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El Catoblepas, número 66, agosto 2007
  El Catoblepasnúmero 66 • agosto 2007 • página 8
Del pensamiento occidental

Doctor Mirabilis

José Ramón San Miguel Hevia

París. Años 60

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Guy Foulques, elegido papa hacía un año con el nombre de Clemente IV, iba y venía por su palacio de Viterbo con las manos en la espalda, repasando ya a los setenta años, su larga y accidentada existencia. Nacido en San Gilles de Languedoc al sur de Francia a finales del siglo XII, había estudiado leyes en su juventud, convirtiéndose pronto en un eminente jurista. Recordaba sobre todo con nostalgia su matrimonio, del que tuvo varios hijos, casi todos todavía vivos, y la muerte de su mujer, con la que había convivido felizmente durante muchos años. Recordaba también su estancia en la corte en calidad de secretario privado del rey Luis IX, casi a mediados de siglo, y la brillante colección de intelectuales que tuvo ocasión de conocer, tanto en el palacio como en la flamante universidad.

Cuando quedó viudo se ordenó sacerdote e inició una brillante carrera eclesiástica. En 1257 fue nombrado obispo de Puy, dos años después arzobispo de Narbona y finalmente en 1261 cardenal obispo de Santa Sabina. Su legación en Inglaterra fue tan tempestuosa como ineficaz, pero a pesar de esto un año después, en 1265, el colegio cardenalicio lo elevó a la suprema dignidad de la Iglesia. En esta segunda parte de su vida Guy Foulques nunca olvidó a los amigos que había dejado en París, ni mucho menos a su antiguo soberano que le ayudó en su fulminante ascensión. Es cierto que estaba dispuesto a hacer por él cualquier cosa, pero lo que pedía en la carta que le acababa de enviar parecía un proyecto prácticamente imposible.

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La relación entre la cristiandad y el Islam había llegado a su punto de máxima tensión. En el próximo oriente, después del fugaz triunfo de la primera cruzada, el sultán Saladino había reconquistado Jerusalén, y después de él los fatimíes de Egipto tomaron la iniciativa bélica, rechazando los sucesivos intentos de los reinos europeos para recuperar los santos lugares. El mismo Luis IX fue derrotado en Mansura, y hecho prisionero durante cuatro años, y para volver a su país no tuvo más remedio que devolver la plaza de Damieta.

Durante su prisión, Luis tuvo la idea genial de enviar al kan de los tártaros que en aquel momento dominaban casi toda el Asia a un personaje de su séquito, el fraile franciscano Guillermo de Rubruquis. El embajador volvió al cabo de dos años a su país y escribió una carta relación de su viaje al rey de Francia, redactada en los términos más optimistas, porque en ella afirma que los tártaros estaban cerca de convertirse a la fe de la Iglesia católica.

Grandes dignatarios de la corte entre ellos el hermano menor de Mongha Khan y otros familiares estaban ya bautizados y los nestorianos ocupaban lugares de alta responsabilidad, administrando el Imperio. Los ingures y los mismos tártaros, posiblemente por influencia de los cristianos, son monoteístas, aunque veneran las obras estupendas de sus adivinos. «Si el señor papa enviase en su nombre un obispo, podría decirles cuanto quisiera, pues escuchan de buena gana a los misioneros y todavía quedan ansiosos de oír algo nuevo.»

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Habían pasado ya diez años desde estos acontecimientos, y sin embargo Luis IX no había olvidado las advertencias de su enviado, pues además, una conversión universal de los mongoles, estaría de acuerdo con su política al dejar al Islam oriental encerrado entre la doble tenaza del occidente cristiano y el extremo oriente asiático. Por otra parte Clemente IV mantenía abierta una abundante correspondencia con Abaga Kan, que llegó a disculparse por haber utilizado en una carta el idioma tártaro en vez del latín. Todas estas circunstancias decidieron al rey a escribir a su antiguo secretario privado, para que en su calidad de papa, buscase un doctor sabio que convenciese a los tártaros de que abrazasen la ley de los cristianos.

Y aquí empezaba para Guy Foulques el problema, pues a pesar de que las relaciones diplomáticas con los imperios de los kanes eran lo bastante fluidas, de eso a convertirlos a su fe había un abismo. Hacía falta un genio que conociese muchos idiomas y la geografía de todo el mundo hasta el Océano oriental. Debería además abarcar la historia universal como una unidad y exponer en los términos de su propia ley latina las doctrinas religiosas y filosóficas comunes a toda la humanidad. Y por si eso fuera poco tendría que hacer frente a la magia de los adivinos, haciendo publicidad de sus creencias por medio de un saber acompañado de prodigios.

Clemente IV sólo conocía a un hombre capaz de realizar este milagro, pero en aquel momento estaba en París, recluido en el convento de su orden franciscana, cuya autoridad le impedía enseñar su doctrina, que juzgaba peligrosa y hasta herética. Sin embargo Rogerio Bacon, además de cumplir los difíciles requisitos que su misión exigía, había sido el maestro preferido de Guy Foulques, y estaba bien enterado de las costumbres de los mongoles por sus conversaciones con Guillermo de Rubruquis, que llegó a dedicarle una copia de su escrito, y por su lectura del libro de Juan Carcopino. No había otra elección, y el papa estaba dispuesto a sacar al gran doctor de su encierro, aunque tuviese que utilizar toda su autoridad

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Clemente pidió recado de escribir, y tomando la pluma, redactó de su puño y letra una carta destinada al convento de los frailes menores de París, concebida aproximadamente en los siguientes términos: «A nuestro amado hijo Rogerio de apellido Bacon: Hemos recibido con agrado tus cartas, y hemos anotado diligentemente las palabras que para su explicación nos expuso con tanta fidelidad como prudencia G. Bonecor. Pero con el fin de conocer mejor tus propuestas, decidimos, y por este escrito Apostólico te ordenamos, que saltando por encima de las ordenanzas de cualquier prelado y de las constituciones de tu orden, no dejes de enviarnos a la mayor brevedad posible y con letra muy clara, tu obra, y nos declares además epistolarmente los remedios que es preciso aplicar a una situación según tú tan reciente, tan grande y tan crítica. Hazlo sin tardanza y con el mayor secreto. Dado en Viterbo, a ventidos de Julio de nuestro segundo año.»

Rogerio Bacon recibió la carta pocos días después con una alegría tanto mayor cuanto que le permitía comunicar lo que tenía escrito y ampliar sus ideas y proyectos a un antiguo amigo, un gran intelectual y por encima de todo papa de Roma. Hasta entonces sólo había publicado en París, a mitad de los años cuarenta, unas pocas y escuálidas cuestiones sobre los tratados biológicos y astronómicos, y sobre la Filosofía Primera de Aristóteles y un opúsculo Sobre la nulidad de la magia y las invenciones del arte. Desde el año 50 al 57 se trasladó a Oxford, en circunstancias cada vez más difíciles, pues sus maestros morían o se jubilaban y además los franciscanos eligieron como general a San Buenaventura, un teólogo de tendencias místicas, que no podía ver con buenos ojos el atrevimiento doctrinal y la ciencia profana de Roger.

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Bacon envió su Opus Majus terminada hacía unos años, pero todavía inédita a Roma, pero siguiendo el mandato del papa, lo acompañó con una carta donde se resumía toda su doctrina y su proyecto histórico, que juntaba en un sistema de pensamiento la teología, la filosofía, la ciencia y la técnica, y hasta la unidad político religiosa del mundo. La epístola era una continuación de las que había sustraído furtivamente Bonecor en París para llevarlas a Roma, y aquella situación «grande, crítica y reciente», a que aludía Clemente IV, abarcaba la conversión de los tártaros, la desaparición del Islam de acuerdo con la profecía de Albumasar y la purificación de la Iglesia por obra de un pontífice excelente.

Estoy persuadido, Santidad, de que la historia de la humanidad que es tanto como decir la historia del saber es única y está destinada a volver a la unidad perfecta en su consumación. Ciertamente, después que se disipó el eco de la revelación primitiva, comunicada a Adán y los padres, los hombres se dispersaron, volviendo a la ignorancia y adorando dioses y héroes falsos. Pero los griegos, y el primero de todos Tales de Mileto, sacaron del olvido aquella primera filosofía y la trasmitieron a las generaciones sucesivas hasta llegar a Aristóteles, que encerró en sus escritos tanto saber como era posible tener en aquellos años felices.

Después de él otra vez decayó la ciencia durante muchos siglos, hasta llegar a los tiempos actuales, y todavía en ellos algunos llamados doctores se mantienen en un estado de desconocimiento, pretendiendo enseñar sin haberse tomado la molestia de aprender primero. Sólo gracias a mí y a mis maestros de método Roberto y Pedro los hombres disponen de una linterna que dirija sus pasos de forma definitiva hasta tal punto que la historia llegará a su plenitud. Y si queréis saber por qué admirables pasos se cumple este prodigio, os ruego sigáis leyendo esta breve carta.

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Los sabios más eminentes de todos los pueblos en Grecia Aristóteles, entre los latinos Marco Tulio y Séneca, además Alfarabi y Avicena, y sobre todo San Agustín tienen una comunidad de ideas, y es preciso aprovecharla para que el mundo entero esté preparado a la fe. Para todos ellos Dios es la luz verdadera que ilumina a todos los hombres, o según otra expresión que viene a decir lo mismo, hay un solo entendimiento activo separado, que como el sol envía sus rayos, mientras que cada uno de nosotros tiene un entendimiento posible individual, capaz de recibir la iluminación de ese foco primero.

Por eso están muy equivocados quienes creen y afirman que la filosofía es independiente del saber teologal, y más todavía quienes se atreven a decir que sus proposiciones son contradictorias, aunque cada una de ellas tenga verdad en su propio campo. Más bien sucede que la sabiduría revelada tiene dos aspectos complementarios, pues si el hombre no estuviese dotado de razón no podría recibirla, y si Dios no hiciese comunicación, esa posibilidad permanecería muerta y nunca se actualizaría.

Y encuentro, Santidad, que este catecismo es de una suma sencillez y muy fácil de entender y de comunicar a todos los pueblos, como lo demuestra el hecho de que sus filósofos, razonando independientemente, estén de acuerdo en sus principios fundamentales. Y en resolución, como la humanidad tiene una historia y una razón común, siempre es posible traducir a nuestra ley latina las doctrinas de los tártaros, de los ingures, de los árabes y de los griegos separados, con tal de cumplir unas pocas condiciones.

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La primera de ellas es el estudio de todas las lenguas del universo mundo, pues desde los días de Babel se han multiplicado, y su desconocimiento ha sido causa de la dispersión y de la hostilidad de los pueblos. Por eso mis maestros de Oxford y sobre todo yo mismo, hemos tenido buen cuidado de aprender, además del latín, el griego, el arábigo y el caldeo. Y el propio Guillermo de Rubruquis, en su larga estancia en la corte de los tártaros, aprendió los elementos de su idioma, que luego me comunicó en nuestras largas conversaciones. Y no sería mala idea que en todas las universidades se abriesen escuelas de lenguas orientales, para facilitar la predicación de los misioneros.

La segunda condición es mucho más difícil, y muy pocos han tenido la fortuna de cumplirla, pues consiste en el conocimiento de la geografía del Asia remota, empezando por Francia hasta llegar al Océano oriental, donde termina el inmenso imperio de los tártaros. Y yo mismo la ignoraría, si no hubiese tenido la fortuna de escuchar al enviado del rey de Francia y de leer el libro de sus aventuras. Muy larga y enojosa sería la descripción de esas tierras del Asia remota, pero para que os hagáis una idea aproximada, desde Constantinopla hasta el primer campamento de Mangu Kan, Guillermo empleó más de ocho meses, y sólo pudo volver a Trípoli después de dos años y medio.

Según esto, la longitud de las tierras habitadas es mucho mayor de lo que yo suponía, y calculando la circunferencia de la esfera terrestre y consultando el libro IV de Esdras, he llegado a la conclusión de que la distancia por mar desde Francia o España, navegando hacia el oeste es mucho menor de lo que me imaginaba, y bastaría atravesar el mar occidental durante unas pocas semanas para llegar al reino de los tártaros con mucho menos tiempo y peligro.

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Con dos instrumentos se puede llevar a los infieles a la obediencia de la fe, y el primero de ellos es la exposición de la filosofía, y en particular esas verdades de que os hablé y que son como un catecismo universal, dirigido a los hombres de cualquier época o pueblo. Pero si queremos tener una certeza completa de tales principios y así comunicarla a los demás de modo que cualquier género de duda quede excluido, es preciso completar la revelación con la ciencia experimental y con los admirables hallazgos del arte, que son su derivación y su última consecuencia.

Esta ciencia es tanto más necesaria, cuanto que ha de superar la de los árabes, maestros en la geometría y en su aplicación a la óptica y la perspectiva, y también la de los adivinos, a quienes siguen los tártaros, pues pueden predecir el futuro y realizar curaciones aparentemente milagrosas. En cuanto a mí, ya escribí sobre la falsedad de la magia, y en cambio hice ver los imponentes artificios que a lo largo del tiempo se construirán en los países cristianos, y hasta adelanté la idea y el plano de muchos de ellos. Y estoy seguro de que los infieles, a la vista de esos prodigios, abrazarán la sabiduría revelada y la filosofía que los hace posibles.

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Y digo que se pueden fabricar naves sin necesidad de remeros, pues por grandes que sean, las dirigirá a lo largo de los ríos y el mar un solo hombre con velocidad mucho mayor que si estuviesen llenas de marineros. Y es posible hacer también un carro que se mueva sin que lo empuje un animal con un ímpetu increíble. Y aparatos para volar con un piloto colocado en medio de tan extraño artificio, manejando un ingenio para que las alas golpeen el aire, como hacen las aves al volar, pues aunque yo no vi ese aparato ni conozco a quien lo haya visto, sí tengo noticia de un sabio que ha diseñado sus planos

También puede la ciencia experimental conseguir instrumentos para caminar por el fondo del mar y de los ríos sin ningún peligro, y puentes sin columnas ni soporte central, y máquinas admirables. Y un aparato de magnitud mínima, capaz de elevar pesos casi infinitos, de tal forma que un solo hombre podría con él arrastrar violentamente contra su voluntad a otros mil. Y anteojos por medio de los cuales los objetos colocados a enorme distancia aparecen muy cercanos, de forma que podríamos leer con todo detalle letras pequeñas y lejanísimas, y haríamos aparecer nuevas estrellas.

Y para que los adivinos tártaros no presuman de sus hazañas, el arte puede prolongar la vida humana hasta una edad considerable. Hay constancia de que el hombre fue creado naturalmente inmortal, y todavía después del pecado vivieron los patriarcas casi mil años. Actualmente hay muchos campesinos, que sin haber tenido comunicación con las ciudades viven más de cien años. Y si cada uno siguiese desde su juventud un régimen determinado por los físicos, atendiendo a la comida, la bebida, al sueño y la vigilia, al movimiento y el descanso, y a sus estados de ánimo, viviría sin otro límite que el marcado por la naturaleza heredada de los primeros padres.

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Para que esta revelación, que es al mismo tiempo teología, filosofía, ciencia experimental y arte se propague universalmente, sólo hace falta que la Iglesia sea purificada, bien por un Papa o por un rey excelente, como juntándose la espada material con la espada espiritual. De esta forma se formará por primera vez una sociedad única, tan extensa como el género humano, y en ella la sabiduría total habrá sido dada por un solo Dios a un solo mundo para un solo fin.

Os animo, Santidad, para que vos mismo, personalmente o por medio de vuestro servidor el rey Luis, apliquéis este remedio, para que así se cumplan todas las profecías que de forma independiente anuncian los mismos estupendos resultados. Los griegos volverán a la obediencia de la fe de Roma, los tártaros se convertirán y los sarracenos serán destruidos, y por fin reinará un solo pastor sobre un mismo y universal rebaño.

Clemente IV ordenó que se hiciesen dos copias de estas cartas, reservando para sí el original. Envió una a Abaga, rogándole las comunicase lo más pronto posible a los venecianos que en viaje, mitad de negocios y mitad misionero, visitaban la corte de Kubilai Kan, pues por el mucho tiempo que llevaban en Asia eran capaces de traducirlas desde el latín a la lengua tártara. Y puso la otra copia en conocimiento del rey Luis, acompañándola de un breve escrito, donde explicaba los pasos que había seguido cerca de los señores mongoles.

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Bastantes meses después, en la primavera del año 1266, volvió a aparecer por Viterbo un correo de Luis IX, que en vista de la presteza y la eficacia con que Guy Foulques había cumplido su primer encargo había adquirido una confianza absoluta y hasta importuna en su viejo secretario. Esta vez el rey de Francia planteaba una nueva consulta referente al Islam occidental, sobre el que proyectaba organizar en pocos años una cruzada para conquistar Túnez en el norte de África y partir en dos el frente de los pueblos sarracenos.

La situación en los reinos de España y en el Andalus era muy diferente a la del Oriente Medio. Después de la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, los cristianos habían tomado la iniciativa y, rechazando la amenaza de los almohades, encerraron en el sur de la Península a los musulmanes, que pronto se disgregaron en multitud de pequeños reinos. Pero no por eso su peligro había desaparecido, antes bien, era más insidioso, porque atacaba el centro de la revelación.

Un filósofo cordobés, Ibn Roch o Averroes en traducción al latín, con el prestigio que le daba su conocimiento y sus comentarios a Aristóteles, había dejado escrita a su muerte una doctrina que se fue propagando por occidente, hasta llegar a la Facultad de Artes de la Universidad de París. Sus maestros y estudiantes, acogieron con entusiasmo muchas de sus proposiciones que hacían sistema, pero eran fuertemente sospechosas de herejía, hasta tal punto que los teólogos de la Sorbona y al frente de ellos Buenaventura los había atacado ásperamente. Luis IX solicitaba del papa que mediase en aquel conflicto y frenase esa doctrina, si es verdad que amenazaba con convertir la ley latina en filial de un pensador islámico, sin ningún ruido ni violencia.

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Clemente IV recibió del correo real un resumen de las proposiciones de las dos partes y prometió responder detalladamente a la consulta. Es verdad que podía emplear toda su autoridad para condenar una forma de pensar por lo menos peligrosa, pero tenía demasiada honradez intelectual para una solución tan contundente. En vez de eso llamó a Tomás de Aquino, recién llegado a Viterbo desde Roma, y le pidió que estudiase las opiniones de teólogos y filósofos, siguiendo con todo rigor y sin ningún prejuicio el método de razonamiento de las universidades, para proporcionarle un esquema de solución. Tomás leyó los escritos de con la atención y la parsimonia que siempre le acompañaban, y finalmente te presentó ante el papa, asegurando que podría desatar tan retorcido nudo.

Pero para ello debéis cumplir una condición muy dura y dolorosa para nosotros dos, a quienes une un afecto nacido de la comprensión mutua y del trato frecuente. Tenéis que usar vuestra autoridad cerca del general de mi orden y de los profesores de París, para que contra los usos de las Universidades y mi propio deseo, pueda volver de nuevo a ocupar la cátedra de teología. Porque la novedad de las doctrinas y el prestigio de quienes están tras ellas me obligan a desarrollar con más detalle y a razonar de forma deductiva e incontestable en tratados más amplios, la solución que ya desde ahora os adelanto.

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Parece que no existe un intelecto subsistente propio de cada hombre, y este sentido tienen a primera vista las palabras del Filósofo. Porque después de decir en muchas partes que el entendimiento es eterno e inalterable, todavía añade que está separado, igual que está separado lo imperecedero de lo corruptible. Y en el tercer libro De Anima concluye que solamente él es inmortal e indestructible.

Y según estas expresiones parece probado que el intelecto no es individual, y a esta conclusión llega el siguiente razonamiento: no puede haber correspondencia entre dos esencias, una de ellas incorruptible y la otra sometida a la desaparición. Pero cada hombre es por naturaleza mortal. En consecuencia un principio eterno forzosamente deberá estar separado de él. Y que el entendimiento es común se prueba así: es evidente que los hombres tienen y se comunican ideas inmutables. Pero lo que no admite mutación sólo cabe en una entidad igualmente eterna. Por consiguiente sólo la especie humana que continuamente se repite en sus generaciones sucesivas, puede ser sujeto del intelecto.

Pero contra esto, está la recta comprensión de los textos del Filósofo, que el Comentador y sus seguidores latinos interpretan torcidamente. Pues cuando habla frecuentemente de un entendimiento separado, quiere decir que su operación no utiliza ningún miembro corporal, y así lo opone a todas las demás actividades del alma sensible y vegetativa, inseparables de los órganos de los sentidos y de la máquina del cuerpo. Y como no está limitado en esta su acción por ninguna condición material, rectamente puede decir en otro de sus pasajes que el ánima intelectiva es en cierta manera todas las cosas.

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Y que cada hombre individual tiene un entendimiento propio, lo mismo activo que posible, es evidente si razonamos de la siguiente forma: según el Filósofo la operación de una entidad cualquiera, está de acuerdo con la forma de ser de esa entidad. Pero el acto de entender es propio de un hombre determinado, sea Sócrates, Platón o Sortes, de manera que hablamos correctamente al decir «este hombre entiende». Por consiguiente el entendimiento de donde se deriva ese acto forzosamente ha de ser también individual.

Y que la especie humana no posee un intelecto común también se puede probar por el absurdo. Porque si así sucediese existiría para todos los hombres un entendimiento numeralmente uno que se refiere a un único inteligible. Ahora bien, la operación de un mismo principio activo, referido a un mismo objeto, es también numeralmente una, simultanea y específicamente igual, como demuestra el Filósofo en el libro V de la Física. Por eso, si varios hombres tuviesen un solo ojo, todos verían el mismo objeto la vez. Y por analogía, si su entendimiento fuese común solo habría una acción intelectual, pues todos entenderían lo mismo y al mismo tiempo.

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Algo tienen de común los discípulos de Averroes y de Sigerio de Brabante y es la pretensión de que la filosofía, no sólo es independiente de la teología, sino que además la contradice. Y de esa forma los estudiantes en artes afirman que una proposición es necesaria según la razón, y al mismo tiempo la opuesta es verdadera según la revelación. Por ejemplo la razón me convence necesariamente de que sólo hay un intelecto, pero por la fe creo firmemente todo lo contrario. De esta forma vienen a decir que Dios nos impone creencias contrarias a una verdad necesaria y por eso mismo imposibles, algo que retiñe en los oídos de. Cualquier católico.

Y en este ejemplo, mejor que en ningún otro, se puede comprobar la diferencia entre la teología y la filosofía, pues siguen caminos y llegan a conclusiones formalmente diferentes, aunque no contradictorias por su contenido. Y aunque el testimonio revelado debe ser mucho más seguro para un cristiano que el razonamiento mejor engarzado, sin embargo el saber filosófico es accesible a todos los hombres, y por él podemos proporcionarles el conocimiento de las pocas proposiciones que sirven de introducción a la fe.

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Habían pasado de esto nueve años. El papa Clemente IV primero, y muy poco después Luis IX murieron y con ellos desapareció su gran proyecto que pretendía convertir a los tártaros y anular el poder sarraceno. El nuevo pontífice, Gregorio X, inspirado por Buenaventura, convocó un concilio en Lyón, que fracasará en su intento de unir a las iglesias griegas con la latina. Su delegado, Tomás de Aquino, gravemente enfermo, murió por el camino.

Pero en el mismo año de 1274 el mensaje de Tomás renació de modo tan inesperado como irresistible. Al atravesar el puente de Florencia un niño de nueve años y una niña todavía más joven dos hombres cualesquiera cambiaron una mirada y una sonrisa que con el tiempo iba a conmover el mundo. La humanidad dejaba de ser la protagonista de la Divina Comedia, y en cambio cada uno de los hombres, con su existencia individual, pequeña o grande pasaban a primer plano, formando entre todos un universal desconcierto.

Rogerio Bacon cayó de nuevo en desgracia y otra vez fue recluido en régimen de prisión, durante más de veinte años. Murió en 1292 y pudo ver cómo el Imperio tártaro entraba en decadencia. Pero dos siglos después sus escritos de geografía corrieron por Europa e inspiraron el alucinante viaje de Colón hacia occidente, en busca del gran Kan. Y mucho más tarde todavía su ciencia experimental y los prodigios técnicos planeados por él se hicieron realidad, trasformando por completo la historia.

 

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