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El Catoblepas, número 65, julio 2007
  El Catoblepasnúmero 65 • julio 2007 • página 3
Guía de Perplejos

Consideraciones sobre el optimismo

Alfonso Fernández Tresguerres

Optimismo y pesimismo como formas de ser y de pensar

Dado que ningún afán de plagio o hurto me mueve, y como quiera que acabó por renegar de él, creo que acaso me sea permitido usar como título de estas notas el mismo del que Kant se sirvió en un opúsculo publicado en 1759; época en la que el debate sobre la armonía y la bondad del mundo –o lo que es igual: sobre el optimismo– se había hecho particularmente intenso (ese año ve la luz también el Cándido de Voltaire), como consecuencia, sin duda, del terremoto de Lisboa, acaecido cuatro años antes, esto es, en 1755.

Apropiarme del título no significa, empero, que sea mi intención recoger el testigo de la defensa kantiana del optimismo. Si por eso es, me apresuraré a señalar de inmediato que nada me extraña que el filósofo de Könisberg repudiara tal escrito, y no sólo porque poco es lo que añade a la posición leibniziana sobre el asunto, sino –y principalmente– porque comprometerse con la defensa de lo bueno y óptimo del mundo en los términos en que lo hace Leibniz, es una pura y candorosa ingenuidad, y aun, diría (si me atreviera a ser irreverente), una simple memez. Quizá por eso, y habida cuenta del respeto que me inspira, yo siempre he tendido a interpretar la postura de Leibniz de un modo muy distinto, aunque no necesariamente pesimista, sino sencilla y llanamente realista: si este mundo, cuyas maldades e imperfecciones están a la vista, es, con todo, el mejor de los posibles, eso significa que ni Dios podría haberlo hecho mejor. No es así, sin embargo (de sobra lo sé), como habitualmente es leída su Teodicea, sino al contrario: a Leibniz se le ha convertido en el prototipo por excelencia del optimismo, de modo similar a como se ha hecho de Schopenhauer la personificación del pesimismo. Que tal rápida caracterización haga o no justicia no sólo al primero, sino también al segundo, es cuestión, no obstante, que podría ser discutida.

Después de todo, si la doctrina de Leibniz conlleva, en efecto, que «vivimos en el mejor de los mundos posibles» –por decirlo con Voltaire–, siempre cabría argumentar que puesto que éste es el mundo que hay, eso significa no ya que es el mejor de los posibles, sino que fue el único posible en unas condiciones dadas, y si en esas condiciones no hay otros mundos posibles, éste es el mejor, dado que es el único. Y desde esta constatación, soñar con un mundo mejor es una pérdida de tiempo similar a la de quien sueñe con la posibilidad de haber sido más guapo o más inteligente. Mas cuando en el origen de lo que hay se coloca a Dios –como hace Leibniz–; un Dios a cuya omnipotencia se hallan abiertas todas las posibilidades, y se dice que en su obrar no puede regirse por otro criterio más que el de lo mejor, para acabar concluyendo que lo que hizo es lo mejor que se podría haber hecho, la tesis parece sencillamente ridícula, y lo es por completo y sin lugar a dudas cuando, además, se termina por concluir que lo que hay es bueno. Porque, en efecto, es muy distinto decir que lo que hay es lo mejor que puede haber, que decir que lo que hay es bueno. Lo primero no conlleva, necesariamente, optimismo de ningún tipo, sino, al contrario: es acaso manifestación del más puro y descarnado pesimismo, desde el momento en que se rechaza la posibilidad siquiera de que pueda ser mejorado. Lo segundo, en cambio, no es que sea doctrina irrefutable, aunque increíble –como sostiene, Comte-Sponville–, consecuencia de tomarse la religión muy en serio (religión que es siempre optimista), sino que, como dice Voltaire, es sencillamente desesperante:

«El optimismo es desesperante […] Iremos de desdicha en desdicha para estar mejor» [Carta a Elie Bertrand, 18 de febrero de 1756];

tan desesperante y tan absurdo que, como hace Ambrose Bierce, obliga a sospechar que quien sostiene tal juicio es víctima de un cierto desarreglo intelectual:

«optimismo, s. Doctrina o creencia según la cual es bello incluido lo que es feo; todo es bueno, sobre todo lo que es malo, y todo lo equivocado es acertado […] se trata de un transtorno intelectual que no tiene más tratamiento que la muerte» [Diccionario del Diablo].

Y si eso es lo que pensaba realmente Leibniz, no hay duda que terminó por curarse.

¿Y por qué llamar pesimista a quien, como Schopenhauer, se limita a constatar lo que no es más que un hecho, a saber: que en el mundo el mal es superior al bien y el dolor al placer? ¿Acaso porque se niega la posibilidad de que las cosas mejoren? ¿Y por qué no considerar iluso a quien lo piensa? ¿No será acaso suficiente con esperar que no empeoren?

Las cosas son como son porque seguramente no podrían haber sido de otro modo, y ésta, que no es sino una forma chabacana de decir lo mismo que decía Hegel, es probablemente la única certeza que cabe alcanzar en estos asuntos. Pero, ¿es esto optimismo (Hegel, por cierto, según cómo se le interprete, podría ser incluido asimismo en el grupo de los optimistas) o pesimismo? Yo creo que ni lo uno ni lo otro, porque ni optimismo ni pesimismo son doctrinas que puedan deducirse del estudio de la realidad –y acaso ni siquiera de la historia–, por lo que tienen poca o ninguna relevancia desde una perspectiva ontológica –e incluso en el contexto de la filosofía de la historia–. Optimismo y pesimismo no son dos filosofías, sino dos formas de ser, dos temperamentos, que brotan, no de la realidad misma, sino de la forma de verla.

Y si el optimista, como de nuevo señala Bierce, defiende la doctrina de que lo negro es blanco, el pesimista, con frecuencia, defiende la contraria: que hasta lo blanco es negro. De ahí que si el optimismo devoto no es más que una modalidad como otra cualquiera de estupidez, el pesimismo militante lo es de masoquismo. Fácil es hallar razones tanto para lo uno como para lo otro, y no más costoso resulta escorar hacia alguno de esos polos en función de la biografía y el carácter de cada cual: más difícil y deseable es, sin embargo, alcanzar un cierto grado de lucidez, desde el que optimismo y pesimismo se presenten como lo que realmente son: dos perspectivas confusas y parciales sobre la realidad.

Pero si de disposiciones anímicas hablamos, no estará de más comenzar por llamar la atención sobre la enorme diferencia que existe entre un pesimismo u optimismo circunstancial y aquéllos que presentan un carácter estructural: entre estar pesimista u optimista en una situación dada y el serlo en toda ocasión. El primer caso, como es obvio, carece de todo interés (incluso en términos puramente psicológicos); el segundo tiene alguno más, aunque limitado, porque, después de todo, el que alguien sea optimista o pesimista es algo que sólo a él compete e interesa. Se trata de dos formas dispares e irreconciliables de ver el mundo y la vida que se asientan en los sustratos más profundos de la personalidad, porque pesimismo y optimismo no son emociones ni sentimientos; tampoco pasiones, y ni siquiera afectos, sino rasgos de carácter que colorean, no eventual, sino permanentemente, de rosa o negro el momento presente, mas también el pasado y el porvenir, determinando en toda ocasión el juicio que se emite sobre hechos o circunstancias, de tal manera que lo mismo se ve y se interpreta de forma radicalmente inversa y opuesta.

«De nosotros podemos decir lo que un tal decía en chanza: “No es posible tener la misma manera de ver, cuando unos beben vino y otros agua” […] No hay, pues, que maravillarse de que no podamos entendernos unos con otros» [Francis Bacon, Novum organum, I, 123];

tal es el parlamento que podrían tener ambos sujetos, porque donde uno halla motivo de aprensión, lo encuentra el otro de esperanza; donde uno advierte peligro, el otro camina con entera confianza y absoluta seguridad; y de lo que uno se alegra, se lamenta el otro. El primero asombra por su estupidez; el segundo lo hace por su cobardía. Y parece claro que aquél bebe vino (que, según se dice en algún lugar de la Biblia, «alegra el corazón del hombre y no entristece el de la mujer»), en tanto que éste se conforma con agua, que, a lo que se ve, deprime más.

Pero, al cabo, como decía, la causa de uno u otro temperamento no puede ser buscada más que en la biografía del sujeto en cuestión, y si la del pesimista le ha hecho inseguro y desconfiado, al punto, como quieren los psicoanalistas, que proyecta al exterior su propio malestar interno, entonces habrá que concluir que la del optimista ha sido y es tal que le permite en toda ocasión decir, con Xavier Forneret:

«No es que sea bueno; es que estoy contento»;

Y siempre que no exista una correspondencia entre la vida y la disposición anímica, es decir, siempre que demos con optimistas (como los de Voltaire) a quienes la vida ha vapuleado a placer, o con pesimistas que no han conocido el menor contratiempo, habrá que suponer, en un caso, un plus de tontería, y de pusilanimidad, en el otro, o tal vez de mera impostura, como sucede con esos poetas de dieciocho años desesperados y hastiados de vivir. (Sé de lo que hablo, porque yo, aunque mediocre, lo fui.) Mas aun cuando su historia personal se halle acorde con su pensamiento, cualquiera de ambas posturas no son sino perspectivas distorsionadas sobre el mundo y la vida, que se basan en meras presunciones, en lugar de tomarse la molestia de examinar los hechos y el lugar al que apuntan con una mínima objetividad y racionalidad, a la luz de las cuales, juzgar un estado de cosas como bueno o malo, doloroso o agradable, porque eso es lo que es, o esperar el mal o el bien cuando eso es lo que lógicamente cabe esperar, no significa ser optimista o pesimista, sino lúcido y racional. De quien, al contrario, con todo en su contra confía en milagros, no nos andemos con remilgos y eufemismos llamándole optimista, porque no es sino necio; tanto como apocado es quien en una situación favorable imagina cien peligros que le paralizan de miedo. Ambos merecen que la vida les dé un buen papirotazo: a uno, por tonto, y al otro, porque es lo que a voces está pidiendo.

Los psicólogos, con todo, suelen mostrar una mayor simpatía –es una forma de hablar– por el optimista, ya que, en tanto que el pesimista vive sumido en la amargura y la desesperanza, en la falta de confianza en sí mismo y con la permanente vivencia del fracaso, lo que, al cabo, le hace fracasar, el optimismo imprime una energía extra al individuo que le facilita el éxito personal y profesional. Dicen, asimismo, que los optimistas gozan de mejor salud y viven más tiempo, mientras que el estado de ánimo permanentemente alicaído del pesimista lo convierte en un serio candidato a la depresión y a la enfermedad.

Desde luego, si es verdad, no cabe duda que son poderosas razones para esforzarse en ser optimista. Mas, para una empresa tal, debe dejar el lector de inmediato estas notas y enfrascarse en el estudio de un manual de autoayuda, porque yo nada sé de esos asuntos. Sospecho, no obstante, que habrá muchos optimistas a quienes la muerte apartó muy pronto de tal militancia, sin que en el tiempo que lo fueron dejaran por ello de ser menos necios o de fracasar en mil empresas, convencidos siempre de que la última era la buena; como sospecho, igualmente, que pesimistas habrá de vida larga y éxito fácil, incluso a pesar suyo.

El asunto es en sí mismo una mera frivolidad y poco más que frivolidades da de si. En lo que a mí respecta puedo asegurar que si alguien me preguntara si soy optimista o pesimista, me dejaría tan consternado como si me preguntara si soy introvertido o extrovertido: cuento lo que quiero que se sepa y callo lo que a nadie importa; me muestro extrovertido cuando me conviene e introvertido cuando me da la gana. «Pero, ¿y el tono general?», insistirá el aprendiz de psicólogo. «No hay tono general, sino circunstancias particulares». Similar es el caso del que hablamos: ¿qué significa ser optimista o pesimista al margen de las circunstancias concretas que empujen a una u otra aptitud? A mí, por supuesto, nada me importaría tener sobrados motivos para creer que todo es maravilloso, pero he vivido lo suficiente como para saber que la fortuna es tornadiza y las cosas inestables, así que me alegro cuando puedo, sin olvidar arroparme con una dosis suficiente de escepticismo y desengaño que me permita hacer frente a la realidad cuando ésta me vuelve la espalda. Si a mí me fuera permitido llegar a ser lo que quiero, aspiraría a ser tan epicúreo como Epicuro, tan estoico como Marco Aurelio y tan escéptico como Montaigne. ¿Sería, así, optimista o pesimista? ¿Y qué eran ellos?

Pesimismo y optimismo no son –salvo subjetivismo inadmisible o simplismo insoportable– dos concepciones de la realidad. Mas tampoco –salvo trastorno manifiesto– dos formas psíquicamente equilibradas de ser, sino dos rótulos artificiales y vacíos.

 

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