Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 60 • febrero 2007 • página 15
Leonardo José Acosta Sánchez (La Habana, Cuba 1933), músico e investigador, periodista, poeta, narrador y ensayista. Cinco veces galardonado con el Premio de la Crítica en Cuba, el más reciente en 2005 por su último libro Alejo en tierra firme, intertextualidad y encuentros fortuitos, también premiado por la Academia Cubana de la Lengua como Mejor Libro del Año 2005 y por el Centro «Juan Marinello» como Premio de Investigación. Su obra, principalmente ensayística, también incluye José Martí, la América precolombina y la conquista española, 1974; Imperialismo y medios masivos de comunicación, 1976; Música y épica en la novela de Alejo Carpentier. 1976; Música y descolonización, 1982; Del tambor al sintetizador, 1983; El barroco de Indias y otros ensayos, 1985; Novela policial y medios masivos, 1986; Medio milenio: esclavitud y ecocidio, antropofagia e identidad, 1993; y muchos otros ensayos dedicados al jazz y a la música popular en Cuba. Abel Prieto, ministro cubano de Cultura, le hizo entrega el 9 de febrero de 2007 del Premio Nacional de Literatura 2006, para el que fue propuesto en diciembre de 2006 por un jurado encabezado por la doctora Graziella Pogolotti y uno de cuyos integrantes, Miguel Barnet, leyó el acta durante la ceremonia de entrega, que tuvo lugar en la Sala Nicolás Guillén de la sede de la Feria Internacional del Libro de Cuba, en la antigua fortaleza habanera de La Cabaña. [RFM]
Mis más confiables amigos(as) me aconsejaron sabiamente que escribiera estas palabras y desistiera de mi inveterada afición a improvisar. Agradezco y acato su consejo, no sin aclarar que mis reservas hacia la palabra leída en público provienen de la asociación que establezco entre ésta y los actos solemnes, y de mi instintiva desconfianza de la solemnidad, que asocio a ciertos convencionalismos y protocolos. Algunos ejemplos incluirían las marchas nupciales, los actos de graduación y las despedidas de duelo, y si se me permiten otros ejemplos musicales mencionaría las oberturas de Wagner y hasta algunas obras del gran Beethoven.
La primera pregunta que nos plantean cuando recibimos un Premio que por ser Nacional ya trasciende nuestras fronteras, suele ser de carácter más bien anímico o emocional: «¿Qué siente Ud. o cómo se siente Ud.?», etcétera. Nunca nos preguntan: «¿Qué piensa Ud.?», lo cual sería un enfoque racionalista. Por algo será. Pues aunque esa pregunta inicial esté mal hecha y constituya un lugar común, sí es cierto que los sentimientos suelen anticiparse al raciocinio y la reflexión. Pueden ser además variados y hasta de signo opuesto, ya que la historia nos demuestra que las reacciones ante tal noticia son diversas:
—Un sentimiento de sorpresa, de distintos matices, sería la primera, contrapuesta a la apolínea seguridad de quien siempre se sintió vencedor, o peor aún, un «winner», como establece la pragmática filosofía norteamericana hoy en uso.
Mas la sorpresa misma es plurivalente y con muchos matices: puede ser o no agradable, y traducirse por tanto en alegría, emoción, euforia, sobrecogimiento, o indiferencia, temor, disgusto, o de tajante rechazo, como es ya casi rutina de los premios Oscar y no imposible en los Nobel.
En mi caso, el sentimiento primigenio y acaso dominante, ha sido la sorpresa, agradable y positiva, es cierto, pero en gran medida influida por mi vínculo a este Premio desde sus inicios en 1983.
En efecto, fue en 1983 que fructificó la idea del Premio Nacional de Literatura, que en la década anterior no había cristalizado, privando por cierto a la lista de premiados, de los nombres de José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Virgilio Piñera. Entonces, la creación de este Gran Premio coincidió con la de los Premios de la Crítica, y el jurado era el mismo para unos y otros. Tuve el privilegio de participar en ese primer jurado, y cuando pasamos de los Premios de la Crítica al Premio Nacional, y el presidente del jurado nos instó a proponer candidatos, recuerdo como en una secuencia fotográfica que todos –éramos nueve– quedamos mirándonos unos a otros, atónitos y privados del habla ante lo más evidente, durante segundos que parecieron siglos, alrededor de aquella mesa redonda, como la del rey Arturo. Me pregunté como romper el hielo ante aquella situación en que lo Obvio se convertía en cuerpo refractario, y dije algo así como: «Supongo que nadie quiere proponer el nombre de Nicolás Guillén.» Todos respondieron –respondimos– aplaudiendo; se había roto el iceberg, y el resultado no fue ya por unanimidad –palabra tan repudiable–, sino por aclamación, espontánea como pocas.
Al año siguiente, con pocos cambios en el jurado, se nos presentó la primera disyuntiva. Había varios candidatos, todos merecedores del Premio que Nicolás recibiera a los 81 años, y que finalmente en 1984 recibió, con toda justicia, José Zacarías Tallet, el precursor de nuestra poesía coloquial y fundador de tantas cosas, ya con 91 años. La edad con toda razón, comenzó a contar, debido a la demora en establecer este Premio. Mi amigo Moreno Fraginals me susurró al oído: «A este paso, lograremos obtener este premio allá por el dos mil veinte.» Se producía lo que podríamos llamar «efecto de embotellamiento». Yo, desde luego, había llegado a la conclusión anticipada de que nunca llegaría a recibirlo; esta es una de mis razones por las que hoy, en el 2007, la sorpresa haya sido el sentimiento casi dominante.
—Sorpresa recibí, en primer lugar, porque desde mi más temprana edad nunca gané un premio ni en las piñatas. Y a concursos literarios sólo acudí dos veces y con poca suerte. No obstante esos fueron mis primeros libros publicados, sin concurso mediante, por dos editores excepcionales: Pepe Rodríguez Feo y Roberto Fernández Retamar. Todo esto me decidió a nunca más enviar a concurso, tal y como aconsejaba siempre José Lezama Lima.
—Sorpresa también, por mi escasa presencia en los medios literarios y artísticos de los años sesenta y setenta; por no haber sido miembro de la UNEAC hasta 1979 u 80; por no haber pertenecido a grupo alguno, ni revista, ni generación, ni promoción alguna, ni tomar parte en ninguna polémica estética ni ideológica que conmoviera a esos medios, ni haber sido llamado por nadie, ningún organismo cultural ni persona alguna a firmar ninguna carta de protesta, justa o equivocada, contra nada ni nadie. Invisibilidad propicia a la elaboración de leyendas, generalmente «negras», que se agravaron luego con los fallidos intentos de encasillamiento, pues cada obra mía trataba temas que en apariencia nada tenían que ver con la anterior, lo cual obligaba a algunos a reajustar las etiquetas, algo molesto, por lo menos. Si a esto añadimos mi alergia y casi inevitable enfrentamiento a innumerables caciques y jefecillos mediocres, quizás podamos entender algún día (yo aún no puedo), las infamias y especulaciones que contra mi persona vertieron aquellos que trataron de envolvernos en una «cultura de la sospecha», hoy puesta en evidencia.
—La sorpresa prevalece, asimismo, porque los dos artistas que dio mi familia al siglo XX cubano (que para mí es difícil llamarlo «el siglo pasado»), es decir, mi padre José Manuel y mi tío Agustín, permanecen hoy en el limbo del olvido tropical. ¿Será un estigma familiar? Confieso que creo en casi todas las cosas increíbles. El eternamente olvidado José Manuel, dibujante, ilustrador y fotógrafo; temprano promotor de las vanguardias artísticas según testimonio de Alejo Carpentier, y también de la vanguardia política; el amigo de Mella, Baliño, y Rubén Martínez Villena; firmante de la Protesta de los Trece de 1923 y del Manifiesto Anti-imperialista de 1927, apenas ha sido recordado de pasada en los años 80, gracias a dos acuciosas investigadoras de nuestra cultura. Sé que eso no le hubiera importado a este animador del Grupo Minorista, junto a Emilio Roig de Leuchsenrig, José Z. Tallet, Fernández de Castro o Juan Marinello. En cuanto a Agustín, autor del primer libro de poesía antimperialista escrito en Cuba y un día consagrado como Poeta Nacional, no sólo ha sido ignorado hasta en nuestras antologías, sino que además, lenta, subrepticiamente, fue privado de ese galardón, sin que mediara ley ni disposición oficial alguna. Y pensaba yo: si a ellos, que tanto hicieron, los han olvidado. ¿Cómo alguien me va a recordar a mí, apenas visible en los medios literarios? Expliquemos esta invisibilidad.
Si hago un recuento por décadas, comprobaremos que en los años 50, aparte de unos pocos años en la Escuela de Arquitectura, hasta la clausura de la Universidad de La Habana por la dictadura, mi actividad principal fue como saxofonista en más de diez orquestas y grupos de música popular, y mi actividad literaria se reduce sobre todo a conversaciones con Alejo Carpentier, Julián Orbón y José Lezama Lima, y a leer los libros que me recomendaban. Desde enero de 1959, y durante los sesenta me dediqué por entero al periodismo por obra y gracia de Jorge Ricardo Masetti, y no sólo permanecí nueve años en Prensa Latina; también escribí una columna diaria sobre política internacional para un vespertino, artículos, reportajes, entrevistas y mis primeros trabajos sobre música y crítica literaria para el suplemento del periódico Hoy y para la revista Casa. Mi tiempo libre lo ocupaban las descargas nocturnas de jazz y feeling, que logré alternar casi a partes iguales con actividades militares y sindicales. En esa época hubo que hacer de todo un poco. Al final de la década vino una especie de oasis de paz, que fue la Utopía del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. Pero la utopía me salió cara pues por trasladarme de un sector a otro, o sea, del periodismo al ICAIC perdí mi salario histórico. Para colmo, al dejar el ICAIC estuve tres años sin empleo, y el inefable Ministerio del Trabajo sólo tenía dos opciones: como sepulturero en el cementerio o en la recogida de la basura; pedí tiempo para decidir pero ya sólo tenían una opción: la captura de caimanes en la Ciénaga de Zapata. Como ecologista nato, rehusé el cargo.
Para evitar una penosa narración, que podría interpretarse como masoquista, del «paso del mulo» o del buey con las lentas carretas por la revista Revolución y Cultura en los setenta y en los ochenta como asesor de musicales de la televisión, prefiero limitarme a mi «trabajo útil» en las actividades colaterales de asistir casi diariamente (cuando podía) a la Biblioteca Nacional o la de Casa de las Américas para ir documentándome y armando pieza a pieza lo que serían mis libros de ensayos, que aparecieron parcialmente en las revistas Casa de las Américas, El Caimán Barbudo, y finalmente Revolución y Cultura. Luego mis trabajos sobre medios masivos se editaron más en Perú, Colombia y Argentina que aquí, pero ya en los años ochenta fueron publicados por el Instituto del Libro, entonces providencialmente dirigido por la persona de Pablo Pacheco y con editores de primera línea. Por lo impropio que sería comentar mis propios libros, que ya no son míos, me limito a señalar que luego de un solo libro en los 60 y otro en los 70, en los ochenta me editaron siete títulos, más dos entregados en 1989, pero en eso llegó el fatídico «período especial», que comenzó por la carencia de energía y de papel.
La década de los noventa transcurrió –y no sólo en mi caso– entre uno y otros países, dando conferencias y en busca de editoriales y publicaciones periódicas, logrando alguna reedición (por ejemplo, en Italia, a donde nunca fui), mas por lo general trabajando en libros y artículos por encargo sobre música cubana, lo más solicitado: en Venezuela, Colombia, Puerto Rico, Francia, España e incluso Estados Unidos. Mi invisibilidad crecía ya en la tercera edad (que en realidad es la séptima), mientras surgían nuevas generaciones de escritores talentosos en mi país, razón de más para que un Premio Nacional sea recibido con genuina e inmensa sorpresa. Tuvo que arribar el milenio y aplazarse el Apocalipsis hasta nuevo aviso para poder publicar, de nuevo aquí, tres títulos en tres editoriales diferentes y que fueron merecedores de cinco premios.
Pero todavía quedaba un escollo y lo dejé para el final porque lo veo como el más importante, por ser el único intrínsecamente literario: más de diez títulos míos corresponden al género ensayo.
A menudo surge la pregunta ¿qué es el ensayo? Un diccionario de la Real dice: «Escrito generalmente breve, sin el aparato ni la extensión que requiere un tratado completo sobre la misma materia.» Esto supone la inferioridad del ensayo sobre el tratado, pero sucede que el mismo diccionario sólo nos dice del tratado: «Escrito o discurso sobre una materia determinada.» (Con la desfachatez de la Real), cualquiera puede dárselas de erudito y sabio, pero ¿quién me garantiza que el «tratado» es necesariamente más enjundioso, o probatorio de algo que el «ensayo», que por otra parte no tiene que demostrar nada, sólo proponer, «ensayar» caminos que puedan ser esclarecedores, o que conduzcan a una verdad? Por otra parte, ¿qué diferencia hay entre los ensayos de La cantidad hechizada o Analecta del reloj de Lezama con los Tratados en La Habana del propio autor, en extensión o en rigor poético y expositivo? Tampoco estamos de acuerdo con la subdivisión entre «ensayo artístico-literario» y «ensayo económico social» o «histórico social» ¿Cómo clasificar entonces los ensayos de José Martí, de José Carlos Mariátegui, de Martínez Estrada, de Franz Fanon, de Mariano Picón-Salas, de Eric Williams, o de Fernando Ortiz?
Es sin duda un género esquivo, que puede incluir casi todo y oscilar entre el artículo periodístico, la crítica, el divertimento, la semblanza, el discurrir literario o filosófico, el humorismo, lo costumbrista y lo historicista, y que en sus momentos brillantes está triplemente avalado por la investigación, la imaginación y la reflexión. Los filósofos presocráticos como Heráclito o Parménides componían poemas cosmológicos que eran verdaderos ensayos, como demostró dos milenios más tarde Edgar Allan Poe con su Eureka, ensayo sobre el universo, que él consideraba como un poema, y como lo demuestran los ensayos filosóficos de Montaigne a Emerson, sin menoscabar los ensayos o «tratados» de La sagrada familia de Marx y Engels, por ejemplo.
En Cuba, país de ilustres polígrafos y polémicos ensayistas, de Las Casas a Martí, de José Antonio Saco a su contraparte Fernando Ortiz, desde nuestra primera burguesía letrada hasta nuestros próceres, hoy el ensayo parece haber pasado de moda entre nosotros. Muy pocos, sobre todo Luisa Campuzano, en su obra Quirón o del ensayo, se han dedicado a establecer un Corpus sobre el género, al que además ha dado espacio en la revista Revolución y Cultura. No obstante, en veintiséis años de Premios Nacionales, sólo vemos los nombres de dos ensayistas per se: José Antonio Portuondo y Graziella Pogolotti, frente a diecisiete poetas y siete narradores, sin incluir a tres narradores cuya poesía es lo más difundido de su obra. Lo mismo sucede en el ensayo, donde tenemos por lo menos siete autores que han trabajado en él, entre ellos al menos cinco cuya obra es excepcional, pero que también incursionaron con brillantez en la poesía o la narrativa.
He evitado mencionar nombres, pero tengo que referirme concretamente a uno que ha incursionado con éxito notable en los tres géneros; y debo citarlo en relación a otro problema que confrontamos en estos Premios a los que, repito, me siento tan ligado históricamente. Hablo de Miguel Barnet, quien resultó, de todos los premiados, el más joven a la hora de recibir el galardón, con sólo 54 años, cuando hasta entonces los premios oscilaban entre los 64 y los 91 años, con tres sobre los 80 y cuatro sobre los 70 (salvo la excepción de Roberto Fernández Retamar a los 59). Aunque no soy creyente, menos aún en las estadísticas, tan fáciles de manipular como comprobamos a diario, esta muestra resulta bastante simple y válida para comprobar que comenzamos tarde. Conste que se hicieron esfuerzos por subsanarlo, en honor a la justicia, pero en el camino perdimos inesperadamente a figuras tan relevantes como Onelio Jorge Cardoso y Samuel Feijóo. Creo que es tiempo de buscar soluciones que no dañen a nadie y al mismo tiempo evite a los más jóvenes –que ya lo están reclamando– tener que esperar hasta el 2020 sólo por aquello de «no tengo edad» o por contar sólo con cuatro libros publicados y tres de ellos en España o México, pues recordemos que García Márquez, si mal no recuerdo, justo a los 54 años recibió el Nobel, y por una decisiva obra maestra… y de éxito mundial. Pero estas son cosas que sin dudas serán analizadas y resueltas debidamente.
Quiero excusarme por esta larga disquisición y por mi deficiente lectura, defecto que ya una vez me criticó Lilia Esteban de Carpentier. A mis años, un premio de esta envergadura se recibe más bien con parsimonia, con la discreción que exige la humildad, sin alardes triunfalistas ni celebraciones a bombo y platillo. Más bien con una alegría interior, en un espíritu de meditación y recuento de lo hecho y lo por hacer y de total autocrítica hacia la obra propia. Pues el ánimo oscila entre la satisfacción y la duda: una por el honor que significa estar junto a figuras de nuestra literatura que admiramos y queremos; la otra, porque si bien estoy contento con lo mucho que he trabajado, siempre recelamos de que el talento o la factura de lo escrito haya estado a la altura de lo que nos propusimos y exigían las causas defendidas y criterios sostenidos a contracorriente. Es la duda que procede de la obra real y la obra posible, la que hemos querido hacer, y aspiramos a poder contar con algún tiempo extra para continuarla.
Con absoluta sinceridad quiero expresar mi agradecimiento por este Premio Nacional de Literatura 2006: a la presidencia y los miembros del jurado; a los que tuvieron la audacia de nominarme, y a todos aquellos que, con su cariño y alegría transparente y contagiosa me han hecho compartirla a plenitud.
Una última –o única– reflexión sobre mi obra preferentemente ensayística: casi toda ella está –en última instancia– en función de la lucha por la dignidad de los pueblos y culturas afroamericanas e indoamericanas, y por la unidad de la América Latina, nuestra América.
Muchas gracias
Leonardo Acosta Sánchez pronuncia estas palabras de agradecimiento al recibir el Premio Nacional de Literatura 2006 de Cuba, el día 9 de febrero de 2007, en la Sala Nicolás Guillén de la antigua fortaleza de La Cabaña, La Habana, durante la primera jornada pública de la 16 Feria Internacional del Libro Cuba 2007, ante una mesa formada, de izquierda a derecha, por Reynaldo González (Premio Nacional de Literatura 2003, quien leyó el elogio del premiado), Graziela Pogolotti (Premio Nacional de Literatura 2005 y presidenta del jurado que otorgó el premio), Abel Prieto (Ministro de Cultura de Cuba), Iroel Sánchez (Presidente del Instituto del Libro de Cuba), César López (Premio Nacional de Literatura 1999) y Miguel Barnet (Premio Nacional de Literatura 1994, quien leyó el dictamen del jurado).