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El Catoblepas, número 66, agosto 2007
  El Catoblepasnúmero 66 • agosto 2007 • página 2
Rasguños
Educación para la ciudadanía

Profesores «cómplices» publican, cara al nuevo curso, manuales de Educación para la Ciudadanía

Gustavo Bueno

Dos editoriales católicas y dos editoriales laicas han publicado manuales siguiendo las directrices del gobierno socialista, aunque en algún caso sus contenidos se aparten del pensamiento Alicia sin que pueda saberse muy bien qué rumbos proponen

Cara al próximo comienzo del curso 2007-2008, en el que se pone en marcha en el sistema educativo español la nueva asignatura «Educación para la Ciudadanía», que ha asumido directrices emanadas de la Unión Europa (consideramos útil para el lector recordarle algunos de los artículos que sobre este asunto han sido publicados en esta revista: Demetrio Pérez, «Sobre la denominada ‘Educación para la Ciudadanía’», nº 33, noviembre 2004; Joaquín Robles, «Educación para la ciudadanía: Protágoras y Gorgias», nº 36, febrero 2005; Gustavo Bueno, «Sobre la educación para la ciudadanía democrática», nº 62, abril 2007; Antonio Romero Ysern, «Educación para la feligresía» nº 62, abril 2007) dos editoriales católicas (Ediciones Don Bosco, de los padres salesianos, y SM, de los padres marianistas) y dos editoriales laicas (Santillana, del grupo PRISA; y Akal, editorial bien conocida) han publicado manuales siguiendo las directrices del gobierno socialista, aunque en algún caso sus contenidos se aparten del pensamiento Alicia sin que pueda saberse muy bien qué rumbos proponen.

En efecto, varios profesores (funcionarios al servicio del Estado o contratados por alguna orden religiosa o institución eclesiástica; profesores de pedagogía, psicología o filosofía) se han apresurado a ofrecer, en los meses previos al inicio del curso 2007-2008, amparados por la «libertad de expresión», sus peculiares maneras de interpretar las directrices generales emanadas de la Unión Europea y recibidas por el Gobierno socialista español y las Comunidades autónomas.

Tenemos a la vista cuatro de estos libros de texto preparados y publicados antes del comienzo del curso en que se implantó la asignatura «Educación para la ciudadanía»:

(1) Educación para la ciudadanía ESO (Educación Secundaria Obligatoria) de Edebé [Ediciones Don Bosco, salesianos], Barcelona 2007, con «autoría» atribuida a Tusta Aguilar García y cuatro más.

(2) Educación para la ciudadanía ESO, de Santillana, Madrid 2007, obra colectiva realizada por Carmen Pellicer Iborra y varios más.

(3) Educación para la ciudadanía ESO, de SM [Sociedad Marianista, marianistas], Madrid 2007, escrita por José Antonio Marina.

(4) Educación para la ciudadanía, de Akal, Madrid 2007, escrita por Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero.

Por cierto, ninguno de estos libros de texto ha tomado la vía de la educación de la ciudadanía en el sentido positivo del que hemos hablado en otras ocasiones. Los autores parecen estar implantados (por convicción, por contrato, o por ambas cosas a la vez) o bien en un suelo ético, neutral y ambiguo, que parece estar flotando en alguna nube que se mantuviese a distancia de cualquier fricción que pudiera barruntarse entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, o, dentro de la ciudad terrena, entre las democracias capitalistas o las comunistas, tratando de mantenerse en posiciones lo suficientemente indeterminadas para hacerse susceptibles de recibir interpretaciones religiosas o laicas, o liberales, o socialistas –nos referimos a los libros citados como (1), (2) y (3)–, o bien en un suelo político, abiertamente partidista, y con un partidismo definido explícitamente como comunista, aunque también es verdad que se trata de un comunismo filosófico, o por mejor decir, metafísico –nos referimos al libro citado como (4)–.

Por supuesto, en ninguno de ellos aparece (salvo por «imperativo legal», cuando se cita eventualmente un artículo de la Constitución de 1978) la palabra «España», ni se hace referencia alguna a la Nación española (acaso porque las editoriales respectivas esperan vender estos libros, traducidos o no, en la nación catalana, en la nación andaluza, en la nación aragonesa, en la nación gallega, en la nación valenciana...). Parecen escritos y pensados «desde la parte de la Humanidad». Pero desde una parte que parece querer definirse con fotografías tomadas del imaginario kitsch más puro, de las ONG más solidarias: Martín Lutero King, Rigoberta Menchú, Teresa de Calcuta, Gandhi; sin perjuicio de la apología constante de la Constitución española de 1978, pero sin entrar en detalles, tales como su desarrollo en los estatutos de autonomía, en su ley electoral partitocrática, en los escandalosos repartos de las retribuciones de los políticos o de los jueces, en las cuestiones de la legitimidad de los matrimonios homosexuales, de la realidad del terrorismo en las calles de las ciudades de España... La pureza de su perspectiva ética les permite elevarse sobre la prosa de la vida.

Ni que decir tiene que el libro de texto (4) nos resultará mucho más interesante que los otros tres, ante todo porque mantiene una perspectiva decididamente filosófica y muy trabajada (intencionalmente materialista, pero efectivamente radicalmente idealista histórica, es decir, utópica). Los libros de texto (1), (2) y (3) asumen sobre todo perspectivas éticas con fuertes tintes «existenciales», psicológicos o pedagógicos, que les aproximan en ocasiones a los llamados «libros de autoayuda». Las copiosas ilustraciones, fotografías, croquis, &c., parecen elegidos de acuerdo con una estrategia similar a la que utilizan los vendedores de perfumes, bombones, viajes turísticos, pisos con llave en mano; estrategia de la presentación de los compradores como individuos rebosantes de simpatía, intereses, sonrisas expectante. El rótulo «Convivencia», por ejemplo, se ilustra con la foto de un grupo de menores con sonrisas francas, dialogantes, como si la convivencia no consistiese en su 50%, siendo optimistas, en convivencia problemática, más aún, conflictiva o dramática: Castor y Pólux conviven, pero luchando siempre entre sí. Los textos (1), (2) y (3) mantienen una perspectiva muy similar a la de los Testigos de Jehová cuando ofrecen sus libros con dibujos de escenas paradisíacas en las que conviven el lobo y el cordero; muy similar también a la perspectiva de las fotografías de trabajadores sonrientes, exultantes de las concentraciones sindicales que organizaba Girón de Velasco (pero a las que asistían enormes masas de obreros posibilistas o simplemente satisfechos), o a las películas soviéticas de los koljoses, o a las fotografías chinas de los reclutas del Ejército Popular de Liberación en el ochenta aniversario de su fundación. Se diría que los autores de estos libros 1, 2 y 3, al asumir su responsabilidad como educadores para la ciudadanía, han adoptado una actitud similar a los agentes de las compañías de viaje que quieren vender a los favorecidos un feliz veraneo; es como si se tratase de vender la ciudadanía (y seguramente, y es lo peor, porque los autores lo creen así) como el estado de felicidad que alcanzarán los jóvenes (los clientes) de mayores, si cumplen las instrucciones que ellos les dan, evitando toda sombra de violencia, miradas hoscas o agresivas.

Los comentarios críticos que siguen quieren ser muy breves y no porque los libros mencionados no merezcan una crítica más prolija, sino porque la crítica, en este orden de cosas, la consideramos prácticamente inútil. Los autores o simpatizantes, desde luego, si leyeran estas críticas, serían probablemente impermeables a todas ellas, blindados como están en sus peticiones de principio; las otras personas, que suponemos dotadas de buen juicio, sabrán analizar estos libros con mucha mayor sutileza de la que aquí puedan encontrar.

¿Por qué entonces hacer pública la crítica a estos libros? Acaso simplemente por razones sistemáticas o de método, razones que contienen también algunas gotas de ética, moral o política: no permanecer en silencio ante asuntos que tienen un interés público indudable.

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Acerca del libro señalado con (1) comenzaremos aludiendo a la dudosa fórmula «una imagen vale más que mil palabras» para referirnos a la imagen que ilustra la «primera unidad», denominada «Soy persona». Porque efectivamente esta imagen dice todo lo que el libro da de sí –aunque también es verdad, sólo después de haber leído el libro, puede ser descifrada, en todo su valor «sintético», la imagen–. Es una fotografía en la que una multitud de jóvenes sonrientes, bien alimentados, exultantes, con los brazos alzados, y de la que emerge en un primer plano una pareja eufórica, feliz, plenamente integrada en la multitud. La fotografía, si la miramos como ilustración del rótulo que la sobrevuela, «soy persona», parece querer representar a un conjunto de jóvenes –eso sí, de raza blanca– entusiastas, que ríen sanos, limpios y felices, como si estuvieran saludándose a sí mismos, tributándose un homenaje por el hecho de haber descubierto o de haber tomado conciencia de «ser personas». Probablemente la fotografía represente a jóvenes que están recibiendo la noticia de que los Juegos Olímpicos van a celebrarse por fin en su «ciudad», o porque el equipo local ha ganado la Copa de Europa, o esperando la llegada de un ídolo musical o incluso del Papa; pero la fotografía lleva un complemento en su esquina superior derecha, que es el canon del hombre de Leonardo. Ahora resulta que no son las mil palabras, pero sí una imagen que está en juego con otra imagen, la que está diciéndonos aquello que podemos entender después de haber escuchado las mil palabras.

Poco después los autores de (1) ofrecen a los estudiantes las claves de la satisfacción que sienten al advertir que son personas: el ser humano es una persona porque es un ser único y distinto. ¿Y acaso no es único y distinto (aunque sin necesidad de ser elitista) el árbol que forma parte de un bosque integrado por árboles de la misma especie y edad, árboles acaso indiscernibles a simple vista («no hay dos hojas iguales en el jardín»)? ¿Acaso cada árbol individual, si está sano, no es una unidad orgánica, un «todo armónico», en el que se concentra en integra la individualidad susodicha, más la apertura que le lleva a relacionarse con los demás formando un bosque? Sin necesidad por ello de «predisponerse a la búsqueda del sentido de la vida»: ¿acaso los millones y millones de personas que viven en la tierra tienen tiempo, ganas o posibilidades de ir a la búsqueda de algo que sólo ha podido ser formulado por los ociosos que los observan? ¿O es que creen, en un exceso de pedantería, que la vida de la persona sólo tiene sentido cuando alguien se ha hecho esta pregunta, de cuño teológico, sobre el «sentido de su vida»? Es como si creyesen que una determinada estancia de una casa sólo es el comedor si en su entrada pone el rótulo «Comedor».

¿No será que los autores dan por supuesto que la vida tiene un sentido? ¿Pero nos dicen cuál es ese sentido? O bien, ¿no han advertido que una vida puede tener sentido aunque el viviente no se haya preguntado por su sentido? ¿Acaso el orador necesita saber lo que es un quiasmo para decir una frase quiasmática (precisamente es muy posible que si el orador supiera lo que es un quiasmo gramatical no lo diría sin más que por el hecho de que se le ha ocurrido, consciente de su vulgaridad)? Y en la mayoría de las ocasiones, ¿acaso no es mejor que la gente no se plantee la cuestión del sentido de la vida que, después de planteársela, encuentra el sentido de su vida en alguna respuesta especialmente ridícula? Por ejemplo: «el sentido de mi vida está en mi lucha por aprender a tocar el saxofón», o bien, «viajar y viajar, esto es lo que da sentido a mi vida», o todavía peor: «el sentido de mi vida consiste en lograr que los indios yanomanos aprendan a hablar euskera».

En cuanto a la autonomía, «que lo hace libre y responsable, actor de su desarrollo y de su existencia», ¿no le están ocultando los autores a los adolescentes, por motivos pedagógicos, lo que acaso ellos ya saben: que tanto el concepto de autonomía como el de actor, son metáforas tomadas de la vida política (aunque la metáfora haya sido tomada en serio por Kant) o de la vida teatral, pero que es completamente gratuito y metafísico sustancializar a la persona, fingiendo que su «autonomía» le hace libre y responsable, cuando esta libertad y esa responsabilidad procede en realidad del grupo que moldea al adolescente y le confiere, por institución, la autonomía dentro de límites muy determinados y cambiantes?

Poco más adelante los autores de (1) dicen que «el ser humano se completa como persona en la medida en que es un ser que se reúne con otros en sociedad». Pero, ¿acaso puede sin más admitirse que ya era persona, aunque fuera incompleta, antes de reunirse con otras personas? ¿qué es eso de la persona incompleta que luego puede completarse? ¿acaso la idea de persona no aparece en la institución del teatro con la máscara que el actor se ponía para hablar (per-sonare) a los demás? ¿acaso la idea filosófica y jurídica de persona que hoy tenemos existió antes de las disputas cristológicas de los Concilios de Nicea y de Efeso sobre la relación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y el hijo de María? ¿Y acaso en la Santísima Trinidad la persona del Padre es anterior a la del Hijo o a la del Espíritu Santo, si es de fe que las Tres Personas son eternas? ¿No cabe decir, por tanto, que es la persona, generada socialmente, la que se completa con su individualidad?

Los autores proponen una afirmación de Victoria Camps sobre el civismo: «El civismo responde a una idea básica: es necesario que las personas se respeten los unos a los otros.» Pero los autores no acompañan esta afirmación de razones: su cita aparece a la manera de un aforismo sapiencial. En todo caso, ¿por qué habríamos de respetar a unos individuos que están quemando un autobús, comprometidos en una acción solidaria de kale borroka? ¿Y por qué debo respetar a un ciudadano que dice «asertivamente» en una tertulia de televisión que ha tenido relaciones amorosas con un extraterrestre procedente del planeta Ummo?

En general, los autores de (1) siguen la corriente, propia de psicólogos pedagogos, con inspiración análoga a la de los autores de libros de autoayuda, que no hacen sino reconstruir conceptos bien acuñados por la ética tradicional (teoría de las virtudes como término medio entre los extremos). Pero con un disfraz psicológico pedagógico desde el cual acuñan «tecnicismos», hoy ya vulgares, pero muy utilizados en las tertulias o en las revistas del corazón: autoestima, asertividad... (el prefijo auto- es utilizado por estos psicólogos y pedagogos subjetivistas con frecuencia paralela a la que experimenta el prefijo super- en el lenguaje kitsch de nuestros días, como sustituto del superlativo). Tecnicismos que pretenden hacerse pasar por denominaciones de conceptos científicos, pero que sólo son resultado de la ignorancia de la tradición ética, sustituidos por los apuntes de una clases de «personalidad», escritas por profesionales igualmente indoctos. Porque la ética tradicional (la de Aristóteles, la de Santo Tomás, la de Espinosa) no sólo contiene análisis mucho más ricos y sistemáticos que la psicopedagogía de referencia simplifica con una rudeza propia de la ignorancia; y sobre todo porque la ética tradicional se mantiene en una perspectiva que no es psicológico subjetiva, sino ético objetiva, por ejemplo, una perspectiva para la cual la autoestimación no es entendida como un sentimiento, sino como un juicio de valor, que decide lo que es justo o valioso frente a los juicios erróneos, por exceso, porque sobrevaloran, o por defecto, porque infravaloran.

El «autoconocimiento es fundamental para el desarrollo personal». A partir del autoconocimiento, añade (1), se conforma la «autoestima» y se desarrolla la «asertividad», &c., conceptos que son presentados como características del ciudadano ideal. Pero la autoestima es sólo una traducción a la baja, psicológico subjetiva («mentalista») de la firmeza como virtud ética, que aplica la virtud de la fortaleza (que no se reduce tampoco a la subjetividad psicológica, menos aún mental) al propio sujeto corpóreo («por firmeza entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza en conservar su ser, en virtud del solo dictamen de la razón» [es decir, no de un sentimiento subjetivo, que puede ser falaz o artificialmente creado por el cuidador]: la firmeza va referida a las acciones que objetivamente buscan sólo la utilidad del agente, mientras que la generosidad, la segunda aplicación de la fortaleza, busca también la utilidad de otros. La templanza, la sobriedad, la presencia de ánimo en los peligros, son clases de firmeza; la clemencia, la modestia... son clases de generosidad (en cambio el arrepentimiento o la humildad no son virtudes). La firmeza es un deseo que puede por exceso recaer en el afecto (y afecto es afección del cuerpo) de la soberbia (un amor propio mayor de lo justo), y por defecto en el de la abyección (una tristeza próxima a la humildad que conduce a una estimación menor que lo justo, mientras que el menosprecio es la estimación de alguien, por odio, en menos de lo justo). Pero la soberbia no es sobreestimación, porque esta se refiere a un objeto exterior, y aquella se refiere al hombre mismo, aunque la sobreestimación se trasforma con facilidad en soberbia
(Espinosa, Ética, IV, 59).

No deja de sorprender cómo unos autores que están hablando de autoestimación, autoconocimiento, &c., han preferido unos apuntes o manuales de sus cursos universitarios, antes que estudiar la Ética de Espinosa.

O bien cuando los autores de (1) proponen la asertividad como capacidad «de hacer o decir lo que sentimos o pensamos sinceramente, pero sin faltar a los derechos de los demás»; y como desajustes externos de la asertividad nombran por exceso a la agresividad, y por defecto a la inhibición. Pero, ¿por qué llamar asertividad a una «sinceridad» que no falte a los derechos de los demás? La sinceridad no es una virtud, ni familiar ni ciudadana: las expresiones sinceras y espontáneas son propias de gentes primarias, ineducadas, que «dicen a la cara lo que piensan» («tú eres muy feo», «tu presencia me molesta», «eres medio tonto»). Corregir esa sinceridad «para no faltar a los derechos de los demás» no es otra cosa sino destruirla y transformarla en cálculo de la injusticia de mi espontaneidad o de sus consecuencias indeseadas. Con lo cual resultaría que la asertividad será una sinceridad que no es sinceridad. ¿Qué podría ser entonces? Un tecnicismo confuso, que pretende hacer pasar como categoría general de un comportamiento justo o correcto lo que, en cualquier caso, no es más que un estilo particular de comportamiento de una persona ya educada, al lado por ejemplo del estilo irónico o del estilo problemático de hacer o decir de una persona también educada. Porque «asertivo» significa, en español de siempre, «afirmativo» («asertar» es galicismo), aunque también se dice asertiva a la proposición negativa que da por cierta alguna cosa («el monstruo del lago Ness no existe»). En la tradición escolástica, asertivo se opone a exclusivo («los franceses son blancos» es una proposición asertiva; «todos los franceses son blancos» es una proposición exclusiva). Kant continuó esta tradición escolástica en su clasificación de los juicios, según su modalidad, en las tres clases consabidas: problemáticos (que afirman o niegan algo como posible), asertóricos (que afirman o niegan algo simplemente como real) y apodícticos (que afirman o niegan algo como necesario). Pero los juicios asertóricos no tienen por qué ser asertivos (en el sentido de no exclusivos) ni los apodícticos tienen por qué ser exclusivos. La asertividad que los autores de este libro (1) proponen como capacidad que los ciudadanos debieran adquirir, ¿es capacidad de afirmación o aserción, o también de negación? ¿Está pensada en la modalidad asertórica o más bien dogmática, apodíctica? Lo que en cualquier caso queda por justificar es por qué a un «aprendiz de ciudadanía» se le ha de inculcar el estilo asertivo de exposición (muy próximo a la ingenuidad sincera y acrítica, aunque no suponga merma de los derechos ajenos) y no el estilo irónico o problemático, o todos los estilos según la materia de que se trate.

La unidad 1 del libro (1) se acoge al lema «Soy persona»; la unidad 2 al lema «Vivo en sociedad»; la unidad 3 «Tengo derechos y deberes»; lemas todos ellos que tienen una orientación ética, aunque redundante, porque todo aprendiz de ciudadano, por el hecho de ser aprendiz, ya es persona, vive en sociedad y tiene deberes que hacer o cumplir y derechos que reclamar. No decimos que no sea conveniente analizar estos atributos; lo que decimos es que no pueden ser presentados como atributos que estamos descubriendo al aprendiz de ciudadano, a quien para educarle, lo que habrá que descubrirle no es que tiene derechos, sino qué tipos de derechos concretos tiene; no es que tiene deberes, sino qué deberes concretos tiene.

Pero en la unidad 4, y como un eslabón más de la serie de estos atributos genéricos, nos encontramos con la sorpresa siguiente: «Soy demócrata.» ¿Y por qué tendría el aprendiz de ciudadano que ser demócrata como condición ética para ser ciudadano? ¿Es que un aristócrata no puede ser ciudadano? ¿Acaso los ciudadanos de la Atenas de Pericles, que tanto citan, eran, salvo en el nombre, demócratas? ¿Y los ciudadanos de la república de patricios de Venecia? Y para poner un ejemplo actual: ¿acaso son demócratas los ciudadanos de Singapur, considerada por muchos como la república más avanzada, incorrupta y pujante del globo? Además, ¿de qué democracia están hablando los autores de (1)? Los autores del libro no entran en detalles, no nos dicen si con la afirmación «soy demócrata» hay que sobrentender la democracia parlamentaria con listas cerradas y bloqueadas y ley de Hondt (la democracia partitocrática), o bien si hay que entender la democracia popular, o bien la democracia orgánica, o bien la democracia parlamentaria con elección directa del presidente del ejecutivo, o bien la democracia parlamentaria con elección indirecta del presidente a través del Parlamento. ¿O bien la democracia coronada con desdoblamiento del Jefe del Estado, con autoridad hereditaria e inviolabilidad, &c., o bien la democracia republicana? ¿O bien la democracia con pena de muerte o la democracia abolicionista? ¿O bien la democracia con ley electoral que permite las coaliciones de las minorías para obtener el dominio sobre la mayoría de la lista más votada? Da la impresión que los autores de (1) cuando proponen al aprendiz de ciudadano el lema «soy demócrata» están entendiendo antes un concepto ético que un concepto político, un concepto ético que alude acaso a la conveniencia de ser dialogante y de no utilizar la violencia, así también de suponer que las leyes tienen fuerza de obligar por sí mismas, y que el pueblo está representado siempre armónicamente por sus representantes parlamentarios. Por eso no quieren entrar en detalles, por eso no dicen nada.

En la unidad 6, «En un mundo global», los autores de (1) ofrecen la «Declaración del Milenio» que la ONU aprobó en el año 2005, proponiendo ocho «objetivos de desarrollo» que deberán conseguirse como muy tarde en 2015 («erradicar la pobreza exterior y el hambre» [de la Humanidad], «garantizar la sostenibilidad ambiental», «fomentar una asociación mundial para el desarrollo»...). ¿Cuál puede ser la finalidad de este recuerdo o información (sin la menor crítica) que los autores de (1) proporcionan a los aprendices de ciudadano? ¿Acaso esta información no está en la misma línea que las promesas que hacen los vendedores de viajes de turismo a las Islas afortunadas? ¿Pretenden difundir olores perfumados y optimistas a los aprendices de ciudadanos para darles a entender que en los próximos siete años (cuando estén acabando sus estudios y hayan aprobado la Educación para la Ciudadanía) el «mundo global» habrá entrado ya en la vía del progreso global? Esta sistemática actitud armonista y optimista de los educadores de la ciudadanía, ¿no es en realidad una actitud escandalosamente mentirosa e irresponsable, que sólo puede entenderse que fue tomada por imperativo o convencimiento legal?

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Dos palabras sobre el libro de texto (2), el de Santillana, porque no es posible ni merece la pena un análisis más pormenorizado. Ante todo, la misma estrategia de ilustraciones que el texto (1) (a pesar de que el texto (1) parece estar escrito bajo la inspiración de Don Bosco y este texto (2) parece escrito bajo la inspiración de Don Gumersindo de Azcárate): Rigoberta Menchú, Martín Lutero King... No deja de ser curioso que, cuando en la página 20 introduce una pregunta «antropológico sociológico ético moral» –»los personajes públicos, ¿ídolos o héroes?»– se apresura a presentar fotografías de Rigoberta Menchú, Pau Casal o Martín Lutero King, dando por supuesto que son ídolos o héroes, pero no ofrecen, como tendría que hacerlo un antropólogo o un sociólogo, imágenes de Alejandro Magno, Atila, Gengis Kan, Napoleón, Stalin, Franco, Mao, Fidel Castro o el Che Guevara, que también fueron considerados ídolos o héroes.

El subjetivismo psicológico se hace también patente en este libro: los «valores» se aprenden en la infancia. ¿Qué valores? ¿Acaso son sólo los que hemos aprendido? ¿Y acaso los valores no pertenecen a tablas de valores muy distintas e incompatibles? ¿Es un valor el aprendizaje (en alguna ikastola) en «competencias» tales como las de manejar una metralleta al fin de que los ciudadanos de la futura República Democrática de Euskalherría puedan llegar a la existencia? Y sobre todo, las normas democráticas son presentadas como competencias o destrezas (por tanto subjetivas) cívicas que cada cual debe aprender, a fin de llevar una «existencia personal sostenible» (pág. 12). Y cuando se habla (pág. 138) del terrorismo y de la violencia armada, las ilustraciones obedecen a un criterio selectivo muy claro, alejarse de España, y ofrecer imágenes del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York el 11S, o aviones de combate estadounidenses en Irak (12 marzo 1999). Ni una fotografía, ni una palabra sobre ETA (acaso fuera desagradable a la clientela vasca).

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En cuanto al libro (3), el de José Antonio Marina, como autor encargado por la Sociedad Marianista (por cierto, una institución católica, lo que nos da pie de paso para observar cómo ciertas órdenes religiosas católicas, sin perjuicio de los enfrentamientos de la Conferencia Episcopal con el Gobierno socialista, practican el posibilismo ofreciendo libros de texto para educar a la ciudadanía) sólo diremos, en primer lugar, que se mantiene también en la «plataforma estratosférica» (ni una palabra sobre la kale borroka o el terrorismo etarra, al hablar de la violencia ciudadana) y, en segundo lugar, que ni siquiera se advierte el menor esfuerzo para remontar la vulgar perspectiva psicologista de los planteamientos y la papilla humanista que desde esa perspectiva puede destilar. Este subjetivismo psicologista queda consciente o inconscientemente simbolizado en los planos de las ciudades ideales (que figuran en la portada y contraportada, y en las guardas del libro, y que suponemos inspiradas por el Padre Guillermo José Chaminade), planos cuyas calles y plazas («Plaza de la Conciencia Cívica», «Plaza de la Ciudadanía», «Avenida de la Reponsabilidad», «Calle de la Fidelidad») aparecen integradas en el interior de dos cráneos siameses unidos frente a frente, con posibilidad de diálogo, por la «Calle del Respeto».

Página 62: «Los seres humanos en nuestra búsqueda de la felicidad hemos luchado por la abolición de la esclavitud.» Es difícil ponerse en el pellejo de un autor veterano que es capaz de expresar semejante majadería sin la menor sombra de autocrítica. ¿Qué tiene que ver la búsqueda de la felicidad con la abolición de la esclavitud? ¿Acaso la abolición de la esclavitud no tuvo lugar al margen enteramente de semejante lucha, e incluso llevaba consigo a la infelicidad a tantos patricios o empresarios esclavistas, que llegaron hasta perder su vida? En la página 67 nos presenta una anciana, sonriente por supuesto, que lleva como leyenda: «Las personas son valiosas en sí mismas, por existir, porque son insustituibles.» ¿Esta es la razón por la que son valiosas? ¿Acaso no es sustituible un asesino etarra, cuando es detenido, por otro asesino que tiene las mismas «destrezas y competencias» (que la educación para la ciudadanía correspondiente le habrá enseñado) para pegar un tiro en la nuca a un ciudadano de San Sebastián, de Sevilla o de Madrid? Luego no será la simple existencia la que confiere valor a las personas.

«El gran proyecto lo haremos consistir en construir un mundo feliz y justo». Pero esto será cualquier cosa menos un proyecto, pues resulta (como nos dice a continuación el autor) que es un proyecto que tenemos que cumplir todos si queremos que «la casa común se realice». Pero un proyecto común (si queremos) que apela a la contingencia de la reunión de todos los 6.500 millones de quereres de proyectos, no es un proyecto, sino una mera fórmula retórica que pretende marcar una tarea infinita a los aprendices de ciudadanos, a fin de mantenerles en un clima de esperanza vacía, denominada mentirosamente como proyecto.

Página 98: «El buen ciudadano tiene como regla de oro: actúa con los demás como te gustaría que los demás hicieran contigo.» Pero esta regla, que es puramente formal (es decir, que no atiende a la materia reglada), sólo demuestra la condición áurea cuando se presupone ya dada una materia que efectivamente permita la existencia de buenos ciudadanos, según la definición de los mismos que, además, habrá que dar previamente. Supongamos que a un individuo lo que le gusta de verdad (incluso como sentido de su vida) es que le erijan una estatua de bronce en su pueblo. Su regla de oro, como buen ciudadano, le llevará a conseguir erigir estatuas de bronce a todos los demás individuos de su pueblo, a todos sus conciudadanos; y este proyecto generoso daría sobradamente sentido a su vida, aunque su fracaso estuviera asegurado, porque su tarea jamás se acabaría. Con esto queremos decir que la dificultad de una regla de oro no está en su forma, sino en su materia; y precisamente esta es la crítica (que el autor debiera haber tenido en cuenta) a todos los principios formales clásicos que han sido propuestos como normas de la acción. Por ejemplo, el principio de la sindéresis («lo bueno ha de ser hecho, lo malo ha de ser evitado») o el imperativo categórico («obra de tal modo que la máxima de tu conducta pueda convertirse en ley universal»). Porque la cuestión es determinar qué es lo bueno y qué es lo malo, cual es la máxima de tu conducta que pueda convertirse en ley universal. No hay duda que la máxima de la conducta de Hitler con relación a la raza aria pretendió convertirse en ley universal para los que se creían arios. No hay duda de que la norma de sindéresis de Stalin era más o menos esta: es bueno todo lo que favorece a la Unión Soviética, y es malo todo lo que la perjudica.

El libro de Marina es tan abundante en preceptos vacíos y en vulgaridades enteramente superadas que no creemos merezca la pena para el lector avisado insistir en el análisis, ni siquiera para ensañarse en la crítica.

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El texto de Educación para la ciudadanía que hemos asociado al número (4) es ya otra cosa, y su análisis merecería mucho más espacio y tiempo del que podemos dedicarle.

Se diría que los autores proceden con los ojos puestos en los que, a su juicio, pueden considerarse como modelos actuales de ciudadanos y de ciudadanía que emiten algún destello que tenga que ver con la realidad de una ciudad auténtica, efectiva y en marcha, o, como dicen ellos, con la «aventura de la ciudadanía» (dando por supuesto que la ciudad y la ciudadanía no es algo ya conquistado y acabado, sino algo que está «en marcha», y además, que constituye una aventura).

Asimismo miran constantemente a los contramodelos actuales de ciudad, es decir, a las ciudades y Estados que, pese a su apariencia, aplastarían el avance de la ciudad verdadera «en marcha». La polarización a la que someten el mapa mundi es extremada: a un lado están los modelos actuales relativamente recientes y de relativo pequeño volumen, pero prometedor. Al otro los contramodelos de ciudad que son los que llenan prácticamente la Tierra globalizada de nuestros días.

Como contramodelos parecen considerar, desde luego, a la Unión Soviética, a la Alemania nazi, a la España de Franco, al presidente Bush, a José María Aznar y, con él, al PP. Como modelos parecen considerar a la Cuba de Fidel Castro, a la Venezuela de Hugo Chávez o a la Bolivia de Evo Morales. «En los próximos años puede que asistamos al espectáculo de cómo comienza para la historia de la humanidad la aventura de la ciudadanía» (pág. 173).

Sin duda este diagnóstico o valoración, desde el punto de vista de la «aventura de la ciudadanía», del mapamundi actual y de su historia reciente, es el resultado de experiencias personales de los autores en los años de la transición democrática (crisis de la quinta generación de la izquierda, trotskismo, Eagleton y neomarxismo inglés, izquierdas divagantes...) y de sus propios contactos con ciertas repúblicas hispanoamericanas como Cuba, Venezuela o Bolivia. Pero estas experiencias son inseparables de la ideología o filosofía en la que se enmarcan, y desde la cual se organizan las mismas experiencias y las que están por venir.

Supondremos por tanto que las experiencias ciudadanas, o el modo de enjuiciar y valorar estas experiencias, y la filosofía de la ciudadanía que ofrecen los autores del libro (4) está en fluida realimentación. Sin perjuicio de lo cual hay que subrayar que la ideología o filosofía de los autores desborda ampliamente el «campo visual» o táctil de las experiencias del presente, puesto que regresan muchos siglos atrás, por lo menos a la Grecia de Sócrates y Platón, a la Atenas de Pericles. Esto supuesto nos lleva a analizar la doctrina (filosófica o ideológica) de este libro como si tal doctrina pudiera considerarse desenvuelta en tres momentos:

(I) El momento de regressus desde el campo polarizado del presente a una plataforma que nos arriesgaríamos a calificar como filosófico académica.

(II) El momento de construcción doctrinal, en la que se acusarán las características especiales que resultan de esta perspectiva académica, y que resumimos como un formalismo «químicamente puro».

(III) El momento del progressus hacia la realidad del presente, llevado a cabo mediante procedimientos estilísticos que tienen que ver con un pensamiento dualista, de estirpe estrictamente metafísica o mitológica, estirpe disimulada por los procedimientos de construcción formalista con ideas puras de la tradición académica.

I. Dos palabras sobre el momento de regressus a la plataforma académica (por no decir a la «burbuja académica»). Lo que llamamos momento de regressus no es tanto una fase cronológica de la ideación de los autores, cuanto un proceso incesante que tiene lugar a lo largo de toda la obra, desde la introducción, desde luego, encabezada con un texto del Teeteto platónico, hasta el epílogo, que comienza con una cita de la Apología de Sócrates. Aunque, en rigor, el regressus hacia la plataforma académica comienza ya en la misma portada del libro, ilustrado por Miguel Brieva, y en la que lejos de ofrecernos fotografías de jóvenes ciudadanos del presente, o planos de ciudades ideales del futuro, que ya hemos citado, aparece un puesto de venta de bufandas, banderas, bandas y gorras, cada una de las cuales lleva inserto el nombre de un miembro del panteón filosófico académico: Hegel, Heráclito, Aristóteles, Descartes, Sócrates... La instalación está a cargo de un robusto hombre sentado, que ha escogido una gorra que lleva el nombre de Kant en su visera. El finis operis de la portada parece claro. Ignoro si entre los fines operantis de esta portada figura también la reivindicación gremial, legítima sin duda, para los funcionarios profesores de filosofía, como «profesores natos» de la nueva disciplina. Hace pocos años, en las manifestaciones en Madrid de los profesores de filosofía aparecían en las pancartas que hablaban de la «necesidad de enseñar a pensar a los españoles» los nombres de este mismo panteón académico, circunstancia que ya entonces nos pareció ridícula, sobre todo desde un punto de vista práctico: ¿Acaso creían aquellos manifestantes que «enseñar a pensar a los españoles» equivalía a explicarles la doxografía de los clásicos de sus pancartas? ¿No se daban cuenta además que la exhibición de estos nombres, a modo de fetiches, volvía en su contra a los parlamentarios que debían aprobar la ley de educación, y que ya «sabían pensar» sin necesidad de haber leído a los autores promocionados en las bandas, banderas, pancartas y gorras?

Pero no se trata solo de la portada del libro. El capítulo primero, «la aventura de la ciudadanía», comienza recordando el tropiezo de Tales de Mileto (entre los miles de tropiezos que podrían haberse contado), «con el que comienza la historia de la filosofía», que los autores enlazan con otro «tropiezo», enigma e ignominia, la condena a muerte de Sócrates, un anciano que no había hecho más que preguntar, porque nada sabía que pudiera enseñar. «Pero, eso sí, no paraba de preguntar qué es un zapato, qué es la virtud y cosas así.» Y a continuación ofrecen los autores esta asombrosa (a los ojos de un materialista) afirmación: «Pues bien, es con este enigma con el comenzó para la Humanidad la aventura de la ciudadanía» (pág. 14).

Pero el mismo trato dan después a Platón, como crítico de la democracia ateniense, en lo que no tenía de respeto a la ley; y a Kant, o a Karl Schmitt, o a René Girard, o a Eagleton. Un trato que no los reduce a la condición de citas ornamentales o testimoniales de fases históricas de la aventura de la ciudadanía democrática, sino que les otorga una especie de causalidad histórica idealista, como si hubieran sido eslabones del proceso de la evolución en el mismo rango (o incluso superior) que pudieran reclamar las crisis económicas, demográficas, religiosas, o los conflictos entre las grandes potencias o las revoluciones políticas.

Es la misma perspectiva, propia de tanto profesor de filosofía, de quienes hablan de Francisco Bacon, por ejemplo, como «padre de la ciencia moderna». O de Descartes como «fundador de la nueva razón emergente». O de Kant como «instaurador de la conciencia crítica de nuestro tiempo». Es evidente que estas afirmaciones pueden aumentar notablemente, ante sus alumnos, el prestigio de estos profesores de filosofía que se identifican con sus manes. José Gaos abandonó una vez el aula en la que explicaba una de sus clases, en la época de la República, en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Madrid, exclamando con expresión dolorida ante sus oyentes que le miraban con veneración: «Perdónenme, no puedo dar clase, porque estoy transido de Kant.»

Es desde esta plataforma académica desde donde los autores del libro que comentamos parecen dispuestos a mirar, en su momento, hacia abajo, hacia el mapamundi del presente, una vez delineado el sistema puro de sus ideas sobre la ciudadanía.

II. Sospecho que el asentamiento en esta plataforma está estrechamente involucrado con el formalismo «químicamente puro» de su proceder en el momento de organizar su sistema de ideas que, por la sustancialización que reciben (en cuanto «emanadas» de la historia académica-platónica) se comportan como ideas metafísicas, aunque por su contenido semántico estén referidas a las ciudades de la democracia, al capitalismo o al comunismo. Queremos decir que los autores tratan a las ideas citadas, o a otras análogas que no es posible considerar aquí, como formas sustantivas –»ciudad», «capitalismo», «comunismo»...– que van encadenándose unas a otras al margen de la materia constituida por los fenómenos empíricos, económicos, demográficos, políticos, a través de los cuales la realidad histórica se mueve.

Los autores se declaran materialistas en varias ocasiones, pero tratan a su vez a la materia como una idea. Pero la idea de materia no pesa, ni la idea de «espacio vacío», que ellos introducen como deus ex machina de la ciudad, pone en movimiento a la ciudad, ni la idea puramente formal de capitalismo que los autores utilizan tiene en sí la energía capaz de un desarrollo histórico, ni la idea de comunismo tiene nada que ver con las sociedades que fueron consideradas comunistas o con las que puedan serlo en el futuro. De las ideas formales de materia, democracia, ciudad, capitalismo o comunismo –pero también de la idea de Asamblea General de las Naciones Unidas, o de la idea de solidaridad– podríamos decir, respecto de sus fuentes reales, y mutatis mutandis, lo que decía don Juan Valera de la idea de Dios de los krausistas: que ni María Santísima lo reconoce con ser su hijo.

Los autores pretenden derivar la ciudad de la idea de espacio vacío, que puede ser ocupado por cualquiera (siempre que haya quedado libre de tronos y altares), como espacio en el que se puede hablar, comprar y vender, es decir, como lugar vacío en el que se celebran las asambleas y los mercados. Recuerda esta derivación una ocurrencia de Ortega cuando decía, hablando «a tontas y a locas», que la ciudad griega se constituyó cuando unos hombres formaron corro, un ágora, puestos de espaldas al campo, a fin de poder hablar entre sí. Aquí tendríamos el primer ejemplo de lo que consideramos formalismo en los autores. El espacio vacío en el que los hombres entran y salen para hablar y comerciar es sólo una forma que sólo se desprende cuando miramos a distancia a la materia que realmente se agita en ese espacio vacío. Una materia constituida por cabezas de familia con mujeres, hijos y esclavos, cada uno con sus estómagos correspondientes, con tierras que labrar y administrar, con talleres en los que trabajar, con barcos que armar y con ejércitos que mantener para hacer frente a los esclavos y a los bárbaros que les amenazan. El mercado no es sólo un lugar en donde se juega a intercambiar cintas o sellos; y la asamblea no era el lugar para conversar sobre ciencia, arte o filosofía, sino entre otras cosas, para tomar medidas sobre la educación militar de los futuros ciudadanos atenienses, o para entrenar al ejército o para condenar a Sócrates.

En resolución, el origen de la ciudad tiene tanto que ver con el espacio vacío del ágora como el origen de la blástula tiene que ver con la invaginación o vacío que se forma a raíz de la presión de la mórula sobre las paredes de cigoto. ¿Y qué tiene que ver la idea de democracia que estos profesores de filosofía académica dibujan como sociedad de hombres todos iguales que habitan en el espacio vacío? ¿Qué tiene que ver la llamada democracia ateniense con esa idea de democracia? No es que fuese una democracia con el déficit de llegar a tener un 60% de esclavos. ¿Es que un tal déficit no es suficiente para que dejemos de hablar de democracia ateniense, del mismo modo que un «déficit» de 10º en los 180º que miden los ángulos de un triángulo es suficiente para dejar de llamarlo triángulo. En todo caso, la igualdad de los ciudadanos es una relación abstracta, formal (simetría, transitividad, reflexividad), que poco tiene que ver con la democracia política, y algo más con la procedimental.

Ahora bien: según estos profesores esta democracia del espacio vacío, que en realidad tampoco era democracia, sino en un sentido puramente formal, habría sido secuestrada por el capitalismo, y degeneró por culpa de él. Pero, ¿qué es el capitalismo? He aquí la respuesta rabiosamente formalista (idealista) que los profesores dan a la pregunta sobre la esencia del capitalismo (pág. 114) –y que no es otra sino la respuesta de Wallenstein, cuando decía, porque tampoco se había enterado de lo que era el capitalismo: «cuanto más vueltas le doy más absurdo me parece»–: «El capitalismo es un sistema en el que se produce más para producir más. Se acumula capital para acumular más capital.» Pero, ¿qué tiene que ver esta idea formal de recurrencia acumulativa con el capitalismo? Más bien parece que tiene que ver con una lectura escolar, puramente algebraica o formal, de las fórmulas que utilizó Marx en la sección primera, capítulo I del libro II de El Capital (El proceso de circulación del capital), (D → M) → (M → D).

Porque estas fórmulas son tan solo una «cifra» algebraica (alotética) de las transformaciones o intercambios con volúmenes de dinero (acaso metálico) y mercancías, y la esencia del capitalismo estriba en esos ciclos de producción e intercambio de mercancías, mediante el dinero, incluida la fuerza de trabajo del capital variable. De otro modo, el capitalismo, considerado como un proceso material real –y no como un proceso representado en fórmulas en un papel– consiste ante todo en producir mercancías determinadas e intercambiables, y si es posible producir de nuevo otras mercancías susceptibles de ser vendidas, y con el riesgo de no venderlas; lo que supone conflictos, agotamiento de materias primas, competencia a muerte entre productores, superproducción de mercancías, luchas entre los trabajadores y los capitalistas, de los trabajadores entre sí y de los capitalistas entre sí. En suma, el capitalismo no es un sistema destinado a producir por producir de nuevo, como superficialmente pueden llegar a pensar los profesores; es un sistema destinado ante todo a producir y a producir obras (ferrocarriles, autopistas, rascacielos) que jamás habrían podido históricamente ser construidas por otro sistema. Y si la reproducción recurrente capitalista funciona es porque el proceso material de los ciclos funciona también. Y si el incremento del ciclo ampliado es tan notable, es porque con el sistema capitalista las poblaciones humanas han progresado (no decimos si para bien o para mal) y han aumentado en dos siglos desde mil millones hasta casi siete mil millones de individuos. El capitalismo, si es un sistema absurdo, será en todo caso tan absurdo como el «sistema» del crecimiento demográfico «en plaga» de la humanidad o de otras especies. El capitalismo es un sistema de producción mucho más serio de lo que creen los profesores, y aún mucho más profundo de lo que pensó el propio Marx, a pesar de que él ya lo analizó como una «fase progresiva» del desarrollo humano.

Pero el proceder de esta filosofía académica gremial es siempre el mismo: dibujar una idea abstracta extraída, por abstracción formal, de la realidad considerada y sustituir esa realidad (o el concepto exigible de la misma) por la silueta formal recién obtenida. Un ejemplo muy claro de este proceder de los autores nos lo proporciona la página en la que pretenden dar cuenta del «patético papel» que hoy cumple la Asamblea General de las Naciones unidas (pág. 319). Barajan una idea de la ONU según la cual equivale a una «asamblea de la Humanidad» que ocupando el «lugar vacío» llegó a proclamar los Derechos Humanos, pero que, de hecho, carece de todo poder político real, y de ahí sus patéticas actuaciones. Pero, ¿por qué definir a la ONU como «asamblea de la Humanidad» que ocupa un lugar vacío, y no ante todo como un conchabamiento, no de la Humanidad que no existe, frente a no se cuáles potencias del mal, sino de una parte de las Naciones contra otras (las comunistas precisamente, que por cierto no firmaron en su momento la Declaración de los Derechos Humanos)? ¿Por qué hablar de patetismo de la ONU si previamente a ella no se le hubiera sustantivado como si fuera una persona?

Los profesores prosiguen, ¿y qué es el comunismo? Nada que tenga que ver con la revolución. «Lo que reclama el comunismo –ante un capitalismo que no puede detenerse– es un poco de tranquilidad; lo que reclama es que se nos permita parar.» (pág. 17). El comunismo lo que busca, dicen, es la tranquilidad, el ocio democrático, el derecho a la pereza que decía Lafargue, el yerno de Marx, la igualdad. Por ello el comunismo es el único modo de frenar la locomotora en marcha del capitalismo, la única salida racional en el presente. Lo que ocurrió es que los soviets tergiversaron el ideal comunista, porque no utilizaron el diálogo pacífico sino la violencia, cuando la democracia, una vez que ya se ha dado una constitución, requiere que «sólo la ley puede cambiar la ley» (pág. 175). Y aquí los profesores evocan, acaso sin quererlo, la fórmula que Torcuato Fernández Miranda recomendó al Príncipe Juan Carlos, elegido por las Cortes como sucesor de Franco a título de Rey, para llevar a cabo la disolución de las Cortes que lo habían elegido, pero sin renunciar por ello a su herencia.

Al final resulta (pág. 226) que el capitalismo ha conducido al mundo a un callejón sin salida, a una matanza cotidiana. A una realidad que sólo puede ser gestionada por la dictadura imperialista de las grandes corporaciones económicas.

Hablaremos por tanto de una «impotencia de lo político» para salir de la situación desesperada en la cual los ciudadanos nos movemos hoy (pág. 226). Pero si el proceder democrático exige corregir a la ley con la ley (pág. 175) y se reconoce la «impotencia de lo político», ¿cuál es el camino que se les traza a los aprendices de ciudadanos democráticos? ¿Acaso a cantar la Marsellesa y al grito de «a las armas, ciudadanos» iniciar una nueva revolución? Pero esto contradiría totalmente el principio que ellos han sentado de la corrección de la ley con la ley.

III. Hemos intentado resumir, saltando eslabones, el proceso de sucesivos encadenamientos, en su propio éter esencial y ahistórico, de ideas sustancializadas y formalizadas tales como puedan serlo las ideas de la Humanidad, de Libertad, de Igualdad, de Fraternidad, de Espacio vacío, de Ciudad, de Democracia, de Estado de Derecho, de Capitalismo, de Proletariado, de Nacionalsocialismo, de Comunismo...

¿Cómo se aplican estas ideas y sus secuencias consecutivas, expuestas en la más abstracta formalidad de la esencia, a la materia histórica realmente existente? Tengamos en cuenta –y esta parece ser la tesis central de la obra– que las ideas, «genuinamente humanas», la secuencia de ideas generadoras de la ciudadanía y la secuencia de ideas que la constituyen y se siguen de ella, no han sido realizadas jamás en la materia histórica que les corresponde. Porque resulta de la exposición que, por ejemplo, la igualdad no fue nunca tal igualdad, que el espacio vacío estuvo siempre lleno de mentirosos, explotadores y ladrones, que la ciudadanía no fue nunca tal ciudadanía, sino una ilusión («se podría decir que todos aquellos intelectuales que en lugar de denunciar la 'ilusión de la ciudadanía' se encargan de alimentarla, elaboran activamente esa novedosa forma de fascismo», pág. 222), que el Estado de Derecho jamás existió («la Humanidad no puede aportar ni una sola prueba de haber experimentado de verdad lo que es el Estado de Derecho», pág. 214), que el comunismo jamás existió porque jamás fue democrático (pág. 208)...

Nos encontramos al parecer ante la situación de tener que dar cuenta de un tipo de conexiones históricas reales mediante un conjunto de secuencias de ideas abstractas a las que se les niega el haber tenido siquiera un momento de realidad. ¿Cabe una definición mejor del idealismo formalista?

En realidad, y entre otras cosas, diríamos que los autores presuponen una confusión total del hombre y el ciudadano, porque parece que suponen un proceso de transformación idéntica del hombre en ciudadano. Y decimos transformación idéntica porque los autores no parecen haber advertido la contradicción entre los hombres y los ciudadanos, es decir, la dialéctica entre las realidades representadas por estos dos términos. O dicho en el terreno gramatical. No se han dado cuenta de que la copulativa «y» utilizada por la Asamblea Francesa en su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano no expresaba en realidad un nexo conjuntivo, sino un nexo disyuntivo:

«[los hombres, dicen los profesores] antes de pertenecer a una cultura, a una nación, a una religión... de formas más originaria que aquella por la que hablamos una determinada lengua, tenemos un determinado sexo, o una determinadas raza, somos ya otra cosa más fundamental e importante, a saber, somos ciudadanos» (pág. 102).

Nos encontramos, sin duda alguna, ante una metafísica del ciudadano, una metafísica vinculada al formalismo sustancialista de las ideas presentadas las unas como generación de las otras, una metafísica que, como toda metafísica (al menos así lo decía Augusto Comte) no es otra cosa sino una teología cuyas prosopopeyas mitológicas son presentadas bajo la forma de ideas abstractas. En este caso parece evidente que la metafísica de la ciudadanía que ofrecen en su libro los tres profesores es un trasunto de la teología de la ciudadanía que San Agustín ofreció en su Ciudad de Dios, porque sólo desde la teología agustiniana cabe decir que los hombres somos ciudadanos porque «antes de pertenecer a una cultura, a una nación...», es decir, antes de entrar en la historia material real, somos ciudadanos de la ciudad de Dios, que ya funcionaba en la era prehistórica de los Ángeles, en la que también estaban presentes los hombres que Dios había ya conformado en su ciencia de visión, es decir, en la eternidad (la metafísica de la ciudadanía de estos tres profesores es una reexposición abstracta e inconsciente del libro XI de La Ciudad de Dios).

No tiene nada de sorprendente que el modo de explicar la conexión entre la secuencia esencial y metafísica de las ideas involucradas en la idea metafísica de ciudadanía, y la secuencia existencial y material de los hechos históricos, sea el modo mitológico, aunque su presencia, acaso pudiera pretender ser justificada por motivos didácticos o literarios o simbólicos.

San Agustín explica el desarrollo en el tiempo de la ciudad de Dios recurriendo a su enfrentamiento con la ciudad del Diablo, es decir, apelando a la prosopopeya (mitológica) dualista de la lucha entre Dios (el bien) y Satán (el mal), si bien San Agustín «suaviza» el maniqueísmo tratando de derivar a Satán de los propios ángeles que Dios había creado. También los autores del libro apelan a la mitología: el bien es obra de Zeus y el mal de Cronos: «Para expresarlo como en el mito, podríamos decir que, justo en el momento en que la Humanidad celebraba la victoria definitiva de Zeus –la consolidación de un reino de la ciudadanía– Cronos iniciaba su más potente y despiadado contraataque» (pág. 113).

Y además utilizan otros recursos cuya condición mitológica podría pasar desapercibida porque se disimula bajo pretextos pedagógicos o literarios: los recursos a las alegorías, tomadas de mecanismos concernientes al mundo real, pero sin correlación alguna con mecanismos materiales previamente ofrecidos, y cuya función consiste por tanto en sustituir las conexiones que las ideas o esencias adquieren a través de la materia histórica existente, que hay que investigar en cada caso, por una conexión analógica. Por ejemplo: para dar cuenta de la conexión entre el comunismo y el capitalismo se recurre a una alegoría, muy basta por cierto, tomada de Savater, la del Alka-Seltzer (pág. 208); o bien (pág. 115) la alegoría del tren desbocado (el capitalismo) que necesita un freno (el comunismo); o bien la explicación de su idea de capitalismo como recurrencia incesante de su propio proceso de producción, mediante la alegoría de los ratones en una rueda «que corren más deprisa a fin de correr aún más deprisa» (pág. 114).

No se trata sin más de ilustraciones metafóricas, menos aún de analogías rigurosas. Estamos ante alegorías destinadas a sustituir la explicación material interna o racional de un proceso real, por una alegoría mitológica de otros procesos que obedecen a causas enteramente distintas.

Es la metafísica de la ciudadanía –ligada a la metafísica humanista de la idea de Humanidad (a la que los autores recurren constantemente)– la que conduce a estos profesores a situarse en una plataforma estratosférica (traducción abstracta, como hemos dicho, de La Ciudad de Dios agustiniana) que impone una escala a la visión histórica tan desproporcionada que les obliga, en el momento de tomar tierra, a fijarse en puntos de referencia «oligofrénicos» tales como Fidel Castro, Hugo Chávez o Evo Morales. Estos puntos de referencia podrán ser proporcionados a otra escala de análisis. Pero cuando se habla a escala de Zeus o de Cronos, ¿no resulta ridículo tener que ver a Zeus representado por Fidel, por Hugo o por Evo, y a Cronos representado por Bush, por Blair o por Aznar?

 

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