráclito.

La versión que da el filósofo del Gran Año guarda una semejanza notable con los grandes ciclos hindúes, y sobre todo iranios. Según Censorino su duración es exactamente de 10. 800 años solares. Esta cifra, que como de costumbre parece arbitraria y extravagante, es verdaderamente decisiva, porque muestra un total isomorfismo entre el movimiento anual del sol y el decurso temporal de las generaciones.

Según Heráclito una generación dura treinta años, el tiempo necesario para que el hijo engendrado se pueda convertir en padre (15 + 15). Tanto esta unidad histórica, como el día que es la unidad astronómica correspondiente están ambos divididos en dos mitades alternantes (día-noche; generante-generado).

El curso anual del sol está compuesto de días, y es figura –como en Irán– del gran ciclo histórico de las generaciones. Según esto el Gran Año tiene 360 * 30 años solares, es decir, justamente los diez mil ochocientos del comentario de Censorino. Esta duración total está dividida en estaciones –probablemente dos– de caracteres contrarios (invierno-verano). El esquema de los indios y de los mazdeistas queda simplificado y reelaborado a través de esa sencilla combinación.

Lo esencial de estas dos series, solar y temporal, que corren rigurosamente paralelas, es su carácter alternante y reiterativo. Del mismo modo que el día se prolonga en la noche y ésta desemboca en un nuevo día, el padre da origen a un hijo, que en su día llega a ser también generante. Es justamente esta terna la que hace posible y necesario un proceso continuo.

El Gran Año de las generaciones es isomorfo con el ciclo anual de las estaciones. Hay que admitir según esto dos momentos históricos alternantes. El primero corresponde al invierno solar y en él viven hombres de alma y carácter húmedo, oscuro y malo. Esta estación siniestra y tenebrosa desemboca en un estío generacional, formado por otros hombres de alma seca y luminosa, y de forma de ser sabia y noble.

Queda sólo por saber cuál es la dirección y el sentido de este Gran Año, y en este punto caben dos soluciones. O bien el tiempo humano se va degradando desde una primera Edad de Oro hasta la actual Edad de Hierro, como dicen los indios, los iranios más antiguos, y buena parte de los filósofos griegos, o a la inversa el tiempo y la historia progresan desde un caos inicial hasta una consumación feliz, como profetizan los magos occidentales.

Según ellos la ekpyrosis no es una catástrofe, sino la llegada del estío generacional, del «siglo de las luces». En el mismo sentido se pronuncia Heráclito en los fragmentos 64 al 67, que forman una totalidad muy poco desfigurada por los comentarios de Hipólito. En 66 se anuncia un juicio del mundo por medio del fuego y en 65, en paralelismo con el calendario de Darío se llama al primer momento del mundo «deficiencia» y a su consumación «plenitud».

Queda entonces completo el esquema alternante de la realidad, tal como lo piensa el filósofo griego, y queda también al descubierto esa oculta y radical armonía que subyace a las cosas más diversas. El día y la noche, el invierno y el verano, el inicio y la plenitud del año solar, se corresponden con la generación y el Gran Año a nivel temporal, y todos estos contrarios que se compensan y continúan son manifestaciones centrales de una profunda justicia y necesidad.

La escatología

Es importante saber si la doctrina del alma y su destino es igual, o por lo menos parecida, en Heráclito y en la cultura irania de la época aqueménide. Porque este eventual paralelismo servirá para subrayar la pertenencia del filósofo a un determinado contexto histórico, y será como la prueba de los nueves de toda la interpretación que se arriesgó hasta aquí.

El alma no tiene figura ni contorno, y en este sentido se expresa el fragmento 45 en la seriación de Diels según el cual nunca se podrán encontrar sus límites, porque está totalmente fuera de medida, o también el 115, que le atribuye una entidad indefinidamente creciente. Hay que poner estos textos en conexión con la doctrina constante de los doxógrafos y sobre todo de Aristóteles, que definen al alma de Heráclito como un aliento o exhalación.

También hay unanimidad en todos los documentos a la hora de trazar el doble carácter de ese soplo vital. Heráclito mismo opone en sus fragmentos con generosa abundancia el alma cálida y seca, que es la más noble y la mejor, al otro aliento innoble, húmedo y frío, y Aristóteles confirma y amplía esa teoría de la dualidad y la oposición entre las dos exhalaciones. Los textos, que de modo más o menos directo aluden a este doble carácter o lo dan por supuesto son numerosos e independientes.

Estas almas, sin límites ni contornos fijos, se abren a un horizonte diferente del que dibuja la figura de las cosas visibles, y en esta dirección apunta el fragmento 27 cuando dice que «cuando los hombres mueren les aguardan cosas que ni esperan ni siquiera imaginan». Pero importa esperar «pues de otra forma jamás daremos con lo inesperado» (18), y sobre todo importa saber cuál es el proceso por el que cada alma alcanza su propio destino, y qué tipo de vida y de sentido pueden permanecer después de la muerte.

Según la tradición irania las almas humanas tienen un destino dual. Los espíritus superiores tienen su lugar propio en el día, el estío y el sol, y por el contrario los más viles y bajos van a la noche, el invierno y la lluvia. Es casi seguro que esa doctrina escatológica, sumamente sencilla, se ha mantenido intacta en Irán, por lo menos hasta la época de los primeros aqueménides, y es evidente su correspondencia con la teoría de la doble exhalación.

Heráclito todavía simplifica más este primitivo esquema, pues las almas superiores, que son fuego ardiente y puro, suben a la región del sol y son la causa física de la exhalación luminosa. Las otras, que están empapadas de agua, no pueden subir más allá de la luna, y desde allí caen en forma de lluvia, que muere en la tierra y produce la exhalación oscura. El fragmento 36 recoge íntegro este proceso: «Es muerte para las almas (psykhai) convertirse en agua, y es muerte para el agua convertirse en tierra. Pero de la tierra sale el agua (la humedad), y del agua la exhalación (psykhé)». De esta forma quedan contrapuestos física y escatológicamente el Cielo y lo que los griegos llaman el Hades.

Lo mismo en los fragmentos de Heráclito que en la tradición irania, el espíritu, en la medida en que es aliento, adquiere una forma de consciencia tan sorprendente como lógica, porque alcanza la última esencia de las cosas por medio del sentido más penetrante, el olfato. La misma palabra «psykhé» con su ambiguo significado –por un lado alma, por otro exhalación– apunta a una realidad, que es al propio tiempo sujeto y objeto de esa sensación privilegiada, es como un olor subsistente por sí mismo.

Naturalmente el destino de estas almas que son además aliento, es también dual en la escatología de los medos y en la del filósofo. Las almas secas, luminosa y nobles se dan un aroma fragante y dulce, mientras que las otras, oscuras, húmedas y viles despiden y sufren un olor repulsivo.

Los fragmentos relativos al olor y al olfato son con relación a la amplitud del texto original conservado y al carácter en principio secundario y extravagante del tema, muy abundantes. Efectivamente las narices diferencian a todas las cosas, aunque se desvanezcan y se conviertan en humo (Frg. 7), y en esto se parecen al fuego que absorbe todas las cosas, manteniendo el aroma de cada especia. También los perros son capaces de identificar y ladrar, incluso a los que nunca han conocido con la vista (97).

Todos estos fragmentos más la tradición irania son el contexto desde donde se puede leer un párrafo tan breve como preciso e inequívoco: «Las almas huelen el Hades» (98). Su significado es en principio sumamente misterioso, pero se puede entender plenamente gracias a todas estas referencias históricas y textuales que le sitúan en su auténtico lugar.

Según Heráclito los muertos deben arrojarse lejos, igual que la basura (96). También ahora su forma de pensar choca con la sensibilidad helena, y con sus documentos literarios e históricos, que exigen unánimemente un enterramiento para fijar al hombre en su última morada escatológica. Hay que dar razón de esta última extravagancia y referirla, si ello es posible, a los usos de la sociedad en que hubo de vivir.

Aparece en el Irán aqueménide, una creencia y una práctica que, introducida por los magos, dura todavía en las escasas y menguadas comunidades parsis extendidas por la India y Persia. Como el cuerpo muerto es inmundo, contamina todo cuanto toca, la tierra si se sepulta, el fuego si se quema y el agua si se hunde. Queda la solución de arrojar los cuerpos y ofrecerlos, siguiendo una peculiar liturgia, a la voracidad de los pájaros en las torres de silencio.

Pero la misma enfermedad de Heráclito y su tratamiento no se entiende bien fuera del ritual y de la doctrina de Zoroastro. En principio parece que contrae una hidropesía, la más grave enfermedad para los mazdeistas, para quienes, según el fragmento 36 en la seriación de Diels «es muerte para el alma convertirse en agua». Como los físicos griegos son incapaces de diagnosticar y de curar su dolencia Heráclito se automedica, esparciendo por todo el cuerpo una cataplasma de estiércol de buey. Según una receta recogida en el Avesta esta extraña medicina con la exposición a los rayos solares tiene por objeto liberar al enfermo de los miasmas de la muerte.

Esta descripción de la última enfermedad de Heráclito, tomada de Diógenes Laercio y Hermipo, se completa con las dos variantes de la muerte y de los ritos funerarios, tal como los recogen en una segunda versión Suidas y Neantes de Cízico. Estos dos testimonios enteramente independientes están de acuerdo en todos sus detalles por otra parte extraños, sobre todo para una mentalidad como la de los griegos. Efectivamente en ambas el filósofo está tan desfigurado por el estiércol que los perros devoran su cuerpo. No se trata de ninguna extravagancia ni de un caso de mala suerte, sino de una costumbre ritual del zoroastrismo, que entrega a los enfermos a la voracidad de perros amaestrados, llamados «entaphiastes» o sepultureros, para que coman sus carnes y libren a los elementos de cualquier contaminación.

Heráclito muere, según Diógenes Laercio, a los sesenta años. Por supuesto que se trata de una edad tópica en los biógrafos, pero en este caso el tópico adquiere caracteres de símbolo. Porque en esos años Atenas vence decisivamente a los aqueménides en Salamina, y libera, después de la batalla naval junto a la península de Micala, a todas las ciudades griegas del Asia Menor. De esta forma el mundo en que ha vivido y pensado el filósofo empieza a hundirse junto con él.

Jenófanes

Jenófanes –es lo único absolutamente seguro– pasa la segunda parte de su vida en Sicilia, bajo Hierón (478-467). En este punto el texto del historiador Timeo está de acuerdo con una serie de fragmentos y testimonios, que se refieren inequívocamente a la relación del filósofo con personajes ilustres de la corte de Siracusa. Al parecer Epicarmo, Baquílides, posiblemente Píndaro y Simónides, y el propio tirano le tratan de forma directa y a veces familiar.

Por otra parte el mismo Jenófanes se atribuye en el fragmento 8, datado precisamente en esta segunda época, nada menos que noventa y dos años. Esto permite calcular con bastante aproximación la fecha de su nacimiento en el lejano Colofón –entre el 570 y el 560 a. de C.– y la de su muerte, poco antes o poco después del término del reinado de Hierón de Siracusa. Unos años en más o en menos no varían lo que verdaderamente interesa, es decir, el conocimiento de la doble circunstancia histórica que preside la primera y la última parte de su vida.

Para establecer los jalones decisivos de esta larga existencia hay que volver al fragmento 8 en la seriación de Diels, el único verdaderamente autobiográfico. «Ya son sesenta y siete los años que van lanzando mi pensamiento al aire de la tierra de la Hélade, y a éstos hay que añadir –bien lo sé yo– veinticinco, desde mi nacimiento». Según esto, a los veinticinco años de la vida de Jenófanes hay un acontecimiento –fechado entre los años 545 y 535– que decide su vocación profética.

El otro acontecimiento importante –la proscripción o el exilio de su ciudad natal– tiene también un carácter social y se suele hacer coincidir, por deseo de sencillez, con la vocación filosófica, teológica y también poética de Jenófanes, y con la llegada de los persas a Colofón. Sin embargo los datos históricos complican e invierten el cuadro y sugieren que el comienzo de la predicación de Jenófanes y la vigencia de su doctrina monoteísta empieza con la llegada de los persas, mientras que su exilio coincide con la liberación del Asia Menor después de la batalla de Micala. Por unas cuantas razones.

En primer lugar, los ciudadanos de Colofón no se sienten tiranizados por los medos invasores, pues lo que sucede es precisamente todo lo contrario. Cuando Harpago llega a la ciudad, sus habitantes sufren de mal grado desde los tiempos del rey Aliates el dominio de los lidios, iniciado con un engaño y mantenida gracias a la violencia. La conquista persa representa una auténtica liberación, hasta tal punto que toda la vida política y religiosa mira por primera vez a Oriente.

En medio de este ambiente favorable a los medos no se comprende que un monoteísta como Jenófanes, enemigo furioso del antropomorfismo, abandone Colofón justamente en el momento en que llegan allí sus aliados ideológicos. En cambio sí tiene sentido pensar que a partir de la aparición de la nueva cultura y religión y durante los más de sesenta años de dominio persa, elabore primero y después lance su predicación poética a las ciudades griegas –la gran mayoría– medizantes o vasallas del Gran Rey.

Por lo que se refiere al exilio voluntario o forzoso de Jenófanes, también hay datos muy precisos. La zona en que ciertamente vive después de su marcha es muy limitada. Se circunscribe a Sicilia y más concretamente a su costa oriental (Mesina, Catania y muy probablemente Siracusa). Es difícil creer que un aeda vagabundo durante muchos años –hasta sesenta y siete– sólo viva y sea conocido en ese estrechísimo radio de acción, sobre todo cuando se piensa que su predicación es llamativa y hasta escandalosa.

Pero además el tiempo de su residencia en Sicilia parece también bastante corto. No hay referencias biográficas directas, pero fragmentos y testimonios independientes admiten unánimemente una relación directa con la corte de Hierón de Siracusa y nada más que con ella. También esos datos confirman la hipótesis de un traslado tardío al mundo griego ortodoxo, aproximadamente hacia la tercera década del siglo V.

Colofón, la tierra natal de Jenófanes, es por su geografía y está llamada a ser por su desarrollo y destino, la hermana gemela de Efeso. Cuando Kymé queda asolada y deja de ser el enlace entre el Asia continental y Europa, las dos ciudades se convierten en los antepuertos naturales de Sardes la capital del imperio lidio, desde donde desembocan por doble camino en el Egeo las caravanas que vienen del mismo corazón del Oriente.

Sin embargo Colofón, al revés que Efeso, resiste las influencias de los sucesivos reinos asiáticos y mira desde siempre hacia occidente. Sólo la traición de los monarcas lidios consigue dominarla, pero sus ciudadanos y particularmente Jenófanes tienen muy mal recuerdo de aquel período, cuando la tiranía se mezclaba con la corrupción de costumbres.

En cambio la llegada de los medos integra totalmente dentro de un nuevo mundo cultural y religioso a las dos ciudades, que desde entonces van a ser la punta de lanza de la penetración ideológica y económica del imperio aqueménide hacia Grecia. Por este doble ventanal Darío predica una doctrina monárquica y monoteísta, en polémica cada vez más tensa con el mundo plural de los helenos y con el feroz individualismo de los épos homéricos, recitados públicamente cada tres años en las Panateneas, en forma de manifiesto teológico político.

En cuanto a Sicilia, el último lugar de residencia de Jenófanes, es un triángulo casi perfecto, apoyado sobre uno de sus vértices. El lado oriental el más corto, se extiende desde el estrecho de Mesina hasta el cabo de Passaro. Las poblaciones más importantes son –de norte a sur– Zancle, Mesina, Catania y Siracusa. La longitud de esta costa, a la que se refieren los fragmentos del filósofo y de sus biógrafos, no pasa de ciento cincuenta kilómetros.

El mapa político de la época simplifica todavía más estas circunstancias puramente geográficas. Después de la batalla de Himera ganada a los cartagineses, dos ciudades alcanzan la hegemonía en Sicilia: en la larga y lejana ribera sur, Akrágas donde manda Terón, y en la costa oriental Siracusa, gobernada por Hierón, también en régimen de tiranía. Precisamente en Siracusa y su zona de influencia florece una pléyade de poetas, autores de teatro y pensadores, entre los que Jenófanes ocupa un lugar relevante.

Políticamente Sicilia, preocupada sobre todo por la amenaza cartaginesa, tiene una actitud ambigua en el conflicto greco-persa. Mejor que nadie la simboliza Gelón que en vísperas de la batalla de Salamina envía al teatro de operaciones –según el testimonio siempre luminoso de Heródoto– un embajador cargado de riquezas, con el encargo –bien concreto por cierto– de ponerse de parte del vencedor.

En la corte de Siracusa conviven y encuentran buen acomodo las actitudes y las formas de pensar más diversas. Allí canta genialmente a los campeones olímpicos Píndaro, nativo de la infiel Tebas y representante de los ideales éticos de la vieja aristocracia. Allí acude también para poner en escena «Los Persas», Esquilo, un patriota ateniense que expone en sus tragedias el nacimiento de la democracia. En medio están Simónides y su sobrino Baquílides, que cantan también a los grandes deportistas y a los héroes de la guerra, bien entendido que sus composiciones «les proporcionan dinero».

Durante su residencia en Sicilia, Jenófanes entra en las casas más notables, habla ante un público respetuoso y hasta preside la marcha de un sympósion. Sus oyentes sin embargo mantienen un frío distanciamiento, pues aunque aceptan su presencia no comparten activamente sus ideas y sentimientos. El mismo Hierón comenta irónicamente que, mientras el filósofo sólo dispone de dos servidores, Homero, su principal enemigo, es dueño de miles de esclavos.

Con todos estos datos biográficos bastante seguros, es posible una interpretación coherente de la personalidad de Jenófanes. La primera parte de su vida coincide con los más de sesenta años de dominio persa, uno de cuyos focos es precisamente Colofón. Allí conoce los rudimentos doctrinales de la teología de los reyes aqueménides, predicada desde

el templo de Clarion. Es casi seguro que imitando a los aedas, viaje por las otras ciudades helenas del Asia Menor y del norte de Grecia, que rinden vasallaje al Gran Rey.

En esta precisa circunstancia cobra todo su sentido una doble doctrina, en principio extraña al espíritu de los griegos. Jenófanes –al revés que su vecino Heráclito, que disimula el pensamiento gracias a un estilo hermético– predica claramente un monoteísmo que esencialmente coincide con el dogma central del mazdeísmo. Sus palabras y nociones son tan diáfanas y terminantes que no necesitan ninguna interpretación.

Pero además Jenófanes –en este otro aspecto no sólo coincide con Heráclito, sino que subraya y amplía generosamente sus ideas– entra en polémica contra la poesía homérica, que se ha convertido en la ideología oficial de los helenos. Quien predica una religión monárquica con pretensiones de universalidad tiene que oponerse al radical individualismo de los epos, que desemboca en el plano teológico en un politeísmo libertario.

Cuando Jenófanes marcha exiliado a Sicilia a una sociedad relativamente tolerante con los caprichos orientales, consigue hacer públicas sus sátiras la prensa ortodoxa. Pero esta doble extravagancia –de un lado el monoteísmo, del otro la oposición a la cultura y religión griegas– no encuentran una explicación fácil dentro de las categorías de pensamiento y de conducta entonces vigentes. No tiene nada de particular que surja entre los contemporáneos y los que viven inmediatamente después de su muerte la exigencia de una nueva interpretación, lo más inocente posible.

Por otra parte las ideas del filósofo de Colofón se conocen en Occidente al mismo tiempo que las de Parménides de Elea y esta coincidencia da origen a un doble malentendido. El monoteísmo de Jenófanes se convierte en un monismo metafísico, y a su vez el dilema parmenideo con su exclusión recíproca del ser y del no ser, deriva por modo oblicuo a la afirmación de un solo ente divino. Y para poner broche de oro a todo esto se hace de Jenófanes habitante de Elea y nada menos que fundador de su escuela.

Ahora bien, esta hipótesis no se basa en documentos históricos sino que es un intento de justificar «a posteriori» la relación de los dos filósofos. No hay entonces ni influencia de Jenófanes en Elea, como dicen muchos, ni tampoco influencia de Parménides en el filósofo de Colofón, como otros pocos afirman. Pero sí hay en cambio una recíproca contaminación de las dos doctrinas, cuando las malentendió la crítica posterior.

La teología de Jenófanes

Al mismo tiempo que los cantores y lectores públicos de la Iliada y la Odisea predican a todos los griegos una visión anárquica de los dioses y los hombres, en el Asia Menor, Colofón y Efeso, fuertemente contaminados por el medismo, defienden un sistema teológico político fuertemente centralista y unitario, con pretensiones de universalidad. Un solo dios, Ahura Mazda, dirige el destino del mundo por medio de Asa, la Justicia, y correlativamente

un solo rey organiza la vida social de imperios, ciudades o individuos. Naturalmente que estas dos formas de ver las cosas tan radicalmente opuestas y tan cercanas en lugar y tiempo, dan lugar a una polémica ideológica, cuyos residuos podemos leer todavía en los espléndidos versos de Esquilo.

En el ámbito de esta polémica Jenófanes responde a los aedas que cantan a Homero con su mismo lenguaje poético y con un desparpajo verdaderamente notable. Es una especie de cantautor, que a través de sus composiciones, profetiza un modo de vida polarmente opuesto al de los dioses y los hombres griegos. Como además sus cantos pueden fragmentarse en trozos breves e incisivos, trasmite fácilmente a los oyentes su revolucionario mensaje.

Por lo demás el oficio de cantor tiene desde siempre una dimensión comunitaria. Los mismos épos homéricos han sido creados en un lento proceso de siglos por corporaciones de aedas, que se fueron extendiendo desde la Eolia a toda la Hélade. No se sabe por eso mismo si Jenófanes es en Colofón una figura aislada o si está integrado en una especie de gremio de cantores, pero no tendría esto nada de particular, teniendo además en cuenta el anonimato en que se desarrolla la primera parte de su vida.

Ya los fragmentos más tempranos de las sátiras de Jenófanes están dirigidos claramente contra los griegos en la medida en que –según el fragmento 10 en la seriación de Diels– «todos han aprendido de Homero». Ahora bien, el gran poeta, igual que su compañero Hesíodo, «atribuye a los dioses todo lo que entre los hombres es motivo de vergüenza y censura: robar, adulterar y engañarse unos a otros.» (Frgs 11 y 12). Es cierto que desde el punto de vista de la teología libertaria de los épos, ninguna norma moral puede estar por encima de la divinidad, ni condicionar su plural existencia. Pero el filósofo cantor de Colofón no entiende esta sacralización del desorden y predica y da por supuesta una ley única y suprema, que todos los individuos deben acatar, cualquiera que sea su nivel ontológico.

En todo caso, la religión homérica deriva primero hacia un politeísmo y después hacia una mitología, donde las divinidades tienen una biografía muy llamativa y en la mayor parte de los casos extravagante. Ahora bien, como el excepcional curriculum vitae de cada dios se inicia y prolonga bajo forma humana, quien vea esa teología desde fuera de las vivencias que conforman el tradicional modo de ser y de pensar de los helenos –y ese va a ser precisamente el caso de Jenófanes– tenderá a simplificar las ideas y a convertir la concreta mitología politeísta en un abstracto antropomorfismo.

Paradójicamente un inseguro comentario de Plutarco, referido precisamente a Jenófanes, define el sentido exacto del politeísmo al intentar presentar argumentos capaces de refutarlo. «Es imposible que exista ninguna hegemonía entre los dioses, pues la ley divina no permite que ninguno de ellos se someta a un amo». Según esto hay que rechazar la pluralidad de divinidades porque desorganiza y rompe toda jerarquía. Pero ese es precisamente el sentido de la mitología clásica.

El ataque de Jenófanes a la religiosidad de los helenos sigue el modelo de una simple y rudimentaria discusión dialéctica, donde se presenta la doctrina rival para extraer de ella consecuencias contradictorias que la dejan totalmente desarmada. Concretamente se parte de la teoría politeísta, prescindiendo de su sacralización del desorden, introduciendo un antropomorfismo semejante al homérico. «Los hombres creen que los dioses nacen y tienen vestidos, voz y figura igual a la suya» dice el fragmento 14.

A partir de este enunciado, los fragmentos siguientes y sobre todo el 16 derivan hacia un relativismo religioso. «Los etíopes dicen que sus dioses son chatos y negros, los tracios que son pelirrojos y de ojos glaucos». En general pensar a dios a imagen de los hombres hace perder a la divinidad su carácter único y absoluto y le adjudica una multitud de formas, tantas como son las razas, los pueblos y hasta los individuos.

Pero la segunda consecuencia lógica del antropomorfismo va a ser mucho más grave, porque conduce directamente al escepticismo, tal vez al ateismo. Jenófanes juega siempre con la hipótesis inicial de sus rivales dialécticos y con las consecuencias absurdas y contradictorias que se deducen de ella. El fragmento central es ahora el número 15.

«Si los bueyes, los caballos o los leones tuvieran manos, y con las manos pudiesen pintar y producir obras de arte, igual que los hombres, los caballos dibujarían las formas de los dioses, en todo semejantes a los caballos, los bueyes semejantes a los bueyes, y todos harían los cuerpos de suerte que tuvieran su propia configuración». Dicho de otra forma más general, si es exacto decir que la figura de los dioses debe coincidir con la de quienes creen en ellos, entonces esos dioses está sujetos a las limitaciones, a la indignidad y al carácter no divino de sus feligreses. La contradicción interna del antropomorfismo es palmaria.

En el mismo sentido hay que entender el texto de Plutarco, con toda seguridad tomado de un fragmento original del filósofo, que enuncia una paradoja doble. «Con toda exactitud dijo Jenófanes de Colofón que si los egipcios (?) creen en los dioses no deben cantarles lamentaciones, y si se lamentan por ellos no deben creer que son dioses».

El monoteísmo

Así pues, según la argumentación de Jenófanes, el politeísmo heleno desemboca primero en un relativismo, después en un escepticismo radical, y en último término en una serie de consecuencias contradictorias con la propia hipótesis de la que parten. La doctrina de los épos homéricos queda así definitivamente falsada cuando los dioses con figura humana desaparecen por imposibles o vanos.

Pero entonces la teología contraria, la que afirma un solo dios que lo trasciende todo y que es en su aspecto, en su figura y su conducta distinto al hombre y a cualquier otra realidad, esa teología ha de ser por oposición verdadera. Los fragmentos aluden inequívocamente a «un solo dios (eís theós), el mayor entre los dioses y los hombres, ni por su figura ni por su pensamiento semejante a los mortales». El monoteísmo de Jenófanes, admitido por todos los intérpretes antiguos y modernos, no está de acuerdo con la ortodoxia cultural y religiosa de los helenos, pero no es un inconformismo caprichoso, pues sigue unas coordenadas de pensamiento muy claras y muy seguras.

El primer carácter del dios único es la superioridad y el dominio sobre los hombres y sobre lo que los griegos llaman dioses. Es una deidad eminentemente política, cuya traducción a nivel humano es un reino único que abarque a todos los pueblos. Mucho después de Jenófanes, el mismo Aristóteles –justamente en el umbral de un nuevo imperio– razonará a favor del monoteísmo exactamente igual: «Es preciso que mande uno solo».

Este único dominador celeste tiene en Jenófanes un atributo adicional a través del cual todo lo gobierna y es la sabiduría. Nada hay en el dios que no esté penetrado de saber y en este sentido el fragmento 24 dice enérgicamente: «todo entero ve, todo entero oye, todo entero piensa». Como la ciencia no es distinta de su voluntad «dirige las cosas por el puro poder de la mente» y por eso «no necesita ir de un lado a otro, porque permanece siempre en el mismo lugar, sin moverse en ningún sentido».

Esta deidad, única, dominante y sabia se corresponde, punto por punto, con el señor-sabio de los primeros aqueménides. Ahura Mazda es único y esta por encima de los hombres y de los devas, que son númenes engañadores. Es señor, vale decir, dominador, hasta tal punto que funda y justifica el poder del Gran Rey. Y finalmente tiene como un atributo definitorio inscrito en su nombre mismo, la sabiduría. Toda la teología que Jenófanes canta desde Colofón y las ciudades medizantes adquiere significado si se sitúa en la concreta situación política, ideológica y religiosa que esta vigente en ese radio de acción.

La cosmología

Aunque los fragmentos de Jenófanes sólo conservan una cosmología primitiva, señalan con precisión y frecuencia suficiente los componentes del mundo físico. Concretamente, el fragmento 27 en la seriación de Diels dice que «de la tierra vienen todas las cosas y a la tierra van a parar», bien entendido que el texto tiene que completarse con el 30, donde el Ponto es el origen de los ríos, las nubes y el viento, y finalmente con el 29, que aludiendo inequívocamente a los seres vivos, «lo que nace y crece», dice de ellos que fundamentalmente consisten en tierra y agua.

Por supuesto no se trata de ninguna teoría acerca de los seres fundamentales que son el principio de todo cuanto hay. La tierra –más exactamente la superficie de la tierra– y el mar tienen un sentido estrictamente geológico y geográfico, y son el escenario donde se desarrollan todos los fenómenos de la naturaleza. Por cierto que esta cosmología de Jenófanes sería sorprendente y caprichosa, si no repitiese las ideas de sus vecinos y contemporáneos, y en primer lugar la teoría meda de la doble exhalación, caliente y húmeda.

Efectivamente «el poderoso Ponto» según Jenófanes, o «el vapor húmedo que el sol levanta hasta la bóveda celeste», según la interpretación más afinada de Diógenes Laercio, es responsable de las nubes y de todos sus derivados. La otra exhalación caliente que algunos comentaristas llaman «vapor inflamado» y otros «concentración de pequeñas chispas» da origen al sol, a los astros, al relámpago y a los demás meteoros. En medio queda la luna «una nube condensada», cuya naturaleza es en Jenófanes enigmática, y al parecer inútil.

La segunda coincidencia de esta extravagante astronomía de Jenófanes con el propio Heráclito es el supuesto de que todos los astros, y también naturalmente el Sol, se apagan y se encienden rítmicamente cada día. No se conserva ningún fragmento que avale esta doctrina, pero los comentaristas y doxógrafos la repiten con tanta frecuencia y desde puntos de vista tan independientes y tan extraños y diversos que no se puede dudar de ellos.

Por lo que se refiere a las estrellas, el comentario más amplio y claro está en Aecio (II, 13, 14). «Jenófanes afirma que los astros se forman de nubes inflamadas, que apagándose todos los días, se encienden de nuevo durante la noche, como los carbones. Pues su nacimiento y su muerte son como encenderse y apagarse». También la puesta del Sol se produce por extinción, vale decir, por apagamiento, y su salida por oriente es por oposición, un incendio. Este complicadísimo proceso no se entendería si los cuerpos celestes fuesen sustancias materiales, pero sí tiene pleno sentido en caso de que sean la actividad por la que el fuego surgido de la exhalación cálida arde ritualmente en forma rítmica y continua.

Todas estas ideas son tan extrañas para los comentaristas de Jenófanes que no pueden resistir a la tentación de explicarlas a partir de sus propias categorías lógicas y científicas. Según el propio Aecio el Sol camina sobre la tierra en línea recta y de oriente a occidente, pero la distancia y la posición relativa hacen que su órbita parezca circular. Naturalmente la sustitución de un movimiento cíclico y reiterativo por otro rectilíneo obliga a suponer en el cielo infinitos soles siquiera sean sucesivos y separados por el tiempo de un día.

Esta traducción de una astronomía ritual a otra científica obliga al infortunado Aecio a multiplicar las paradojas. No sólo hay soles infinitos, que se repiten diariamente, sino que cada zona de la tierra tiene sus soles y sus lunas. La única solución para evitar todo este montón de contradicciones es reconducir la teoría física de Jenófanes a la de Heráclito, tanto más cuanto que las dos mantienen un paralelismo absoluto y están insertas en la misma área cultural.

La historia natural

Según Jenófanes la tierra y el mar forman el mundo físico, pero no cumplen la función de elementos o principios de toda realidad, sino simplemente de componentes geográficos. Por eso mismo su ciencia no es una investigación sobre un arkhé único o plural, sino algo que se aproxima mucho a lo que ahora llamamos historia natural. La Tierra atraviesa alternativamente por momentos de sequía y de inundación, que definen la aparición y desaparición de todos los seres vivos y por supuesto también la del hombre.

Esta teoría no tendría mayor importancia si no fuera porque el filósofo intenta, y hasta cierto punto consigue, comprobarla empíricamente. Las primeras observaciones de este conocimiento que mucho tiempo después se llamará paleontología están hechas con extremo rigor. El testimonio de Hipólito, a pesar de ser indirecto, no puede ponerse en duda precisamente por la multitud de detalles concretos que aporta, tan exactos como difíciles de inventar.

Jenófanes observa muchas cosas: «que en medio de la tierra y hasta en las montañas hay conchas de mar; que en las Latomías de Siracusa se han encontrado huellas de peces y de focas, en Páros un laurel incrustado en una piedra, y en Malta restos de todas las especies marinas». Sorprende ya desde ahora la precisión y riqueza de observación, mucho más tratándose de alguien que parecía ser sólo un teólogo poeta, pero mucho más sorprendentes que todo esto van a ser sus deducciones.

«Todo esto sucedió porque antiguamente todas las cosas estaban hundidas en el lodo y dejaron en ese lodo su marca». Lo cual demuestra por fin que el mar predominó en un primer estadio en la formación del mundo para dar paso en el momento actual a la aparición de la tierra y de la misma especie de los hombres. Tanto las experiencias de Jenófanes como sus conclusiones valen bien el título de naturalista, que de una manera un poco caprichosa se le atribuyó.

En resumen el filósofo de Colofón polemiza con la mitología politeísta de los poemas homéricos y predica contra esta religión oficial de los helenos un dios único, dominante y sabio, en correspondencia con la teología vigente en la Hélade occidental en tiempo de los primeros aqueménides. Además sustituye la astronomía de los milesios por una liturgia astral que renueva cada día el sol y las estrellas, y la naciente física de los principios por una historia natural, cuyos dos componentes son la tierra y el mar en constante y recíproca alternancia de dominio. Cuando se le conoce en occidente, concretamente en la corte de Hierón de Siracusa, se convierte con toda justicia en uno de los dos heterodoxos –el otro es Heráclito– del pensamiento griego arcaico.

 

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