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El Catoblepas, número 67, septiembre 2007
  El Catoblepasnúmero 67 • septiembre 2007 • página 3
Guía de Perplejos

Del absurdo

Alfonso Fernández Tresguerres

Acerca de lo que quepa entender por «absurdo» y sus variedades

Es claro que lo que llamamos absurdo puede ser entendido según muy diversos modos: aquello que atenta contra el sentido común; inconveniente; irracional; opuesto a lo que se considera normal u ordinario; imposible, en la medida que entraña contradicción; razonamiento formalmente no válido, o, finalmente, lo que es ilógico. Precisamente, en lógica es conocido, ya desde Aristóteles (aunque, según creo, podría considerarse prefigurado en Parménides y utilizado sistemáticamente por Sócrates), el llamado razonamiento por absurdo o demostración por reducción al absurdo (reductio ad absurdum), denominado por Leibniz y Kant razonamiento apagógico, y que consiste en demostrar una proposición tomando como hipótesis (o premisa adicional) la proposición opuesta y haciendo ver que de ésta se deriva una contradicción. (Dejemos ahora a un lado si, como quiere Kant, tal forma de razonar sólo tiene validez en la ciencia, mas no en la filosofía, o también el hecho de que su utilidad –como parece obvio– únicamente es plena en lógica bivalente.) No menos claro es, sin embargo, que en muchas de esas acepciones algo sólo puede ser considerado absurdo cuando es juzgado desde un sistema de referencia externo que establece, por ejemplo, lo que es conveniente o racional, normal u ordinario; y, así, sólo podrá hablarse de creencias absurdas, cuando se examinan desde otras que se entiende que no lo son. Únicamente uno de tales sentidos parece imponerse con entera objetividad: y es aquél en el que se dice que algo es absurdo porque es ilógico o imposible, desde el momento en que supone una contradicción. Sólo en este caso el carácter de absurdo es un rasgo que, en rigor, pertenece al propio objeto; mas fuera de ahí, lo absurdo seguramente no se encuentra tanto en la realidad como en nuestra forma de verla y juzgarla.

Mas ni siquiera este modo de concebirlo, equiparándolo a lo imposible, lógica u ontológicamente (que es, con toda seguridad la forma más fuerte de entenderlo y la única poseedora de un carácter objetivo que la pone a salvo de toda posible discusión); ni siquiera así concebido, lo absurdo puede entenderse, sin más, como carente de sentido. Cuando de una determinada proposición podemos decir, con toda justicia, que es absurda, sea desde una perspectiva lógica u ontológica, ello sólo es posible a condición de que la proposición misma tenga sentido, es decir, que signifique algo y que ese algo resulte inteligible. En caso contrario ni siquiera podríamos decir nada al respecto. En consecuencia, absurdo no equivale a carente de sentido o de significado, sino por completo dotado de ellos, sólo que de un sentido o significado que designan, precisamente, una realidad imposible por contradictoria, esto es, absurda.

Pero si esto que decimos no es, a su vez, algo absurdo o que se halle por completo desenfocado, entonces parece que debemos concluir que lo absurdo ni puede ser propiamente pensado ni tampoco existir. Porque, en cuanto a lo primero, aun cuando aparentemente podamos pensar lo que no es, ello sólo es posible en tanto que no siendo, es decir, que lo pensamos no otra cosa significa sino que somos capaces de expresarlo en una proposición con sentido, mas no que verdaderamente podamos concebirlo. Por tanto, lo absurdo puede ser dicho, pero no concebido y, en último término, tampoco pensado. Y en lo que respecta a lo segundo, es evidente que no puede ser lo que es imposible que sea. (Si algo similar a esto es lo que quería decir el viejo Parménides, yo no puedo sino mostrar mi total asentimiento.) Ahora bien, el lugar a donde todo esto nos conduce no es menos obvio: lo absurdo existe en el ámbito de la lógica, de los conceptos o de las Ideas (como cuando yo escribo o pronuncio una contradicción), pero no el orden de la realidad, porque lo que es –y por el mero hecho de ser– no puede ser absurdo, ya que de lo contrario no sería. De manera que, amortiguando un tanto la posición agustiniana, según la cual, la cosas, en tanto que son, son verdaderas, podríamos decir que lo que es, en tanto que es, no es absurdo. Calificarlo como tal (ya lo decíamos) sólo es posible desde fuera de ello, partiendo de determinados criterios (y acaso plenamente atinados y hasta verdaderos), a la luz de los cuales lo que es se nos muestra como perverso o inmoral, delirante o indeseable, estúpido o falso…, pero no absurdo, si es que admitimos que absurdo significa, en el orden del ser, imposibilidad ontológica. Quizás por esto, con intuición verdaderamente genial, pudo Kierkegaard afirmar que lo absurdo es el verdadero objeto de fe, porque sólo lo absurdo, hablando con propiedad, es lo único que puede ser creído, es decir, el único objeto sobre el que tiene sentido volcar la actividad intelectiva o sentimental de creer. A la luz de esto, la expresión de Tertuliano: credibile est, quia ineptum est, o aquélla más famosa que se le atribuye: Credo quia absurdum («Creo porque es absurdo»), podrían acaso ser interpretadas en un sentido próximo al de Kierkegaard, y alcanzar con ello una profundidad sorprendente y no tener en sí mismas nada de absurdas.

¿Y desde qué lugar fuera del mundo podríamos situarnos para calificarlo de absurdo? ¿De qué lugar fuera de la vida disponemos para desde él verla y juzgarla como absurda? Hemos hablado de un absurdo en sentido lógico, de un absurdo en sentido ontológico, y la segunda de las preguntas que acabamos de formular nos introduce de lleno en la tercera gran perspectiva: lo absurdo en sentido existencial. Demos por suficiente lo dicho acerca del primero; del último nos ocuparemos enseguida, pero añadamos antes unas palabras sobre el segundo.

¿Qué podría significar la proposición: «el mundo es absurdo»? (tal es lo que denominamos absurdo ontológico –o cósmico–, como diferenciado del absurdo existencial y también del absurdo lógico, y que me pregunto si resultaría excesivo o desproporcionado poner en relación, de algún modo, con los tres géneros de materialidad –M1, M2 y M3– que distingue la ontología de Gustavo Bueno); ¿qué podría significar, pues, decir que el mundo es absurdo? Pues me parece que muy poca cosa.

Por lo pronto, el mundo no puede ser absurdo en el sentido de que su existencia suponga una contradicción o conlleve una imposibilidad, porque en ese caso no sería. Es evidente que el mundo no es imposible, puesto que es; y, por lo demás, ¿cómo podría implicar su existencia una contradicción? Una contradicción ¿respecto a qué? ¿Qué hay fuera del mundo en relación a lo cual la existencia de éste podría ser vista como contradictoria? Acaso sólo Dios, quien, al crearlo, niega (y contradice) su infinitud y su perfección. El mundo, pues, sólo podría resultar contradictorio respecto a Dios; sólo desde Él cabría afirmar que su existencia entraña una contradicción: si el mundo es, pues, absurdo por contradictorio, su contradicción no es otra que la contradicción de Dios. O lo que es lo mismo: únicamente al teísta –por paradójico que resulte– podría parecerle que el mundo es absurdo. Y acaso por eso –y nuevamente nos sale al paso la profundísima intuición de Kierkegaard– es lo absurdo el auténtico objeto de fe. Porque lo absurdo no se encuentra sólo, como piensa el filósofo danés, en el hecho de que un ser eterno y una verdad eterna se hayan hecho temporales: lo absurdo sin paliativos estriba en el hecho de que, con la creación del mundo, Dios se ha puesto en contradicción consigo mismo.

En consecuencia, y por lo mismo, la negación de Dios conlleva la afirmación del mundo; del mundo como algo absoluto y acabado; de un mundo que no sólo es (por lo que no encierra imposibilidad alguna), sino que, puestas unas condiciones dadas, no podría haber sido de otro modo distinto (con lo que desaparece cualquier atisbo de contradicción): el mundo existe, luego su existencia no es absurda; el mundo es, luego no es absurdo. Tal es la conclusión que, a menos que me encuentre delirando en demasía, se nos impone con toda evidencia.

Mas ni siquiera cabría considerarlo absurdo, no ya en estos términos absolutos, en relación consigo mismo, sino en aquel aspecto más restringido desde el que podría entenderse lo absurdo, esto es, en relación con otra cosa que se entiende que no lo es. Porque desaparecido Dios, sólo podríamos decir que el mundo es absurdo si dispusiéramos de otro mundo con el cual compararlo. Pero, ¿a qué lugar fuera de él nos trasladaremos para examinarlo y juzgarlo? Yo no sé si éste es o no el mejor de los mundos posibles. Más inclinado se siento a considerar absurda, precisamente, tal afirmación: porque no se trata de que este mundo sea o no el mejor de los posibles, sino que es el único; el único que una ocasión dada (ésta en la que vivimos) fue posible. ¿Qué motivo tenemos para pensar que hubo o hay otros posibles, en los que para nosotros hubiera igualmente un lugar? Me temo que por este camino volvemos al mismo sitio: sólo el teísta puede decir, comparando lo que hay, con las infinitas posibilidades inherentes a la omnipotencia y perfección divinas, que el mundo es mejor o peor que otros que pudieran haber sido (creados por Dios); o, como decíamos antes, sólo el teísta podría decir que el mundo es absurdo o que carece de sentido. Pero lo tiene prohibido. El teísta tiene prohibido decir que la creación de Dios es absurda, que carece de sentido o que entraña una contradicción; y, para el caso, tiene igualmente prohibido decir que Dios podría haber hecho las cosas mejor de lo que las hizo; y como quiera que no todos se hallan dispuestos a asumir la contradicción y dar, con Kierkegaard, el salto a la fe, la doctrina a la que se arriba es que el mundo no es sólo bueno, sino el optimus, el mejor.

Para quienes, por el contrario, negamos a Dios (por considerar, precisamente, que se trata de una Idea contradictoria y absurda, que dibuja los rasgos de un ser imposible), lo que resultaría verdaderamente absurdo sería decir que el mundo es absurdo, incluso si concedemos ahora que pueda entenderse absurdo como carente de sentido. ¿Qué puede significar que el mundo no tiene sentido? ¿Qué sentido podría tener más allá de sí mismo?

¿Sentido es aquí sinónimo de finalidad? Y si es así, ¿acaso hemos terminado por abandonar las causas finales en los ámbitos científicos (aunque en unos, como sucede en las ciencias biológicas, más a regañadientes que en otros) y persistiremos buscándolas en el ámbito de la metafísica o la ontología? ¿Para qué, en su movimiento alrededor del sol, el radio vector de los planetas barre áreas iguales en tiempos iguales? ¿Para conformar una hermosa geometría celeste? ¿Para qué es salada el agua del mar? ¿Para que puedan vivir los peces? No menos ridículo es preguntarse para qué existe el mundo: existe, eso es todo. De nuevo, sólo el teísta podría hacerse cuestión de tal asunto. Para quienes prescindimos de Dios, el sentido del mundo es el mundo mismo.

¿O al decir que carece de sentido lo que en verdad queremos decir es, sencillamente, que no nos gusta? Mas aquél que diga:

haec fesso uix mihi terra patet
[«estoy cansado y esta tierra me es poco hospitalaria», Propercio, Elegías, IV, 9: 42],

¿le encontraría más sentido si en ella hubiera hadas madrinas, sirenitas y unicornios? ¿O tal vez si el periodo terrestre en lugar de doce meses durase tres? Lo que, de cualquier modo, daría igual, porque continuaríamos designándolo con la unidad, y continuaríamos hablando de un año. ¿Hallaríamos entonces algún consuelo en pensar que podemos aspirar a vivir tres siglos? ¿Serviría eso para engañarnos? ¿Y qué más da? Después de todo:

«A una aurora sigue otra aurora y, cuando estemos descuidados,
de repente nos llegará la Purpúrea,
y consumiendo a unos, abrasando a otros y a otros
hinchándolos, a todos nos conducirá a un solo abismo» [Amiano].

¿O al decir que el mundo no tiene sentido lo que queremos decir es que es malo, que en él es muy superior el mal al bien, el dolor al placer, que no es sino una cadena interminable de dolores y pesares? Pero si es así, con independencia de que no se alcanza a ver el motivo por el que ha de juzgarse que el bien se halla más dotado de sentido que el mal, desde el momento en que se trataría de una afirmación por entero gratuita, en la que al decir que el bien tiene sentido y el mal no, nada se añade a la mera tautología que afirma que el bien es bueno y el mal, malo; mas con independencia de eso, ¿dónde se halla ese otro mundo con sentido por respecto al cual declaramos a éste carente de él; ese mundo (por decirlo con Heidegger) del que hemos sido arrojados? ¡Qué cosas! ¿De dónde nos han arrojado y quién lo ha hecho?

Digo yo que lo razonable es pensar que en esta vida, tal como la conocemos, hay dos tipos de imperfecciones y de males: los que ni dependen de nosotros ni se halla en nuestra mano paliar (no podemos, por ejemplo, decidir no enfermar o vivir doscientos años, al menos hoy por hoy), y aquéllos de los que somos agentes (y también pacientes), o aquéllos, siquiera, que con nuestra acción, si no suprimir, podemos, al menos, contribuir a amortiguar o a mejorar. Y me parece a mí que si lo lógico es aceptar, asumir y resignarnos ante los primeros (entre otras cosas, porque si no lo hacemos, da igual), no menos lógico es prestar crédito a Marx y emprender una acción transformadora de los segundos. Lo que en cualquier caso resulta completamente ridículo (¿absurdo también? ¿Carente de sentido?) es ejercer de jeremías permanentes y entregarnos al llanto y la lamentación.

Mas creo que estas reflexiones nos sacan ya del absurdo ontológico y nos instalan en lo que hemos llamado el absurdo existencial. Y apropiado será que digamos también algo de éste.

Dicen algunos que la vida es absurda porque no existe nada capaz de justificarla. Mas, ¿qué necesidad tiene la vida de que nada ni nadie la justifique? Y, por lo demás, ¿qué justificación podría tener que no sea ella misma? ¿Creemos, acaso, que somos amos suyos y que ante nosotros ha de rendir cuentas?

«No es la vida de por sí buena ni mala –dice Montaigne–: el bien y el mal dependen del sitio que les hagáis» [Ensayos, I, XX];

paralelamente, podríamos nosotros decir que no es la vida absurda ni deja de serlo: lo absurdo o no de ella se encuentra en nuestra forma de mirarla, y tal vez, más especialmente, en nuestra forma de vivirla. Si acaso somos absurdos nosotros, mas no ella. Es en éste, más que en los otros dos contextos que hemos examinado, donde lo absurdo suele entenderse –y así podemos hacerlo nosotros también– como carente de sentido. Pero, ¿qué puede significar que la vida no tiene sentido? ¿Qué siempre acaba, por larga que sea, demasiado pronto? Hacer de tal hecho motivo de congoja, es necedad. Mejor haríamos en seguir el dictamen de aquéllos que nos advierten que lamentaremos no vivir el tiempo posterior a su acabamiento tanto como lamentamos no haber vivido el tiempo anterior al día en que hemos nacido. Yo ninguna prisa tengo por abandonar este mundo, ya sea absurdo o se halle preñado de sentido, pero hasta que eso acontezca, tengo la seguridad de que no habrá día, por aciago que sea, que no espere al menos poder vivir otro; y después de que tal hecho (mi partida definitiva) haya tenido lugar, sé con toda certeza que no tendré ocasión para lamentarme. Todo el mundo quiere para sí (y para aquéllos que ama, naturalmente) una vida larga, y no hay nadie que por mucho que haya vivido no piense que aún podría vivir un poco más. Encuentro tal deseo del todo razonable, y ningún inconveniente tengo en confesar que es también el mío; mas soy de la opinión que antes que una vida larga (sin renegar de ella) debemos desear una muerte corta: que su mano nos toque de improviso y nos sorprenda cultivando coles en nuestro jardín, como pedía Montaigne para sí.

Me parece que harto de sobra tenemos con vivir como para, además, intentar hallarle un sentido a la vida ¿Y dónde buscarlo, por lo demás? ¿Qué otra vida con sentido conocemos por referencia a la cual aseverar que ésta carece de él? El único sentido de la vida es vivirla con sentido, y todo lo demás es simple metafísica gratuita y pueril, propia de quienes aún no han sido capaces de asumirse a sí mismos como huérfanos de Dios. Siempre acabamos tropezando con Él en este asunto, y continuaremos haciéndolo cuantas veces persistamos en darle vueltas: decir que el Universo es absurdo o que la vida no tiene sentido no es más que una forma de tocar con el dedo el vacío dejado por Dios. Razonamos, en efecto, como niños que piensan que su padre pudo haberles dado otro mundo u otra vida, y únicamente con la vista puesta en ese Padre imaginario y en un Universo y un existir que modelamos a nuestro gusto y antojo, podemos considerar absurdos o carentes de sentido aquéllos que nos ha sido dado vivir. Mas no existe un mundo fuera del mundo ni una vida fuera de la vida que pudieran servir como puntos de referencia desde los cuales emitir juicios de valor sobre lo que hay. Decir que la vida es absurda o carece de sentido, eso es lo verdaderamente absurdo y carente de sentido. Ninguna de esas propiedades pertenece al mundo, sino únicamente a nuestra forma de estar en él. No existe razón alguna para afirmar que es absurda la vida, por más que, con sobrada frecuencia, sea absurda nuestra forma de vivirla. Y de tales formas no es la menos ridícula (ni tampoco absurda) aquélla que demore el vivir hasta hallarle algún sentido al vivir mismo, sin advertir que, como decía aquel griego anónimo:

«La rosa florece un breve tiempo; cuando pasa,
si la buscas, no encontrarás una rosa, sino espinas».

Somos bichos tan pintorescos que vivimos pensándonos eternos y, al mismo tiempo, nos olvidamos de vivir, de tal manera que, aunque en efecto lo fuéramos, retrasaríamos siempre el momento de hacerlo, y, al cabo, no viviríamos en absoluto,

sed omnis una manet nox
et calcanda semen uia leti
.
[«pero una misma noche a todos aguarda,
y se pisa una vez la mortal senda», Horacio, Odas, I, XXVIII: 15-16];

para mayor escarnio y ridículo, solemos juzgar absurda la vida cuando menos motivos tenemos para que nos lo parezca. Quienes más reniegan de ella son habitualmente quienes mejor viven; y, al contrario, cuando uno tiene como tarea inmediata la satisfacción de una serie de necesidades básicas y elementales suele disponer de poco tiempo para entregarse a graves y pesarosas meditaciones existenciales. El bienestar engendra el ocio, y algunos que no saben qué hacer con su ocio se dedican a llorar, y no pocas veces a dar la tabarra también. Yo de mí puedo decir que el único periodo de mi vida en el que la vi (o creía verla, mejor dicho) como absurda, fue aquél en el que menos razones tenía para verla así. Hablo de mis diecisiete o dieciocho años, cuando vibraba con personajes como el de La náusea, de Sarrte, y yo, también, como el, creía tener

«la experiencia de los absoluto: lo absoluto o lo absurdo»,

y me decía que

«Todo es gratuito: ese jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar […]; eso es la Náusea»;

mas con los años y alguna lectura logré curarme. No he reaccionado mal a los remedios de Epicuro ni a los de Marco Aurelio. Tampoco a los de Montaigne, de quien acabé aprendiendo que la vida

«debe ser para sí misma su mira, su designio: su recto estudio es ordenarse, gobernarse, sufrirse» [Ensayos, III, XII].

Somos nosotros, pues, quienes otorgamos o no sentido a la existencia: si Dios nos hubiera dado una vida plena de sentido, nosotros podríamos haberla convertido en una cadena de actos absurdos; y, paralelamente, si la vida en sí misma es absurda nosotros podemos vivirla mediante una sucesión de momentos dotados de pleno sentido.

Es un error creer que hemos venido a este mundo con la exclusiva finalidad de ser felices, mas lo es también pensar que estamos aquí con el sólo objetivo de vomitar. Yo me he librado de la Náusea, mas lo he hecho también de la preocupación obsesiva por la dicha. No aspiro a la felicidad, sino a la indeferencia.

 

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