Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 60, febrero 2007
  El Catoblepasnúmero 60 • febrero 2007 • página 3
Guía de Perplejos

De cursis y extravagantes

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre algunas manifestaciones de la ridiculez

1

Seguramente no haremos mal, ni erraremos en exceso, comenzando por suponer que la verdadera originalidad, ya sea en el pensar, el obrar o el hacer, es siempre espontánea y natural, alejada de toda afectación y artificio, y amiga fiel de la sencillez. No digo yo que sea labor fácil alcanzarla (muchos somos los que quisiéramos ser originales y no pasamos de ordinarios), y menos aún que se trate de disposición innata, sino al contrario: tal vez, las más de las veces, sólo se llega a ella tras la ardua tarea de haber domeñado nuestros hábitos y ejercitado infatigablemente nuestras funciones intelectuales; y de ello (supuestas, desde luego, unas aptitudes mínimas, que sólo la naturaleza otorga, y no el aprendizaje), acaso un día se desprenda la originalidad como fruto y resultado, nunca como propósito: quien se propone ser original, revela que no es sino un necio; lo que implica colocarse en las antípodas de lo inusual, ya que, como es sabido, a diferencia de la originalidad, la estupidez es harto socorrida y común.

Caracteriza al individuo original un hacer, decir o pensar novedoso, mas no rebuscado, y aunque en ocasiones el contenido mismo de tal hacer, decir o pensar pueda ser, como resulta obvio, desconocido y puesto de manifiesto por primera vez por el individuo en cuestión, ello no es estrictamente necesario, y ni siquiera, a decir verdad, es lo más frecuente. Lo habitual es que la originalidad se manifieste en un decir, hacer o pensar lo que todos, pero, eso sí, de una forma distinta, lo que no significa estruendosa o chirriante, sino plenamente adaptada a aquellas circunstancias respecto a las cuales es original. Mas eso aún no sería suficiente para poder afirmar de una determinada disposición que verdaderamente lo es, a menos que cumpla otra importante condición (en caso contrario, todo lo más que podría decirse es que, sencillamente, es distinta): y consiste en que dicha adaptación realice y alcance el propósito al que se refiere de un modo más efectivo, más elegante (y la elegancia es, ante todo, sencillez) o más bello.

La originalidad es, en suma, patrimonio de la inteligencia. Y donde ésta se halla ausente, su ansiada búsqueda con frecuencia no a otra cosa conduce ni viene a dar en nada que no sea mera extravagancia.

«No dar en paradojo por huir de vulgar»,

aconseja Gracián [Oráculo, 143]. Y es que, frente al individuo verdaderamente original, lo que delata siempre al extravagante es lo artificioso y postizo de sus maneras, de sus palabras o de sus procesos mentales. Busca el extravagante impresionar y no consigue más que hacer el ridículo y serlo de veras, porque ser ridículo consiste, ante todo, en mostrarse incapaz de diferenciar contextos distintos, y el extravagante, sin ir más lejos, confunde de manera permanente el llamar la atención con el ser objeto de ella, y, en consecuencia, el ser original con dar la nota (como suele decirse). Y por eso mismo suele la extravagancia (al igual que la propia ridiculez) hallarse ligada a la afectación y estar reñida, por tanto, con la naturalidad. Mas el individuo afectado (en sus maneras, en su decir, en su hacer u obrar) vive instalado en un mero aparentar que, aunque a nadie engaña, a todos molesta, y vive, además, esclavo de sí mismo y de la propia imagen que quiere ofrecer a los otros, vigilante permanente, pues, de sí, no sea que, ocasionalmente, incurra, sin advertirlo, en algún desliz. Gracían, una vez más, ha reparado con pleno acierto en esto que decimos:

«Hombre desafectado. A más prendas, menos afectación, que suele ser vulgar desdoro de todas. Es tan enfadosa a los demás cuan penosa al que la sustenta, porque vive mártir del cuidado y se atormenta con la puntualidad. Pierden su mérito las mismas prendas con ella porque se juzgan nacidas antes de la artificiosa violencia que de la libre naturaleza, y todo lo natural fue siempre más grato que lo artificial…» [Oráculo, 123].

No nace, pues, en suma, la extravagancia de una originalidad extrema, sino de una no menos extrema imbecilidad.

Mas no es el extravagante el único miembro de la familia de los ridículos. La ridiculez tiene, en efecto, múltiples caras, porque múltiples son las ocasiones en las que uno puede ponerse en ridículo y resultar ridículo. Una de esas caras es la cursilería.

2

Quieren nuestros padres de la Lengua que la voz «cursilería» designe la condición de aquél (o aquélla) que presume de finura y elegancia sin poseerlas realmente; o también la de quien, igualmente en vano, quiere aparentar sutiliza expresiva o sentimientos elevados. A mí, con la prudencia obligada a quien, como yo, usa de las palabras (y quiere hacerlo bien), mas carece de competencia alguna para osar proponer normas o preceptos, la definición se me hace confusa y estrecha. No niego que una falsa elegancia (y que sea falsa significa, desde luego, que pretende hacerse pasar por genuina) o una no menos falsa y aparatosa emotividad no vengan a dar, en ocasiones, en pura y simple cursilería, mas no resulta estrictamente necesario, porque lo segundo puede quedarse en mera pedantería (disposición que no resulta menos culpable ni ridícula), y lo primero tal vez no pase de nuda torpeza. Y que el presumir constituya ingrediente activo de ambas falsedades, viene de suyo, puesto que tanto quien usa de la grandilocuencia o a la afectación, ya sean expresivas o sentimentales, como quien quiere mostrar unos modales o un refinamiento que no le son propios, ningún otro objetivo persigue sino el aparentar. Mas no resulta tan obvio que eso mismo sea lo que sucede con la cursilería, en sentido estricto. Quien de veras es cursi no busca, primordialmente, presumir de algo que no tiene, ni menos aún engañar al respecto. Sucede, al contrario, que cree firmemente que sus modales son refinados, su uso del lenguaje exquisito y su sentir y su gusto excelentes. No es un embustero, sino un memo. Mas justo es reconocer que su peculiar forma de memez, siendo, como es, profundamente antiestética, resulta plenamente inofensiva desde el punto de vista moral, y, en consecuencia, más que enojo suele suscitar lástima.

Es preciso, pues, diferenciar con toda nitidez a aquél que se pone cursi de quien realmente lo es. Del primero resultan, en efecto, inseparables el engaño y la presunción. Su falsedad, diríamos, le aboca a la cursilería, desde el momento en que su ignorancia o su estupidez (y con frecuencia las dos cosas a un tiempo) le niegan otros recursos mediante los cuales mostrar excelencia. Pero el segundo vive instalado en la cursilería como en su medio natural, porque ésa y no otra es realmente su forma de ser, y ello sin que su comportamiento venga impelido o acompañado de falsedad o apariencia alguna: es así, simplemente. Es muy distinto aquél que en sus pinitos de seductor, buscando un efecto impresionante, quiere hacer gala una expresividad sublime con la amada, y deviene en cursi, porque a ningún otro sitio puede arribar, de aquél que con entera espontaneidad cae en la cursilería, bien es verdad que creyendo, tal vez, que su discurso amoroso es la expresión verbal más acabada de la seducción, pero, en cualquier caso, mostrándose así porque no puede hacerlo de otro modo, siendo como es porque no puede ser de otra manera. Podríamos decir también que en el primero la cursilería es una pose (o nace de ella), en tanto que en el segundo es un carácter. Y seguramente por ello, éste es siempre menos culpable. Más difícil resulta, en cambio, determinar quién es más tonto de los dos. Yo sobre esto no me atrevo a pronunciarme.

Esta es la razón por la que antes decía que la definición de nuestros académicos se me antoja confusa. Más acertados se hallan, en cambio, cuando hacen extensiva la cursilería a las más variadas situaciones. Porque la hay, desde luego, en los modales y en el vestido, mas también en el gusto, en el sentimiento y en el hablar (o, para el caso, en el escribir). Y la hay, igualmente, en el pensar. Existen, en efecto, formas cursis de pensamiento como existen de vestido. Y yo supongo que una adecuada caracterización del cursi obliga a verlo actuar en cada uno de esos ámbitos; ámbitos que no tienen, por fuerza, que congregarse todos en un mismo individuo, aunque algunos de ellos parecen inseparables, puesto que quien es cursi en sus sentimientos o pensamientos, casi con toda certeza lo será, igualmente, en su expresión. Mas pudiera suceder que no lo fuera en sus modales o en su atuendo, y quizá tampoco en sus gustos. Que todos ellos se den cita en un único sujeto, no es, sin embargo, fenómeno tan raro que raye en lo prodigioso, aunque verdaderamente prodigiosa sea la mentecatez de tales genios de lo ridículo. Y dar con uno de ellos es prueba suficiente de lo que señalaba antes respecto a la cursilería como carácter: nadie que no sea realmente así puede parecerlo en todo y siempre, porque ni esforzándose se puede llegar a ser tan tonto.

Obsérvese en que de nuevo hemos venido a dar con el término «ridículo», y es preciso volver a llamar la atención sobre él, porque, como ya habíamos señalado, el cursi forma parte de esa familia de los ridículos, y a tal punto, que la ridiculez es, si no me equivoco, el denominador común esencial a todas las manifestaciones de la cursilería. Cierto que el cursi posee, asimismo, otros rasgos característicos (y los iremos viendo), pero sucede que algunos de ellos seguramente sólo son propios de determinados tipos de cursilería, y aunque otros, en cambio, probablemente pueden hacerse extensivos a todas sus variedades, también es verdad que acaso destaquen más en algunas, y no tanto en otras; en cambio, me parece que «ridículo» es concepto que los comprende a todos, tanto a los específicos como a los genéricos, y creo que en ningún abuso lingüístico se incurre calificándolos de ese modo, es decir, añadiendo a su nombre, a guisa de apellido, el adjetivo «ridículo», puesto que, sin duda, como decimos, forman parte de una misma familia: la de la ridiculez, de la que la cursilería es una de sus ramas más notables.

Ahora bien, la ridiculez (ya lo hemos apuntado) estriba, ante todo, en la confusión de planos o situaciones diferentes, de ámbitos y contextos distintos, cado uno de los cuales se halla regido y organizado conforme a sus propias normas, a tal punto que lo que se halla plenamente ajustado en un caso, resulta claramente improcedente en otro, y es el confundir y entremezclar esas situaciones diversas y sus correspondientes normas lo que viene a dar en ridículo y grotesco; cómico también, pero sólo algunas veces: otras, en cambio, resulta tristísimo, y, más que risa, provoca vergüenza, sea propia o ajena. Y de hecho, esto es, seguramente, lo que con más frecuencia sucede: porque lo ridículo sólo es risible cuando nace de la inocencia o el malentendido; mas cuando tiene su origen en la torpeza o en la afectación resulta, sencillamente, vergonzoso.

Mas volviendo al cursi, no es sólo que sea ridículo: sucede, además, que lo hace. O si se quiere decir de otra manera: es cursi por lo que hace, no por lo que es. Carece de sentido predicar la cursilería de aquellos aspectos invariables y permanentes de un individuo. No hay, por ejemplo, caras o tipos físicos cursis; tampoco voces. Únicamente en el despliegue de determinadas acciones o comportamientos se puede dar en la cursilería, que, en consecuencia, vendría siempre referida a las actividades del individuo (incluidas las lingüísticas), no a sus disposiciones constitucionales. Se es, pues, cursi no de forma estática, sino dinámica. Precisamente, la clasificación establecida por Cook sobre los elementos que intervienen en la comunicación no verbal, distingue entre componentes estáticos (entre los que incluye, además de los que acabamos de mencionar, la ropa, el peinado y el maquillaje) y dinámicos (orientación, distancia, postura, gestos, movimiento del cuerpo, expresión del rostro, dirección de la mirada, tono de voz y ritmo y velocidad del discurso). Por supuesto, no es posible establecer un paralelismo estricto entre esta clasificación y los conceptos «estático» y «dinámico», tal como yo acabo de utilizarlos para referirme a aquellos rasgos de un individuo a los que cabe considerar cursis, ya que, por un lado, entre los dinámicos hay que incluir, sin duda alguna, la ropa, el peinado y el maquillaje, considerados estáticos por Cook; y, por otra parte, aunque todos los elementos que él entiende como dinámicos, lo son, obviamente también en el sentido en que yo utilizaba el concepto, puesto que, en efecto, en ellos puede darse la cursilería, sin embargo, resultan insuficientes, porque en ella se incluyen asimismo no sólo los componentes no verbales del discurso, sino el discurso mismo, y por tanto se halla referida no sólo a la comunicación no verbal, sino también a la verbal (hablada o escrita). Por lo demás, resulta igualmente obvio que los rasgos recogidos por Cook tienen que ver, básicamente, con la cursilería referida al vestido y los modales, pero nada dicen de otros aspectos igualmente esenciales de ésta, que posee, además, una dimensión estética, sentimental e intelectiva. En cualquier caso, lo que quería decir, es que la cursilería carece de sentido predicada de aquéllos elementos permanentes y estáticos del individuo, tales como su cara, su constitución física o su voz, y sólo cobra significación en aquello que puede ser visto como dinámico, en tanto se halla relacionado con su hacer (incluyendo el vestirse y el arreglarse), mas también, como acabamos de señalar, con su sentir, su pensar y sus gustos. Y, por supuesto, nada de esto supone la menor objeción al propio Cook, cuya clasificación podrá o no ser discutida, mas, desde luego, en modo alguno puede serlo porque no cubra la totalidad del campo de los cursis, dado que de ninguna manera fue pensada para ello ni esa es su intención. Sucede, sencillamente, que su distinción entre componentes estáticos y dinámicos de la comunicación no verbal, me ha parecido sugerente y apropiada para diferenciar entre aquellos rasgos de un individuo que podrían, en su caso, ser considerados cursis, de aquéllos que en modo alguno pueden ser calificados de ese modo, sino por vía puramente metafórica. Y de ahí las matizaciones que preceden. Pero, volviendo a lo nuestro, añadiré que el que la cursilería, a lo que yo entiendo, sea siempre dinámica, obliga a plantearse la cuestión de si, en sentido estricto, puede decirse de un objeto que es cursi; cuestión a la que nuestros académicos responden positivamente. Yo, por mi parte, no estoy muy seguro de ello: ciertamente, un objeto puede ser feo, tosco, de mal gusto, pretencioso, ridículo, incluso, pero cursi lo será, en todo caso, quien gusta de él o lo utiliza, y no tanto el objeto mismo, si es verdad, como yo supongo, que la cursilería supone siempre el despliegue de una determinada acción o actividad. Así, por ejemplo, no hay colores cursis: quien puede ser cursi es el individuo que los combina en su maquillaje o en su atuendo. Ni creo tampoco (por poner otro ejemplo) que puede decirse de un vestido que es cursi per se: lo será quien se lo pone, porque, entre otras cosas, bien pudiera suceder que el que resulta cursi en una mujer entrada en la cuarentena, sea extremadamente gracioso en una niña de siete años. Y me parece que algo muy similar sucede con cualquier otro objeto. Y, desde luego, entiendo que ese es también el caso de los animales: un animal no es nunca cursi por la misma razón que no es nunca ridículo. Cuando los vemos como tales es porque encontramos reflejados en ellos nuestra propia cursilería o ridiculez. O también porque lo convertimos en objeto mediante el cual manifestar las nuestras, como sucede con esos emperifollados animales de compañía: el cursi es el dueño, no el pobre perrito al que han peinado con mechoncitos sujetos con cintas de colores, o al que han abrigado con un chalequito muy mono de cuadros escoceses.

3

La cursilería (al igual que la extravagancia o la ridiculez, con las cuales, sin embargo, no se identifica, sin más) comprende, como hemos señalado, ámbitos muy distintos; tantos, al menos, como aquéllos a los que se extiende su contrario, llámesele naturalidad, llámesele elegancia, llámesele, si se quiere y si nos es permitido volver una vez más a Gracián, señorío:

«Señorío en el decir y en el hacer. Hácese mucho lugar en todas partes y gana de antemano el respeto. En todo influye: en el conversar, en el orar, hasta en el caminar y aun en el mirar, en el querer…» [Oráculo, 122].

Y en todos esos ámbitos, como no podría ser, seguramente, de otro modo, los rasgos esenciales que definen la cursilería se repiten una y otra vez, puesto que, sin negar que en algunos casos existan determinadas notas características, por lo general tales rasgos son comunes a todas sus modalidades, bien que, como ya hemos apuntado, en algunas sean más manifiestos que otras. Así, en el vestido y los modales se distingue siempre el cursi por un algo de relamido o repulido. No simplemente de mal gusto (aunque a veces también), pero el cursi no es, sin más, un hortera, y de hecho puede no serlo en absoluto, del mismo modo que éste no es necesariamente cursi. Frente al pésimo gusto del hortera, que tiene, con frecuencia, un punto de agresivo y molesto a la vista, caracteriza al cursi, tanto en su atuendo como en sus gestos y modales, un cierto tono de mojigatería, de humildad afectada y escrupulosa, que resulta llamativamente excesiva y artificial; un candor, también, casi imposible de creer y que en ningún caso se corresponde con la edad cronológica de quien lo manifiesta (otra cosa es si tal correspondencia se da, en efecto, con su edad mental); un aire de quien parece hallarse a cada instante al borde del escándalo o del soponcio.

E igual de mojigato es su decir, pendiente a todas horas mostrar un refinamiento situado muy por encima de todo aquello que el cursi considera siempre chabacano y vulgar, y que identifica, las más de las veces, con la expresión coloquial o despreocupada. La cursilería no entiende de registros lingüísticos, ni es capaz de comprender que dependiendo del contexto o del interlocutor, lo procedente es variar no sólo lo que se dice, sino también la forma de decirlo; y por no advertir, ni siquiera advierte la diferencia entre el lenguaje hablado y el escrito, y así, el cursi habla como escribe, y escribe mal. Su rigidez con la palabra es similar a la que muestra en el vestido, y así como nada puede convencerle de que situaciones distintas permiten, y aun exigen, diferente hábito, que puede ir desde la más rigurosa etiqueta al pantalón viejo y el jersey gastado, sino que, al contrario, para él no hay más que una forma de presentarse en público: de punta en blanco; de tal modo que puede aparecer para asistir a una excursión por el monte vestido como si fuese a recoger el premio Nóbel, de igual manera su dicción es siempre redonda y pronunciada, como si hablase para un sordo que se viese obligado a leerle los labios o estuviese impartiendo un curso para extranjeros, sin la menor concesión al ocasional desaliño lingüístico (como no la tiene al indumentario) que nace de la familiaridad, del uso coloquial del lenguaje o del permitir que las expresiones o los gestos completen la expresión verbal inacabada o confusa. El cursi habla como viste: de etiqueta, mas no a fuerza de fino, sino a fuerza de tonto, porque (una vez más) confunde ser elegante con ser estirado, sin que exista nada que pueda hacerle caer en la cuenta de que cuando alguien posee un perfecto dominio lingüístico no necesita demostrarlo las veinticuatro horas del día, y que quien se empeña en hacerlo, más deja entrever escasez que abundancia al respecto; y así, no es infrecuente que siendo escasa y pequeña su capacidad verbal, el traje le caiga grande en exceso, y, al cabo, su artificioso refinamiento, que más es amaneramiento, en el decir, y hasta en el pronunciar, acabe por poner de relieve una más que notable ignorancia al respecto; algo que no tiene nada de particular si es cierto (como sospecho que lo es) que la cursilería se halla reñida no sólo con la inteligencia, sino también, en no pocas ocasiones, hasta con la propia cultura. Busca además el cursi la finura expresiva mediante el uso reiterado de eufemismos con los que se quiere huir de aquello que se considera vulgar y de mal gusto: y si bien yo convengo en que no siempre hay por qué llamar a las cosas por su nombre (aunque otras veces es el camino más corto para evitar malentendidos), y convengo, asimismo, en que la naturalidad no obliga forzosamente a hacer (o incluso decir) en público aquello que el decoro obliga a hacer en privado, ya que si bien puede darse como un principio válido de la moralidad el que no hagas, aunque nadie te vea y aunque poseyeras una anillo como el Giges, capaz de tornarte invisible, aquello que no te atreverías a hacer a la vista de todo el mundo, situación muy distinta es la que dictan las normas de urbanidad, que imponen, más bien, el no hacer en público aquello que sólo en la intimidad debe hacerse; si bien, como digo, estoy conforme con todo eso, y por ello nada tengo contra el uso de eufemismos, no ya para ocultar lo obvio, mas sí para expresarlo de una forma no obvia, hay, con todo, expresiones eufemísticas que me parecen excesivas. Y, en consecuencia, si bien encuentro perfectamente natural que alguien diga que va al servicio, o al baño, o al aseo, mal llevo eso de ir al tocador, insufrible se me antoja que se pregunte por la toilette, y más de lo que puedo soportar es que alguien diga que va a hacer un pis. (¿Es posible que nadie haya reparado en que, para más inri, el carácter onomatopéyico de tal expresión, en lugar de encubrir, descubre obscenamente el acto fisiológico que quien la utiliza considera de buen gusto no nombrar?)

Y hay también una cursilería en el gusto; una cursilería –diríamos— estética. Sus rasgos característicos son la preferencia por lo fácil y lo obvio, por aquello a lo que a ninguna confusión se presta, ya que, por su misma evidencia, una sola interpretación admite; preferencia también por lo acaramelado, y empalagoso, no exento tampoco de una notable falsedad, como de decorado de cartón piedra; preferencia, en suma, por lo dulce, como esos cuadros de impecables pastorcitas (vestidas, por cierto, de punta en blanco) que cuidan de inmaculadas ovejitas, mientras un galán, no menos atildado, se dispone a declararles su amor de un momento a otro.

Mas también se puede ser cursi en el sentir y en el pensar. Las notas básicas vuelven a repetirse insistentemente, porque, en el fondo, ellas son las que definen la cursilería misma, y la definen en todas sus manifestaciones. Los sentimientos tienen también ese aire de empalago y de dulzura facilona, mas también un algo de exagerado y falso, de hueco y vano, y un inconfundible tono de melodrama. Es como si también en este ámbito estuviese el cursi empeñado en presentarse como un ser excelso, de elevados sentimientos y profundos sentires, y en consonancia con ello busca aparentar una sensibilidad extrema que le empuja a manifestar una profunda simpatía hacia el propio sentir del prójimo, mostrando una alegría completamente desproporcionada por cualquier bien insignificante que a éste le haya acontecido, o un no menos desproporcionado pesar por el menor contratiempo surgido. Pero, al cabo, no deja de advertirse, que detrás de todo ello no hay nada o muy poco, en realidad; una vez más, como si nos hallásemos ante un mero decorado hecho de cartón. No se trata, empero, de que el cursi quiera engañar: sucede que él mismo se encuentra engañado. Ha terminado por interiorizar hasta tal punto esa imagen de corazón sensible, que acaba por verse como el no va más de la delicadeza y de la sensibilidad.

Finalmente, rasgos similares se advierten en su pensar. Consiste la cursilería del pensamiento en un enfatizar cosas insignificantes o triviales. Apenas hay tópico o lugar común de los que el cursi no se haga eco, mas con tal convencimiento y rotundidad que más parece tenerlos por descubrimientos insólitos debidos a su perspicacia que por caminos trillados por todo el mundo. Pero tiene también su razonar una cierto aire de angelical inocencia, como si se hallase plenamente convencido de que de nadie cabe pensar mal ni esperarlo tampoco, porque todos son en el fondo buenos, y todos pueden llegar a entenderse con sólo sentarse como dulces y cariñosos pastorcitos al amor de la hoguera, cual si de una postal navideña se tratara. Y es que ser cursi en el pensar consiste, ante todo y en último término, en hallarse plenamente convencido que ninguna otra fuerza determinante de la realidad existe equiparable a sus píos deseos.

Mas, al cabo, ser cursi no es un problema ni un vicio moral, sino estético: es una falta de auténtica elegancia, gusto y refinamiento que, por creer que se poseen sin conocerlos de veras, viene a dar en una exageración de los mismos y en un amaneramiento en el que la permanente confusión de situaciones y contextos distintos no es sino una de las manifestaciones más directas y sorprendentes de la ridiculez.

 

El Catoblepas
© 2007 nodulo.org