Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 64 • junio 2007 • página 7
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La pasión por dominar a golpe de legislación y la complacencia en el horizonte imperioso y avasallador de la política expresan dos de los rasgos más característicos del talante autoritario y de la praxis totalitaria. La síntesis resultante –o sea, la neta pasión política– se reconoce por una oscura obsesión –diríase incluso, una pulsión– que combina y compendia, a la manera freudiana, la erótica del poder y la inclinación por la destrucción. Según señaló F. A. Hayek, el impulso del totalitarismo responde a una tan simple como obsesiva idea: entender el poder como «poder de unos hombres sobre otros hombres». Es más, ¿acaso no dejó dicho Lao-Tsé en el Tao Te Ching, mucho antes que Hayek, en el siglo VI antes de Cristo, que «sin ley ni compulsión, los hombres vivirían en armonía»?
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No hay euritmia entre dominación y bienestar de las personas, entre servidumbre y felicidad. La politización colectiva jamás aporta una experiencia positiva y provechosa a los espíritus libres, y nunca dejará de ser una fatalidad, «terrible, pero inexorable e inexcusable», como no se cansaba de apuntar (y nosotros de recordar) Ortega y Gasset a propósito de la socialización, que es su condición previa y necesaria.
Ciertamente, la viabilidad de la vida en común pasa porque cada uno se haga cargo de aquello que le corresponde asumir y hacer; pero, nada más. Esta actitud no implica presuponer implícitamente en la acción humana una suerte de tendencia hacia la «virtud pública» o impulso nativo gregario y socializante, sino una estricta necesidad vital del hombre de comunicarse e intercambiar experiencias con otros individuos. Y es que la vida en sociedad proporciona, en efecto, notables ventajas, no ignoradas o desdeñables ni siquiera por los espíritus más libertarios o antigregarios. Pero, una cosa es la sociabilidad y otra, la socialización; una, el civismo, y otra, el socialismo.
Me interesa, entonces, apuntar ahora hacia los bajos fondos morales y psicológicos del sujeto autoritario (por no decir sus «partes bajas»), para así poner en evidencia la bajeza moral y la perturbación del ánimo que acompañan la fascinación por la intervención política directa y la participación forzada en los asuntos sociales, sea en primera o en última instancia, por medio de requerimientos y reglamentaciones, asociacionismos forzosos y afiliaciones profesionales obligatorias, órdenes ejecutivas y aranceles, licencias y permisos, cotizaciones y regulaciones, fiscalizaciones e impuestos, contribuciones y cánones, o por todo ello a la vez.
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Obedézcase y ejecútese la legislación vigente por el bien de todos. Así, en pocas palabras, en estas máximas mínimas, puede condensarse el éthos autoritario. Repárese en que no decimos «por el propio bien de uno», lo que tampoco dejaría de ser sospechoso ni menos grave, sino «por el bien de todos». Si un individuo en el seno de la sociedad no coopera sin más ni más, o elude y esquiva por propia voluntad el concurso público y la contribución impelida, es encuadrado de inmediato en la clase de los egoístas e insolidarios –¡y aun asociales!–. Ecce homo: he aquí un tipo que no da positivo en el control de ciudadanía y civismo (suspendería, sin duda, la materia socialista de «Educación para la ciudadanía»), un sujeto «medio-agente moral» que no superaría la inspección o examen del «dilema del prisionero», esa prueba de fuego, máquina de la verdad y seguro a todo riesgo, de la (mala) conciencia progresista.
Hay que fastidiarse, pero, según dicta el éthos autoritario, los hombres no somos más que animales… políticos, afiliados en rebaño a la seguridad social, a la comunidad, al grupo, al interés general, al Estado socializador, a la muy política polis…
El resultado no puede sorprender: supervisión y coacción común. Cuando un ciudadano paga impuestos, aparte del temor a la multa o la cárcel, lo hace tibiamente persuadido por la convicción de que los demás ciudadanos también, como él, tienen que hacerlo y lo harán, por la cuenta que les trae. Por esta razón, los gobiernos gustan mucho de acusar y linchar a la vista de todos a personas notorias (especialmente, si son folklóricas y españolísimas) que evaden o distraen el pago de impuestos, esforzándose, por lo demás, en darles un castigo ejemplar, en la plaza pública y los medios, para que aprendan y, de paso, para que el pueblo se complazca contemplando la lapidación del incumplidor desobediente.
El infierno son siempre los otros. Yo pago y tú también debes pagar. Coacción y represión para quien no sostiene al improductivo o acuse al fiscalizador. ¿Es esta la demostración del cacareado paradigma de la solidaridad, la fraternidad y la «virtud pública», entronizado baluarte de los valores cívicos, sociales y de progreso? Es, sencillamente, coacción sobre y entre individuos.
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Comoquiera que tributar es una forma de contribuir, según la moral autoritaria, la acción colectiva sería cosa de todos –«Hacienda somos todos»–. Hacienda, por lo que se ve, tampoco tiene enmienda…
Apréciese, sin embargo, en este punto, el significado preciso y estricto que debe darse a la expresión «participación política», a saber: acción que nos liga a otros por corresponsabilidad. Y adviértase, a continuación, del sentido cabal y originario del concepto «co-acción», esto es: acción compartida, o tendente a la interacción. El problema ético de la participación política consiste, entonces, para que no haya fraude ni engaño, en reconocer y determinar los límites de la participación u obligación, velando para que la co-acción (o contribución libre y conjunta) no derive, a poco que uno se confíe, en coerción, compulsión, violencia y apremio institucionalizados. Si, con todo, la coerción o fuerza sobre los individuos se torna inevitable, que sea en lo estrictamente necesario y como recurso de última instancia, para proteger la vida, libertad y propiedad de las personas; que no actúen no como norma y fin, y, de ninguna manera, presumiendo con ello de «virtud pública».
El éthos autoritario se caracteriza porque hace de la obligación, virtud.
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Algo se tuerce y corrompe en la naturaleza de las cosas cuando el éthos de la acción deriva en pathos, provocando un desorden de la conducta humana, por no decir una psicopatología de la vida en común, de resultados fatales para sociedades e individuos. Debemos, en gran parte, al filósofo y psicoanalista alemán Erich Fromm la descripción canónica del éthos autoritario, opuesta a la ética en positivo o «ética humanista» como él la denomina{1}.
La ética humanista es una ética contenida y contingente, a escala humana. La potencia de acción del hombre establece la verdadera medida de la existencia humana, y como nada supera al individuo humano en valor ni en dignidad, no hay fuerza externa ni Poder que legítimamente pueda constreñirle. La ética autoritaria, por el contrario, niega al hombre la facultad de saber lo que quiere, de valerse por sí mismo, de dominarse, porque su único anhelo es dominar, castigar y coaccionar.
El éthos autoritario sólo sabe de deber y de obediencia –del deber de obedecer y de la obediencia al deber–. Para esta moral de esclavos, «bueno» y «virtuoso» son sinónimos de obediente y sumiso. El éthos autoritario fomenta de este modo un sistema social basado en el miedo al poder y a la autoridad «oficiales», al gobierno y al Estado, el culto a la personalidad del gobernante, la complacencia con (la participación en) la delación, la vigilancia y el control sobre y entre ciudadanos. Los Estados totalitarios han hecho de esta práctica su marca de serie y su tétrico distintivo.
Debemos, por otra parte, al muy reputado filósofo italiano Remo Bodei la fecunda reflexión que sigue, y que viene muy a propósito de nuestro asunto:
«El gobierno de las pasiones impuesto en forma autoritaria, apoyado por amenazas y lisonjas, fomentado por el miedo de castigos o por la promesa de premios, obtendrá ciertamente la victoria, pero sólo al precio de volver al hombre esclavo y cómplice del propio opresor, desgarrado por una renaciente e insoluble lucha entre una parte de sí que se limita a mandar y otra que se limita a obedecer, sin que entre las dos exista colaboración, “amistad” o coherencia.» (Geometría de las pasiones).
La pasión autoritaria se engarza con gran facilidad en fuerte atracción por la legislación y la institución política. No se trata de impugnar una y otra, sino de aceptar que la confianza, las energías y las expectativas que ponemos en ellas no pueden suponer, de ninguna de las maneras, el sacrificio de la libertad individual.
Dicho con otras palabras: la única política compatible con un éthos no autoritario es aquella que no pregunta, primaria y perentoriamente, qué pueden hacer las instituciones por el individuo, ni siquiera qué hace éste por aquéllas, sino, más bien, aquella que no impide actuar al individuo al margen o sin la mediación e interposición necesaria de las instituciones políticas. En el primer caso, impera el molde paternalista y socializante; en el segundo, colea el prototipo servicial y conservador; en el tercero, brilla el modelo de la libertad.
Nota
{1} Véase especialmente: Erich Fromm, Ética y psicoanálisis. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1993 [Man for himself, 1947].