Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 59 • enero 2007 • página 1
Para terminar el pasado año, la editorial Temas de Hoy nos ha regalado la publicación del último libro de don Henry Kamen (o Enrique Kameno, hispanizado) sobre los mitos que han forjado la España moderna. El libro de Kamen tiene además la peculiaridad de tratar siete mitos que pueden coordinarse con las siete preguntas que formula Gustavo Bueno en un libro publicado en esa misma editorial, España no es un mito. De hecho, si admitimos que «pensar es pensar contra alguien», parece que Kamen piensa contra Gustavo Bueno, pues alude a él y a sus obras en varias ocasiones, pero de forma contradictoria. Por ejemplo, si tomamos el primer fragmento de su obra (página 11) que dice:
«Uno de los aspectos más extraordinarios de la España del siglo XVI es que muchos españoles aún viven en ella. En cierto sentido, nunca la han abandonado. El siglo XVI ha dictado sus ideas y sus aspiraciones, su visión del pasado y del futuro».
y luego leemos la primera referencia a Gustavo Bueno en el libro, donde califica a Gustavo Bueno como «escritor nacionalista de Castilla» [sic] (pág. 32), concluiremos que semejante afirmación es más propia de algún demagogo al estilo de Maragall, Mas o Montilla que de un historiador positivo. Parece entonces que quien proyecta sus propios prejuicios sobre la historia es el propio Kamen, creyendo vivir no ya en el siglo XVI sino en plena Edad Media. En todo caso, este fragmento es una primera demostración de que poca Historia positiva vamos a encontrar en el libro de Kamen y sí mucha ideología y mitología, aunque no precisamente en el sentido que señala el propio historiador anglobirmano:
«¿Qué es un mito histórico? La primera definición, y la más obvia, es que es algo que no se basa en la realidad; que es, en esencia, un producto de la imaginación. En ese sentido, carece de evidencia empírica que lo respalde. Históricamente hablando, es falso. Este libro no trata sobre mitos falsos. Los mitos, aunque sean irreales, siempre tienen un punto de origen, y ese origen se relaciona con nuestra conciencia humana y nuestra experiencia. Los mitos de la historia mundial surgen de las percepciones y las expectativas que han moldeado nuestras vidas; por lo tanto, reflejan la realidad, aunque no sean reales o verdaderos» (pág. 12)
Esta definición de mito es puramente psicológica, pues se apela a la imaginación para explicar mitos a los que además se denomina contradictoriamente como históricos. Del mismo modo que la memoria histórica es una expresión contradictoria (cuando no una burda y grosera manipulación de la Historia), pues la Historia no se construye con la memoria sino con las reliquias y relatos de sociedades pretéritas, la Historia supone precisamente la negación de la mitología en sentido clásico: introduce la cronología, luego ya no es posible iniciar un relato aludiendo a situaciones in illo tempore. Más estúpido aún seria apelar a la imaginación y las fabulaciones como origen de los mitos: nadie puede «inventarse» mitos de la nada, sin una tradición detrás: La Ilíada de Homero es una tradición épica de siglos recopilada en forma escrita. Por ello, calificar los mitos como «ficciones históricas obvias que carecen de la evidencia necesaria para respaldar su veracidad», pero que «al mismo tiempo, reflejan una realidad para aquellos que los han creado y que continúan creyendo en ellos», nos sitúa de nuevo en el punto de vista psicológico. Los mitos son estructuras objetivas, no simples ensoñaciones psicológicas. Los mitos griegos, por ejemplo, distan mucho de ser una parte de la supuesta «mentalidad».
De hecho, Kamen cita a Platón diciendo que los mitos son, «de acuerdo con lo que Platón entendía por ellos», [...] «una manera alternativa de expresar la realidad. Desde este punto de vista, los mitos pueden interpretarse como verdades, ya que representan una determinada (incluso si es imaginada) percepción del pasado, y siguen siendo ciertos, ya que inspiran ciertas actitudes actuales. Al examinar los mitos incluidos en este libro, no sólo necesitamos remitirnos a sus raíces históricas, sino también a las razones que les dieron existencia y a la función que aún hoy desempeñan en la política.», (pág. 14). Así, Kamen se sitúa dentro de quienes siguen la llamada escuela de las mentalidades, que tanto furor hizo entre historiadores españoles como Vicens Vives, donde los planes y programas históricos son reducidos a productos mentales de los actores históricos (un historiador de tanto prestigio como John Elliott llegó a hablar de «el mundo mental de Cortés»). Sin embargo, el mito de la caverna de Platón no es parte de su «mundo mental», sino un fundamento objetivo de la tradición académica filosófica.
Los mitos además pueden ser de diversos tipos. El mito de la caverna es sin duda un mito luminoso, que nos ayuda a mejorar nuestra comprensión del mundo, pero otros mitos son oscurantistas, en el sentido de la definición que Gustavo Bueno utiliza en España no es un mito: «persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen». Y quizás porque Kamen no llega a ver estas diferencias, no duda en rechazar que la leyenda negra sea un mito. Por ello, critica la definición que aporta Julián Juderías de la Leyenda Negra, al afirmar que «según Juderías, los logros históricos de España en el siglo XVI en Europa y América provocaron una avalancha de propaganda hostil por parte de los enemigos de España, quienes distorsionaban la verdad y la convertían en una negativa 'leyenda negra' sobre España y los españoles», para luego decir que es necesario dejar de lado a Juderías porque «la motivación de su libro provino de la ideología nacionalista y de cierta sensación de persecución; trataba principalmente sobre las opiniones extranjeras antes que las españolas; y daba por supuesto que cualquier crítica al pasado de España era falsa y maliciosa» (pág. 15).
Pero lo que resulta increíble es descalificar la obra de Juderías con tan endebles posiciones. ¿Qué importancia puede tener para la verdad o falsedad de las afirmaciones de Juderías sus presuntas motivaciones? Nuevamente Kamen cae en el subjetivismo y el psicologismo al hacer juicios sobre las intenciones de Juderías. Por otro lado, que Juderías tratase de las opiniones extranjeras tampoco tiene nada de extraño, porque fueron éstas las que evolucionaron según los acontecimientos. Es rotundamente falso que Juderías dijera que toda opinión o relato llegado desde el exterior sobre España fuera Leyenda Negra. Porque la propia leyenda negra va transformándose según transcurre la Historia de España: lo que era al principio crítica a los abusos de España por su poderío imperial, en el siglo XVIII, cuando las fuerzas están equilibradas, se convierte en la polémica de lo que ha aportado España a Europa, y ya en el XIX, con la formación de las naciones políticas, se supone España una prolongación de Arabia, en la línea del romanticismo, y por supuesto más «árabe» que cristiana: Hegel llegó a decir que el pueblo español había caído en el mahometanismo.
De hecho, el propio Kamen, más que dejar de lado la Leyenda Negra por irrelevante, lo que hace es reproducirla a su peculiar modo, como en su libro Imperio, al que hace referencia expresa en este Prefacio. La Leyenda Negra es así, ante todo, un método para interpretar la Historia de España consistente en minimizar las aportaciones positivas y engrandecer las negativas. Método que ha tenido un gran éxito, pues fue asumido precisamente por quienes forjaron los mitos que, según Kamen, configuran a los españoles: Cánovas, Llorente y tantos otros historiadores escribieron influidos por la Leyenda Negra al hablar de la decadencia o de la inquisición en España. Aspecto que Kamen rechaza, como vemos, olvidando el carácter oscurantista de este mito funcional que es la Leyenda Negra.
Asimismo, Kamen remata su subjetivismo al afirmar que «Los mitos pueden tomarse por válidos ya que desempeñaron un papel real en el pensamiento y la evolución del pueblo español hasta nuestros días. Se los usó, sobre todas las cosas, como un método para definir la identidad que los españoles deseaban tener» (pág. 16). Kamen analizaría, a lo sumo, los mitos que él considera como oscurantistas, aunque su análisis no llegue a tales deducciones.
Como decimos, el historiador anglobirmano sigue buena parte de lo señalado en su libro del año 2003 Imperio, así como en Felipe de España o La inquisición española, vulgarizando hasta extremos ridículos sus análisis: Felipe II se convierte en una persona normal que nada tiene que ver con la política mundial, la Inquisición española es una estructura burocrática y prescindible, España no difundió el catolicismo porque los clérigos predicadores venían de otras partes del mundo, el español no es una lengua universal porque no fue lengua de la diplomacia, pese a escritores tan ilustres como Cervantes y pese a sus 400 millones de hablantes en la actualidad, &c.
En su proceder, Kamen atribuye a Gustavo Bueno el seguidismo de una moda de los escritores de la generación del 98, ya que «siente que el símbolo por excelencia de la nación es Don Quijote, pero un Quijote que, de ser necesario, defendería a España mediante el uso de la fuerza» (pág. 66). Semejante simplificación merece desde luego esbozar una amplia sonrisa: Bueno no se ha dedicado a realizar propaganda de un ideario ilusorio, sino que ha descubierto que, lejos del pacifismo atribuido a Cervantes y su obra cumbre, lo que constituye El Quijote es un revulsivo para España, para permanecer alerta velando armas contra quienes amenazan a España, sintetizado en el Discurso de las armas y las letras que considera a las primeras como superiores, sin las que ninguna ley sirve de nada. Con semejantes «análisis», no es de extrañar que Kamen alcance tan peculiares deducciones.
Los mitos tratados por Kamen son siete: el de la nación histórica, el de la monarquía fallida, el de la España cristiana, el del imperio, el de la inquisición, el de un idioma universal y el de la decadencia perpetua. Aprovechando la oportunidad que nos brinda la editorial Temas de Hoy, parece una buena ocasión para comprobar la solidez de España no es un mito, a un año de su publicación.
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El primer mito que trata Kamen es «El mito de la nación histórica» –curiosamente, utiliza el mismo sintagma que Bueno para hablar de España en el siglo XVII–, coordinable con la primera pregunta de España no es un mito, «¿Existe España?». Comienza Kamen afirmando que «el mito de España como nación se originó alrededor de 1808 o 1812», según los historiadores (págs. 19 y ss.). Pero la cuestión es que este mito no es ni mucho menos oscurantista, sino más bien la exposición de Kamen, quien no duda en decir que no había ninguna solidaridad nacional entonces. El problema de nuestro historiador es que confunde las cuestiones de génesis y las de estructura: es evidente que la nación española en su sentido político no podía forjarse de la noche a la mañana en 1808, por generación espontánea, y que fue durante el siglo XIX, en la pugna entre liberales y carlistas principalmente, donde se fue forjando, en sucesivas revoluciones con sus respectivas constituciones, la nación española con sus libertades formales, la adquisición del español como idioma nacional por medio de la escuela pública, así como el resto de los elementos que caracterizan a las demás naciones contemporáneas. Pero no cabe duda que el origen de este proceso está en ese periodo 1808-1812, nada mítico como vemos, puesto que no carece de las cualidades que se le atribuyen.
Por otro lado, Kamen ahonda en la cuestión de si había nación española anteriormente, como decían los liberales acudiendo a sucesos tan añejos como la derrota de los comuneros en Villalar en 1517. Pero ese mito también tiene un carácter luminoso: los liberales tomaban esa bandera como un enfrentamiento frente a los serviles, al Antiguo Régimen, apoyándose precisamente en una modulación de la Leyenda Negra. De hecho, fueron el francés Gachard, el primero en estudiar el Archivo de Simancas, así como el historiador español Modesto Lafuente, quienes crearon el mito liberal de una España oprimida por Austrias y Borbones (págs. 24-31).
Pero como decíamos, la referencia a la nación histórica no era nada casual, pues seguidamente afirma de Gustavo Bueno que «sin mencionar evidencia alguna o intentar explicar qué es aquello que constituye una nación, este escritor parece asumir que una entidad llamada 'España' ya existía en el pasado distante» (pág. 32). Afirmación desde luego risible o cuando menos calumniosa, puesto que afirmar que Gustavo Bueno no ha definido la nación parece, cuando menos, una broma: ahí está el libro España frente a Europa y el propio España no es un mito para comprobar tal cosa. Además, tampoco es necesario que España sea una nación para poder existir como «entidad». ¿No podía haber un estado previo a su constitución como estado nacional? Incluso la famosa «nación histórica» de la que habla Kamen existía ya en el siglo XVII, pues como recuerda Gustavo Bueno, si el Conde Duque de Olivares instó a Felipe IV a proclamarse «Rey de España», será porque esa España ya existía.
No obstante, el objetivo de Kamen es demostrar que los apologistas de España habrían confundido de forma intencionada las identidades castellana y la española, sin aclarar qué clase de identidad pudiera ser esa, pues todos «los países europeos» de aquella época «estaban conformados por una diversidad infinita, una interminable variedad de pueblos, costumbres, idiomas, [...] actitudes, prácticas religiosas, suelos, plantas, animales y climas» (págs. 33-34). ¿Por qué no aplicar lo mismo a Castilla y atomizarla hasta límites indeterminados? De hecho, los criterios de Kamen no nos permiten saber dónde poner los límites para regresar hacia lo que sean Castilla o España, como podemos comprobar. Citando al historiador Meter Sahlins, de quien considera que expone la cuestión de forma «precisa», señala que «las diferentes entidades políticas que conformaban España se componían de diferentes nacionalidades: navarro, aragonés, castellano, catalán, portugués. En España no había una monarquía nacional, y las provincias circundantes eran, jurídicamente hablando, naciones distintas» (pág. 38). Pero esto no es Historia, sino presentismo ideológico: suponer que las actuales naciones fraccionarias más Portugal ya eran naciones en el siglo XVI, y que Portugal formaba parte de España.¿Qué dirían los lusos si leyeran a este despistado inglés?
Parece deducirse que para el historiador inglés si no hay nación española no hay un estado español, a juzgar por sus particulares buceos por montañas de datos de dudosa recolección, para concluir que España «no se refería a una entidad real, sino a la relación entre los diversos reinos que conformaban la Península Ibérica. La palabra no figuraba en los títulos oficiales de los soberanos de la Península (quienes se llamaban a sí mismos 'rey de Castilla, rey de Aragón', y así sucesivamente, pero nunca 'rey de España' debido a que esa entidad no tenía existencia legal» (pág. 33). Pero este criterio desde un punto de vista emic es inútil para historiar, puesto que la no existencia formal de una entidad no significa que materialmente no existieran unas relaciones efectivas, las que marcaba el Antiguo Régimen: ¿acaso el matrimonio entre Fernando e Isabel no significaba a todos los efectos la unidad de esa entidad que Kamen denomina como España? ¿No implicaba la unidad política, aunque de la nación no hubiera ni rastro?
Pues si bien es cierto que nación en el siglo XVI «hacía referencia principalmente al lugar de nacimiento» y se identificaba también con el lugar de origen, a veces nombrado como país, «había una idea ampliamente aceptada del territorio de España como patria y nación, aunque eso no respondía a una realidad política» (págs. 34-36). Pero eso sólo implica que la nación no tiene validez a efectos políticos en aquella época. En todo caso, serán los reinos las unidades políticas básicas. Por eso resulta cuando menos extravagante que Kamen diga que el denominar como extranjero a quien no es paisano de uno era un «criterio político» (pág. 37). Político, sí, pero no nacional. En todo caso, los nacidos en una comarca podían tener derechos adquiridos para poseer tierras, pero no por eso dejaban de ser súbditos de los reyes de España. Es más, por no olvidar el punto de vista emic, ¿acaso desde los tiempos de los Reyes Católicos no se hablaba de Monarquía Hispánica? ¿Por qué Kamen no cita esta «evidencia», por utilizar su mismo lenguaje?
Partiendo de tal desbarajuste, es normal que Kamen desarrolle sus tan habituales digresiones sobre si Castilla fue separatista respecto al imperio de Carlos V (págs. 42 y ss.), cuando cualquier persona mínimamente informada sabe que la rebelión de los castellanos a comienzos del siglo XVI fue contra la forma en que Carlos V gestionaba los asuntos de España, olvidando los intereses de los comuneros, volcados sobre todo en América.
Eso sí, Kamen no duda en señalar que Cataluña no era una nación porque en los disturbios de 1640 y en 1714 no intervino el pueblo llano, sino sólo algunos miembros de la nobleza, además de que la inmigración de otras partes de España ha socavado la presunta identidad nacional catalana (págs. 52 y ss.), contradiciéndose con lo afirmado más arriba con la cita de Sahlins, lo que sería una forma de negar la existencia de España en modo apelativo (por seguir la distinción de España no es un mito). El otro modo, el representativo, es el de quienes niegan que España se mantuviera existente de forma continua. Así, Kamen reniega de la Alianza de Civilizaciones por ser parte del mito de la convivencia pacífica entre las «tres culturas», pero no para afirmar que eran inmiscibles entre sí las distintas religiones de libro, sino porque hablar de convivencia sería «sostener que España poseía una de las características fundamentales de la nacionalidad: una unidad nacional» (pág. 67).
Afirmación nuevamente gratuita: ¿es que acaso la supuesta unidad implica armonía? Eso sí, no se priva de descalificar gratuitamente a Gustavo Bueno (a quien atribuye una perspectiva «tradicional»), acusándole de utilizar «un lenguaje impreciso y florido» que evita «cualquier intento de definir cosas específicas, sobre todo el significado de las palabras o de la realidad de lo que había sucedido en el pasado, y llevaba la discusión a un nivel metafísico en el que no se mencionan cuestiones concretas, no se utiliza evidencia y se recurre únicamente a conceptos vagos» (pág. 68). No podemos imaginar mayor grado de sedicencia en nadie, sea historiador o no. ¿Cómo puede acusar de falta de concreción quien ha demostrado tener una imprecisión conceptual preocupante, sin saber muy bien a qué carta quedarse? Y más aún cuando Kamen habla de una Idea filosófica como la Unidad aplicada a un Estado: suponer, como supone gratuitamente Kamen, que una sociedad unida es armónica, es algo que está por encima de cualquier dato histórico. Es pura metafísica espiritualista, por mucho que intente camuflarla bajo supuestos hechos positivos. Todas las sociedades políticas han tenido grados mayores o menores de divergencia y conflicto, pero los han tenido, en contra del supuesto armonismo que Kamen rechaza, no porque no crea en él, sino porque para él la armonía implica unidad «nacional». Por otro lado, que la nación también puede ser biológica o étnica es algo que Bueno ya señaló en España frente a Europa, luego todas las afirmaciones de vaguedad y falta de concreción de Kamen son atribuibles a él mismo.
En resumen, «la dificultad para definir qué es una nación y qué no lo es generalmente deriva de dos cuestiones fundamentales: el problema conceptual de distinguir cuáles son las implicaciones de una nación en comparación con otros términos tales como Estado o país; y la tarea de encontrar un fundamento histórico para la entidad que finalmente se haya elegido» (pág. 69). Pero aun así no se priva de descalificar el género del «ensayo filosófico sobre España», citando el artículo «España», de El Basilisco, sin nombrarlo, para decir que ese género parte «de una escasa base histórica», como si la única autoridad para hablar de España fuera la de una suma inconsistente de datos poco claros, que es en definitiva lo que constituye el primer capítulo de esta obra de Kamen.
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El siguiente mito que analiza Kamen es «El mito de la monarquía fallida», que se puede coordinar con la pregunta de España no es un mito «¿España es una Nación?», en tanto que la monarquía constituye a la propia nación española, según Kamen. El anglobirmano afirma que «La oposición a la institución monárquica en España es anterior a la monarquía misma», lo que viene en consonancia con sus errores acerca de la nación española, puesto que sería en el siglo XV donde «se intentó darle forma a la nación de España» (pág. 73). Para Kamen, la monarquía española no existió porque no tenía las formas absolutistas del resto de Europa, «y muchas partes de la Península directamente no tenían reyes. De hecho, el pueblo vasco siempre fue una combinación de repúblicas y continuó siéndolo hasta el siglo XIX. Aragón, en el Medievo, tuvo un “rey”, pero los aragoneses lo trataban de igual a igual», volviendo a suponer que los títulos formales (los fueros, en este caso) constituyen una realidad efectiva. En España había incluso una tradición antiabsolutista con los escritos de Juan de Mariana y Francisco Suárez, que no fueron quemados como sí sucedió en Inglaterra (págs. 77 y ss.). Así, al carecer de un culto a la figura del rey, «nunca se identificó la Corona con la identidad nacional», puesto que Cataluña «aceptaba la soberanía del rey de Castilla, pero no se consideraba [sic, nuevamente el punto de vista emic] parte de la nación española» (pág. 78). No habiendo nación española, como descarta previamente en el capítulo primero, tampoco pudo haber monarquía hispánica en consecuencia, nuevo error de Kamen consecuencia del anterior. Así, Kamen profundiza en la tesis liberal de Lafuente que considera que España se formó gracias a dos monarcas como los Reyes Católicos, desapareciendo después al aparecer monarcas extranjeros. El antimonarquismo español encuentra su mejor blanco en Felipe II, cuyo mito de rey malvado se incuba en el liberalismo del XIX (págs. 83 y ss.).
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El siguiente mito que trata Kamen es «El mito de una España cristiana», coordinable con la pregunta de España no es un mito «¿España amenazada?». Para Kamen, afirmaciones como las del arzobispo de Madrid en 2005 de que España evangelizó América o la profundidad de la fe religiosa del pueblo español, son producto de «seleccionar eventos destacados, específicos y aislados» (pág. 126), puesto que para el anglobirmano no había conciencia clara de la fe entre los españoles. Pero es que precisamente la refutación de Kamen consiste precisamente en eso, en «seleccionar eventos destacados, específicos y aislados», aunque lo de «destacados» no sea adjetivo que encaje bien con sus fuentes. Más bien habría que poner en duda la validez de sus fuentes por su endeblez conceptual. ¿Qué es lo que denomina Kamen como cristianismo? ¿Se refiere al cristianismo protestante o al ortodoxo? ¿Quizás al catolicismo? Además, un creyente puede tener ideas oscurísimas sobre su fe, pero no es a partir de sus afirmaciones de donde se puede obtener una definición de cristianismo, sino de sus acciones.
De ahí que la definición de religión que plantea Kamen sea de todo menos clara y sí desde luego muy «florida» desde el punto de vista conceptual: «en aquel entonces, al igual que ahora, los hombres 'contrataban un seguro' contra aquello que no podían prever o controlar. La religión era una gran fuerza de protección [sic] y allí donde la religión oficial parecía insuficiente, se utilizaban otros ritos, tales como los de la hechicería» (pág. 128). Definición puramente psicológica (la religión como protección ficticia y forma de confiar frente a las adversidades de la vida), que puede ser propia de muchos creyentes, pero que desde luego descalifica por completo a un historiador tenido por «prestigioso» [sic]. Sobre todo porque habrá que ver si tales prácticas sociales pueden ser consideradas religiosas.. Tampoco vamos a repetir aquí las tesis de El animal divino y las dudas que despierta considerar el cristianismo en cualquiera de sus formas como religión. No obstante, no cabe duda que las afirmaciones de los creyentes no nos sacarán de dudas sobre la supuesta cristiandad española.
Tampoco ofrece mayor confianza la tesis de Kamen sobre la condición de extranjeros de la mayoría de misioneros que acudían al Nuevo Mundo, o en lo tocante a las ideas religiosas, de las que España funcionó «más como receptor que como donante» (págs. 140 y ss.). Como si el hecho de servir a la corona de España no sirviera para considerar a tal empresa como española. Grave defecto que ya mostró en su libro Imperio y que reaparece doquiera que Kamen transite con su florido y ambiguo verbo.Tan ambiguo que no duda en recurrir a una extravagante y lamentable anécdota del presidente de la república de Bolivia para demostrar la falta de evangelización de América: «Mientras escribía estas palabras (en enero de 2006), un indio aimara [¡sic!] estaba pasando por una ceremonia, previa a su investidura oficial como nuevo presidente de Bolivia, en presencia de los políticos y miembros del clero católico del país. [...] No había ni un sacerdote cristiano a la vista. [...] Quinientos años después de la llegada de Colón, la población indígena de muchas regiones de América Central y del Sur sigue siendo activamente consciente de sus ritos religiosos ancestrales» (pág. 144). Denominar como «indio aimara» a Evo Morales, que habla español y es presidente de una nación moderna como Bolivia, demuestra no sólo que Kamen da crédito a tan demagógica y vacua ceremonia, sino que el rigor del historiador que escoge tan falsaria fuente es nulo.
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El siguiente capítulo trata de «El mito del imperio», coordinable inequívocamente con la pregunta de España no es un mito «¿Desde cuándo existe España?». Aquí Henry Kamen sigue a Elliott y su clásico La España Imperial: España comenzó a ser percibida como unidad desde fuera, sin criterios definidos, como cuando dice, en el primer capítulo, que «Una vez que hubieron cruzado el Atlántico y el Pacífico, o atravesado otras tierras de Europa, los emigrantes de la Península podían darse cuenta de que provenían de un hogar común, por el cual aún suspiraban» (pág. 48), considerando iniciada la Historia de España con el matrimonio de los Reyes Católicos y situando el eje de la cuestión en Castilla. «Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho», según sentencia de Ortega y Gassett que Elliott citaba para finalizar su libro. Explicación muy florida y hermosa que sin embargo pide el principio: ¿de dónde viene Castilla?
Para justificarse, Kamen reitera su endeble definición de Imperio: «una confederación de principados unidos mediante la figura de un único rey» (pág. 156), que serviría para considerar a España como imperio a finales del año 2006, luego tal definición es totalmente inútil, no define absolutamente nada. Y prosigue sus errores ya señalados en su libro de 2003, Imperio, al decir que no había imperio porque «no había un imperio formal» (pág. 156). Pero esto es nuevamente quedarse en el punto de vista emic. ¿Es que acaso el Sacro Imperio Romano Germánico, que no pasaba de ser un título hueco, era un imperio efectivo? Lo que habrá que ver es si realmente los formalismos tienen alguna incidencia en la Historia, y si quienes nunca se han denominado imperio en realidad han ejercido ese papel aun bajo otros títulos distintos –que por cierto no tendría que ser el caso de España, pues Felipe II incluía entre sus títulos el de «Emperador de Indias», como bien recuerda Elliott–.
Según España frente a Europa, España no es originariamente una nación, sino un Estado formado a partir de la victoria en Covadonga. Frente a Kamen, la cuestión del imperio es fundamental para entender la Historia de España, pese a que el inglés la considera como algo accesorio: en su libro Imperio, página 32, juzga el título de Imperator totius Hispaniae (Emperador de toda España) que ostentaba Alfonso VII como «un título que se acercaba más a sus pretensiones que al poder que en realidad ostentaba». ¿Cómo explicar entonces que todos los reinos de la Península Ibérica, incluyendo los reinos de taifas musulmanes, le pagaban tributo y reconocían por tanto su autoridad imperial? Y sin embargo esta es la cuestión clave, pues esa tradición imperial ya había sido reivindicada por el Rey de Oviedo Alfonso III el Magno y más tarde lo será con Alfonso X el Sabio y su objetivo de gobernar el Sacro Imperio Romano Germánico. ¿Por qué oculta Kamen estas referencias?
Con los antecedentes aquí nombrados, lo que habría sucedido desde el reinado de los Reyes Católicos hasta el siglo XIX es una confirmación brutal de lo que antes podrían considerarse meros sueños megalómanos: España descubre América en 1492 y da la vuelta al mundo en 1521, tomando posiciones en todo el globo. Por eso, definir el imperio español como «vasta empresa internacional» de extranjeros, a causa de que los españoles eran reacios a abandonar sus hogares (pág. 184), habiendo reconocido el propio Kamen en el primer capítulo de su obra que no había naciones en el mismo sentido actual, es una contradicción gravísima. ¿Qué quiere decir «vasta empresa internacional»? Si suponemos con Kamen esa ridiculez de considerar que en España había muchas nacionalidades en el siglo XVI, la Reconquista previa sería una «vasta empresa internacional», pues habría involucrado a muchas naciones dentro incluso de las Coronas de Castilla y de Aragón. La cuestión es que quien sirva al Rey de España no puede negársele su condición de español en sentido político, ya sea Ambrosio Espínola, los indígenas que se suman a Cortés para librarse del dominio azteca, los trabajadores de las minas del Potosí o los guaraníes venciendo a los bandeirantes portugueses en Sudamérica, pues lo que pesa en esa época es el Trono y el Altar. De otro modo se cae en las contradicciones que ostenta Kamen sobre la «vasta empresa internacional».
Sin embargo, Kamen prefiere obviar estos problemas y simplemente considera el imperio como un mito que acude de cuando en cuando a la mente [sic] de los españoles, mientras afirma que Gustavo Bueno simplemente alude a la «faceta benefactora del imperio, en la que se presenta a España haciendo el bien mientras todos los demás hacen el mal» (pág. 188), al tiempo que cita un texto que reseña España frente a Europa, mostrando mala fe al no querer ni siquiera nombrar a su autor, que no es otro que el colaborador de El Catoblepas Felipe Giménez Pérez (pág. 189). Mala fe que desde luego se torna «clara y distinta» en su referencia sesgada y sectaria sobre Gustavo Bueno, pues éste nunca ha dicho que unos imperios hagan el bien y otros hagan el mal: de hecho, la distinción entre un imperialismo generador y un imperialismo depredador no es excluyente: toda generación implica una destrucción previa, así como esclavitud, muertes en guerras, &c. que desde luego Bueno no ha negado, como de forma malintencionada sugiere Kamen, quien culmina su tesis sobre el imperio español señalando que la Hispanidad simplemente fue algo inventado para sustituir el dominio imperial desaparecido durante el siglo XIX (págs. 190 y ss.), ignorando la importancia de la lengua española que la alimenta, aunque este aspecto conviene tratarlo en el lugar correspondiente.
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El quinto mito tratado por el inglés es «El mito de la inquisición», coordinable con la pregunta de España no es un mito «¿España es Idea de la Derecha o de la Izquierda?». Aquí surgen los problemas de la Leyenda Negra ligada al liberalismo español, como ya hemos visto. Kamen no duda en mencionar extravagancias tales como que Juan Antonio Llorente, que escribió un libro donde se afirmaba la falacia de que la Inquisición española había matado a centenares de miles de personas, habló con «una imparcialidad inusual» (pág. 201), lo que desde luego se contradice con la tesis fundamental del historiador: que la Inquisición no tuvo papel destacado en la Historia de España.
Kamen solventa el problema de manera tan simple como sorprendente: el decreto de Felipe II de 1559 prohibiendo estudiar en el extranjero regía sólo para los castellanos y no para los españoles (pág. 211), consecuencia extravagante pero coherente con los errores: si no hubo España, ni tampoco imperio, tampoco hubo inquisición española. Aunque luego dice, poco después, que «Los españoles, centro de un imperio intercontinental, nunca estuvieron aislados del mundo. En una época en la que España era la principal potencia de Europa, miles de españoles, de todo rango y condición, desde clérigos, nobles, estudiantes hasta soldados y aventureros, dejaron la Península y vagaron por todas partes del continente o emigraron a América. La prohibición relacionada con el estudio no les afectó» (pág. 213). De repente, el imperio existe y los españoles salen a recorrer mundo, cosa que negó en el capítulo anterior. Sorprendente.
No obstante, la izquierda liberal, la genuinamente española, es la que utiliza la Leyenda Negra para combatir el Antiguo Régimen, y el mito de la inquisición oscurantista y prohibitiva de la cultura sirve a la causa que combate las posiciones más tradicionalistas, que la defienden como elemento necesario para la cultura española. Pero este descubrimiento interesante es oscurecido por Kamen por sus referencias extemporáneas: como no hubo limpieza de sangre, ni racismo, ni prohibición de libros; de ahí deduce que la Inquisición fue un aparato burocrático totalmente inútil, a decir de Kamen, que no de colaboradores de El Catoblepas, como Atilana Guerrero o Pedro Insua.
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El sexto mito «analizado» por Kamen es «El mito del idioma universal», coordinable con la pregunta de España no es un mito «¿Existe, en el presente, una Cultura española?». Sobre el particular, ya Kamen había dejado claro su punto de vista en el final de su análisis de «El mito del imperio», al decir que en 1991 «se fundó el Instituto Cervantes, en forma de diversos centros para la divulgación de la cultura española. El símbolo utilizado por el Instituto, uno que había sido central para la ideología imperialista durante el siglo XX, fue la figura de Don Quijote, cuya valiente lucha contra los molinos de viento representaba, en cierto grado, el intento de España por luchar contra los fantasmas de su pasado y resurgir en una época posimperial más tranquila» (pág. 194). Afirmación que desde luego deja en ridículo a quien pretende negar la calidad de universal de la lengua española. Si el español ha dado al mundo un escritor que es conocido por todos, como Cervantes, aparte de los numerosos y prestigiosos escritores que usan la lengua de Cervantes hoy día (García Márquez, Mutis, &c.), ¿cómo no considerarla universal entonces, si sus escritores son conocidos mundialmente? Algo que ni siquiera las lenguas inglesa o francesa, pese al poder político y económico de varias de las naciones que las usan, son capaces de lograr.
No obstante, la tesis de Kamen transita por otros derroteros: si como él afirma, «el idioma no crea una nación» (pág. 237), y España no era una nación entonces, difícilmente podría ser el idioma nacional el español en España, y menos aún el de un imperio que era «multinacional». Sin embargo, pese a que «Nebrija puede haber tenido la previsión de redactar una gramática castellana en 1492, pero en ese momento probablemente sólo la mitad de la población de España hablaba ese idioma, y casi con total seguridad más del 95 por ciento no podía escribir en esa lengua» (pág. 238), esa mitad de la población ya convertía la lengua castellana o española –por usar la expresión de Nebrija en su famosa Gramática– en la más hablada de la península, y en buena lógica, ya que el lenguaje es un elemento para comunicarnos, la fueron adoptando el resto de habitantes peninsulares para poder comunicarse mejor. De hecho, hasta en Portugal y en Brasil hoy día se habla español con gran fluidez, confirmación de esta tesis que defendemos. Ni siquiera el hecho de que en Hispanoamérica sólo el diez por ciento de la población conociera el español (págs. 240 y ss.) –otros elevarán al treinta por ciento esa cantidad– fue un impedimento para que se convirtiera en lengua oficial de los países surgidos tras la independencia. Tal era la dispersión de las distintas lenguas indígenas, que el español era con diferencia la lengua más hablada de la zona, y por las mismas necesidades comunicativas de la Península, su uso se expandió hasta los 400 millones de hablantes actuales.
Frente a esto, resulta cuestión accesoria afirmar que el español no fue lengua universal porque «nunca se convirtió en la lengua oficial de la diplomacia internacional» (pág. 249), o que no fuera lengua del imperio porque hubiera gran variedad de lenguas indígenas en América. La labor filológica realizada por los religiosos en América siguió el canon de la Gramática de la lengua española de Antonio de Nebrija. Es decir, que la lengua española, en tanto que modelo para estudiar el quechua, el guaraní, el nahualt, &c., sí era realmente la lengua del Imperio, una lengua capaz de asimilar al resto y de conformarlas según sus propios cánones.
En el colmo de la idiotez –en su sentido etimológico–, Kamen acusa al diario El País de «medio permanentemente entusiasta del imperialismo cultural» [sic] y se burla de su pretensión del 9 de julio del año 2000 de que «cerca de cuatrocientos millones de personas hablan hoy castellano en el mundo» (pág. 262). Es curioso que un historiador, supuestamente tan positivo y riguroso, ni siquiera se haya parado a mirar las cifras oficiales que aportan las distintas naciones que hablan español. Al menos así tendría alguna base sólida en sus afirmaciones.
Culmina este capítulo Kamen señalando que a partir de 1898 España ha sido «una más de tantas naciones de habla española y ha dejado de ser el líder cultural incuestionable del idioma español. Por ejemplo, se han entregado más premios Nobel a otras naciones hispánicas que a España», concluyendo que España «no puede depender únicamente de sus triunfos de la Era de Oro del siglo XVI» (pág. 263). Como si alguien hubiera insinuado lo contrario. Lo curioso es que Kamen, tan preocupado de desvelar mitos, cae él mismo en otro: que los españoles alguna vez se haya reivindicado como los dueños del idioma, máxime cuando el propio Kamen ha negado que su carácter de universal provenga de los éxitos españoles del siglo XVI. Si no hubo tales éxitos que influyeran en el idioma, ¿por qué atribuírselos finalmente?
En cualquier caso, ninguno de quienes han reivindicado la Hispanidad o la lengua española han dicho nunca que el español sea algo exclusivo de los españoles. Es más, precisamente la grandeza del idioma y su universalidad provienen de la gran cantidad de escritores que en más de veinte naciones de todo el mundo utilizan «la lengua de Cervantes», epíteto que le parece a Kamen exagerado e inexplicable (págs. 250-253). Al mismo tiempo, Kamen desdeña la lucha del español por abrirse paso frente al inglés como una forma de «imperialismo cultural» –mejicano, puesto que hace referencia al escritor Carlos Fuentes– (pág. 262), y cómo no, no ve ningún problema en que las lenguas minoritarias de España sean utilizadas para promover la secesión de territorios españoles.
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Por último, el historiador dirige su mirada hacia «El mito de la decadencia perpetua», comparable a la pregunta de España no es un mito «¿España es Europa?». Aquí la cuestión es que, una vez admitido tal cúmulo de errores por Kamen, si no hubo nación española, ni imperio glorioso, ni hubo idioma universal, ni inquisición, ni nada de nada destacable, en buena lógica no pudo haber decadencia de tales logros: «Claro que podríamos objetar que España siempre fue pobre, nunca rica; que no había conquistado ningún imperio; que no podía malgastar recursos que no tenía; que el programa imperial funcionó gracias a las minas de Potosí y a los soldados y banqueros de Italia; y que los territorios que 'perdió' (como los Países Bajos) nunca le habían 'pertenecido' realmente en un sentido político o económico. Tales objeciones serían vanas de cara a la acérrima convicción de que España había sido, una vez, la nación más poderosa de Europa, del mundo en realidad, [...]», frustrada por monarcas absolutos y por enemigos pérfidos (pág. 302).
El mito de la decadencia es creado en tiempos del liberalismo y es asumido por los políticos más conservadores para combatir a los liberales: «cuando después de 1835 el poder en manos de los liberales tomó la forma de violencia revolucionaria en contra de los católicos, los conservadores y los liberales disidentes, las víctimas de la violencia se sintieron desilusionadas por un mito que aparentemente servía a una sola causa. Por lo tanto, inventaron una nueva versión de la Historia» (pág. 281). Así, unos veían la decadencia en Carlos I, y otros a partir de Felipe III, según los gustos; Juan Valera lamentaba que España estuviera empequeñecida en las ciencias (págs. 290 y ss.); Cánovas del Castillo veía en la emigración a América una pérdida de fuerza de trabajo decisiva (pág. 295). Para otros, como Manuel Fraga durante el franquismo, la decadencia «era una ilusión subjetiva, no una realidad» (pág. 297). Kamen, en definitiva, no se priva de citar la famosa cuestión de Masson de Morvilliers, «¿Qué le debemos a España?» (pág. 276), como algo disculpable, dado que en Francia se desconocía mucho de la tradición española, sin darse cuenta que es una parte más de la Leyenda Negra. Pero la causa de ello la encontramos en su deble andamiaje de los seis capítulos anteriores.
Final
Tras la lectura de su última obra, debemos señalar que Kamen ha exagerado hasta límites inaceptables su pretensión de revisar la Historia de España. Ya sucedió algo muy similar en su libro Imperio, y su carencia de argumentos de peso no le priva de reiterarlos una y otra vez. El tratamiento tan banal que Kamen realiza con algunos temas, incluyendo fuentes seleccionadas de forma arbitraria –producto de su falta de criterios claros– ha provocado que algunos comentaristas anónimos hayan dicho que Clío habrá esbozado una sonrisa etrusca ante el cúmulo de desaciertos del autor.