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El Catoblepas, número 63, mayo 2007
  El Catoblepasnúmero 63 • mayo 2007 • página 8
Del pensamiento occidental

El Museum

José Ramón San Miguel Hevia

La Biblioteca de Alejandría y todos matemáticos, físicos,
astrónomos e ingenieros del siglo tercero

El helenismo

La historia política y cultural de los griegos está marcada por dos hitos decisivos. En primer lugar la construcción de la pólis en el siglo VI en las colonias jónicas del Asia Menor y su posterior traslado a la Magna Grecia y finalmente a Atenas y a las demás comunidades del Egeo. Los políticos que fundan la ciudad estado y los filósofos que le dan forma, crean artificialmente el espacio geométrico ortogonal en que desde entonces hacen su vida los hombres urbanos. No es ningún azar que el único principio, que es un misterio indemostrable para los helenos, precisamente porque están enteramente dentro de él, es este espacio recto, definido por dos y nada más que dos paralelas. Pero en otro sentido, la pólis sigue siendo la única sociedad natural para el hombre, y no sólo en los primeros momentos de su historia, sino también mucho después, en el mismo Aristóteles, el profesor privado de Alejandro, que terminó con su independencia, integrándolas en la unidad superior del Imperio helenístico. Según Aristóteles una comunidad no puede ser por naturaleza, ni demasiado pequeña, porque entonces no puede cubrir todas sus necesidades, ni demasiado grande, porque entonces sus habitantes no pueden comunicarse directamente a través del lenguaje oral. El hombre es un ser vivo que se define por el habla, y por eso mismo es un animal político, ya que únicamente la polis señala los límites dentro de los cuales son posibles el trato y la relación natural entre los ciudadanos.

No se puede reducir la figura de Alejandro a la de un gran caudillo, ni ponderar únicamente sus hazañas militares. Lo verdaderamente decisivo de su empresa histórica ha sido el cambio que en menos de quince años imprime al ámbito y a la forma de vida de los hombres, lo mismo griegos que orientales. En primer lugar, el nuevo imperio, que abarca desde Macedonia al Indo, es tan inmenso en su extensión y en el número de sus habitantes que impide toda comunicación oral y directa y en este sentido es doblemente artificial, por la arquitectura geométrica de sus nuevas metrópolis y por la exigencia de un tipo de comunicación capaz de ampliarse a todo el mundo.

Pero las circunstancias de la existencia y las correspondientes posibilidades y proyectos, experimentan también una violenta mutación. Los templos y los palacios del Asia son potencialmente grandes bancos, pues guardan una infinita cantidad de oro, que está totalmente inmovilizado. Alejandro pone en circulación toda esta riqueza acuñando monedas, que al adquirir valor de cambio dan lugar a la primera economía capitalista de la historia. Pero a su vez esta sociedad sería imposible si los hombres no añadiesen a sus deseos naturales, por fuerza limitados, una serie de necesidades y de carencias artificiales, que pueden equilibrar la balanza del mercado.

Alejandro, que en un primer momento había adoptado la forma de vivir de los griegos en sus pequeñas comunidades, cambia de costumbres a medida que avanza en su conquista. Es verdad que planea la construcción de grandes ciudades dedicadas casi todas a su nombre, y que impone en las pólis jonias del Asia Menor la democracia. Pero al mismo tiempo respeta los sistemas políticos de Oriente, se proclama Faraón y encarnación de Amón en Egipto, representante del dios nacional en Babilonia y en Asiria y sucesor de los Aqueménidas y de su potencia divina en Persia. Los mismos compañeros macedonios, los heteroi en la jerga militar de su país de origen, sustituyen a los sátrapas iranios y deben prestarle proskynesis, adoración.

Esta acción política, que pone en plano de igualdad a los conquistadores helenos y a los pueblos orientales, va acompañada de un gigantesco esfuerzo de mestizaje. En uno de sus actos más simbólicos, Alejandro organiza en Susa el matrimonio colectivo de diez mil macedones con mujeres de la aristocracia persa, y él mismo da ejemplo tomando por esposas a la mayor y a la menor de las hijas de Darío. Y el testamento que Perdicas lee ante sus soldados poco después de su muerte señala con toda precisión su plan de futuro: "Agrupar varias ciudades en una sola, trasladando a las personas de Asia a Europa y de Europa a Asia, a fin de reunir los dos grandes continentes por medio de matrimonios y alianzas, que mantengan la concordia, la amistad y los vínculos de parentesco". La temprana muerte de Alejandro, poco más de treinta años, detiene este proceso integrador, pero no impide –después de una época sumamente conflictiva– que se formen alrededor del Egeo, tres grandes Imperios. Uno de ellos, el macedonio, está continuamente amenazado por la rebelión de las ciudades griegas que mantienen un talante insolidario y particularista. Los seleúcidas por su parte heredan los territorios asiáticos de los aqueménides, pero la misma extensión del territorio que abarcan y la variedad de los pueblos que lo ocupan, hacen imposible una dominación estable. La helenización del Asia se apoya sólo en la fundación de grandes ciudades y metrópolis, que según los historiadores clásicos, alcanzaron por lo menos el número de sesenta.

En cambio el tercer Imperio reúne las condiciones necesarias para realizar a menor escala el sueño de Alejandro. Tolomeo I se instala en Egipto, un país separado de los demás por los desiertos del Sinaí y de Cirene, que le previenen de todo ataque de sus vecinos y evitan la tentación de una guerra ofensiva. Tolomeo y sus sucesores son monarcas por derecho divino, como encarnación de Amón, ante una población indígena totalmente homogénea. Al mismo tiempo, mediante un genial golpe de mano, el nuevo Faraón desvía hacia Menfis la carroza con el cadáver del gran Emperador proclamándose simbólicamente sucesor y construyendo su sepulcro en Alejandría, que adquiere el rango de capital política del mundo heleno.

La organización del imperio lágida es relativamente simple. Se apoya en el poder absoluto del Rey, del que depende un ejército profesional fuertemente disciplinado y una burocracia complejísima, compuesta en su mayoría por funcionarios, procedentes del ejército conquistador, o emigrados desde Grecia, sobre todo en la primera mitad del siglo III. Sus cargos son lucrativos y casi vitalicios y están sometidos a un régimen de ascensos en la jerarquía. Es justamente lo contrario de lo que sucedía en las pólis, donde las magistraturas eran un deber impuesto a los ciudadanos de forma gratuita y provisional, y vigilado por el supremo poder del démos y de los jurados. Esta estructura jerárquica empieza en la corte, compuesta por innumerables funcionarios, que son una herencia y un agregado de las burocracias de Macedonia, de Persia y de Egipto. Se continúa en cada uno de los distritos administrativos o nómos, al frente de los que había un nomarca, en los subdistritos dirigidos por un toparca, y en las más pequeñas unidades administrativas, las aldeas (komé), bajo la autoridad de un comarca. Igual de compleja es la organización de la hacienda, con sus prepósitos para la recaudación de rentas en cada nomos, ecónomos, administradores de los fondos públicos y de los graneros. Todo ello completado con un servicio postal muy bien organizado para que las órdenes del Faraón puedan ser conocidas en todo el territorio.

El Rey es al mismo tiempo generalísimo de los ejércitos, que desempeñan un papel semejante al de los heteroi macedonios. Tolomeo nombra en cada nomos a un estrategos que tiene funciones de gobernador militar y que en el siglo siguiente sustituye totalmente al nomarca, y al mismo tiempo concede a los soldados lotes de tierra de su propio patrimonio real. Como además el Faraón-Dios es el jefe supremo del clero, designa a los sacerdotes, vendiendo los oficios más lucrativos y convirtiendo en funcionarios mediante un sueldo regular a los que reciben un cargo improductivo. Todos los años los representantes del sacerdocio se reúnen en sínodo, presididos por el monarca.

Lo más sorprendente es que las mismas metrópolis fundadas o refundadas por los Tolomeos –Alejandría, Tolemaida y Naucratis– a pesar de estar constituidas por ciudadanos griegos y de seguir un derecho helénico, se adaptan a la estructura jerárquica del imperio lágida y se alejan, cada vez más, de la forma de vida de las pólis clásicas. Todas esas ciudades fechan sus documentos por los años del Rey, celebran su aniversario y acuñan las monedas con su efigie, y lo que todavía es más importante, su Asamblea del pueblo y su Senado trasforman los imperativos del poder central en leyes de la ciudad sin oponer ninguna resistencia. Una serie de funcionarios nombrados por el monarca, al frente de ellos un estrategos o gobernador, son un elemento decisivo en la administración directa de estos grandes núcleos urbanos.

Este poder absoluto se ejerce sobre un país, que por su extensión y por el número de sus habitantes nada tiene que ver con las pequeñas comunidades de la Grecia clásica. Egipto es una franja estrecha, que sigue todas las vueltas y revueltas del Nilo hasta la longitud de 1200 km y termina en una delta de 600 km. En tiempo de los Tolomeos tiene aproximadamente seis millones de habitantes y su nueva capital, Alejandría, construida por los arquitectos griegos alcanza la descomunal cifra de medio millón de almas, entre ellas trescientos mil ciudadanos libres. Es preciso que el soberano de esta comunidad, innumerable por sus gentes y su territorio, sea capaz de dirigirlos a través de un lenguaje incontestable.

Está claro que una empresa tan desmesurada, ya no cabe dentro de los estrechos límites que hacen posible una comunicación oral entre ciudadanos iguales, la misma que tan brillantemente desarrollaron los políticos en el demos y los primeros filósofos, representados sobre todo, por Sócrates. Es preciso desarrollar un lenguaje artificial, que ponga en contacto a las comunidades y a los hombres separados por una distancia infinita. Ciertamente que ese lenguaje –la escritura– ya existe, pero ocupa un lugar secundario con relación al habla, y lo que es más importante, nadie, antes de Alejandro se ha preocupado de analizar su estructura lógica. Pero como es una ley de la historia que la aparición de un nuevo problema va acompañada de su solución, por eso ahora, precisa mente en Macedonia, surge la figura que va a cumplir esta exigencia.

Es seguro que Aristóteles, cuando compone en el Liceo los libros de Lógica, no es consciente de la trascendencia de su descubrimiento, que va a servir para organizar en el siglo siguiente la marcha de todas las ciencias, desde los principios primeros hasta las verdades derivadas. Todavía en su época polemiza con los megáricos, que siguiendo el lenguaje verbal de la ciudad-estado, utilizan razonamientos por preguntas y respuestas y a través de la dialéctica demuestran la falsedad de un principio partiendo de una conclusión absurda. Ciertamente esta argumentación, que los filósofos itálicos tomaron de los retóricos sicilianos, es la más propia de las pequeñas comunidades, y la que tienen en común los sabios y los hombres de acción. Pero cuando una ciudad se alarga y se convierte en una metrópolis como Alejandría, por otra parte capital de un extenso imperio, esta comunicación bilateral es tan inútil como imposible. El lenguaje político parte de un centro de poder y desde él informa imperativamente a todos los súbditos por muy lejanos y numerosos que sean. Análogamente la ciencia ha de partir de principios evidentes para derivar a partir de ellos por un razonamiento apodíctico conclusiones verdaderas. Tanto en uno como en otro caso, el lenguaje tiene que ser, por la propia naturaleza de la sociedad, incontestable.

El Organon de Aristóteles, y sobre todo los Primeros y Segundos Analíticos, son la clave lógica a partir de la cual las ciencias se axiomatizan, es decir, se fundan en unos pocos supuestos, que sirven de cimiento a todo el edificio sin dejar fuera una sola verdad. Según Aristóteles el silogismo o razonamiento está formado por dos o más premisas que juntas constituyen el antecedente y por una conclusión. Pero además sigue sólo una regla, según la cual de un antecedente verdadero, y con la única condición de que la argumentación esté correctamente construida de acuerdo con las leyes de la lógica, se infiere una consecuencia también verdadera, y eso de forma necesaria.

A partir de aquí Aristóteles define la demostración, que será como el andamio y esqueleto de todas las ciencias . Es desde luego un silogismo y sigue su regla fundamental, caminando desde el antecedente al consecuente. Pero precisamente por eso, sus principios o supuestos han de ser primeros –no derivables a partir de otra proposición– y verdaderos al menos por hipótesis. Tienen que ser también mejor conocidos y causas lógicas y por eso mismo necesarias, de sus consecuencias. Pero la aplicación de esta estructura lógica y la correspondiente axiomatización de cada una de las ramas del saber no es posible en los estrechos límites de la polis y es una hazaña reservada a los pensadores que desde el siglo III trabajan en la Biblioteca de Alejandría.

La organización de la Biblioteca

Después de la conquista de Egipto, Alejandro proyecta construir sobre la delta del Nilo una nueva metrópolis, innumerable por su población y tamaño, perfectamente urbanizada y abierta a todos los mares y a un comercio universal. Gracias a un colosal esfuerzo de ingeniería, los griegos consiguen abrir un canal hasta el Mar Rojo y sanear el lago Moeris. Después, en la franja de tierra que separa esta laguna del Mediterráneo, comienzan la construcción de Alejandría, destinada a albergar cientos de miles de habitantes y atraer el tráfico marítimo.

Alejandría está compuesta en esta época clásica por la isla de Faros, que separa dos puertos bien abrigados y se une a la costa por medio de un dique, el Heptastadio. La ciudad propiamente dicha es un sistema de calles que se cruzan en ángulo recto según los planos del arquitecto Dinócrates y de acuerdo con los principios aplicados por Hipodamos para el puerto del Pireo y la pólis de Mileto. Su arteria principal y más ancha es la Vía Canópica, pues en ella están alineados el Gimnasio, el Tribunal de Justicia, el teatro, el hipódromo , el sepulcro de Alejandro, los palacios reales y las dos emblemáticas instituciones culturales que harán ilustre a la metrópolis.

Tolomeo I consolida su poder en Egipto aproximadamente en el año 300, y muere veinte años después. Quiere hacer de Alejandría el centro del universo conocido y el primer foco de expansión del helenismo, y su empresa no parece demasiado difícil si se atiende únicamente a la dimensión política y económica. Cuenta con un Imperio estable, un puerto de mar que por su posición estratégica desplaza a todos los demás del Mediterráneo, y sobre todo con una población tan descomunal en número que a su lado todas las viejas ciudades estado quedan convertidas en pequeñas aldeas.

Los habitantes de todos los puertos de Grecia comienzan a emigrar hacia Alejandría, que ofrece posibilidades de vida mucho más ricas. En primer lugar conservan su condición de ciudadanos y se rigen por el derecho heleno, pero además pueden ocupar su lugar en el ejército y en la gigantesca máquina administrativa. Tanto la gran metrópoli como el imperio exigen ingenieros que hagan uso de los recursos industriales, agrónomos que introduzcan nuevos cultivos, financieros que dirijan los bancos, prestamistas y toda la innumerable gama de oficios necesarios para que funcione la nueva economía.

Quienes vienen de las pólis y los mismos griegos que han fundado Alejandría sólo echan algo de menos. Es el ágora, la plaza pública donde todos los días los ciudadanos hablan y razonan "por preguntas y respuestas". Ha sido el lugar de encuentro de Zenón y sus rivales dialécticos, de Protágoras y los demás sofistas, de Sócrates y sus discípulos, de los megáricos, los cínicos y cirenaicos. Es además el escenario que da forma de diálogo a la mayor parte de los escritos de Platón, y sólo desaparece en los apuntes de clase que Aristóteles imparte en el Liceo y que reaparecen mucho más tarde en forma de biblioteca de libros de texto.

Tolomeo se da cuenta de que en la nueva metrópolis ha desaparecido la democracia directa y de que por eso mismo el lenguaje oral sólo tiene una importancia secundaria. El cambio de régimen político ha sido tan radical que ahora quien gobierna a cientos de miles de súbditos desde la soledad de su palacio es un rey-dios, un faraón. Para que los descubrimientos de los pensadores jonios e itálicos no se pierdan es preciso trasformar la comunicación, que pasa a ser escrita y tener una sola dirección, proyectada desde las instituciones centrales hasta los infinitos y potenciales lectores, quienes la reciben de forma pasiva.

Afortunadamente Tolomeo I, que establece el régimen político y la civilización helenista en Egipto y en su nueva capital ha sido, como Alejandro, discípulo de Aristóteles y de él hereda su afición a las filosofías segundas –sobre todo la construcción de una ciencia biológica– y una lógica que servirá andamio para axiomatizar las matemáticas y la astronomía. La misma Alejandría recuerda por su estructura geométrica a la “ciudad tercera” de Platón, aunque sustituye el modelo radial de La Leyes por una red viaria en forma de tablero de ajedrez.

El nuevo faraón quiere fundar una institución que perpetúe la memoria de su maestro y asegure la continuidad de su modo de hacer ciencia y de comunicarla a los demás. La empresa es tanto más simple cuanto que coincide con el proyecto político de Tolomeo, de cuyo poder central depende un ejército bien disciplinado, una complicada máquina burocrática y hasta una multitud de sacerdotes, nombrados y presididos por el rey-dios. Hay que procurar que los sabios, que antes discutían libremente sobre todo lo divino y humano, caminando de ciudad en ciudad, abandonen su individual forma de vida y se transformen también en funcionarios públicos.

Tolomeo construye pared contra pared de su palacio un edificio con espaciosas galerías y abundantes salas, y hace de él una copia a gran escala del Liceo. Hay cabida allí hasta para cien científicos y filólogos, a poder ser los más ilustres de la época, que vivirán a expensas del monarca, entregados a sus estudios pero sin necesidad de practicar la docencia. Un sacerdote preside la casa, subrayando el carácter sacral de la institución y su dependencia del Faraón. La vida y todavía más las comidas en común, al mismo tiempo que multiplican el saber de toda la sociedad reunida en el Museum, recuerdan los lejanos ideales de la República de Platón y las comidas periódicas de Aristóteles con toda su escuela.

Aproximadamente en los primeros años del siglo III está ya rematado el templo de las Musas y sólo falta nombrar al equipo de científicos que lo va a ocupar. Tolomeo no encuentra ninguna dificultad en esta tarea decisiva, porque los más eminentes sabios de toda Grecia y sobre todo de Atenas, protagonizan la primera fuga de cerebros, y emigran a la ciudad que les ofrece nuevas ocasiones de ampliar y compartir sus conocimientos. De esta forma Alejandría se convierte en la capital, no sólo política sino cultural, del mundo, y mantiene ésta segunda hegemonía con altos y bajos durante unos seiscientos años.

Tolomeo II Filadelfos sigue la tradición de su padre, pues estudia con Estratón, primero discípulo y después director del Liceo. Sus dos proyectos son tan elementales y a la vez tan gigantescos que se hacen la competencia a la hora de encontrar un lugar entre las "maravillas del mundo". En primer lugar encarga a un ingeniero, Sóstrates de Cnido, que construya en la isla de Fáros una linterna de fuego tan grande y segura que sea capaz de orientar a los navegantes perdidos y señalarles su destino. Gracias a esta señal, situada entre los dos puertos, Alejandría se convierte en el punto de referencia y en el centro de todo el comercio por mar.

La otra idea tiene más que ver con la filosofía y la ciencia, aunque se trate también de un artificio seguro, destinado a iluminar la mente de todo el que quiera saber. Al lado del Museum y como su complemento, Filadelfos empieza a reunir una biblioteca, donde prácticamente están contenidos todos los conocimientos acumulados por las civilizaciones de oriente y después por Grecia. Según los historiadores antiguos llega a contener cuatrocientos mil y hasta setecientos mil rollos, y aunque estas estadísticas han de tomarse a beneficio de inventario, bastaría la décima parte de esos números para reunir, habida cuenta de la época, toda la documentación verdaderamente valiosa. Tolomeo distribuye la biblioteca en cuatro divisiones, que corresponden a las grandes creaciones culturales de la antigüedad. En primer lugar la literatura recibe toda la herencia de la Grecia clásica, completada con la aportación de los poetas áulicos de Alejandría, que escriben para una minoría helena. Otro gran departamento se dedica a la medicina y con toda probabilidad comprende a los fisiólogos presocráticos, que ejercieron su filosofía y su técnica de curación en Sicilia y la Magna Graetia, a los componentes de la escuela médica de Cnido y sobre todo a Hipócrates de Cos y todos sus discípulos. Las dos grandes novedades son las secciones de matemáticas y de astronomía. Es cierto que los filósofos jonios y sobre todo los pitagóricos y académicos se habían ocupado con éxito creciente de las proposiciones geométricas, pero sus descubrimientos tienen una inmediata aplicación práctica en la navegación y el urbanismo, o forman un cuerpo parcial de teoremas, fundados únicamente en el principio de lo mejor. En cambio los matemáticos de Alejandría realizan la difícil hazaña de axiomatizar todos los enunciados de las diferentes ramas de la geometría a partir de principios primeros, independientes y no contradictorios.

La astronomía experimental es todavía más desconocida para los griegos clásicos, con la única y efímera excepción de Anaxágoras. Pero la ocupación de Mesopotamia les permitió aprovechar las innumerables observaciones de los magos caldeos y adoptar para la medición del cielo y del tiempo el sistema sexagesimal. A partir de ahí los astrónomos de Alejandría multiplican sus descubrimientos astronómicos y consiguen también explicar la posición sucesiva de los planetas desde unos pocos principios geométricos, lo mismo si son realidades físicas que ficciones matemáticas. Dirigiendo cada uno de estos cuatro departamentos hay un bibliotecario, tomado de entre los grandes intelectuales griegos de la época, y la misma condición tienen los jefes de la biblioteca, algunos tan ilustres como Calímaco, Eratóstenes y Apolonio.

Tolomeo utiliza para acrecentar su gran institución cultural todo tipo de marrullerías. Prohíbe la exportación del papiro, que por aquel entonces era el hardware del nuevo sistema de información. Se incauta de todos los escritos que llevan a bordo las naves que hacen escala en Alejandría, devolviéndoles la copia y quedándose con el original, y por supuesto busca y adquiere en Grecia y en los antiguos imperios cualquier documento que tenga el más mínimo valor. Por lo demás completa el templo de las Musas y la biblioteca con una serie de centros de investigación, que continúan los esfuerzos de Aristóteles y de sus sucesores, concretamente una sala de disección, un parque zoológico, un jardín botánico y un observatorio astronómico.

La época dorada de la ciencia alejandrina es el siglo III y coincide con el reinado de los tres primeros Tolomeos, que se convierten por azar en ministros de instrucción pública, y realizan el ideal platónico de los filósofos reyes. Después de Tolomeo Evergetes el helenismo entra en una lenta decadencia, pero la institución del Museum y el ambiente cultural creado en torno a él sigue siendo un reclamo, que permite la aparición puntual de matemáticos o astrónomos enfrentados a una misma circunstancia intelectual.

La axiomatización de las matemáticas

Las matemáticas comienzan a desarrollarse en Grecia en los siglos V y IV y tienen un carácter muy distinto al que adquieren en los tiempos modernos, sobre todo a partir de los descubrimientos de los indios y árabes. Actualmente las relaciones numéricas más abstractas se expresan a través de símbolos aritméticos, mientras que las figuras geométricas son sólo una aplicación concreta de estos principios. La situación de la ciencia griega es la inversa, pues allí la geometría comprende todo el cuerpo de los números reales, tanto los racionales, que se pueden representar con número finito de cifras, como los irracionales que no cumplen esta condición. La logística y el cálculo tienen una función totalmente secundaria y pronto quedan fuera de la especulación de los grandes pensadores y de sus primeros tratados.

El ejemplo más relevante de esta matemática geométrica es el diálogo entre Sócrates y el esclavo de Menón, que posiblemente sirve de prólogo al plan de estudios de la Academia. Para resolver el problema de la duplicación de un cuadrado se traza una diagonal, equivalente en aritmética a la raíz de dos. Este segmento limitado por los vértices del cuadrado radical y por ello mismo perfectamente figurable en el espacio plano, es sin embargo imposible de simbolizar aritméticamente por una cantidad finita de cifras. Los contemporáneos y sucesores de Platón siguen esta misma dirección y se mantienen fieles al lema que figura en la fachada de su escuela: "Que no entre aquí quien no sepa geometría".

Los primeros avances de esta teoría geométrica de los números pueden atribuirse a los pitagóricos de finales del siglo VI y de la primera mitad del siglo V. Son ellos quienes preanuncian el contenido de la mayor parte de los libros I y II de los Elementos, las proposiciones relativas a los polígonos inscribibles, los tres primeros principios de la aritmética euclidiana y la intuición de tres sólidos regulares –el cubo, el tetraedro y el octaedro–. Por supuesto que ni todos estos enunciados forman una cadena demostrativa perfecta ni mucho menos se apoyan en unos axiomas o unos supuestos, suficientes, independientes y escasos en número.

Quien construye por primera vez un cuerpo de doctrina, que será el antecedente de la matemática de Alejandría es un pensador del siglo V, Hipócrates de Quíos. Se conoce únicamente el desarrollo de una de sus demostraciones geométricas, la equivalencia de superficies comprendidas entre dos arcos de círculo con triángulos rectángulos isósceles y con los cuadrados correspondientes. Aunque el razonamiento no es general y sólo puede aplicarse a tres especies de lúnulas, la hazaña de cuadrar una superficie limitada por líneas circulares alcanza en la historia del pensamiento heleno una enorme resonancia. Los comentadores de la obra de Hipócrates van desde quienes le atribuyen nada menos que la cuadratura del círculo a quienes, como Aristóteles, someten su razonamiento a severa crítica, pues partiendo de premisas verdaderas llega a conclusiones que no tienen validez universal.

El segundo paso de estas matemáticas tiene su origen en el problema de la duplicación del cubo, que conduce a una serie de hallazgos geométricos, cada vez más complejos. Al parecer Hipócrates reduce la solución a la invención de dos medias proporcionales entre dos líneas, anunciando el teorema 12 del libro VIII de Euclides. Un contemporáneo y amigo de Platón, Arquitas de Tarento, consigue construir ese cubo doble mediante la intersección de tres planos en revolución, pero su geometría espacial es mecánica y no cumple todavía el ideal de inmutabilidad exigido por los pitagóricos y académicos.

Únicamente Menecmo, discípulo de Eudoxo y de Platón, llega a un resultado al parecer definitivo, pero para ello tiene que salir del problema particular de la duplicación del cubo y establecer una nueva geometría de los lugares sólidos. Son la elipse, la hipérbola y la parábola, formadas cuando un plano corta a un cono en ángulo agudo, obtuso o recto, tal como sucede con la proyección de la luz cónica de una linterna sobre la superficie de la pared. Gracias a su descubrimiento Menecmo encuentra dos construcciones de un cubo doble, o bien mediante la intersección de dos parábolas, o de una parábola y una hipérbola. La axiomatización de la geometría de las cónicas se debe a Aristeo y al mismo Euclides, pero su obra se ha perdido y sólo se conserva íntegra en Apolonio.

Pero lo decisivo de esta geometría, sobre todo a partir de Hipócrates, lo que es una novedad con respecto a las construcciones, por otra parte geniales de caldeos y egipcios y un adelanto a los desarrollos de los alejandrinos, es el método que cada vez con más seguridad y rigor se aplica a la nueva ciencia. El título de Elementos, repetido en todos los tratados de matemáticas, alude a los principios y supuestos, que funcionan como un alfabeto para construir todas las innumerables verdades derivadas. Y el paso de una proposición a otra se hace de acuerdo con una demostración, donde las consecuencias están necesariamente contenidas en los principios.

La segunda parte del método es la ápagogê o reducción, que procede de las consecuencias hacia los principios en un doble sentido. O bien se supone resuelto el problema y se remonta a proposiciones ya establecidas que lo justifican, o bien se reduce al absurdo la contradictoria del teorema cuya verdad es preciso admitir, siguiendo el esquema de los dialécticos clásicos. En este caso se supone dada la solución contradictoria y se demuestra que desemboca en lo imposible y llega a principios absurdos. En todo caso, ya en el siglo IV anterior inmediatamente al helenismo hay un desarrollo de la geometría y de sus métodos, incluidos por supuesto los Analíticos de Aristóteles, que preparan la unificación y la axiomatización de esta ciencia en el Museum.

Euclides de Alejandría

Poco se sabe de la fecha y el lugar de nacimiento de Euclides de Alejandría, pero su libro fundamental Los Elementos es suficientemente expresivo para dar a conocer los centros donde ha estudiado. Su método demostrativo, basado en unos primeros escasos principios que son el fundamento lógico de un número casi inagotable de verdades derivadas, reproduce el esquema de los Analíticos Segundos y denuncia la influencia ejercida sobre él por la filosofía del Liceo. Pero sus trece libros están construidos de tal manera que pasan de la geometría plana a la estereometría y terminan con la construcción de los sólidos regulares inscribibles en una esfera, los mismos que según Pitágoras y sobre todo Platón y los académicos constituyen el armazón del mundo físico.

En todo caso pasa sus primeros años en Atenas, y es probable que Tolomeo I le llame, hacia el año 300, para formar parte del primer cuerpo de profesores del Museum de Alejandría. Más tarde, en el 285, con Tolomeo Filadelfos se convierte en el organizador y guardián del departamento de matemáticas de la nueva Biblioteca y al mismo tiempo elabora un libro de texto con el título, ya tópico de Elementos. Euclides no es un investigador, pero en cambio recoge todos los hallazgos de los geómetras anteriores y los pone en un orden lógico, mediante una cadena de razonamientos.

Los Elementos han sido trasmitidos desde la época alejandrina por diferentes versiones hasta el punto de que no se sabe con exactitud cuál es el pensamiento filosófico original de Euclides, sobre todo en lo referente a los primeros principios. Pero vale la pena reflexionar sobre este tratado, pues como advierten sus comentadores, por grande que haya sido el número de Elementos escritos anteriormente, la obra de Euclides hizo olvidar todas las otras, por ser la más sencilla, la más elegante, la mejor ordenada y porque requiere el menor número de postulados y los más claros.

Los principios desde los que se van a axiomatizar las matemáticas de la regla y el compás parecen tomados de los Analíticos. Las definiciones (òroi) en número de 23 son como las piezas de un juego y en ese sentido hay que aceptarlas si efectivamente se quiere jugar. Euclides define el punto como lo que no tiene extensión, la línea como longitud sin anchura, la superficie como algo que sólo tiene longitud y anchura, el ángulo como la inclinación de dos líneas que se cortan en un plano, etc. Desde el punto de vista lógico estas definiciones son insuficientes, porque no se expresan en términos de cosas anteriores y mejor conocidas que el objeto definido, pero en un sistema de antecedentes y de consecuencias, han de ser admitidas porque delimitan, aunque sea imperfectamente el ámbito de la ciencia que se va a desarrollar.

Bastante más interesantes son otros dos grupos de enunciados primeros. Las koinai doxai o nociones comunes, se llaman así porque son aplicables a una ciencia cualquiera. Precisamente por eso adquieren una dignidad (axioma), que les permite entrar en el sistema en calidad de primeros principios, sin necesidad de llevar el billete de la demostración. Los axiomas pueden reducirse sólo a cinco y aunque hay una evidente jerarquía entre ellos, Euclides y sus comentadores y seguidores los colocan en el mismo nivel.

La primera noción común es una aplicación del principio de conveniencia y tiene un valor ciertamente universal: Las cosas iguales a una misma cosa son iguales entre sí. Los axiomas segundo (si a cosas iguales añadimos algo igual las sumas son iguales) y tercero (si quitamos cosas iguales de cosas iguales, las restas son iguales) parecen tener también validez, pero la operación de adición y sustracción es ya propia de las matemáticas. Finalmente la proposición cuarta, (las cosas coincidentes son iguales entre sí) y la quinta, (el todo es mayor que la parte) se derivan de la primera y la tercera respectivamente y en el sistema euclidiano pertenecen ya exclusivamente a la geometría.

Finalmente Euclides establece otros cinco principios, que reciben modernamente el nombre de postulados, que no son nociones comunes porque se contraen al espacio geométrico, ni parecen definiciones, ni tienen el carácter de verdades derivadas y demostrables. Según la penetrante observación de Aristóteles tampoco son hipótesis que el discípulo dé por buenas, sino proposiciones que el maestro impone sin el asentimiento de quien le escucha y aun contra él. En todo caso los tres primeros postulados exigen la construcción y la prolongación de una línea recta y un círculo y son simples aplicaciones de la geometría de la recta y el compás.

El postulado cuarto según el cual todos los ángulos rectos son iguales entre sí, exige de forma indirecta y disfrazada la homogeneidad del espacio. Euclides incluye esta proposición entre los principios primeros de su sistema, y sólo los geómetras posteriores, probablemente antes del siglo I a C. lo han conseguido demostrar. Mucho más grave es el caso del último postulado, llamado más tarde de las paralelas, que define un espacio recto; y no sólo por su enunciado extraordinariamente complejo, sino sobre todo porque no admite demostración y viene a ser un cuerpo extraño dentro de las matemáticas euclidianas.

A partir de estos tres tipos de principios y siguiendo una demostración apodíctica e incontestable, Euclides axiomatiza las matemáticas, yendo de lo más simple a lo más complicado. El libro primero formula las propiedades de la recta –la perpendicularidad y el paralelismo– y del triángulo, la figura más elemental, porque sólo dos rectas no pueden encerrar un espacio. La suma de los ángulos interiores de un triángulo gracias al paralelismo, el estudio del rectángulo y finalmente del teorema de Pitágoras, y la igualdad de paralelogramos son los últimos pasos de esta primera cadena demostrativa.

Los libros tercero y cuarto se dedican a la geometría del compás, y enuncian todos los teoremas del círculo así como las propiedades de los polígonos inscritos o circunscritos a una circunferencia. El quinto y sexto estudian la teoría general de las proporciones y a partir de ella van demostrando todos los teoremas relativos a las razones de triángulos y polígonos. Finalmente los tres libros siguientes –séptimo, octavo y noveno– desarrollan la aritmética euclidiana referida a números conmesurables, bien entendido que –de acuerdo con la tradición clásica– cada entero se representa por un segmento, y las expresiones "es múltiplo de" o "es un diversor de" se sustituyen por las proposiciones geométricas correspondientes: "está medido por" o "mide a".

El libro más admirado de los Elementos y el que manifiesta más claramente la influencia pitagórica y académica es el décimo dedicado a los números irracionales, que en el vocabulario matemático de entonces reciben ya el nombre de inconmensurables, y están representados en su forma más elemental por la diagonal del cuadrado. Y los tres tratados finales se ocupan de la estereometría o geometría de tres dimensiones, culminando con el estudio de los "cinco cuerpos platónicos", es decir, los sólidos regulares. Queda sólo la proposición 18, que cierra los Elementos porque demuestra, de forma tan sencilla como elegante que, aparte de estos cinco, no puede haber ningún otro poliedro inscribible en la esfera, y así interrumpe de golpe la cadena de razonamientos y de paso hace ver la única forma como el mundo puede estar estructurado geométricamente.

El estudio sobre las "Cónicas" de Euclides y el de los "Lugares sólidos" de Aristeo se ha perdido, pero en cambio se conserva el tratado sobre el mismo tema de Apolonio (260-200), que estudió primero en Alejandría y después probablemente en Pérgamo. Sus ocho libros contienen cuatrocientas proposiciones a través de las que consigue axiomatizar la geometría de las secciones cónicas, haciendo con la elipse, la hipérbola y la parábola, lo mismo que un siglo antes había hecho Euclides con las líneas y las figuras rectas y circulares. La hazaña de Apolonio no tuvo el mismo éxito, porque las ideas de los pitagóricos y de los matemáticos que vinieron tras ellos exigían un mundo construido por las líneas y figuras más perfectas y sencillas, los segmentos de recta y la circunferencia y sus derivaciones en planos o volúmenes.

La axiomatización de la mecánica

Lo que sobre todo llama la atención en Arquímedes es la originalidad, la variedad y la heterodoxia de sus métodos, más todavía que los descubrimientos logrados gracias a ellos. Nace en Siracusa en el año 287 y después de pasar su juventud en Alejandría, estudiando probablemente geometría con el viejo Euclides, vuelve a su ciudad natal donde una serie de circunstancias de emergencia le obligan a aplicar sus descubrimientos a la ingeniería militar, ante el espanto de los sitiadores que creían hacer frente a los dioses. Cuando la ciudad capitula por hambre en el 212, Arquímedes, absorto en uno de sus problemas, es víctima de la impaciencia y del ánimo violento de un soldado romano. Todavía en el siglo I Cicerón puede admirar su tumba coronada, según su última voluntad por el teorema del que más se enorgullecía, la inscripción de una esfera en un cilindro de altura equivalente a su diámetro.

Se conocen la mayor parte de las obras de Arquímedes. Aparte de su breve pero decisivo escrito sobre El Método, recientemente hallado, desarrolla la geometría en cuatro textos que tratan sucesivamente de la cuadratura de la parábola, de la relación de la esfera y el cilindro, de las espirales conoides y esferoides, y de la medida del círculo. Al mismo tiempo en su Psamites o Arenario consigue liberar la aritmética antigua de toda limitación simbólica y multiplicar las cifras hasta una cantidad prácticamente infinita. Finalmente realiza la hazaña de axiomatizar en dos libros la mecánica estática y da a conocer la teoría de los cuerpos flotantes en el agua, también a partir de un solo principio.

El tratado por el que más se conoce a Arquímedes es su estudio sobre las propiedades de las líneas y figuras circulares, partiendo de un número que establezca la relación de la circunferencia con su diámetro. El método –llamado de las exhauciones– que utiliza, es totalmente herético para un geómetra de la vieja escuela. Consiste en inscribir y circunscribir a un círculo dos hexágonos y duplicar sucesivamente los lados de estas figuras en un proceso ilimitado, que Arquímedes detiene al llegar hasta 96. La línea descrita por la circunferencia ofrece el modelo perfecto de un número inconmensurable, porque las sucesivas parejas de polígonos se acercan indefinidamente a su longitud sin alcanzar nunca ese límite. Por supuesto que ni Arquímedes, ni los otros matemáticos griegos utilizan el símbolo "pí" ni mucho menos las cifras infinitas en que se desarrolla.

Su aportación a la aritmética es también decisiva, pues abre por primera vez brecha en el escuálido sistema de símbolos clásicos y da el primer paso para la numeración moderna. En Grecia, donde para mayor desgracia se desconoce el símbolo 0, se representaban las cifras por medio de las 27 letras del alfabeto con la ayuda de índices y subíndices, llegando hasta 999.999, pero los alejandrinos ampliaron esta numeración hasta el límite máximo de 99.999.999. Arquímedes tiene la idea de convertir el número siguiente en una nueva unidad de segundo orden, y su cuadrado, su cubo y los sucesivos exponentes hasta llegar al 99.999.999, formarán el primer período que a su vez funciona como una nueva unidad. Así se pueden establecer cien millones de períodos, cada uno con cien millones de órdenes, hasta llegar a un número que en la notación actual requiere ochenta cuatrillones de cifras, y que será capaz de medir los granos de arena contenidos en la esfera del universo.

Arquímedes es decidido partidario de lo que hoy se llama el anarquismo metodológico, como lo demuestran sus procedimientos revolucionarios en geometría y aritmética y sobre todo la idea central y la marcha de su Método. En la carta prólogo dedicada a Eratóstenes escribe que antes de demostrar un teorema del que nada sabemos es preciso conocer su existencia gracias a la mecánica. Es algo que escandalizaría a Platón y a los académicos, para quieres el universo de las ideas números es inmutable, mientras que el movimiento pertenece a las cosas sensibles y materiales.

El matemático de Siracusa está convencido de que antes de emprender el camino es preciso saber a dónde se quiere llegar, y antes de desarrollar una demostración apodíctica, la única verdaderamente válida para un geómetra, hace falta también saber cuál es su objetivo, aunque para ello haya que recurrir a la intuición sensible y a los experimentos imaginarios de la mecánica estática. Arquímedes pone el ejemplo de Demócrito, que relaciona la magnitud del cono y el cilindro; de la pirámide y el prisma, y de esta forma orienta a Eudoxo para que organice la correspondiente demostración. La geometría devuelve este favor a la mecánica, axiomatizando todas sus leyes.

Arquímedes trata de encontrar las condiciones de equilibrio, o lo que es lo mismo el centro de gravedad de figuras planas, recortadas en un espacio homogéneo y recto. Para eso las asimila a porciones de una materia sin espesor y de una densidad absolutamente uniforme. Este supuesto fundamental le permite eliminar la materia de los cuerpos, de tal forma que para resolver los correspondientes problemas sean suficientes construcciones de pura geometría. Desde este punto de partida y con la ayuda de unos pocos postulados, camina como Euclides por pasos sucesivos y seguros hasta completar el edificio de la mecánica sin que falte ni sobre ninguno de sus enunciados.

Los tres primeros postulados son semejantes a las correspondientes nociones comunes de Euclides, cambiando la relación de semejanza por la de equilibrio. 1. Pesos iguales a igual distancia del centro de gravedad, están en equilibrio. 2. Si cuando esos pesos están en equilibrio se añade algo a uno de ellos, se inclinarán hacia el peso al que se ha añadido algo. 3. Si por el contrario se quita algo a uno de los pesos, se inclinarán hacia el que no se ha quitado nada. Todavía se puede incluir otro postulado, que es una aplicación directa del principio de conveniencia y discrepancia: Si dos pesos a cierta distancia, están en equilibrio, otros dos pesos iguales a la misma distancia estarán también en equilibrio. Los postulados 4 y 5, aunque recuerdan lejanamente las correspondientes proposiciones de Euclides ya son propias de la mecánica. 4. Si dos figuras planas, iguales y semejantes coinciden cuando se superponen, sus centros de gravedad también coinciden. 5. Si las figuras son desiguales pero semejantes, sus centros de gravedad están situados de acuerdo con esa relación de semejanza. Finalmente Arquímedes establece dos principios, que son exclusivos de la nueva ciencia y que ponen en movimiento todos sus razonamientos y dan paso a sus conclusiones. 6. Pesos iguales a distancias desiguales se inclinan hacia el peso que está a mayor distancia. Y finalmente 7. En toda figura cuyo perímetro es cóncavo en la misma dirección, el centro de gravedad ha de estar dentro de la figura. Los axiomas y las verdades derivadas y la misma forma de razonar desde los principios a las consecuencias es la misma en Arquímedes que en los geómetras de Alejandría, pero esta vez hay una diferencia fundamental. No se trata de la construcción del universo de las ideas, tal como lo pensaron los pitagóricos y después los académicos, ni de una axiomática pura y simple, como la de Euclides y Apolonio, que parten de hipótesis a priori, construidas por el propio geómetra, sino de una axiomática de la experiencia, que se aplica al mundo físico con resultados tan felices como inesperados.

De estos postulados se derivan quince proposiciones a través de razonamientos lógicos. La proposición tercera va a ser decisiva a pesar de su indeterminación, porque por primera vez establece la conexión entre pesos y distancias desiguales. Puede formularse así: "Pesos desiguales a distancias desiguales se equilibrarán (más exactamente pueden equilibrarse) cuando el peso mayor está a menor distancia". Finalmente la proposición sexta define con toda precisión cuál ha de ser esta relación: "Dos magnitudes se equilibran a distancias recíprocamente proporcionales a sus pesos".

Por supuesto que ya antes de Arquímedes se conocía la ley de la palanca, hasta el punto de que los filósofos del Liceo la habían intentado demostrar a su modo. Pero la diferencia de sus métodos y de su ciencia con relación a los del matemático de Alejandría es verdaderamente abismal. Aristóteles establece en su física cualitativa que el único movimiento natural es el descrito por un cuerpo en caída vertical rectilínea. En una balanza de lados desiguales, el que está a mayor distancia del punto de apoyo traza un arco de círculo mayor y más cercano a la recta vertical, y equilibra por naturaleza y proporcionalmente a su peso, al que está a menor distancia.

Arquímedes es el primer científico que construye una física matemática, compuesta de postulados y verdades derivadas y además de aplicaciones técnicas sorprendentes, que trascienden el mundo de la pura especulación. Pero además sustituye la palanca rígida, cuyos efectos sobre los pesos están forzosamente limitados a sus cortas dimensiones, por una polea, que se puede enrollar en torno a un eje, alcanzando una longitud prácticamente infinita. Si no lo es, merece ser suya la orgullosa sentencia con que resume el logro de la su técnica: "Que me den un punto de apoyo y moveré el mundo". Quien hace entrar en sociedad a esta nueva ciencia, es Hieron, el rey de Siracusa. Según la narración de Plutarco en su Vida de Marcelo la mecánica ha conseguido sus primeros logros cuando Arquitas Y Eudoxo comprueban gracias a ella ciertos problemas que no admitían una demostración lógica, pero entonces Platón "se indignó" contra ellos porque degradaban la geometría, trasladándola del universo de las ideas "a los cuerpos que son el objeto de los oficios más toscos y manuales". Desde entonces la mecánica deja de ser una parte de la filosofía, queda convertida en algo propio de esclavos y en el mejor de los casos en una técnica militar, que sólo se emplea en situaciones de emergencia, como la que en aquel momento sufría Siracusa, atacada por los romanos.

Hierón, que al parecer es amigo y pariente de Arquímedes, ya ha tenido ocasión de conocer los logros de su ciencia y sobre todo admira su capacidad de mover una enorme masa con una máquina pequeña. En una especie de historia novelada, Plutarco cuenta cómo el matemático pide al rey un enorme transporte de tres velas, lo hace arrastrar a tierra "con mucho trabajo y gran número de brazos" y lo carga con toda la mercancía y la gente que cabe dentro. Y después, sentado lejos de él, sin esfuerzo alguno y con sólo mover con la mano el extremo de la cuerda de un sencillo aparato, la lleva en línea recta y sin interrumpir su marcha, como si corriese por el mar.

La llegada de la armada de Roma convierte a Arquímedes en una especie de ingeniero militar, capaz él solo de detener y desbaratar a los romanos y de hacer de paso publicidad histórica de sus descubrimientos. Plutarco cuenta cómo "a unas naves las atrapaba por medio de maderos en punta, y alzándolas en alto con unos contrapesos, las arrojaba luego al mar, y a otras las levantaba en vertical por la proa con garfios de hierro y las hacía caer en el agua por la popa o las estrellaba contra las rocas y escollos que había bajo la muralla. Hubo una nave, que suspendida en lo alto sobre el mar, arrojada a él y vuelta a levantar, ofrecía un espectáculo terrible, hasta que lanzados o estrellados todos los marineros, acabó cayendo vacía sobre los muros". El atribulado Marcelo tuvo que armarse de paciencia, sitiar la ciudad y tomarla por hambre, pero ya para entonces la mecánica estática había alcanzado una fama universal y perpetua.

Es casi seguro que el problema llamado de la corona pertenezca también a la historia novelada, pero permite explicar perfectamente todo el alcance de la teoría de los cuerpos flotantes. Otra vez el rey Hierón quiere saber si los orfebres a los que encargó la corona han sido honrados, o por el contrario han mezclado plata, robando una buena parte del oro que les había entregado, y otra vez acude a su amigo para que le saque de dudas sin hacer daño, ni tan siquiera tocar la corona. La única solución al problema consiste en encontrar un cuerpo cuyo peso o volumen sirva de medida común a la plata, al oro y de paso a cualquier otra sustancia material.

A partir de una de esas geniales intuiciones, que son la base de todos sus métodos, Arquímedes cae en la cuenta de que el agua puede ser esa unidad. Si poniendo el peso conocido de una sustancia corpórea –por ejemplo de oro o de plata– se sumerge en una vasija llena hasta el borde, entonces ya sabe que la masa de esa sustancia pesa n veces la del volumen del agua derramada. Este solo principio basta para medir lo que después se llamará el peso específico de cada elemento y para distinguir la masa de oro, la de plata, la posible mezcla y hasta la marrullería de quienes trabajaron. Toda esta serie de descubrimientos geométricos, aritméticos, mecánicos e hidrostáticos, y sus aplicaciones técnicas, hacen de Arquímedes el más grande entre los grandes científicos de Grecia y tal vez de toda la historia.

La axiomatización de la astronomía

La axiomatización de la astronomía de observación es una de las novedades de la escuela de Alejandría, y tiene con seguridad dos fuentes, la construcción lógica de Aristóteles en los Analíticos y los innumerables datos positivos, obtenidos por los astrólogos babilonios, empeñados en la extraña tarea de averiguar el destino de los hombres. Los científicos que consultan documentos de la Biblioteca disfrutan del doble aparato que les proporciona las culturas orientales y occidentales anteriores a ellos. Pero además su audacia experimental les permite calcular con mayor precisión las dimensiones absolutas o relativas de la Tierra, la Luna y el Sol, y los tiempos de su revolución, y averiguar a través de construcciones geométricas la misma estructura del sistema planetario.

Hay que decir que a pesar de todos estos logros, la astronomía antigua sigue lastrada por un doble prejuicio que impide su desarrollo. En primer lugar la Tierra está colocada en el centro del mundo, como lo muestra la experiencia, mientras que todos los otros cuerpos celestes giran a su alrededor. En segundo lugar –y esto es acaso más grave– de acuerdo con la doctrina pitagórica, el cielo tiene una figura perfecta, y por eso los astros son esféricos y describen en torno a ese centro una trayectoria circular. Harán falta casi veinte siglos para que la ciencia se libere definitivamente de la vigilancia de la geometría que exige a los cuerpos celestes formas regulares y movimientos uniformes.

Suponiendo que la Tierra ocupa una posición central, las estrellas fijas, de acuerdo con la cosmología de los pitagóricos, describen en torno a ella un movimiento circular y uniforme. Pero en cambio el Sol, la Luna y sobre todo los cinco planetas, son al pié de la letra vagabundos, que desafían por su camino errático cualquier ley de la geometría y no siguen el principio de lo mejor. Anaxágoras llega a la conclusión, verdaderamente heroica, de que el viento es el responsable de estas conmociones azarosas, pero su explicación es, además de extravagante, totalmente imposible si se tiene en cuenta que estos cuerpos celestes repiten las alteraciones de sus trayectorias con una regularidad verdaderamente matemática.

En el momento más brillante de la Academia, cuando los geómetras alternan con astrónomos, físicos y políticos, Platón propone a sus discípulos el problema de explicar de acuerdo con una geometría esférica, la trayectoria de los astros alrededor de una Tierra inmóvil. Dos de los académicos, Eudoxo de Cnido, y Calipo, consiguen, gracias a una pasmosa proeza matemática, descomponer el movimiento aparente de la Luna, el Sol y cada uno de los planetas en la rotación de cinco esferas concéntricas de diferente magnitud, y con polos y ejes variables. Si se fija el astro correspondiente en el ecuador de la esfera central, su movimiento estará compuesto por cinco giros diferentes, cada uno de ellos de dirección y velocidad uniforme.

Es probable que los dos astrónomos hayan considerado su sistema de las esferas homocéntricas como una pura construcción matemática, destinada a explicar el movimiento de los cielos a partir de una axiomática increíblemente complicada. Pero su compañero de estudios Aristóteles considera a todos los cuerpos celestes y a las esferas en que están incrustados como realidades físicas, dotadas de un movimiento circular, el único interminable. De esta forma asegura, de acuerdo con toda la tradición griega desde Pitágoras que el universo es eterno y que las estrellas, los seres vivientes y los mismos acontecimientos de la historia, se repiten, sin que la naturaleza tenga principio ni fin, ni causa trascendente.

La otra gran construcción astronómica del siglo IV se debe a un discípulo del Liceo, Heráclides del Ponto. No se apoya en ficciones puramente matemáticas ni tampoco se preocupa de justificar la figura de un universo eterno y de un movimiento interminable, pero en cambio presenta un sistema planetario sumamente sencillo y si se tiene en cuenta la inevitable tosquedad de las observaciones de la época, compatible con la realidad y con la geometría de las líneas circulares y las velocidades uniformes. Por supuesto, la Tierra sigue colocada en el centro del universo y a su alrededor trazan sus trayectorias el Sol, la Luna y los planetas exteriores, pero en cambio Venus y Mercurio describen un simple giro en torno al Sol y por consiguiente un doble giro, un "epiciclo", tomando como punto de referencia a la Tierra.

La astronomía en Alejandría

El primer astrónomo de la escuela de Alejandría es Aristarco de Samos, nacido aproximadamente en el año 310 y al parecer discípulo, igual que Tolomeo, de Estratón. Sus mediciones de los cuerpos celestes le permiten crear una primitiva ciencia experimental, que explica con la máxima sencillez el movimiento de los cielos siguiendo el principio de las órbitas circulares. Su primera observación trata de determinar las distancias relativas de la Tierra la Luna y el Sol, a través de un método tan seguro como sencillo. En el momento en que la mitad de la Luna está iluminada, el ángulo L-T-S tiene que ser necesariamente rectángulo, y por consiguiente un observador situado en la Tierra determina la forma del triángulo y el valor de cada uno de sus lados. Aristarco llega así a la conclusión de que el Sol está a una distancia mayor que la Luna, aunque con un ligero error, diecinueve veces, en vez de las trescientas ochenta reales.

El cálculo del tamaño relativo de los tres cuerpos es también bastante simple, y se basa en dos datos de experiencia: como la Luna y el Sol aparecen en un eclipse de la misma magnitud, sus verdaderas medidas tienen que ser proporcionales a sus distancias, según la relación previamente establecida. Además en el otro gran fenómeno astral, el eclipse de Luna, el diámetro de la sombra que la Tierra proyecta es siete veces mayor que el de su satélite, esta vez con un error por exceso, pues la verdadera proporción de volúmenes es aproximadamente igual a cuatro. Combinando estos rudimentarios experimentos y a pesar de sus fallos de observación, Aristarco calcula que la dimensión de la Tierra es desde luego mayor que la de la Luna, pero menor que la del Sol.

A partir de estos datos, Aristarco construye el primer sistema astronómico heliocéntrico, poniendo el centro del sistema planetario y del universo en el Sol. Por primera vez coinciden la astronomía cualitativa y el cálculo matemático de los científicos de Alejandría. De acuerdo con el pensamiento de Aristóteles, el cuerpo de mayor tamaño, ha de permanecer inmóvil, mientras que los más pequeños se trasladan por naturaleza a su alrededor, manteniendo invariables sus distancias. Ese giro natural y universal que arrastra con él a la misma Tierra, explica la posición aparente y sucesiva de todos los meteoros celestes –incluidos los cinco planetas– de la forma más sencilla, y sin necesidad de acudir a complicados mecanismos físicos o a construcciones geométricas.

Los científicos griegos no pudieron admitir la existencia de una Tierra en circulación –algo contrario a toda experiencia y al sentido común– y la teoría de Aristarco permanece durante cerca de veinte siglos como una ocurrencia más o menos extravagante. A falta de un sistema que reproduzca fielmente la realidad astral, sólo queda el recurso de construir una ficción matemática, basada en unos pocos principios, que hagan la función de axiomas, y que sean capaces al mismo tiempo de explicar la sucesiva posición de los astros a través de teoremas derivados por razonamiento. Es la decisión que tomarán en Alejandría y en los centros de estudios creados a su imagen, Apolonio de Pérgamo, Hiparco de Nicea y finalmente Tolomeo. Apolonio fue, además del axiomatizador de la geometría de las secciones cónicas, un astrónomo, y a él antes que a nadie se debe el artificio matemático que desde la antigüedad se usa para representar los movimientos de los planetas. En lugar del sistemas de las esferas homocéntricas propuesto por Eudoxo y Calipo y aceptado por Aristóteles como una realidad física que asegura la eternidad del universo y la continuidad de su movimiento, Apolonio propone dos sistemas alternativos equivalentes por su carácter puramente matemático y por la coincidencia de las figuras geométricas descritas en cada uno de ellos. Durante casi dos mil años la complicada rotación real de las esferas y las sencillas composiciones artificiales de las órbitas planetarias, vivieron en paz, garantizando la centralidad y estabilidad de la Tierra.

Apolonio propone un primer esquema geométrico, donde cada uno de los planetas describe una circunferencia, cuyo centro gira a su vez uniformemente, siguiendo la circunferencia de un círculo mayor o deferente, con centro en la Tierra. Es casi seguro que se haya inspirado en las ideas de Heráclides Póntico, generalizando sus figuras a todos los planetas y convirtiendo el sistema en una estructura geométrica. El segundo esquema –inverso y por eso mismo equivalente al primero– supone que el planeta se mueve uniformemente en una circunferencia mayor, cuyo centro está en rotación también uniforme, en torno a una la Tierra. Esta teoría, llamada de las excéntricas respeta, no sólo las apariencias sino la uniformidad de todo el sistema planetario.

El siguiente gran astrónomo –el mayor de la antigüedad según los alejandrinos, que sabían algo de esto– es Hiparco de Nicea que vive en pleno siglo II, desde el año 190 al 120. Después del siglo de oro, cuando reinan los tres primeros Tolomeos, herederos y defensores de la cultura griega, los faraones que les suceden adoptan cada vez más la forma de vivir y pensar de los egipcios, y tratan con suspicacia y hasta con hostilidad a la ciencia. Hiparco se traslada a la isla de Rodas y allí hace sus experiencias y mediciones con una precisión pasmosa: mide los tiempos del mes lunar y el año solar con sólo errores de un segundo de grado y seis minutos respectivamente ; calcula –observando la altura de la Luna en dos latitudes diferentes– que está a la distancia de treinta y seis diámetros terrestres.

Todas estas observaciones y descubrimientos hacen de Hiparco el representante más ilustre de la primera física matemática. Pero además, siguiendo a Apolonio y adelantándose a Tolomeo, construye una ficción, que axiomatiza la astronomía, siempre siguiendo el mismo esquema geométrico. Así explica la circulación aparente del Sol y de la Luna a través de una órbita circular y excéntrica, mientras que los planetas se mueven según el sistema de deferentes y epiciclos. Además observa el cambio de posición estructural de las estrellas y lo atribuye con pleno acierto a la oscilación en peonza de la Tierra, que completa este movimiento cada veinticinco mil años.

El último gran astrónomo de la antigüedad es Claudio Tolomeo, que vive ya en el siglo II d. C y hace sus observaciones en Alejandría entre los años 127 y 151. Poco se sabe de su vida, pero en cambio su obra central, que termina llamándose en árabe Almagesto desempeña en la historia de la astronomía el mismo papel que los Elementos de Euclides en geometría. A partir de principios sencillos, escasos y por supuesto convencionales, Tolomeo construye en XIII libros todo el sistema del mundo y explica el movimiento de los cuerpos celestes, con una exactitud matemática total.

El primer libro es una tabla de números, que permite determinar con toda precisión la posición de cada una de las estrellas en el cielo. Quien primero descubre y utiliza este precioso instrumento de medida es Hiparco, que dos siglos antes consigue elaborar por lo menos los principios de una trigonometría esférica, donde dos lados del triángulo son rectos y el tercero un arco de círculo de n grados. Los griegos, siguiendo su tradición geométrica utilizan, no razones, sino líneas trigonométricas, haciendo corresponder cada una de ellas a una cuerda de arco, y calculando fácilmente su medida de acuerdo con los teoremas de Tales y Pitágoras.

Conociendo, gracias a los geómetras anteriores a él, sobre todo Hiparco, los valores de las cuerdas de arco, desde el de ciento ochenta hasta el de medio grado, Tolomeo construye una tabla trigonométrica, que mide con exactitud de segundos y de medio en medio grado las sucesivas cuerdas. Las medidas de Tolomeo se pueden hacer equivalentes a una actual tabla de senos, y sobre todo se convierten durante más de mil años en el instrumento indispensable de todos los astrónomos y navegantes.

Los libros segundo y tercero estudian el giro diario de las estrellas fijas, tomando también como referencia las observaciones de Hiparco, que reproduce casi textualmente. Tolomeo las numera hasta 1.026, y lo mismo que su ilustre antepasado las cataloga en seis clases, de acuerdo con su magnitud y brillo. A pesar de todo, sigue defendiendo con obstinación el sistema geocéntrico, al observar el círculo perfecto y continuo de los cuerpos celestes en torno a la Tierra, y sin tener en cuenta la disparatada velocidad que necesitan para completar el círculo del día.

En los siguientes libros Tolomeo, siguiendo la línea trazada por Apolonio y por Hiparco de Nicea, traza el movimiento de los cinco planetas, adoptando el esquema de de deferentes y epiciclos, y acentuando su carácter de artificio matemático. Más allá de la órbita del Sol hay otro órbita más amplia en la que no se mueve nada material, sólo una abstracción, que a partir del Almagesto se va a llamar "el falso Marte". Alrededor de este círculo, y siempre con movimiento uniforme gira un círculo más pequeño donde está el verdadero Marte. Este movimiento de reciclaje o epiciclo ayuda a salvar los fenómenos, de la manera matemática más simple.

Los demás planetas exteriores siguen este mismo esquema y están por eso mismo compuestos de dos ciclos, y caminan constantemente hacia oriente. En cambio Mercurio y Venus tienen movimientos de oscilación en torno al Sol de carácter muy diferente y nunca se alejan de él. Tolomeo, fiel a su esquema matemático, establece que el "falso Mercurio" y el "falso Venus" siguen una trayectoria circular situada entre la Tierra y la órbita solar, y en torno a esta línea imaginaria los auténticos planetas giran en sus epiciclos de forma que aparentan moverse con doble centro en la Tierra y el Sol.

La axiomatización de la óptica

Herón de Alejandría nace en el año 160 aC aproximadamente, y demuestra conocer las obras del triunvirato formado por Euclides, Apolonio y Arquímedes, y la de todos los científicos que viven en la época de los tres primeros Tolomeos. Es notable por su Métrica, que en su primera parte estudia las áreas de los triángulos, polígonos regulares, círculos, coronas circulares y elipses; en la segunda y siguiendo un orden análogo mide volúmenes, y en la tercera y última divide las figuras en partes que guarden entre sí razones determinadas.

Pero lo que ha hecho sobre todo famoso a Herón es la construcción de aparatos mecánicos, algunos de complejidad tan extraordinaria que hasta la Edad Moderna, incluso hasta muy entrado el siglo XX, no han vuelto a aparecer en la historia. Para empezar por lo más sencillo, ha escrito tres tratados perdidos, y probablemente inspirados en Arquímedes Sobre los equilibrios, Sobre los vasos hidráulicos y otro que lleva el sugestivo título de El Ascensor. En cambio sí se conservan otras dos obras dedicadas a la elaboración de las armas de guerra y que llevan también la patente del pensador de Siracusa.

Su Mecánica está elaborada a partir de los principios de la geometría de los cuerpos en equilibrio con los que se construyen en un segundo momento cinco máquinas simples, el torno, la palanca, el aparejo o sistema de poleas y el tornillo. Las máquinas compuestas sirven para arrastrar grandes pesos por el suelo, mediante carros bajos y fuertes, apoyados en cilindros de madera, y provistas de una dos, tres o cuatro piezas, pueden también levantar cargas. Su Neumática describe numerosos artificios y juegos mecánicos, basados en las leyes de las máquinas simples y en las propiedades del agua y del aire.

Herón encuentra pronto aplicaciones técnicas de estos descubrimientos. Inventa un tipo primitivo de máquina de vapor, transformando en movimiento el vapor de una esfera llena de agua hirviendo y provista de tubos a través de los que el aire sale a la atmósfera, imagina un precursor del termómetro moderno, construye una especie de taxímetro, formado por un sistema de engranajes combinados para contar las vueltas que da una rueda. Más todavía, en su libro Teatro de autómatas presenta una serie de aparatos capaces de desarrollar por sí mismos una acción inteligente, previamente programada. Sólo la esclavitud –mucho más cómoda y eficaz– pudo detener la marcha de todos estos descubrimientos, que quedaron convertidos en una tecnología de lujo.

Otros dos libros tratan de los problemas de la óptica, que ya habían merecido la atención de los científicos anteriores. Herón añade a sus inventos el de la dioptra, que ha sido empleado como instrumento de observación hasta el siglo XII. Pero su gran aportación a la teoría de la luz está contenida en su otro tratado, la Catoptrica, que estudia las leyes de reflexión, o lo que es igual la doctrina de los espejos, lo mismo rectos que cóncavos o convexos.

Ya parecía establecida la ley según la cual el ángulo de incidencia y el de reflexión son iguales, pero la gran hazaña de Herón consiste en axiomatizar la óptica y eso a partir de un sólo principio, –el de que la luz sigue siempre el camino más corto– que explica de forma necesaria todos los posibles caminos seguidos por un rayo. La obra científica de Herón completa el esfuerzo de construcción racional de las ciencias que tuvo por centro la Biblioteca de Alejandría.

 

El Catoblepas
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